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Ticio Escobar

  IMAGINERÍA RELIGIOSA MISIONERA Y POPULAR - Por TICIO ESCOBAR


IMAGINERÍA RELIGIOSA MISIONERA Y POPULAR - Por TICIO ESCOBAR

SANTO Y SEÑA. ACERCA DE LAS IMAGINERÍA RELIGIOSA MISIONERA

Y POPULAR EN EL PARAGUAY.

Por TICIO ESCOBAR

 
 

ACERCA DE LAS IMAGINERÍA RELIGIOSA MISIONERA
 
Y POPULAR EN EL PARAGUAY.
 
 

INTRODUCCIÓN

CUESTIONES

 
La escultura de figuras de santos cristianos confeccionada en madera, tallada y policromada, constituye uno de los fenómenos más interesantes de la historia de las artes visuales en el Paraguay y las regiones adyacentes.
 
Esta práctica, iniciada con la llegada de los misioneros franciscanos y jesuíticos, ha consolidado una fuerte tradición que, sobre el fondo de sucesivos y diferentes registros culturales, continúa vigente, simultáneamente menguada en su producción y renovada en sus razones.
 
A los efectos de contextualizar y clasificar las colecciones de imaginería religiosa pertenecientes al acervo de un museo de arte (el Centro de Artes Visuales/Museo del Barro), interesa plantear este artículo en torno al estatuto artístico de las piezas que lo componen.
 
Esta cuestión es central para el análisis de formas ocurridas en pleno frente de litigio intercultural. Las imágenes extranjeras llegan a América como puntales de una acción aculturativa y etnocida: los indígenas son forzados a cambiar sus figuras (o sus no-figuras) por estas potentes efigies que representaban mundos extraños, incompatibles con sus creencias y sus memorias. Y son obligados (o inducidos, en el mejor de los casos) a hacerlo en una clave de sensibilidad diferente a la suya y sobre códigos de representación desconocidos. ¿Hasta qué punto podría hablarse de arte en relación a operaciones que suponen una imposición, que implican procedimientos imitativos, que excluyen programáticamente todo principio de creatividad y libertad expresiva? El artículo recuerda esta pregunta a lo largo de su desarrollo. Una pregunta difícil de responder, pero indispensable para considerar el sentido propio de las prácticas periféricas.
 
La consolidación del arte popular, germinado en el centro de las reducciones, especialmente las franciscanas, asomado entre las grietas misioneras y afianzado en la intemperie que dejaron las misiones, anticipa posibles respuestas y plantea otras cuestiones.

 
 



 Altar doméstico. Taller popular franciscano.

Siglos XVIII y XIX. CAV/Museo del Barro.

 

 
DESTIEMPOS
La tensión entre los modelos metropolitanos y la producción de las periferias constituye, así, una cuestión indispensable para considerar tanto los procesos de pérdida como los de copia, adulteración, transacción y apropiación que se encuentran encontrados en la base de ese ámbito incierto que llamamos “arte latinoamericano”. La colonización europea recayó sobre los territorios nuevos siguiendo un programa preciso de destrucción de las bases culturales originarias y reemplazo de sus signos por los europeos. Pero ninguna empresa de dominación puede ser cabalmente cumplida, porque son limitados los alcances del poder conquistador y obstinada la resistencia de las culturas conquistadas. Pero, también, porque esa empresa involucra imaginarios y moviliza jugadas simbólicas, y ningún proyecto cultural puede ser enteramente consumado en cuanto transcurre en la escena resbaladiza de la representación. Los procesos colonizadores, como los poscolonizadores, no pueden por ello sostenerse en la pura coerción: precisan, por una parte, persuadir y ser aceptados; deben, por otra, ceder, transar, asumir la persistencia de signos innegociables.
 
Aun los más severos procesos de conquista y colonización cultural, los más implacables movimientos etnocidas, no alcanzan a cubrir toda el área de la cultura y dejan, a su pesar, una zona vacante. En esa franja descubierta, los indígenas, y luego los mestizos y los criollos, lograron en muchos casos tergiversar el sentido de los signos dominantes y asegurar un cierto terreno donde asentar la memoria, resguardar cierto capital simbólico y apoyar proyectos propios. Desde estos lugares sobrantes pudieron ellos zafarse del destino espurio de constituir calcos degradados de verdades originales; es decir, pudieron en parte zafarse del proyecto dominante. En muchas ocasiones, pertrechados en esos márgenes, los indígenas colonizados comenzaron copiando aplicadamente los modelos europeos y terminaron transgrediendo sus cánones y sus códigos, una vez desmontado el sentido del prototipo: creando formas nuevas, sobre las ruinas; a veces, de las propias.
 
No siempre esa creación obedeció a procesos intencionales. Los trastornos que sufren los lenguajes metropolitanos al nombrar las historias periféricas se originan ciertamente en la oposición de un proyecto indócil, decidido a resistir la invasión, desviar sus embates o trastornar su sentido. Surgen, también, de equívocos y yerros, de la impericia en la copia de ejemplares ajenos (que requieren sensibilidades, técnicas y destrezas desconocidas) y resultan de los extravíos que produce el destiempo (los desajustes entre historias distintas, las demoras entre el momento del original y el del modelo). Provienen, por último, de las distorsiones provocadas por las sucesivas copias: ya se sabe que muy pocas veces trajeron los misioneros obras originales, por lo que las réplicas realizadas en los talleres se basaban en imágenes de segunda o tercera mano. Pero los desvíos del proyecto dominante o hegemónico derivan también de las concesiones que debe hacer el poder ante dos límites que se le presentan: por un lado, la imposibilidad de destruir ciertos meollos de la cultura subalterna; por otro, la necesidad de mantener o crear puntos de coincidencias en torno a los cuales los usuarios de esta cultura puedan identificarse con ciertos momentos o figuras del proyecto colonial. Sin una mínima aceptación, a pura fuerza, no puede crearse un hecho de cultura; menos aún, un producto artístico.
 
Todos estos factores provocan deslices en la práctica de la colonización cultural. Y abren desfases fecundos donde puede operar la diferencia, la base del arte popular que crecerá después.
 
 
 

Akangua’a. Corona avá. Procede de Acaraymí, c. 1990. CAV/Museo del Barro.

 


LAS FORMAS DEL CAMBIO


LA PÉRDIDA

 

El impacto colonial sobre las culturas originarias tuvo tres momentos, no sucesivos ni excluyentes entre sí. El primero, aculturativo, consistió en la represión y la devastación de grandes áreas de estas culturas, arrasadas por la dominación. Ciertas formas fueron aniquiladas y sustituidas por otras, impuestas. De entrada, los misioneros franciscanos y jesuitas identificaron y pasaron a extirpar, o a intentar hacerlo, ciertos dispositivos fundamentales de la cultura guaraní en cuanto no servían al proyecto de las reducciones: los rituales y ceremonias, la palabra mítica, los sistemas de creencias y valores de los pueblos reducidos. En el contexto de las misiones, muchas otras formas se desmoronaron solas cuando hubieron sido suprimidos sus contextos. Así, el arte plumario guaraní se apagó con el ocaso del poder de los shamanes y los guerreros, como la milenaria cestería se extravió una vez olvidadas sus funciones y sus empleos. Y, de este modo, la gran cerámica desapareció siguiendo la suerte de sus contenidos primeros (funerarios, antropofágicos, ceremoniales). En ese territorio arruinado, los misioneros instalaron las imágenes importadas de Europa, cuyos excesos y opulencia resultaban antitéticos a la templada sensibilidad de la cultura guaraní. En muchos casos, el choque se resolvió, como queda visto, en la emergencia de formaciones culturales sincréticas; en otros, en la extinción directa de acervos enteros. Este proceso, que a través de diferentes modalidades afectó a todos los grupos étnicos, continuó a lo largo de la Colonia y cruzó los primeros tiempos republicanos y los gobiernos independientes. Continúa, en cierto sentido, hasta hoy, provocado por la desidia estatal e impulsado por las muchas prácticas intolerantes y etnocidas, incapaces de aceptar la diversidad cultural. Pero, a los efectos de presentar el catálogo de las colecciones del Centro de Artes Visuales, este artículo sólo se refiere a la aculturación misionera recaída sobre los guaraní.


LA DEFENSA

El segundo momento marca una acción autoafirmativa: la resistencia indígena, tanto expresada en forma activa a través de rebeliones violentas como ejercida mediante diversas estrategias para cautelar ciertos mojones de la identidad cultural. Los procesos de preservación de los acervos patrimoniales étnicos ocurrieron fundamentalmente entre los indígenas no sometidos a reducciones, pero, a pesar del control misionero, aun los guaraní reducidos lograron conservar cierta sensibilidad estética, así como determinado sentido de la expresión y una manera propia de concebir el espacio y plantear la forma. La defensa de la identidad cultural significa no sólo la preservación de prácticas tradicionales, sino el uso, intencional, de formas en torno a las que los indígenas se identifican y mediante las cuales se sienten expresados.


LAS TRANSACCIONES

En ciertas ocasiones, el acervo cultural se enriquece con el aporte de técnicas y materiales y la incorporación de usos y soluciones formales nuevas, pero las matrices de significación siguen siendo las mismas. Éste es el caso del momento autoafirmativo, tratado bajo el subtítulo anterior. El último momento, el tercero, se refiere a situaciones transaccionales. Por una parte, aunque la comunidad conserve una particular sensibilidad estética, debe reformular sus códigos simbólicos para asimilar imágenes demasiado diferentes a las que tramitan ellos.

Así, acometidas por formas ajenas que fuerzan los límites de su horizonte simbólico, las culturas hacen un esfuerzo para poder absorberlas, vinculándolas con sus propias experiencias y adaptándolas a necesidades locales. Por otra parte, la colonización cultural, que no puede sostenerse a través de medios puramente coercitivos y etnocidas, debe reajustar sus estrategias para negociar ámbitos de encuentro.

A veces los signos extranjeros son impuestos o propuestos como sustitutos de figuras locales cuyo lugar continúa disponible y abierto; tal es el caso de formas acercadas por los misioneros, y asumidas por los indígenas, para que éstos reemplacen rituales, imágenes o certezas que han perdido, de golpe, vigencia. Otras veces, los signos ajenos no son impuestos, sino seleccionados por la comunidad, que no encuentra en sus repertorios tradicionales respuestas para enfrentar cambios históricos radicales.

Estos movimientos de reacomodo no sólo garantizan la supervivencia cultural, sino que enriquecen los patrimonios simbólicos. Es que, si el concepto de aculturación implica vaciamiento y pérdida, el de transculturación se refiere a la creación de nuevos hechos culturales producidos por la diferencia, el conflicto y, aun, la colonización. Si el primer término permite suponer la imposición triunfal de una cultura todopoderosa que recae sobre otra, sumisa y pasiva, vaciando y recargándola con sus formas, el segundo remite a posiciones complejas que deben negociar en torno al sentido.

Por un lado, las culturas dominantes o hegemónicas carecen del poder de aplicar en bloque sus modelos; deben obtener una mínima adhesión de las subordinadas. Por otro, éstas no se pliegan simplemente ante el avance de frentes expansivos: pueden esquivarlos o asimilarlos y hacer de estos movimientos principio de signos nuevos. No es muy amplio el margen de maniobra que tienen para hacerlo, pero en los resquicios que abren los desacoples del poder, los desencuentros de la representación o la resistencia cultural, pueden afirmarse gestos capaces de producir la mínima cuantía de diferencia que requiere el arte para operar.

De esta manera, muchas obras, destinadas en su origen a constituir remedos de los modelos centrales, pudieron conquistar su originalidad colándose por entre los resquicios que dejan los límites del proyecto colonizador. O en cuanto por yerro, desidia o insumisa obstinación desobedecieron el sentido impuesto por ese proyecto y alcanzaron a producir cierta obra propia en el medio de una escena avasallada.

Este artículo busca trabajar ese espacio marginal de producción: el correspondiente a sectores indígenas y mestizos crecido a lo largo de la sujeción colonial, consolidado durante el siglo XIX y proseguido durante el siguiente y el actual, a contrapelo de las condiciones hostiles que cada tiempo renueva.


LOS ESCENARIOS COLONIALES

A partir del tiempo iniciado con la Colonia, a mediados del S. XVI, esos tres movimientos de aculturación, resistencia y transculturación actuaron simultáneamente. Lo hicieron trenzados en procesos desiguales que acentuaron uno u otro de esos tres momentos según los aires oscilantes de la historia y los empujes de sus protagonistas, opuestos casi siempre entre sí. A partir pues de aquel tiempo, la producción de imágenes ocurrió en diferentes escenarios, animados o interferidos por fuerzas discordantes. En primer lugar, el ámbito de los guaraní que, no reducidos, siguieron viviendo según su propia tradición, sometida a influencias coloniales varias. En segundo, el de los pueblos a cargo de curatos franciscanos, constituidos en reducciones o “doctrinas” y marcados por su talante corporativo propio y su particular inserción en la Provincia, con la que compartía vicisitudes y proyectos. Después, el espacio reduccional jesuítico, eficiente en sus cometidos, severo en sus pautas, separado del Paraguay provincial.

Cada uno de estos espacios produjo inflexiones propias en la imagen “santera” colonial que hicieron de ésta una obra compleja, tributaria de diversas matrices estilísticas y memorias desiguales.

Aun considerando esa diversidad, difícilmente podrán ser desmarcadas tajantemente las obras producidas en cada uno de estos escenarios. En general, aunque existan diferencias entre las obras destinadas a las iglesias franciscanas y a las jesuíticas, unas y otras comparten franjas de producción y presentan márgenes confusos que impiden marcar en forma tajante divergencias entre unas y otras. Tampoco pueden ser distinguidas de manera concluyente muchas de las obras producidas al final de los tiempos coloniales, fuera ya del esquema reduccional. La dispersión de los artesanos de talleres jesuíticos, una vez expulsada la Compañía de Jesús en 1767, produjo, por otra parte, influencias que dificultan las distinciones claras. Hecha esta salvedad y suponiendo las ambigüedades recién enunciadas, bajo los siguientes títulos se resaltarán los rasgos diferenciales de los dos escenarios básicos donde sucede la producción de imágenes religiosas.

 


Amba. Altar avá. Procede de Acaraymí, c. 1990. CAV/Museo del Barro.


 

Apyka. Banqueta cermonial paī tavyterā. CAV/Museo del Barro. 

 

EL ESPACIO DEL MONTE

El primer escenario es el relativo a los indígenas que no fueron sometidos a reducciones, que continuaron sus modelos de vida tradicional y sólo superficialmente acogieron formas de origen colonial. Durante los primeros tiempos coloniales, los guaraní no reducidos, llamados entonces avá montés (“indio del monte”), componían dos grupos (los Karemá, de la región del Mbaracayú, y los Apyteré, de la zona Tarumá), ascendientes de los que pueblan hoy el Paraguay: los mbyá, los avá chiripá y los paī tavyterā. Tales etnias mantuvieron su autonomía política y sus identidades culturales aunque desarrollaron diversos procesos transculturativos a través de contactos mantenidos con la sociedad colonial, básicamente a través de los táva, los pueblos civiles de indios. Estos procesos también fueron afectando las culturas instaladas en el Chaco, pero en este artículo nos referimos sólo a los guaraní, pues la producción de imágenes religiosas sólo ocurrió en el ámbito de una influencia particularmente misionera, que no tuvo incidencia entre las etnias chaqueñas. En sentido estricto, tampoco la tuvo casi entre los guaraní, por lo menos de manera inmediata. La adopción de figuras talladas, en efecto, se circunscribió a la imagen de la cruz y la de ciertos elementos que pasaron a adornar el amba, el altar avá.

La figura de la cruz se encontraba ya difundida entre los guaraní desde épocas coloniales, a partir de sus primeros contactos con los blancos y los misioneros jesuíticos. Su adopción se habría originado en la decisión de asumir un símbolo ajeno para usufructuar sus poderes mágicos (1). Talladas por los avá en madera de cedro (ygary, el árbol sagrado de los guaraní) y adornadas con pequeñas plumas, las cruces penden de las varas que levantan el altar -tataendy’y- o de los cordones emplumados que lo engalanan -tukumbo-. Según los actuales guaraní, las cruces provienen de la intersección de las varillas rituales llamadas yvyra’i, que así cruzadas indican los cuatro puntos cardinales. Los mbyá guaraní revisten las cruces con el milenario sistema ornamental “cestero” basado en el entrecruzado de tiras vegetales; pero esta operación corresponde más a fines estético-expresivos que a empleos religiosos.

Las esculturas zoomorfas, también talladas en madera de cedro, que hoy confeccionan todos los grupos guaraní, como, en general, las demás etnias en el Paraguay, también se basan en apropiaciones de imágenes coloniales. Una vez expulsados los jesuitas, en la segunda mitad del s. XVIII, muchos artesanos talladores de imágenes religiosas, llamados santo apoháva (los “hacedores de santos” o “santeros”), no sólo se diseminaron entre los pueblos provinciales, sino que, también, se acercaron a los monteses, aunque, luego de casi dos siglos de reducción, ya no pudieron readaptarse “a la vida de antes”. Este movimiento podría haber configurado una de las vías de influencia de las imágenes cristianas; pero la realmente efectiva fue la otra, la producida mediante el intercambio cultural entre los guaraní monteses y los pueblerinos o reducidos. La adopción de las imágenes figurativas, llamadas kagka en el guaraní tradicional y conocidas simplemente como ta’anga (“representación”, “imagen”) entre los indígenas mestizos, pudo prosperar en cuanto apoyada en ciertas prácticas propias de los guaraní, como la talla de los apyka, las banquetas ceremoniales y shamánicas talladas en madera de cedro. Desde las influencias coloniales, los asientos rituales –rigurosamente abstractos en sus orígenes- comenzaron a adquirir aspecto zoomorfo hasta, en muchos casos, configurar expresiones nuevas, independientes ya de las formas originales, que, sin embargo, siguen siendo producidas en forma paralela.

Ahora bien, los guaraní “monteses” incorporaron la figuración, pero no los códigos de la representación moderna. La sensibilidad esquemática y geometrizante de los indígenas forzó las figuras ajenas a un fuerte movimiento de ajuste formal: desde un depurado orden visual propio, aun las actuales esculturas zoomorfas producidas por los paī, los mbyá y, sobre todo, los avá, desconocen la concepción occidental del volumen y la proporción, privilegian los contornos y eliminan detalles y ornamentos.

Toda pretensión realista ha sido sacrificada en pos de un concepto esencial de la figura.

Para comprender mejor el desarrollo de la imaginería misionera y popular en el Paraguay, resulta importante recordar el ideal abstractizante de la estética guaraní, basado en la armonía y la proporción, la limpieza de la línea y la economía de la forma. Este mismo principio impulsó a los indígenas monteses y a los reducidos a esquematizar y resumir a lo esencial la forma de origen europeo. Los resultados fueron, obviamente, diferentes: los unos se encontraban libres de adaptar la imagen apropiada a sus propias categorías estéticas; los otros se hallaban forzados a imitarla, y sólo furtivamente, y no en todos los casos pudieron realizar recodificaciones interculturales. El arte popular termina reivindicando este principio que altera el de la representación occidental, aunque incorpore la figuración y se apropie de muchos sentidos suyos.

(1) “Los guaraníes veían en esta cruz un poder mágico, similar al que el shamán podía tener en su mano con la sonaja, la mbaraká, el instrumento musical
que, según la creencia antigua guaraní, contenía en su interior un aivú, un alma, aunque fuera la de un shamán ya muerto; de esta manera, los guaraníes
transfieren el sentido y el valor mágico del mbaraká con el aivú a la cruz que el jesuita trae en la mano, (interpretado) como un poder mágico y no como un
fundamento doctrinario”. Branislava Susnik, El Rol de los indígenas en la formación y en la vivencia del Paraguay, Tomo I, Instituto Paraguayo de Estudios
Nacionales, Asunción, 1982, pág. 162.

 

 


EL ESPACIO DE LAS REDUCCIONES


LOS OTROS CONQUISTADORES

Iniciada en el s. XVI, la conquista de los territorios que después pasarían a constituir el Paraguay necesitó pronto el auxilio de los misioneros. La llamada “alianza hispano-guaraní”, basada en un sistema de reciprocidades y parentescos (unión de españoles con mujeres indígenas), no bastó para compensar los excesos de la explotación de los indígenas desarrollada principalmente mediante el régimen de las encomiendas (2). Las rebeliones de los guaraní, las violentas represiones y los enfrentamientos comenzaron a mermar en forma alarmante la población (la mano de obra) nativa y dificultar el dominio de las tierras. La expansión colonizadora requería, pues, otras estrategias basadas en transacciones y presiones ejercidas en el plano simbólico y, en general, en la negociación intercultural. Así, la llamada “conquista espiritual” no apelaba a la dominación violenta, aunque estuviera amparada por ella y la usara ocasionalmente, sino a principios de una autoridad construida hegemónicamente sobre la apropiación de ciertas figuras de la cultura tradicional guaraní y mediante un persuasivo sistema de manipulación de los liderazgos cacicales y la educación infantil, propuestas de concertaciones y juegos de amenazas, promesas, dádivas y efectos rituales (3). La “conquista espiritual” fue conquista en la doble acepción del término: la de ocupación forzosa y la de seducción.

En ese sentido, ciertos autores, como Haubert y Necker, sostienen que la legitimidad de los franciscanos y los jesuitas se basaba en una estrategia que los hacía aparecer como los protectores de los guaraní ante la opresión colonial y como los continuadores de sus héroes culturales, sus jefes y sus shamanes, cuyos poderes sobrenaturales detentaban (4). Por eso, una de las tareas más urgentes para los primeros misioneros, los franciscanos, constituyó la eliminación del poder de los shamanes históricos guaraní. Por otra parte, la organización económica misionera no alteraba radicalmente la guaraní precolonial, sino que reproducía en gran escala las relaciones económicas que unía a jefes indígenas con sus súbditos: relaciones basadas en la reciprocidad y la redistribución de los bienes y servicios (5).

Ahora bien, aunque la estrategia misionera haya incorporado o sustituido ciertas figuras de la tradición guaraní, ciertamente lo hizo sobre el desmantelamiento de la matriz religiosa que las sustentaba. Los indígenas tenían conciencia de que las reducciones significaban el fin de un sistema de vida y de creencias, pero sabían asimismo que ellas constituían un mal menor en el violento escenario recién conquistado. La “conquista espiritual” fue eficaz sólo hasta cierto punto: logró indudablemente la sujeción de gran parte de los guaraní y aseguró el dominio colonial de sus fuerzas de trabajo y sus territorios; consiguió destruir una parte importante de la cultura tradicional y conservar algunas instituciones útiles para sostener el sistema colonial; pudo, en fin, bautizar, evangelizar y adoctrinar a los indígenas reducidos e instruirlos en el buen manejo de artes y oficios extranjeros, pero nunca pudo obtener la total identificación de ellos con la causa misionera ni, por lo tanto, extirpar un obstinado modo de ser diferente que continuó hasta el fin de los tiempos coloniales (6).

A mediados del s. XVIII, ya en ese escenario final, el jesuita Parras se lamenta del poco entusiasmo religioso de los indígenas reducidos: “a ellos jamás se les ve rezar un Ave María si no es en la iglesia, donde son muy puntuales; pero es por temor del castigo, porque cosa de devoción jamás he reconocido en ellos” (7). Y más adelante, siempre en tono disgustado, refiere que: “en sus privadas conversaciones, se reduce todo a mantener sus tradiciones y antigüedades, para que de padres a hijos vayan pasando…” (8).

El margen de irreductibilidad de la cultura indígena se expresaba no sólo en la indolencia religiosa y la furtiva continuidad de la tradición, sino en las constantes huidas de los pueblos misioneros, así como en formas solapadas de resistencia al trabajo y en el desgano y la torpeza en su ejecución, faltas que llevaban a considerar a los indígenas como naturalmente “propensos a la holgazanería”. Necker considera que el hecho de que los colonizadores, civiles y religiosos, “no consiguieron obtener la adhesión profunda de los Guaraníes al régimen colonial” se manifestaba en la resistencia, ahora pasiva, que los guaraní continuaron oponiendo a los españoles (9). Es decir, las rebeliones de la primera época habrían dado lugar a una nueva forma de indocilidad: la desidia en el cumplimiento de actividades con las cuales el indígena no se sentía identificado y que, por lo tanto, no le interesaban.

En ese contexto debe inscribirse la producción artística misionera. Por una parte, los indígenas perciben el boato eclesiástico, incluidos los templos, esculturas y pinturas, en registro de aura cultual tradicional, ajeno al mensaje cristiano, poderoso por el puro poder de la imagen (10). Por otra, ellos mismos esculpen y pintan con un entusiasmo que depende de las posibilidades de apropiación de las esculturas cristianas. La fuerza expresiva de las tallas misioneras varía según la convicción con que los santo apoháva las hayan asimilado a sus propios registros culturales, ya que los guaraní nunca terminaron de aceptar el horizonte de creencias que enmarcaba la producción de los modelos (11).

 

 

Nicho de viaje. Taller franciscano. s. XVII.

CAV/Museo del Barro.

 

(2) Amparada en una merced real, la encomienda, instituida ya a partir de 1556, consistía en una institución mediante la cual, en forma periódica y obligatoria, los conquistadores, y luego los colonizadores, disponían para su servicio de cierto número de familias con sus caciques. Como contrapartida, aquellos se encontraban obligados a proteger y promover la “civilización” de sus encomendados.

(3) V. Guillermo Wilde, “Poderes del ritual y rituales del poder: un análisis de las celebraciones en los pueblos jesuíticos de guaraníes”, en Revista española de
antropología americana, Nº 33, 2003, págs. 203-228.

(4) Maxime Haubert, La vida cotidiana de los indios y jesuitas en las misiones del Paraguay, Ed. Temas de Hoy, Madrid, 1991. Louis Necker, Indios guaraníes y chamanes franciscanos. Las primeras reducciones del Paraguay (1580-1800), Biblioteca Paraguaya de Antropología, Vol. 7, Centro de Estudios Antropológicos, Universidad Católica, Asunción, 1990.

(5) Necker, op. cit., págs. 193-195.

(6) Según Susnik, “el resultado de la aculturación cristiana era externo y nunca significaba una adaptación sicomental de los indígenas”, quienes “conocían la doctrina sólo pasivamente”. “El rol de la iglesia en la educación indígena colonial”, en Estudios Paraguayos, Vol. III, Nº 2, Asunción, 1975, pág. 154.

(7) Fray Pedro José de Parras, Diario y derrotero de sus viajes, Buenos Aires, 1943, pág. 171.

(8) Op. cit., pág. 173.

(9) Op. cit., pág. 190.

(10) Según Haubert, las pompas del culto católico eran consideradas por los indígenas como expresiones del poder shamánico de los Padres. En op. cit.

(11) Susnik estudia los factores del rechazo guaraní a la doctrina cristiana; factores que hicieron incompatibles el pensamiento guaraní con los postulados misioneros y “que, en gran parte, explican las revueltas y su resistencia socio-religiosa que se prolongó hasta 1848, con la disolución de los táva, y que se puede notar incluso aun hoy día”. En El rol de los indígenas... Tomo I, pág. 196.

 

  

Planta de San Francisco de Atyra. Táva

(pueblo de indios administrado por la órden franciscana). Época colonial.

 

 

REDUCCIONES

El sistema de concentración de indígenas en comunas separadas aparecía ya expuesto en las primeras Cédulas Reales y se encontraba reglamentado por el Consejo de Indias: los indígenas debían ser agrupados bajo la dirección seglar o religiosa para ser “civilizados y cristianizados”. Por eso, apenas iniciada la Conquista, se establecieron los primeros táva, pueblos/comunas basados en las figuras de trabajo colectivo, autosubsistencia mínima y periódica sujeción de los indios al servicio de la encomienda.

Aunque misioneros de otras órdenes llegaron a estos territorios, fueron los franciscanos, primero, y los jesuitas, bastante después, quienes se encargaron de aplicar la estrategia de la conquista espiritual. Lo hicieron, pues, inscriptos en el programa, llamado sin eufemismos, de las “reducciones”, sujetas a riguroso control y a procesos intensivos de evangelización.

Las reducciones misioneras continuaron, de esta manera, el modelo inicial de la Conquista, pero lo readaptaron tanto a sus fines de evangelización como, según queda referido, a ciertas características de las culturas locales en cuanto resultaren compatibles con tales fines y facilitaran su cumplimiento. Las misiones constituyeron, así, eficientes dispositivos de dominación política, centros económicos de producción y poderosas instituciones de conversión y adoctrinamiento religioso. Pero también constituyeron medios de protección contra los inhumanos excesos de la encomienda; es posible que los guaraní “reducidos” no hubieran logrado sobrevivir sin la defensa misionera, que fue mucho más enérgica por parte de los jesuitas. Los franciscanos se opusieron, ciertamente, a los abusos de la encomienda, pero, a diferencia de los jesuitas, no cuestionaban la vigencia misma de esa institución.

Necker sostiene que la actitud de los Frailes Menores (los franciscanos) ante el trabajo indígena forzoso tuvo dos aspectos; por un lado, hicieron grandes esfuerzos, por lo menos durante las primeras décadas, para limitar la sobreexplotación indígena; por otro, “aceptaron y hasta defendieron las premisas de base de los colonizadores, según las cuales el peso del trabajo manual requerido por la agricultura, el comercio y la artesanía debía recaer principalmente sobre los indios, quienes podían… ser legítimamente obligados por la fuerza a cumplir este trabajo”. Esta actitud, afirma el autor, se oponía a la jesuítica, que intentaba sustraer completamente a los indios de las exigencias de la encomienda (“aunque es cierto”, aclara, “que los sometían a otras obligaciones coloniales”) (12). Habría que considerar que la oposición misionera a los desmanes coloniales respondía no sólo a indudables principios humanitarios, sino a razones de competencia en torno a una mano de obra que ellos también usufructuaban.

(12) Necker, op. cit., págs. 141 y 142.

 

 

TALLERES


La “mano de obra” comprendía, ciertamente, el trabajo artesanal. En las reducciones misioneras funcionaban talleres donde los indígenas eran instruidos en diversos oficios y artes; entre estas últimas figuraban: básicamente la escultura, la expresión más desarrollada en esta zona; ocasionalmente el grabado, y la pintura. Pero ni a los jesuitas ni a los franciscanos les interesó desarrollar la creatividad ni el talento expresivo de los indígenas.

Por una parte, es indudable que el sistema de trabajo en esos talleres se basaba en la imitación facsimilar de los modelos bajo severo control de los misioneros. Éstos asimilaban la producción de imágenes a los oficios mecánicos y valoraban su factura como pura destreza manual para la copia, despojada de cualquier veleidad estética e inventiva. De hecho, descalificaban cualquier posibilidad creativa de los indígenas: “Imitan como monos todo lo que ven”, decía Sepp (13), y Labbe: “no tienen estos indios genio inventivo; pero remedan toda obra que ven con admirable destreza” (14), y remata Furlong: “parecería que lo que les falta de juicio, lo ha suplido la naturaleza con su incomparable instinto de imitación” (15), etc.

Por otra parte, la producción de imágenes se encontraba destinada no a promover las destrezas expresivas del indígena, sino a acrecentar el esplendor de los templos para producir, a su vez, efectos estéticos que impresionasen al converso apelando a su sensibilidad (16). Dicha producción se encontraba pues destinada por objetivos político-religiosos más que por pretensiones artísticas: buscaba transmitir mejor los contenidos catequísticos. Ya se sabe que la apelación al impacto de las formas constituía un recurso para vincular los brillos del rito cristiano con el poder aurático de los cultos locales. En ese sentido, la apasionada visualidad barroca se prestaba bien como “vehículo de doctrina”, aunque la recepción de tal doctrina haya ocurrido siempre desplazada.

Pero la práctica de los talleres de escultura y pintura tenía además otras funciones: buscaba mantener activo al indígena y frenar, así, lo que los misioneros consideraban una innata tendencia a la pereza (17); y llegaron a hacerlo con tanto ímpetu que, según testimonios del padre Marimón, “no pocas veces, con el solo fin de evitar la ociosidad, se dejaba que los operarios se ocuparan de hacer cosas que después habrían de regalar o tirar” (18).

Por otra parte, esculpir tallas religiosas constituía un sucedáneo de la restringida alfabetización, puesto que la enseñanza de escritura y lectura habría estado reservada básicamente a una aristocracia indígena conformada por hijos de caciques, sacristanes, mayordomos y jefes de obras19. Por último, aunque la producción escultórica y pictórica se encontraba sujeta al régimen de propiedad común reduccional, y a pesar de que a los santo apoháva les estaba prohibido vender en forma particular sus obras (20), ellos trabajaban para proveer imágenes a personas extrañas a la reducción según arreglos privados o en el marco de los mandamientos (trabajo público obligado a ser cumplido paralelamente al de las encomiendas) (21). La confección de tallas y pinturas afectada a un mercado externo ocurría tanto en las misiones franciscanas como en las jesuíticas, aunque, con relación a éstas, Furlong se quejaba de la escasez de la demanda proveniente de extramuros (22). Según Durán, los talleres franciscanos también proveían imágenes a los conventos e iglesias de Asunción, cuyos retablos, en su mayoría, fueron realizados por los carpinteros y doradores de Itá (23).

 

(13) Antonio Sepp, S.J., Continuación de las labores Apostólicas, Tomo III, Ediciones críticas de la obras de Sepp a cargo de Werner Hoffman, Eudeba, Buenos
Aires, 1973, pág. 270.

(14) En Guillermo Furlong, S.J., Misiones y sus pueblos de guaraníes, Buenos Aires, 1962, pág. 450.

(15) Guillermo Furlong, S.J., Antonio Sepp y su Gobierno Temporal (1732), Escritores Coloniales Rioplatenses, Edic. Theoría, Buenos Aires, 1972, pág. 28.

(16) Reconoce el Padre Sepp que “antes que nada, es necesario provocar entusiasmo en los incrédulos por medio de tales artificios, así como, por medio de la pompa aparente en las liturgias; despertar e inculcar en ellos una real predisposición íntima para la religión cristiana”. En Luis Augusto de Castro Neves, “El Barroco en el Mundo Guaraní”, en El Barroco en el Mundo Guaraní. Colección Latourrette Bo, Centro Cultural de la Embajada del Brasil, Asunción, 2004, pág. 8. Y Peramas sostiene que “Era extraordinario, en todo sentido, el esplendor del templo, lo cual contribuía sobremanera a elevar las mentes de los indios y los invitaba a asistir con más voluntad y respeto a los sagrados misterios”. José Manuel Peramas, S.J., La República de Platón y los guaraníes (1732-1793), Emecé edit., S.A.B.A., 1946, pág. 36.

(17) Los jesuitas se jactaban de haber suprimido, entre otras, tres nocivas instituciones de la cultura guaraní: la embriaguez (la exaltación ceremonial mediante la chicha), la poligamia y la holganza. “Para superar la borrachera implantaron el mate, para acabar con la poligamia hicieron que sus feligreses tuvieran un alto concepto del sacramento, y para eliminar la ociosidad crearon los más variados tipos de labor”. En Furlong, Misiones y sus pueblos…, op. cit., pág. 435.

(18) En Furlong, Misiones y sus pueblos..., op. cit. pág. 454.

(19) Castro Neves, op. cit., pág. 8.

(20) Branislava Susnik, El Indio colonial I, Asunción, 1965, págs. 152 y sgtes.

(21) V. Necker, op. cit., pág. 186.

(22) Furlong, op. cit., pág. 456.

(23) “En 1793 se comprometió Fray Tomás de Aquino a entregar hecho y colocado en el convento de los dominicos un retablo de San Vicente Ferrer por 100 pesos de plata”. Margarita Durán, Presencia franciscana en el Paraguay, (1538-1824), Universidad Católica de Asunción, 1987, pág. 118.

 

 

 

Fuente: CATÁLOGO IMAGINERÍA RELIGIOSA

PUBLICADO CON EL APOYO DE

THE GETTY FOUNDATION.

CENTRO DE ARTES VISUALES/MUSEO DEL BARRO

ASUNCIÓN • PARAGUAY , 2008.


 
 

 

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