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BERNARDO NERI FARINA

  LOS PECADORES DEL VATICANO - Por BERNARDO NERI FARINA - Año: 2006


LOS PECADORES DEL VATICANO - Por  BERNARDO NERI FARINA - Año: 2006
LOS PECADORES DEL VATICANO - CUENTOS POLÍTICOS
 
Por  BERNARDO NERI FARINA
 
Prólogo: FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH
 
Director Editorial: Pablo León Burian
 
Colección “Narradores Paraguayos”
 
Tapa: Marcos Condoretty
 
Ilustración de tapa: Cuadro del pintor italiano Pompeo Batoni
 
Editorial El Lector, Asunción-Paraguay,
 
2006 (143 páginas),
 
 
 

PRÓLOGO
 
Una repetida observación es la que afirma que detrás de todo periodista hay un escritor solapado. Hay muchos casos de esto y nombres ilustres pueden saltar a la menor provocación: así, por ejemplo, en la tradición británica G. K. Chesterton y, en Hispanoamérica, el inmediato Gabriel García Márquez o Mario Benedetti... Hay muchos más, pues los periodistas-escritores o viceversa forman legión, como los diablos.
 
En nuestro país, el fenómeno se ha dado (y se da) con intensidad que no tiene visos de disminuir o apaciguarse. Entre la cátedra y las incursiones burocráticas, el escritor se ha visto obligado a disimularse (o travestirse, como dijo un agudo francés) en el cronista fatigosamente asalariado que busca arrebatar al tiempo algo de reposo, para emplearlo en la construcción de mundos imaginarios.
 
Gran parte de los narradores paraguayos han sido (y siguen siéndolo) periodistas. Las páginas de los periódicos siempre fueron hospitalarios para los escritores. Y esto en tal medida que hubo quien se sintió inclinado a calificar a la literatura paraguaya, con ironía casi volteriana, como episódica o semanal (como los suplementos). Ciertamente, estos últimos (junto con los concursos y premios que, por suerte, ahora menudean) han prestado un señalado servicio para que nuestra literatura tuviera un canal de difusión algo más prometedor que los escasos cientos de ejemplares que iban a ocupar por años los anaqueles de las librerías.
 
BERNARDO NERI FARINA es uno de estos periodistas que, una vez las circunstancias le fueron favorables, liberó al narrador que llevaba escondido. Como el personaje de Cortázar fue sacando sus conejitos y en esta tarea ha mostrado cualidades evidentemente buenas para la creación narrativa. Estas cualidades ya fueron ostensibles en su notable EL ÚLTIMO SUPREMO (2003, varias ediciones), un apasionante reportaje sobre la persona y el tiempo de Alfredo Stroessner. La prosa clara, ágil, rápida de Farina muestra allí sus poderes capaces de evocar con vigor escenarios, sucesos, perfiles, atmósfera moral, obsecuencias y corruptelas propios de ese mundo cerrado sobre sí mismo, autista y excluyente.
 
Un clima moral semejante, invadido de pasiones al mismo tiempo bestiales y refinadas, ocupa las páginas de este libro, LOS PECADORES DEL VATICANO. En él se contienen cuentos construidos con destreza y desarrollados con intensidad. Situados en espacios sociales urbanos ocupados por personas que hacen de la actividad política su proyecto de vida, se describen episodios que repercutieron en la realidad histórica de manera crucial. La ficción en estas narraciones cumple el papel de animar los fríos hechos reales llenándolos de un aura trágica.
 
Figuras históricas como Roberto L. Petit, Edgar L. Ynsfrán, Alfredo Stroessner y otros, están en el centro de las narraciones de este libro descritos con vivacidad, realismo y justeza. Es de admirar el tino con que el autor retrata con breves trazos a estos personajes complejos, cuya inmediatez temporal arriesgaría dañar -como dañó en otros intentos- la imagen fijada en el texto.
 
Los cuentos de BERNARDO NERI FARINA están construidos con fluidez siguiendo un discurso temporal ceñido que se resuelve en una conclusión imprevista, tal como es de esperar del cuento bien hecho. Los ambientes y escenarios en los que las anécdotas se sitúan, están presentados y descritos adecuadamente, de modo que con la acción que desarrolla el protagonista se confunden para crear una unidad de sentido y significación bien explícitos. Se trata en estos cuentos de recrear la vida tal como se la vivía en los tiempos de Stroessner, con su violencia, su rigor irracional, su corrupción.
 
Muy bien escritos, los cuentos que componen este libro son una contribución valiosa a la narrativa paraguaya. En muchos casos son excelentes ejemplos de la manera como la experiencia histórica colectiva puede integrarse con provecho a la textura imaginativa. Cobijados por el realismo bien entendido y mejor tratado, los cuentos de LOS PECADORES DEL VATICANO ya tienen un lugar muy propio en el proceso de nuestra narrativa crítica más valiosa.
 
 
Noviembre del 2006
 
 
 

SEMBLANZA DEL AUTOR
 
 Conozco a Bernardo Neri Farina desde que éramos pequeños y correteábamos por las calles arenosas del asuncenísimo barrio San Antonio, allá en Sajonia.
 
Él nació el 21 de agosto de 1951, durante el gobierno todavía de facto de Federico Chaves. Formábamos parte de lo que se llamaría "la clase media de la pobreza". Éramos pobres pero no tanto. Es así que hicimos la secundaria en el Colegio Monseñor Lasagna, donde aprendimos con grandes maestros (Félix de la Fuente, Carlos Heyn, Alejo Ovelar, Adolfo Moleón, Zacarías Ortiz, Juan Livieres Argaña, Mazzarino, Villagra y otros tantos). A. comienzos de los años 60 estudiamos dactilografía en Columbia (lo que nos valió que los amigotes del barrio dudaran seriamente de nuestra virilidad) y luego aprendimos inglés en el CCPA cuando nuestros compinches de correrías apenas farfullaban el castellano.
 
Luego de rebotar por dos años consecutivos en la Facultad de Medicina, fuimos a parar, ambos, a la de Filosofía de la UNA, donde estudiamos periodismo invitados por dos eminencias: Oscar Paciello y Víctor Simón. Antes, Bernardo se había metido a cantante de rock y le fue bastante bien. Actuaba en televisión y era ídolo. Cantó con grupos famosos como La Fórmula Quinta, Los Bravos, Chicago.
 
No llegó a ser licenciado en Periodismo (menos mal) porque se peleó con un profesor (no voy a revelar su nombre) y se fue cuando sólo le faltaban tres materias para recibirse. ¡Qué bruto! ¿no? Pero aunque no terminó la carrera, fue el único de la promoción que llegó a ser un periodista en serio.
 
En 1976, Rubén Céspedes lo llevó a practicar en ABC Color. Estuvo durante tres meses (sin sueldo, claro) e hizo notas importantes. No se quedó porque le exigieron exclusividad laboral (él entonces todavía cantaba con su grupo y con la música ganaba mucho más de lo que ganaría como periodista).
 
Al año siguiente, Oscar Paciello le invitó a formar parte del plantel del diario HOY, que se estaba por abrir (y no le hizo problemas para que siguiera cantando profesionalmente). Lo que aprendió en ABC Color le sirvió de mucho y en el diario de Humberto Domínguez Dibb hizo carrera, aunque tuvo un interregno de dos años cuando pasó a La Tribuna por un sueldo entonces fabuloso. En 1982 retornó a HOY y escalando año tras año, llegó a ser director del diario, hasta que en 1992 lo echaron. El grupo Wasmosy había comprado el diario y él no comulgaba con la visión y el estilo de esa gente (o esa gente no comulgaba con el estilo y la visión de Bernardo). Fue despedido muy caballerescamente, tanto, que luego Wasmosy, ya presidente de la República, le contrató para algunos trabajos en el Poder Ejecutivo.
 
Siguiendo en el periodismo pasó por varios medios. Cuando le echaron de HOY, Humberto Rubín y Alberto Peralta le dieron refugio en el semanario Tiempo 14. Después dirigió el semanario La Opinión, de otro amigo entrañable, Reinaldo Domínguez Dibb. Fundó, con Chiqui Ávalos, la revista Zeta,-a la que le puso el nombre. Después la propietaria, su amiga del alma Zuni Castiñeira, le despidió porque no estaba de acuerdo con su manera de pensar (¡otra vez!). Pero ese despido hizo posible que se conservara la amistad, aunque Zuni ya no le invita a su fiesta de cumpleaños.
 
Una gran experiencia para Bernardo, según me comentó, fue su trabajo durante once años como guionista de los programas periodísticos de Bruno Masi quien, según él, es el mejor realizador de la televisión paraguaya. "Es tan bueno que hoy no está en ningún canal", me dijo.
 
La última experiencia periodística fallida de Bernardo fue como director de Radio Chaco Boreal. Fallida porque las vicisitudes técnicas y económicas impidieron que alcanzara proyección el buen periodismo que se hacía en esa emisora.
 
 Aunque ya no lo ejerza activamente, él ama el oficio, como diría García Márquez. Viajó por todo el mundo (aclara que le falta conocer un solo continente: Oceanía); vivió durante un mes con Juan Pablo II viajando en su propio vuelo, cuando el entonces pontífice vino al Paraguay. Gracias a su trabajo de escriba compartió con reyes, presidentes, artistas, científicos e incluso con lumpenes (¿se dirá así?) de toda clase.
 
Bernardo siempre escribió bien, me consta. Es así que en el 2003, de la mano de otro amigo formidable, Pablo León Burián, director general de El Lector, publicó su best seller EL ÚLTIMO SUPREMO LA CRÓNICA DE ALFREDO STROESSNER, que ese año le valió la distinción de Revelación cultural. Antes había escrito otros libros por encargo (fue autor de varios best sellers firmados por otros).
 
Y bueno, aquí está con su primer libro de cuentos, su primera incursión en la narrativa pura: LOS PECADORES DEL VATICANO, un cuentiario político que lleva el nombre del relato que ganó el segundo premio del concurso del Club Centenario en el 2006.
 
Tengo muchas discrepancias con Bernardo, pero sin dudas es un tipo que puede aportar lo suyo a la literatura paraguaya. Ojalá lo haga, ahora que está decidido a recuperar el tiempo perdido y a dedicarse a narrar en forma de ficción.
 
De todos estos cuentos (más bien relatos) incluidos en el libro, les pido que presten atención a aquellos que conjugan la historia real con la fantasía (aunque así son casi todos), especialmente la crónica de la muerte de Roberto L. Petit, en PETIT, y LA MUERTE SE LLAMA ROGELIO, un texto que tiene mucho asiento en un hecho real.
 
Le deseo éxitos a mi alter ego Bernardo: periodista de raza y oficio; escritor por vocación y laburante en cualquier cosa, por necesidad.
 
 
EL OTRO (según Borges)
 
 
 
 
ÍNDIC

Prólogo
 
Semblanza del autor
 
Los pecadores del Vaticano/ La fiera/ Petit/ Un espíritu superior/ Una noche en la embajada/ Confesiones en el deliródromo/ Hay que entender el asunto/ La muerte se llama Rogelio/ Guía de trabajo
 
 
 
 
 
 
 
 

LOS PECADORES DEL VATICANO
 
(Segundo premio en el Concurso del
 
Club Centenario 2006)
 
 
 
A Ramiro Domínguez
 
1
 
Era un burdel por demás ordinario, corno todos los de la zona aledaña al puerto de Asunción. Pero tenía una gracia especial para los muchachos de los alrededores, muchos de los cuales oficiaron el entrañable rito del debut en uno de sus cuartuchos de paredes granujientas, llenos de una humedad espesa que sofocaba de calor en verano y pasmaba de frío en invierno.
 
La compañía femenina ofertada ahí era bastante surtida. Variada en disposiciones de ánimo, en inventarios lascivos, en escabrosidades múltiples, en atributos estridentes y en extravagancias inconfesables.
 
Vulgar desde donde se lo mirara, aquel modesto quilombo ostentaba el sonoro nombre de El Vaticano. No era un título "oficial" que le diera la madama a su negocio al bautizarlo, sino, por el contrario, una designación generada de forma espontánea en la clientela para sacarle su carácter anónimo y poder identificarlo cuando se programaran las salidas nocturnas de las pandillas barriales.
 
Cuando alguien pidió se sugiriera un nombre, un ser también anónimo propuso la pontificia designación sustentando su iniciativa en el emplazamiento geográfico del prostíbulo.
 
Está al lado de Roma, dijo simplemente. En realidad se ubicaba detrás del cine Roma, en la calle Coronel Martínez casi Colón. Y ahí quedó. Así quedó. Nadie se atrevió a buscarle una alternativa a ese patronímico que, si bien a algunos les pareció blasfemo, a todos les resultó divertido.
 
El nombre se volvió por sí mismo una atracción y convirtió al macilento bolichito genital en un referente ineludible en el conglomerado de mancebías extendido por varias cuadras a lo largo de General Díaz, Oliva, Estrella, Hernandarias, hasta el puerto.
 
Bulliciosos jovencitos libres de control y adustas señores de paso rápido y mirada avergonzarla en brisca de una puerta por donde introducirse con disimulo, conformaban la geografía humana demandante en aquel distrito rojo una vez vaciado el sol.
 
Enfrente, jovencitas de experiencia ligera, maduras de belleza imprecisa, matronas de nalgas abombadas y gibosas, flacuchas carcomidas por la tisis, gordas salidas de una pintura de Botero, petisas de escote inmenso y lungas huérfanas de curvas, ofrecían un placer fulminante de perpetración efectiva en sus transitadas carnes. A precio módico.
 
Precoces peregrinos licenciosos, los jovenzuelos de la periferia cercana apuraban luna a luna la aventura de rodar por los callejones de ese mercado libertino. Algunos, solo para recrear la vista en su decadente entorno, sentir el vaho excitante de sus tugurios, arrimarse al efluvio sugestivo de un aliento femenino y tocar como al descuido alguna pulpa de hembra puesta al alcance de la mano.
 
Otros, más afortunados para sus ansias, iban prestos, billete en ristre, a encontrarse con el acontecimiento espléndido de una entrada jubilosa. Les urgía producir la explosión de su virilidad emergente en alguna de aquellas cavidades acogedoras y generosas.
 
Alrededor de El Vaticano giraba una leyenda: "el mejor lugar para comenzar a ser hombre". Quizá por eso a alguien se le ocurrió colgar de una de sus paredes aquel cartelito que rezaba "Siempre hay una primera vez", frase escrita en primorosos caracteres góticos sobre un rombo de loza.
 
A más de su inauguración masculina, muchos adquirieron ahí su precoz escozor venéreo y su primer enjambre de ladillas transferidas de pubis a pubis.
 

2
 
Noche de sábado. Arístides Montiel, alias Burro, con sus 16 años recién estrenados se preparaba para salir con sus amigos. La idea era ir a caminar por el centro y mirar. Según sus cálculos, los de la barra disponían de escasos billetes que alcanzarían apenas para comprar algunas botellas de Naranjín, un tubo de pastillas Frescale y unos cigarrillos Chesterfield sueltos.
 
Chicos pobres del suburbio de Varadero, no necesitaban mucho para ser felices: estar juntos, reírse de sí mismos y de los demás; cine de barrio y fútbol dominguero. En las tardes de verano retozaban en el río frente a la playa del Cuerpo de Defensa Fluvial de la Marina hasta que el crepúsculo adormeciera al calor. Tiritando, se sacudían entonces la arena y las gotas de agua adheridas a la piel y huían del cefirillo exhalado, como un aliento áspero, por la boca de la bahía.
 
Algunas noches, luego de sustraer reiteradamente los vueltos de las compras hechas en el almacén de ña Polí y de sumar las famélicas propinas recibidas por estibar el contrabando de las clorinderas, hacían una bolsa común y visitaban alguno de los lupanares cercanos. En la puerta arenaban un sorteo. El premio para el agraciado era una entrada con la chica señalada por el gusto de la mayoría, pagada con la plata disponible. De esa manera, los amigos de Burro, uno por uno sucesivamente, lograron su primer polvo genuino, sin participación manual.
 
En casi todos aquellos locales de luz escarlata simpatizaban con esos mocosos divertidos. Algunas damiselas, en jornadas de pocos clientes y con el guiño del encargado, les concedían una rápida revolcada tras un benigno descuento tarifario.
 
Incluso no faltaban pupilas más descocadas y atrevidas que, animadas por un atracón de cerveza, aceptaban entrar a la habitación con todos los pilluelos a la vez. Uno para hacer y los demás para mirar. En esas ocasiones, un pacto tácito obligaba a los mirones a observar calladamente, como espectadores de un culto solemne, el operativo lúbrico del amigo y la favorecedora de turno.
 
Tampoco había comentarios estrepitosos a la salida sobre lo pasado adentro. Para ellos, ir a uno de esos antros era casi una actividad lúdica, inocente, cándida. Un juego de adolescentes enmarcado en reglas simples y sin rescoldos indecorosos.
 
En el corrillo de Arístides había personajes de los más variados caracteres. Ramón era el más callado. Le gustaba el azúcar en seco, y uno de los muchachos - tal vez Toribio- asoció eso con una presunta apetencia incontenible de las cucarachas por esa sustancia. A ninguno le importó corroborar científicamente la cosa, pero a Ramón le quedó el mareante: Taravé.
 
El más bullanguero era Nelson Gusano, flaco y alargado. Generalmente le llamaban en guaraní: Ysó. Lo hacían porque era la lengua habitualmente manejada por él. El castellano que trataba de hablar era casi un invento suyo. No lograba asimilar el idioma de la ciudad pese a que hacía unos seis años había venido de una inencontrable compañía de Caaguazú.
 
El más simpático del grupo, sin lugar a dudas, Toribio. Siempre andaba con los hombros encogidos como si tuviera frío aunque hiciera 40 grados de calor. Tenía cara de chimpancé y el apelativo -creado por Nelson- le cayó justo: Ka'i ro'y. Conque vos sos el famoso Mono friolento, le dijo la maestra al recibirlo una mañana cuando con sus 10 años de edad por fin se animó a ir al primer grado de la escuela Pancha, como llamaban al centro educativo primario Gaspar Rodríguez de Francia.
 
Toribio se encargaba generalmente de endilgarles motes a quienes viera pasar, fueran amigos o no. A aquel chico esmirriado que caminaba cojeando porque tenía una pierna más corta que la otra, le puso Citroën, recordando a la marca de automóviles en su versión 2 CV, modelo rústico que se bamboleaba preocupantemente al andar sobre el sinuoso empedrado asunceno.
 
En una muestra de sorprendente erudición autodidacta, le endosó a su primo Inocencio el apodo de O'Leary, apellido del historiador panegirista del Mariscal López. Cuando se le preguntó por qué, simplemente respondió:
 
-Es demasiado bola; el pescado que él pesca es siempre el más grande, la chica que le mira es la más linda, su club es el más campeón, su jugador es el más crack, su perro es el más valé, su hermano le ganó en moquete a Kid Pascualito. Es muy bola.
 
El grupo lo completaban los mellizos Tito y Toti, Carlitos Maceta (por petiso y redondo), Leocadio (a quien comúnmente llamaban Locario) y Panta, lógicamente apócope de Pantaleón.
 
Pero el líder era Arístides, a quien también Toribio le había cargado eso de Burro, por el descomunal volumen de su miembro viril. Al principio le quiso llamar Termo ("es nio demasiado grande, chera'a"), pero optó por lo del animal pues le pareció más simple.
 
No tenía ningún empacho en admirar públicamente el tremendo pito de su amigo y se quedaba mirándolo con envidia cuando jugaban opoí pukuvéa. Se ponían todos en estricta alineación y se masturbaban frenéticamente para ver luego quién eyaculaba más lejos. Era un juego para ellos divertido y lo repetían dos o tres veces por competencia hasta quedar exhaustos. ¡Ya no me sale ni siquiera agüita! gritaba Panta en momentos dados, cuando no podía más, viendo a los otros también pálidos de fatiga extrema y convulsionados por el esfuerzo.
 
3
 
Aquella noche de sábado Arístides y sus amigos dieron varias vueltas a Palma y Estrella, y cuando el aburrimiento les iba ganando, Ramón Taravé se paró de repente frente al grupo, los miró a todos con un aire cobrador y una sonrisa tirando a socarrona. Lucía un porte de bribonzuelo travieso extraño en él. Sacudió su timidez habitual y como escupiendo un pollo que se le había atragantado, soltó la propuesta mágica.
 
-Los perros, vamos al Vaticano.
 
-¿Quéeee? - gritaron los demás al unísono.
 
-Hoy es sábado, hay mucha gente y si vamos sin plata nos van a sacar a patadas -dijo Maceta.
 
-Para ir a mirar al pedo nomás... mejor fumamos nuestro último charuto y nos vamos a dormir -cruzó Toti, con la aprobación de su hermano Tito, demostrada con acompasados y mudos cabezazos.
 
-No podemos ir sin plata, y menos un sábado - pontificó Arístides, dando por finiquitado el tema con su talante de jefe.
 
-No, los perros. Yo tengo un 300. Mi viejo me dio ayer para pagar la cuota del colegio y no pagué. Vamos a gastar y el lunes le digo a lecajá que se me cayó. Yo sé que él tiene más plata porque sacó la quiniela acertando tres cifras a la cabeza -plantó Ramón.
 
Sorpresa. A todos se les encendieron los ojos. Pero de pronto Locario recordó que en El Vaticano, la casa más barata de la zona, las chicas cobraban 500 guaraníes los sábados y ese día no había descuento.
 
Ahí apareció el castellano tarzánico de Nelson Ysó para dar una posible solución.
 
-Vamo la once por ahí. Poca gente ya y podemo ligar decuento.
 
Todos aprobaron la idea. Faltaba poco más de una hora para las once de la noche y esperarían para probar suerte. Mientras, podrían ir adelantando el sorteo para ver quién sería el agraciado con el polvo sabatino.
 
Intervino Arístides para proponer con sentido de orden: la plata es sólo de Taravé y él debe entrar si conseguimos la rebaja. El capitalista, en cambio, insistió en hacer el sorteo porque todos eran amigos. Sin embargo, la moción de Arístides prevaleció.
 
4
 
Romualda Brítez era conocida corno Rumy en el ámbito prostibulario. Iba por los 35 años de edad y ya ni se acordaba (o no se quería acordar) cuándo ni cómo se había iniciado en el oficio. Era algo que le venía de familia. Tenía cinco hijos de padres diferentes, desconocidos todos. Los vástagos estaban al cuidado de la abuela allá en el bajo.
 
Ella debía recaudar jadeante, noche a noche, cliente a cliente, los fondos para la ración diaria. Si no había entrada, no había plata. Y no había puchero.
 
Rumy exhibía su condición sin ningún remilgo. No conoció el pudor convencional de las mujeres normales, pues desde muy pequeña se vio rodeada de la exposición rumbosa del sexo en sus más lujuriosas variantes.
 
Todas sus ascendientes y parientes mujeres habían ejercido la actividad, a tiempo completo u ocasionalmente. Algunas de ellas llevaban de vez en vez el trabajo a casa y despachaban sus servicios en la misma pieza donde dormían los niños. O a veces en el patio, sobre un catre de tramas desplegado bajo un umbroso mango, a la vista de quien quisiera ver cuando la oscuridad no era tan oscura.
 
Para Rumy, desnudarse frente a un tipo y acostarse con él, tenía la misma equivalencia práctica que el proceder rutinario de una vendedora de ropa al probarle un vestido pret a porter a una potencial compradora.
 
No adquirió el sentido de la vergüenza ni siquiera con las reconvenciones de las monjitas del Hogar de Ancianos de Capiatá, donde estuvo presa durante un mes porque se negó a ser apretada gratis por dos policías que la pescaron sola en la calle.
 
Le quisieron imponer el temor al pecado y al infierno. Pero jamás llegó a entender eso y siguió abriendo las piernas laboriosamente para recibir las urgencias de los menganos que se regodeaban sobre su humanidad. Era su trabajo. Para ella el sexo tenía un sentido puntillosamente mercantil.
 
Y para más estaban sus hijos, que a Rumy se le figuraban duendes emboscados entre los vapores lentos de aquel recinto, desde cuya relente salían a festejar cada éxtasis varonil sobre su madre. Eso significaba para ellos otra victoria contra el hambre.
 
Satisfacer tantas bocas se estaba tornando harto difícil y le exigía entrar cada vez más, desnudarse cada vez más, tomar posición cada vez más y tratar de apagar rápidamente el brío de su eventual pasajero, para volver a comenzar con otro y con otro y con otro.
 
Una solución en cierta forma para ella fue conocer a ese suboficial de policía contratado destinado a la comisaría octava, detrás del Hospital de Clínicas. Milner Ortiz. Se enteraría luego que el tal Ortiz tenía fama de salvaje y padecía, según sus propios camaradas, de una severa adicción a torturar a los presos que caían en la sede policial. Así fueran políticos, rateros o simples borrachos. Disponía de carta blanca para ello. Se decía incluso, en voz baja, que había liquidado a más de uno en inclementes sesiones de ablandamiento. Eso le importó muy poco a Rumy. Los policías son así, pensó.
 
Ortiz vio a Rumy en El Vaticano. Desde la primera vez que entró con ella, dejó de ir a otros burdeles y concentró sus visitas en aquel rústico quilombo y en Rumy estrictamente. En un rapto de sensibilidad casi inexplicable, el rudo suboficial de temible reputación se entusiasmó con aquella morena que le gustaba sin que supiera concientemente por qué.
 
Pese al apego del uniformado, la relación entre ambos siguió siendo de profesional a cliente. Él pagaba la tarifa habitual en cada entrada y su único privilegio era estar un tiempo más que el estipulado para los otros usuarios. Su condición de policía evitaba que la madama y el encargado molestaran a la pareja por permanecer adentro más de lo corriente. Ortiz venía una o dos veces por semana.
 
Tiempo después, para demostrar de manera práctica su interés, el policía averiguó la dirección de la mamá de Rumy y comenzó a enviarle semanalmente a la casa una caja con víveres, lo que despertó la reverencia de la "suegra" hacia ese "yerno" tan caritativo.
 
A Rumy, Milner Ortiz no le producía ninguna emoción particular, pero vio con alivio que le aligerara la carga de dar de comer a sus hijos y a su madre. A más de abonar el importe justo por cada apareamiento. Al igual que otros. En el fondo, no le desagradaba como amante, pues, aunque muy esporádicamente, le produjo algunas de sus espaciadas culminaciones, en un alarde de pericia secreta.
 
Una siguiente regalía exigida por el suboficial a Rumy, a cambio de la caja, fue que no entrara con otro pasadas las 11 de la noche, pues alrededor de esa hora, fuere el día que fuere, él aparecería y no quería encontrarla trabajando. Rumy no se opuso a esa exigencia. Ella tenía sus amigos que venían temprano y a aquella hora ya estaba cansada y sin ganas de recibir a nadie que no fuera Ortiz.
 
5
 
Milner Ortiz. Hijo de ramera y de un falo de paso. Carne de calle hostil. Ratero por hambre. Piel de carona. Tambor de mazazos. Aura de pendencias. Desafectado de afectos. Sin más cobijo que una comisaría inhóspita. Preso repetido. Mutante de recluso a conscripto en una seccional policial. De conscripto a agente por no hallar otro destino. Violencia recóndita. Golpe fácil. Atormentador implacable. Verdugo diestro. Emisario frecuente de la muerte.
 
Milner Ortiz. Moreno por fuera, oscuro por dentro. Suboficial temido. Investigador certero. Esa tarde de sábado le fueron a buscar con la patrulla para un trabajo fuerte. Debían cazar a Risso, el agitador comunista de Sajonia. Rebelde irredento, éste había vuelto a las andadas conspirando contra el Gobierno luego de lograr su milagrosa libertad un año atrás.
 
La cacería fracasó. El rastreo minucioso reveló que Risso ya estaba en Clorinda. Una pena para Ortiz. Le habían prometido una velada feroz para elite mantuviera espoleados sus sentidos.
 
De vuelta a casa. Pero antes, un breve paso por Coronel Martínez y Colón. Estaban por dar las once y Rumy debería aguardarlo por más sábado que fuera. No habría entrada. Sólo una miradita y hasta la próxima.
 
Rumy. Qué sentimiento extraño para Ortiz, quien siempre aborreció a las putas. Que golpeó a más de una. Ortiz, que cuando oía reír a una ramera sentía retumbar en su cerebro la carcajada destemplada de su madre sometida al vaivén copulativo de un borrachín en la cama de al lado, en aquella choza carcomida por la miseria y la sordidez.
 
Rumy. Para Ortiz, tal vez un reencuentro inconsciente con su madre idealizada. Un involuntario incesto tratando de recapturar la memoria extraviada de su progenitora a la que buscó amar con desesperación en medio del odio a su circunstancia. Tantos reflejos de ternura ignorada, disueltos en el desprecio enraizado.
 
6
 
Aquel sábado fue distinto. Rumy había estado con dos clientes. El último logró encenderla como pocos lo conseguían y además la regó por dentro con copiosas dosis de cerveza que le mantuvieron los ánimos palpitantes hasta después. Aunque profesional rayana en lo gélido, los estímulos certeros instalaban en su cuerpo aquella ansiedad que Rumy reconocía como una visita infrecuente y esquiva que, cuando llegaba por fin - anunciándose con un cosquilleo progresivo, chispeante, intenso-, exigía imperiosa el acto ancestral, único e impostergable. En su consumación, esa visitante incitaba a Rumy a complacerse con quien fuera, con un ímpetu que ella liberaba en esos momentos a sabiendas de que la llevaría, puntual, a la cima donde le aguardaba la recompensa incomparable, dorada de euforia. Era el codiciado viaje hacia la felicidad propia, intransferible. La dicha tan suya que la despegaba del mundo sombrío del quilombo, de la humedad pestilente del cubil, de la glotonería insaciable de sus hijos, de las angustias, de los miedos, de las entradas a pesar del hastío, de la voracidad despiadada de esa vida. Era el estremecimiento primitivo pero siempre lozano, eterno en su ciclo efímero, que la convertía en un ser radiante, con identidad privada. Ella para ella misma. El ejercicio laboral se le tornaba entonces un alborozo contagiarte del que hacía partícipe, entre espasmos cimbrados, clamores rotundos y convulsiones tenaces, al casual y oportuno compañero premiado con tomarla en aquel estado de gracia indescriptible.
 
Ortiz nunca venía los sábados. Tal vez fuera casado y las noches sabatinas las destinaba a su familia. Así que estaba dispuesta a romper la "regla de las 11 de la noche" y aceptar a cualquier tipo que quisiera entrar con ella. Estaba con ganas de regalarse y regalar una acabada centelleante.
 
Rumy, junto con otras compañeras ociosas, holgaba a horcajadas en una silla en la vereda cuando vio venir a esos muchachitos a los que conocía pues había iniciado a varios de ellos.
 
Arístides se dirigió directamente a ella pues la conocía mejor que a las demás. Entró a negociar sin ningún preámbulo. Concisamente. Le expuso el capital de que disponían y señaló a Taravé como quien disfrutaría de la celebración.
 
Con sus ojos perceptiblemente vidriosos debido a la cerveza y a la excitación latente, la mujer fijó su mirada en Arístides. Con toda la voluptuosidad que le cabía en su contextura opípara. Lentamente fue bajando la mano hasta aferrar con vehemencia, en un arrebato enérgico, el armatoste hombruno que estaba a su alcance.
 
-Con vos lo que yo quiero entrar, Burro. Tu aparato es lo que yo necesito esta noche -le susurró recordando cómo se había estremecido cierta vez al sentir aquel prodigio de la naturaleza dentro de ella.
 
Mucho le costó a Arístides convencerla de que ya estaba acordado que fuera Ramón Taravé quien entraría. En su grupo se manejaban códigos estrictos. La palabra se cumplía. Más aún su palabra, la del líder.
 
La negociación estuvo a punto de romperse ante la insistencia de Rumy en poseer la voluminosa propiedad íntima del cabecilla. Al final, ambos llegaron a un acuerdo basado en la promesa de que la semana siguiente vendría él expresamente para estar con ella.
 
Entró Ramón y el resto se quedó esperando afuera. Pasaba gente que salía de la última función del Cine Roma. Pese a su aparente indiferencia, cada uno imaginaba calladamente lo que estaría pasando entre Ramón y Rumy dentro del cuchitril.
 
El amigo Taravé, tan introvertido y sosegado él, se solazaría primero con aquellas redondeces todavía enhiestas que Rumy, como al desgaire, dejaba apenas cubiertas para turbación de la clientela. Luego exploraría la asequible fuente de delicias de esa experta curtida en la virtud de complacer, según su humor, a quien buscara la hospitalidad de sus profundidades.
 
Todos ellos conocían los rasgos íntimos de aquella mujer cobriza que hubiera sido espléndida si no estuviera así de estropeada de tanto sofocar jergones, trillada por frenéticos garañones humanos.
 
De pronto, la camioneta colorada frenó ante El Vaticano y la frenada sacó a Arístides y sus amigos del ensimismamiento. Caperucita Roja, murmuró apenas Locario. Del interior del vehículo bajó un policía uniformado que entró raudamente al local y se dirigió por el pasillo hacia el pequeño bar del fondo. Habló un instante con el encargado.
 
Los muchachos seguían casi con indiferencia la escena. No se preocuparon pues los policías nunca molestaban a los concurrentes a un burdel a no ser que se armara una trifulca en su interior.
 
Pero repentinamente vieron con sobresalto que el agente dio media vuelta, empuñó su pistola y arremetió contra la puerta de la pieza donde estaban Rumy y Ramón. El suboficial Milner Ortiz irrumpió iracundo en el habitáculo, saltó sobre el camastro y desprendió a Ramón de Rumy, sobre la cual aquel pulsaba su inminente éxtasis.
 
De un manotazo, el agente lanzó al piso a Taravé, quien cayó aturdido sangrando por la nariz. Ortiz vociferaba.
 
-Puta de mierda. Te avisé que jamás entres con nadie después de las 11. Y usté, mita'i tekaká, siga a la comisaría. Cómo se atreve a estar con mi chica a esta hora.
 
Los gritos del agente alertaron a sus cuatro colegas que esperaban en la camioneta. Bajaron atropelladamente arma en mano y de un solo movimiento rodearon al suboficial que arrastraba a un jovencito desnudo y flaco.
 
Ortíz abrió de un estirón las puertas traseras del móvil y lanzó en su interior el cuerpo esmirriado e indefenso de Ramón. Arístides y sus compañeros fueron obligados a empellones por los cuatro policías restantes a ingresar al burdel y a no mirar lo que acontecía. Angustiados, temblaban sin atinar a entender qué había sucedido.
 
Luego de que un último policía subiera, Caperucita Roja se escabulló atropellando la noche.
 
Tras calmarse del llanto histérico que la acometió, y todavía envuelta apenas en una sábana manchada de efluvios seminales antiguos y de lamparones nuevos de sangre aún tibia, Rumy relató a los compañeros de Ramón quién era aquel tipo y por qué suponía que actuó así. Aunque la mujer tampoco podía explicarse cabalmente tanta ferocidad en la reacción de un hombre ante una prostituta obrando como tal.
 
Los chicos de Varadero no sabían qué hacer. Se, fueron caminando, y se atrevieron a pasar por la esquina de la comisaría. Frente a ella vieron la Caperucita. En la puerta, un conscripto se aferraba a un fusil que parecía quedarle grotescamente grande.
 
7
Sentados en la vereda del Hospital de Clínicas, los jovenzuelos vieron brotar el primer hilo de luz natural del domingo. Arístides decidió ir a la casa de Ramón para avisarle a su padre de lo acontecido. No le daría detalles al punto. Sólo le diría que unos policías confundieron a Taravé con otra persona y lo trajeron detenido. Con la intercesión del presidente de la seccional 20, se podría solucionar pronto el problema.
 
Apenas terminó de hablar con Arístides, don Eugenio fue a la comisaría. Supuso que su hijo Ramón habría cometido alguna travesura y que se lo entregarían sin mayor burocracia al identificarse él como su padre.
 
El comisario no estaba. Era mañana de domingo. Le atendió el oficial de guardia. Un tipo muy joven que esgrimió ante don Eugenio la escasísima amabilidad que él creía debía demostrar al saberse un personaje poderoso en el momento. Buscó en el cuaderno de novedades. Ramón Aníbal Cardozo. No. Aquí no hay nadie con ese nombre. Pero, oficial... No moleste más. Número, acompañe a este sujeto hasta la puerta. Buenos días.
 
Don Eugenio volvió a la siesta a la sede policial. Nada. A la tarde se hizo acompañar por el presidente de la seccional. Nada. El lunes a la mañana, el comisario le recomendó, con fastidio, que averiguara en la Central. Nada. Pidió incluso ayuda a autoridades políticas. Nada. Clamó, suplicó, lloró. Nada.
 
Apremió con preguntas a Arístides, quien le narró en definitivas el hecho verdadero: le apresó Ortiz, un suboficial celoso, novio de Rumy, una puta del Vaticano. Con esa información nueva para él, el hombre insistió ante la Octava. A mi hijo le trajeron aquí desde El Vaticano.
 
El comisario pegó un manotazo en el escritorio. No insista más o le vamos a meter preso. La policía no puede perder el tiempo buscando a vagos como su hijo. Si andaba por los quilombos, seguramente se habrá escapado con una banda.
 
Ramón no volvería a aparecer jamás.
 
8
 
Noche de sábado. Alumbrado parco en la esquina de Río de la Plata y Lisboa. Burro, Ka'i ro'y, Ysó, Maceta, Panta, Tito, Toti y Locario. Silencio copioso. Arístides seguía atormentado pensando que si él hubiera aceptado entrar con Rumy, Ramón no habría desaparecido.
 
Desesperado por romper el mutismo e incapaz de seguir conteniendo su verborrea y su bulla, Nelson Ysó lanzó la pregunta en su atrabiliario castellano.
 
-Nde, Burro, no-no vanio ir ina pio en el Vaticano.
 
-Jamás.
 
-¿Y si nos llama el Papa? -soltó Toribio.
 
La risa opulenta fluyó de las gargantas. Una risa completa pero corta. La ahogó de inmediato la memoria caudalosa del ausente.
 
 
 
 
 

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