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Ticio Escobar
  ARTE INDÍGENA: PRINCIPIOS Y DESENLACES, 2011 (TICIO ESCOBAR)


ARTE INDÍGENA: PRINCIPIOS Y DESENLACES, 2011 (TICIO ESCOBAR)

EXPOSICIÓN

PUEBLOS INDÍGENAS EN EL PARAGUAY

«ÉRAMOS NOSOTROS, LOS QUE VIVIERON POR ACÁ»

Centro Cultural de España Juan de Salazar

Mayo de 2011, Asunción, Paraguay

Curador CARLOS COLOMBINO

con la especial colaboración de

BARTOMEU MELIÀ, s.j.

 

Museografía y montaje

MARTA SALERNO - HILARIO VERA

Obras expuestas

COLECCIÓN CENTRO CULTURAL DEL LAGO/ AREGUÁ

CENTRO DE ARTES VISUALES/MUSEO DEL BARRO/ ASUNCIÓN

Fotografía

GUIDO BOGGIANI

MIGUEL CHASE SARDI

BJARNE FOSTERVOLD

FERNANDO ALLEN

TIDE ESCOBAR

NICOLÁS RICHARD

ROCÍO ORTEGA

TICIO ESCOBAR

(Archivo del Departamento de Documentación e Investigaciones del CAV/MdeB)

JOSÉ MARÍA BLANCH

GLORIA SCAPPINI

Ambientación sonora

Música ayoreo/Recopilación de YSANNE GAYET.

Música mbya/ Recopilación de MITO SEQUERA/Edición del CAV/MdeB

Audiovisual

Documental de YSANNE GAYET

 

 

LOS PUEBLOS INDÍGENAS EN BUSCA DE SUS INDEPENDENCIAS

 

BARTOMEU MELIÀ, s.j.

 

¿Dónde están? ¿quiénes son? ¿cómo son los pueblos indígenas que están el Paraguay? La Independencia del Estado paraguayo, ¿les ha permitido transitar por un camino más libre y digno, más independiente?

 

MUCHAS HISTORIAS, UNA SOLA COLONIA

 

Desde la primera colonia comenzada por los años de 1524, esa región de América que llamamos Paraguay, dividida por un río de ancha y tranquila corriente que sin embargo separa más que una cordillera de montañas, ha tenido dos historias que pueden parecer diferentes, pero que en realidad son una sola. Esta historia está marcada por el colonialismo a la que han sido sometidos los pueblos indígenas y que después fatalmente se ha extendido a la mayoría del pueblo paraguayo. Al final el mismo colonizador sufre los males que impuso al colonizado.

El colonialismo significa sobre todo dos cosas: la sustitución de las poblaciones primeras por una población nueva y el dominio que esa población advenediza pretende y en gran parte consigue sobre los originarios.

Nuestros conocimientos de poblaciones originarias son escasos. A esos protopobladores del Paraguay se les llega a dar una profundidad de tiempo de 10.000 años; por lo menos está probado científicamente que los abrigos y refugios del Paraguay oriental son de hacia 5.200 años atrás. Quedan de ellos hachas, raspadores, otros instrumentos de piedra y alguna preciosísima punta de flecha de cuarzo finamente trabajada.

Sus rastros se definen más por la conservación de los paisajes ecológicos que por su transformación.

Puede ser que los Aché-Guayaquíes sean remanentes de esas poblaciones, que al fin se guaranizaron lingüísticamente, pero en otros aspectos de su cultura material y modo de vivir mantuvieron su identidad, que siguió siendo nómade, sin cerámica y con agricultura muy reducida. Pero la palabra y los cantos eran su patrimonio más preciado. Han sobrevivido hasta hoy y muestran una notable energía, aun después de las persecuciones y masacres de que fueron objeto hasta la década de 1970 del siglo XX.

Bajaron después desde el norte hacia el Paraguay, sociedades de guaraníes amazónicos, con masivas y compactas migraciones, que desplazaron y arrinconaron a los anteriores.

 

LOS CHAQUEÑOS

 

Si hay una realidad y una historia mal conocida, distorsionada y muy tenida en menos en el Paraguay es la de los pueblos indígenas chaqueños. Los nombres incluso de esos pueblos, dónde están, sus cualidades y culturas no entran si quiera en la memoria y conocimiento de los paraguayos más cultos.

La mayoría de esos pueblos son conocidos –cuando lo son– por sus apodos y marcantes: indios chulupíes, indios lenguas, indios moros, indios tobas, indios guaycurúes…

Sus autodenominaciones son muy diferentes: Ayoreo, Ebytoso, Ishir, Nivaklé, Lumnana, Maká, Enlhet, Enxet, Sanapaná, Angaité, Guaná, , Maskoy –parecerá complicado, pero hay que respetar la realidad y variedad–.

A su vez se distribuyen en cuatro grandes grupos étnicos: Guaycurú, Maskoy, Enimagá y Zamuco.

De hecho estas naciones indígenas son los pobladores más antiguos en el Paraguay.

El gran Chaco desde hace miles de años estuvo habitado por naciones de tipo racial Pámpido, que se desarrollaron como diferentes por lengua y cultura, independientes y sin sujeción al mundo colonial que tuvieron siempre en jaque. Cuando el gran Chaco es más bien un complejo ecológico sin fronteras políticas esos pueblos se relacionaban sin trabas con parientes de su misma nación que hoy están en Argentina y Bolivia.

Es cierto que algunas de las tribus, sobre todo las más cercanas al río Paraguay, como más expuestas al contacto con la sociedad colonial, llegaron a desaparecer, como los Agaces y Payaguáes, Guentusés, Guatatáes y Yaperúes, entre otros. A veces el mestizaje con otros indígenas los ha descaracterizado en lengua y modo de vida, pero de todas esas familias lingüísticas hay sobrevivientes hasta hoy. Maká y Ayoreo, por ejemplo, preservan su identidad con gran fuerza y orgullo.

Su tipo de economía de reciprocidad, es decir, cuando los bienes circulan y se intercambian sin moneda y sin trueque, y son dados con entera gratuidad a quien se quiere y según las necesidades, les mantenía con gran autonomía e independencia.

Productos de la caza y la recolección, así como de la pesca, eran distribuidos en la familia, entre parientes, con amigos y aliados.

Los chamanes, hombres y mujeres, jugaban un rol muy importante como líderes espirituales, profetas y eficientes curadores, además de conducirlos por caminos de futuro.

 

LOS GUARANÍES

 

La vida humana en el Paraguay no había comenzado con los Guaraníes, pero es cierto que el Paraguay actual tiene en los guaraníes su principal origen y fundamento.

Eran los principios de nuestra era, hace unos 2.000 años cuando los guaraníes en sucesivas oleadas bajaron al Paraguay.

Ocuparon esas hermosas tierras de montes y campos, de fuentes y arroyos. Los ríos eran las rutas que facilitaron su expansión; entraron por el río Paraná, pasaron a la cuenca del río Uruguay y ocuparon los valles del sur del Brasil.

Las primeras descripciones de su modo de vida, de su cultura y economía cuando se hizo con un mínimo de objetividad y respeto nos muestran sociedades de migrantes, aunque no propiamente nómades, agricultores que cultivan una innumerable serie de plantas alimenticias, cazan y recogen miel, viven en aldeas de casas grandes, celebran fiestas, beben vinos fermentados en grandes vasijas y servidos en recipientes de diverso tamaño y formas delicadas. Son muy dados a religión. Tienen sus hombres-dioses que cantan, curan y profetizan, son poetas de palabra inspirada. Buscan y cuidan el «buen vivir», el teko porã; su economía es la del jopói, es decir, de «manos abiertas recíprocamente».

Admiramos hasta hoy sus grandísimas ollas y vasijas —obra exclusiva de mujeres—, que se han encontrado a lo largo y ancho de todo el Paraguay oriental y en los montes subtropicales de Argentina y del sur del Brasil. Estas vasijas ya inservibles como recipientes eran usadas frecuentemente para enterrar a los muertos, a veces con sus alhajas de collares y otros adornos.

Su arte plumario era exquisito, de que por desgracia han sido conservados muy pocos ejemplares por lo frágil de sus materiales. También la cestería —tarea de hombres— muestra un notable sentido estético aun en objetos utilitarios y de uso cotidiano.

El arte guaraní de rara belleza que nos impresiona, ha perdurado hasta hoy aunque los materiales de los que están hechos se hacen cada vez escasos; los montes han desaparecido y los pájaros de vistosas plumas han huido o han muerto.

Según indicios y cálculos fundamentados en datos serios, el número de guaraníes, distribuidos en numerosas aldeas extendidas por ese territorio subtropical que va del río Paraguay a la costa atlántica y del río Paranapanema hasta el estuario del Río de la Plata, habrá alcanzado los dos millones de personas.

 

LLEGARON LOS «OTROS» Y OCUPARON LOS TERRITORIOS

 

En el siglo XVI de la era cristiana llegaron los conquistadores y poco después los colonos, que se establecieron en esta tierra.

Hubo un reducido mestizaje de españoles y guaraníes inicialmente; los recién llegados parecían tan humanos como los mismos indios y fueron recibidos como tales. Fueron aceptados incluso como yernos y cuñados.

Se pensaba que practicarían también la única economía conocida, que era la del don gratuito.

Pero la conquista y colonización trajo, entre otras cosas, guerras, epidemias y malos tratos. Las relaciones amigables establecidas con ellos fueron muy pronto sustituidas por una historia agresiva; los guaraníes fueron y son las grandes víctimas de la historia paraguaya.

La lectura de la documentación histórica muestra que la colonia es destrucción, sustitución y en el mejor de los casos transformación profunda del modo de ser.

Más que descubrimiento lo que se dio fue el encubrimiento de realidades muy humanas y bellas, ciertamente diferentes, y que conquistadores y colonos eran incapaces de entender, no las querían entender.

La mayoría de los pueblos indígenas después de los primeros contactos desaparecieron sin más. De las 32 tribus o pueblos indígenas, contando también los del Chaco, que había en el siglo XVI sólo 20 se mantienen en la actualidad en el suelo patrio, según el inventario que presenta la doctora Bratislava Súsnik (1995:413-412).

Este hecho de dimensiones trágicas para la historia de la humanidad, de América y del

Paraguay, apenas es sentido como tal, y más bien aceptado como fatalidad necesaria frente a una supuesta civilización superior.

¿Cómo pudieron conseguir los conquistadores y colonos ir dominando a esos pueblos tan arraigados en sus formas de vida milenaria?

Ciertamente la guerra con medios desproporcionados —arcabuces contra flechas, caballos y perros contra personas de a pie desnudo— causó grandes estragos.

Pero aun la entrada, cuando era aparentemente amiga y suave, estableció desequilibrios internos a los que los indígenas no estaban acostumbrados. Otorgar excesivo poder a los supuestos caciques, concederles privilegios y atemorizarlos con eventuales represalias si no accedían a las demandas del colono, abrieron el camino hacia la corrupción. El nuevo sistema mercantil, que anulaba el sistema de reciprocidad y el don, creaba codicias, desigualdades y empobrecimiento.

Apoderarse del trabajo ajeno agravó el dolor y la miseria de los pueblos indígenas que entraban en la colonia.

Hubo rebeliones indígenas contra el sistema colonial –más de 25 en menos de un siglo, entre 1535 y 1610, la mayoría conducidas por líderes religiosos que no podían soportar el cambio de sistema; fueron derrotados y sometidos. Sólo tuvieron un relativo éxito cuando los indios huyeron a los montes fuera del alcance de los españoles. Ahí permanecieron libres en sus selvas hasta la mitad del siglo XX.

La colonia se impuso en la medida en que consiguió, por las buenas o las malas, avanzar sobre el terreno y apropiarse de los territorios indígenas. La destrucción de esos territorios es la más inicua y perversa táctica del mundo colonial. Sin territorio propio, sin tekoha, como dicen los guaraníes, —sin el lugar donde somos lo que somos— no hay teko, es decir no hay identidad, ni libertad ni posibilidad de continuar siendo.

Con otros medios, pero con los mismos fines, esa estrategia ha funcionado y se ha intensificado hasta hoy.

Dentro del mundo colonial hubo algunas políticas y leyes, que defendieron a los pueblos indígenas y permitieron que mantuvieran sus territorios. Los tres pueblos misioneros de los franciscanos y los treinta y dos jesuíticas fueron un relativo triunfo de humanidad en aquel contexto. Los guaraníes que en ellas vivieron, si bien colonizados en muchos aspectos, retuvieron tres aspectos esenciales de su cultura: la lengua, el sistema económico de reciprocidad, sin entrada ni circulación de moneda y un amplísimo territorio continuo, donde la entrada de colonos estaba muy restringida. Con la expulsión de los jesuitas en 1768, los derechos indígenas quedaron desprotegidos y los colonos pudieron entrar y desvirtuar el sistema de comunidad tan pacientemente construido.

 

DE LA COMUNIDAD A LA CIUDADANÍA INDIVIDUAL

 

Con la Independencia en 1811 los indígenas sufrieron a lo largo de doscientos años una segunda colonización, marcada por el abandono del Estado y por políticas de asimilación a un supuesto modo de ser nacional, que negaba la diversidad cultural y los desposeía de sus derechos y territorios.

El dictador José Gaspar de Francia en 1821 todavía reconocía como nación a los Mbayás o Caduveos, hacía un pacto de paz con ellos, pero los quería desarmados.

El siglo XIX, más que el tiempo colonial, configuró las situación jurídica, política y social en que se encuentran los pueblos indígenas en el Praguay. Y El presidente Carlos Antonio López a través del tristemente famoso Decreto del 7 de octubre de 1848 suprimió la institución del táva comunal, declarando extinta la “comunidad”,

lo que permitía al Estado apropiarse y disponer de las tierras de “los 21 pueblos de indios”, a cuyos miembros se concedía —por irónico trueque— la ciudadanía.

Art. 1º “Se declara ciudadanos de la República a los indígenas de los 21 Pueblos siguientes...” Art. 11 “Se declaran propiedades del Estado los bienes, derechos y acciones de los mencionados 21 pueblos de naturales...”

De esta manera se suprimía la esencia histórica, social y cultural de gran parte del pueblo guaraní paraguayo. La Constitución de 1870, promulgada después de la Guerra de la Triple Alianza, cuando el Paraguay estaba todavía ocupado por los extranjeros, legalizaba una posición discriminatoria contra los indígenas, dando atribuciones al

Congreso de “proveer a la seguridad de las fronteras; conservar el trato pacífico con los indios y promover la conversión al cristianismo y a la civilización” (Art. 72, inc. 13).

El Estado paraguayo fue llevado a privatizar las tierras fiscales, por supuesto sin consultar y sin tener en cuenta los legítimos derechos de las naciones indígenas, cuyos derechos permanecen hasta hoy y tienen que ser reivindicados. Dos grandes empresas se hicieron con una porción considerable del territorio nacional: la firma Carlos Casado, en el Alto Paraguay, y La Industrial Paraguaya S.A, en la zona de Alto Paraná.

La firma Casado, concretamente, despreció a los pueblos indígenas que atrajo hacia sí, los destruyó física y moralmente, les robó la lengua y la cultura; es decir, les robó el alma.

El proceso continuó. En 1904 se autorizó por Ley al Poder Ejecutivo el fomentar “la reducción de las tribus indígenas, procurando su establecimiento por medio de misiones y suministrando tierras y elementos de trabajo” (art. 31), pero “el poder Ejecutivo podrá disponer en las tierras fiscales de zona adecuada cuya extensión nunca superará las 7.500 hectáreas...” (Art. 2° de la Ley de 1907) y “para estimular estos trabajos el Poder Ejecutivo podrá conceder en propiedad a las personas o sociedad que emprenda las reducciones, hasta la cuarta parte de las tierras a ellas destinadas” (Art.

3). Tanto como la perversidad de los intereses privados, llama también la atención la ignorancia y cobardía de la clase dirigente, del poder legislativo y judicial. Hasta hoy se tiene que soportar la desvergonzada falta de justicia cuando se trata de cuestiones indígenas, y la ausencia incluso de imaginación y sentido común para tratar asuntos de tierras y territorios recientemente usurpados y robados.

La imprecisión y aun falta de catastros, sobre todo en el Chaco, han llevado a las naciones indígenas a un estado de indefensión grave, lo que no es de admirar cuando hasta a la misma soberanía nacional en esos territorios está hoy tan amenazada.

En 1958 se creó EL  DEPARTAMENTO DE ASUNTOS INDÍGENAS (DAI), con resultados másnegativos que positivos, que el INDI, instaladoen 1975, tampoco consiguió revertir,ya que no carece de poder para encaminaruna política en la que sean las comunidadeslas que tengan su propia voz y puedanhacer frente a una sociedad estructurada enmodos de vida que les sean enteramente contrarios.

Aires nuevos trajo la Constitución Nacional de 1992, en una democracia recién estrenada. El texto referente a los pueblos indígenas de la nueva Constitución de 1992 fue promulgada en los siguientes términos:

Art. 62. «Esta Constitución reconoce la existencia de los pueblos indígenas, definidos como grupos de cultura anteriores a la formación y a la organización del Estado Paraguayo»; Art. 63. «Queda reconocido y garantizado el derecho de los pueblos indígenas a preservar y a desarrollar su identidad étnica en el respectivo hábitat. Tienen derecho, asimismo, a aplicar libremente sus sistemas de organización política, social, económica, cultural y religiosa, al igual que la voluntaria sujeción a sus normas consuetudinarias para la regulación de la convivencia interna, siempre que ellas no atenten contra los derechos fundamentales establecidos en esta Constitución. En los conflictos jurisdiccionales se tendrá en cuenta el derecho consuetudinario indígena».

Sin lugar a dudas, los artículos del Capítulo V de la nueva Constitución son un avance sin precedentes en la legislación paraguaya, y más teniendo en cuenta que desde la Constitución de 1870 los indígenas eran constantemente ignorados.

Sin embargo, en un Estado que todavía se resiente demasiado del coloniaje inicial, las cuestiones de fondo siguen pendientes.

Vistas como “parcialidades” -ya nunca más como “naciones”, ni “pueblos”- las comunidades y pueblos indígenas son tratados como sobrevivientes en vías de asimilación a la única ciudadanía paraguaya. Reconocer y devolver su tierra a los indígenas necesita años para llegar a término. En territorios indígenas ni se piensa.

Es cierto que hay acciones muy meritorias de indigenismo y filantropía, que se hacen presentes en casos de emergencia, pero el Estado y la sociedad paraguaya mantienen sin saldar su deuda con los pueblos indígenas.

Hay que esperar que los mismos pueblos indígenas busquen y consigan sus independencias por tantos siglos negadas, superando su pesimista visión del Bicentenario respecto del cual la nación Guaraní declaraba precisamente el reciente 26 de marzo de 2011:

No considerar el Bicentenario de la independencia del Paraguay como aniversario para celebrar porque para nuestros pueblos solo fueron 200 años de despojo, discriminación, humillación, avasallamiento, persecución, saqueo y muerte.

Desde diversos ángulos es lo que muestran ese arte y esas voces de variado tono y contenido que se exponen hoy ante nosotros.

Una nueva historia ancha y ajena a la que se nos invita a entrar y participar, y no seremos excluidos.


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ARTE INDÍGENA: PRINCIPIOS Y DESENLACES

 

TICIO ESCOBAR

 

El arte de los pueblos indígenas desarrollado en el Paraguay es complejo y presenta vigorosas particularidades que impiden un tratamiento homogéneo e indiferenciado de sus formas. Sin embargo, las circunstancias compartidas posibilitan el encuentro de rasgos comunes, crecidos por debajo o paralelamente a aquellas diferencias. Este texto presenta rápidamente un panorama referido tanto a los focos centrales de la producción artística indígena como a los rumbos diferentes que arrancan de esas fuentes.

 

EL SÍMBOLO PRIMERO

 

Todas las culturas indígenas crecen en torno a una médula mítica y ritual que construye el sentido comunitario y proporciona los argumentos secretos de las identidades individuales y grupales. La importancia central del rito tiene dos consecuencias. En primer lugar, los núcleos duros de la cultura indígena son innegociables: aunque sucumban muchas veces ante la presión neocolonial, y aunque deban reacomodar sus formatos ante las nuevas circunstancias de su tiempo, cuando logran sobrevivir lo hacen manteniendo el esquema original de sus matrices de sentido. En segundo lugar, los ritos constituyen los paradigmas de la creación colectiva: el propio cuerpo deviene soporte primero del arte y, en torno a él, se producen diversas situaciones de creatividad y producción estética cuya apretada integración cumpliría, desde nuestra mirada, el viejo sueño occidental del “arte total”. Así, la danza, el cántico y el arte plumario entre los guaraníes; y los tatuajes, las pinturas corporales, la ornamentación plumaria, tanto como las coreografías y dramatizaciones ceremoniales, entre los chaqueños, constituyen la reserva más firme de los procesos de significación indígena. Las formas nutridas de estos núcleos no sólo son las más resistentes sino las más seguras y potentes, las mejor orientadas en su vocación expresiva y las mejor resueltas en sus recursos estéticos.

 

LAS RAZONES DE LA ECONOMÍA

 

Aunque es dentro del círculo ceremonial en donde se traman las nervaduras más firmes del arte indígena, los quehaceres de la sobrevivencia también devienen fuentes potentes de creación. El arte occidental parte de la inutilidad de las cosas, pero el indígena asume las funciones utilitarias; antes que menospreciar los supuestamente prosaicos usos de la producción económica; los llena de poesía. Las funciones mejor conectadas con las formas propias de subsistencia son las que reciben más refuerzos estéticos: por ejemplo, la cestería guaraní afectada a la agricultura y los tejidos chaqueños de caraguatá vinculados a la caza y la recolección. El avance de los mercados capitalistas actúa en un doble sentido; acarrea, por un lado, la paulatina destrucción de formas tradicionales pero, por otro, señala nuevas posibilidades. En efecto, la expansión mercantil sobre los territorios indígenas plantea enormes esfuerzos de adaptación y cambio que, en cuanto puedan ser manejados por las propias comunidades, abren nuevas posibilidades económicas y creativas. Cuando las nueva demandas del mercado afectan a comunidades autodeterminadas y dueñas de sus propios procesos de significación, pueden reacomodar éstas sus códigos y aun cambiarlos.

 

EL DESTINO DE LAS FORMAS

 

Ahora bien, existe una diferencia fundamental en el desarrollo de las formas surgidas de fuentes endógenas (la ceremonia y la economía tradicional) y las convocadas por las nuevas razones del mercado. Las primeras, en cuanto elaboran el principio de la identidad grupal y guardan los argumentos de la reproducción social, constituyen el corpus estético (simbólico, en general) mejor custodiado y más estable. Los procesos de cambio del rito son lentos y operan en el reducidísimo margen de lo indispensable. Aun los grupos que sobreviven en condiciones de máxima dependencia de la sociedad envolvente, como los maká, conservan obstinadas reservas de producción significante, capaces de nutrirse con las imágenes de la modernidad occidental.

Las formas derivadas de la subsistencia tradicional, también generan imágenes resistentes, bien afianzadas en la experiencia y la sensibilidad comunitaria. Pero estas formas están más expuestas que las anteriores; los cambios de la economía y la expansión de la cultura envolvente determinan la extinción de muchas pautas, (como las de la cerámica indígena en general) y el reacomodo de patrones milenarios (como parte de la cestería mbyá, que conserva sus técnicas decorativas mientras readapta sus formas y funciones a nuevos usos transculturales).

Las formas condicionadas por el mercado son mucho más flexibles y se encuentran abiertas a novedades y cambios, aunque se produzcan éstos dentro del horizonte cultural propio de las comunidades. La mercantilización, que por un lado causó la pérdida o el menoscabo de tantas expresiones indígenas, por otro, impulsó el resurgimiento de ciertas prácticas estéticas y aun la emergencia de nuevas producciones, como es el caso de las tallas zoomorfas, confeccionadas tanto por los grupos guaraníes como los chaqueños: figuras nuevas, cargadas quizá de la antigua memoria comunitaria y animadas por el afán constante de reimaginar el presente nuevo.

Es cierto que muchas de estas piezas pueden nacer huérfanas de experiencia comunitaria o crecer como remedos desteñidos de esa experiencia; pero también es cierto que muchas de ellas son capaces de recoger momentos desprendidos de la tradición cultural: de asimilar remanentes o restos que habían quedado sueltos y precisan de nuevos espacios de inscripción. Pero además debe considerarse que esta nueva producción puede constituir una fuente complementaria de subsistencia.

Y, por último, una posibilidad de recuperar ciertos posicionamientos sociales de la mujer, quebrantados en las nuevas condiciones de producción socio-económicas: los heredados de la proto tejedora mítica, la que trama con manos oscuras y despejada mirada gran parte del tejido que sostiene lo social. Ticio Escobar principios y desenlaces de un conjunto de objetos y prácticas que recalcan sus formas para producir una interferencia en la significación ordinaria de las cosas e intensificar la experiencia del mundo. El arte indígena, como cualquier otro, recurre a la belleza para representar aspectos de la realidad, inaccesibles por otra vía, y poder así movilizar el sentido, procesar en conjunto la memoria y proyectar en clave de imagen el porvenir comunitario.

Sin embargo, a la hora de otorgar el título de “arte” a estas operaciones, salta enseguida una objeción: en el contexto de las cultura indígenas, lo estético no puede ser desprendido de un complejo sistema simbólico que fusiona en su espeso interior momentos diferenciados por el pensamiento occidental moderno (tales como “arte”, “política”, “religión, “derecho” o “ciencia”).

Las formas estéticas se encuentran en aquel contexto confundidas con los otros dispositivos a través de los cuales organiza la sociedad sus conocimientos, creencias y sensibilidades. Es decir, en las culturas indígenas no cabe aislar el resplandor de la forma de las utilidades prosaicas o los graves destinos trascendentales que requieren la intervención de la belleza. Es más: tales culturas no sólo ignoran la autonomía del arte, sino que tampoco diferencian entre géneros artísticos: las artes visuales, la literatura, la danza y el teatro enredan sus expresiones en el curso de ambiguos y fecundos procesos de significación social que se apuntalan entre sí en el fondo oscuro de verdades inaccesibles.

Las expresiones del arte indígena, como casi todo tipo de arte no moderno, no llenan los requisitos exigidos por la Estética ilustrada: no son producto de una creación individual (a pesar de que cada artista reformule los patrones colectivos) ni generan rupturas transgresoras (aunque supongan una constante renovación del sentido social) ni se manifiestan en piezas únicas (aun cuando la obra producida serialmente reitere con fuerza las verdades repetidas de su propia historia). Por lo tanto, desde la mirada reprobadora del arte moderno, tales expresiones son consideradas meros hechos de artesanía, folklore, “patrimonio intangible” o “cultura material”. No cumplen los requisitos de la autonomía formal moderna: no son inútiles, en el sentido kantiano del término; se encuentran comprometidas con ritos arcaicos y prosaicas funciones, empantanadas en la densidad de sus historias turbias y lastradas por la materialidad de sus soportes y el proceso de sus técnicas rudimentarias.

La dicotomía entre el gran sistema del arte (fruto de una creación esclarecida del espíritu) y el circuito de las artes menores (producto de oficios, testimonio de creencias llanas) sacraliza el ámbito de aquel sistema.

Por un lado, los terrenos del arte quedan convertidos en feudo de verdades superiores, liberadas éstas de las condiciones de productividad que marcan la artesanía y de los expedientes litúrgicos que demanda el culto bárbaro. Por otro, devienen recogido recinto del artista genial, opuesto él al ingenioso y práctico artesano o al oficiante supersticioso y exaltado.

No obstante esta desobediencia de los paradigmas modernos, sigue siendo conveniente hablar de arte indígena. Este reconocimiento supone asumir la diferencia de las culturas otras: significa admitir modelos de arte alternativos a los del occidental e implica recusar un modelo colonial que discrimina entre formas culturales superiores e inferiores, dignas o no de ser consideradas como expresiones privilegiadas del espíritu. Bajo este título se abogará en pro del uso del término “arte indígena” mediante dos alegatos básicos.

Desde el fondo incierto de la historia y cubriendo el mundo hasta sus últimos rincones, diversas sociedades no-modernas trabajan la alquimia oscura del sentido mediante la refinada manipulación de la apariencia.

Lo hacen entreverando formas y funciones, belleza y utilidad: la guirnalda que inflama la frente del shamán o enaltece la del cazador, las pinturas que ornamentan con opulencia los cuerpos humanos para divinizarlos o hacerlos rozar el límite de su condición animal, las vasijas depuradas en sus diseños o sobreornamentadas para el culto o la fiesta profana, así como el diseño seguro de tantos utensilios comunes inmersos en la cotidianeidad de los pueblos indígenas; todos estos gestos y estos objetos, antes que apelar a la fruición estética, buscan reforzar, mediante la belleza sin duda, significados sociales que crecen mucho más allá de los terrenos del arte. Una vez más: la belleza no tiene un valor absoluto: sirve como alegato de otras verdades.

Pero la falta de autonomía de lo estético no significa ausencia de forma. Aun mimetizada, sumergida en la trama espesa del conjunto sociocultural y confundida con las muchas fuerzas que dinamizan el hacer colectivo, la forma estética se encuentra indudablemente presente: anima desde dentro las certezas primeras y empuja en silencio la memoria pesada y cambiante de la comunidad. La belleza trabaja clandestinamente para apuntalar verdades y funciones que requieren el aval de su propia imagen en la escena de la representación: subraya funciones, inflama verdades, intensifica figuras fundamentales; se tensa hasta el límite obligada a decir lo que está fuera de su alcance y, al hacerlo, llena el horizonte cultural de relámpagos, inquietudes y presagios.

Así, en las culturas indígenas lo estético significa un momento intenso pero contaminado con triviales funciones utilitarias o excelsas finalidades cultuales, enredado con los residuos de formas desconocidas, oscurecido en sus bordes que nunca coincidirán con los contornos nítidos de una idea previa de lo artístico. Lo bello apunta más allá de la armonía y de la fruición: despierta las potencias dormidas de las cosas y las inviste de sorpresa y extrañeza; las aleja, quebranta su presencia ordinaria y las arranca de su encuadre habitual para enfrentarlas a la experiencia, inconclusa siempre, de lo extraordinario. En estos casos, las creencias religiosas y las figuras míticas que animan las representaciones rituales requieren ser recalcadas mediante la manipulación de la sensibilidad y la gestión de las formas. Las imágenes más intensas y los colores sugerentes, así como las luces, composiciones y las figuras inquietantes ayudan a que el mundo se manifieste en su complejidad y en sus sombras; en su incertidumbre radical, en vilo sobre las preguntas primeras: aquellas que no conocen respuesta.

Por otra parte debe considerarse que existen operaciones artísticas que van más allá del alcance de lo estético. Esto es especialmente claro en culturas no-modernas y en ciertas operaciones del arte contemporáneo, pero también atraviesa todo el devenir del arte en general. Para definir mejor este tipo de operaciones tomemos como ejemplo el caso de los rituales, ámbito privilegiado del arte indígena. La escena de la representación ceremonial se encuentra demarcada por un círculo de contornos tajantes. Al ingresar en él, las personas y los objetos quedan bañados por luminiscente distancia que supone estar del otro lado, más allá de la posibilidad de ser tocados, fuera del alcance del tiempo ordinario y el sentido concertado. De este lado de la línea que dibuja el cerco del espacio ceremonial, los hombres y las cosas obedecen a sus nombres y sus funciones: no son más que utensilios profanos y muchedumbre sudorosa y expectante agolpada en torno al escenario. Al cruzar la raya invisible que preserva la distancia y abre el juego de la mirada, los objetos y los hombres se desdoblan.

Ya no coincide cada cual consigo mismo y, más allá de sí, deviene oficiante, dios o elemento consagrado. ¿Qué los ha auratizado?

¿Qué los ha distanciado y vuelto inquietantes indicios de algo que está más allá de sí? Ante esta pregunta se abren dos caminos, entrecruzados casi siempre. Son los que, titubeante, sigue el arte en general: el que privilegia la apariencia estética y el que hace inflexión en el concepto.

Ante la pregunta acerca de qué ha otorgado un excedente de significación, un valor excepcional, a ciertos objetos y personajes que aparecen, radiantes, en la escena ritual, la primera vía es la de la belleza, recién referida más arriba. El otro itinerario es el que se abre al concepto: a esos objetos y personajes los ha hecho raros y distantes, los ha auratizado, el hecho de saberlos emplazados dentro de la circunferencia que los separa del mundo cotidiano y los ofrece a la mirada. Éste es un camino largo que, estirando un poco los términos, podría ser calificado de conceptual. Conceptual, en el sentido que coincide, por ejemplo, con la vía abierta, o instaurada, en el arte moderno por Duchamp: es la idea de la inscripción de los objetos la que los auratiza, independientemente de sus valores expresivos o formales: fuera del círculo establecido por la galería o el museo, el urinario o la rueda de bicicleta no brillan, no se distancian, no se exponen a la mirada: no significan otra cosa que la marcada por sus funciones prosaicas.

Fuera del círculo consagrado de la cultura indígena, las cosas coinciden, opacas, consigo mismas y no remiten a la falta primera o la plenitud fundante. Acá la belleza no tiene nada que hacer: sólo importa un puesto; la noción de un puesto. La distancia está marcada por el concepto.

 

LOS OTROS DERECHOS

 

Pero hay otras razones, de carácter político, para argumentar en pro del término “arte indígena”. El reconocer la existencia de un arte diferente puede refutar una posición discriminatoria que supone que la cultura occidental detenta la prerrogativa de acceder a ciertas privilegiadas experiencias sensibles. Y puede proponer otra visión del indígena actual: abre la posibilidad de considerarlo no sólo como un ser marginado y humillado sino como un creador: un productor de formas genuinas, un sujeto sensible e imaginativo capaz de aportar soluciones y figuras nuevas al patrimonio simbólico universal.

Por último, el reconocimiento de un arte diferente puede apoyar la reivindicación que hacen los pueblos indígenas de su autodeterminación y su derecho a un territorio propio y una vida digna. Por un lado, la gestión del proyecto histórico de cada etnia requiere un imaginario definido y una autoestima básica, fundamento y corolario de la expresión artística. Por otro, los territorios simbólicos son tan esenciales para los indígenas como los físicos; aquellos son expresión de éstos; éstos, proyección de aquellos. Por eso, resulta difícil defender el ámbito propio de una comunidad si no se garantiza su derecho a la diferencia: su posibilidad de vivir y pensar, de creer y crear de manera propia.

Por eso, aunque el arte indígena no pueda hoy ser considerado como un cuerpo completo y cerrado, impermeable en sus formas a las de la cultura erudita y la industrializada, es importante que su diferencia sea preservada. Las disyunciones binarias que enfrentan en forma fatal lo popular —ya sea con lo ilustrado, ya con lo masivo— requieren ser desmontadas.

Pero esta operación no debe suponer la alegre equivalencia de todas las formas ni desconocer la pluralidad de los procesos de identificación y subjetividad. Desde sus memorias y sus posiciones distintas, ante cuestiones cada vez más compartidas, las diversas comunidades étnicas se arrogan el derecho de inscribir a su manera la memoria común y producir objetos y acontecimientos que anticipen posibilidades alternativas de futuro. Un futuro cuyas sombras tantas sólo pueden ser rasgadas mediante el filo de imágenes construidas desde las mismas colectividades.


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