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IRINA RÁFOLS
  ESPERANDO EN UN CAFÉ, 2004 - Cuentos de IRINA RÁFOLS


ESPERANDO EN UN CAFÉ, 2004 - Cuentos de IRINA RÁFOLS
ESPERANDO EN UN CAFÉ
 
Cuentos de IRINA RÁFOLS
 
 
Portada: Esperando en un Café (Collage)
 
Irina Ráfols
 
Aemado: Global Gráfica
 
Editorial Servilibro
 
Asunción - Paraguay
 
2004 (143 páginas)
 
 
 
Son 19 cuentos en los cuales Ráfols despliega su original talento literario. Hablando de temas conocidos y agobiantes, como la globalización, la autora hace gala de una ironía filosa como un estilete. Una sonrisa podría asomarse al rostro de los lectores, producida por descubrir mucha semejanza entre su pensamiento y el de la escritora.


PRÓLOGO

 

         Cuando terminé de leer Esperando en un café de Irina Ráfols, me pregunté: ¿Cómo es que cuentos tan distintos son capaces de crear esa atmósfera que permea cada una de sus páginas? No hay una respuesta neta, me dije. En una segunda lectura ya me detuve en cada una de las criaturas que -con la maestría que Irina les confiere- atraviesan los cuentos con sus verdades ensimismadas, no proferidas. Criaturas que nos hacen vislumbrar lo que son estos cuentos, más allá de las técnicas y lenguajes diferentes con que Irina, a fuer de aventajada estudiante de Letras, experimenta.

         Y es que a estas criaturas -como a nosotros- les suceden cosas. ¿No decía el maestro Borges que la vida esta llena de cosas irreparables? Así, a Rosa, por ejemplo, el presente destruye lo único que tiene, "los hermosos recuerdos del pasado". ¿Porqué no vivir en él? A Gregoria; deseosa de ser mirada y amada por el héroe que espera, muy caro le cuesta el estirar el cuello justo cuando Perseo con su espada... Pero esas cosas que son irreparables pueden ser también narradas, como Irina lo hace, con una fina ironía en El venerable, lento, eterno y largo Consejo de Ancianos, El muerto incómodo y Pecado de idea original. Allí hace su aparición una de las criaturas más originales que con trazos leves y perfectos creara Irina: Oliverio, el que se resiste a la homogeneización prevista en un mundo globalizado.

         En la vida, lo sabemos, también nos suceden cosas cuando nos quedamos inmóviles, como se queda la mujer de La Burka, la que mira el mundo en pedazos, la que teme verlo por completo.

         También registra Irina un vaivén casi metafisico que desde la realidad nos lleva a otras dimensiones, la fantástica o la permanente del arte. Así le sucede a la mujer de Esperando en un café. Situación elusiva que la autora maneja con rara habilidad y que nos lleva a internarnos en las arenas movedizas del Destino. Este cuento y El omnisciente, son logros que hay que resaltar. Y decir que todas estas criaturas tienen un gesto ante el Destino, ante lo irreparable. ¿Será este el hilo conductor, el que teje la atmósfera común a los tan diversos cuentos? Dejo a los lectores tan dificil respuesta.

         Por todo ello es que sus cuentos son capaces de brindarnos un deleite auténtico, cumpliendo así con el goce esencial estético que se exige a toda obra literaria. Sus cuentos son también capaces de abrir las puertas hacia la dimensión por ella frecuentada...

         Tan importantes logros en su primer libro nos permiten ser muy optimistas ante su futuro de escritora, desde estas páginas enriquecidas por su talento y experimentación.

         Y para terminar, quiero recordar al maestro Borges opinando sobre el cuento: "Para el cuento, conviene saber el principio y el fin. Dar a cada tema una retórica. Imaginar más cosas de las que uno escribe en él, es una obligación. Y ser un soñador sincero." Creo que trina ha seguido los sabios consejos del maestro, guiada por una auténtica vocación de escritora que despunta radiosa, como el alba...

 

         Sara Raquel Chaves

        

 

INDICE

 

Prólogo     

La loca

El venerable, lento, eterno y largo Consejo de Ancianos

Los desconocidos

La burka         

Astolfo, el romántico

El sacrificio                  

El hombre del retrato

El imposible y extraño caso de William Fernández

La aspasia

Crónica de un Fantástico Interior

El muerto incomodo

El sacerdote Druida

Romance del conde Nisecómo Nipordónde

Gregoria

El cuchillo de plata

El cuerpo   

El omnisciente

Esperando en un Café

Pecado de idea original

 

 

 

LA LOCA

 

         Desde hace dos horas, no hago más que entretenerme en hacer la revisión de lo qué fue mi vida. Toda la vida me trataron de loca. Mamá decía que de chiquita era muy soñadora, que siempre estaba en la luna imaginándome cosas extrañas o soñando. Pero al pasar el tiempo comenzaron a cambiar. Empezó a no caerles en gracia que hablara con los árboles, que esperara en una esquina para ver pasar una nube, que tapara los zapatos por las noches para que no sintieran frío.

         "¿Por qué les parece tan raro lo que hago yo? ¿Y lo que hacen ustedes?... Le hablan a estatuas de santos hechas de yeso, cuentan los números de los boletos para tener suerte, pisan con el pie derecho al subir al colectivo... Cada cual tiene sus propias locuras pero no las ve. Yo no estoy loca", insistía.

         Una vez mi padre quiso llevarme al siquiatra. El siquiatra me hizo preguntas totalmente fuera de lugar, ¡cosas rarísimas! Me mostraba círculos y me preguntaba que eran. Yo le decía: "Círculos", y él asentía con la cabeza como si fuera la gran cosa saber que un circulo; es un círculo. Después terminó recetándome unas pastillas cuadradas para la cabeza que me obligaron a tomar en casa. Los remedios me hacían dormir y yo no tenía problemas con el sueño. Mi problema era que los demás tenían problemas para verme.

         Eso hizo que empezara a alejarme de mi familia. Interpretaban mal todo lo que hacía. Esto me molestaba mucho y no podía dejar de decírselos. Me molestaban hasta porque me peinaba en la mesa, ¡no me dejaban usar el tenedor para peinarme! No me podía quedar viendo la comida cuando intentaba descifrar el mensaje oculto en la sopa de letras. Pero el colmo fue cuando me impidieron entrar al baño sola. Solía refrescarme los domingos abriendo al máximo la ducha del bidet, para pensar. No podía ni siquiera tener un momento de reflexión en aquella casa. Todo el tiempo estaban detrás de mis pasos. Furtivamente, como cazadores.

         Una tarde me atrincheré bajo el fogón de la cocina. Oía las pisadas, las llamadas obsesivas buscándome. ¿Para qué me buscaban tanto?, ¡querían encontrarme pero se negaban a verme! Realmente estaban locos.

         Otra tarde entré en el lavarropas. Me gustó lo limpio que estaba y el rico y fresco olor a jabón, encima me deleitaba ver mi cara reflejándose en el tanque como un espejo desfigurado. Recuerdo que me hicieron salir a los golpes "¿Por qué tanta violencia? ", les pregunté. Me respondieron la cosa más estúpida: "A los treinta años ya no puedes esconderte adentro de un lavarropas". ¿Qué quería decir aquello? ¿Que si tenía veinte o cincuenta y ocho tal vez podría? Además, ¿cómo podían tener el tupé de decir que no podía entrar si me sacaron de allí? ¡Cómo les costaba ver la realidad!

         El sábado tomé la más brillante de todas las decisiones. Traté de esconderme adentro de un cajón al que oculté previamente bajo la tierra, quedándome un buen rato en silencio. Solo sentía el fresco perfume de la humedad de la tierra. Adiviné cercano el vaivén de la hierba con el viento suave. Lo podía escuchar. Todos los sonidos se acentuaban en mis oídos y la mente me los mostraba con visión panorámica. Adiviné también mariposas negras sobrevolando mi escondite, pero sé que no querían descubrirme, solo protegerme. Hasta el gato del vecino se acercó a mi escondite, pero no dijo nada porque lo entendía todo. Pasó despreocupadamente y siguió de largo en busca de sus ocho vidas. Yo podía tener tantas vidas como él, si quisiera. De golpe sentí caer una guayaba de 275 gramos sobre mi techo. Alguien la destornilló del árbol al que estaba encajada y la soltó sin reparos... Seguro que ya no daba más luz o estaba vencida. Pero como yo no estaba vencida podía decidir cuando aflojar mi propia rosca. Ahora estaba de incógnito bajo la tierra, husmeado el humus ennegrecido de una realidad oscura y postergada.

         Al rato escuché pasos inquietos de los de arriba y escuché sus llamados tortuosos y sus gritos llenos de ningún significado. ¿Para qué se desesperaban tanto? ¡Qué ilógicos eran! Una vuelta les oí decir a mamá y a papá, creyéndose solos: "¿Por qué no la internamos?, ¡ya no sabemos lo que es tener paz en esta casa!" Si tanto querían no verme, ¿por qué insistían en buscarme? No tenían la visión anchurosa del más allá visto desde el más acá. Desde aquí abajo, podía contemplar hasta el crecimiento blanquecino de las raíces tiernas y ayudar con mis ojos a mover sus diminutos pies hacia la salida oculta, hacia el anhelado renacimiento. O sorprender un rayo de sol en el improvisado reverberar, al encontrarse de golpe con un embrión vivo, llenándolo de asombro. No estaba loca, ahora podía comprobarlo.

         Tiempo después, olí un delicioso perfume a flores maduras. Sentí el peso de la tierra tirada sobre mi cajita. Les oí rezar sobre mi techito de madera y sentí la humedad de sus sollozos angustiados. Después de todo me di cuenta que les caía bien y me resarcí con ellos cuando se dieron cuenta, por fin, de que no estaba loca... Porque nunca había estado loca.

         Solo fabulaba mi tremebunda razón, en el último vértice de mi existencia, desordenando progresivamente el resto de mi cordura, como se irían desordenando después, una a una, todas las moléculas del resto de mi cuerpo, pues yacía muerta en mi ataúd desde hace dos horas.

 

 

 

EL SACRIFICIO

 

         Esa mañana muy temprano me encontré mirando aquel cielo confinado, con temor.

         Era la hora del sacrificio. Se agruparon a la vez, seis enormes luciérnagas y flotaron sobre mi cuerpo. Luego, y más abajo, se agruparon otras seis, y ahí se mantuvieron aleteando sin intentar huir. Claro, ¿para qué querían huir, si estaban destinadas a formar parte de la ceremonia?

         Luego tres espantosos brujos blancos llegaron y observaron todo mi ser y notaron mi temblor y también: mis lágrimas. "¿Por qué llora ésta?", dijo Uno. Otro, un poco más condescendiente musitó: "¡Tranquila!, ¿porqué llorás si estas conmigo?" "Sí, pero ya sé lo que me van a hacer...", pensé para mí, sin decírselos. El Tercero no estaba satisfecho.. Había venido á mí, mucho antes que los otros. Se presentó, y cuando estuvo a solas conmigo me dijo: "Esto esta mal. Faltan muchos elementos para el ritual. Si no están los implementos que se necesitan sé apéligra tu vida y mi prestigio... Esto debería suspenderse." "¿Qué podía, correr peligro? ¿Acaso no era un sacrificio? Iba a correr riesgo de cualquier manera y un rato antes me habían comprometido a no lamentarme si algo salía mal. Claro que si salía demasiado mal, no iría a lamentarme tampoco porque iba a estar muerta, y cuando uno se muere pareciera que no importa más nada, porque uno ya no abre más la boca. Pero sí, me preocupaba el prestigio del brujo más blanco, el que iba a inocularme el veneno más poderoso. Los otros brujos no envenenaban, solo se dedicarían a cortarme. Para eso colocaron una suave tabla debajo de mí cuerpo y tuvieron la delicadeza de colocarme sábanas blancas, bien limpias. Me despojaron de mi ropa y me instaron a colocarme una túnica celeste que me pareció horrible, pero como había cosas peores, me lo callé. Escuché risas pérfidas a mis costados. Éstos se preparaban.

         Los vi abrazarse entre ellos, en señal de saludo y de respeto. No obstante, sabía que se propiciaban ambiguas desconfianzas entre sí, pero no podía meterme, porque al fin al cabo, yo había venido bajo mi propia voluntad para el sacrificio. Yo los había convocado. Recuerdo que sus vestidos blancos se llenaban de luces fulgurantes bajo la ronda de las luciérnagas. Antes de someterme, se dignaron a efectuarme alguna que otra palabra de aliento, inclusive me acariciaron y me miraron a los ojos como si yo fuera algo importante. Comenzaron a colocarme pequeñas flores que latían sobre mi pecho mientras se tapaban la boca. Primero hurgaron entre las venas de mis brazos y el brujo que traía el veneno, me lo introdujo por allí. Noté que empezaban a entusiasmarse. Evidentemente que les gustaba aquello. Habían nacido para esto, para despojar del ser a quien lo necesitara. Eran sabios, maestros de experiencia, respetables extirpadores.

         Busqué la mirada del Gran Jefe y se lo dije, muy en contra de mi voluntad, porque me jure que iría a tener valor en el momento crucial, ¿yo me prestaba, no? ¿De qué me quejaba entonces?, pero se lo dije: "¡Tengo miedo!..." Sé que dos gruesas lágrimas corrieron por mi rostro en ese momento porque las sentí deslizarse y eran calientes. "¡No!, ¡no vayas a tener miedo si estas conmigo!", me dijo, el Gran Jefe, acariciándome el brazo. Entonces no sé por qué eso me convenció de que no debía llorar. Un segundo después, el envenenador, atrajo hacia mí una víbora feroz. No hizo más que meterme sus fauces abiertas entre la nariz y la boca e inmediatamente me insufló su ponzoña. Los brujos eran rápidos y diestros. Vi el giro de la ronda de las luciérnagas y me percaté de soslayo, que una sacerdotisa traía una bandeja con una variedad de cuchillos afilados. Luego hablaron de mi corazón. Después me quitaron el nombre. Lo supe porque intenté decirlo en mis últimas instancias y ya no lo recordaba.

         A las cuatro horas me despertó el jefe cirujano, palmoteando suavemente mi cara: "¡Despertáte, ya paso todo!, ¡todo salió bien!" ¿A qué se refería?... Me habían mancillado, me habían quitado el honor hasta el extremo de dejarme sin memoria... Me temí muerta. Sentí dolores reales de prácticas carniceras que efectivamente me habían realizado. Sin embargo, estaba viva. Y lo que es mejor; recordé como me llamaba. Recordé también, que había venido al hospital a sacarme la vesícula.

         Cuando un poco más tarde salí, noté que el último de los brujos, subido a su Mercedes, sonreía complacido desde la ventanilla, al verme salir caminando. Le sonreí también, agradecida, pero me quedé mirándolo con cierto recelo interior cuando aceleró y desapareció como el viento.

 

 

 

EL HOMBRE DEL RETRATO

 

         A Rosa le sentaba bien el frío. Le sentaba bien el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado. A su espíritu contemplativo le caía bien la blancura de la nieve y el cristal delgado de la escarcha. Había una comunión nativa entre su ánimo sensible y el medio ambiente que la rodeaba. Mujer, melancólica y pensante como era, pertenecía indudablemente a ese emotivo ecosistema de impresiones naturales y sencillas del que forma parte el espíritu romántico femenino.

         Todo en ella, hasta las sutiles y breves hebras de plata que ya se entremezclaban entre sus rubios cabellos, era un alegre canto a la bienvenida del invierno como a la representativa bienvenida del ocaso resignado de su propia juventud.

         No había pájaros piando entre los árboles ni en los alrededores, pero el cucú de madera insertado en la pared, gorjeó mecánicamente gustoso a las siete y media de la mañana, desde su nido-reloj de palo santo.

         Contempló el jardín desde la ventana y miró a lo lejos. La blancura grisácea del tiempo le hizo recordar la nostalgia de otros tiempos idos. Se dirigió a la cocina para calentar café, luego fue al living y colocó un compacto de Richard Clayderman... Suspiró intensamente al oír "Las penas olvidadas" y encendió un cigarrillo. "¡Qué frío que hace!". Se friccionó los brazos, aterida, y volvió a entrar en el dormitorio para buscar un abrigo. Todo estaba tan revuelto en el armario que al quitar un saco de lana, algo cayó al suelo… Era el retrato de él, enmarcado en ese marquito azul de opalina que él mismo había confeccionado para su propia fotografia. Lo miró con ese temor latente que ocasionan los recuerdos cuando asaltándonos de golpe, pareciera que van a revivir…'' ¿Cuánto tiempo había pasado desde que él se marchó?... ¿Qué estaría haciendo en este momento?... ¿Me recordará todavía?... ¡Mi Dios!, ¡qué bello era, qué bello!... " y la ceniza del humeante cigarrillo que no había abandonado cayó como una nieve gris sobre el retrato sostenido, ensuciando el amado rostro que contemplaba. "¡Ay!, ¡qué desastre! ", exclamó, y quitó enseguida la ceniza usando la propia manga de su camisón. 

         Corrió a la cocina. El café hirvió y se derramó espaciosamente sobre la hornalla hasta apagar el fuego. Cerró la válvula mientras el viento resopló entre las ramas desnudas de los árboles y entró veloz por la ventana del living, arrastrando consigo algunas hojas amarillentas. En el momento que cerraba los postigos y encendía la trémula luz del velador de la mesita, alguien llamó tímidamente a la puerta.

         Acudió a abrir sobresaltada con la foto todavía apretada contra su pecho... "¿Quién es?", preguntó antes de abrir... "Yo...", le contestó alguien con voz cálida, pero grave. Entonces recordó esa voz y saltó hacia la puerta y la abrió con el mismo ímpetu de los resortes. "¡Antonio!", casi gritó, sorprendiéndose, mientras un hilo de electricidad le daba una aguda puntada en el vientre. ¡Era él! El hombre del retrato. Once años habían pasado desde que había viajado a los Estados Unidos. "¿Cómo estás Rosa?" "¡Bien!, ¡bien!... ¡Gracias, Antonio!... Pero... ¡pero pasa!, ¡no te quedes ahí parado con este frío! ", le dijo entonces, con una amable sonrisa que más que demostrar desagrado por el clima, revelaba una confortante complicidad. "¡Enseguida te preparo un café bien caliente¡... ¿Desayunaste ya?" "¡Sí, gracias! ", dijo él, pasando. "¡Qué invierno terrible nos tocó este año!, ¿verdad?", siguió diciendo Rosa, mientras cerraba la puerta ansiosamente tras él... "Sí. Este invierno ha sido más duro que muchos inviernos anteriores " "¿Me das tu abrigo?" "Eeeh... ¡No, gracias, Rosa!, ¡no te molestes!, solo voy a estar unos minutos nada más... Estoy corto de tiempo y tengo un par de cosas que hacer en el centro " De repente ella se quedó medio seria mirándole y entonces él se fijó en lo que ella apretaba contra su pecho, algo que ya había olvidado. "¿Qué tienes ahí entre los brazos?" "¡Ah!, ¿esto?, ¡es... Nada más que un recuerdo, Antonio! " "Mm..: ¿A ver?, ¡a que conozco ese recuerdo!, ¿Es mi foto, verdad?... ¡Pero Rosa!", agregó sonriendo, "¿acaso me esperabas?, ¿sigues teniendo manifestaciones de lo que va a pasar, como antes, o aparecí aquí involuntariamente cuando miraste mi fotografía?", y volvió a sonreír, tratando de parecer gracioso... Pero ella lo miró con el reflejo de un dolor antiguo que le subió repentinamente a los ojos y le contestó: "Si tuviese poderes mentales te aseguro que hace rato te hubiera hecho llegar hasta mí, aunque fuera en pedacitos, y no habría perdido once años de mi maldita vida esperándote. "Luego se arrepintió de esas palabras vehementes que la dejaron enteramente a descubierto, pero bajo los ojos y no habló más.

         Pasó un minuto de silencio mientras homenajeaban con el recuerdo mudo, la muerte de aquel cariño ido. "Mira, Rosa", comenzó a decir él, rompiendo aquel silencio, lo más suavemente que pudo: "Las cosas... cambian con el tiempo... las cosas y las personas... ¡nada es para siempre!, ¡nada!", y tomó la mano de ella, y ella se dejó llevar por él como antiguamente. Se sentaron en el sofá, pero enseguida él le soltó la mano y le dijo: "Nada puede detener al tiempo y.. hay ciertas situaciones... que no pueden evitarse... debemos saber disfrutar de los buenos momentos, Rosa, porque al fin y al cabo, la vida es solo eso: momentos. La felicidad es solo un momento, el amor es solo un momento... ¡y lo único que deberíamos recordar son únicamente esos momentos en que fuimos felices!... ¡lo demás siempre sobra!... Cuando las cosas se terminan, cuando ya lo pasado no puede volver, ¿para que seguir lamentándose?, ¿para que torturarse con lo que ya no tiene sentido?... tenemos que ser objetivos y seguir adelante con nuestras vidas, superando los momentos de decepción. ¡No podemos ser tan ciegos de insistir con lo que se nos va de las manos!... ¡eso se llama capricho!; ¡tenemos que dejarlo ir! "... Entonces una triste lágrima se deslizó por la mejilla blanca de Rosa, pero él, o no la vio, o no trató de secarla. "Debiste de continuar con tu vida como yo hice con la mía", concluyó. "¿Qué?", le preguntó ella, repentinamente malhumorada, "¿te casaste, maldito?''..." ¡Rosa!, ¡por favor!, ¿qué sentido tiene discutir sobre eso?, ¡tuvimos que tomar nuestras propias decisiones!".... " ¿Ah, sí?, ¿y cuál fue la decisión que tomé yo, quiero saber?"; le preguntó irónica y dolida, mientras pisaba con furia la colilla del cigarrillo, consumido en el suelo y encendía otro nerviosamente... "¡Yo no tengo la culpa de que hayas preferido enterrarte á vivir!", le dijo él alzando la voz, a lo que ella le gritó: "¡Hubiera preferido tenerte!, ¡hubiera preferido mantenerte!, ¡pagar tus estudios!, ¡ser tu esposa, la madre de tus hijos!, ¡tu sirvienta! "... "¡Yo nunca te hubiera querido de sirvienta, Rosa!"... "¡Cállate!, ¡siempre te interesó más el dinero!; ¡el maldito dinero!, ¡los lujos, las comodidades!, ¡tener estoy aquello!, ¡y tener más, más y más!... ¡seguro!, con semejantes ambiciones que tenías ¿qué sueldo iba a alcanzarte?... Con cualquier trabajo que hubieras conseguido aquí, nos hubiésemos arreglado perfectamente. ¡Pero no!, ¡él estaba empecinado por irse a los Estados Unidos, por que allá iba a tener esto y lo otro!, ¡y que la vida allá era más fácil y mejor!... ¿y yo qué?... ¡maldito egoísta!... ¡te habrás casado con la hija de algún capitalista, o de algún narcotraficante, allá en tu querida Norte América! ¡Habrás entrado en la mafia! ¡Seguro que viniste a pedirle a la tonta de Rosa que te esconda un costal de cocaína!, ¿no?, ¿dónde te gustaría que la escondiera, cariño?... ¡vamos!, ¡ayúdame a encontrar un sitio adecuado donde ocultar tu crimen!... ¿qué tal en los tarritos de dulce, mi amor?, ¡tengo tantos!... ¿Recuerdas cuando comencé a comprar los enseres de cocina, y toda aquella vajilla, y los manteles, y la ropa de cama?... ¡Todo el dinero que gastaba de mi sueldo pensando en nuestra casa!... al final tuve que terminar amontonando las cosas en el desván, allá arriba, porque jamás me diste la oportunidad de usar nada...", y su voz ahora se había vuelto apagada y melancólica... lo miró fijamente a los ojos y se internó con todo su dolor en los de él... entonces hizo el involuntario ademán de tomar el rostro del hombre que todavía amaba entre sus manos, apenas tocándole, sin poder evitar su temblor... él lo notó y tampoco pudo evitar sentir pena, y entonces, obligándole a verla así a la cara, le dijo: "No me diste la oportunidad de servirte una buena mesa, de cocinarte una rica comida con mis propias manos, de atenderte como una esposa, de cuidarte... ¡y todos esos malditos años que me preparé como una idiota para nada!... ¡Dejé de estudiar para ahorrar dinero para las cosas del hogar, para que nada nos faltara y pudiéramos disfrutar de la vida juntos!, ¿te das cuenta?... ¡Para poder disfrutar del hogar que nunca íbamos a tener!". Y ya no aguantó más las lágrimas. "¡No salía a pasear con mis amistades para tener tiempo para bordar las sábanas y los manteles que usaríamos!, ¡y al final... me quedé llena de cosas que nunca pude usar, con el tiempo perfectamente perdido y pasado para siempre!, y desahogó la tristeza en un desesperado sollozó, pero solo tuvo de consuelo el brazo duro del sillón ... "¡Basta, Rosa!", le pidió entonces él, vivamente, poniéndose de pie, "¡basta de hacerme sentir culpable como si fuera un sinvergüenza, un vividor!"... "¡Sí, sí, eso! ¡Eso eres! ¡Un sinvergüenza y un vividor! ", terció ella entre lágrimas y ahogos. "¡Pero Rosa!; ¡jamás tuve la más mínima intención de hacerte daño! ¡Era mi destino!, ¡tenía que irme! ¡Yo tenía metas que llevar a cabo! ¡Tenía inspiraciones, sueños!... ¡No tenía nada en que creer y pensé que tenía el suficiente derecho de buscar algo mejor!, ¡de construir algo para mi vida, Rosa!,. ¡de abrirme camino!... ¡Cielos, Rosa!; me lo debía a mí mismo", y volvió a sentarse en el sofá excitado por el ardor de la discusión, e incrédulo por las recriminaciones, agregando: "¿Cómo es posible que saques tantas chispas como un dragón a estas alturas?... ¡pasaron once años!... ¡Once años! " "¡Dímelo a mí!" "¡Pero pasó tanto tiempo!" "¡Ah!, ¡sí, Antonio!", dijo suspirando, tratando de serenarse, "¡los dragones somos eternos y por lo tanto, no olvidamos nunca!" "Estas toda llena de cenizas, Rosa" "Demasiado fuego tuve que apagar" "No, no, Rosa, cenizas de cigarrillo, quise decir.. tienes cenizas por todo el camisón" "¡Ah!... ¡ah, bueno!, ¡voy a limpiarme! ¡Vengo enseguida!", y se dirigió al cuarto con la inspiración cortada, como huyendo de lo ridículo que le parecía que él veía la hiriente confesión de toda su angustia amontonada... pero él la siguió... "¡No vayas a entrar en mi cuarto, Antonio!", le gritó furiosa, cuando en realidad le hubiese querido decir: ("¡Dios mío!; ¡pasa!, ¡cuánto te extrañe!, ¡al fin llegaste!")... pero era verdad; había pasado demasiado tiempo como para decir aquello. "Mira... ¡tranquilízate!... yo en realidad... solo vine para traerte esta carta de tu tía Teresa que me la encontré en Los Angeles", dijo extrayendo una carta del bolsillo de su saco. "Aproveché a traértela ya que tenía que venir a la capital por unos negocios..." "¡Déme la carta de mi tía!", dijo ella arrebatándosela de la mano violentamente, como si dentro del sobre aquel estuviese por salir la propia tía Teresa y el no tuviese el más mínimo derecho de tocarla. "Bueno... ¡me voy!... y... perdón, Rosa... ¡perdón por todo lo que te hiciste sufrir por mí!". Y se dio la vuelta tristemente, y sin esperarla, abrió la puerta y se marchó. Ella se había quedado petrificada. Para cuando pensó en salir en su búsqueda, él ya había cerrado la puerta de la calle para siempre.

         Por fin abandonó sus fuerzas y lloró todo lo que pudo, nuevamente, sin poder contenerse más. La realidad la había sacudido de un golpe. Se desplomó en su cama y siguió llorando amargamente con el rostro contra la almohada hasta que ya no tuvo más lágrimas que verter. Después fue calmándose de a poco hasta que se tranquilizó totalmente. Se dio la vuelta y con los ojos enrojecidos miró hacia la nada del techo... entonces sintió como el despecho desplazaba a la tristeza... y como el despecho era desplazado otra vez, por la resignación, y como la serenidad de la rutina sobrevivía otra vez, a toda la desesperanza.

         Se levantó de la cama y para darse nuevos ánimos, volvió a preparar café y a encender otro cigarrillo... el compacto de Richard Clayderman había vuelto a empezar. Abrió nuevamente los postigos de la ventana de su cuarto y el sol inundó ahora su rostro. Suspiró aliviada. El enfrentamiento con la realidad suele ser una de las batallas que más pronto anhelamos que termine. Sintió en el aire la fragancia fuerte del ciprés y de las flores, vio el humo de los cigarrillos consumidos formando disparos de nieblas densas y blanquecinas contra la luz, sintió el delicioso aroma del café caliente que de nuevo hervía vaporoso... entonces respiró involuntariamente bocanadas de ese vago perfume que fluye del invierno, esa sensación fresca y fuerte aliada del melancólico recuerdo de las primaveras idas, hasta que por fin despejó su mente y tranquilizó a su corazón.

         Lentamente volvió a colocar las emociones en su debido lugar. Ubicó a un lado las circunstancias del presente, y al otro, los sueños vedados y los recuerdos perdidos. Fue hacia el Aparador del living donde había dejado el retrato para colocarlo en su respectivo lugar, y por lo tanto, volvió a tener ese recuerdo otra vez entre las manos. Nuevamente quitó con sus dedos un resto de ceniza, limpiando con esmero aquel marquito de opalina azul hasta dejarlo brillante... Entonces sonrió como una niña, con esa dulzura ingenua que solo brota instintiva desde el interior de un corazón bondadoso, muy a pesar de la selva enmarañada de desastres que lleve por fuera. Y sucedió que se dio cuenta, que los sueños hermosos del pasado podían valer más que el tesoro desperdiciado del presente, y advirtió que el hombre del retrato se transformaba por obra y magia de la idealidad, en el hombre verdadero, en el hombre que ella amaba, y no el de la reciente aparición.

         Y una vez más se dijo al verlo, dejándose conmover por la ilusión, en medio de una sonrisa romántica, de juvenil deseo: "¡Ah!, ¡qué bello era ese Antonio, ¡qué bello!...", y en esa exclamación, ya no había resentimientos ni dolores.

 

 

 

CRÓNICA DE UN FANTÁSTICO INTERIOR

 

         Dedicado a Esther González Palacios

         (Por mostrarme los laberintos)

 

         Son las tres A. M. Para un tipo como yo, errabundear a estas horas no es nada. No es nada irreal que a estas horas, en la vida de un tipo como yo, el espejo adquiera parlamentos propios, la cafetera hierba de rabia, el azúcar se amargue, o el cartero llame dos veces.

         La primera vez que llamó le invité a pasar, pero se negó alegando que no quería incomodarme. Por cierto que yo insistí, no son muy comunes las visitas a esas horas. ¿Quiere un café? No, gracias, solo vine para traerle esta carta. Bueno, siéntese y léamela, por favor. ¿Qué? ¿Qué la lea? ¿Pero... no será una falta de respeto? ¿No va a sentirse incómodo de que un extraño se entere de sus intimidades? No tengo intimidades. Soy un urbano cosmopolita como cualquiera, convencido de que en la teoría de la comunicación, se cifra el sentido de toda la trascendencia social de hoy día. ¡Ah!, ¡bueno!, ¡mucho gusto!... Hizo un amague para darme la mano como toda persona educada, pero algo le instó a que no lo concluyera. ¿Qué le pasa? ¿Quiere tenderme la mano? Hágalo, ¿Qué se lo impide? Es que... soy homosexual. Bueno, yo visito a mi madre todos los viernes en el geriátrico y es agnóstica. Me escrutó como analizándome con aires de psicópata superior. ¡Ajá! Está bien. Con su permiso y autorización leeré la carta:

         "Querido esposo: tengo que decirte que no te preocupes más por arreglar el techo del patio, ni podes la parra, ni te preocupes más por arreglar el desaguadero del baño o bajar la tapa del water, por que ya no vuelvo más a casa. ¡Adiós! Siempre tuya:

         Luisita."

 

         ¡Ah, Luisita! ¡Tan pequeñita, de boquita chiquita, pintadita, y susurrante! Siempre criticona y perfecta, ¡ella! Llegó una vez a ser Miss Universo, ¿sabe?, estudió en Europa y vistió Paloma Picasso. Sí, Luisita me estaba dejando atrás. Mire... estem; ya cumplí con mi deber, hombre, tengo que retirarme. ¿Pero por qué? ¿Ya se va? ¿No quiere que le cuente mi historia con Luisita? ¡Es de lo más maravillosa! Bueno, me imagino, sí, pero no. Estoy apurado, tengo que repartir otras cartas... Bueno, bueno lo acompaño a la puerta. Venga cuando guste ¿eh? Sí, sí, ¡como no !, ¡gracias! ¡Adiós! ¡Adiós!

         Sorbí el café mientras volví al espejo por si tenía algo que decirme. Como él no me hablara, comencé yo a transferir el código de la comunicación por el extraño canál. ¡Al principio todo fue tan romántico! La conocí en la carretera. Ella venía de la Trans Chaco, para ser más preciso. Eso fue exactamente hace 17 años atrás. Yo pasaba en mi auto y la vi intentando cambiar una rueda. Le vi las piernas y me detuve. La socorrí, la ayudé, la invité a salir, le hice regalos, la besé. En nuestra primera noche le pedí matrimonio y nos casamos, porque pensé que haría bien en casarme con una mujer así. Luego descubrió aquello... lo inevitable.

         Eran las tres y cuarto, A.M. cuando llamaron a la puerta por segunda vez. ¡Por supuesto!, era el cartero. ¿Qué tal cómo esta? Vengo a traerle una carta... ¡Ah!, ¿otra? ¡Qué bien! Pase, pase, ¿quiere una tacita de café? No, gracias. ¿Y de quién es, si se puede saber? Se puede saber... por que es para usted. ¡Ah, qué bueno! pero, ¿Cómo le va, cartero homosexual? Siéntese, ¡qué gusto verlo de nuevo! El gusto es mío, hombre con madre agnóstica recientemente abandonado por Luisita, ¿cómo esta? Bien, bien, como siempre ¿y el café?... ¿lo va a querer? No. Pero quiero a mi tía Amelia que me crió y también a un gato siamés que me trajeron de Ohio. ¡Qué prodigioso!, pero siéntese, siéntese. Tome su carta. ¡No!, ¡no, por favor, hombre!, usted sabe... me gusta que usted me la lea, ¡por favor! Mm... bueno.

         "Querido ciudadano: la Cámara alta de la Nación y yo, tomando muchos recaudos en considerar su cuestión, hemos decido unánimemente, proporcionarle un habeas corpus para su salida inmediata del país, que se hará sin la mayor dilación ni demora. ¡Váyase y no vuelva más! Un beso de todos. Estimadamente:

         El Señor Presidente de la República. "

 

         ¡Ndera! ¿Hasta él lo supo? Sí, me temo que todos lo saben ya... ¿Todos? Si, todos ... la parroquia, el salón de billar, el supermercado, todo el barrio, la gente no hace otra cosa más que hablar de su caso. ¡Dios Santo! ¡Y todo lo que me costó callarlo!, ¡todo lo que traté de disfrazarlo, de evitarlo, de censurarlo en mi! ¿Por qué no hace como yo? ¿Por qué no acepta de una vez, hombre, que es homosexual? ¿Por qué tanto escrúpulo? Es que... fui educado en un colegio católico, ¿sabe? Y asistí a la escuela de mecánicos. ¡Imagínese todo lo que tuve que pasar! Usted sabe que hay que ser muy macho para ser mecánico, ¡sino, de otro modo, no se puede resistir estar continuamente viendo todos esos carteles de mujeres desnudas en las paredes!... Sí, entiendo, entiendo... Bueno, queda en usted decidir. ¡Me voy!, ya cumplí con mi misión. ¡Encantado de haberlo conocido! ¡Adiós para siempre! ¿Pero cómo? ¿Es que ya no lo voy a volver a ver? No. Esta es la última carta que usted se juega... si me entiende. Abrí la puerta y el cartero se marchó.

         Eran las tres y treinta, AM, cuando volví por inercia a mirar al tipo del espejo. Estaba muy barbudo y tenía que afeitarse, así que... tomé la navaja para pasársela con toda confianza, ya que conocía bien al hombre aquel, como sabía también, que no iba a poder resistir a la verdad que se le venía encima.

         Entonces caí al suelo en el preciso instante en que vi que el tipo del espejo, se degollaba con la navaja.

 

 

EL MUERTO INCÓMODO

 

         No diré que me lo contaron, yo, personalmente yo, me infiltré en el velorio de Don Eulogio de Archilonga Urziaga. Así que cuento no más lo que vi con mis propios ojos. Y que conste que conocí bien a la familia del difunto y que crecí en ese mismo barrio de la periferia de la ciudad. Por algún tiempo fui empleada en una de sus fábricas. Me fui al velorio porque lo conocía y por que estos acontecimientos son unas de las pocas ocasiones en que el barrio se reúne y se solidariza por medio del dolor. Es una de las pocas ocasiones en que todos nos igualamos, más o menos. También se pasó la voz de que se serviría champagne francés, los buenos vinos de su propia cosecha, y bocaditos finos. Así que mi testimonio es respetable, no es lírico, y mucho menos exagerado. El exagerado siempre fue el difunto don Eulogio, por su excentricismo de rico, de tipo impaciente. ¡Claro!, tenía sus cositas como todos. Era... un poquito petulante, un poquito pesadito de carácter, era a veces un poco.... tirano... negrero... ¡un gordo egoísta!, ¡chupasangre!, ¡mafioso!, ¡abusador! Pero... como a la muerte se la trata con finuras y respeto, trataré de relatar con subjetividad radiográfica, aquel día siniestro, tan conmovedor para todos.

         Todavía recuerdo el olor a las flores. El sepelio estaba cargado de claveles y rosas blancas. Las coronas eran portentosas, los dolientes habían tenido sumo cuidado en no infligir la regla de etiqueta de no mamarrachar el salón con flores de otros tonos. Sólo la cruz, en la cabecera del féretro, resplandecía con una luz verde moco, eminentemente superficial y exageradamente fantástica.

         Me acerqué por simple curiosidad a ver al muerto. Estaba bien vestido, como siempre, con un impecable traje de etiqueta, zapatos negros de punta fina, nuevos y lustrosos. Alguien lo había bañado con su colonia inglesa favorita ¡y apestaba! El occiso, había sido un hombre de mucho dinero, como dije, y era despedido con inmensa alegría ya que dejaba en pos de la familia y empleados, una suculenta y apreciable fortuna. ¡Con qué gusto lloraban algunos compadres!, ¡qué abrazos sinceros!, ¡qué epítetos generosos al susodicho!, ¡qué de versos elegíacos se deshilvanaron entre los sollozantes payadores, acompasados por la buena suerte de tener algún que otro lazo con el anciano ido! No escapaba al azar de tanto aprecio y atento esbozo de alabes, el Rolex de oro en su muñeca muerta, reluciendo cual estrella caída en una tarde de golpe oscurecida, a la que antes de cerrar el cajón, el pariente más próximo daría el gran golpe de gracia, desapareciéndolo.

         "¡Qué fino fue y sigue siendo Don Eulogio de Archilonga Urziaga!", decían. Era dueño entre otras cosas, de la fábrica algodonera que cosechó sus propios copos de billetes en las cajas fuertes de bancos de la ciudad y del interior, incluso se habló de cuentas en Suiza y Estocolmo. ¿Y los cuadros famosos de su mansión?, ¡valen una inmensa fortuna!, ¡y están las antigüedades, y los campos ganaderos, y la producción de sus estancias!, ¡todas tremendas! "¡Pero que carácter podrido que tenía!, ¿no?", Se atrevió a recordar en mal momento, alguien, inspirado por una beódica confianza, al escanciar la secundécima copa de vino, de excelente calidad, por cierto, cosecha propia de la insigne producción de Don Eulogio. Fue mirado de reojo y desechada totalmente la impronta de cualquier respuesta. Nadie había venido aquí a malhajar la portentosa imagen del insigne jefe-rey, que según el testamento traído a últimas horas por el escribano, había sabido tener en cuenta ¡a todos!... de modo que... cualquier desliz de un hombre magnificente como aquel, presente en cuerpo ido, sería perdonado sin pensarlo más de... siete, ocho, o nueve veces.

         Luego de los tragos, mejor dicho, de las campantes libaciones en honor a aquel hombre-dios, comenzaron los rezos. No costaba nada un poco de formalidad después de digerir algunos ricos bocados y escanciar las delicadas copas de cristal. ¡Qué manera más rica de morirse en medio de la pompa, y el ajuar enlutecido de las damas perfumadas y los altos funcionarios del Estado! Efectivamente, no costaba nada esgrimir algún padre nuestro al aire, atrapado al vuelo por alguna divinidad, que a pesar de no faltarle nada ni a la hora de la muerte, sintiera alguna innecesaria compasión por el difunto y lo deificara a la vista de todos, cornamentándolo con los laureles del Cesar.

         Claro, cada cual armaba su propia fantasía entre copa y copa no más para no caer en el simple y funesto vicio recordatorio de la crítica, porque costaba morderse la lengua y no decir la verdad apretada entre los dientes, sobre las injusticias recurrentes cometidas por el patrón aquel, o... por el marido infiel aquel, o... por el padre ausente aquel... que en definitiva era la misma persona odiada en diferentes niveles de apreciación. Pero se portó bien al morirse ya que les regocijó el corazón a todos con una inesperada y obsequiosa alegría económica.

         Sucedió que en medio del retórico rezo, alguien tuvo la malísima falta de inmoralidad de bostezar como si recién se despertara o se sintiera aburrido. Se miraron de golpe uno a uno. Cada uno escupió su reprobación en la mirada del otro, y no obstante no oírse una sola palabra, todos escucharon palabrotas enérgicas y contundentes desde la contigua imaginación del otro.

         Un empleado de la fábrica, un empleaducho de esos, mal vestido, que se hallaba cerca del cajón-sarcófago, alzó la voz, y señalando directamente con un dedo gordo y sucio, al occiso, dijo: "¡Fue él!" Todos lo miraron con ganas de pegarle. Mejor dicho; le pegaron con la mirada. "Encima que es un empleado común y corriente y se atreve hablar rasgando el silencio sagrado de la clase alta; ¿acusa al difunto? ¿Pero es posible semejante sacrilegio, semejante sublevación de la masa pedante, desnatada de toda crema, dándose vela a sí mismo en aquel velorio ajeno?" "Fue él." Volvió a acusar en completa calma, y algunos se le acercaron para ver en que grado etílico le balanceaba la lengua en la mezquita del paladar, pero el hombre pobre no había tomado. "¿Qué te pasa Jesús Correa?, ¿querés salir volado por la ventana? ¿Cómo te atrevés? ¡Mirá el estado de dolor de la familia, de sus seres queridos, de la patronal agradecida! ¿Y vos... vos que sos, Jesús Correa? ¡No sos humano!", le increpó con ofendida justicia, quien desempeñaba el cargo de jefe de relaciones públicas de la fábrica. "¡Chist!", chistó una vieja, es decir; la señora madre del occiso, por tanto fue respetada y escuchada. "Me parece que mi hijo bostezó", alardeó, como si en efecto escuchara algo a través de su sordera declarada. "¡Pero Doña Elodia!, ¿le parece que pueda ser posible?", le recriminó una vecina. "¡Vamos señora!, ¡tiene que aceptarlo de una vez por todas!, ¡su hijo; esta muerto!", sentenció con gusto, un socio. "No tengo problemas con eso, González, no soy idiota", espetó la madre. "El problema lo tendría si resucitara. Hoy es viernes y mi nuera sacó todo dinero del banco apenas éste cerró los ojos, ¡cómo se va a fastidiar conmigo si los abre de nuevo! Yo le di el código de su caja fuerte." "¡Pero mamá!, ¿porqué hizo eso?", le reprendió otro hijo. "¡Calláte, Asdrúbal Rafael, que es para que el abogado no te meta en la cárcel, por lo de tu cheque sin fondo!", Asdrúbal Rafael, abrió los ojos y agradeció a la maternal oportunidad con que se vio guarnecido del infortunio. "Esta bien, mamá, "usté" siempre sabe lo que hace, y lo que dice. Pero así y todo, no pudo haberlo escuchado bostezar, el aparato en la oreja no le da para tanto, ¿entiende, mamá?" "¡Calláte, Asdrúbal Rafael, no seas infeliz!, en ningún momento dije que lo escuché; ¡lo vi abriendo la boca!" "¡Mamá!", protestó una nuera, "¡Usté sabe bien que tiene problemas de cataratas!, ¿No habrá sido una sombra de las ramas del árbol en la ventana?" "¡María Claudia Josefina! ¿Vos te pensás que no puedo distinguir entre la rama de un árbol haciendo sombra y la boca de mí hijo difunto?", se enchinchó la vieja, y alguien se apresuró a interrumpirles... no sea cosa que siguieran sacando los trapitos al sol, y corriéramos el riesgo todos los presentes de quedarnos a oscuras. "Mejor serenémonos, ¿eh?, y vamos a seguir rezando, por el descanso en paz de Don Eulogio, y por la paz mundial de todos los vivos, ¡amen!", exclamó muy oportuno un doliente. "¡Amen!", vomitaron todos enseguida, para asegurar que esto se terminara.

         Pero algo extraordinario sucedió a la vista de todos que nos dejó perplejamente mudos... el muerto; se había rascado con insistencia la axila derecha. "¡Debe ser por el traje, le queda muy justo debajo del brazo!", conjeturó la modista del barrio. "Seguro que fue un músculo que en ese momento se le puso rígido y pareció que se rascaba.", exclamó la terapeuta, hablando en voz alta, tal vez buscando una explicación que pudiera tranquilizarla a ella misma. Pero lo cierto, es que desde ese momento, todos fingimos rezar y nos quedamos parados atentos a los movimientos involuntarios de aquel muerto, que se veía tan incómodo. Involuntariamente, le vieron mover el pie izquierdo, después, llegando al colmo del más sobrenatural desparpajo, nos dio la espalda arrellanándose cómodamente en el ataúd, ¡como si nada le importara! Seguidamente se escucharon entre los presentes leves murmullos de desaprobación. Don Eulogio no estaba siendo amable con la gente, tal parece que no estaba queriendo morirse. "¡Don Eulogio!, ¡Don Eulogio!, ¡no se resista!" "¡Mi Dios!, ¡este tipo quiere zafarse del más allá!" "¡No tiene derecho!" "¡Muérase de una vez, Don Eulogio!" "¡Maldito sea el patrón!" "¡Inicuo!" "¿Quién se cree que es?... ¡mejores tipos que él se fueron y no volvieron!" "Soltá el hilo mi hijo, no jugués con las Parcas", se escuchó prudentemente, decir a la madre.

         En vano eran musitados los sanos consejos y los exordios de los concurrentes. Don Eulogio seguía apostrofado en el umbral de la gran puerta, resistiéndose a entrar, cuando de pronto... cayó una lluvia violentísima. Truenos y relámpagos centellaron desde un cielo visiblemente enojado, tal vez despotricando contra el rebelde occiso que pretendía escapársele. De repente, un rayo tronó cercano y se infiltró una centella crepitante por la ventana abierta... ¡y todos gritamos espantados! ¡Fue terrible! Las mujeres nos persignamos aterradas. Los hombres se colocaron protectóramente delante de sus mujeres, los que la tenían, y los que no, se fueron por detrás y se apretaron fuertemente a las de los otros, buscando... ¡misericordia! Entonces, en medio del pánico, vimos cómo el rayo centelló hasta picar el Rolex de oro de la muñeca de Don Eulogio, ¡y estallar! Con espanto vimos al occiso ennegrecido por una explosión tan funesta y propicia, que nadie negó que un ojo divino nos mirara en ese momento. Vimos en silencio, como los jirones de humo revoloteaban como mariposas negras sobre el cuerpo afortunadamente carbonizado de Don Eulogio, las ropas como picadas de golpe por una majada de polillones hambrientos, pero lo que más nos tranquilizó, fue que, efectivamente, el occiso, no volvió a arrellanarse buscando una comodidad imposible de soportar para los vivos.

         Así que, llegando al final de esta historia, todos suspiramos por fin aliviados, rezamos, y dimos las gracias al Señor, y al demonio -por si acaso-, siempre es más prudente estar en buenas relaciones con todo el mundo. Y después de todo, ¡qué buen tipo resultó ser ese Don Eulogio!, ¡si yo siempre lo dije!

 

 

ESPERANDO EN UN CAFÉ

 

         El Café para esas horas se llenaba de gente. Lo esperaba con impaciencia, nerviosa, rozando el borde circular del vaso al que me aferraba, de un lado a otro, suave e insistentemente con un dedo. Los cuadros colgados por todos lados en las paredes me distraían de tanto en tanto, y soltaban para mí mensajes hacia la otra orilla, a la mía, a mi propia dimensión.

         La gente entraba y salía. Pero él no llegaba. ¿Por qué se demoraba tanto? ¿Qué estaría haciendo? ¡Deseaba tanto verlo! Sé que hace un rato atrás habíamos discutido, gritado y que incluso había volado algún que otro cachetazo, adornado de algunas impulsivas palabras hirientes. Era una escena de celos o una bella y violenta composición de algún cuadro famoso. ¿Pero por qué será que cuanto más violenta surge una pasión, más bella se la ve de afuera? Es dificil llegar a entender la ambigüedad del punto de vista que hace que la desesperación de uno se pueda volver arte para los ojos de otro. Pero ahora estaba mansa y sumisa esperándole, porque ya lo extrañaba.

         Mientras esperaba en el café, me parecía que los cuadros se movían, los colores brillaban y emanaban fulgores como de luz, hasta sentía la brisa y el perfume de sus motivos. Una marina, un paisaje, una naturaleza muerta, parecían ventanas, no cuadros. El pintor debía de ser algún mago capaz de plasmar vida en los dibujos. ¡Pero cuánto se demoraba...! Él se veía como un sueño al que me prendía sin despertarme. Necesitaba ver sus ojos oscuros y escuchar las cálidas palabras de su boca.

         Estaba cayendo la tarde y los rayos de luz de algún atardecer pintado en algún cuadro, caían hasta mí golpeando el vaso que sonó de inmediato como el eco quejoso de una campana, al que atrapé en medio de mis manos. Me hizo sonreír la frivolidad de mis

pensamientos. La poesía me distraía de no pensar, pero a la vez, se transformaba en un pensamiento. Cualquier cosa que no existiera podía tener el alivio por lo menos de ser pensada. El mozo trajo un café al que endulcé con insistencia, era algo más que hacer mientras seguía esperando. No me gustaba esperar, y menos a él, que lo era todo, que era lo único, que era.

         Mientras el café oscuro giraba como un remolino dando vueltas a la cuchara, podía jurar que la marina se movía y que el barco se alejaba, que las gaviotas estaban de pesca, que a lo lejos el viento movía la copa de los pinos altos y que, en una ventana, alguien había dejado servida una generosa bandeja de frutas. A mi alrededor la gente no dejaba dé entrar y salir sin trascendencia, sin detenerse y sin hacer más nada. Era un ir y venir paradójico a ningún lugar. ¡Qué tontos!, me escuché decir, o... ¡qué triste! No estaban como yo, llena del presagio, del ensueño de, llegar a ver en cualquier momento al ser más amado, al único, al que hacía girar toda mi existencia en torno al Café, a la silla, a la mesa y al pocillo del café colmado de azúcar en el que navegaba mi cuchara, ¿pero cuánto tendría que esperar?...

         Ya me estaba poniendo nerviosa toda esa gente que empezaba a agolparse desde los cuadros de las paredes del bar, como si me estuviera mirando a mí. En cada cuadro veía asomarse de tanto en tanto, caras curiosas que me miraban embelesadas, como si yo fuera un objeto, parte de algún muestrario. Como si toda mi existencia se cifrara o tuviera el sentido de existir solamente, para provocar una emoción artística. Como si toda mi expectativa fuera no más darle momentáneamente placer a los ojos de alguien. Me clavaban los ojos y sonreían con deleite y asombro, o de repente sus ojos brillaban de una triste emoción. No sabían nada de la angustia, de la ansiedad que a mí me consumía, sola, dando vueltas mi café espeso en la cuchara, sin él, esperando por mi destino, ¿qué era al final lo que tanto les emocionaba?

         Mientras giraba eternamente la viscosidad de mi café y en mi cuchara no se reflejaba mi cara de martirio, miré fijamente con algo de resentimiento, aquellas ventanas. No podía tomar el café, no podía salir a buscar al hombre que amaba. Me moría de unas ganas terribles de verlo, sabiendo que no lo vería nunca. La gente no se daba cuenta, ¡no se daba cuenta!, lo dificil que era estar expuesta ante los ojos de todos, formando parte de la composición de un cuadro llamado: Esperando en un café.



 

 
 
 
 

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Editorial Servilibro,

Tel.: 595 21 444770

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2008 (89 páginas)

Dirección editorial: Vidalia Sánchez

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