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Ticio Escobar

  LA MALDICION DE NEMUR - ACERCA DEL ARTE, EL MITO, Y EL RITUAL DE LOS INDÍGENAS ISHIR DEL GRAN CHACO PARAGUAYO - Por TICIO ESCOBAR


LA MALDICION DE NEMUR - ACERCA DEL ARTE, EL MITO, Y EL RITUAL DE LOS INDÍGENAS ISHIR DEL GRAN CHACO PARAGUAYO - Por TICIO ESCOBAR

LA MALDICIÓN DE NEMUR

ACERCA DEL ARTE, EL MITO, Y EL RITUAL DE LOS INDÍGENAS

ISHIR DEL GRAN CHACO PARAGUAYO

Por TICIO ESCOBAR

Departamento de Documentación e Investigaciones

Centro de Artes Visuales/ Museo del Barro

Asunción-Paraguay 1999 (397 páginas)

 

Publicado con el auspicio de la Autoridad Sueca

para el Desarrollo Internacional (ASDI) y

El apoyo del Ministerio Francés de Asuntos Extranjeros,

a través de la Embajada de Francia en Paraguay.

 

 

 

 INTRODUCCIÓN

LOS ESCENARIOS 

 

Fuera de todo designio etnográfico, el proyecto de este libro surgió tras la idea de tratar el arte de los ishir del Gran Chaco Paraguayo. Pero, particularmente en los terrenos de la cultura indígena, el trabajo estético se realiza en lugares distintos: el splendor formae ocurre, por cierto, en los escenarios del arte, pero también se manifiesta en los ámbitos del mito y el ritual. Por eso, enseguida aquel proyecto desembocó en un paraje provisto de muchas dimensiones, superpuestas a veces, a veces separadas, interconectadas siempre. Y, por eso, este libro transita esos terrenos diversos y accidentados sin pretender acotar lugares ni trazar lindes claros: considera lo artístico a través de su búsqueda de afirmar la retórica del mito y de enfatizar los efectos de la escena ritual. Los oficios del arte deben ser tratados más corno si constituyeren un sesgo que cruza los otros haceres, encendiéndolos brevemente a su paso, que como si integraran una acción en sí misma explicable.

Aunque se refiera a los ámbitos recién señalados, este trabajo no pretende (en vano lo haría) nombrar todas las formas del arte ni, mucho menos, inventariar el ilimitado acervo de los relatos míticos y los expedientes rituales. Sólo se refiere a ciertas formas específicas en cuanto permiten ellas sugerir mejor los intrincados espacios en donde actúa la forma.

Buscando complejizar la comprensión de esos espacios, a título operativo y con fines prácticos, se introducen otros conceptos: cada tino de los ámbitos recién nombrados (los del arte, el miro y la ceremonia) puede ser visto desde tres ángulos diferentes: el de la religión, el de la magia shamánica y el de la historia. Tanto como la forma es protagonista de teatros diversos, así es objeto de miradas plurales. Pero en este texto tal variedad de posiciones y puntos de vista no se cristaliza en un, esquema ordenado; sirve más para marcar referencias que para ofrecer rigurosas variables. Los capítulos de este libro, por lo tanto, no se organizan siguiendo cruces sistemáticos entre aquellos conceptos, cuya ductibilidad impide que fragüen sus contornos en un cuadro exacto.

 

LAS FIGURAS

Si bien este libro sigue empecinado en referirse al tema del arte, al intentar hacerlo se demora en asuntos que rebasan la competencia de lo artístico. No tiene otra opción para ello que hacerlo desde el puesto que ocupa en parte su autor: el sitio confuso de la crítica de arte. Y cabe reconocer que la crítica de arte es cada vez menos hermenéutica: cada vez menos busca interpretar la producción artística y revelar sus significados ocultos. El crítico se enfrenta a la obra y arriesga tina lectura que, en el mejor de los casos, no hará más que incitar otras, sugerir otros posibles accesos suyos. Ante la presencia, apremiante, de la obra, el crítico levanta su propia lectura; por eso su punto de vista es necesario. Su trabajo no pretende descifrar la obra ni describirla objetivamente ni, mucho menos, juzgarla, sino oponerle tina mirada, cruzarla con ella, y desde ella sacudirla, ponerla en escena y volverla término de otras miradas. Y acá se produce tina coincidencia con ciertas posiciones de la antropología actual que ya no pretenden disipar las brumas de los lenguajes bárbaros sino confrontarse con ellos en cuanto diferentes. El otro ya no es un objeto de estudio que deba ser explicado y aclarado, sometido por la autoridad de la Razón que es tina sola. El otro es un sujeto que me interpela corno sujeto que soy y opone sus verdades a las mías, y refuta con sus formas mis formas y sostiene y devuelve mi mirada: la subjetividad del antropólogo entra en juego en tina relación transitiva que resta «objetividad científica» al discurso pero compensa esta merina precipitando figuras que impiden cerrarlo y que lo perturban y enriquecen con nuevas cuestiones.

Son enrevesados los caminos de la forma. Y no es intención de este trabajo el desandarlos; no intenta él desenredar las figuras con las cuales los ishir enmascaran lo real para mostrarlo, por un instante, despojado. No busca descorrer velos, arrancar antifaces ni desmontar los artificios de la escena, pues asume que es desde los propios recursos de la representación que mejor se expone la verdad de lo representado. Los mitos y los rituales, la poesía siempre, muestran más mediante lo que encubren que a través de lo que declaran. Resulta por eso cauto desconfiar de la inocente soberbia de un discurso que recae sobre otro pretendiendo arrebatarle el secreto de su última clave. Esta siempre remitirá a otra conformando un traspaso continuo en cuyo derrotero, y sólo en él, podrá hallarse tina pista de esa ausencia radical a que se refiere el arte. «Creemos estar hablando siempre en prosa citando en verdad lo estamos haciendo tantas veces en tropos», dice Goethe. El mito y el ritual, corno el arte por supuesto, se basan en un gran desencuentro, un profundo malentendido: en la brecha abierta entre lo que dicen y lo que callan pueden vislumbrarse las sombras de tina verdad en retirada. Es que, al no utilizar ellos la prosa, sólo sus figuras mezcladas pueden ofrecer indicios de un mensaje que estará siempre en otro lado.

Sólo resta pues nombrar esas figuras. Pero, ¿cómo hacerlo? La fuerza de la palabra mítica y el poder de la acción ritual, así como la belleza que argumenta una y otra, ocurren durante los trámites del decir directo y el mostrar concreto. La sentencia «traducir es traicionar», no configura sólo un lugar común en la teoría literaria sino un tema obsesivo en el curso de la culposa antropología contemporánea. ¿Cómo repetir el decir del otro cuando que en gran parte este decir supone códigos desconocidos, atmósferas ajenas, otras escenas? La cuestión es especialmente complicada en el caso de los relatos míticos; ya se sabe lo que acontece cuando se los transcribe literalmente en el corto español que generalmente emplea el traductor indígena o el raquítico idioma indígena al que tiene acceso el colector de mitos. Y esto sin considerar los trámites retóricos y argumentales que resultan incomprensibles en horizonte cultural que no fuera el propio. Así, todo el empuje expresivo retrocede ante la forzosa torpeza de esas traducciones indigentes.

En cuanto este trabajo busca sugerir la compleja riqueza de la cultura ishir sin intentar mostrarla (no digo ya develarla) y ante la ausencia de un recurso mejor; he optado por transcribir libremente los mitos. Es decir, respeto escrupulosamente sus tramas argumentales y sus secuencias narrativas pero utilizo para exponer los relatos un lenguaje que intento sea, según mis posibilidades, más o menos equivalente, culturalmente hablando, al usado por los ishir Es obvio que no pretendo alcanzar sus fulgores originales, tarea que me rebasa-ría por completo, pero sí presentar una narración tratando que mantenga ella algunas sugerencias que en mí ha despertado y que sólo pueden reactivar ^ni tradición cultural y los recursos de mi propia habla. En cierto sentido, consiste en esa apropiación la tarea de la crítica: merodea un discurso ajeno y se cruza con él usurpando asuntos suyos para abrirlos a miradas diferentes; expone no una obra sino una lectura particular de tal obra esperando que estimule ella nuevos acercamientos y posibilite así otras fruiciones.

 

LOS OTROS DERECHOS

La cuestión recién expuesta remite a otro propósito de este trabajo: un objetivo, si se quiere, político. Según el mismo, me interesa recalcar la potencia de la cultura indígena no tanto impelido por las exigencias del rigor científico cuanto movido por el deseo de promover el respeto de la diferencia étnica. A través de mi mirada sobre aquella cultura quisiera sugerir que son sus formas tan complejas, intensas y vulnerables como son las de la mía y que como ellas deben ser consideradas. Conozco dos maneras de argumentar en pro de ese respeto. La una es denunciar la feroz violación de los derechos culturales indígenas; esta es la vía elegida por el texto "Misión. Etnocidio" (Escobar.-] 989). La otra es recalcar el valor de la cultura indígena: presentarla no sólo como ámbito de despojamiento y marginación sino como escena de creatividad y autoafirmación étnica; como sede de uno de los proyectos más originales e intensos de la cultura mezclada que se produce en el Paraguay. Los indígenas no son sólo los habitantes más explotados y humillados de ese país: son también grandes artistas y poetas, creadores de cosmovisiones, inventores de maneras alternativas de sentir y pensar el mundo.

Según este enunciado, no sólo es necesario condenar la opresión de esos hombres y mujeres diferentes y repudiar el saqueo de sus recursos naturales; también se debe reconocer el derecho de sus .símbolos, esas extrañas formas que sobreviven obstinadamente al asedio de la sociedad nacional resistiendo sus embates o negociando espacios con ella. Este es el camino elegido por "La belleza de los otros" (Escobar:1993) y el que sigue ahora este libro. Aunque lo recuerde a menudo y lo dé por supuesto siempre, no insiste por ello en la presencia ominosa del etnocidio neocolonial y prefiere recalcar las posibilidades expresivas de una cultura que, perseguida y mutilada, seriamente herida, sigue imaginando un derrotero compartido y restañando diariamente las lesiones de su historia profanada.

 

LOS NIVELES

La complejidad de los temas que involucra este trabajo exige a la escritura más de una entrada. Por eso, el texto que los trata está redactado desde tres lugares distintos. El primero corresponde a las notas tomadas en presencia de las ceremonias y otros hechos culturales directamente por mí observados. Algunas de estas crónicas son expuestas en forma de diario de campo, tal como fueron redactadas. El segundo atañe a los informes y relatos de los ishir Ya fue salvado que estas comunicaciones, aunque respetadas en su trama argumental y sus secuencias narrativas, son vertidas en español, según los recursos de esta lengua y de acuerdo a mis propias posibilidades expresivas. El tercero integra consideraciones teóricas acerca de los niveles anteriores. Las notas, apreciaciones, análisis y detalles complementarios adquieren presentaciones diferentes según los capítulos (1) y, siguiendo la tónica general de este libro, no siempre conservan sus perfiles y confunden a menudo sus planos con los de los otros lugares.

La explicitación de las tres dimensiones desde las que trabaja la escritura (observaciones, comunicaciones de los indígenas y consideraciones teóricas varias) no constituyen un recurso literario ni responden a un esquema necesario; significan puntos de orientación para transitar mejor un terreno escarpado (2).

Así, por ejemplo, debido a que en el primer capítulo los comentarios aparecen intercalados continuamente, a lo largo de su desarrollo se los desplaza en su margen derecho a los efectos de facilitar el orden de la lectura. En otros capítulos, la organización del texto promueve que ese recurso gráfico sea innecesario.

Estos niveles equivalen en parte a las tres vías de acceso a los símbolos rituales propuestas por Turner (1980:21): la observacional, la exegética y la interpretativa.

 

LOS ACTORES

Moradores de algunas regiones nororientales del Gran Chaco paraguayo, los indígenas llamados chamacoco por la sociedad nacional y autodenominados ishir (aunque no recusen ellos el otro nombre), integran con los ayoreo la familia lingüística zamuco. Su tradicional economía de subsistencia basada en la caza y la recolección alterna con formas nuevas: fundamentalmente la pequeña agricultura, la artesanía y la changa en los establecimientos y poblados vecinos. Se estima que la actual población ishir incluye aproximadamente mil personas; se encuentran éstas distribuidas en dos grupos: los TOMÁRAHO, tradicionales habitantes de la selva, y los EBYTOSO, históricos pobladores de las riberas del Río Paraguay. Aunque ambos grupos se encuentren hoy viviendo similares procesos de mestizaje y transculturación, la presión misionera fue mucho más fuerte entre los EBYTOSO, lo que determinó la pérdida de valiosas experiencias míticas y rituales. Los TOMÁRAHO, apartados de los circuitos Misioneros a costa casi de su extinción, lograron conservar en forma sistemática un cuerpo básico de mitos y ceremonias que dotan al grupo de fuerte cohesión cultural y desencadenan diversas movimientos reculturativos entre los ebytoso.

Este libro dedica un breve capítulo, el último, a la historia de los ishir actuales, especialmente los TOMÁRAHO, pero prefiere remitir el tema a los trabajos, citados en la bibliografía general, de especialistas como Alfred Métraux, Edgardo Cordeu, Branislava Susnik y Miguel Chase Sardi que se han ocupado de la etnohistoria de los chamacoco y de la situación actual suya en forma competente y detallada.

 

LAS FUENTES

Este trabajo se apoya fundamentalmente en los datos y experiencias provenientes del trato que mantengo con ciertos grupos ishir a partir de 1986. Impulsados por el interés de conocer una cultura inquietante y movidos enseguida por el afán de apoyar sus demandas de tierras propias y libertad de culto, en abril de aquel año Guillermo Sequera y yo tomamos contacto con los tomáraho de San Carlos y los ebytoso de Puerto Esperanza. Una parte de éstos ayudaron a. los tomáraho a abandonar el obraje maderero en donde vivían en condiciones Miserables y trasladarse a una fracción de Puerto Esperanza, territorio ishir

En San Carlos y, posteriormente, en Puerto Esperanza y Potrerito, tuve ocasión de realizar entrevistas a hombres y mujeres de esas comunidades y de levantar un copioso registro de ceremonias y otras prácticas culturales a cuya representación asistí. A lo largo de todos estos años pude además trabajar con informantes tomáraho y ebytoso que viajan esporádicamente a Asunción para realizar gestiones distintas. Dada la envidiable capacidad que tienen los ishir de aprender con rapidez lenguas extranjeras y de hablarlas con soltura, muchos informes fueron expuestos directamente en guaraní o español y no necesitaron por ello de intérpretes; pero, otros tantos, especialmente las narraciones que involucran acontecimientos míticos esenciales, fueron relatadas en ishir y precisaron el concurso de algunos diestros traductores ebytoso (Bruno Barréis, Clemente López y Flores Balbuena). Ciertos informes se basaron en dibujos, algunos de los cuales son publicados en este libro.

Aunque este texto se asoma al panorama general de la cultura ishir, lo hace recalcando la experiencia de los tomáraho por sobre la de los ebytoso. Este énfasis obedece a un doble motivo. Por un lado, los vínculos más estrechos que mantengo con aquéllos me permitieron acceder a una mayor cantidad de informaciones acerca de sus formas rituales, míticas y artísticas. Por otro, y según así queda indicado, muchas de tales formas son observables directamente sólo entre los tomáraho: éstos conservan la Gran Ceremonia anual y, en general un cuerpo importante de expresiones que los ebytoso han abandonado. Cabe no obstante hacer constar que, desde el contacto con los tomáraho, ciertos ebytoso de Potreriro se encuentran hoy embarcados en la empresa de recuperar diferentes prácticas rituales.

Entre las fuentes bibliográficas utilizadas se destacan vivamente las indispensables obras de Branislava Susnik y de Edgardo Cordeu, severos estudiosos de la cultura ishir He recurrido en ciertas ocasiones a consultas personales dirigidas a estos autores, que las contestaron con disposición y paciencia constantes.

 

 

ÍNDICE

Capítulo I: El gran mito// Capítulo II: El arte// Capítulo III: Las pinturas corporales// Capítulo IV: El rito// Capítulo V: Camino de shamanes// Capítulo VI: La historia// Apéndice I: Clasificación de la piezas del Arte Plumario// Apéndice II: Pinturas shamanicas: casos// Bibliografía citada.

 

 

 

 

LA MALDICION DE NEMUR

TICIO ESCOBAR

 

 

 

CAPITULO I

EL GRAN MITO

 

 

            DEL DIARIO DE CAMPO

 

            Puerto 14 de Mayo, 6 de Octubre de 1989

 

            Decidí hoy que, para organizar de alguna manera la narración del Gran Mito ishir, tomaré como punto de partida el relato conjunto que ahora me narran a tres voces Clemente, Bruno y Emilio (ebytoso, los dos primeros; el segundo, tomáraho). Aunque ya estuviera precedida por docenas de versiones enteras, fragmentadas y superpuestas recogidas a lo largo de tres años, esta narración me parece una de las más completas. La tomaré como base, confrontando y completándola continuamente con otras versiones (recogidas por mí o por otros autores) e intercalando comentarios (ajenos y míos) a lo largo de su discurso denso.

            Rectifico: no sé si es ésta una de las versiones más completas, pero quizá las circunstancias en que el Gran Mito es ahora narrado (en pleno escenario de los sucesos y a través de dramatizaciones orales intensas) resaltan su clima espeso y sus nervios intrincados. Jorge, mi hermano, y yo tomamos nota como podemos en Karcha Balut, abierto al río Paraguay y asentado sobre enormes montículos de viejas conchas de caracoles, restos temibles de antiguos festines divinos. Llegamos esta tarde en lancha desde Bahía Negra y estamos esperando a un grupo de tomáraho que a la madrugada vendrá a traernos caballos para conducirnos hasta Peishiota (Potrerito), base actual del asentamiento tomáraho.

            Mientras aviva el fuego, Bruno dice algo acerca de las fuerzas que animan este lugar extraño. Clemente y Emilio cantan largamente agitando sus maracas para aventar sombras, mosquitos y quién sabe qué otros males. El río se ha vuelto una enorme masa de pura presencia oscura. El semilleo seco de las sonajas ha instalado una cúpula de silencio sobre nuestro campamento. Ahora los hombres se sientan en cuclillas y comienzan a pronunciar las palabras verdaderas.

 

 

            PRIMER ACTO

 

            EL PARTO DE LOS DIOSES

 

            Comenzaré por antes del comienzo. Es la siesta; el verano duro del Chaco. Un grupo pequeño, cuyo número oscila según las versiones entre siete y diez mujeres, se ha retrasado siguiendo las huellas de una banda nómade que traslada la aldea a la cual pertenecen ellas. Van riendo y haciendo bromas; son jóvenes y solteras. “Son jútoro”3, interviene Bruno. “Putas”, traduce Clemente sin muchos rodeos buscando el equivalente semántico de un término que, en su cultura, carece de connotaciones peyorativas. Una de ellas, prosigue el relator, siente entre los muslos el roce de un tallo vegetal, se estremece y comenta complacida que la sensación le recuerda una íntima caricia masculina. Curiosas y riendo siempre, sus compañeras comienzan a jalar el tallo pero una fuerza enorme la sujeta desde abajo en sentido contrario. Ellas no se desaniman, recurren al alybyk, el palo cavador que usan las recolectoras, y remueven la tierra hasta encontrar una ahpora, sandía del monte 4, y descubrir, aterrorizadas, que la misma está sostenida por un ser monstruoso que emerge de la tierra entre insoportables gritos (y entre nubes de vapor y de humo y profundas resonancias terrales, según relato anterior o posterior de Flores Balbuena).

            Bruno le interrumpe: «No quiero contradecir a mi padre», dice hablando despacio y tratando de evitar la imperdonable descortesía que para los ishir implicaría hacerlo. «Espero que me corrija él si considera que no estoy en lo cierto, pero según Chupyló, el más sabio entre los cinco maestros que tuve en el tobich (el recinto iniciático), las mujeres estaban sedientas y se detuvieron a buscar una sandía montana. Cuando después de cavar con su alybyk encontraron una, vieron que ésta se hinchaba ante sus ojos hasta adquirir proporciones descomunales. Las jútoro hendieron el fruto con sus palos cavadores y fue de su adentro que surgió el feroz desconocido, en medio de un chorro violento de agua cargada de peces que el recipiente herido soltaba». Si bien dice respetar la erudicción de Chupyló, Clemente prefiere el relato de los tomáraho aunque en el siguiente punto coincida con el de los ebytoso.

            Ambos grupos ishir, en efecto, están de acuerdo en que desde el interior de la tierra aparece un primer personaje provisto de caracteres humanoides pero con rasgos diferentes que dan cuenta inmediata de que se trata de un ser excepcional. Es un anábser, un dios-demonio, un súper hombre monstruoso y un tanto brutal. La identidad de este primer anábser varía según los informantes. La mayoría de ellos, especialmente los ebytoso, asegura que se trata nada menos que del terrible Wákaka, el antropófago, pero algunos otros, especialmente los tomáraho, sostienen que es Houch Ylybyd, el tuerto o, aún, el curandero Wioho, uno de los anábsoro5 bondadosos. Sea quien haya sido el primero en emerger, un grupo de otros tantos anábsoro (equivalente al número de mujeres), brota enseguida desde los subsuelos entre gritos ensordecedores.

            La apariencia de estos seres es imponente y mueve a un aterrado sobrecogimiento. Carecen ellos de rasgos faciales y tienen el cuerpo cubierto de adherencias que recuerdan plumajes espesos, copiosos pelajes, escamas abigarradas o manchas de diseños y colores jamás vistos antes por ojo humano. Aunque sea imposible localizar el lugar desde donde lo hacen, pueden ver a través de las tinieblas más cerradas, respiran y gritan mediante los tobillos y tienen las rodillas invertidas («como los avestruces» dicen los tomáraho), rasgo éste que imprime una especial cadencia a su caminar. Según Cordeu (1984.213) tienen las anábsoro femeninas el sexo ubicado allí donde las humanas guardan el ombligo.

            A partir de estas propiedades comunes, cada cual posee caracteres peculiares que lo hacen diferente: Wákaka dispone de agudos colmillos de piraña gigante; Pohejuvo es falto de brazos pero ve compensada omisión tan grave con virilidades pletóricas; Pfaujata dispara miradas mortales de amarillas llamas heladas; Purt es enano, Manume manco; Holé cuenta con plumas en vez de dedos, Okío, con orejas descomunales y, así, cada cual tiene tal carencia y tal exceso; y tales rasgos propios que lo hacen diferir de los demás y lo apartan por entero de lo humano. Los aderezos que las mujeres y, más tarde, los hombres utilizarán para la representación divina simulan, en verdad, peculiaridades insólitas propias de las divinidades: la cabeza de Ashnuwerta remata en lenguas de fuego que, irradiadas desde el occipital, conforman flamígera cresta y estallan en un haz tiritante de colores; la de Nemur se ve coronada por una copiosa fronda de puras tinieblas y temblores blanquísimos; el cuerpo entero de Apepo se encuentra recubierto por matas vellosas y guedejas crespas y casi todos los anábsoro tienen sienes, cuellos o nucas, cinturas, pulsos o tobillos erizados de espesuras inciertas que lucen como ondeantes melenas de tonos distintos. Cada uno de estos densos apéndices habrá de ser representado escénicamente a través de plumas, así como las manchas, texturas y diseños que encienden y oscurecen, aquietan y enfurecen los diversos cuerpos divinos serán reproducidos mediante las pinturas corporales.

            También los gritos que emite cada cual son diferentes: silbidos intensísimos y entrecortados, lúgubres aullidos, bramidos roncos o inquietantes susurros que perturban para siempre la llanura entera y aún el bosque lejano. Cada cual, por último, dispone de manera propia de andar: unos lo hacen saltiteando ligeramente, otros atropellando en forma agresiva; los hay de trote airoso o de avanzar serpenteante como los hay de paso medido o de vaivén vacilante. Algunos se mueven con dignas zancadas tiesas; algunos, trazando caracoleos y locas gambetas que, por un instante, llenan la escena de livianos torbellinos de pluma y de polvareda.

 

            REFERENCIAS ACERCA DE LOS ANÁBSORO

 

            Publicados en 1917, los estudios de Rudolf Otto acerca de la experiencia religiosa enriquecieron sustancialmente la concepción de lo sagrado en las culturas diferentes, específicamente en las llamadas «primitivas». (V.Otto. 1965). El ser humano enfrenta a veces situaciones que le sobrepasan. Se encuentra, lo advierte entonces, ante poderes ignotos que le remiten a dimensiones sobrenaturales. Otto trabaja el término «numinoso» (numen = dios) como sentimiento ante lo insólito, lo marcadamente diferente, que habrá de promover visiones más intensas y dramáticas de la realidad. Realidad que, en cuanto no se agota en lo meramente natural, se encuentra animada por fuerzas, cruzada por potencias trascendentes, por significados complejos que llenan el horizonte humano de inquietudes y lo definen sobre el fondo de la muerte.

            La experiencia de lo sagrado comienza ante esas situaciones que escapan de lo común, ante momentos que están saturados de significación: que concentran poder. Woso, llaman los chamacoco a ese poder extraordinario, esa energía desbordante y extraña que puede ser adversa o propicia, ese impulso que perturba ciertos momentos o lugares, seres o cosas, los arranca de su banal facticidad y los enfrenta, radiantes, al umbral del sentido. Lo numinoso trabaja con la experiencia de tal poder. Y lo hace en una dirección muy cercana a lo estético, que acentúa la forma del objeto para mentar, de sesgo, el secreto inalcanzable de su doble fondo y de su falta antigua. Apelando a los taimados recursos del artificio y los extravíos del curso poético, tanto el quehacer numinoso como el estético recusan la obviedad de aquel objeto, su presencia ordinaria, su inocencia y su calma. Por eso lo re-presentan: lo ponen en escena con otras luces alumbrado; lo velan y lo enmascaran, lo reflejan, lo sustraen: buscan revelarlo a través de lo que no es. A través de la íntima ausencia que esconde más allá de sí mismo y que lo abre a vínculos ilimitados, a fuerzas ajenas: a poderes que lo arrebatan.

            La experiencia numinosa, como la estética que tan de cerca la acompaña, requiere imágenes y figuras que partan de la apariencia sensible y movilicen la impresión que ésta despierta. Provoca reacciones impactantes y contradictorias: por un lado repele a través del terror que inspira lo insólito; por otro, atrae desde la fascinación que ejerce lo profundamente desconocido. El ser humano quiere huir de las fuerzas oscuras del poder numinoso, pero, simultáneamente, se siente seducido por la belleza peligrosa del enigma y desea participar de su aura extraña.

            Los anábsoro, los esencialmente otros, condensan las potencias numinosas: desbordan poderes extraordinarios y se oponen radicalmente a los mortales a partir de sus raros atributos que invierten los humanos rasgos (y en torno a ciertos aspectos antropomorfos que establecen un espacio común desde el cual ser diferentes). Constituyen, pues, verdaderas divinidades, seres supremos que rasgan el tiempo profano, potentes figuras que obligan a ensanchar el horizonte humano; presencias superiores que reglan y condenan, que angustian, que redimen. Que por un instante calman.

 

 

 

            EL SECRETO

 

            Cuando los anábsoro emergieron del mundo subterráneo, las mujeres cayeron fulminadas por la impresión y la fuerza del woso, el poder que aquellos despedían. Wioho, según informe de Luciano, las hizo volver en sí soplando sus oídos. Los terribles extranjeros las rodearon.

            «No teman», dijo uno de ellos, «no queremos dañarlas sino dialogar con ustedes». Entonces ellos conversaron. Los anábsoro prometieron enseñarles cosas desconocidas y otorgarles poderes nuevos; las mujeres aceptaron conducirlos a su aldea para establecer allí el tobich, el centro iniciático en donde ellas recibirían el adiestramiento divino. Pero, para aprovechar ellas solas las ventajas de la reciente alianza, negaron la existencia de varones y en vez de conducir a los dioses al lut (el caserío) los llevaron hasta un lugar apartado de la aldea.

 

            DIGRESIÓN SOBRE ENGAÑOS

 

            El ocultamiento de la existencia de los hombres ante los anábsoro y la de éstos ante aquellos constituye el primer engaño. Todo sistema simbólico se construye sobre pactos de silencio, escamoteos, tretas y simulacros, pero para las culturas cazadoras el empleo del ardid que confunde y que distrae tiene un valor especial: el cazador enfrenta su astucia a la del animal; el que mejor engaña gana. Del empleo ingenioso de trucos, trampas y señuelos, camuflajes y celadas, depende la continuidad de una comunidad selvática. Pero la sobrevivencia también depende de la capacidad de engaño que tienen los indígenas ante la prepotencia invasora del hombre blanco: ante éste aquellos simulan y disimulan, timan, se mimetizan y enmascaran, se sustraen. En las relaciones difíciles que mantienen los seres humanos entre sí y entre ellos con los dioses, la palabra es un arma poderosa: mediante ella se impone la norma y el silencio, se batalla y se negocia, se engaña.

            Cuando el grupo de anábsoro y mujeres, conducido por éstas, llegaron hasta un claro abierto entre algarrobos, allí -no se sabe cómo- ya estaba esperando Ashnuwerta. La Gran Diosa del Resplandor Rojo, la Señora de los anábsoro, se encontraba rodeada de su séquito femenino y de un numeroso grupo de nuevos anábsoro, brillantes en sus texturas sin nombre y en sus colores rojos, blancos y negros, trémulos en sus pelambres y sus plumajes sobrenaturales; relucientes de puro poder extraño. Sumidos, ahora, en un silencio cargado de estruendos infinitos que llenaban de inquietud las llanuras y el río, el monte entero, los pantanos.

            De inmediato comenzaron a preparar el espacio en donde tendría lugar la iniciación originaria. Según había relatado Luciano con voz ronca otra noche zumbante de calor y de mosquitos en San Carlos, el recinto secreto que serviría de base al adiestramiento esencial (el llamado tobich) fue establecido hacia el oriente en Nymych-wert (etimológicamente: «la tierra roja»), un sitio ubicado sobre el gran río (el Río Paraguay) en Karcha Balut, en el lugar llamado hoy Puerto 14 de Mayo, a unos veinte kilómetros al sur de Bahía Negra. «Karcha Balut» significa literalmente «el gran conchal»: allí los anábsoro se bañaban y comían (¿comen?) pirañas y caracoles. Los fragmentos óseos y cerámicos que hoy se encuentran en esa zona, así como los millares de grandes conchas que apretadamente conforman su suelo, hablan de banquetes divinos y conservan el aura peligrosa de sus desmesuras.

            En el claro de un bosque pleno fue instalado el primer harra, el círculo ceremonial en donde se representarían las danzas sagradas. Para algunos relatores tomáraho este harra primigenio estaba ubicado a cuarenta o cincuenta kilómetros del tobich originario, hacia el poniente, en un lugar llamado Nahyn. Para los ebytoso, tal sitio se llamaba Moiéhene y correspondería al lugar hoy denominado Caacupé y situado a 120 km. de Bahía Negra. Ayudadas por los anábsoro las mujeres abrieron un camino recto y limpio entre el recinto iniciático secreto, el tobich, y la escena de la actuación ceremonial, el harra. Ellas escardaban el monte y arrancaban las raíces laboriosamente con instrumentos recién aprendidos. Los forasteros lo hacían sin ningún esfuerzo con sus meros pies y manos, empujando con ellos las malezas, hierbas y arbustos espinosos, tumbando palmas y algarrobos y cavando y rellenando con sus dedos durísimos, o lo que tuvieren a guisa de ellos, el depich, el sendero secreto que uniría a los ishir con los dioses y los volvería plenamente humanos.

            El tobich es la casa del verbo, la sede del mito. Pero también la antesala de la imagen. En su espacio hermético se aprontan las representaciones que ocurrirán en el harra. En el tobich se enseña y se discute, se norma y se controla: allí cantan y oran largamente los shamanes y organizan hasta el mínimo detalle escénico los maestros de ceremonias; allí se ayuna y se come sólo ritualmente, se aprenden los métodos de la purificación y el valor del silencio, se trabaja la memoria y el olvido, se sufren pruebas severas para templar el espíritu y el cuerpo y se escucha con la mente abierta para alcanzar la sabiduría o rozarla al menos, que no es poca cosa el hacerlo cuando se está aún creciendo.

            El depich mítico, el camino entre el tobich originario (ubicado sobre el río) y el primer harra, el círculo de la representación ritual (abierto en medio de la selva) era muy largo y penoso de recorrer. Entonces, los anábsoro inventaron un mecanismo para abolir la distancia. Soplando con fuerza la tierra, instalaron en una y otra terminal del sendero un poderoso resorte llamado nepyte o wyrby. De modo que, para trasladarse de uno a otro sitio bastaba con dar un pequeño salto sobre el dispositivo citado e impulsarse desde él: el traslado era fulminante e instantáneo: Los anábsoro y las mujeres aparecían en uno y otro sitio sin esfuerzo alguno.

 

            COMENTARIO SOBRE DUALIDADES

 

            La dualidad monte-río desempeña un papel importante dentro del pensamiento chamacoco en cuanto ilustra bien dos figuras básicas suyas. Por un lado, marca la diferencia: Los sofisticados mecanismos que construye la sociedad para elaborar los juegos de identidad-alteridad. Por otro, sirve de eje a juegos varios de posiciones contrapuestas o cruzadas: las posturas opuestas están enfrentadas pero también pueden pactar y asociarse y aún pueden neutralizarse a través de diversos dispositivos de equilibrio y nivelación. En principio el otro es mi «contrario», pero puedo negociar con él a través del «intercambio de palabras» y concertar un acuerdo de compañerismo y apoyo recíproco que nos convierte mutuamente en ágalo, asociados. Para el pensamiento chamacoco, pues, las contradicciones no se resuelven a través de síntesis (en el sentido occidental, hegeliano, del término); los términos opuestos pueden aliarse, convertirse en eternos adversarios o, sobre todo, compensar las asimetrías que genera la diferencia a través de un enrevesado sistema de prescripciones sociales, rituales, estéticas y míticas que, generalmente, combinan todas las variables recién señaladas (concertación, choque y equilibrio). Pero la diferencia también puede ser negada, ya que no abolida, a través de eficientes mecanismos culturales: puede ocurrir que, provisionalmente o no, uno de los polos en tensión asuma los poderes del otro; se identifique con él y ocupe su lugar, o parte de él, aunque nunca termine de disolverse en su opuesto (figura llamada cet).

            El esquema básico de la lógica chamacoco es ciertamente binario, pero su propio movimiento complejiza este modelo hasta niveles increíblemente refinados. Y lo hace a través de astutos mecanismos de pactos, enfrentamientos, compensaciones y contrabalanceos cruzados: el pensamiento, el mito y la propia organización social chamacoco se construyen ascendiendo en espirales complicadísimos de sucesivas instancias que buscan resolver las controversias que ellas mismas van generando a su paso enrevesado. Por eso es difícil calificar meramente de «dualista» a cultura tan elaborada. En primer lugar, por la ya referida complejidad que adquiere en el interior de esta cultura el interjuego de los opuestos. Pero también porque pueden plantarse en ella tantos ejes de antagonismo y trazarse tantos diagramas de equivalencia y contradicción que unos y otros terminarán confundidos en una maraña de entrecruzamientos en cuyo adentro enredado será difícil definir el lugar de las posturas buscadas. A los efectos de una mejor orientación vale, pues, considerar las dicotomías formales toda vez que no se les otorgue un lugar estable y definitivo ni se les dote de una carga sustantiva.

            La disyunción establecida entre el río (tobich) y el monte (harra) se relaciona con la diferencia entre los ebytoso, que se autoconsideran ribereños, y los tomáraho, que se autodenominan «monteses». En muchos de los juegos y enfrentamientos rituales ishir, así como en clasificaciones de anábsoro y de shamanes, la distinción entre «los del monte» o «los del río» define al ocasional contendiente, al enemigo o, simplemente, señala el término inverso de una relación conflictiva cualquiera. Al ubicar tobich y harra en lugares de signo contrapuesto se enfatiza la diferencia; al establecer un camino y un mecanismo que permite salvar la distancia; se instaura una mediación con los otros hombres y con los dioses. Hoy, dice Emilio, los blancos redujeron el mapa del Chaco: tobich y harra están ubicados a menos de un kilómetro de distancia entre sí y se ha olvidado el secreto del resorte, aunque algunos shamanes uránicos aún lo utilizan con cierta frecuencia.

 

 

 

            DEL DIARIO DE CAMPO

 

            Puerto Esperanza, 16 de Agosto de 1986

 

            Estamos sentados sobre un tronco en el tobich de San Carlos.

            Ante la presencia aparentemente distraída de Palacio Vera, Emilio Aquino dibuja en la arena el mapa ritual: un círculo pequeño es el tobich, otro más grande, el harra; entre uno y otro traza cuidadosamente dos líneas paralelas que representan el depich, el Camino del Saber y del Silencio, que ahora se ha reducido, dice, pues ya no existe el resorte que arrojaba a los anábsoro y las mujeres como impulsados por catapultas. Una bandada estridente de aves planea sobre nosotros y se hunde en un árbol que, por un instante, queda jadeante y tembloroso. «Kuréeky» (loros), comenta lacónicamente mí informante sin levantar la vista, «antiguamente los loros eran personas agoreras, pertenecían al grupo de los tahorn (miembros de cierto clan). Sus gritos anuncian que termina un momento y comienza otro: algo especial ocurre en el tiempo cuando canta así una bandada de kuréeky» sentencia, calla. Prosigue su historia. Su no-historia. El dibujo ha sido cubierto por las sombras prematuras del duro invierno chaqueño.

 

            ACERCA DEL PODER DE LA BELLEZA

 

            Una noche ocurre algo especial. Se hallaba ya instalado el wyrby, resorte que facilitaba el traslado entre ambos extremos del terreno ritual y las mujeres, que habían atravesado la distancia sin los estorbos de una larga marcha, se encontraban ahora rodeando el harra, la escena ritual. «Entonces ocurre algo especial», repite Emilio: por primera vez los anábsoro realizan su gran ronda ceremonial ante la mirada humana. El espectáculo es sobrecogedor. Las mujeres quedan aterradas, primero; subyugadas y excitadas, después. Los hombres, que espían desde detrás de frondas espinosas y oscuridades distintas, se encuentran demasiado espantados como para pensar siquiera en acercarse: escuchan desde cada vez más lejos el estallido de las pompas numinosas que concentran en el círculo todos los ruidos posibles del universo e intensifican los colores esenciales hasta volverlos cifra de fuego y de sangre, de la oscuridad más radical, del silencio absoluto.

            Bruno afirma que la primera representación fue la de los terribles Wákaka, seguidos ellos de los bondadosos Wioho que hacían de contrapunto. Clemente y Emilio aseguran que fue la misma Ashnuwerta quien, rodeada de su cortejo de fulgores colorados, irrumpió por primera vez en el círculo ceremonial en medio de un coro de gritos que, como una bandada de loros, desgarraba el tiempo primigenio. Sean quienes hayan sido los primeros actores, ellos estaban escoltados por sus respectivos séquitos y seguidos por las mujeres, los primeros seres humanos que participaron del secreto oscuro que renueva el tiempo.

            Durante los días siguientes, esa participación abrió posibilidades diversas a las mujeres. Por una parte las grandes madres anábsoro les enseñaron el uso de técnicas y utensilios que serían desde entonces característicos suyos. Kaiporta les instruyó en el arte de la recolección y les proveyó del alybyk, el palo cavador, instrumento propio de las mujeres (los hombres, que utilizan versiones más grandes de esta herramienta, confeccionan la de uso femenino con maderas duras de guayacán o palosanto pero una vez que la entregan a ellas, jamás ya podrán tocarla: así, simbólicamente, se van cruzando y compensando las distribuciones de tareas). Por su lado, Pfaujata, la temible Aracné chamacoco, les donó el caraguatá y les enseñó a utilizar sus fibras para confeccionar con ellas prendas indispensables para la cotidianeidad doméstica y el atuendo ritual. Por otra parte, los anábsoro varones sedujeron a las mujeres con la potencia de sus voces y la belleza de sus colores y sus apariencias ignotas. Y, así, ellas fueron espaciando cada vez más las furtivas visitas que hacían a sus maridos e hijos con el pretexto de traer alimentos hasta que terminaron instalándose definitivamente en el tobich y se volvieron amantes de los dioses.

 

            CUESTIONES SOBRE EL CONOCIMIENTO DE LO DIVINO

 

            Cordeu (1991 .a:1 17) considera que las mujeres míticas se encontraban en una situación desventajosa en lo relativo a su acceso al conocimiento de lo divino. Los hombres lo habrían abordado mediante el eiwo, la reflexión intelectual, mientras que aquellas habrían conocido lo sacro a través de los aspectos más superficiales de la percepción (la imagen, los brillos, los colores, la apariencia de los anábsoro). Sin embargo, es probable que para la cultura chamacoco (supongo que para la cultura a secas) la experiencia estética, la vía de la percepción sensible, sea tan importante como la de la razón para aspirar a un conocimiento superior de las cosas (la forma, según queda visto constituye un momento esencial del acceso a lo numinoso). Y, quizá, la cultura ishir reserve a los hombres un acercamiento de tipo más discursivo y a las mujeres una aproximación más figural: para la comprensión del mito el destello del verbo es tan importante como el concepto que él apaña. Que lo protege de cualquier asalto directo; de cualquier intento de aclarar el fondo de una cuestión que no tiene fondo. Los dioses despliegan un repertorio imponente de imágenes hechas de contrastes, de las texturas y los tonos de la piel, la terrible levedad de las plumas, el tableteo fulminante de los gritos que derriban aves y levantan conciertos de truenos subterráneos, acuáticos, celestiales cuyos ecos retumban hasta los confines del Chaco.

            Todas estas dramáticas figuras que donan los anábsoro a los chamacoco son tanto o más importantes para su plenitud humana que la vía despejada que el saber les abre. Para los indígenas, el mito no contradice el logos; le acerca argumentos indispensables de los que éste carece. El deslumbramiento de las mujeres por la forma y el consiguiente ayuntamiento de ellas con los dioses promueven el acceso a otro momento, necesario aún para terminar de sellar el pacto de alianza: el de la imitatio dei. Las mujeres debían identificarse con los dioses, convertirse a su imagen y semejanza. Los chamacoco llaman cet a ese mecanismo retórico por el cual un ser adquiere los poderes de otro asumiendo rasgos suyos. El cet es el juego de la identificación que, menta a su vez, la extrema diferencia que debe ser asumida.

 

            OCULTAMIENTOS, REVELACIONES

 

            Para parecerse a los anábsoro y adueñarse, así, de sus facultades sobrenaturales las mujeres fueron enseñadas a disfrazarse de ellos. Entonces, a la hora de ingresar en el círculo de las ceremonias, pintaron ellas sus cuerpos con listas, círculos, manchas y figuras variadas, y usaron colores distintos recurriendo a cenizas, polvos de carbón, jugos vegetales y minerales de tonos sangrientos. Y, para simular los extraños pellejos divinos cubrieron sus cuerpos con plumajes de avestruces y de loros, de patos bragados, cigüeñas, flamencos y espátulas y con rudos tejidos de caraguatá e hirsutas pieles de oso hormiguero. Y usaron máscaras que escondieron sus caras humanas; y semillas bárbaras del monte y pezuñas animales colgadas de las muñecas, los tobillos y las cinturas para remedar los sonidos crujientes que levantan los dioses al danzar. También aprendieron a gritar.

            Hasta entonces, no sólo los anábsoro ignoraban la existencia de los varones; tampoco éstos conocían la verdad del suceso que habría de cambiar sus vidas. Pero lo intuían. Les resultaba extraño, en verdad, el movimiento de las mujeres. Y, posiblemente, los ánimos de ellas, que debieron haberse alterado a partir del trato divino. Cierto día, un joven, intrigado al descubrir las alimañas que una viuda llevaba consigo (para alimentar el apetito sobrenatural de los visitantes), decidió seguirla en secreto. Susnik no descarta la posibilidad de que el espía haya sido el propio Syr, el proto-cacique ishir (1995:189). Lo cierto es que un chamacoco descubrió el engaño y lo reveló a sus compañeros. Y que ni aquel ni éstos se atrevieron a acercarse a los terrenos ocupados por esos forasteros insólitos que ellos habían divisado desde lejos. Y que no sólo no intervinieron para desmontar el fraude sino que, por puro miedo a los seres desconocidos, los hombres habrían llegado a volverse cómplices de quienes los timaran. Según Emilio, en efecto, a escondidas ellos acercaban carnes, mieles y frutos a sus mujeres mientras éstas pasaban los días absorbidas por los afanes del aprendizaje iniciático y los deleites del esplendor ritual y los amores olímpicos.

            Pero ni siquiera en los mitos la armonía plena puede durar demasiado. En la aldea, desconocida por los dioses, un hombre se encontraba en apuros: su mujer, por aquellos trajines totalmente embebida, había olvidado su prosaica obligación de regresar cada tanto al poblado para amamantar a su niño. Como el hombre no podía llegar hasta el tobich pidió a la hermana de su esposa que fuera hasta donde se encontraba ésta para recordarle su deber de madre y requerir su presencia en la aldea. Pero ni el hambre del hijo ni los reclamos del marido pudieron contra el entusiasmo de ver a Kaimo prepararse para entrar a escena. Es que los abigarrados colores de la piel de Kaimo hacen de él uno de los anábsoro más impresionantes. «Ella estaba muy enamorada de sus colores» explica Clemente. Y así hechizada por el complicado juego de tonos que cubría el cuerpo poderoso, cometió la imprudencia de exigir que trajeran al niño hasta donde ella estaba («de aquí no me moveré», habría dicho a su hermana). Ni siquiera la ansiosa succión del niño, que hasta ella fue llevado con asustada premura, logró distraerla de su arrobamiento: lo sostenía ladeado en posición indebida, sin atender que el pypyk, el pañal de caraguatá se iba deslizando hasta caer al suelo y dejar al descubierto su pequeño sexo ante la mirada atónita de los anábsoro. Así conocieron los dioses la existencia de los varones ishir. Así se descubrió el primer engaño. La versión de Bruno, que es, en general, la de los ebytoso de Puerto Esperanza, no difiere mucho en la narración de este suceso: fue el orinar del niño lo que permitió a los anábsoro advertir el fraude; el arco que describía el líquido al ser expulsado indicaba claramente que procedía de un varón.

            Los anábsoro quedaron furiosos. Luego de cabildeos y largas discusiones mantenidas entre sí en el centro del tobich, las mujeres fueron convocadas y obligadas a revelar la existencia de los varones. A partir de este momento del relato, Ashnuwerta comenzó a cumplir una función fundamental. Y lo hizo ordenando que todos los nagrab, los varones adultos, se presentaran esa misma noche en el recinto sacro.

            Tal era el terror de los hombres, que sólo forzados por sus mujeres accedieron a hacerlo. Fueron llegando uno a uno en silencio y con la mirada baja. (Luciano cuenta que los varones eran conducidos en pequeños grupos de dos o tres individuos cada noche durante el ritual). Así, como si la tarde hubiera sido rasgada por una bandada ruidosa de loros, comienza otro acto.

 

            ACERCA DE LA DIVINIDAD DE LOS ANÁBSORO

 

            Se viene sosteniendo a lo largo de este texto que los anábsoro tienen legítimo rango divino. Ahora bien, ¿a qué clase de deidades corresponden? Jensen (1982) define tres tipos ideales de dioses predominantes en las sociedades tradicionales: los Señores de los Animales, propios de las sociedades cazadoras; los dioses uránicos, de las pastoriles y los dema-dioses, de las agrarias. Según queda señalado, las selvas y llanuras chamacoco están pobladas de Señores de los Animales, pero éstos pertenecen a una dimensión diferente a la de los anábsoro, aunque se crucen con ellos algunas veces. Considerando la clasificación de Jensen sólo en su esquema formal, Cordeu estima que los dioses ishir resumen los dos últimos prototipos divinos. «Se puede hablar», dice, «de una modalidad típica similar en parte a los dioses uránicos...y de una modalidad dema, que se asemeja estrechamente a los dema-dioses...» Aunque se distingan de ellos por su ausencia de responsabilidades cosmológicas y antropogánicas, los anábsoro se parecen a los altos dioses uránicos «en su rudeza y su terribilidad, (así como) en la naturaleza moral de sus acciones y mandamientos....» (Cordeu.1984:257)

            Jensen considera rasgos esenciales de los dioses-dema: 1. Su actividad desarrollada al final del tiempo originario (que deja como fruto los dones culturales y la conciencia de la muerte). 2. Su sacrificio a manos de los hombres de ese tiempo. 3. Su alejamiento en cuanto deidades (sólo siguen activos a través del orden impuesto por ellos a los mortales) y 4. La obligación moral de los seres humanos de recordar la actuación divina representando ritualmente los acontecimientos del tiempo originario. (Jensen.1982:110 y 140). Las similaridades de estos rasgos con los de los anábsoro son evidentes.

 

 

            DEL DIARIO DE CAMPO

 

            Puerto Esperanza, 18 de Agosto de 1986

 

            Palacio Vera me habla hoy sobre el momento en que Ashnuwerta comienza a adquirir un perfil más definido. Parece ser que las relaciones con los varones exigen la entrada en escena de esta Súper Mujer; de hecho ella termina vinculada íntimamente con un caudillo chamacoco llamado Syr. Palacio habla casi sin expresión con la mirada ausente durante largo rato. Me preocupa que mi traductor, Clemente en este caso, deje pasar tanto tiempo sin intervenir pero las señas de asentimiento y las pequeñas correcciones o acotaciones que hace Palacio (que parece entender bien el guaraní aunque se rehúse a usarlo para pronunciar las «palabras pesadas») me tranquilizan. Además, sé que los chamacoco tienen una increíble capacidad de manejar la palabra: la retienen con facilidad y la vierten con soltura envidiable. Ahora la selva cercana hierve de calor y de sonidos confusos. Ahora comienzan a crecer las sombras de los árboles. Los dos indígenas callan y me miran. La cortesía les impide levantarse antes que su huésped pero esperan que yo lo haga y les deje tranquilos ya. De cualquier modo, pronto ya no podré escribir.

 

 

            TIEMPO DE ASHNUWERTA (LAS PALABRAS Y LAS COSAS)

 

            «Los ebytoso confunden las cosas», había dicho Palacio Vera en el tobich de San Carlos (el viejo shamán se niega a hablar de lo esencial si no lo hace en el tobich). En verdad no fueron las mujeres quienes llevaron a los ishir ante los anábsoro. Fue la propia Ashnuwerta quien salió al encuentro del más valiente de los hombres y le exigió que trajera a sus compañeros. El se llamaba Syr. Era un pylota, un guerrero-cazador de palabras fuertes y claras. Llevaba sobre la frente la guirnalda de piel de jaguar, insignia arrogante de los jefes respetados por su arrojo y su lucidez. Syr animó a los asustados hombres y todos juntos se presentaron ante los anábsoro.

            «A partir de ahora y para siempre, ustedes ocuparán el lugar de las mujeres, quienes serán expulsadas del tobich». Las palabras de Ashnuwerta no admitían, no admiten, réplica alguna porque son las originales: Ishir poruta uhuló, dice Luciano ("dichos de quien antecede a los humanos"). Sin objeciones, pues, ellas se retiraron a la aldea y cedieron sus lugares privilegiados a los nagrab.

 

            REFERENCIA SOBRE ASHNUWERTA

 

            Ashnuwerta representa el modelo ejemplar, la quintaesencia de los anábsoro. Como toda deidad superior condensa diversos paradigmas y articula sentidos distintos, intensos. Encarna el concepto chamacoco de oposición como diferencia entre dos términos que puede resolverse básicamente mediante palabra (y conducir a la alianza) o mediante colisión (y llevar al conflicto). Pero, según queda señalado, existen otras formas de desenlace: la mediación y el desdoblamiento, el desplazamiento, la identificación. Ashnuwerta compendia todas esas formas de consumación del encuentro. Por una parte actúa como aliada: ella es la Gran Madre favorecedora de los ishir, la Maestra, la Dadora de las Palabras; es ella quien instituye el orden cultural, quien instaura el símbolo. Y es, por cierto, una aliada poderosa: se desempeña como Anábsoro Lata, es decir como madre, patrona o ama de los anábsoro, considerados éstos sus ebiyo, sus hijos o subalternos. Cordeu (1990:167) critica la traducción de las relaciones lata/ ebiyo como «madre/hijos», en el sentido que utilizan Baldus y Susnik y que les lleva a hablar de Ashnuwerta como Proto-Madre ishir. Pero es indudable que, aunque no sea el único, hay un fuerte sentido de filiación en esos términos: los chamacoco traducen lata como «la mayor», «la principal», pero también como «la madre». Lo importante es recalcar el sentido figurado en el uso de «las palabras grandes»: no creo que los chamacoco incluyan las acepciones biológicas de la maternidad entre las notas del término en cuestión. Pero es indudable que subrayan retóricamente sus aspectos de superioridad y de poder así como las ideas del respeto que la madre infunde y la protección que dispensa.

            Pero Ashnuwerta es también un ser temible. En cuanto Señora del Agua y del Fuego puede ocasionar, y lo hace, pestes y catástrofes (como la inundación de las aguas del hoy llamado Río Paraguay, provocada para vengar a los anábsoro; este desastre ocasionó la muerte de los jóvenes novicios durante la primera ceremonia iniciática del nuevo tiempo). Ashnuwerta es Madre de los Pájaros de la Lluvia Benigna pero también Señora de la Tormenta Azul Oscura (Susnik. 1995:197-8). Y es ella quien, antes de abandonar la tierra, otorgó al implacable Nemur la misión de castigar el incumplimiento de sus palabras e instaló para siempre una sombra trágica en el ánimo colectivo.

            Este carácter dual de la deidad, que hace que Cordeu la considere un resumen de las cualidades positivas y adversas de los anábsoro, se expresa en los desdoblamientos que puede sufrir su figura. A veces se transforma en animal y en ser humano para salir al encuentro de aspectos que rebasan su propia divinidad. Asociada al color rojo, Ashnuwerta se convierte en su opuesta, en Ashnuwysta la oscura: ambas son cara y cruz de una misma entidad y marcan el contrapunto entre lo mítico y lo ritual, el don y el castigo; entre el resplandor flagrante del numen y su lado nocturno, entre la fuerza luminosa de la imagen y el sombrío poder del grito (Ashnuwysta, en su fase de Hopupora, aparece sólo en ocasiones rituales, siempre en medio de la oscuridad y únicamente a través de sonidos).

            Ashnuwerta significa, por eso, un gran nexo universal; actúa como el prototipo de la acción mediadora. A través de su complicidad con los ishir, su unión con el humano Syr y su metamorfosis en Arpylá la Mujer-Ciervo, vincula lo femenino y lo masculino, lo humano y lo divino, lo simbólico y lo natural. Conecta lo terreno y lo celestial desde su relación con la Vía Láctea (en cuyas cercanías instala su morada y con cuya figura se identifica ritualmente, según se verá). Enlaza en un nudo raro el mayor poder divino con la máxima potencia humana mediante el breve cruce de su camino con ciertos rumbos shamánicos: ella es protectora de determinados konsáho de la lluvia y es su casa uránica albergue de las «almas shamánicas invencibles» (Susnik.1995:200).

            Obedeciendo las órdenes de Ashnuwerta, los hombres comenzaron a participar en el debylyby, la Gran Ceremonia mediante la cual los dioses renovaban cada día los vínculos que unen entre sí a todos los seres y convocaban los favores esquivos del cielo, de la tierra profunda, los bosques y las aguas y afirmaban el carácter permanente de las palabras de la diosa y el valor sin tiempo de sus mandamientos. Los hombres comenzaron a acompañar a los anábsoro en sus rondas por el harra y a aprender los gritos, los movimientos y los gestos suyos. Y a copiar sus apariencias: ahora eran ellos quienes debían enmascarar sus rostros y pintar sus cuerpos y cubrirlos de pieles, plumas y tejidos para imitar el aspecto sagrado.

            La entrada en el círculo ceremonial suponía no sólo la identificación (cet) con los dioses a través de recursos escénicos; requería, además, el inicio de un complejo proceso de aprendizaje capaz de promover el crecimiento de las facultades humanas. Por eso, los hombres accedieron también a los misterios iniciáticos impartidos en el tobich. Y así aprendieron el nombre de cosas y seres desconocidos y supieron cómo manipular las fuerzas que los animan y cómo acceder al eiwo, el entendimiento, facultad valorada por los ishir como uno de los dones preciosos que otorgaran los dioses.

 

            REFERENCIA SOBRE EL CONOCIMIENTO

 

            El entendimiento, la capacidad analítica, promueve un conocer discriminado acerca de las cosas. Ahora los ishir saben distinguir, clasificar, oponer. Con la diferencia surgen las reglas: Ashnuwerta introduce los cánones y los códigos que rigen la convivencia, los tabués, las reglas de la etiqueta social, las formas del rito, el orden del sexo, las prohibiciones. Y con la restricción surge el deseo. Y con el deseo, el arte: el símbolo, la cultura toda. Ahora las cosas portan significados; se cargan de enigmas y de opacidades, se vinculan entre sí en relaciones arbitrarias, remiten a la memoria y al sueño, se llenan de poderes, promesas y amenazas: se vuelven bellas, temidas, codiciadas. La teoría del conocimiento ishir supone un largo camino hacia la comprensión de ese misterio de las cosas. Cada objeto, cada ser, en cuanto inserto en un orden simbólico, guarda una potencia, un lado oculto que puede ser revelado y asumido. El mundo, por eso, es una escena poblada de fuerzas desconocidas, potencialmente aliadas o adversarias según se sepa o no acceder a algún sentido profundo suyo. Muchos secretos pueden ser accesibles mediante la observación y el esfuerzo de pacientes estudios; otros, a través del intercambio de palabras o de revelaciones, generalmente oníricas. Los más sabios son los más poderosos: saben usar, neutralizar o desviar el poder de las cosas; los shamanes son los sabios por excelencia: conocen el fondo de los hombres, de las cosas y los fenómenos naturales y pueden, por ello, asumir sus energías.

 

            DONES

 

            Pero el conocimiento también se aplica a las prácticas y las normas de la subsistencia. Si las diosas habían enseñado a las mujeres técnicas relativas a la recolección, los dioses instruyeron a los hombres en el uso de procedimientos ligados a la caza. Los ishir primitivos tomaban un animal sin sistema alguno que organizara su búsqueda, seleccionare su especie y reglare su ingestión. Pero, a partir del nuevo tiempo, hombres y anábsoro se internaron en pares en los bosques. Si en el tobich se instruían acerca de las «palabras superiores», en el monte comenzaron a conocer el secreto de la supervivencia ordenada. Los ishir aprendieron a identificar el rastro confuso de las tortugas y el terrible olor del jaguar; fueron adiestrados para convocar las delicadas carnes del oso hormiguero; supieron de técnicas especiales para descubrir iguanas de pieles sedosas y pecaríes de cerdas ásperas, para asir resbalosas anguilas arrancándolas del lodo tibio de ciertos pantanos.

            Los anábsoro gozaban de cualidades propias que les permitían tomar los animales que quisieran sin necesidad de usar estrategia o arma de caza alguna. Sus gritos poderosos, lanzados como rayos desde sus tobillos, abatían las presas en forma fulminante. Susnik escribe que ellos derribaban aves, saurios y bestias varias apuntándolos con el dedo y gritando. Pero Bruno asegura que ese gesto estaba meramente dirigido a desorientar a los humanos, quienes no debían saber que el poder provenía de los tobillos de los dioses, único punto vulnerable suyo. Como los hombres no podían adquirir facultades divinas, entonces los anábsoro les instruyeron en el uso de tácticas y armas de caza (tal cual las anábsoro habían instruido a las mujeres en lo relativo a la recolección). Les enseñaron a embretar al ciervo construyendo cercados, a forzar al armadillo a que abandonare su guarida empujándolo con lanzas o llenando el cubil con agua y a expulsar a los conejos de sus madrigueras rodeando éstas de inexorables tenazas de fuego. Les enseñaron a utilizar trampas, antorchas y camuflajes hechos con calabazas para atrapar patos, disfraces de palma para engañar al astuto avestruz, represas y redes para recoger los peces esquivos, señuelos sonoros para confundir y atraer al jabalí.

            También para compensar la desventaja de las humanas flaquezas que impedía cazar como lo hacían los dioses, éstos les proveyeron de instrumentos específicos: según versiones recogidas por Susnik el gran arco fue adjudicado por el Anabser Butïte (Tiribo, para los tomáraho); los garrotes-macanas, por Kaimo; las hachas, por Dúkusy; la larga lanza con el scalp emblemático, por Ho-Ho mientras que fue Ashnuwerta personalmente quien enseñó el uso del fuego por eslabón, puesto que los hombres primitivos lo producían utilizando piedras (aut.cit.1957:17). La propia presencia de la diosa recuerda el resplandor y el color de las llamas en la aureola de plumas que incendia su cabeza y en el tono rojizo de su túnica tejida con rudas fibras del monte. (Según Luciano, el nombre de Ashunuwerta, que conviene en lo posible no pronunciar, significa literalmente «La de la cresta -o la diadema- colorada»: Bruno lo traduce como «La del resplandor colorado»).

 

            BREVE INCISO SOBRE VIDA PRIMITIVA

 

            En el origen del tiempo, o antes de él -antes de la llegada de los dioses, al menos- los seres humanos vivían una existencia gris y desteñida, una vida indiferenciada carente de hitos y por entero falta de rumbos. Desconocían métodos y técnicas, ritos y formas sociales. No cantaban ni danzaban. Cazaban, sí, pero lo hacían a la deriva, desorganizadamente, sin contar con tácticas ni instrumentos adecuados, sin ordenar las búsquedas ni restringir mediante tabúes el consumo de las presas. Recolectaban automáticamente sin saber qué frutos convenía tomar y qué destino adecuado darles. Era una pura vida orgánica, una existencia de segunda. La vida, el amor y la muerte eran para los os póruwo, los hombres primitivos, neutros procesos físicos carentes de enigmas y de misterios, desprovistos de belleza, del brillo intenso del asombro y el deseo. Los dioses ishir no crean de la nada la naturaleza; lo que hacen es instituir el sentido, introducir la palabra y la ley, los símbolos: la necesidad de ordenar la vida para asumir la muerte.

            Las tácticas de caza y el uso de armas, recién enseñados por los dioses, podían haber causado un descalabro ecológico considerable. Entonces Ashnuwerta instituyó prescripciones, métodos y figuras que impidieran el ecocidio racionalizando la distribución de los alimentos y regulando la caza. Tanto los tabúes alimenticios como las complejas reglas de la etiqueta social, la ceremonia y las instituciones clánicas restringen sabia y rígidamente lo que conviene cazar y comer y establecen las condiciones en que cabe hacerlo. (Hay otra institución mítica fundamental que promueve la utilización equilibrada de los recursos del hábitat: la figura del Señor de los Animales. Cada animal tiene su dueño, -o bien su balut o «su abogado», su «cabezante», como traducen hoy los ishir- que simultáneamente facilita la caza y sanciona severamente sus excesos).

            «Iniciandos y maestros salían al monte en varias yuntas compuestas de un hombre y un dios cada una», repitió Palacio. Estaba refiriéndose a que entre unos y otros se había establecido la camaradería iniciática -guerrera-cazadora-ritual: ambos devienen entre sí ágalo. (Es decir, se vuelven mutuamente contrapartes de una formalizada sociedad masculina; se tornan compañeros, aliados, casi diría cómplices. La figura del ágalo tiene un peso importante en el ámbito de la cultura ishir. El pacto de alianza que supone esa institución quedó sellado en el mito no sólo con la presencia de los varones en el círculo ceremonial sino, también, con el intercambio de comidas y la participación en el Gran Juego. La relación de alianza, a pesar de -o gracias a- la diferencia y la oposición entre hombres y dioses, se expresa bien en el enfrentamiento de ambos en la competencia ceremonial de la pelota. El póhorro, que así se llama el juego, significa tanto compañerismo como rivalidad, vínculo como contrariedad, momento lúdico como tiempo sagrado, y constituye una apasionada metáfora del ideal chamacoco de la compensación -ya que no de la conciliación- entre dos términos de signo opuesto).

            Resulta que, según los informantes ebytoso, hombres y anábsoro tenían regímenes alimenticios contrapuestos. (Básico cuadro de oposiciones binarias, tan caro a la lógica chamacoco). Mientras aquellos comían peces, carne de caza y frutos del bosque, los dioses se alimentaban de caracoles y diferentes alimañas venenosas. Entonces, cuando un ishir cazaba tarántulas, serpientes o alacranes se los daba a su ágalo sobrenatural. Y cuando éste conseguía echar mano (por decirlo de alguna manera) de algún cerdo salvaje o un hinchado panal de abejas se lo cedía a su socio humano.

 

            ADVERSIDADES

 

            Aún en los mitos, ya se dijo, los momentos ideales son breves; enseguida ceden empujados por otros conflictos. La armonía entre seres tan diversos no podía durar mucho tiempo. Diversos factores intervinieron para que aquella idílica relación se rompiera y comenzara otro tiempo. Por un lado, los hombres ya habían cruzado el dintel tajante del terreno de los símbolos y, por ende, perdido para siempre la inocencia de quien no vislumbra el lado oscuro de las cosas; ya estaban irremisiblemente ubicados en el tiempo nuevo de las normas, de «las palabras» como dicen ellos mismos. Y para que las palabras queden sancionadas y fijadas, sus dadores deben retirarse: debe cancelarse toda instancia posible de retorno. Bruno resume así la cuestión: «Los ishir ya habían aprendido todo lo que los anábsoro trajeron para enseñarles; éstos ya molestaban».

            Por otro lado, la misma convivencia cotidiana entre hombres y dioses generaba los inevitables roces, competencias y tensiones que surgen entre los grupos diferentes entre sí cuando comparten ellos una historia apretada. Las cosas se vuelven aún más complejas si se considera que los anábsoro tenían los mismos deseos, virtudes y faltas que los humanos. Del ayuntamiento primero entre las mujeres y los dioses habían nacido niños híbridos que, aunque heredaron ciertos rasgos de la apariencia divina, no contaban con sus poderes; eran simples mortales (salvo la posible excepción de Pfaujata, que será expuesta más adelante). Otra historia que complicó el esquema de la convivencia estuvo dada por los amoríos entre Ashnuwerta y Syr; entre la anábsoro principal y el principal chamacoco que quedó así con dos mujeres: la mortal vivía en el lut y la divina en el tobich. (La bigamia constituye una figura perturbadora, rechazada por el orden social ishir).

 

            PARÉNTESIS SOBRE EL MITO

 

            (El tiempo del mito no tiene tiempo: ocurre en una dimensión que no computa sus momentos en términos de duración ni cuenta sus fases según una única medida: a veces un acontecimiento puede durar años en un aspecto suyo y apenas un instante en otros. Es imposible saber, por eso, cuánto duró la etapa del secreto femenino como cuánto la del predominio ritual de los varones. Tampoco se sabe, por lo tanto, el lapso que demoró la instalación del Olimpo ishir en el primer tobich. Pero sí se sabe, y en ello están contestes los muchos informantes, que llegada la hora en que la siguiente generación comenzó a llegar a la adolescencia, fue necesario iniciar a los jóvenes en los misterios de los hombres y los dioses, de los animales, del monte).

            Ashnuwerta ordenó que los púberes fueran traídos al recinto del saber primero. Entonces, una noche un grupo de varones adultos invadió la aldea, arrancó por la fuerza a los muchachos ante los gritos asustados de las mujeres y los internó por el camino sombrío que conduce al sitio de los misterios. Allí, los wetern, que así se llama a los novicios, bajo las instrucciones personales de Ashnuwerta comenzaron a ser sometidos al duro entrenamiento que los llevaría a convertirse en nagrab, en adultos custodios de las palabras.

            La inclusión de los jóvenes en el tobich generó nuevos problemas. Por una parte, levantó celos y competencias entre las proles distintas. Susnik (1995:191) dice que los trámites de la primera iniciación masculina de los ishir «desagradó a los hijos anabsónicos» (es decir, a los vástagos que tuvieran los anábsoro con las mujeres o, incluso, alguna que otra anábsoro con algún hombre osado) porque durante el proceso de aprendizaje Ashnuwerta daba el mismo trato a los descendientes de los ishir que a los nacidos de los dioses. Por otra parte, las inevitables negligencias de los recién iniciados en el cumplimiento de las severas pruebas impuestas en el tobich, tanto como en la observancia de la etiqueta ceremonial que allí rige, exacerbaron la impaciencia de los anábsoro, ya predispuesta por lo recién señalado, y condujeron a excesos lamentables. Hubo casos en que algunos wetern no pudieron resistir los exagerados rigores de la disciplina iniciática y cayeron desplomados, literalmente muertos de cansancio. Hubo otros en que, por violar tabúes alimenticios o restricciones diversas impuestas al noviciado, algunos jóvenes fueron sacrificados. Wioho, el anábser curandero, los volvía entonces a la vida soplándolos o rozándolos suavemente con las plumas poderosas de su cuerpo extraño. Pero la muerte de los wetern despertó las tendencias antropofágicas de Wákaka, que comenzó a devorar a los iniciandos apenas éstos morían.

            «En esos casos», explica Luciano, «los wetern también podían ser resucitados mediante la intervención de Wioho, pero vueltos a la vida ya no eran los mismos pues, al haber sido engullidos por Wákaka, su cuerpos habían perdido demasiada sangre, el flujo que los completaba como humanos». Según la cantidad de sangre recuperada por Wioho los wetern revividos más se parecían a sí mismos en su vida primera o renacían como copias desteñidas y debilitadas hasta, en los casos extremos, convertirse en meras sombras espectrales de su ser original.

 

            EL TOBILLO DE AQUILES

 

            Los ishir no reaccionaron hasta que la víctima fue el hijo del propio Syr. Las versiones difieren en cuanto a las razones de su muerte. Unas dicen que Jolué murió por no haber podido soportar ciertas «pruebas de aguante» que requiere el ideal estoico de los ishir. Otras, que fue sacrificado por haber comido carne de anguilas (tabuizada para los iniciandos) o violado las reglas del intercambio de alimentos (no habría correspondido a las dádivas de Kaimo). Otras, por último, que fue ultimado en castigo por su intempestivo abandono del tobich, opuesto a las estrictas normas de la cortesía ritual que impera durante la comida de los anábsoro. Dicen que Kaimo lo mató y que fue devorado al instante por Wákaka. Ya sea porque murió carbonizado luego de que le arrojaran a la hoguera del banquete, ya porque Wákaka al devorarlo le bebió la sangre entera o porque Wioho, el bondadoso galeno, se demoró en llegar, Jolué no pudo ser salvado. El resucitador hundió con ansiedad las manos en la tierra mojada buscando recuperar la sangre del joven, sigue relatando Luciano, pero sólo consiguió tomar un puñado de lodo sanguinolento y pegajoso. Poco pudo hacer con él; el cuerpo fantasmal recién formado se disipó enseguida.

            Syr juró vengar a su hijo: él mismo daría muerte a los asesinos de Jolué. Una de las señales del luto ishir está configurada por los surcos que dibujan las lágrimas al correr sobre el rostro pintado. El guerrero decidió ocultar el crimen del iniciando para tramar mejor la represalia y se limpió la cara para entrar en la aldea. Sólo apeló a la complicidad de su ágalo ishir (o de su hermano, según otra versión). Muy temprano a la mañana siguiente, él y su camarada salieron a cazar acompañados de Wákaka y de Kaimo respectivamente. En algún lugar alejado de la aldea ambos ishir, cada uno por su lado, decapitaron con sus mazas llamadas noshikó a los anábsoro pero, al volver al tobich, aterrorizados, volvieron a encontrarlos vivos y enteros.

            El arrogante caudillo cayó en una angustia profunda. (Las angustias chamacoco rozan dimensiones ontológicas, tienen fulgores heideggerianos: son perturbaciones sombrías jugadas sobre el filo de la nada). Ya no pudo entonces ocultar su dolor y, descuidando deberes políticos y conyugales, se aisló en la selva deambulando durante días. Ashnuwerta se encontraba en una situación difícil: si ayudaba a Syr traicionaba su estirpe numinosa. Pero, tanto la índole de las relaciones que mantenía con él como el posible hecho -sostenido en alguna versión- de que el propio Jolué fuera hijo suyo, le deciden a revelar a su amante el secreto de la vulnerabilidad de los anábsoro.

            Emilio y Clemente representan ante mí el método indirecto que decidió usar la gran diosa para que Syr descubriera el secreto. Emilio se despoja de la tobillera de plumas que se había colocado para dramatizar el relato y se cubre un curtido pie descalzo con hojas secas de palma. «Así procedió Ashnuwerta ante Syr», dice. Los anábsoro tienen naturalmente la parte inferior de las piernas disimulada por una espesura pilosa que luce como una ajorca emplumada; Ashnuwerta levantó las plumas de la suya y dejó el tobillo al descubierto para volver a ocultarlo enseguida bajo un pequeño montículo de hojas. Cuando éstas comenzaron a temblar rítmicamente, Syr descubrió que el latido que las agitaba procedía de la oculta extremidad divina. Asnuwerta da instrucciones: «Debes golpear el lugar exacto que indica el pulso y, luego, volverme a la vida soplándome a los oídos». Ciertas versiones tomáraho sostienen que Ashnuwerta había indicado otro procedimiento de resurrección: después de darle muerte Syr debía escupir alrededor suyo para reanimarla. Clemente aporta otra variación en este punto del relato: la Anábsoro Lata había ordenado que trajesen a Wioho para que él la resucitara. Emilio y Clemente coinciden (y lo hacen teatralizando el relato) en el hecho de que Syr dio muerte a Ashnuwerta asestándole un puntapié en el tobillo y que, luego de seguir las instrucciones dispuestas previamente por la propia víctima, ésta recuperó vida y poderes en forma instantánea.

            Syr descubre de este modo que en el tobillo (diorá), el lugar por donde respiran los anábosoro y emiten sus imponentes gritos, está localizado el único punto mortal suyo6. El jefe chamacoco convoca a los hombres de su pueblo y luego de revelarles el secreto proyecta con ellos la venganza: después de la representación ritual de cada anábser homicida, un ishir iría de caza con él y le daría muerte en la selva. En principio, pues, sólo los matadores de los jóvenes novicios debían ser ultimados, pero los nagrab se entusiasmaron y comenzaron a atacar indiscriminadamente a cuantos anábsoro encontraban, aunque no estuvieren entre éstos los asesinos, y aún cuando alguno de ellos hubiera sido un benefactor del género humano como lo fueron, sin duda, muchos personajes divinos. Sintiéndose agredidos, los anábsoro reaccionaron y comenzaron a enfrentar a los ishir con sus poderes descomunales. Se desató así una terrible lucha entre todos los dioses y los hombres todos; una batalla desarrollada a lo largo del territorio comprendido entre el tobich de Karcha Balut y el harra de Moiéhene. Aunque estragare ambos bandos el combate era desigual: el manejo del secreto revelado por la diosa daba amplia ventaja a los humanos que atacaban, veloces, directamente el punto flaco (los anábsoro eran mucho más fuertes y poderosos pero los hombres más ágiles). Preocupada al advertir que los anábsoro llevaban la peor parte y estaban por ser exterminados, Ashnuwerta decidió intervenir. Ordenó a los hombres que cesaren la matanza pero, descontrolados, ellos desconocieron por primera vez sus órdenes y siguieron golpeando a los dioses en sus tobillos mortales.

            En este punto se bifurcan las versiones tomáraho y las ebytoso. Siguiendo el trayecto de las primeras, me baso especialmente en un largo relato que inesperadamente me regalara Luciano mientras surcábamos el Río Paraguay una noche demasiado sosegada. Mi informante tomáraho asegura que existían tres básicas variedades de anábsoro: los nymych-utoso (literalmente «los provenientes de las entrañas de la tierra»), los eichoso («los oriundos de la selva») y los niot-ut-oso («los originarios del fondo del río»). El grupo liderado por Ashnuwerta se encontraba conformado por los subterráneos. Cuando éstos estaban a punto de desaparecer a mano de los ishir, la diosa envío telepáticamente un pedido de auxilio a los ejércitos selváticos y pronto éstos irrumpieron en escena para ayudar a sus congéneres amenazados. Los ishir, a su vez, pidieron refuerzos a las huestes guerreras de otras naciones de modo que no se perdiera el equilibrio entre el número de hombres y el de dioses, simetría de opuestos que, según se dijera ya y se repetirá bastante, para el pensamiento chamacoco tiene fundamental importancia. Pero como los selváticos tienen el punto de indefensión ubicado al igual que los subterráneos, la matanza recuperó enseguida su ritmo entusiasmado. Entonces Ashnuwerta advirtió a los hombres que si no se detenían no cabría más recurso que llamar a los terribles acuáticos. Y tal medida implicaría la extinción del género humano pues éstos son huwyrö: caníbales implacables contra quienes no existe defensa alguna pues tienen «el lugar del aliento y de la muerte» guardado en el fondo de las axilas, bajo pequeños muñones que, a guisa de brazos, conservan siempre apretados contra el cuerpo para proteger sus debilidades. Para colmo de horrores, estos anábsoro son mudos, lo que para un ishir significa la perversión de la alteridad: no es posible negociar con ellos mediante la palabra, recurso esencial ante el otro. Pero la amenaza de Ashnuwerta llegó tarde: salvo Nemur y ella misma, todos los anábsoro habían sido ultimados.

            Hasta aquí el relato de Luciano. Las narraciones ebytoso que pude recoger sobre este episodio son confusas y bastante pobres por lo que, para confrontar la versión de Luciano en lo relativo a este punto concreto, tomo como referencia ordenadora la secuencia descrita por Cordeu (1984.242) a partir de distintas versiones ebytoso básicamente coincidentes. Según éstas, una vez que Ashnuwerta ordenara el cese de la matanza y que no fuera acatado su mandato, los anábsoro buscaron refuerzos bajo la tierra. Otro tanto hicieron los ishir y surgieron entonces milicias de hombres subterráneos que lucharon contra los anábsoro surgidos de las profundidades y restablecieron el cuadro de oposiciones conformado por la contienda. Ashnuwerta advirtió acerca del peligro indeterminado de los caníbales acuáticos pero tampoco pudo su amenaza detener la contienda. Intentó, entonces, la reconciliación a través de la ceremonia, la matriz compensadora de las diferencias. Dispuestos en pares simétricos en número y en apariencia (plumas, pinturas corporales, gritos y movimientos) ambos bandos en pugna habrían de dirigirse juntos a Moiéhene a fin de representar el rito reparador del conflicto. Pero, decididos a acabar definitivamente con los anábsoro, los ishir desobedecieron una vez más el mandato divino. En el tobich de Karcha Balut utilizaron el wyrby, el dispositivo impulsor que les permitió llegar en forma instantánea al harra, en donde desactivaron el mecanismo del otro resorte para impedir que los anábsoro pudieran usarlo y así escaparse. De este modo pudieron cercarlos y culminar el exterminio de sus amenazantes invasores, sus dioses-maestros, sus aliados y oponentes: sus contracaras.

 

            REFERENCIAS SOBRE NEMUR

 

            El acto final de la primera parte del Gran Mito versa sobre la persecución de Nemur, el último de los anábsoro, y su diálogo ejemplar con Syr. El esquema argumental de este episodio articula por igual los relatos tomáraho y ebytoso y coincide básicamente con el de las diferentes versiones recogidas por Susnik y Cordeu. Nemur significa el complemento y la contrapartida de Ashnuwerta, el otro que contrapesa la presencia magna de la diosa. Aunque ocupa en ese carácter un lugar fundamental en el panteón olímpico chamacoco, extrañamente no aparece sino al final del relato: su presencia en el Gran Mito ocupa sólo este breve, si bien intenso, suceso. Ashnuwerta representa el papel benefactor de la «Gran Maestra» y la «Dadora de la Palabra» y su figura, aunque instaure la Ley, recalca el momento de la mediación, la alianza y aún la complicidad con los seres humanos. El personaje de Nemur marca el momento severo del castigo ante la norma violada: es llamado, por eso, el «Gran Fiscal», «El Vengador», «El Administrador del Castigo», «El Vigilante», «El Patrón del Tóbich», «El Gran Portador de la Tristeza» y, aún, «El Exterminador» (V. Susnik. 1995.201-2).

            Para Cordeu, Nemur representa el prototipo de los aspectos terribles de lo sacro que habita la esencia de estas deidades: sus profecías son tan inexorables como los mandamientos apocalípticos de Ashnuwerta con quien comparte el poder en su grado más alto. Tal potencia suya es figurada a través de la capacidad de Nemur de convertirse en serpiente o en jaguar y de relacionarse/identificarse con los grandes avestruces y cierta especie de gavilán -que significa no sólo el control vigilante desde lo alto sino la comunicación permanente con Ashnuwerta. Tal vínculo le otorga a veces el título de «Señor de los Pájaros del Viento». (Cordeu. 19921:224 y ss.)

            Pero -es importante insistir en ello- aunque el pensamiento chamacoco trabaja con dualidades no congela sus momentos ni los concibe enclave maniquea: los opuestos complejizan enseguida sus vínculos y a menudo canjean oficios e intercambian puestos. Por eso, si bien Ashnuwerta es la portadora paradigmática de los bienes culturales, al lado de sus aspectos propicios presenta terribles amenazas (destrucción por pestes, agua y fuego). Y, por eso, aunque Nemur tiene severas misiones judicativas y sancionadoras, asegura el orden y garantiza la estabilidad socio-existencial chamacoco (toda vez que la norma sea respetada, claro). El cetro de Nemur, el ook suntuosamente emplumado con tonos sombríos, significa tanto bastón de mando y castigo como vara del equilibrio.

            La antinomia Nemur/Ashnuwerta supone, por eso, un nexo complicado construido a base de afinidades y discrepancias. Entre la norma y la sanción, entre los polos de un poder compartido, se tejen tensiones, encuentros y desacuerdos, antagonismos y reciprocidades. Para diferenciar sus apariencias, Nemur está caracterizado por el tono oscurísimo de sus aderezos, el sombrío wys que destaca su estampa; la diosa luce los aires rojizos del werta, el color que tiñe su nombre y que significa la antítesis simbólica del negro nemurtiano. Para balancear la relación de Ashnuwerta con un ishir, Nemur se vincula conyugalmente con Pfaujata, figura de origen mortal que asciende a rango divino (y que, a su vez, enseguida, se opone a la del dios con quien asume imágenes y funciones en pares contrapuestas: cazador versus recolectora, negro versus rojo, gran avestruz versus avestruz mediano). Para poder equiparar en todo terreno sus poderes con las fuerzas de Ashnuwerta, la figura de Nemur también trasciende en algún punto el ámbito del Gran Mito y cruza ajenos espacios celestiales y shamánicos. Así como la diosa es inquilina de la Vía Láctea, Nemur es morador del Tercer Cielo (en donde otorga poderes a los shamanes uránicos) y Señor del Cielo Superior. Así como Ashnuwerta tiene el rango de Madre del Agua, Nemur detenta el grado de Señor de las Especies Terrestres: ha traído desde el cielo, y a través de los gavilanes, toda la variedad de modelos ejemplares que diera origen a las diferencias zoológicas. (Cordeu.1992 b:231-2). En este pasaje Nemur se encuentra (se enfrenta/cohabita) brevemente con Debylybyta, Señora de las Especies Acuáticas.

            Tanto el juego de vaivenes de la lógica ishir como algunas observaciones y comentarios de ciertos informantes permiten aventurar la suposición que Nemur pertenece a un grupo diferente al de Ashnuwerta. El hecho de que el poder del Gran Fiscal sea tan fuerte como el de La Patrona de la Palabra despierta la sospecha de que

aquél sea el caudillo de algunos de los ejércitos de anábsoro que fueron convocados por ésta, dicen Clemente y Enrique Ozuna. La posibilidad de que Nemur no sea un anábsoro del linaje de Ashnuwerta podría ser reforzada a través de un incidente relatado por Susnik (1957.26): la lanza que Syr hunde en el tobillo del dios perseguido no logra más que arrancarle miel sin producirle daño alguno. La hipótesis de las dos castas no me fue confirmada explícitamente por ninguno de los tantos informantes con quienes hablé del tema; sólo Faustino Rojas llegó a afirmar que «Nemur era de otra laya».

 

            EL ÚLTIMO DIÁLOGO

 

            Cuando Nemur terminó su representación en el harra, ya todos los anábsoro habían sido exterminados. Syr intentó acercarse a él pero la rapidez del anábser, que avanzaba a grandes zancadas como un avestruz, le impidió alcanzarlo. El mortal logró enlazar al fugitivo con una cuerda pero la fuerza del dios era tal que al hombre le resultaba imposible sujetarlo: la soga le quemaba las manos y ya no le respondían los brazos. Nemur pudo, entonces, zafarse con facilidad y con presteza alejarse. Syr, corredor bien entrenado, le siguió velozmente pero los poderes del anábser iban interponiendo obstáculos entre el correr de ambos: esteros hirvientes de pirañas, zanjas espinosas, cercos de fuego, pastizales infestados de serpientes, bandadas de avispas enloquecidas, arenales erizados de piedras filosas y de alacranes. Susnik dice que Nemur convoca hasta la ayuda del Viento Norte que llega trayendo «dolor y cansancio», según expresión ishir. Pero la furia del padre de jolué le permitió sortear todos los escollos. Cuando Nemur se sintió alcanzado -estaban ya en Karcha Balut- recogió un caracol del suelo o lo extrajo del espeso plumaje de su cuerpo, según las versiones, y mediante un gesto amplio, hizo brotar de su valva un río caudaloso que lo separó de su perseguidor (según la versión de Luciano, Nemur provocó el surgimiento del río golpeando fuertemente la tierra con el pie derecho). El hombre y el anábser por última vez «cambian sus palabras» distanciados entre sí por las aguas que hoy se conocen como Río Paraguay.

            «Podrás huir pero tu destino es quedar para siempre solo», dijo Syr parado sobre una orilla del río. «Tu pueblo es numeroso», contesta Nemur desde la otra ribera, «pero queda para siempre obligado a cumplir las palabras; de no hacerlo, las enfermedades, el hambre y los enemigos irán acabándolo hasta que el último kytymáraha (nombre del clan de Syr) se extinga». El hombre menta el precio de la condición inmortal: la soledad; el dios, el costo del símbolo: la muerte. (Y tras ella, el deseo y la culpa. Y las formas del mito y del arte.

            Los ishir se habían desembarazado de sus dioses pero la maldición de Nemur los volvía a sujetar definitivamente a su representación: a partir de ese momento quedaban obligados a ocupar sus lugares y suplantarlos en el rito para no olvidar las oscuras razones del pacto social ni perder el rumbo incierto del sentido. La cultura los había vuelto esclavos de la imagen).

 

 

 

            DEL DIARIO DE CAMPO

 

            Potrerito, 10 de Octubre de 1989

 

            Cuando cae la noche, la aldea enciende pequeñas hogueras y relatos cuyos susurros duplican los rumores de la intemperie. Ebytoso y tomáraho, reunidos en su nuevo espacio común, intercambian narraciones menores, mónene, que aunque no formen parte del corpus mítico central ni alcancen su gravedad ni logren sus destellos, amenizan y enriquecen su relato y entretienen a la audiencia compensando el exceso de noche que instala el invierno. Estos casos menudos pueden ser relatados por cualquiera, ante cualquiera y en cualquier sitio. No exigen, por eso, la intervención sentenciosa de los más sabios: los auténticos transmisores de las «palabras más pesadas», según traducen los chamacoco al español valiéndose de su desenfadada libertad de apropiarse enseguida de idiomas extranjeros. («Dones de pueblos ágrafos», solía decir Susnik).

            Cuentan algunos, para gozoso terror de los niños, que aunque los anábsoro ya no existen sobre la tierra, su presencia amenazante ronda siempre al hombre desde las profundidades de las aguas, la tierra o las selvas. Dice Faustino que cuando Syr mencionó la soledad de Nemur, como desmintiéndola, señaló el dios hacia los montes del Este, bullentes ellos de sonidos oscuros, indicó los juncos que emergían de las aguas inquietas (por allí respiraban los anábsoro acuáticos) y golpeó con fuerza el suelo despertando sonidos sordos que anunciaban desde su interior la continuidad de sus huraños moradores. Un narrador tomáraho sostiene que en el primer intento de asesinar a los dioses, antes aún de conocerse el secreto de sus vulnerabilidades, algunos de ellos fueron incinerados y, en vez de morir, se transformaron en animales que huyeron rápidamente a los bosques más cercanos. Muchas fieras, aves y reptiles que pueblan hoy el entorno de los ishir son, en verdad, anábsoro vueltos ymasha, adversarios, por el intento asesino de los hombres. Luciano, por su parte, asegura que Ashnuwerta había recomendado a los ishir que cuando diesen muerte a los anábsoro los decapitaran en el acto y pusiesen sus cabezas, aún tibias de vida reciente, sobre las suyas propias para alcanzar la sabiduría poderosa en ellas guardadas. No todos recordaron el consejo; sólo quienes serían después los shamanes más prudentes y los más valientes jefes lo siguieron.

            Es la hora en que nubes zumbantes de mosquitos azotan la aldea desvelada. Contra ellos no existe más protección que la proximidad asfixiante del humo y, cuando los hay, ponchos gruesos o tupidos lienzos mosquiteros. Según Baldus, los antiguos íshir se enterraban hasta la cabeza durante la noche para escapar del punzante tormento chaqueño o usaban densas mantas de caraguatá en forma de pequeños toldos. Hasta hoy, hombres y mujeres utilizan tejidos cuadrangulares de esa fibra vegetal que abanican constantemente en torno suyo para ahuyentar la presencia implacable de las variedades nenyr, kytybe o asykyporo. Lo afirma de pronto un anciano oscuro: los mosquitos y otras plagas también provienen del olvido de una instrucción divina. Ashnuwerta había recomendado quemar los cuerpos de los anábsoro una vez muertos ellos. En medio de la excitación de los acontecimientos, los hombres no lo hicieron y los magnos cadáveres, llenos de poder ponzoñoso, despidieron vahos de enfermedades y enjambres de mosquitos, hasta entonces desconocidos. Los mosquitos, dice Clemente sin contradecir lo recién narrado, provienen del rechazo de una mujer, a quien pretendía la Luna (varón en el mito) y quien a él desairaba por encontrar repulsivas las manchas que tiznaban su cara. Despechado, el amante le regaló un abanico recubierto con plumas de diversas aves que se convirtieron en mosquitos después de caída la primera lluvia. Esas mismas aguas limpiaron el rostro de la Luna, que consiguió así conquistar a su amada, pero los mosquitos ya no desaparecieron de la tierra.

 

            OTROS ENGAÑOS

 

            Una vez fracasado su intento de alcanzar a Nemur, Syr volvió al tobich de Moiéhene. Traía la frustración de la fuga del último anábser y la angustia profunda de su maldición postrera. Sabía que su pueblo, hasta entonces despreocupado y tranquilo, conocería la inquietud y la zozobra que había dejado el «Portador de la Tristeza». Sombríos momentos de depresión colectiva, de angustia apocalíptica y desasosiego, aquejan por eso a los chamacoco: recuerdan una ambigua culpa y presienten un castigo antiguo. (Es posible que la condena que los blancos han decretado sobre su cultura corresponda en parte al cumplimiento de la fatídica predicción del dios fugitivo.)

            Ashnuwerta lo esperaba en Moihene. No podría ya permanecer mucho tiempo entre los hombres; su ciclo terminaba y debía aún proferir sus últimas palabras, las más graves, aquellas de cuyo cumplimiento dependería el destino humano. Reunió a todos los chamacoco en el tobich y les habló así: «Ustedes han dado muerte a los anábsoro; ahora deberán ocupar sus puestos ceremoniales. Y así como las mujeres les engañaron ocultando la existencia de los anábsoro, así ahora ustedes las engañarán negando ante ellas la muerte de los anábsoro, a quienes habrán de representar hasta el fin de los días en el harra. Este es el Gran Secreto que jamás podrá ser revelado. Ustedes conocen ya sus gritos y sus movimientos, sus muy distintos aspectos y sus variopintas trazas. Imitándolos en el rito podrán usar sus poderes y garantizar la supervivencia del pueblo chamacoco así como el cumplimiento de las palabras». Ashnuwerta determinó reglas exhaustivas acerca del atuendo, las pinturas corporales, la coreografía, los ritos y la actuación de cada uno de los tantos anábsoro asesinados. El descuido de ellas acarrearía el cumplimiento del funesto vaticinio de Nemur, convertido ahora en Gran Guardián del Tobich.

 

            COMENTARIOS SOBRE LA ACULTURACIÓN MISIONERA

 

            Los compulsivos procesos aculturativos que sufrieron los ebytoso a manos de ciertos fanáticos grupos evangelizadores cristianos provocaron reacomodos en el cuerpo mítico. El caso más ejemplar es el de la Misión A las Nuevas Tribus. Impulsada por un fundamentalismo mesiánico y un credo intolerante, los misioneros de esta secta están convencidos de que su verdad es la única y que, por lo tanto, debe ser impuesta sobre cualquier otra para redimir a los herejes que la sostengan: toda religión diferente a la suya significa una desviación satánica que debe ser abolida al costo que fuere. Desde los primeros tiempos de la conquista, se sabe que la cruz es la contracara de la espada; más allá de los altos principios que declara, el etnocidio misionero al que ahora específicamente me estoy refiriendo (en cuanto afecta a los ebytoso) forma parte de un sistema bastante práctico de colonización. Por un lado, ayuda a despejar los territorios de los indígenas concentrando a éstos en reducciones misioneras. Por otro, promueve su posterior integración como mano de obra barata de los establecimientos instalados en aquellos mismos territorios. La Misión A las Nuevas Tribus se instaló en Bahía Negra, zona chamacoco, en 1954. Comenzó entonces una sistemática campaña de presiones, represiones, intimidaciones y chantajes varios para que los indígenas abandonasen la «fiesta de los payasos», como llamaban al debylyby, la Gran Ceremonia. (El nombre de «payasos», desprovisto de connotaciones despectivas, fue asumido luego por los propios ebytoso, para designar a sus dioses).

            Es obvio que los misioneros actúan sobre situaciones históricas propicias para el etnocidio, complejos condicionamientos que no viene al caso tratar ahora y que ya trabajé en otro lugar (V. Escobar. 1988). Es obvio también, que los procesos aculturativos no sólo se deben a la acción misionera. Y también que ésta no es infalible: en muchos casos los indígenas o bien elaboran complicadas síntesis entre sus creencias y las creencias cristianas o bien toman elementos superficiales de éstas en la medida en que sirvan a sus procesos de supervivencia y reacomodo en las nuevas condiciones. Los tomáraho no fueron afectados por la misión y siguen practicando sus rituales. Muchos ebytoso, en contacto con grupos tomáraho, comenzaron a recuperarlos. Ya no son los mismos, claro, pero anuncian la presencia de vitales procesos de readaptaciones y transculturaciones; procesos que señalan una salida posible ante el asedio de la intolerante sociedad nacional.

            Susnik (1957:69/1995:202 y ss.) dice que, ante la vacilación de las creencias religiosas provocada por el avance de diversos frentes aculturativos, se crea una oposición entre los hombres mayores, más apegados a la tradición ishir, y los jóvenes, seducidos por las verdades nuevas. Para contrarrestar la relajación de los vínculos identitarios, los primeros enfatizan la figura de Nemur como vigilante del cumplimiento de los ritos. El Guardián del Tobich recorre las aldeas y tolderías para controlar y sancionar. Pero los misioneros se basaron justamente en estos aspectos amenazantes de Nemur para proponer la «conversión» al cristianismo. Los temores al exterminio y al castigo, a la ansiedad y la tristeza colectiva (figuras éstas asociadas a los oficios del Gran Fiscal) fueron contrapuestos a la promesa del gozo eterno cristiano, las ideas de salvación y la imagen de un Dios protector e indulgente. Nemur es Satanás; y no sólo perjudica a los chamacoco sino que los engaña, insistían los misioneros. En 1957, un grupo de ebytoso instalado en Puerto Diana decide realizar la «Gran Prueba»: temeroso, se arriesga a dejar un año de celebrar el debylyby. Cuando constata que no se cumple la terrible maldición del Exterminador, abandona el ritual y asume la fe cristiana. (Los ecos del cristianismo, que no llegan a conmover el debylyby de los tomáraho, provocan en éstos otras asociaciones: Ashnuwerta llega a ser vagamente vinculada con la Virgen y Nemur con una extraña síntesis entre Cristo y el diablo).

 

            EL CANON DE ASHNUWERTA

 

            Luego de que Ashnuwerta hubiera dado sus instrucciones acerca del cumplimiento de las formas del debylyby, la Gran Ceremonia, estableció para siempre los tabúes, las normas iniciáticas, los duros códigos del tobich y, en general todas las normas aplicables a la realización de los muchos otros ritos que ajustan la vida comunitaria. Después, la diosa de los fulgores flameantes comenzó a estructurar la sociedad, amorfa antes, y estableció así las distinciones etarias, sexuales y profesionales, los grados familiares y las delicadas normas de la socialibilidad que articulan, compensan y equilibran los segmentos diferentes. La complejísima trama de nervaduras que ordenan la ética y el derecho, el amor, el ocio y la religión, la estética y el poder fueron formándose desde sus palabras sin retorno convertidas en figuras, imágenes e ideas. En obsesiones que marcarán cada acto y cada sueño de esos hombres y mujeres redimidos/condenados por los empujes de la memoria y la imposición del silencio.

            Tomando como base el deicidio mismo, Ashnuwerta, instalada entonces en el tobich de Karcha Balut, instituyó finalmente el sistema de clanes. La Señora preguntó a cada grupo de hombres a qué grupo de dioses había dado muerte. «Nosotros matamos a Kaimo y su comitiva». «Pues entonces ustedes pertenecen al clan posháraha. Quedan vinculados al oso hormiguero y lucirán el gorro de la piel del ocelote. En el círculo ceremonial lucharán con los Kaimo pero terminarán siendo bendecidos por ellos y vuestra descendencia clánica será protegida por la Kaimo Lata, la Gran Madre del linaje de los Kaimo. Vuestra prole podrá manejar las palabras y, por eso, descubrir el engaño y conocer el secreto de las cosas. Será decidida y vengativa. Será callada y, en su moverse, algo lenta como los osos hormigueros. Pero cuando participe de juegos de palabras sabrá ser mordaz en sus agravios y en sus réplicas sutil como las libélulas, de las que lleva su nombre. Durante el ritual se ocupará de controlar la vestimenta y los adornos de quienes habrán de representar a los anábsoro».

            Ashnuwerta llamó después a los matadores de Wákaka. «Ustedes y vuestros hijos serán kytymáraha, protegidos en su continuidad clánica por Hoho Lata. Tendrán el privilegio de usar el gorro de piel de jaguar; el de los guerreros y cazadores más valientes. El pato, que los representa, significa la sabiduría, la prudencia y la virtud del engaño que tendrá este linaje. Linaje de gente serena, de hombres y mujeres de palabras estrictas, defensoras de los intereses de su pueblo: negociarán en caso de conflictos y sabrán convencer al adversario y conseguir posiciones ventajosas. Serán responsables de la realización anual de la Gran Ceremonia. El último hombre, según la maldición de Nemur, será un kytymáraha y guardará hasta el final el peso de las palabras que hacen que los ishir sean ishir y que mueran con la memoria entera».

            Sucesivamente la diosa siguió clasificando a los asesinos de los anábsoro. Y estableció otros grupos. El de los tymáraha, el clan del mono: los protegidos en su descendencia por la Wawa Lata, señalados por el gorro de piel de onza, reconocidos por su carácter fuerte y tozudo, bromista y pendenciero. El de los que dieran muerte a Wioho: los tahorn, amables y gentiles, representados por el loro. Después recibieron su filiación clánica los silenciosos namoho, los del linaje del jaguar. Y, con ella, recibieron el derecho a la corona de piel de lobo y a la protección de la Gran Madre de los Kaiporta. Los dosypyk tienen como símbolo el avestruz, como gorro, el de la piel del coatí y como rasgo temperamental la alegría, que acerca un aliento de esperanza en los sombríos momentos de la angustia colectiva. Los matadores de Pohejuvo, los datsymáraha (de quienes hoy poco se sabe pues se encuentran extinguidos) son cuidadores de los mitos y consejeros del poblado. Utilizan las palabras para resolver conflictos pues son conciliadores, imparciales y prudentes.

            Cuando preguntó a los últimos hombres a qué anábsoro habían dado muerte, ellos contestaron que a ninguno. Según versiones ebytoso, esto ocurría porque estos ishir pertenecían al grupo de Syr, que no pudo matar a ningún anábsoro porque estaba persiguiendo a Nemur. Los tomáraho niegan este hecho: Syr pertenece sin duda a la estirpe de los kytymáraha; es un caudillo arrojado y un negociador cauto, un auténtico guardián de las palabras. Pero las versiones coinciden en el hecho de que Ashnuwerta,

desconcertada por no poder afiliar a esos varones extraños a la casta de ningún anábsoro, decidió asignarlos a su propia familia clánica. Desde entonces, el grupo de gente que no participó en la occisión de los anábsoro pasó a integrar el clan dychykymser, signado por la figura del carancho y protegido en su descendencia por la siniestra Pfaujata. Es el único clan endogámico, el oscuro organizador de los momentos más crípticos y esenciales de la Gran Ceremonia, el encargado de imponer los nombres secretos. Pero también es el único clan que no participa en la representación escénica (no pueden suplantar a quienes no eliminaron) ni en el juego ritual de la pelota, el póhorro, que expresa el elaborado sistema de recíprocas interacciones entre los diferentes segmentos sociales.

            Ashnuwerta complejiza aún más la clasificación e introduce una variable nueva. Aquellos grupos que tuvieron un papel protagónico durante el combate son considerados «clanes fuertes» y ocupan una posición hegemónica, mientras que aquellos otros que participaron en forma menos destacada durante los enfrentamientos integran los «clanes débiles», a los que se les destina un lugar subordinado. Los primeros están compuestos por los kytymáraha, tymáraha, posháraha y tahorn; los segundos, por los namoho, dosypyk y datsymáraha. El linaje de los dychykymser, a pesar de haberse mantenido ellos al margen de la batalla, es considerado un clan poderoso por el misterioso peso que tienen sus integrantes en el ceremonial.

            El juego de las particularidades y los vínculos inter-clánicos se completan con las reglas de casamiento y atuendo que Ashnuwerta establece para cada grupo, así como las prescripciones referentes a la etiqueta social y la actuación en las escenas rituales de la representación mítica y la competencia deportiva. Cada grupo recibe, además, un estilo de canto propio. (Boggiani-1894:56-menciona la existencia de competencias de cantos clánicos que hoy ya no parecen existir). Por último, Ashnuwerta sella la institución de los clanes con un banquete que instaura la tradición de las grandes comidas rituales ishir y simboliza tanto la cohesión comunitaria como las posiciones distintas a partir de las cuales ella se articula. Susnik (1995:138) detalla cómo se repartió la carne del oso hormiguero en esta «primera cena mítica»: al linaje del animal sacrificado (el posháraha) le correspondió sólo la crin de la cola, convertida en distintivo grupal; al clan del pato (los kytymáraha), la garganta; al del mono (los tymáraha), el pulmón; mientras que la cabeza le fue adjudicada al grupo del jaguar (los namoho); el hígado, al del loro (los tahorn) y las vísceras, al del avestruz (los dosypyk). Los miembros del clan del carancho (los solemnes dychykymser) participaron sólo a través de su presencia estoica y callada.

            Ahora, los ishir quedaban definitivamente atados a sus dioses-víctimas no sólo por la representación ritual sino por los propios destinos clánicos que compartían. El orden estaba consumado. Cerrado el círculo, Ashnuwerta ya no tenía lugar en él. En verdad, no tenía lugar en lado alguno, comenta Bruno, porque no podía ya volver al sub-suelo, adonde habría quizá otros congéneres suyos, pues ella había traicionado a su casta al revelar el secreto de la muerte divina. Entonces, Ashnuwerta se alejó hacia un lugar desconocido ubicado hacia el sur. El viento que desde allí se levanta es tan fuerte y frío que contra él no puede ni el sol.

 

            COMENTARIO ACERCA DE CLANES

 

            El sistema de clanes significa la columna vertebral de la sociedad chamacoco; actúa como un eficiente mecanismo regulador de la unidad y la diferencia, como un oscuro recurso poético imaginado para explicar la inexplicable relación entre los hombres, la naturaleza y los dioses. Para la sociedad de cazadores/ recolectores el enfrentamiento cotidiano con la naturaleza debe ser trabajado meticulosamente. El cuidadoso procesamiento retórico a que es sometido precisa marcar fronteras entre los reinos distintos. Y, simultáneamente, facilitar el tráfico entre ambos dominios: los desplazamientos, las más libres asociaciones e identificaciones, sustituciones y escamoteos habilitan la libre circulación, el paso rápido y, sobre todo, la provisionalidad del tránsito de ida y de vuelta entre lo natural y lo humano. Lecturas etnográficas demasiado cientificistas consideran poco el nivel metafórico de estas transacciones. Por eso, creo que no está demás enfatizarla: las asociaciones de los cazadores con sus presas, así como las de las recolectoras con sus frutos, pueden ser más comprensibles en clave de metáforas que en registro de causalidades estrictas.

            Pero también los nexos entre los seres humanos entre sí y entre ellos mismos con los dioses son procesados a través de la figura de los clanes, que traman una formalizada red de progenies culturales sobre el cuadro de las filiaciones naturales, también retocado simbólicamente éste y también ubicado en el denso campo de las fuerzas sociales. Los clanes, pues, proponen un modelo intrincado y dinámico de conjunto social: una totalidad estructurada y movilizada a través del juego de segmentos que se oponen o se alían continuamente a distintos niveles que buscarán entre sí ser compensados.

            Provisionalmente, siempre. La organización clánica recalca la idea de diferencia. Y desde ella, las de rivalidad, reciprocidad e intercambio. Así, los clanes instalan en el fondo del cuerpo social chamacoco un preciso dispositivo que regula la combinación de las relaciones familiares y socioculturales, religiosas y económicas. El clan acota puestos sociales y distribuye movimientos en el tablero cultural.

El fuerte sesgo dualista que marca el orden social chamacoco se expresa bien en este sistema asignador de lugares nítidos. Regidos a través de figuras tajantes por tal sistema trazadas, los intercambios matrimoniales, las prestaciones y contraprestaciones económicas y las actuaciones rituales enlazan entre sí sus formas distintas y les imprimen un movimiento rítmico y bien ajustado. Por ejemplo, los insultos interclánicos, llamados enehicho, compensan la asimetría producida por los convites de comida (el clan anfitrión agravia al invitado para reparar el desnivel producido por el don; después se invierten los papeles) y metaforizan el acompasado vaivén de las tareas complementarias. Por otra parte, los clanes, patrilineales siempre y exogámicos salvo en el caso de los dychykymser, determinan la compatibilidad conyugal de las filiaciones según el clásico mecanismo de oposiciones binarias y de equilibrios cruzados. Por último, el andamiaje clánico se resume bien en el esquema de los juegos ceremoniales de la pelota y en la secuencia argumental del debylyby, la gran representación (y aquí no sólo en la actuación sino en la organización de la escena y en el libreto mismo).

            A partir de estas funciones de la institución clánica, se comprende la razón por la cual un ishir se considera un paria si no tiene un puesto clánico. Susnik (1995:134) dice que uno de los grandes atractivos que la evangelización cristiana presentó a los ebytoso es la idea de un lugar propio reservado en el cielo, equivalente al puesto clánico del juego de las almas en la Región de la Muerte.

            Casi extinguida entre los ebytoso, la estructura clánica supervive, vacilante, entre los tomáraho, cuya brutal reducción demográfica desequilibró las relaciones entre los segmentos y mermó las poblaciones de cada uno de ellos. Por eso, los ishir actuales deben hacer dramáticos reajustes internos para adaptar sus dinámicas culturales a las nuevas realidades impuestas bruscamente por la alteración de los módulos tradicionales de sobrevivencia, la devastación de los territorios originales y la invasión de extraños dioses sin clanes. De hecho, ciertas severas restricciones son reformuladas, flexibilizadas o simplemente desconocidas. Por una parte, muchos casamientos tienden a realizarse de espaldas a la normativa que rige los cruces interclánicos; por otro, determinadas representaciones ceremoniales tienen que hacer la vista gorda a la exigencia del desempeño clánico: muchos anábsoro, que avanzan con generosas comitivas, no podrían ser representados si se acatare rigurosamente lo dispuesto acerca de la progenie clánica de tal o cual actor.

            La nueva sociedad chamacoco debe, pues, asumir el reto de recomponer sus articulaciones simbólicas cada vez a mayor velocidad. Es     un desafío importante, pero no el único que deben enfrentar, por cierto. Como cualquier grupo indígena del Paraguay, de Sudamérica, los chamacoco saben que su sobrevivencia étnica depende de la capacidad de maniobra retórica. Ellos son expertos en este tema. Mientras tanto, conservan con orgullo el enigmático nombre animal y la esperanza terca de que, ayudados por las Grandes Madres, aumente el número de sus descendencias clánicas.

 

 

            EL GRAN MITO: SEGUNDO

 

            ACTO EL DULCE ENGAÑO

 

            Ashnuwerta había impuesto el Gran Secreto, según el cual las mujeres debían creer que los varones que danzaban disfrazados en el círculo ceremonial eran los anábsoro que aún vivían entre ellos. Sin embargo apenas los hombres aparecieron en el harra enmascarados, pintados y cubiertos de plumas para suplantar a los dioses ellas no aceptaron el simulacro y, dobladas sobre sí de pura risa, se burlaron del intento y a gritos trataron de ridículos a los actores.

            Los tomáraho explican de la siguiente manera el fracaso humillante de este plan de engaño. Me baso en el relato de Luciano confirmado por Wylky. Cuando, enseñadas por las Grandes Madres de los anábsoro las mujeres conocieron la miel, decidieron ocultar a los hombres la deliciosa novedad y disfrutar ellas solas del dulce secreto de los panales. Los hombres desconfiaban de las frecuentes incursiones, aparentemente inútiles, que hacían sus esposas por los bosques y decidieron enviar al hijo de uno de ellos para que las siguiera y espiara sus movimientos. Sintiéndose perseguidas, las mujeres decidieron cambiar su habitual camino de regreso y lograron así burlar a su perseguidor. Pero, al pasar por un lugar por ellas nunca transitado se encontraron, aterrorizadas, con los cadáveres semidescompuestos de sus antiguos aliados divinos. Así descubrieron que los anábsoro habían sido asesinados y, rodeando sus grandes cuerpos, lloraron la muerte de cada uno de ellos. Cuando llegaron al campamento, los hombres advirtieron sus rostros enrojecidos y sus mejillas marcadas por las lágrimas. «El sol nos calentó la cara», dijeron unas; «las ortigas nos hicieron llorar», mintieron otras; «fueron las avispas» afirmó, convincente, una mujer madura.

            Fue así que las mujeres dieron en la cuenta que los supuestos anábsoro eran sus propios compañeros disfrazados. Y este descubrimiento las hizo aún más celosas de su dorado secreto y de sus dulzuras vivaces y, en venganza, aumentaron sus búsquedas de mieles y extremaron las precauciones para esconderlas. Pero los hombres decidieron enviar a otro agente para que descubriera el secreto: era un astuto wetern que logró seguirlas sin que fuera advertida su presencia. El joven vio que ellas recogían panales hinchados y se llenaban las bocas con sus jugos gratos y aún traían escondidas en sus vasijas buenas reservas para compartirlas con las ancianas o seguir deleitándose con ellas cuando los varones estuvieran de caza. Y, siguiéndolas siempre, descubrió también el diario ritual de oculto llanto por los anábsoro muertos. El muchacho reunió a los hombres, que estaban a la sazón pescando anguilas, y les comunicó su hallazgo grave. Y como prueba les hizo degustar un pote del elixir desconocido que había logrado sustraer a las mujeres.

            La versión de Emilio presenta ligeras variantes. Aunque habían decidido ocultar a los varones el secreto de la miel, para justificar sus continuas excursiones al monte ellas guardaban los espesos jarabes en vasijas de cerámica y volvían con panales vacíos que convidaban a los hombres. En la primera ocasión en que éstos aceptaron saborear el supuesto manjar, no probaron sino puras larvas y cáscaras secas y no sólo quedaron decepcionados ante el sabor amargo y marchito de tales despojos sino que sufrieron diarreas y aún vómitos. Desde entonces decidieron no volver a participar de festín tan indigesto y dejaron que las mujeres lo aprovecharan solas sin comprender cómo podían ellas complacerse en hacerlo. Y siguiendo el rumbo de esa sucesión de ocultamientos y revelaciones que menta el camino tortuoso del conocimiento, un wetern descubrió por causalidad la comida de la ambrosía salvaje y el llanto de las mujeres ante los cuerpos exánimes de quienes fueran sus maestros, aliados y ocasionales amantes.

            El descubrimiento del adolescente es, a su vez, descubierto: su madre, que estaba en el grupo de las plañideras, le ruega complicidad pero el wetern se aleja corriendo y revela a los hombres el doble secreto.

 

            LA CONDENA

 

            Los informantes tomáraho y ebytoso coinciden en el siguiente episodio. Ashnuwerta aún se encontraba en el tobich dando instrucciones y preparando su retirada. Los nagrab llegaron hasta ella relatándoles que las mujeres habían advertido el fraude de sus disfraces (y, entre los tomáraho, que ellos, a su vez, habían descubierto la patraña de las mieles y el oculto hallazgo de los cadáveres divinos). A modo de respuesta, Ashnuwerta decretó un mandato que los dejó espantados: «Las mujeres deben ser muertas». Ellos sabían que las palabras divinas no podían ser desoídas y se sentían humillados por el engaño de sus esposas, pero no estaban dispuestos a sacrificarlas sólo por eso. Ashnuwerta los tranquilizó asegurándoles que si seguían paso a paso sus instrucciones volverían a recuperar a sus familias. «Para que nadie se convierta en asesino de su propia esposa, cada hombre dará muerte a la mujer de su ágalo y, recíprocamente, éste hará lo mismo con la del suyo». Después la diosa designó a una mujer para que fuera la esposa del pylota, cacique (Syr, para algunas versiones): a través de ella los hombres volverían a tener a sus mujeres. Les dijo así: «Mañana, mi enviada estará preparando un kobo, un vaso de cerámica. Esta tarea servirá de distintivo para el que habrá de ser su marido pueda reconocerla y evitar su muerte».

            Los ebytoso sostienen que la mujer encargada del renacimiento de las Mujeres ishir era una hija o ahijada de Ashnuwerta. Pero según los tomáraho tal mujer era la propia diosa transformada en ser humano bajo el nombre de Hopupora. Algunos conocedores del mito creen incluso que Ashnuwerta se había ya convertido en Ashnuwerta, y ésta en Hopupora para anunciar el primer ritual que hicieran los hombres solos luego de la muerte de los anábsoro (el debylyby comienza sólo a partir de los gritos de Hopupora). Por lo tanto, según esta versión fue Hopupora quien habría decidido la muerte de las mujeres primeras (tymycher) y que, ya en su forma humana, se había ofrecido a sí misma como principio de las nuevas (tymycher aly).

 

            SOBRE METAMORFOSIS Y OTRAS CONVERSIONES

 

            Este episodio toca uno de los puntos más oscuros y complicados de la mitología chamacoco y se refiere a los desdoblamientos de los seres según la lógica de oposiciones duales. Oposiciones que son, también, meras bifurcaciones, desplazamientos, identificaciones conseguidas por encima o a través de sus diferencias. Ashnuwerta, la del Resplandor Rojo, se opone a Ashnuwerta, la del Resplandor Negro que es su opuesta y su contraria (la antítesis rojo-negro constituye el paradigma de la contrariedad más radical). Pero también es ella misma, expresada en sus aspectos contradictorios: los más sombríos y negativos, ligados a la imposición de enfermedades y terribles castigos colectivos. Es su contratara adversa y necesaria. La oposición Ashnuwerta/Hopupora significa el vínculo entre lo divino y lo humano nombrado a través de la mediación del rito. Hopupora es la oculta maestra de ceremonias: es Ashnuwerta  -o Ashnuwysta- presente a través de la forma ritual que concilia el orden de los dioses y el de los ishir. Por último, la relación Ashnuwerta/ Arpylá, que será vista enseguida, también señala la disputa continua entre lo divino y lo humano. Pero en este caso lo hace utilizando la intermediación de lo orgánico natural: la diosa pasa brevemente por el estadio animal (fase de la mujer-ciervo) para conectar los términos conflictivos.

            Por encima de la discusión acerca de la identidad de la mujer marcada, las versiones vuelven a coincidir. Basándose en modelos utilizados para la caza colectiva mediante cercos, los hombres comenzaron a levantar con troncos de palmas una gran empalizada circular para rodear con ella la aldea e impedir que alguien pudiera escapar una vez iniciado el sacrificio. Dicen algunos que, asombradas ellas ante tan inusual faena, pidieron explicaciones a aquéllos: «Estamos previniendo», habrían contestado los nagrab, «un posible ataque enemigo». Desde mucho antes del amanecer, y a partir de la derecha del cerco, comenzó la matanza cruzada de mujeres, método que evitaría a cada hombre el horror de convertirse en verdugo de su propia esposa. En un lugar del lut se encontraba una mujer amasando tiras de arcilla para formar un cántaro. Esa ocupación la señalaba: era ella la designada para la renovación de su género y estaba, por eso, eximida del holocausto. Pero, en medio de la confusión de las penumbras y el polvo, los gritos, el terror y el asco, el hermano (o el ágalo) del cacique destinado a ser su esposo se abalanzó sobre ella blandiendo el noshikó, el mortal mazo de palosanto. A punto de alcanzarla vio que, transformada en un ciervo, la mujer dio un gran salto, se elevó sin esfuerzo por encima del muro de palmas y se perdió en la selva, apenas bocetada por claridades brumosas y por murmullos tempranos.

            Era aún el alba cuando el cacique (Syr para algunos) y su hermano (o su ágalo) salieron a buscarla. Y detrás de ellos, un grupo grande de resistentes varones. Encontraron las livianas huellas que dejara el ciervo al posarse pero ninguna otra que indicara el rumbo que el animal había tomado. La buscaron cruzando el caraguatal, el pastizal y el pantano, entre los monótonos palmares, los matorrales espinosos y los lejanos terrenos donde terminan los algarrobos, crecen árboles de frutos desconocidos y moran bestias extrañas. No la encontraron. Resulta que Arpylá, vuelta de nuevo humana, se hallaba escondida en lo alto de un por kuteteu, un guayacán, y desde sus ramas soplaba ella con fuerza levantando un viento capaz de borrar la marca de sus pisadas y produciendo extraños rumores que desorientaban la búsqueda.

            Llegada la segunda noche, los exhaustos rastreadores volvieron a la aldea, despierta por el canto lúgubre y el llanto de los viudos recientes. Cuando, desde la copa del árbol, Arpylá advirtió que sólo su marido seguía buscándola, para orientarlo hacia sí sopló en sentido contrario al que venía usando. Sin saber muy bien cómo, el hombre llegó hasta el pie del árbol. Sintió entonces la molestia punzante de una espina recién clavada en el pie derecho y se sentó allí mismo para extraérsela. Estaba intentando hacerlo cuando sintió en el cuello una sensación helada: al levantar la vista vio a Arpylá que le había escupido desde lo alto la fría saliva que es don de Ashnuwerta.

            La mujer le provocaba desde arriba. «Ven por mí y tómame», le decía. Ya fuere porque, según afirman los ebytoso, era ella una extranjera enviada por Ashnuwerta, ya porque, según muchos informantes tomáraho, era la diosa misma en su forma mortal, el matrimonio por ésta impuesto aún no habíase consumado. (En el caso, sostenido por muchos que fuera Syr el tal cacique, nunca había convivido con ella en su aspecto humano.) Y parece ser que el cacique, incitado por la invitación de la mujer, estaba ansioso por llevarlo a cabo. Intentó, pues, trepar hasta donde se encontraba el término de sus deseos, pero eran éstos tantos que le hicieron brotar a destiempo sus simientes por lo que el tronco del guayacán, cuya corteza es de por sí pulida y resbalosa, embadurnado ahora por las castas savias maritales se volvió imposible de ser asido y escalado.

            En el tono grave de Ashnuwerta, Arpylá le indicó cómo vencer el obstáculo: debería ascender por las lianas que colgaban de un árbol cercano y, desde las ramas de éste pasar a las del guayacán. Así pudo llegar hasta su mujer y confundirse con ella entre la inquietud crujiente del follaje. Con la voz sabia de Ashnuwerta, Arpylá le dio después desconcertantes e inapelables instrucciones: «Si los hombres quieren recuperar a su mujeres deben hacer lo mismo que tú. Luego me sacrificarán y repartirán mi cuerpo en tantas partes como familias hubo y llevarán mis carnes hasta una nueva aldea alejada de la anterior y esperarán allí hasta la noche, cuando habrá de ocurrir la resurrección de las mujeres. Resérvate mi sexo».

            Uno a uno trataron de ascender los ishir hasta el nivel superior en donde les esperaba la mujer (la diosa, el ciervo). Pero a cada hombre le ocurría el mismo accidente que sufriera el cacique: la expectativa de poseer a Arpylá le turbaba de tal modo que no podía dominar la sazón de sus apremios y, abrazado como estaba al tronco del guayacán, se derramaba inoportunamente sobre él volviéndolo más viscoso en cada intento ávido.

            Entonces, tal como había instruido a su marido, Arpylá indicó a cada varón la forma de alcanzarla. Y siguiendo éste las instrucciones pudo subir al árbol y copular con ella en su alto. Cuando hubo concluido de hacerlo el último hombre, Arpylá descendió del guayacán y se tendió sobre un pypyk, una manta tejida en fibras de caraguatá. El hermano o el camarada de su marido le dio muerte enseguida mediante un limpio golpe de noshikó. Después, y utilizando sus ybykú, cuchillos de hoja sucinta y filosa, todos los hombres despedazaron su cuerpo, se repartieron sus partes y las cargaron en sus boná, las bolsas de caraguatá de los cazadores. Pero aunque habían decidido trozar el cuerpo en porciones iguales, resultó inevitable que algunos tomaran pedazos más grandes. Y aún hubo quienes tuvieron que contentarse con recoger en el hueco de sus manos nada más que la sangre que sobraba y llevarla, pegajosa ya, en el fondo de sus potes de cerámica. Aturdido por la situación, Syr, el Ashnuwerta abich (el marido de la diosa), cayó en descuido de las instrucciones de su cónyuge y no logró separar la parte esencial que le estaba reservada. Nunca pudo, por eso, recuperar a su mujer. «Desde entonces, Ashnuwerta ya no aparece entre los hombres», dice Wylky recalcando el obsesivo motivo ishir de quien olvida los preceptos divinos y recibe sanciones ejemplares.

 

            COMENTARIOS SOBRE LA FIGURA DE ARPYLA

 

            El relato de Arpylá constituye un apretado núcleo mítico cuya mayor eficacia quizá radique en su poesía intensa y en sus metáforas oscuras, brillantes; en la sugerente complejidad de un designio impenetrable. Como otras figuras excedidas en carga simbólica, ésta lanza un haz de significados imposibles de ser anudados en vértice alguno. Sin embargo, el fecundo maremágnum expresivo que la conforma provoca lecturas diversas: su propia generosidad retórica la vuelve cómplice fácil de múltiples interpretaciones y, aún, de esforzados intentos de revelar una clave última, inexistente por cierto. No es función de este trabajo recoger el fruto de tales empeños ni, mucho menos, aventurar oficios hermenéuticos o ensayos de desciframiento. Pero es evidente que muchos abordajes interpretativos, aunque nunca logren capturarlo entero, tocan puntos sensibles del mito. Y que, pueden, entonces, si no promover el develamiento de su estructura, sí enriquecer la lectura de su relato, señalar sus espesores y sus ecos, indicar ambiguamente sus muchos rumbos intrincados. Por eso, menciono, simplificándolas, algunas sugerentes asociaciones figurativas o conceptuales ligadas a este espeso episodio mítico.

            Arpylá consuma el destino mediador de Ashnuwerta, a quien representa, suplanta o, simplemente, continúa. La figura de la diosa-mujer-ciervo clava un eje de oposiciones entre lo sacro y lo profano y entre lo numinoso y lo meramente orgánico. Enfrenta al ser humano con los dioses, por un lado, con los animales, por otro. Trabaja las diferencias, disputas y coincidencias entre varón y mujer. Elabora los nexos difíciles entre la reproducción y la muerte; entre el tiempo cumplido y la fase presente. Establece instancias de mediación, conexiones a través de la regla y el rito, a través de la idea de la muerte que ordena y restringe toda industria humana.

            La figura de la ascensión de los hombres al árbol para llegar hasta la diosa es bastante expresiva. Menta sin duda, entre otros motivos, la elevación que requiere la apetencia de lo sacro: el ser humano necesita levantarse y escalar para comunicarse con las deidades. Y precisa vencer dificultades, entre las cuales descollan su propia impaciencia y su mucha torpeza. Y debe aprender: el acceso a un nivel superior demanda conocimientos (revelados en esta ocasión: la diosa enseña los pasos que deben seguirse para alcanzarla). Si el árbol de guayacán alude a la columna cósmica (el axis mundi, la conexión entre lo terrenal y las alturas), las lianas sugieren el camino indirecto y necesario de las mediaciones: no puede abordarse el objeto buscado sino a través del rodeo de trámites laboriosos. A la verdad se llega de sesgo (si es que puede llegarse hasta ella).

            La cópula de Arpylá con los hombres remite, y refuerza, cierta idea de unidad del cuerpo social chamacoco: los varones se identifican entre sí a través de un idéntico esfuerzo por llegar hasta la diosa, de una manera sola de subir hasta ella y poseerla. De sacrificarla, después. El pacto social se renueva ahora sobre el fondo del erotismo y de la muerte, sellado con el semen colectivo vertido sobre el guayacán, sobre la sangre preciosa de la última mujer: la primera. Las instrucciones de Arpylá refuerzan una vez más la imagen de una fuente femenina de la normatividad y el sentido: ella instituye los procedimientos técnicos para alcanzar lo buscado, regula la sexualidad, codifica las formas de la muerte, instaura la repartición proporcional de los bienes bajo el signo oscilante del azar y la rúbrica incierta de toda justicia humana. Despliega la utopía esencial: el sueño viejo de una sociedad renovada.

            Si los varones se identifican entre sí a través de su trato sexual con la diosa, las mujeres lo hacen mediante la carne común de la cual renacen. Y si aquellos alcanzan lo sacra ascendiendo hasta el lugar numinoso, éstas acceden a la dimensión superior desde la materia divina que compone sus cuerpos y los hace aptos para la progenie nueva. Portadoras de la cepa de los dioses, efímeras moradoras del Osypyte, el Reino de los Muertos, ellas darán a luz a las generaciones que habrán de conformar el nuevo pueblo ishir bajo la marca de la palabra y el silencio. Del secreto.

 

            Consumada la tarea infausta del sacrificio de Arpylá y concluida la distribución de sus carnes, los hombres, tal como había sido dispuesto, abandonaron la aldea y establecieron no muy lejos de ella un campamento provisional en cuyos toldos guardaron minuciosamente los despojos valiosos de la deidad inmolada. Para ocupar el tiempo intranquilo que sobrarla hasta la noche y para calmar el hambre crecido con trajines tan intensos y aciagos, ellos fueron en busca de anguilas hasta un arroyo cercano. Estaban allá pescando pero la ansiedad por saber si el milagro se había producido los enloquecía. Cuando se sintieron ya en el límite de la desesperación decidieron enviar hasta la toldería a Tetís, o Pytís, un sobrino del cacique (que para los tomáraho sigue siendo siempre Syr) para que espíe y traiga noticias. El muchacho era un konsaha poro, es decir un aprendiz de shamán, provisto ya de ciertos poderes. Convertido en ave-sastre, un pájaro pequeño y veloz, que desde entonces lleva su nombre, Tetís sobrevoló el campamento a baja altura y fue perseguido por un bullicioso grupo de mujeres que querían capturarlo. Eran, advirtió, las nuevas mujeres surgidas de la carne de Arpylá.

            Vuelto a su forma humana, el joven regresó al lugar en donde ahora descansaban los varones, se tendió al lado de su tío sobre una estera de fibras de caraguatá y, en voz baja, le informó acerca de las buenas nuevas. (Se inserta brevemente acá un episodio menor, un mónene, que nada tiene que ver con el dramatismo de los sucesos que están siendo narrados pero expresa bien un rasgo propio de la cultura ishir: el valor de la astucia y el engaño como recursos para conseguir ventajas y su relación con cierto sentido del humor, bastante pesado a veces, conservado en las circunstancias más graves). Syr, o el cacique que fuere, y su sobrino decidieron, susurrando siempre, ocultar la noticia a sus compañeros. «Aves de rapiña, avispas quizá, terminaron con la carne de Arpylá: ya no habrá modo de recuperar a las esposas perdidas», dijeron con voz solemne. Desesperados, los hombres abandonaron sus bona repletos de anguilas y decidieron dispersarse: algunos volverían al campamento, otros se internarían en la selva en pos de rumbos inciertos. El cacique recoge las bolsas y envía corriendo a Tetís con la indicación de que agrupe de nuevo a los hombres y les explique que les habían jugado una broma. Cuando, gritando de puro contento, ellos regresan corriendo a la aldea se encuentran con sus esposas que, ignorantes de todo cuanto había acontecido y hambrientas por no haber tomado alimentos durante su nueva vida, sólo reclaman el fruto resbaloso de la pesca.

            Acto final: entra el caudillo con las bolsas de caraguatá repletas de anguilas y, luego de reservar para sí y su sobrino los mejores ejemplares y de atribuirse con él el mérito de la pesca, reparte las presas entre las despreocupadas tymycher aly, las flamantes mujeres. Los varones las miran: son y no son las mismas. La desigual distribución de las partes de Arpylá ha hecho reaparecer más gruesas a unas y a otras más delgadas de lo que habían sido. Quienes fueron formadas con la sola sangre de la diosa resucitaron más sombrías, más tristes, como si fueran versiones apagadas de sí mismas.

            Pero hay otra diferencia fundamental entre las mujeres antiguas y las nuevas. Estas han renacido con la memoria borrada: nada recuerdan de su encuentro con los dioses ni de su muerte y suplantación por los hombres. A partir de ahora, cuando los ishir reaparezcan en el círculo ritual rasgando el fondo callado del Chaco con sus feroces alaridos y turbando el sosiego de la aldea con la agitación de sus cuerpos emplumados y pintados, ellas estarán seguras de que se encuentran ante presencias sobrenaturales. Ante dioses, dañinos y favorables como todos los seres poderosos. Entonces, hombres y mujeres asistirán con temor y reverencia, con alegría a menudo, a esa representación que busca fundar el origen y renovar el tiempo, aventar la muerte, reafirmar el deseo. Este es el Gran Secreto. El día en que los ishir olviden interpretar a los dioses y que las mujeres dejen de avalar la verdad profunda de la ficción, se cumplirá el designio de Nemur y quedará abolida la escena en la cual la sociedad ishir se representa, se justifica y se reproduce. «Entonces», dice el viejo shamán Faustino Rojas mirando un punto exacto hacia el poniente, «los chamacoco morirán o, lo que es lo mismo, ya no tendrán ganas de vivir».

 

 

 

            FICHAS SOBRE EL TEMA DEL MITO 7

 

            • Los mitos no tienen un significado, una verdad desentrañable: vertebran distintas constelaciones de significación que una sociedad genera para anclar su origen y conjurar el absurdo de la muerte, para nombrar el fondo, el detrás y el siempre; para rediseñar sus perfiles según una opción propia sobrepuesta y contrapuesta al modelo natural orgánico.

            • Defender el secreto, cuestionar que el mito transmita mensaje exactamente descifrable no significa concebirlo como un texto bello y mudo o como un mero arabesco fabulatorio. El mito abre un terreno de conocimientos para otras vías inaccesible; coloca lo real en una escena otra cuyos artificios revelan flancos nuevos de comprensión.

            • La dificultad de asumir el nivel retórico del mito constituye un problema común de las ciencias sociales, que se desorientan ante un hecho que funda su verdad en la ficción. Que no pueden comprender ciertas oblicuas estrategias a través de las cuales la sociedad se autorreconoce y escenifica, se sustrae y se justifica. Encarar el mito (como se encara la ideología tantas veces) considerándolo un mecanismo tramposo que escamotea la «verdadera realidad», es perder de vista el potencial develador del lenguaje figurado, que enmascara y engaña, por un lado, para, por otro, intensificar los significados y descubrir regiones invisibles a la mirada prudente del concepto.

            • En medio del simulacro y de la importación del drama, en plena confusión de sombras y de reflejos, el mito hace aparecer de contrabando fuerzas oscuras no previstas en su trama; quizá desconocidos actores esenciales o sucesos y parlamentos que ocurren en otro lado.

            • Lo que la revelación del mito pierde en claridad gana en vigor y vehemencia, en la generosidad del exceso. El enrevesado andar mítico recupera el terreno perdido a través del atajo de los rodeos poéticos.

            • Los mecanismos de conocimiento del mito comienzan a funcionar allí donde terminan los del discurso. La cuestión del sentido, el tema de lo incondicionado, el deseo de la trascendencia, así como la necesidad de abarcar al mismo tiempo las muchas dimensiones que tiene lo real, rebasan las posibilidades de la reflexión y dejan un excedente que no puede ser apresado con análisis y definiciones sino sólo aludido a través de sugerencias. Abordado indirectamente mediante ambages, desvíos y acercamientos sesgados.

            • Los mitos se ocupan de las preguntas radicales de una comunidad: de aquellas que esperan una respuesta imposible. Desde sus narraciones oscuras, la silueta de lo absoluto, el lugar del antes del principio y el del después del límite (el acontecimiento que ocurre fuera del tiempo) aparecen iluminados intensa y fugazmente para que el hombre pueda orientarse. Son furtivos puntos de referencia que permiten entrever o imaginar el rumbo de caminos esenciales. No se resuelven en evidencias claras y definitivas (Los viejos sabios ishir dicen algo así como que el secreto es el aval del sentido).

 

            APUNTES SOBRE EL GRAN MITO ISHIR

 

            • El Gran Mito constituye un eficiente filtro regulador de la sociedad chamacoco y un poderoso armazón de sentido suyo. A través de sus vigorosas figuras asume una cuestión central que hace al ordenamiento colectivo y fundamenta su pensar: el vínculo entre lo mismo y lo otro. La elaboración de la diferencia (a partir del sexo, edad, carácter individual, profesión) permite asignar puestos y dibujar los intrincados mapas de las relaciones interpersonales. Hombres y mujeres; no iniciados, adultos y ancianos; miembros de diferentes clanes y familias; guerreros, cazadores y recolectoras, caciques y shamanes, asumen sus lugares avalados por el poder de las «palabras grandes», ungidos, urgidos, por el trabajo oscuro de la metáfora.

            • Las grandes redes de sentido se tejen anudando figuras inciertas e ideas enmascaradas (urdiendo deseos, signos rápidos creados por el miedo, engendrados por la imaginación y el delirio del éxtasis o por el sueño revelados). Pero también manipulando razones claras. Y prestando o robando formas ajenas que pasan a ser enlazadas en la trama del relato.

            • Es cierto que el mito permite amarrar, explicar y legitimar lo social. Es verdad que acerca los grandes argumentos mediante los cuales la colectividad asegura su continuidad, intenta una explicación de sí misma y elabora una autoimagen. Pero también es seguro que el Gran Mito no cierra las grandes cuestiones: constantemente renueva los interrogantes sociales y, al chocar con situaciones históricas nuevas, crea conflictos y desencadena crisis; exige reacomodos, desestabiliza. La angustia chamacoco, esa desasosegada aflicción que remeda en el alma el tedio de los palmares y la amenaza del blanco, es hija del mito tanto como lo es la calma. Es que el mito aventa el caos sobre el filo del abismo: recorta el orden sobre el fondo de la nada (sólo mediante el lenguaje del mito puede nombrarse la muerte).

 

 

 

NOTAS

 

3«Jútoro»: mujeres solteras, sexualmente libres. Susnik refiere el término a la mujer no sujeta a restricciones de convivencia por regla de pertenencia clánica. (1995:115)

4 Conocida como yvy'a entre los criollos, la ahpora (jacaratia corumbensis) es una enredadera provista de una raíz tuberosa que sirve de depósito de agua y puede alcanzar dimensiones descomunales que no corresponden a sus delgados tallos (Comunicación personal de Jorge Escobar Argaña).

5«Anábsoro» es el plural de «anábser»

6Recuérdese el principio ishir del conocimiento: conocer el secreto de algo es adquirir poder sobre lo desconocido, dominar el lado oscuro. El secreto de las cosas, así como el de los seres todos, o debe ser conquistado o puede ser revelado. A veces el objeto se resiste a la sumisión del conocimiento y le opone escollos: el engaño es un obstáculo que debe ser sorteado o desmontado.

7Este libro fue iniciado en 1991 e interrumpido luego. Entonces yo había terminado un capítulo titulado «Las otras máscaras. Acerca del análisis de los mitos». Inseguro acerca de su destino final, lo incluí en una pequeña obra mía (Escobar.1992). Ahora me limito a trascribir algunas fichas que le sirvieron de base.

 

 

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