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JOSÉ VICENTE PEIRÓ BARCO
  UN VIENTO NEGRO: VALIÓ LA PENA ESPERAR - Por JOSÉ VICENTE PEIRÓ BARCO - Domingo, 09 de Diciembre de 2012


UN VIENTO NEGRO: VALIÓ LA PENA ESPERAR - Por JOSÉ VICENTE PEIRÓ BARCO - Domingo, 09 de Diciembre de 2012

UN VIENTO NEGRO: VALIÓ LA PENA ESPERAR


Por JOSÉ VICENTE PEIRÓ BARCO


¿Cómo escribir una reseña de un libro de un amigo lo más objetivamente posible? Es el gran dilema del crítico, sobre todo del profesional. ¿Cómo sentarse frente a la pantalla, ante su espacio en blanco, y no pensar alguna vez en una frase que pueda herirle o deteriorar sus relaciones en el futuro. ¿Se puede ser crítico y amigo? ¿Se puede ser crítico imparcial en el trabajo analítico? ¿Se puede uno sustraer a la subjetividad? Son preguntas de difícil respuesta. Algunos dirán que es imposible. Yo prefiero decir que es difícil porque no hay nada imposible, salvo salvarse de la muerte.

Pero el oficio del crítico está desprovisto de sentimentalismo (que no es lo mismo que estar desprovisto de sentimientos). Y más cuando hay dinero por medio, lo cual no es el caso de mis colaboraciones con la prensa paraguaya, que redacto más por el sentimiento de que son útiles que por otra razón. No puede el crítico dejarse llevar por el corazón sin medir con el cerebro. Ha de olvidarse de estos conceptos: amistad, amor, antipatía o simpatía, gusto temático, afinidad estilística, y proximidad ideológica. Solo así será capaz de conseguir una buena crítica sincera y profesional al mismo tiempo.

Y ahora es el momento de dejar de lado al amigo Alcibiades y entrar a fondo en una obra titulada Un viento negro, publicada recientemente después de haber logrado el Premio de Novela Lidia Guanes de 2012, concurso que nos ha brindado siempre buenas obras premiadas, como El Peluquero Francés de Guido Rodríguez-Alcalá, aunque nunca entendí que se presentara la obra en Casa de América de Madrid pero no se pudiera conseguir en una librería española. Esperemos que el Ateneo Cultural con este nombre tenga muchos años de vida y siga con ese tino certero a la hora de elegir una obra premiada.

Un viento negro es una novela sobre la represión de la dictadura de Stroessner a ese experimento popular campesino llamado Ligas Agrarias. Pero al lector le resultará indiferente que se trate de los campesinos pacíficos o de los revolucionarios: se dejará impregnar por la irracionalidad del régimen y sus protagonistas. Es una novela que reproduce un momento histórico del Paraguay en su lado más atroz y con toda su crueldad, pero va mucho más allá: es una novela sobre la crueldad. Esa represión preventiva practicada por los resortes de la policía y la milicia colorada en los años setenta del siglo pasado es un símbolo de la sinrazón.

A estas alturas de la historia humana, creíamos haber leído ya todo sobre la barbarie. Creíamos que con los nazis y las dictaduras del Cono Sur americano de los años setenta, habíamos ya contemplado todas las miserias de la crueldad y la violencia derivadas de la política. Creíamos que el Operativo Cóndor, en el que Paraguay tuvo más protagonismo del conocido al menos en Europa, significaba la institucionalización máxima de la represión más sanguinaria. Pero no era así: quedaba un episodio histórico paraguayo: la “Pascua Dolorosa” de 1976, la represión donde la dictadura tuvo como principal objetivo a los integrantes de la asociación de campesinos Ligas Agrarias Cristianas y de la Organización Político Militar (OPM), un grupo de jóvenes que aspiraba a formar una resistencia armada, a resistir más que a combatir. Dijo el autor en la presentación de la novela que con esta obra pretendía rendir homenaje a estas víctimas y rendir homenaje a estos jóvenes que creyeron en una sociedad distinta a la que vivían.

González Delvalle se sitúa dentro de los acontecimientos. Su escritura es naturalista, propia de una estética de la crueldad donde el suceso es tan importante como su detalle caracterizador. Al fin y al cabo, él es un periodista ante todo pero ha vivido y conoce la cárcel y la tortura de la dictadura. Se aprecia en todos los capítulos, pero sobre todo en la historia de Blas Arzamendia,  más llamativo por ser el primero. El lector es incapaz de determinar qué es más cruel, si la descripción de las torturas sufridas, la actitud de los torturadores y la espera de los torturados, o la infructuosa lucha de los incrédulos padres, próximos al poder. La madre de Blas no entiende que su hijo pueda ser víctima de la represión. No escapaba nadie, ni los afines. Además, para eso estaban los vecinos, para que el régimen tuviera las fuentes de la delación de primera mano. También resulta muy dura, si es que alguna escena del libro no lo es, la destrucción de la vida futura de Eva Alonso con su enamorado Daniel. ¿Qué es más virulenta, la represión física o la destrucción moral? Así de cruel era un régimen que no dudaba en instrumentalizar el sadismo como forma de destruir vidas de quienes no pensaban igual que sus prebostes. Y en ello reside el punto más logrado de la novela.

Cada capítulo está estructurado de manera independiente, pero todos están encadenados, guardando unos relación con otros. Esta estructura encadenada da una enorme fortaleza a un discurso cuyo tono no baja en ningún momento; no hay fisuras en el discurso, ni el lector puede perder el hilo de las palabras. Cada uno está titulado con el nombre y apellido de su protagonista. De esta forma, se ofrece una visión perspectivista de los sucesos, con un narrador distante, conocedor de los acontecimientos, y al mismo tiempo aséptico. De esa forma, el estilo periodístico dominará desde el primer momento, con la maestría de quien controla el discurso narrativo fundamentado en la causalidad de los acontecimientos. Cada capítulo irá rellenando los huecos de la historia dando voz a cada protagonista. Así, el comienzo de la novela dedicado a los sucesos de Blas Arzamendia, además de aterrador, abre perspectivas a otros personajes compañeros de prisión y de torturas. La situación creada en paralelo, entre una familia afecta al régimen incapaz de asumir que su hijo esté envuelto en una organización tachada de subversiva y la realidad, genera una tensión discursiva abierta a los capítulos posteriores. Quien es secundario en ese capítulo pasa a ser protagonista en los siguientes. Ese procedimiento estructural en perspectiva, utilizado más de lo que pensamos, por ejemplo, en Rosaura a las diez de Marco Denevi, o en La posta del placer de Raquel Saguier dentro de la literatura paraguaya para conocer qué objeto lleva ese misterioso viajero en la maleta, necesita a un autor muy preparado para no caer en el subjetivismo, dado que las visiones son crónicas realistas. El de Un viento negro está sobradamente preparado para estos grandes retos narrativos y para graduar el dramatismo sin que se le escape la situación hacia un sentimentalismo vacuo, de la índole que sea.

Por otro lado, la técnica de relleno de las historias en perspectiva posee un enorme peligro: siempre puede quedar un hueco. En esta novela se aprecia que no, a pesar de que un capítulo como “Dionisio Rojas” despliega tal amplitud de personajes que resulta difícil no caer en alguna contradicción en los capítulos posteriores. Pero hay un denominar común: el terror. Lo contado produce un miedo propio del subgénero fantástico. Ahí está ese comienzo de la tercera historia, “Ramón Segovia”, relato que es el vértice de la novela. Frente a esta dureza del mundo paraguayo, ampliada por las dictaduras del Cono Sur, se encuentra la Suecia de Eva Alonso, donde la dureza es simplemente climática. Allí encuentra una nueva vida y ya nada será igual. Y es que nada será igual en el Paraguay posterior a esa Semana Santa de 1976. El miedo no muere en siglos. El miedo sobrevive a la historia.

Personalmente, creo en los principios de una novela como si fueran símbolos periódicos químicos que resumen las cualidades del producto global creado. Todo buen lector recuerda el inicio de Don Quijote de Cervantes, de La Regenta de Clarín, de Pedro Páramo de Rulfo, y de Cien años de soledad de García Márquez. Una diferencia de la literatura y el libro comercial impuesto estriba en esos principios impactantes de los primeros frente a la presunción de ser impactante de los segundos, casi siempre más explicativa que estética. Fíjense en estos inicios perfectos y llamativos de los capítulos de Un viento negro: “Desde hace trece años la viuda de Arzamendia –perdió a su marido hace cinco- sale al atardecer de cada dos de febrero a comprar un ramo de flores para depositar al día siguiente en la tumba de su hijo”, “Un golpe en la puerta la hace saltar de la cama” y “Dionisio Rojas y su esposa, Isabel, deciden contarle a la tía Martina recién al amanecer el exitoso golpe militar contra Stroessner”. Llaman la atención, animan a proseguir la lectura con un uso parco en palabras.

Quizá alguna palabra podría haberse sustituido con el objeto de evitar la derivación gratuita, aunque forma parte del habla coloquial del castellano paraguayo (“recordación” por “recuerdo”), pero la prosa es exquisita y densa a pesar del empleo de las frases muy directas en un tono informativo. Una novela debe contar, debe narrarnos una historia acariciándonos, aun cuando el contenido sea duro. Decía Nabókov que “leer es acariciar los detalles”, pero también lo es escribir. Y eso lo hace muy bien Alcibiades González Delvalle en su novela Un viento negro, muy alejada de su jovial y costumbrista primera novela, Función Patronal (1980), y más cerca de su teatro cronístico, cuyo mejor ejemplo es San Fernando. Han pasado muchos años desde sus producciones anteriores, pero ha merecido la pena esta espera de varias décadas para recibir una de las obras que, sin duda, va a llenar las historias literarias de Paraguay con numerosas páginas. Para empezar, vayan estas que Vd. ha leído, y que espero le empujen a disfrutar de esta exquisita producción y de un contenido que no debemos olvidar para evitar su repetición.

 

Fuente:  www.abc.com.py

Suplemento Cultural de ABC Color

Domingo, 09 de Diciembre de 2012



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