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VERÓNICA BALANSINO

  ESCENAS - Novela de VERÓNICA BALANSINO


ESCENAS - Novela de VERÓNICA BALANSINO

ESCENAS

Novela de VERÓNICA BALANSINO

Edición digital basada en la de

ASUNCIÓN-PARAGUAY 1999
 

Edición digital:

BIBLIOTECA VIRTUAL CERVANTES, 2001
 

 Enlace a la novela ESCENAS

(Enlace externo a la BIBLIOTECA VIRTUAL CERVANTES)

 

DEDICATORIA

Este libro es para Gris,

mi mamá

por creer en mí

desde el momento,

en que todo comenzó...  

 

 

AGRADECIMIENTOS

A Tomás Caeiro, por impulsar

y llevar a cabo el proyecto,

regalándome la posibilidad de hacer realidad

este sueño. 
 

 

A Martín Balansino, mi hermano del alma,

por sus sugerencias y sus «bajadas a tierra», y

por amar esta historia

tanto como yo. 
 

 

A papá, por su silenciosa aprobación.

A mis abuelos... por estar siempre. 
 

 

 

A Clara Bellegarde,

Mario Trivero, Diego Carballo,

Carlos Cristaldo, Dr. Óscar Delgado,

Dra. Noelia Yodice de Da Costa,

por la buena onda y los valiosos datos

e informaciones puntuales

aportados a la novela.

 

 

 

PRÓLOGO

La fila de coches parecía extenderse hasta el infinito. Los bocinazos infernales acrecentaban la adrenalina que, un lunes a las seis y media de la mañana, está más alta que nunca en la sangre de cualquier ser humano citadino.

Susana tenía que dejar a sus chicos en el colegio y llevaba quince minutos de retraso. Golpeó con fuerza el volante, se asomó por la ventanilla e insultó al demente que obstruía el tránsito con su absurdo camión tumba.

«Hermosa manera de comenzar la semana», pensó.

Repasó mentalmente todo lo que te esperaba en la productora, y esto tampoco era muy alentador. Tenía dos comerciales encima, de los cuales uno se tendría que haber presentado el viernes y otro ese día. La vestuarista se retrasó con las entregas. Uno de los actores protagónicos se fracturó una pierna y el cliente debía ver nuevamente los castings. El maquillador entró en depresión porque su concubino gay lo engañó con su mejor amigo, y envió un reemplazante que jamás había tomado un delineador en su mano. Corina y Doris, dos de sus asistentes, se pelearon y le fueron con el planteo   —14→   pueril de ella-o-yo, y el altercado hizo que éstas convocaran a la mitad de los extras. El equipo técnico se distrajo y fundió unos transformadores, por lo cual el estudio quedó totalmente a oscuras y no había uno solo disponible para alquilar en toda la ciudad... Resultado: trabajo en vano, estrés en el alma y en la piel, cliente furioso y una única culpable: Susana Sereatti, la jefa de producción.

Los pequeños iniciaron una ruidosa pelea en el asiento trasero. La irritación crecía.

-¡Carola, Luis! ¡Basta, por favor!

Finalmente, a paso de tortuga, llegó a la bocacalle, tomó un desvío lateral y pudo salir de eso que parecía el centro mismo del infierno.

Dejó a sus hijos en el colegio. Agitó la mano para saludarlos y recibir el besito que Carola le soplaba desde la puerta. Puso primera y se encaminó a su oficina.

Mientras oía sin escuchar el noticiero en la radio, sus pensamientos le trajeron a Ariel. ¡Qué equilibrada tenía que ser para soportar ese perverso doble rol (marido y jefe), y no sucumbir a la debilidad del famoso mezclar-las-cosas!

Ariel Sereatti era tan o más implacable que cualquier otro jefe. Exigente consigo mismo y con su equipo, lo era el doble con su esposa. Jamás toleró sus errores, y se los hizo pagar como a cualquiera de sus subordinados.

Pero en las noches, cuando ambos se encontraban en la puerta de su departamento, volvía a ser el tierno muchacho que se casó con ella doce años atrás. Compartían un amor sereno, engrandecido con el tiempo y consolidado luego con los hijos. Aún estaban vivos en su mente los sucesos de la noche anterior. Se estremeció al recordar el amor, osado y carnal, sobre la alfombra de la sala, con las luces encendidas, las burbujas del champán crepitando en la boca y en la piel, y Plácido Domingo enviando un aria de Puccini desde el equipo de CD.

Su teléfono celular la sacó bruscamente de la ensoñación.

-Susana, soy Paula. ¿Llegaron a tiempo los niños?

-Sí, no te preocupés -sonrió Susana-. Y una suerte de culpa la sobrecogió por su cuñada, quien la noche anterior se llevó los chicos a su casa, mientras ella y Ariel hacían estallar la noche.

-Bueno, me quedo más tranquila, entonces. ¿Qué tal la comida china?

-Más o menos. Los wang-tan estaban un poco aceitosos; pero el vino era excelente.

-Chablis, por supuesto. Mi querido hermano entra en una especie de éxtasis cuando está bien añejado.

Un automovilista hizo sonar largamente su bocina cuando Susana maniobró y casi se estrella contra el otro vehículo.

-¡Dios mío!... ¿Dónde estás?

-A veinte minutos de la productora. Es tardísimo.

-Bueno, hablamos luego. Un beso.

-Otro. Gracias por todo, Paula.

Bajó al estacionamiento subterráneo. Estaba casi desierto, sólo había dos o tres autos y las camionetas de exteriores. «Lunes, por supuesto.Síndrome de lunes», concluyó para sí.

Susana llegaba siempre dos horas antes que el resto del personal, incluso, antes que Ariel. Quería organizar todo tranquilamente, hasta que la productora comenzaba a poblarse con una procesión lenta que terminaba cerca de las nueve y media, cuando el último funcionario entraba a las oficinas.

Repentinamente, algo extraño recorrió sus venas y le produjo un escalofrío inexplicable.

Bajó del coche. Un silencio de sarcófago.

No entendía qué le ocurría. Un crujido más allá de los tubos del aire acondicionado la paralizó. Se calmó entonces a sí misma pensando que estaba delirando por los efectos de la noche anterior. Comenzó a caminar, pero la extraña sensación retornó a ella y le tocó la espina dorsal con su mano congelada.

Susana no comprendió y giró en redondo. Ni siquiera tuvo tiempo de oír el balazo que salió disparado de algún punto del sótano.

El cartel que decía «Sereatti Producciones», justo enfrente de las escaleras, repentinamente fue una mancha borrosa de rojos, azules y verdes.

Después desapareció y todo se volvió negro y silencioso.




 UNO

La carpa de las niñas ya estaba a oscuras, y la supervisora, dormida.

Paula fingía un profundo sueño, aguardando a que todo esté lo suficientemente calmo. Sólo se oía el croar de las ranas, el zumbido de los mosquitos que el repelente ya no ahuyentaba y la respiración acompasada de sus compañeras.

Abrió un ojo. Ninguna señal de peligro en el aire, sólo la claridad que proyectaba la luna llena a través de las ranuras de la carpa.

Con todo el sigilo que pudo, emergió de su bolsa de dormir, se calzó los borceguíes y salió. El golpe de aire frío de la noche la inquietó aún más, pero Paula Sereatti jamás se daba por vencida, jamás retrocedía un paso.

Escondió el pelo largo bajo una gorra de muchacho y se encaminó hacia el lugar del encuentro.

Alcides acomodaba unos bultos alargados en una mochila. La vio llegar y se incorporó.

-Todavía no hay nadie -susurró.

-¿Hay café? -preguntó ella, también murmurando, sin saber por qué, pues, en realidad, estaban lejos de las carpas y nadie podía oírlos.

-No, está trayendo Hernán.

Ella se sentó en una piedra y encendió un cigarrillo.

-¡Estúpida, si te ven fumando, nos echan a todos a patadas!

Paula emitió una risa apagada y sarcástica.

Enseguida llegaron los otros tres que faltaban del grupo, Carlos (portando una cantimplora llena de café negro, hacia la cual todos se abalanzaron), Ramiro y Marco.

-¿Todo bien?

-Todo, menos el jeep. Ese fatero de Jorge debe estar usándolo de reservado con alguna gatita del pueblo.

Y en ese instante se oyó, a lo lejos, el ronroneo de un motor que se acercaba.

-¡Que Jorge no se entere que Paula es Paula! -sentenció Ramiro, con algo de temor, por lo cual ella volvió a emitir su risita mordaz.

-¡Maricón! ¿Para qué te pusieron testículos a vos? - luego se acercó a él y le palmeó la espalda-. Tranquilo, muchacho -le dijo impostando la voz perfectamente- puedo pasar por tu primito gay. ¿O no? -agregó-, apretándose la zona genital como si se tratara de un hombre.

El grupo explotó en una carcajada justo cuando el jeep del instructor llegaba junto a ellos.

-¡Hola, niños! -y mirando hacia Paula balbuceó: -hola, eh...

-Pablo, señor -completó ella, tratando de parecer un adolescente indefinido.

-Es mi primo -se apuró a especificar Marco-, sus padres se hospedan el pueblo, él volverá con ellos en cuanto terminemos.

-¿En cuánto terminemos? -preguntó Jorge, comprendiendo muy poco lo que ocurría-. Eh, bueno, yo creo que...

-No tenés por qué preocuparte ¿sabes? El tipo es un fenómeno tirando -le susurró Alcides al oído de Jorge, y al grupo-: ¿Verdad que Pablo tira muy bien?

-¡Sí, por supuesto que sí!

-Obviamente, tiene una puntería increíble.

Y luego, silencio.

Jorge miró a todos, que aguardaban expectantes una respuesta.

-Siendo así -concluyó luego de un rato-... ¡que se una, entonces, a los indios!

El grupo entero saltó al jeep y todos partieron raudamente hacia el interior de los pastizales.

Paula se reía del mundo.

Con sólo catorce años podía burlarse de la poca percepción de ese tipo Jorge y engañar a sus supervisoras. Se compadecía de las pobrecitas de sus compañeras, tan cabecitas con eco, a quienes lo único que les aceleraba el corazón era «una mirada del joven de los ojos verde mar igualito a Delon en sus años mozos». Su adrenalina corría por su sangre a través de otras cosas, como esas escapadas nocturnas, como hacer lo que quería cuando quería. Consideraba que tenía mucho tiempo por delante para pensar en conseguir un novio buen-partido, luego casarse, ser una buena esposa y llenarse de niños. En ese momento, y a esa edad, sus prioridades eran otras.

Llegaron a la zona más oscura del campo, en donde el bosque no dejaba llegar el resplandor blanquecino de la luna. Era el mejor sitio para las andanzas nocturnas de las desprevenidas liebres. Bajaron del vehículo y se internaron sigilosamente entre los pastos, dispuestos a esperar que el mínimo movimiento les delate la presencia de la presa.

Transcurrieron unos minutos y oyeron un leve crujido de pastos, seguido de varios movimientos de ramas. Jorge dirigió el reflector con la luz a pleno sobre la liebre, en el momento en que Paula gritaba:

-¡Mía! -y disparaba su rifle con un estruendo que derribó al animalillo en retirada.

Todo transcurrió en una fracción de segundos, incluso el silencio en que se suspendió el tiempo, silencio que Paula invadió con un alarido aborigen, para correr después en búsqueda de su trofeo.

Ninguno podía dar crédito a la precisión impresionante del disparo, a la fiera determinación y a la rapidez con que aquella muchacha alta, de aspecto frágil y desgarbado, tomó cartas en el asunto para hacerse cargo de la situación.

Jorge estaba azorado. ¡Ese niñito imberbe no podía tener tanta fuerza y tanta decisión! Les había ganado el disparo a todos, y ahora regresaba, agitando la liebre, puro salto y exclamaciones, a reunirse con el resto para celebrar su triunfo.

-¡Felicidades, Pablito! -le dijo Jorge, no saliendo aún de su azoramiento-. Estuvo sencillamente brillante...

-¡Es enorme! Otra como esta y podré cocinar un escabeche para el asado de mañana.

Emprendieron la marcha para buscar otro sitio, cuando el ruido de un motor los alertó. ¿Quién sería a esa hora de la noche?... Aminoraron el paso y esperaron, en un tácito acuerdo de no desesperarse. El sonido se hacía cada vez más cercano.

-¿Por qué no regresamos al jeep? -propuso Ramiro, un segundo antes que comience a paralizarlo el pánico creciente.

El instructor gesticuló, como para comenzar una frase tranquilizadora, pero ésta jamás fue emitida, debido a la súbita intervención de Paula:

-¡Otra vez! ¡Pero qué cobarde resultaste, eh!... No hay por qué alarmarse. En esta parte del país la gente es inofensiva, duerme con las puertas abiertas, se conocen todos... Es gente de pueblo. ¡Ni siquiera se les cruza por la cabeza hacerle daño a nadie! Además, tampoco tienen necesidad y...

El apasionado alegato de Paula, a quien nadie prestó demasiada atención, fue interrumpido por el ruido del vehículo en cuestión, que acababa de aparcar a unos metros del grupo de muchachos.

Se produjo un silencio denso. Se trataba de una vieja camioneta Ford de los años cincuenta. Los minutos parecían no correr. Se abrió la puerta y descendieron dos personas, irreconocibles en la oscuridad de lugar, tan sólo las siluetas negras que se acercaban a ellos. Ninguno intentó correr, quizás por vergüenza, o porque secretamente todos esperaban la reacción del compañero. Cuando los sujetos estuvieron más cerca, Paula ahogó un grito con ambas manos y ocultó de inmediato su rostro entre las solapas de su chaqueta. No debía dominarla el pánico. En los momentos de peligro, tenía que estar lo más lúcida posible para que nada interfiera en sus pensamientos ni en su accionar posterior. «Frialdad, Paula, frialdad», se exigió a sí misma.

-¡Señora Lidia! -exclamó Jorge-, sacudido blandamente por el alivio casi nos mata de un susto.

La señora Lidia se acercaba a ellos con la cara enrojecida por el frío y contraída de preocupación.

-Profesor Jorge, algo terrible ha sucedido en el campamento. Me fui a caballo hasta el pueblo y le pedí a Don Gregorio, el señor de la estación de servicio, que me traiga a buscarlos. Disculpe que lo moleste, pero necesito que Ud. y los muchachos me ayuden...

-Está bien, tranquilícese, -Jorge no sabía cómo interrumpir la histérica verborragia de la mujer. Echó una mirada a los jóvenes, que parecían aguardar instrucciones; pero, en cambio, Jorge volvió a dirigirse la señora- ¿qué tal si no nos cuenta lo que ocurrió?

-Vea, en realidad ni yo sé muy bien qué es lo que ocurrió, ni cómo ocurrió. Lo cierto es que una de las niñas me despertó llorando, diciendo que faltaba una compañera en la carpa. Entonces encendí la lámpara las desperté a todas. ¡Pobrecitas, no entendían nada! Pasé lista y, efectivamente, faltaba una. Salimos todas juntas a buscarla por el campamento pero no estaba por ningún sitio. Entonces decidí dejar a todas al cuidado de una de las mayorcitas, preparé el caballo y me fui hasta el pueblo. Imagínese, profesor, imagínese mi preocupación. Las niñas, solas; una de ellas, quién sabe por dónde. Estoy desesperada. ¡Es tanta responsabilidad! Y si algo le ocurriese a alguna de ellas, qué haría yo cuando...

-Bueno, bueno, cálmese, todo se va a solucionar. Los muchachos y yo nos haremos cargo de esto. Es mejor que usted vuelva con las demás. Confíe en nosotros. ¿Quién es la niña?

-Paula, profesor. Paula Sereatti.

Jorge acompañó a la angustiada mujer hacia la camioneta, le dio el termo con café caliente y agradeció a don Gregorio, pidiéndole como último favor que les ayude con la búsqueda. El hombre regresaría luego de dejar a la señora Lidia en las carpas y llenar el tanque de combustible de la desvencijada camioneta.

Cuando regresó hacia los demás, se dispuso a dar las instrucciones:

-Vamos a hacer tres equipos de rescate: Ramiro viene conmigo en el jeep, y llevamos a Hernán y Alcides a buscar el caballo al campamento, éste será el segundo grupo. Marco, vos te vas en la camioneta con don Gregorio y tu primo... -paseó la vista por el grupo, y descubrió que los muchachos estaban solemnemente silenciosos-. ¿Dónde está ahora ese mocoso?

-Ehhh... bueno, él... -comenzó a decir Carlos, quien fue interrumpido bruscamente por Marco.

-Yo voy, a decirte la verdad, Jorge. No puedo engañarte -Marco sintió que todas las miradas le fusilaban el rostro-. Pablo se escondió en la camioneta de don Gregorio para regresar al pueblo. La verdad es que él se escapó de sus padres, que jamás le permitirían salir solo de noche, y menos de cacería. Entonces saltó por la ventana para venir con nosotros. Si la búsqueda se alargaba hasta el amanecer, corría el riesgo de que sus viejos lo descubran llegando al hotel... ¡y, ahí sí que se las vería negras!

-Dios Bendito... otra desaparición.

-Sos un bocón, Marco -disimuló Alcides.

-No tenías por qué contarle nada -recriminó otro.

-Es que no podía seguir preocupando al pobre Jorge con otro berrinche -se defendió el supuesto delator.

-Muchachos, muchachos... basta de discusión intervino -Jorge-. Lo que menos me preocupa ahora es ese chico. Es muy valiente y sabe aguantársela, no le va a pasar nada y va a llegar junto a sus padres vivito y coleando. Lo que sí me asusta es esa chica Paula.

Tomó un palo y determinó las zonas de rastreo en un mapa improvisado en la tierra removida.

En menos de veinte minutos, don Gregorio se reunía con ellos. Jorge, Ramiro, Hernán y Alcides subieron al jeep, éstos últimos rumbo al campamento para buscar el caballo. Marco abordó la camioneta y partió con el anciano en dirección opuesta, munidos todos de reflectores, linternas y un altavoz que había quedado de casualidad dentro del auto. Se encontrarían todos al amanecer en las carpas, con o sin resultados.

Paula apretó las mandíbulas para no gritar. El dolor era casi insoportable, pero tenía que resistir. Mientras el cuchillo desgarraba cruelmente la palma de su mano, trató de pensar en la felicidad que la invadió al ver caer a la liebre y el regocijo interno al escuchar los exaltados aplausos de los demás. Pero ni aun así. Solamente pudo soltar el aire contenido cuando la caricia caliente de la sangre brotó de la herida abierta y aplacó un instante el ardor.

Arrojó lejos el cuchillo, manchó con sangre varios sitios estratégicos de su atuendo y, con un pedazo arrancado de su camisa, se improvisó un vendaje. Se desordenó el cabello y pasó un dedo por la tierra para dibujarse unas ojeras oscuras.

Lo peor había pasado ya, ahora sólo le quedaba sentarse a esperar. Se acurrucó contra un pino, al costado del camino que llevaba al pueblo, y se cubrió con unas hojas grandes que estaban diseminadas por el suelo.

Intentó dormir; pero el frío intenso le congelaba los huesos. Se sentía entumecida y comenzaba a impacientarse. Al cabo una hora, cuando estaba a punto de reunir fuerzas para emprender el regreso, divisó unas luces a lo lejos. Era el momento.

Invocó nuevamente todas sus dotes de actriz y trató de meterse en un nuevo personaje: el de niña aterrorizada.

Reconoció el jeep del crédulo de Jorge. Por suerte, su abrigo era reversible, y en la oscuridad, con el pelo suelto y la campera del revés jamás la reconocería. Cuando el vehículo pasó lentamente a su lado, alzó sus brazos y lanzó un grito desesperado, para derrumbarse después en una caída espectacular cuando el reflector iluminó la zona.

-¡Paula! -gritaron-. Paula... ¿sos vos?

Ella volvió a alzar su brazo. El auto estacionó en la banquina, y sus ocupantes bajaron presurosos.

-Está herida -anunció el instructor.

Paula trató de no mirar la cara de desconcierto de Marco, porque estaba a punto de soltar una carcajada. Jorge se inclinó hacia ella para levantarla en sus brazos y llevarla hacia el jeep.

Las quince cabecitas adolescentes se amontonaban en círculo en torno a su bolsa de dormir. Paula contaba por centésima vez los terribles episodios de esa noche.

-No podía dormir, entonces saqué el cortaplumas del bolso y salí a buscar unas naranjas. Me subí al árbol, y cuando iba a cortar un gajo con varias frutas, se me quebró la rama donde estaba parada, caí y me rebané la palma con la navaja. -Procuraba dar gran efecto a su relato, y divertirse con las ridículas expresiones de las demás-. La herida comenzó a sangrar mucho, entonces pensé que tal vez podía llegar al pueblo caminando, porque no quería despertarlas a todas, ni mucho menos, alarmar a la señora Lidia. ¡Pobre, ella se iba a preocupar tanto!

-Y te fuiste -completó una muchacha.

-No, se quedó en la carpa -ironizó otra.

Paula prosiguió, muy solemne e involucrada en su desgracia.

-Comencé a andar por el camino, hasta que me di cuenta que estaba perdiendo demasiada sangre. Cuando los temblores me sacudieron el cuerpo, me toqué la frente. Tenía fiebre. Ya no podía dar un paso más, se me estaban aflojando las piernas. Entonces... ¿qué me quedaba por hacer sino rezar? Recé y traté de tener fe para que alguien venga a rescatarme. De lo contrario, los chimangos comerían mi cuerpo muerto al día siguiente.

Paula miró las caras pálidas y horrorizadas de sus compañeras, e imploró a todos los santos del cielo para no soltar una risotada.

-¿Y después que pasó?

-Aguardé, el frío me estaba anestesiando la sangre. Vi un atisbo de esperanza cuando escuché el caballo de la señora Lidia. Le grité, con la poca fuerza que me quedaba, pero no me escuchó. Después pasó nuevamente y, detrás de ella, don Gregorio en su camioneta, pero tampoco me oyeron, ni me vieron. Ya me daba por vencida, cuando, por fin, el profesor Jorge me encontró con su reflector. ¡Es todo un héroe! De no haber sido por él... -y se preparó para lanzar su última frase, grandilocuente y cinematográfica-. Hoy mis padres estarían sepultando mi cadáver.

Las muchachas estaban extasiadas y una gordita de anteojos, lagrimeaba.

Paula ocultó su rostro entre las manos, mientras lloraba desgarradamente.

Lo cierto era que lo que ocultaba no era llanto. Eran carcajadas ahogadas, mientras disfrutaba por adelantado del momento en que reiría sin reprimirse con su hermanito Ariel, el único que compartía con ella todos sus secretos.



 

DOS

Paula Sereatti se paró frente al espejo y la imagen que vio la desalentó. No supo si ese ridículo vestidito rosado era demasiado corto o sus piernas demasiado largas y flacas. El maquillaje cumplía el perfecto y payasesco rol de máscara, convirtiéndola en una muñequita sin cerebro. El pelo recogido en un rodetón duro le pesaba, y te hacía doler las sienes, además de hacer que sus casi veinticuatro años parezcan cuarenta. Las medias de nailon le picaban, le torturaban los zapatos con taco y el idiota que tenía que pasar a buscarla se estaba retrasando media hora.

Su mal humor avanzaba con cada minuto que marcaba el reloj. Se miró una vez más en el espejo. Se sintió estúpida y disfrazada. Y decidió que lo que hacía era absurdo.

Se cambió el vestido por un jean y una camisa, los tacones por un par de botas chatas, se lavó la cara y cepilló frenéticamente su pelo hasta deshacerse de la última partícula de fijador. «¡Pobre peluquera, tanto trabajo!», pensó, con unos dejos de diabólico placer.

Buscó entre sus libros y encontró las entradas que le regaló un compañero de facultad. Fue hasta la habitación de Ariel, que leía un libro antes de dormir. Cuando la vio entrar, se incorporó en la cama, sorprendido.

-¿Qué hacés vestida así?... ¿No tenías una cena con un Fulano?

-Son las diez y quedamos para las nueve, me molestaban los tacos, la ropa y el peinado, y no tengo ganas de pasarme la noche engrudada ni de soportar charlas estúpidas de huequitas clase A. Y menos, a ese idiota soberbio que no tiene otro tema que los autos de carrera los caballos de polo. No voy a ir.

-Pero... Paula...

-Ya está decidido. Además, hoy, se estrena la última de Bertolucci -sonrió, agitando las entradas-. La función de trasnoche es a las doce y cuarto. -Abrió el ropero de Ariel y le arrojó una remera y un pantalón de jean-. Así que, vestite y, nos vamos. Voy a sacar el auto del garaje. -Caminó unos pasos y se volvió para decirle- Ah, después podemos tomar un champancito en algún bodegón de por ahí. Creo que hoy tocan blues en El Café del Altillo.

Dichas las palabras mágicas, su hermano saltó de la cama y comenzó a vestirse a toda velocidad.

Paula y Ariel eran socios de aventuras. Desde niños, compartían una cerrada complicidad. Tenían códigos con los que se comunicaban en presencia de terceros, podían cubrirse entre sí inventando las más asombrosas historias, para reírse luego a espaldas de los pobres desprevenidos que se las creían. Compartían también el buen cine, los últimos best-sellers y los autores clásicos, la buena cocina, el amor a la naturaleza. Se pasaban horas hablando por las noches, después de descorchar alguna botella de su pequeña bodega, ese tesoro escondido al que nadie, ni su madre, tenía acceso. Ariel sabía todo lo que le pasaba a Paula. Paula sabía todo lo que le pasaba a Ariel. Cada uno hubiese levantado catedrales sin cimientos, y librado batallas de uno contra todos en nombre de su hermano.

Aurora y Raúl Sereatti habían educado a sus hijos bajo la célebre máxima de José Hernández: Los hermanos sean unidos [...] porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera... Con estas palabras del gaucho Martín como premisa y una rica formación intelectual privilegiándola sobre todo lo demás, habían hecho que el dúo de pequeños crezca construyendo una amistad sólida, basada en la confianza, el respeto y la admiración mutua.

Y ahora, al final de la adolescencia, los padres veían con orgullo que aquel propósito de más de veinte años atrás se había llevado a cabo y culminado con éxito.

Paula estacionó al borde de la calzada y Ariel, que ya estaba esperándola, saltó al volante del viejo convertible Alfa Romeo. Accionó un casete de Eric Clapton en el estéreo y ambos partieron al encuentro de lo que para ellos sería «una noche para ser vivida».

Compraron una botella de champán brut en el shop de una estación de servicios y recorrieron sin prisa  la ciudad. La noche estaba maravillosamente cálida.

Pasaron enfrente de un bar atiborrado de jóvenes, de estructura moderna y luces de neón en su interior, punto de encuentro de los que después partían hacia las discotecas. Paula miró la hora: las once y media.

-«Las Vickis» deben estar luchando con la multitud para entrar en Giuliano -comentó.

Sus compañeras de la Facultad de Antropología llamaron en la tarde para pasarle el recorrido de esa noche, pero Paula tenía el famoso encuentro con «Mr. Automovilismo», por lo cual había desertado del grupejo. Eran cinco chicas ruidosas e irritantemente inteligentes, que podían volver loco al más coherente con su humor ácido y almodovariano que divertía sólo a ellas. Se autodenominaban «Las Vickis», en referencia a un conjunto de soul del underground madrileño, integrado éste por jóvenes bohemias, cuya filosofía de vida era regirse por sus propios cánones y no por los que la sociedad imponía. En consecuencia, la versión telúrica y reciclada de «Las Vickis» constituía un quinteto irreverente, alocado, desopilante, persuasivo y, por sobre todas las cosas, con una gran personalidad.

-En realidad, no me muero por ir a hacinarme en una discoteca. Ese sudor pegajoso de la gente mezclándose con el propio me asquea.

Su hermano arqueó las cejas y la miró de reojo.

-Me encanta tu visión positiva del sano esparcimiento de las masas, querida hermana -comentó, muy circunspecto e impostando la voz.

Paula lanzó una carcajada al viento cálido de la  noche:

-Eso sonó espantosamente oligarca, fascista y, lo peor de todo, muy profundo para esta noche.

El estacionamiento del cine también era un hacinamiento, no humano, sino de coches que aceleraban, tocaban la bocina, o frenaban en pos de encontrar un lugar. Sumado al caos, la discordante cacofonía de insultos de los conductores de los autos que salían de la función anterior y estaban atorados por los que entraban a la trasnoche.

-¡Pero qué perspectiva más agradable! ¿Vos querés ir a enervarte allí?

-La verdad que no... No es lo ideal. Como te dije, anhelo con toda mi alma una pacífica noche de sábado.

-Bueno... pues esperemos que estos buenos chicos arreglen sus quilombos.

Estacionaron a una cuadra, descorcharon el champán y se recostaron en los asientos, disfrutando de la noche, de Clapton y de la dorada fascinación de la bebida. Cuando al fin se calmó el tránsito vehicular en torno al estacionamiento, Ariel arrancó su auto y entró aceleradamente al primer sitio vacío que encontró.

-Excelente jugada la nuestra, compañera.

Bajaron y se encaminaron al cine, entre carcajadas y bromas que sólo ellos entendían.

-¡Hey!... Me parece que esto es de ustedes.

Ambos se dieron la vuelta para ver a una chica alta y morena, que agitaba las llaves que Ariel se había olvidado torpemente en la puerta del Alfa Romeo. La morena vino hacia ellos. Fumaba un Virginia Slim y sonreía ampliamente. Tenía un jean ajustado y una blusita al cuerpo que dejaba ver sus formas armónicas. Ariel reparó en el color verde intenso de sus ojos. La chica les pasó las llaves y dijo, sin dejar de sonreír:

-¡Me podría haber fugado con tu auto!

-Gracias -intervino Paula, tomando las llaves y la palabra, pues Ariel se había quedado mudo, sin poder apartar la vista de esos inquietantes ojos-. Si no era por vos, nos quedábamos sin auto.

-No es nada. Hoy por ti, mañana por mí... -exclamó la chica.

Caminó unos pasos y se volvió.

-Ah, me olvidaba... -Ariel continuaba mudo. Ella se acercó hasta quedar a unos diez centímetros de él, lo miró fijamente y, señalándose los ojos, anunció:- son lentes de contacto.

-¡Oh!... -pero antes que él pueda emitir algún otro sonido, la chica había desaparecido entre los autos.

Paula la observó marcharse. Estaba fascinada. Después miró a su hermano, que aún permanecía inmóvil e inaudible, y no pudo sino soltar una risotada, tras la cual Ariel, sobresaltado, despertó bruscamente de su letargo.

-¿Qué es tan gracioso?

-Ay, Ariel -pudo decir entre sus carcajadas tendrías que ver tu cara-. ¡Esa mujer te revolcó sin piedad! ¡Te hizo rodar por el lodo y después te fusiló!... ¡Atención damas y caballeros, Ariel el Grande ha sido abatido por un ejemplar femenino no identificado! -y continuó riéndose ante el rostro impávido de su hermano.

-Ella... -Ariel comenzó a decir algo, pero finalmente sólo pudo exclamar:- Tenés razón... ¡Qué mujer!

Pasó su brazo alrededor del hombro de Paula.

-Vayamos de una vez por todas a devorar el último pastelito de nuestro querido don Bernardo.

Salieron del cine maravillados por la impecable producción, las brillantes actuaciones, las tomas cuidadas hasta el último detalle y el rico argumento de un film que sólo un genio puede crear.

Ellos no podían dejar de hablar acerca de la joyita que acababan de disfrutar, siempre quedaba algún aspecto que resaltar, que exclamar, que criticar. Mientras lo hacían, recorrían perezosamente la agitada madrugada del domingo. Había gente de todo tipo y color, adolescentes ruidosos, mujeres de la noche exhibiendo sus cuerpos con desparpajo, muchachas exaltadas, grupos de jóvenes ebrios que gritaban en los alrededores de las discotecas, parejas haciendo gala de su erotismo recostadas sin inhibiciones contra las murallas y los autos estacionados.

-¿Qué tal si nos vamos a morir al Café del Altillo? -Ariel consultó su reloj-. Por ahí tenemos suerte y todavía está tocando «Trío Indio».

Estacionaron enfrente de la vieja casona, convertida en una especie de taberna, con muebles rescatados de algún remate de «porquerías viejas» (al decir de su mamá), por los cuales nadie se tomó la molestia de restaurar. Se ingresaba por un ambiente pequeño, con poquísima iluminación. Las paredes estaban corroídas en algunas partes, desde donde colgaban una rara mezcla de grabados antiguos, batics rústicos, ajadas y amarillentas partituras, avisos publicitarios de treinta años atrás y unos posters de B. B. King, Joe Cocker, los Rollings y otras leyendas del rock and roll y la música negra. Una escalera caracol muy empinada llevaba a un altillo en donde estaban diseminadas las mesas alrededor de un escenario pequeño. Un hombre de pelo y barba canosos tocaba el piano e interpretaba «Layla» con una voz ronca y sentida. Lo acompañaban otros dos barbudos, muy semejantes a él, ejecutando un saxo y una guitarra eléctrica.

Un camarero gordo con cara aburrida servía chop a la clientela, compuesta en su mayoría por bohemios transportados a otra dimensión, pálidas muchachas fumando marihuana, hippies y rockeros pelilargos que hacían del lugar un templo de adoración. También había «gente normal», dotada de una sensibilidad especial, que frecuentaban el lugar por el tipo de música que se oía y por la calidad de los espectáculos que presentaban.

Como Paula y Ariel, que lo adoraban, además,.porque nadie se daba bola con nadie», y por lo pintoresco y acogedor que les resultaba. También eran conscientes que ellos eran parte de esa minoría escasa (y erróneamente no siempre bien conceptuada) que disfruta de ese tipo de sitios.

Ocuparon una mesa pequeña, cerca del escenario.

-¡Cartucho! -gritó Ariel al camarero, quien giró la cabeza a pesar del volumen de la música y se acercó con su paso aletargado y su cara de madrugada-. Traenos un brut bien frío. El que vos ya sabés.

-Esta tarde puse dos botellas a enfriar, como si hubiese presentido que ustedes vendrían. Ya debe tener la temperatura justa. Además... hoy me trajeron unos quesitos franceses que tienen que probar.

-¡Gracias, Cartucho! -exclamó Paula-, ¿qué sería de nosotros sin vos?

El hombre resopló fastidiado y, mientras se alejaba, comenzó su infaltable y eterno lamento del día:

-En verdad, muchacha, ¿qué sería de este lugar sin mí? ¿Qué harían estos hijos que Dios me dio, esa partida de vagos y holgazanes? Aquí nadie se preocupa por nada, los clientes vienen porque yo los atiendo, si fuera por estos atorrantes el negocio estaría quebrado hace mucho y además...

Paula y Ariel intercambiaron unas risitas soslayadas hasta que el hombre estuvo lo suficientemente lejos como para poder reír con todas las ganas.

Los integrantes de «Trío Indio» hicieron una pausa para tomar cerveza y secarse el sudor, mientras tanto, el disc-jockey llenó el vacío con una selección de John Lee Hooker. Llegó el champan justo cuando se iniciaba la segunda parte del show.

Escucharon dos temas y Paula se dirigió a la barra a buscar más queso (fuerte y oloroso, ideal para el champán áspero y seco que tomaban). Ariel estaba inmerso en la música. La voz ronca del barbudo y el sentimiento que ponía en cada nota le hacían pensar en un negro del Soho de New York. Ni siquiera miró a Paula cuando ocupó nuevamente su sitio en la mesa. Sólo existían esa voz, esos acordes desgarradores y él. Una mano agitándose delante de su cara lo sobresaltó y lo quitó de su trance. Enseguida vio a la persona que estaba sentada enfrente de él.

-Hace más de cinco minutos que estoy instalada aquí y ni siquiera me dijiste buenas noches. ¿Vos siempre sos tan caballero?

-Bu... bueno, es que... Perdonáme -balbuceó Ariel, incrédulo todavía, sorprendido al ver, como una aparición, a la chica morena del estacionamiento sonriendo del otro lado de la mesa-. Perdonáme -volvió a decir-, pensé que eras mi hermana.

-¿Tu hermana? -la sorprendida ahora era la joven.

-Sí, mi hermana. Paula, la chica que estaba conmigo.

-¿La misma del estacionamiento?

-Sí, la misma. Se fue a traer más queso. ¿Querés champán? -le preguntó, mientras volvía a llenar su copa para ofrecerle a la muchacha.

Ella bebió un sorbo y luego exclamó:

-¡Brut, por supuesto! -Alzó la copa y examinó detenidamente su contenido a través de la escasa luz-. Y del bueno... Digo, por las burbujitas.

-Vieja tomadora de champán, ¿verdad?

La chica rió y encendió otro Virginia.

-Algo así. Pero el verdadero motivo por el que  estoy aquí no es por el champán. Es por tu auto.

La magia desapareció repentinamente de la atmósfera de Ariel, para ser reemplazada por un torrente de adrenalina corriendo por sus venas.

-¿Qué le pasó al auto?

Y recién cuando ella comenzó a reírse, se tranquilizó.

-Nada. No te preocupés. Ocurre que tu auto está parado justo detrás del mío y me está bloqueando la salida. Casi muero del susto ante la perspectiva de quedarme aquí hasta quién sabe qué hora. Cuando vi que era el de ustedes me dije que la suerte estaba de parte mía. Entonces entré, los busqué, te encontré y heme aquí.

Ariel no pudo sino sonreír. La joven le transmitía energía positiva. Era pura frescura y espontaneidad.

-Está bien, menos mal que era eso. Por un momento llegué a pensar que, en lugar de las llaves, me había olvidado las puertas abiertas de par en par, y que unos fulanos ya se estaban llevando tranquilamente mi viejo pero noble autito. De todas maneras, te debo las gracias por lo del estacionamiento del cine.

-Ya te dije que no era nada.

-Sí, pero siempre es bueno volver a agradecer cuando alguien hace algo por uno.

-Me estoy sintiendo la Madre Teresa de Calcuta. ¡Por favor, fue nada más que gritarte que te olvidabas las llaves!... ¿Me vas a correr tu auto?...

Era muy bella. El pelo oscuro y largo le caía en una cascada ondulada sobre los hombros y el escote, desde el cual se podía ver el nacimiento de unos pechos altos y, aparentemente, redondeados. Tenía dos hoyuelos en las comisuras de los labios cuando reía, lo que le confería un aire de niñita traviesa a su rostro ovalado, de piel blanquísima. Cuando vio sus ojos «verde-óptica», que lo habían engañado tan vilmente, Ariel se dio cuenta que no era el color lo que los hacía hermosos, sino la risa permanente que había en ellos.

-¿Me vas a correr tu auto? -repitió, al ver que él se había quedado mirándola como un tonto.

-No. Primero me tenés que decir tu nombre.

-¡Oh... qué original! Adiviná. ¿De qué tengo cara?

-¡Oh... qué original!- retrucó él, y se enganchó después en la jugada-. Tenés cara de... ¡Cara de Alicia!

-Frío, frío...

-Marta. No... a ver... ¡Cecilia!

Y luego de una sucesión de Carinas, Florencias y Adrianas, de frío-fríos y de tibio-tibios, ella admitió:

-Te voy a decir porque me estás dando mucha pena: me llamo Susana.

Desde la barra, sentada en un taburete, Paula observaba divertida la escena, mientras se comía el queso francés que jamás llegó a la mesa.



 

TRES

El clima era el de siempre.

Se repetía y se seguiría repitiendo con algunas variantes por los siglos de los siglos. Cierta tensión en el aire, almizclado de millones de perfumes: Chanel, Dior, Givenchy... o alguna colonia sin marca ni precio. Los brillos en los vestidos de las mujeres. Los rigurosos trajes de los hombres. Los zapatos nuevos que lucían espléndidos pero lastimaban los pies. Peinados de peluquería. Criaturas corriendo y arruinando sus ropas de estreno, el infaltable fotógrafo ensayando sus tomas, el órgano gimiendo despacio una melodía etérea, como ejecutada por ángeles.

Toda una actitud de ocasión en especial.

Siempre lo mismo. Pero esta vez, para Paula, no era lo mismo. El aire estaba enrarecido, y aquellos perfumes la mareaban. El refulgir de las lentejuelas le hería los ojos. Los niños le parecían grotescas marionetas de un teatro siniestro y, la música del órgano, la garra de un monstruo de rostro celestial y  voz aterciopelada que le retorcía el estómago. Todo esto, además de dolerle los pies por sus zapatos altos, y de sentirse una torta de cumpleaños con el vestido que accedió a ponerse para liberar a sus oídos de las persistentes protestas de su madre.

No obstante, la iglesia estaba bellísima, con moños de lienzo bordeando ambas hileras de bancos, ramilletes en las columnas, tenues matices amarillas... Paula pensó que todo estaba muy elegante, sobrio y tierno a la vez, con unos toques naïf muy originales, todo muy bonito... ¡patéticamente bonito y estructurado!

Entonces, fantaseó con la idea de que aquello no fuera más que uno de esos films agridulces, o una novela pegajosa de romanticismo y que, bruscamente, se encenderían las luces y se interrumpiría la proyección.

Pero no. Hasta el último detalle era real, y cuanto más deseaba que termine ya, más caprichosamente detenidas parecían estar las imágenes.

De pronto, como si alguien hubiese atendido a su deseo, una leve agitación en los integrantes del coro y el sacerdote retocándose su atuendo, indicaron que al fin se iniciaría la dichosa ceremonia.

Ariel ingresó por la puerta del costado del altar, altivo e imponente, impecable con su smoking gris humo. Lo acompañaba su madre, que sonreía a la concurrencia, enfundada en un elegante trajecito color durazno. Ariel también sonreía. Estaba feliz.

Paula apenas daba crédito a la velocidad y al brusco desenlace de los hechos. Su hermano de veinticuatro años estaba a punto de casarse. Ella no podía entender que, quien tan sólo dos años atrás era su socio de correrías, su amigo y hasta su confesor, ahora estaba a punto de hipotecar su vida en-el-nombre-del-amor. Conociendo la naturaleza pragmática de ambos, todo aquello era muy antagónico, y tal situación demasiado romántica y azucarada para Ariel.

Tampoco concebía racionalmente que aquella noche en el Café del Altillo desencadene, tan sólo dos años después, en un pomposo casamiento.

Susana Franco resultó ser alumna del Instituto Superior de Publicidad, igual que Ariel, sólo que dos cursos antes. Esa noche descubrieron una serie de coincidencias entre los dos: los mismos gustos, criterios parecidos, objetivos de vida similares. Ariel se dio cuenta de la ausencia de Paula a los cuarenta y cinco minutos de charla ininterrumpida. Pero Paula había abordado discretamente el Alfa Romeo, después de dejarle a Carlucho una nota para su hermano: Good game, brother!... Have a wonderful night.

Cuando Paula conoció a Susana supo de inmediato que era la mujer perfecta para su hermano. No obstante se abstuvo de emitir opiniones hasta no ver que Ariel estaba realmente seguro de lo que esperaba de esa relación. Ese mismo año, Ariel se recibió de licenciado en Publicidad y Ciencias de la Comunicación, e instaló una productora de TV con los equipos que fue comprando a lo largo de su carrera. Susana comenzó a trabajar con él. Hasta que también se recibió y entonces decidieron  casarse.

Fue allí cuando Paula notó el vacío.

Si bien pocas cosas habían cambiado entre los hermanos Sereatti, ella sentía por momentos que el amor de Ariel había abierto una sucursal. La mayor parte de su tiempo, los sueños, las locuras, los delirios los compartía con Susana.

A veces los compartía con Paula.

Y ahora, allí estaba su hermano, peinado con gel y un gesto de circunstancia que no lo definía en absoluto. Parecía mayor. ¿Puede la gente adulta crecer en dos años?... Quizás, ella también se vería mayor. ¿De verdad él estaba feliz? ¿Era cierto que estaba tan enamorado de Susana? ¿O era su hereditaria obstinación que jamás le hacía retroceder frente a la palabra empeñada?

Como si hubiese escuchado los silenciosos cuestionamientos de Paula, él volvió la cabeza y sus ojos se encontraron con los de su hermana. Le hizo un guiño de complicidad, como tranquilizándola, como diciéndole que todo estaba bien, que no se preocupe, que hacía lo correcto. Comenzaba a sonreír, cuando su madre tironeó de su manga y resonó en cada rincón, pomposo y repetido, el primer acorde de la marcha nupcial.

Se abrieron las puertas principales y todos se dieron vuelta. Susana hizo su entrada al recinto, teatral y solemne. Estaba radiante, la cubría un halo caprichoso de felicidad, parecía una criatura extraída de un cuento de hadas.

El sacerdote inició la ceremonia.

Paula no podía ver ni oír más nada. Muy a pesar suyo, era un espectáculo doloroso, y tina sensación extraña comenzaba a bloquearle la garganta.

Ariel. Seis años y la cara sucia en el campo de sus abuelos. Siete años, uniforme a cuadritos y mochila, camino al colegio. Ocho años, apagando velitas en un cumpleaños. Diez años y la gata gris que tuvo sus hijitos en el patio del vecino. Once años, insolado en unas vacaciones con mamá y papá. Doce años y un helado chorreado una noche de verano. Ariel. Catorce, dieciséis, veinte años, y las confesiones, la complicidad, la música, las salidas, la risa...

Ariel casándose, tan joven, con una mujer maravillosa, muy a la altura de todas las cosas que aspiró y que consiguió en su vida.

Paula miró el banco larguísimo y vacío en el que estaba sentada, y un inoportuno recuento de su realidad ingresó, prepotente, como una nómina incontrolable en su cerebro. Paula tenía su título de antropóloga, un posgrado en Europa y otro en Egipto, sus padres que la adoraban sin absorberla, sus cuatro amigas incondicionales, un estudio propio de renombre internacional. Tenía también su departamento recién estrenado, veintiséis años bien vividos, sus libros, su bodega, sus muebles restaurados por ella misma, su música, sus gustos peculiares. Su vista recorrió nuevamente el banco, y comenzó a entender por qué, por primera vez en su vida, no luchaba con la flojedad y la cursilería de un sentimiento.

Terminó de comprenderlo cuando Ariel salió de la iglesia y la abrazó fuerte. Fuerte, como cuando festejaron triunfos y cuando alguna vez el dolor los encontró en otros abrazos similares. Y allí finalizó el recuento, con la última palabra de la lista: tenía también su soledad.

Concluyó en que ese dolor egoísta y cursi era a causa del fantasma de la soledad, escondido tras la lluvia de arroz que los cubría.

Allí, en ese preciso instante, cuando Paula se prometió a sí misma recuperar a su hermano, aunque ello le lleve el resto de su vida y le signifique dejar un pedazo de sí misma en el camino.



 

CUATRO

Ariel cerró la puerta tras la última persona que, por suerte, abandonaba su departamento. No más extraños. No más gente compadeciéndolo.

El patético funeral y el velatorio habían sido suficientes. Todo lo había hecho por respeto a la pobre Susana y por la familia. De haber sido por él, habría obviado esos macabros formalismos que lo único que logran es acrecentar el dolor y el desconcierto de los que están verdaderamente doloridos y desconcertados.

Él hubiese preferido la privacidad, para tratar de digerir los hechos que aún tenían todas las características de una pesadilla.

Por suerte, su hermana Paula estaba con él. Decidió mudarse allí por un tiempo, porque Ariel no soportaría quedarse a solas con la ausencia de Susana respirándose en cada rincón.

Ella logró hacer dormir a los niños, que estaban inquietos y llorosos, sin comprender absolutamente nada y pidiendo a cada momento que vuelva su mamá. Cerró despacio la puerta que unía la sala con el pasillo de los dormitorios. Fue hasta la pequeña barra y sirvió dos whiskies.

Ariel observaba esa figura alta, que se movía con el encanto de siempre. Paula, su adorada Paula, su otro yo, la sombra de sí mismo. Paula, apenas dos años mayor que él, para escuchar sus dudas, para solucionar sus problemas. Paula para aconsejarlo. Para quedarse con los chicos cuando él salía con Susana. Para idolatrar a Bergman o a Bertulucci. Ahora, hoy, Paula para compartir y contener su dolor.

Ella era la única que tenía acceso a esa parte de su personalidad y con la única que quería estar en ese momento.

A veces, se sentía un tanto egoísta con respecto a su hermana. Por ejemplo, no hubiese tolerado, secretamente, que ella se case. Habría sido una manera de compartirla. Además, ella que desde pequeña había sido tan autosuficiente, tan segura de sí misma, habría desdibujado, al casarse, su imagen de hada protectora, o de ángel custodio, para convertirse en La-Señora-de-Fulano. Paula no era de nadie. Paula se pertenecía a sí misma.

Pasó frente a él, le dio la copa y lo despeinó cariñosamente. Se sentó en el sofá y estiró las piernas a lo largo, sin decir nada. Conocía a su hermano, y sabía que necesitaba silencio. Por eso, se sorprendió cuando él exclamó:

-¿Qué fue lo que pasó? ¡¿Qué mierda es todo esto que pasó?! -esa mezcla de dolor-rabia-impotencia la alertó-. Todos esos fotógrafos impersonales alrededor de su cuerpo, la autopsia... -Ariel nunca borraría de su mente la mañana en que llegó a la productora y encontró el tránsito bloqueado, cuatro patrulleros aullando y una ambulancia frente al portón del estacionamiento. Tampoco borraría el instante de incredulidad cuando vio a Susana tendida en el piso, rodeada de gente, su hermoso pelo negro flotando en un infame charco de sangre; sus ojos desmesuradamente abiertos, inmortalizando el horror. Quiso salir corriendo, nunca supo si por cobardía o por creer que, si lo hacía, despertaría pronto y encontraría a Susana durmiendo tranquilamente a su lado. Pero en lugar de eso, gritó. Gritó como jamás lo hizo, y después del grito, el llanto. El llanto y los porqués como una lluvia de dardos sobre su cerebro incapacitado de razonar. Alguien lo apartó del lugar, lo obligo a tomar unos comprimidos y después de eso, sólo recordó el momento en que Paula entró a su oficina, lo cargó en su auto implorándole cooperación y lo llevó hasta su departamento-. Me parece un argumento de mal gusto, o una película de humor negro que nunca va a terminar -Paula sólo lo escuchaba. Ariel hablaba más para sí mismo que para ella. Como siempre, desde niños, sabía que, si en ese instante decía algo, él no le prestaría atención-. ¿Qué enemigos pudo haber tenido Susana? -continuó Ariel- si era incapaz de matar una mosca. Y en la productora... bueno, ni siquiera tenía un cargo fuerte, que pueda exponerla de alguna manera. Nadie puede volverse contra una jefa de producción que sólo cumple con su trabajo.

Ella dejó transcurrir unos minutos. Agitó el hielo para alivianar la bebida y sin apartar la vista del vaso dijo:

-Venganza, quizás. Algún enemigo tuyo. ¿Por qué tiene que ser enemigo de Susana? En todo caso, quien está sufriendo ahora sos vos ¿no es así?

-Sí, puede ser. ¡Qué sé yo!

Y se sumergió en un mutismo suspendido en el hilo invisible de su mirada que se perdía.

-Ariel, vas a tener que prepararte porque lo que viene va a ser muy duro. Susana no murió de un ataque cardíaco. Vos sabés: habrá interrogatorios, policías, pericias, jueces, abogados y demás. Es conveniente que dejes de preguntarte por qué y que permitas que los demás se encarguen de hallar las respuestas. Ahora tenés que ponerte una coraza para que nada de todo esto te afecte, y que no veas a tu esposa en cada expediente judicial. Sobre todo, para proteger a Luis y a Carola. Ellos son muy chicos todavía. ¿Qué te parece si los enviamos a Córdoba hasta que todo esto se aquiete? No es bueno que estén en contacto directo con la realidad. Mamá y papá se vuelven recién mañana por la tarde. Puedo preparar enseguida sus bolsos y..

-No lo veo prudente. Los viejos los consienten demasiado. Es mejor que todo siga igual para ellos. Tienen que acostumbrarse.

-Está bien. Pero no quiero escucharte decir una vez más: «Paula, ¿sabés que tenías razón?»

Ella lo miró reprensivamente, pero él esbozó una semisonrisa que reflejaba esa ternura que siempre le despertaba su hermana.

Los días posteriores a la tragedia transcurrieron marcados por un ir y venir de gente en su casa.

Ariel no fue a trabajar esa semana y dejó casi todos sus asuntos a cargo de Paula. Prefirió quedarse en su casa con sus hijos, que lo necesitaban más que nunca.

En lo posible, huía de los vecinos y sus consecuentes interrogatorios.

Por supuesto, todos aparecieron a ofrecer ayuda. Ariel los veía trayendo postres para los niños o comida para él y sentía que los odiaba. Aunque, a veces, se llamaba a la coherencia y se reclamaba a sí mismo: «No seas intratable, Ariel, ellos tan sólo quieren brindarte una mano».

Esa tarde se decidió a abrir la correspondencia, todo lo dirigido a la licenciada Susana Sereatti. Intentaba soslayar la melancolía que le producía ver escrito ese nombre. No podía convencerse de que ella no volvería. Le parecía que en cualquier momento tenía que entrar, o que se había ido de vacaciones a Córdoba con Paula y los chicos.

Abrió el primer sobre y el sonido el timbre enmudeció el crujido del papel al rasgarse. «Otra vez», pensó resignado.

Era la muchacha de planta baja. Excesivamente maquillada, luciendo un escote desmesurado y oliendo a colonia de baño, traía una expresión compungida demasiado sobreactuada.

-¡Hola, señor Sereatti! -dijo con voz de dibujo animado, ocultando su mirada tras una caída de sus pestañas postizas-. ¿Puedo pasar? -agregó, espiando por sobre el hombro de Ariel.

-Sí, por supuesto. Adelante señorita... eh...

-Betty. Solamente Betty.

«Betty Boop», pensó Ariel, reprimiendo una sonrisa.

Ella atravesó el living, contoneando sus caderas y se sentó, cuidando que su mínima falda deje ver lo suficiente de su pequeña anatomía.

Ariel había escuchado algo acerca de que ella era una chica rara. Según Rosa, la empleada de los Sereatti, Betty tenía fama de señorita oportunista y busca posición. Sin embargo, había algo en ella que la hacía vulnerable, por lo cual a uno le venían ganas de palmearle la rubia cabecita (claro, otros preferían el pequeño y redondito trasero, pero no era el caso de él).

-Señor Sereatti, usted ha de estar muy solo. Se lo ve muy triste, ¿sabe?-«¿En serio?», ironizó Ariel para sí-. Yo he venido a ofrecerle sinceramente mí ayuda desinteresada.

-¡Oh!... -él no sabía qué responder-. Bueno. ¡Gracias!

-¡Es que lo suyo fue tan trágico! Y estoy convencida de que uno no debe quedarse encerrado conviviendo con todos esos recuerdos tan crueles, ¿no cree?

-Bu... Bueno, en realidad...

-Vea, yo estaba sola en casa y me dije: «Betty, ¿por qué no subís al séptimo a alegrar a este señor? pensando en su situación, ¿verdad? Yo estoy dispuesta a acompañarlo, y salir un poco. Podemos ir al cine. O a cenar. Puedo presentarle un grupo de gente divertida. Usted no debe quedarse aquí -sentenció, mientras meneaba su cara-pintarrajo-. Definitivamente no. Usted tiene que conocer otra gente, cambiar de vida, experimentar nuevas emociones, para que todo esto no sea tan difícil y tan pesado. ¿Qué le parece si quedamos para este viernes?

-Le agradezco nuevamente, señorita. Pero la verdad es que no podría. Como verá, estoy atravesando un momento crítico. Creo que su propuesta no estaría mal en otra oportunidad, pero aquí y ahora está totalmente desubicada. No se ofenda, mire...

-¿Podemos escuchar unos discos? -interrumpió Betty, hurgando en su bolsón, como si no lo hubiese oído- traje el último CD de...

-Si no le molesta, tengo cosas que hacer. Quizás otra vez.

Betty se quedó inmóvil por un segundo. Se puso de pie y fabricó un proyecto de sonrisa.

-Bien. Cuando guste, ya sabe. Adiós, señor Sereatti.

«¡Por favor, era lo único que me faltaba!», suspiró al cerrar la puerta.

Olvidó el incidente y se dispuso, al fin, a leer la correspondencia.

Uno a uno fue abriendo todos los sobres. Una  postal de la dueña de un residencial de Francfort, que se quedó encantada con Susana y los niños, y prometió escribirle. Una invitación para un té de beneficencia. El resumen de su tarjeta de crédito. Una carta de una amiga psicóloga de Río Negro, que se mudó allí para instalar su consultorio, y ahora le anunciaba su casamiento con un psiquiatra chileno. Le dolían todas aquellas palabras que eran para Susana, que ella jamás vería. Le desgarraban el alma aquellas frases que ni siquiera le pertenecían y se agigantaba la nostalgia al recordar esos gestos tan de ella de sonreír, fruncir el ceño, arquear las cejas, mientras leía las cartas de sus seres queridos.

El día moría más allá de las ventanas. Ariel interrumpió la lectura cuando entró Paula con los chicos, y (¡Dios Santo!) la vieja del piso de arriba con su hija la soltera, que le dijo:

-Señor Ariel, encontramos a la señorita Paula, y nos contó que esta noche tenían una reunión con su abogado y yo pensé que quizás Anita podía quedarse con los chiquitos. ¿Verdad, Anita, mi corazón?

La muchacha que estaba detrás asintió con una expresión resignada. La verborragia de la progenitora era tal que no dejaba lugar a otros sonidos.

-Usted sabe, ella es una chica muy seria, muy de su casa. Ella es maestra, por lo que imaginará usted que tiene mucha experiencia con criaturas. Anita no va a tener problemas en prepararles la cena y después llevarlos a la cama. Puede esperar por ustedes hasta que termine la reunión. Ella puede trabajar en sus libros mientras tanto, y ni bien lleguen, entonces sube a casa. ¿Sí, mi niña?

La chica volvió a asentir, mientras aseguraba por enésima vez el último botón del cuello de su camisa.

-Ariel, ocurre que la señora me insistió tanto -logró explicar Paula, al fin-, y la verdad es que para nosotros sería una solución. Esta entrevista surgió ahora, y no tuve tiempo de avisarle a Rosa que se quede. Otra opción es ir a buscar a mi secretaria hasta su casa pero entonces se nos va a hacer tardísimo.

Él se sentía demasiado cansado.

-Está bien -murmuró mientras pensaba: «Que hagan lo que se les antoje».

La mujer se fue a su casa, por suerte. La muchacha de edad indefinida y cara de beata se quedó parada en el medio de la sala.

-Tome asiento, señorita.

-Gracias -susurró, sentándose muy erguida en el borde del sillón, acomodando con pulcritud los pliegues de su falda que le llegaba a los tobillos.

Luisito y Carola habían huido a sus dormitorios. Paula comenzó entonces a explicar a Ariel el motivo de la reunión y le resumió rápidamente lo ocurrido a lo largo del día.

De pronto, se dio cuenta de la presencia invisible de la chica y se interrumpió para decirle:

-Si querés, podés ir viendo en la heladera qué hay para cenar.

-Sí, sí -afirmó la monja, poniéndose de pie rápidamente.

Paula continuó entonces y, al cabo de un rato, echó una mirada al reloj y anunció que debían irse.

-Voy a sacar el auto del estacionamiento. Te toco tres bocinazos, está atento.

Ariel fue entonces a despedir a los niños y pasó por la cocina, en donde la tal Anita preparaba una sopa de verduras parsimoniosamente.

-Le pido que cuide bien a los niños. Este es el número en donde nos puede ubicar en caso de problemas -Le pasó una tarjeta y la muchacha se quedó mirándola como hipnotizada-. ¿Entendió?

-¿Eh?... ¡Oh, sí! Sí, señor.

Se escucharon los tres bocinazos lejanos.

-Bien. Buenas noches, Ana.

En el ascensor, los pensamientos de Ariel volaron hacia sus hijos. Parecía que después de la muerte de Susana, el tiempo se había detenido y en lugar de ir hacia adelante, volvía obstinadamente hacia atrás a través de los recuerdos, que lo atormentaban a cada minuto.

Nunca olvidaría aquella mañana, cuando Susana entró a su oficina para plantearte la necesidad de cambiar el pequeño departamento que compraron cuando se casaron por uno más grande. Ariel creyó entonces que ella no estaba preparada aún para el increíble y vertiginoso crecimiento de la productora (y de la cuenta bancaria, que se multiplicaba después de cada campaña publicitaria).

-¡Estás loca! ¿Para qué querés un departamento más grande? Con el que tenemos nos alcanza y nos  sobra. Somos dos gatos locos y nunca estamos en casa.

-Yo sé por qué te lo digo. No podemos seguir viviendo en ese sitio de uno por uno.

Ariel tenía mil asuntos que atender esa mañana, el día se perfilaba difícil y se le estaba acabando la paciencia. Se puso de pie para dar por finalizada la conversación y dijo:

-Te estás volviendo una señorona frívola y caprichosa. Esas actitudes no tiene nada que ver con la mujer que se casó conmigo. Además, no es el momento ni el lugar. Tengo muchos problemas más importantes que solucionar hoy.

Ariel se dio cuenta del impacto de sus palabras cuando la cara de Susana se contrajo en una mueca de dolor. Ella salió de su oficina, sin replicar absolutamente nada. Él se odió por ser tan determinante y se prometió arreglar el asunto esa misma noche, cuando ambos estén liberados de las presiones del trabajo.

Cuando por la noche Ariel llegó a su casa, no encontró a Susana. Comenzó a preocuparse cuando se hicieron las once y media y ella aún no daba señales de vida. Susana había olvidado su agenda sobre la mesita de la sala. Ariel la hojeó rápidamente para ver si daba con alguna anotación que le indique su paradero, y entonces al abrirla un sobre se escapó por entre las páginas y cayó sobre la alfombra.

Lic. Susana F. de Sereatti

Laboratorio de Análisis Clínicos

Doctor Roberto L. Rivas

Desdobló la hoja que contenía y comprendió el por qué de las inquietudes de su mujer.

Se sintió el más estúpido y malvado hombre del universo. Telefoneó a sus suegros, a las compañeras de trabajo, a los amigos de ella y a los que tenían en común... Susana no estaba por ningún sitio. Finalmente, dándose por vencido, llamó a Paula para que lo consuele y le busque una solución. Pero su hermana lo atendió fría y distante, respondiéndole con monosílabos, hasta que no aguantó más y le espetó una letanía de reproches:

-Sos un monstruo, Ariel Sereatti. No ves más allá de tus intereses y no tenés un poquito de consideración por nadie, ni siquiera por tu esposa. ¡Por supuesto que Susana está acá! Pero más vale que ni se te ocurra venir, porque te juro que te hago sacar por el guardia. La pobre está demasiado dolorida como para tener que ver tu cara de perro bulldog y escuchar tus planteos machistas y egoístas.

-Pero, Paula...

-Chau, hermanito. Sinceramente, me defraudaste.

Y colgó el teléfono sin piedad.

A los dos días, cuando Susana se calmó y Paula también, se enteró que su mujer le tenía preparada una sorpresa: anunciarle su embarazo, y celebrarlo esa noche junto con la decisión de cambiar de casa (la que tenían resultaría demasiado pequeña para ellos y un bebé).

Pero el altercado pronto quedó olvidado, y celebraron tres meses después, cuando el ginecólogo les anunció con una sonrisa que Susana estaba esperando mellizos.

Carola y Luis. Dos bebés colorados que llegaron para hacerles sentir que no necesitaban nada más para ser felices.

La dulce y femenina Carola, con sus aspiraciones artísticas, sus pinceles y su piano, con sus modales de dama renacentista. El aguerrido Luis, tan parecido a su papá, entrenando días enteros para ganar un partido de tenis. El obstinado Luis, el que no se daba por vencido ante ningún desafío.

Los sentimientos blandos, junto con una profunda tristeza causada por los recuerdos y, por el amargo presente, le agujerearon el alma. Sus dos pequeños, tan solitarios ahora, cargando todo ese dolor.. ¿cómo harían para soportarlo, si a él, todo un hombre, le resultaba tan difícil?

Antes de salir a la calle, pensó que los dejaba con esa muchacha. No lo convencía en lo más mínimo la idea de que se queden con extraños. Sin embargo, esa noche no tenía otra alternativa.

Abrió la puerta del edificio y el golpe helado del aire anochecido pareció cambiarle el enfoque de sus pensamientos:

«De todas maneras, con esa chica insulsa, se dormirán sobre el plato de comida».

Y subió al auto para irse con Paula a la nada atractiva entrevista con su abogado.

 

CINCO

El olor del gallinero, a las dos de la tarde, era nauseabundo. Los restos del almuerzo diseminados por el suelo, mezclados con las heces de los animales, constituían una combinación insoportable. Las pobres gallinas intentaban dormir una siesta debajo del único árbol, a pesar del calor infame y de los insectos que zumbaban en torno a ellas.

La pequeña Beatrice sintió un profundo dolor en el estómago; pero se aguantó. No podía darse el lujo de ser débil, pues la decisión estaba tomada. No se quedaría un minuto más en su casa, y ese sitio inmundo era el único en donde podía esconderse hasta poder actuar con tranquilidad.

-¡Porca, figlia d'una puttana, rispetta la morale della tua famiglia! Madonna Santa, apprendi della tua fratella, la Marietta, questa ragazza é tutto una donna.

Las palabras de su padre retumbaban en su cerebro. Y los golpes posteriores a las mismas aún le estremecían la carne de dolor. Beatrice no estaba dispuesta a seguir tolerándolo. Esa última golpiza había sido suficiente motivo para desencadenar tal determinación. Ella no seguiría los pasos de su hermana Marietta, que con dieciséis años sufría sin objeciones la autoridad despótica de su padre y, sumado a ello, la de un marido de treinta y pico que no le permitía ni siquiera asomar la nariz a la calle.

La sumisión de Marietta la revelaba aún más. Ella y su hermana eran el polo opuesto. Beatrice lo atribuía a que ambas eran hijas de dos mujeres diferentes, que en nada se parecían entre sí.

Marietta Antonello llegó de su Italia natal a los dos años con su padre, un siciliano viudo a temprana edad, quien después de volver a casarse y tener a Beatrice, fue abandonado por la nueva esposa, que se marchó con un camionero sin decir hasta luego. Agriado por la soledad, por el dolor del desarraigo, endurecido por la formación rígida y moralista de las familias campesinas de la Italia de principios de siglo, cargó sobre sus espaldas la responsabilidad de las dos criaturas. Beatrice pensaba que él siempre vio en ella el rostro de la traidora, pues los únicos recuerdos que tenía de su padre eran las cicatrices de los golpes que se le fueron acumulando a lo largo de sus catorce años.

Beatrice y Marietta crecieron con el miedo permanente alojado debajo de la piel. Una insignificancia bastaba (la sopa muy caliente, un resto de polvo en los muebles, una mirada de frente a alguien, cualquiera, del sexo opuesto), para que su padre monte en cólera, descargando toda su bravura (y por qué no su bronca y su resentimiento) sobre las pequeñas. Crecieron también con la pobreza como compañera de infortunios. Las niñas no sabían de vestidos nuevos, de estrenar zapatos, de domingos en la calesita del pueblo. Beatrice soñaba con una vida como la de las modelos que veía en esas revistas viejas que le regalaba su vecina millonaria. Entonces se prometía frente al espejo que su condición de pobre era una etapa que terminaría pronto. Ella no sería como su hermana... ¡jamás! Su destino era ser una gran actriz, una estrella. Tendría al mundo rendido a sus pies. La gente pagaría por un minuto de su tiempo y contendría el aliento al verla pasar. Sólo debía aguardar a tener suficiente edad como para conseguir un trabajo y marcharse a la ciudad.

Pues bien, el momento había llegado.

Esperó a que su padre decida salir de la casa, y al cabo de una hora y media, cuando él y Marietta se marcharon con la bolsa de las compras, entró rápidamente a su cuarto. El olor de la pobreza le saturaba la nariz, y las paredes corroídas, el piso de tierra y los cartones tapando los agujeros de los vidrios le lastimaron cruelmente la vista.

Reunió las pocas cosas almacenadas a lo largo de su vida: un viejo libro de Neruda, una piedra de mar que la niña rica del colegio le trajo de sus vacaciones, un rosario de su abuela, un lápiz labial rancio que le regaló don Arsenio el farmacéutico, tres vestidos descoloridos, una chaqueta gastada, cuatro pares de medias, dos combinaciones de ropa interior que le pasó Marietta cuando engordó los veinte kilos del embarazo y un único par de sandalias, Rápidamente, acomodó todo dentro de una bolsa de harina. Removió la tierra debajo de su cama y extrajo un paquetito con sus ahorros (obtenidos éstos como pago de alguna diligencia para Don Arsenio o de algún vuelto robado cuando su hermana la enviaba a la despensa).

Antes de salir, se miró en el ennegrecido espejo del ropero. Su pelo rubio le caía hasta la cintura en una coleta motosa, el busto precozmente crecido era algo desproporcionado, teniendo en cuenta su escasa altura. Sin embargo, en ese momento y por primera vez, esto le otorgó seguridad. Beatrice no supo cómo, de pronto, tuvo la sensación de haber crecido, y del otro lado del azogue, vio el dibujo de una mujer. Sin mirar atrás, cerrando fuerte los ojos, dijo adiós a todo, cargó la bolsa sobre su hombro y cerró esa puerta para siempre.

El atardecer la encontró en el ferrocarril, con el tiempo justo para comprar el boleto y abordar el tren. La ciudad la esperaba, el sueño aquel, acariciado de lejos tantas noches entre golpes, llantos y frustraciones, estaba más cerca que nunca. El comienzo de una vida de verdad le daría la bienvenida al poner el primer pie en el andén.

Pero no fue fácil.

Beatrice era muy inocente y sabía muy poco de la vida. Con el escaso dinero que traía pudo rentar un cuarto pequeño y mal ventilado en un conventillo. Conseguir trabajo se convirtió en toda una tarea, pues ella no tenía estudios suficientes, ni edad, ni preparación como para obtener algo medianamente decente. La plata se acabó a las dos semanas, y la dueña de la pensión comenzó a perseguirla hasta el punto de amenazarla con llamar a la policía.

Empezaba a invadirla una nociva mezcla de desesperación, desilusión y bronca, unido al amargo sabor del fracaso, cuando Freddo se instaló en el conventillo.

De edad indefinida, usaba el cabello curiosamente pegado a su cabeza, como un casco (nadie sabía si el efecto se debía a la gomina o a la mugre acumulada de días). Un bigote negro y finito le cruzaba la cara, paralelo a una gruesa cicatriz. Mordisqueando constantemente una boquilla, vestía trajes a rayitas de llamativos colores (que por cierto nunca combinaban con sus corbatas, también muy coloridas) y el insoportable olor a perfume barato se mezclaba con el de su piel grasienta. Patéticamente, Freddo quería emular el léxico y los modales de los grandes señores, lo que hacía más evidente su condición de pobre tipo.

Pero ella, con su escasez de vivencias, jamás notó nada de todo esto y creyó sus historias de viajes por el mundo, de citas con la realeza europea, de mujeres bellas y sitios paradisíacos. Estaba convencida de que él era un caballero de verdad, y un día de soledad y nostalgia le confesó su sueño de ser actriz. Fue entonces cuando él le prometió sacarla de la miseria, y Beatrice estaba segura de que así sería.

La tarjeta que Freddo le dio cierta vez anunciaba: «Freddo Comacchio, Representaciones Artísticas», arriba de una dirección desconocida. Allí se enteró de que la misma pertenecía a una especie de club  nocturno, en donde Freddo hacía las veces de relacionista público, o algo parecido que ella no llegó a comprender del todo. Sin embargo, no dudó que era muy importante.

-Vamos a darte ropa como la gente y tenés que cambiarte ese nombre, que parece de folletín. Hay que buscar algo más corto, que suene pintoresco y simpático... -él le tomó la cara y se la observó detenidamente, tan cerca que Beatrice pudo percibir su aliento fétido-. Betty, por ejemplo.

-Betty -repitió ella, y un nuevo ser se introdujo dentro de su cuerpo junto con ese nombre desconocido.

El trabajo era sencillo. Debía comenzar de abajo, como todo. Betty sólo tenía que sonreír, divertir a los señores que se acercaban al bar, y hacer que estos se sientan tan a gusto que pidan una y otra copa, hasta dejar todo su dinero en el mostrador. Ella se desilusionó un poco, porque pensó que él le ofrecería un numero artístico.

-Paciencia, muñequita. Ya te dije: se comienza desde abajo.

Su primera noche empezó a tornarse nefasta cuando Freddo la dejó a cargo de Astrid, una fulana vieja y gorda con un horrible lunar en la boca pintarrajeada, con un vestido de plumas fucsia y verde que le daba aspecto de gallina gigante. La llevó hasta una habitación maloliente con una luz mortecina. Unas seis muchachas se vestían y se perfumaban a la vez que chismorreaban entre sí. Cuando Betty entró, todas se callaron para mirarla sin disimulo. Astrid le arrojó unas escandalosas prendas colorinches que dejaban sus muslos y parte de sus pechos al descubierto, le improvisó un peinado y un recargado maquillaje. Betty se miró en el espejo, y la impresión fue tal que se echó a llorar, mientras que las otras se reían a carcajadas.

-Mirá, primor, acá no queremos mocosas chillonas. Si no te gusta, la puerta queda allá -señaló Astrid, a punto de explotar de furia, mientras las otras no dejaban de reír-. Además, no tengo tiempo ni paciencia para aguantar novatas desquiciadas. ¡Freddo! -bramó-.¡Llevate a esta palomita de acá!

Por más que se exigía a sí misma, Betty no podía parar de llorar. Freddo entró sin llamar, presuroso.

-¿Pero qué pasa, qué son esos gritos?

-Tu muñequita -Astrid tomó por el brazo a Betty y la empujó contra él-. No sirve. Ponele un vestidito blanco, hablá con el cura y conseguile un puesto para que prenda velas en la iglesia.

Freddo le pidió a Betty que lo espere en el pasillo. Ella le obedeció, sin dejar de llorar. Se sentó en el suelo y de pronto comenzó a reaccionar. Concluyó que no tenía nada ni nadie en el mundo, que sus éxitos o sus fracasos dependerían de ella y sólo de ella, que tenía que ser fuerte y arremeter si quería lograr su propósito. El llanto y la debilidad no eran propios de los triunfadores, y mucho menos, de las grandes estrellas. Entonces... ¿qué estaba haciendo? Cuando tenía la suerte de encontrar a alguien tan bien relacionado y tan caballero como Freddo, ella estaba estropeándolo todo con sus lagrimillas. «De ninguna manera, Beatrice Antonello. ¡Vas a salir de la pobreza, a costa de lo que sea!»

Se secó las lágrimas, se puso de pie, adoptando una postura altiva, entró nuevamente al camarín y anunció:

-Voy a demostrarles que puedo trabajar -El breve silencio fue seguido por las risotadas de las muchachas semidesnudas, pero ella decidió que lo que oía no era risa sino un chillido de loros sin importancia. Astrid quiso decir algo, pero ella se le adelantó-. Si me da otra oportunidad, le prometo que no la voy a defraudar.

-No nos cuesta nada, Astrid, probémosla, por esta noche al menos -terció Freddo

-Está bien -cedió al fin el mastodonte-, pero al primer berrinche se va la mocosita y vos por detrás... ¿me entendiste? -Las mujeres comenzaron a murmurar entre sí-, y ustedes cierren el pico y vayan ya mismo a trabajar.. ¡manga de holgazanas!

El resto de la noche no fue mejor que el comienzo, pero Betty sabía que no debía darse tregua a sí misma. Si se descuidaba, tendría que volver a la calle o, lo que era peor, a la casa de su padre. No permitiría que nada de eso suceda.

Aguantó dignamente a los borrachos lascivos que se le acercaban, procuro servirles lo que le pedían y sonreír, pasando por alto los manotazos y las groserías susurradas con sus voces pegajosas. Veía a las actrices de variedades haciendo su show sobre el escenario y se imaginaba ocupando, algún día, ese lugar, dando inicio al vertiginoso ascenso que la llevaría al estrellato.

Ese sueño le daba fuerzas para continuar, y para no recordar que jamás conoció a ningún hombre como tal. Todo lo que rodeara a la palabra sexo le era absolutamente ajeno, enigmático y desconocido. Ni siquiera caía en la cuenta que a partir de esa noche estaría inmersa en ese insondable misterio que, unos meses atrás, no entraba en el universo de sus posibilidades.

Y así siguió, noche tras noche, vendiendo sonrisas y encanto al mejor postor. Entonces llegó «El Día D», cuando Astrid le propuso vender algo más que todo aquello. Hasta ese momento, la madama había estimulado el morbo de su clientela, desparramando a los cuatro vientos que tenía entre sus niñas a una quinceañera virgen, hambrienta de sensaciones, ansiosa por entregarse a un hombre. Desafiaba entonces a los embravecidos machos a que hicieran sus ofertas, hasta que ella decidió que esa era la noche.

Un usurero árabe fue el que se llevó el premio mayor. Betty jamás olvidó el olor rancio a cigarro y alcohol, mezclado con el sabor de la humillación, ni la excesiva hemorragia, sangrando desde su cuerpo y, también, desde el sitio en donde la pena le abría las compuertas de un llanto secreto y silencioso. Ella recibió unas monedas extra al finalizar la noche, que regaló a un mendigo al salir del lupanar.

Pero pronto todo aquello se le fue tornando una insensible normalidad, llegando a aceptar de buen grado el dinero que recibía al finalizar el trabajo. De allí pasó a la ambición, al querer más y más. Ya no soportaba más aquel conventillo de indigentes, ni su vida de ciudadana de cuarta categoría.

Betty quería subir al escenario y debutar como actriz, pero a pesar de los continuos reclamos a Freddo y a Astrid, ella seguía sin avanzar. Hasta que comprendió que nadie, excepto ella, podía decidir el curso de su destino.

Entonces, se puso manos a la obra.

Se platinó el pelo y se cortó su larga coleta, reemplazándola por un peinado con rulos alrededor de su rostro redondeado. Le pidió a una de las prostitutas que le enseñe a maquillarse, y después de estudiarse horas en el espejo, pudo otorgar a sus facciones de niña el aire de mujer fatal. Con lo poco que logró ahorrar, se armó un guardarropa en donde predominaban los grandes escotes, las faldas mínimas, las formas adherentes y los colores primarios. Freddo le enseñó a fumar, y a arrojar el humo sensualmente a la cara de su acompañante. Caminó mil veces el angosto pasillo de la pensión, para dar al fin con algo parecido al andar felino de las estrellas de cine. Y así estuvo lista para dejar de ser una pobrecita.

Fue un éxito. El cambio rotundo que se produjo en ella constituyó la envidia de las demás y el propio convencimiento de que era ese el modo de acceder a lo que tanto deseaba. Astrid estaba feliz. Betty era su mejor adquisición, y pronto decidió mejorar el negocio subiéndola (al fin) al escenario, para presentar un provocativo y poco pretencioso strip-tease.

Ganaba mucho dinero, considerando la vida paupérrima que siempre tuvo. Betty logró cosas impensadas de los hombres y sentía crecer en ella el delicioso poder de manejarlos a su antojo. Aprendió poco a poco sus mañas y sus costados débiles. Y este aprendizaje le tomó dos años, y la llevó a conocer a Peter.

Retacón, rollizo y pecoso, nieto de irlandeses, con una mata espesa de cabello colorado y fumando un cigarro tras otro, se quedó hechizado por los encantos de la muchacha y la convirtió en el más caro de sus vicios:

-Sos como los buenos perfumes, palomita, esos que vienen en frasco pequeño pero son intensos e inolvidables.

Peter estaba seguro que Betty era un talento desperdiciado en ese tugurio apestoso. Entonces le ofreció trabajar en uno de sus casinos. Ella se resistió al principio, pues la alejaba de su sueño de convertirse en actriz.

-Pensalo bien, mi bombón. Voy apagarte buen dinero, y no te va a faltar nada. De noche incitarás a esos infelices a dejar toda su platita en las arcas de tío Peter, y durante el día podés dedicarte a buscar en serio un trabajo como actriz. Conozco algunos lugares...

No tuvo que decir mucho más para que la diminuta rubia cargue sus bártulos y se traslade sin chistar al casino de Peter, desoyendo las súplicas de Astrid y sus desesperadas contraofertas.

Ganó más dinero del que imaginó en su vida. Los desprevenidos clientes se dejaban subyugar por los encantos de la muchacha y acababan vendiendo el alma al demonio por una noche con la adorable criatura.

Rentó una casa, pequeña pero decente, e invirtió todo su capital en pieles, perfumes y vestidos de dudoso gusto. Las tardes las ocupaba visitando estudios de cine, televisión y radio, compañías de teatro, hasta agencias de modelos y academias de baile. Pero en todos lados recibía la misma cordial respuesta:

-Complete esta ficha con sus datos y, ni bien surja algo, le avisaremos.

Betty estaba desalentada, y lo que más la desanimaba a veces era que no le importaba un pito. Ganaba mucho más dinero como prostituta en el casino, y no tenía que caminar cuadras y cuadras ni implorarle nada a nadie. Se estaba dejando vencer por la comodidad y la vida fácil, situación que se agravó cuatro años después, con la llegada de Enrique al escenario en que transcurrían sus días.

Era un coronel de alto rango en las Fuerzas Armadas. Tenía mucho dinero, mucho poder y una esposa gorda y aburrida. Se conocieron en el casino, una noche que él estaba bebido en exceso y entonces vomitó sobre la falda de Betty, por lo cual ella le arrojó un vaso de aguardiente a la cara que casi lo deja ciego.

Cuando Enrique se enteró de los hechos al día siguiente, le envió un anillo de esmeraldas con una nota de disculpas.

Fue el comienzo de una relación tormentosa, surcada por las sombras de los celos enfermizos de él y los ataques de histeria de ella, sumado al terror a que la esposa los descubra. Ambos eran violentos por naturaleza, y proyectaban esa agresividad en su pareja. A veces, Betty se preguntaba por qué estaba al lado de un hombre como él, y la soledad le respondía que quizá porque él fue la única persona capaz de demostrarle un poco de afecto (aunque tampoco descartaba una buena cuota de comodidad). Enrique estaba embelesado con la niña, a sus cuarenta y ocho años, y con una incipiente barriga y calva considerable, pocos eran los que podían darse esos lujos, aun con toda la fortuna del mundo. Sin embargo, no podía decirse que él estaba exactamente enamorado. Ella constituía un bonito pasatiempo que, como el golf o las carreras de caballos, le relajaba la mente y le hacía olvidar a su mujer, formando parte de la interminable lista de indicadores económicos que posee todo hombre de su edad y posición: autos caros, abultada cuenta bancaria, viajes, varias casas y una amante. Pues bien, Betty era su última «adquisición».

La muchacha se instaló en el departamento que él le regaló. Un amplio semipiso en planta baja, con un jardín interior, amoblado con lo más costoso de la mueblería más famosa de la ciudad (aunque lo caro de la decoración no le quitaba ese toque vulgar, colorinche y de mal gusto que agredía la visión de quien entraba a la casa). A Betty no la incomodaba en lo más mínimo su condición de mantenida, por el contrario, le resultaba práctico. Era fantástico no tener que pegarse sonrisas postizas para los clientes cuando no tenía ganas de trabajar. Sus sueños quedaron olvidados en el fondo de su placard, junto con las pieles falsas y las joyas de fantasía que usaba en el prostíbulo, en los tiempos del strip-tease.

Al mirar hacia atrás, comprendía que ya nada quedaba de aquella tanita de pueblo (excepto la falta de clase, pero ella obviamente no lo sabía). La ingenuidad y la capacidad de asombro las había perdido en los recovecos de su vida de ciudad y de burdel, para ser reemplazadas por una actitud calculadora y extremadamente materialista. Betty aprendió las artes de la seducción y las utilizó sabiamente para conseguir lo que quería de los hombres, incluso, una vida de princesas.

Una tarde, cuando Betty salió a recibir al jardinero, Ariel Sereatti abordó el ascensor a escasos metros de su puerta. La sorpresa la paralizó, y los recuerdos que se le agolparon todos juntos en la memoria bloquearon su poder de reacción.

-Por cuarta vez, señorita -le reclamó con impaciencia el jardinero-, la maceta es pesada... ¿Me quiere decir dónde finalmente vamos a ubicar el ficus?



 

SEIS

El comisario Santiago Esponda jugueteaba con un bolígrafo mientras su mirada se perdía en algún punto de la habitación. Hojeó la pila de informes desparramados en su escritorio y concluyó que, por primera vez en veinte años de profesión, los hechos no le cerraban. Ni le cerrarían. Se perfilaba como un caso difícil. Un supuesto hecho de homicidio con arma de fuego y un asesino muy, muy hábil, que cuidó hasta el último detalle. Parecía una labor artesanal...

Esponda tragó la última gota de su café y repasó mentalmente los elementos con los que contaba.

Susana Franco de Sereatti, licenciada en Publicidad y Marketing, treinta y cinco años, dos hijos. Matrimonio aparentemente tranquilo. Sin enemigos. Apolítica. Mujer de costumbres serenas, no tenía amantes.

Ariel Sereatti, hombre exitoso pero de perfil bajo. Excelente nivel socioeconómico. Tampoco tenía enemigos declarados, tampoco estaba involucrado en política ni en sindicatos, no tenía amantes. Razones (malditas razones) por las cuales Santiago Esponda tenía que descartar un crimen por venganza y un crimen pasional. ¿Un psicópata?... Quizás. Y si no era ninguna de estas tres variantes... ¿por qué cuernos alguien querría asesinar a una mujer como Susana Sereatti, enervantemente normal?

Repasó también los escasos indicios que se desprendían de la inspección del cadáver y de los estudios de la sección Balística.

El arma. Según las pericias llevadas a cabo, la bala hallada en el cuerpo de la víctima provenía de una pistola Ballester Molina 7,65 del año cuarenta (imposible identificar al dueño, esas armas salieron de circulación aproximadamente treinta años atrás, probablemente el tipo estaría muerto hacía décadas).

La distancia. Según los informes del forense, el disparo fue realizado desde atrás y, según Balística, el alcance mínimo de estas armas es de cincuenta metros. Considerando que el cuerpo fue hallado al pie de la escalera, y teniendo en cuenta la forma de las estrías encontradas en la bala, podía deducirse que el asesino se encontraba a unos ochenta metros de la víctima, tal vez, agazapado detrás de algún vehículo para salir luego tras los pasos de la víctima. Rastros de asesino. Inexistentes. No había marcas de neumáticos ni de zapatos, no había impresiones digitales, no había cerraduras forzadas...

«Un panorama realmente prometedor».

Se propuso dejar de ver las cosas desde una perspectiva tan negra y buscarle un encuadre positivo. Tenía que haber algún escondrijo, alguna punta de ovillo en donde comenzar a desentrañar los hechos.

El entorno de los Sereatti, por ejemplo.

Dos macetones con plantas flanqueaban la entrada y otros más pequeños, en el interior, se disponían cerca de las paredes revestidas en mármol del amplio hall. En todo el edificio se respiraba un aire limpio, y se percibía el fresco silencio que siempre habita los sitios lujosos. Hacia el fondo, cerca de los ascensores, un guardia uniformado leía perezosamente un periódico sensacionalista. Al ver a Esponda se puso rápidamente de pie. Era petiso, de piernas cortas y arqueadas, una redonda barriga pujaba por escaparse de la chaqueta presionando cruelmente los botones, que estaban a punto de salir disparados hacia adelante. Los ojos tenían cierto brillo cómico y una expresión que intentaba intimidar pero que, en esa cara redonda, de nariz y mejillas rojas, sólo lograba hacer sonreír a quien tenía enfrente. Con las manos en la cintura, inflando el pecho en una actitud desafiante, se plantó frente a Esponda y le preguntó a quién buscaba. Mientras reprimía una sonrisa, el policía trató de recordar a qué caricatura de su infancia se parecía.

-La doctora Paula Sereatti. Tengo entendido que vive en el piso tres.

-Solamente puedo permitirle subir si me deja su cédula.

Santiago Esponda extrajo su credencial de la Policía y la exhibió ante el precavido guardia.

-Yo creo que no va a hacer falta... ¿no es así?

-Oh, no, comisario, por supuesto que no -se apresuró a decir el hombrecillo, haciendo un ademán grandilocuente para dejarlo pasar. Esponda estaba por abordar el ascensor pero se detuvo al escuchar la voz del guardia-. Comisario... dudo que la señorita Paula esté en su casa hoy.

-¿Por qué?

-Bueno... usted estará al tanto de lo que le pasó a su cuñada. Pobrecita, que en paz descanse, tan joven y bonita -se detuvo ante la mirada inexpresiva de Esponda. -Tosió-. Disculpe, iré al grano. Ocurre que la señorita Paula se mudó por un tiempo a la casa de su hermano, para cuidar a sus sobrinos. Aquí sólo viene de tanto en tanto, a ver cómo están sus plantas.

-En ese caso... -Esponda estaba por marcharse, pero quizás el gordito podría ser de utilidad-. Dígame, mi amigo, ¿usted conocía a la señora Susana?

-¿A la finadita?... Sí, sí, claro que sí. Una hermosa señora. Ella era muy amable, siempre estaba contenta. Además, muy elegante...

-¿Ella venía muy seguido?

-Y la verdad que sí. Solía dejar a sus hijos con la señorita Paula, por cierto, qué criaturas más hermosas, pobrecitos, que tristes han de estar sin su mamá. A veces venía también con su marido. Me parece verlos, trayendo pizzas o videos. Esas noches, se marchaban muy entrada la madrugada. La señorita Paula los acompañaba hasta la puerta, me saludaban, los tres muertos de la risa, haciéndose bromas... ¡qué gente más adorable!

-La señora Susana... ¿venía sola?

-También, también. Ella y la señorita Paula salían muy seguido, de compras, o al cine. Más de una vez me han contado la película mientras esperaban el ascensor.

-¿La señorita Paula recibe a otras personas?

-Muy pocas. Ella es muy reservada. He visto que tiene un grupo de amigas un poco raras.

-¿Raras?... ¿Cómo raras?

-Sí, raras. Intelectuales, que les dicen. También ha subido gente muy elegante, gente fina ¿me entiende? Hombres... algunos. También muy distinguidos. Yo me pregunto por qué la señorita Paula nunca se casó, porque la verdad es que no es nada fea, y se nota que es muy inteligente y...

-Le agradezco su ayuda -interrumpió Esponda, antes que el gordinflón le narre toda la vida sentimental de Paula Sereatti-. Trataré de comunicarme con la doctora Sereatti.

-Si la veo, le diré que usted estuvo por aquí,

-Mejor no le diga nada.

-Está bien, como usted mande, comisario -y se cuadró cómicamente ante Esponda.

El teléfono sonaba largamente. Después de consultar el reloj, Santiago Esponda comprendió que ningún estudio estaría abierto a las diez de la noche. Sin embargo, cuando estaba por colgar, una voz agitada vibró del otro lado de la línea:

-PMS Estudio, buenas noches.

-Buenas noches, quisiera hablar con la doctora Paula Sereatti.

-Soy yo, ¿quién habla?

-Yo soy el comisario Santiago Esponda, jefe de la división Criminalística de la Policía.

-Encantada, usted me dirá en qué lo puedo ayudar -la voz de Sereatti sonaba segura, ligeramente áspera. Una mujer algo fría, posiblemente, «un hueso duro de roer».

-Como usted bien sabrá, estamos trabajando en el caso del asesinato de su cuñada, y estamos interrogando a la gente allegada a la señora Susana. La molesto para solicitar una entrevista con usted, señorita Paula.

El comisario percibió un breve, quizás hostil silencio.

-OK. Verá, mañana tengo un día un poco difícil pero...

-En efecto, sé que usted es una persona muy ocupada - intervino Esponda, a modo de disculpas, palabras a las cuales ella no prestó atención, prosiguiendo:

-Pero seguramente puedo hacerme un tiempo al mediodía. ¿Dónde quiere la entrevista?

Iba directo al grano. Concisa y de pocas palabras. Mejor. Aceleraría trámites.

-En donde a usted le quede mejor. Puedo ir a su oficina, o si prefiere a su casa.

-En mi oficina estará bien. Lo espero a la una.

-Allí estaré. Le agradezco doctora Sereatti.

-Bien. Hasta luego.

Esponda arrojó con desdén el celular hacia el asiento trasero de su auto. ¡Qué mujer más insípida! Tuvo la desagradable sensación de haber hablado con un conmutador. Nada le quitaba lo correcto, sin embargo había algo irritante en el tono de Paula Sereatti, que aún no descubría qué era.

La noche se cerraba brumosa y densa sobre la ciudad. Santiago Esponda dejó su coche en la calle... quizás más tarde podría dar unas vueltas por allí.

Entró a su departamento del noveno piso y sirvió un Jack Daniel's, mientras escuchaba los mensajes de la contestadora. El jefe de operaciones, para presentarle un caso de violación con homicidio. La fiscal Da Costa, para solicitar un resumen de evidencias, caso robo del banco. Su madre, con una andanada de reproches, la dejó plantada con el almuerzo. Una vez más el jefe de operaciones, urgente. Finalmente, cuando su cabeza estaba a punto de estallar, la voz acalorada de su ex-esposa:

-¡Te voy a destruir, maldito! Si a mí no me movés un pelo con tus modelitos veinteañeras y platinadas, a mis hijas no las vas a involucrar. Té prohíbo, ¿me oíste?, te prohíbo que mezcles a dos criaturas inocentes con esas rameras de lujo. Obviamente que ya me enteré de lo de ayer. ¿Qué creías... que no lo haría? Te puedo dar todos los detalles. Estuvieron los cuatro en el cine, ¿no es así?... Enternecedor. Una adorable «Familia Ingalls». No lo vuelvas a hacer, Santiago, porque te juro que te hago aplastar por mi abogado.

Esponda se dejó caer en el sofá y suspiró, agobiado. Se pasó una mano por el cabello y bebió un largo y reconfortante trago de whisky. Deseaba que pronto se termine ese eterno juicio de divorcio. Deseaba que su esposa deje de torturarlo. Deseaba tener más tiempo para reorganizar su vida personal y dejar de aturdirse con niñas de plástico. Deseaba avanzar aunque sea un solo y pequeño paso en el caso Sereatti. Deseaba unas vacaciones. Tantas expresiones de deseo le hicieron pensar en cierta cosa fantástica de Las Mil y Una Noches. Si algún genio bueno rondase por casualidad el lugar, seguramente saldría desesperado ante tanta demanda de equilibrio.

¡Ah, el equilibrio... esa extraña e inalcanzable panacea que cura los males del alma! ¿Habría sido él equilibrado en algún lejano y olvidado tiempo? Por lo pronto, tenía la secreta esperanza de recuperarlo algún día. Era comprensible cierto desquicio existencial en situaciones como la suya. Por un minuto, hizo el esfuerzo de mirarse a sí mismo. Cuarenta y cuatro años, excelente reputación en su trabajo, buena posición económica, considerable éxito con las mujeres consecuencia, creía él, de estar físicamente bastante bien conservado (aunque no tuviese tiempo de quemar alcohol, nicotina y comidas rápidas en ningún gimnasio y en su cabeza comience a notarse un elevado porcentaje de cabellos blancos). En contrapartida, su caos personal. La separación que, según los «experimentados», es el tramo más duro y traumático, y ahora el juicio de divorcio, que le resultaba tan difícil de llevar. Una mujer como Dolly, con la cual era imposible razonar, sus hijas que estaban sin rumbo, tironeadas entre los afectos opuestos de sus padres. Y también su caos laboral, su trabajo que no le dejaba tiempo para pensar en nada más y que, después de más de veinte años, comenzaba a agotarlo.

Concluyó que se sentía desmotivado, pero antes de que pueda buscar soluciones al problema, el cansancio lo venció y se quedó profundamente dormido, sin siquiera oír la lúgubre campanada del gran reloj de pared, heredad de su abuelo, cuando anunció la media noche.

La secretaria impecable, de uñas cuidadas y prolija voz, completaba unos formularios tras un escritorio de líneas depuradas, integrado a la perfección en un blanco y modernísimo ambiente. Esponda reconoció el buen gusto en las extrañas esculturas de hierro, en los cuadros de autor de las paredes, en los sillones de la sala de espera, con un diseño vanguardista que los alejaba de ser un simple mobiliario.

-¿En qué le puedo ayudar?

-Soy el comisario Santiago Esponda, tengo una cita con la doctora Sereatti.

-Doctora Paula -dijo por el interno-, el comisario Esponda está en el estudio... Muy bien, se lo diré. -Le dirigió una mirada tan clara como el entorno y  sonriendo (también impecablemente) le anunció:- Si gusta tomar asiento, por favor, la doctora lo atenderá en unos segundos.

Tres personas estaban sentadas, él prefirió quedarse de pie, y deseó no tener que aguardar mucho tiempo y así poder hablar al fin con esta mujer. Tantos rodeos le hacían pensar en una entrevista con Margareth Thatcher. Pero la secretaria en seguida se acercó para acompañarlo hasta la oficina de Paula Sereatti.

Lo recibió con una sonrisa, Esponda quedó impresionado por su altura. Era más bonita de lo que se imaginaba, y también muy elegante. Tenía que reconocer que la visión lo había sorprendido. Llevaba el cabello castaño claro alzado en una coleta, vestía pantalones rectos grises, camisa blanca, blazer azul y zapatos chatos. Usaba un maquillaje suave que acentuaba sus expresiones vivaces, enérgicas. Se notaba la distante corrección en la forma de pasarle la mano, en los gestos para ofrecerle asiento, en sus sonrisas cordiales sabiamente dosificadas. Se sentó tras su mesa, que seguía las líneas depuradas de la recepción.

-Usted dirá, comisario.

-Bien, como sabrá, este es un procedimiento de rutina. En casos como este tenemos que recoger la mayor cantidad de información, por lo tanto...

-No tiene que molestarse, comisario Esponda -interrumpió Paula-. Le agradezco sus explicaciones pero no las necesito. Tan sólo pregúnteme y si está dentro de mis posibilidades, con gusto responderé a sus  requerimientos.

El frío y correctísimo argumento de Paula Sereatti lo desconcertó una vez más. No podía ser irónico pues ella en ningún momento lo agredió. Ojalá lo hubiese hecho, para poder replicarle unas cuantas cosas.

-Bien, como prefiera. -Abrió su cuaderno de notas y comenzó-. ¿Solía ver muy seguido a su cuñada?

-Frecuentemente.

-¿Dónde?

-En su casa, en la mía, en la oficina... a veces almorzábamos juntas, o salíamos de compras, o a un concierto, en fin...

Una leve sombra opacó por un instante el brillo gélido de los ojos azules de Paula y fue la primera que vez que Esponda vio aparecer un esbozo de sentimiento en su perfecta y cibernética persona.

-¿Cómo era el carácter de Susana?

-Era una excelente persona. Raras veces se la veía de mal humor o acongojada. Era muy querida por la gente que la rodeaba. Muy inteligente, muy profunda, con una gran riqueza interior.

-¿Usted tiene conocimiento del grupo de personas que frecuentaba?

-Ella y mi hermano eran muy selectivos con su entorno, y muy cuidadosos con sus afectos. A menudo se encontraban con dos matrimonios amigos de ellos. Susana es única hija por lo cual sus padres eran los únicos parientes que veía con más asiduidad. También su amiga Mabel, una ex compañera de la facultad con quien se encontraba una vez al mes. Fuera  de estas... desconozco otras relaciones.

-¿Relaciones de trabajo?

-Obviamente, comisario. El personal de la productora, sus clientes y proveedores, maquilladores, modelos, etcétera. Pero con ellos sólo mantenía una relación estrictamente profesional.

-¿Cómo veía el matrimonio de su hermano?

-Si le digo que ellos formaban el matrimonio ideal probablemente usted me acuse de imparcialidad -Paula esbozó una breve sonrisa-. Ariel y Susana tenían una muy buena relación, se complementaban de manera increíble, casi nunca discutían. Si bien mi hermano es una persona de naturaleza racional y muy frío en apariencias, en realidad es un ser muy cálido. Más aún con Susana, frente a quien parecían caer al suelo todas sus barreras.

-¿Usted vio a la víctima la víspera del asesinato?

-Sí, por supuesto. Ella y Ariel dejaron a los niños en mi casa para salir a cenar.

-¿Fue la última vez que la vio?

-No. Mis sobrinos durmieron conmigo, y ella los buscó en la mañana para llevarlos al colegio.

-¿Notó alguna actitud extraña, o le hizo algún comentario fuera de lo normal?

-En absoluto.

-¿Dónde estaba usted en el momento del asesinato?

-En mi auto, viniendo a mi oficina.

-Bien, eso es todo -dijo Esponda mientras se ponía de pie-. Le agradezco su tiempo y su colaboración.

Paula también se levantó y tomó la mano que él le ofrecía.

-No tiene por qué. Estoy a sus órdenes.

-Igualmente, buenos días.

Esponda evaluó la información que había recogido hasta allí mientras aguardaba su almuerzo en la cafetería de la esquina. El perfil personal de Susana Sereatti se completaba poco a poco. Por un momento fue optimista y pensó que si comenzaba la investigación por ese lado, las piezas del rompecabezas irían encajando una a una hasta concluirlo al fin.

Repasó la lista de personas que quedaban por interrogar. El esposo. Los padres. El personal de la oficina. Algunos vecinos del edificio de los Sereatti, funcionarios de la empresa y agregó en la nómina a Mabel Charles, la mujer que mencionó Paula. Sus hombres tendrían mucho por hacer.

Por un momento observó la tarjetita que tenía entre sus manos. «Dra. Paula María Sereatti. Antropóloga». Esa mujer lo exasperaba y no descubría aún por qué. Tenía la habilidad de lograr lo que nadie pudo nunca, y mucho menos una mujer: hacerlo sentir ridículo y a la defensiva. -Caramba, Esponda, sos un tipo seguro», se dijo. Sin embargo, consideró la posibilidad de que Paula Sereatti, debajo de su frialdad y su actitud apabullante, escondiera una personalidad cálida y brillante. Además, era linda. Estas apreciaciones, sin embargo, no significaban que dejara de resultarle   —100→   antipática. Esponda compadeció al hombre que tenga la osadía de invitarla a salir, probablemente el pobre tipo terminaría hecho un pollito mojado, sintiéndose un miserable y un desubicado.

En fin... al diablo con ella, ya había conseguido parte de lo que necesitaba. Tenía mucho trabajo y era mejor almorzar rápido. Al llegara la oficina, convocaría a una reunión a los jefes de cada una de las secciones para distribuir tareas y ponerse en acción.



 

SIETE

Ariel recibió una llamada de la Policía. Querían una cita lo antes posible. Él ya no tenía fuerzas ni ganas de revivir el tétrico episodio, pero se consoló al instante pensando que quizá aquello contribuía a esclarecer los hechos, para terminar al fin con esa incertidumbre que lo atormentaba día y noche.

Colgó el teléfono. La cabeza le estallaba. Sintió que en ese momento estaba solo con su dolor, que nadie era capaz de comprenderlo, que el resto del mundo seguía su marcha compadeciéndolo sin saber lo que verdaderamente se sufría. «¡Hipócritas!», pensó.

En el instante en que buscaba una aspirina sonó el timbre. Fastidioso, fue a abrir la puerta. Don Alberto. Ex funcionario de correos, que sólo vivía para escuchar los partidos en la radio, comer los buñuelos domingueros de su señora y entrometerse en los asuntos de todos los vecinos. Era un hombre de expresiones bonachonas, de unos setenta y tantos años.

-Hola, hijo. Le traje algunas revistas que quizá le sirvan para distraerse un poco.

Y le pasó unos ejemplares de Intervalo que a él no le interesaban en lo más mínimo. No obstante, apreció la actitud del señor y le convidó un licorcito.

-¿Sabe una cosa? -preguntó el viejito, con voz baja y ciertos dejos de complicidad-, esta chica que vive debajo de nosotros... ¿cómo se llamaba?...

-Mmmmm... no recuerdo bien. Betty, o algo parecido.

-¡Eso, Betty! Bueno, esta Betty tiene unas costumbres rarísimas. ¿Se ha fijado usted, mi amigo, que uno puede ver vida y obra de los vecinos del piso de abajo cuando se olvidan de cerrar las persianas? Bueno, esta chica abre los postigos y se pasea desnuda con las luces encendidas. ¿No le parece una falta de respeto? -Ariel asintió, comenzando a divertirse-. Aunque, le diré que el espectáculo es bastante agradable. Uno cargará sus años pero todavía tiene su corazoncito ¿vio?... Le digo más. La otra tarde, entró un tipo, un militar, creo. Con mi esposa vimos que éste le ponía una gargantilla a esta Betty, Debió ser muy cara, porque brillaba mucho. Se imaginará usted lo que pasó después. ¡Lo vimos todo! Al rato se fueron en un auto que ni le cuento...

-Ya ve, don Alberto, estos edificios son «conventillos verticales», como dice mi padre.

-Y uno no tiene más remedio que enterarse de la vida de los otros. ¡No podemos estar ajenos aunque queramos! -hizo una breve pausa para vaciar su copita de licor, y continuó-. Otro que es un fulano extraño es ese que vive al lado nuestro. Usted sabe que de la pared del living se oye todo lo que dicen. A mí nadie me lo saca de la cabeza: Ese anda en negocios turbios. Una vez, escuchamos que hablaba con unos tipos algo acerca de cargamentos, armas y esas cosas de las películas -giró la cabeza de un lado a otro y chasqueó la lengua-. Yo tengo miedo, no me gusta nada ese hombre. No, no. Ayer les contaba a alguien por teléfono acerca de un chantaje y de...

Ariel estaba maravillado con la imaginación del viejo, y lo informado que estaba de la vida de todos los del edificio.

Sintió una especial y repentina simpatía hacia él, y lamentó cuando se marchó pues, por momentos, le hizo olvidar su dolor.

Era la una del mediodía. Paula, Luis y Carola no tardarían.

-¡Al diablo! -exclamó Betty en voz alta, mientras cerraba con furia la puerta de su departamento.

Ese petulante otra vez. Ariel Sereatti volvía a descolocarla, haciéndola sentir torpe, además de humillada. El tipo constituía un gran desafío, pues era el único hombre que se atrevió a ponerla en tales situaciones y, desde la mañana que lo conoció, ella se juró a sí misma no descansar hasta ser la dueña de su bonito cuerpo y su abultada cuenta bancaria.

Contó con los dedos cuántos años habían pasado, pero ni así pudo llegar a precisarlo. El tiempo se le había escapado cuantitativamente, pero los hechos estaban tan claros en su memoria que hasta podía ver aún el recorrido de la voluta del humo de su cigarrillo, mientras entrecerraba los ojos, escudriñándole el rostro sin piedad.

-Bueno, en realidad lo que nosotros necesitamos es gente con experiencia. -Echó una ojeada indolente a la foto que Betty había dejado sobre la mesa-. Sos muy linda, nadie puede negarlo...

-Vea, puedo no haber hecho jamás televisión, pero le juro que puedo aprender.

-Sí, sí, por supuesto. Pero lamentablemente nosotros no trabajamos a riesgo. Tenemos clientes muy exigentes, en el caso de los comerciales, y para la nueva telenovela la gente ya ha sido seleccionada, la mayoría son actores y actrices famosos y...

-¿Y como extra?...

-Los extras también están seleccionados concluyó Ariel - mientras levantaba el auricular del teléfono para atender una llamada.

Por primera vez en su vida, Betty estaba perdiendo terreno frente a un hombre. Se sintió frustrada al comprobar que sus caídas de párpados y sus cruces de piernas no funcionaban con ese tipo. Ella lo observaba. Mientras hablaba, Ariel sonreía, fruncía el ceño, mordisqueaba el extremo de su bolígrafo, carraspeaba... Cualquier gesto resultaba terriblemente encantador. Esos ojos azules parecían hechos del más puro hielo, sin embargo, se habían suavizado un poco al levantar el teléfono. La piel bronceada, el   —107→   aroma de su perfume, el pelo castaño que el gel mantenía en su lugar, la camisa blanca y la corbata, las obras de arte que colgaban de la pared de su oficina, todo hablaba de clase, y de su persona emanaba una innata actitud de poder.

Betty decidió jugarse su última carta. Conseguiría el trabajo, y conseguiría también a Ariel Sereatti, sus millones y su poder. Él colgó el teléfono y su vista se posó en la muchacha. Mientras se ponía de pie para dar por terminada la entrevista, le dijo:

-Te avisamos si aparece algo. Pero sinceramente no quiero crearte falsas expectativas. Nosotros trabajamos con otro tipo de perfil.

¡Cerdo! Todavía no estaba dicha la última palabra. Él posó su mano sobre el pomo de la puerta y antes que pueda accionarlo, ella la tomó con la suya. Ariel se quedó inmóvil, como un tigre al acecho, esperando.

-No sea tan duro, señor Sereatti. Si es bueno conmigo podemos pasarla muy bien juntos -le susurró, tal cerca de su oído que pudo percibir el olor exquisito de su perfume.

Él giró la cabeza y Betty sintió el estiletazo de la mirada congelada sobre sus propios ojos. Con la mano libre, retiró despacio la manecilla de la chica.

-Te pido por favor que abandones mi oficina.

Ella se empinó sobre sus tacones para rodearle el cuello con los brazos, apretándose con fuerza contra el cuerpo de él. ¡Qué hombre! Haría cualquier cosa por llevárselo a su cama.

-Si tan sólo me diera una oportunidad. Le juro que no se va a arrepentir. Por favor... -era la primera vez en su vida que Betty pedía por favor a un hombre.

Con toda la serenidad que pudo reunir, Ariel la apartó con firmeza y dijo:

-No soy hombre de dar oportunidades a gente que utiliza recursos tan bajos. Por última vez y de buena manera: salís de mi oficina o llamo al personal de seguridad.

Ella tomó su cartera y cuando pasó frente a él para marcharse, se detuvo para decir:

-Algún día lo va a lamentar. Se lo prometo.

Él ignoró el comentario y se hizo a un lado para dejarla pasar.

-Buenos días, señorita.

El recuerdo tenía sabor agrio. Betty jamás olvidó a Sereatti, su discurso escueto y la dura muralla de hielo tras la que hablaba, su pinta de actor de cine aderezada con su actitud prepotente y soberbia. Y era justamente esa actitud la que, en vez de hacerla retroceder como un animalito asustado, le planteaba todo un desafío. Y entonces Ariel se le incrustó en el alma como una secreta y enfermiza obsesión. Fantaseaba con ser la dueña de ese Adonis inalcanzable, lo imaginaba en su cama, lo imaginaba sonriendo, lo imaginaba regalándole pieles y perfumes, lo imaginaba pidiéndole perdón e implorándole amor, lo imaginaba cordial, lo imaginaba... Hasta cuando Enrique la besaba, imaginaba que era él. Ariel Sereatti. El único. El hombre. La meta.

Durante años, idealizó a Sereatti con un puñado de falsas creencias, que fueron derrumbándose una a una el día que se mudó al departamento de Enrique. Primero comprobó que él ni siquiera la recordaba (¿cómo pretendía que lo haga, con tantas chicas que desfilaban por su oficina con sus sueños a cuestas?) Después supo que era casado, y que tenía unos niños preciosos. Y la última decepción: su esposa era la antítesis de ella misma, alta, morena, elegante, dinámica, sonriente, con clase...

Esa ramera Sereatti. Ella no tenía ningún derecho de anteponerse a sus objetivos. Cuando se cruzaban en el hall del edificio o en el ascensor, Betty sentía correr por su sangre la naturaleza violenta y agresiva de su padre, entonces le venían ganas de destrozarle a golpes su bonita cara maquillada. Apretaba fuerte los puños y construía una armadura de insensibilidad cuando la indiferencia de Susana le rozaba la manga del vestido.

Y ahora, cuando finalmente llegaba el momento de abrir fuego con el primer disparo que iniciaba la guerra, él la desarmaba una vez más con su frialdad y su desconocimiento. Secretamente, Betty sabía que él sería suyo, como supo cuando joven que saldría de la miseria. Su linda esposa, que ella consideraba el principal obstáculo, estaba ya bien muerta y enterrada, lo demás dependía de ella y sólo de ella. Se puso de pie con determinación y, mirándose al espejo, se dijo:

-Nadie te va a quitar lo que te corresponde, Beatrice Antonello. ¡Nadie!


 

OCHO

-¿El señor Alberto Corrales?

Entreabrió la puerta sin soltar la cadena de seguridad y la nariz roja apareció en primer plano en la pequeña abertura.

-¿Qué se le ofrece?

-Comisario Santiago Esponda -se presentó. Al ver la credencial de la Policía, la cara del anciano se congestionó en una expresión de pánico soslayado-. Necesito hacerle unas preguntas, si es tan amable. Es por el asesinato de Susana Sereatti.

Don Alberto destrabó rápidamente la cadena y abrió la puerta de par en par.

-Sí, sí. Por supuesto, comisario Esponja...

-Esponda.

-¿Eh?

-Mi apellido es Esponda. Con D.

-Oh, sí, disculpe. Esponda. Adelante, señor Esponda, pase. -La evidente turbación le entorpecía el habla, por lo cual Esponda se compadeció, algo divertido, y aclaró:

-No se preocupe, señor Corrales, es sólo rutina. Hemos interrogado a la mayoría de los vecinos del edificio, no le robaré mucho tiempo.

Corrales le invitó a sentarse y en seguida vino doña Blanca, su esposa. La tensión se fue aligerando poco a poco cuando hablaron del clima lluvioso, de lo frío que se vino este invierno, «qué desastre, estamos sufriendo las consecuencias de los irresponsables que no cuidan el planeta», y terminó de distenderse cuando la señora les sirvió unas masitas de chocolate que daban la impresión de desgarrar el hígado con el olor, pero que el policía decidió probar para no deshonrar el gesto. La mujer era vivaz e inquieta, como su marido, los dos irradiaban cierta energía que invitaba a la charla, sonreían, y un aire de «abuelesca» calidez flotaba en torno a ellos. Esponda comenzó preguntando acerca de la vida del matrimonio Sereatti y, a diferencia de los otros vecinos, don Alberto y Doña Blanca parecían estar al tanto de sorprendentes pormenores.

Así, le contaron con impresionante exactitud los horarios de llegada de Ariel y Susana, porque don Alberto tomaba su religioso vermut de las siete y media en el bar de enfrente y siempre los veía regresar. A veces llegaban con los mellicitos (¡ellos son tan simpáticos!), otras veces a los niños los traía la hermana de él, por cierto qué señora más estirada esa, tan distinta a la señora Susana, que siempre estaba contenta. Rosa, la empleada doméstica venía a la mañana y se marchaba  cuando los señores llegaban por la tarde. Doña Blanca solía encontrarla en la azotea al ver la credencial oficial de la Policía o en el almacén y ella le contaba lo buenos que eran con ella los Sereatti. El señor es un poco serio, pero eso no le quita que sea una gran persona, en cambio la señora Susana era un encanto... ¡hasta vestidos le regaló a Rosa, hasta vacaciones en las sierras! Y entre ellos... ¡cómo se querían! El señor Ariel veneraba a su esposa (qué suerte la de ella, aparte él tan buen mozo). Rosa nunca escuchó peleas, ni gritos... por lo menos, no delante de ella. Con los vecinos no tenían mucho trato, «buen día, buenas noches, hasta luego», eso sí, muy correctos y educados. La gente que los visitaba era siempre muy distinguida, y a veces la hermana venía para quedarse con los niños cuando ellos salían. Esa señorita Paula no es que sea muy agradable... ¿vio, comisario?

Esponda agradeció a los viejitos la colaboración y, ante la insistencia de Don Alberto, prometió almorzar algún día en su casa.

-Le tomo la palabra, señor Esponja.

-Esponda. Con D.

-Disculpe, lo doy por hecho, comisario Esponda.

Extrajo de la impresora el último de los interrogatorios. Releyó las carátulas de cada uno y lo abrumó su propia disconformidad. Los hechos continuaban confusos y ni siquiera podía vislumbrarse una pista que al menos lo acerque a un solo sospechoso.

El portero de Paula le pintó un panorama general acerca de la relación de ésta con los Sereatti, lo cual quedó aseverado después por la misma Paula. Parecían conformar un triángulo extraño y bastante cerrado.

De la declaración de Ariel Sereatti, Esponda confirmó lo que la mayoría de las personas aseguró: el tipo estaba muy enamorado de su mujer, la relación había sido muy profunda. El pobre hombre estaba destrozado. Esponda trató de ponerse en su lugar por un momento; pero su situación era muy diferente, por lo cual decidió mirar el caso desde afuera.

Tanto los desconsolados padres de Susana, su amiga Mabel, los empleados de la productora y algunos vecinos coincidieron en describir a la víctima como una mujer encantadora, con un buen humor constante, muy bella, excelente profesional. «Supermujer», pensó Esponda y no pudo evitar inmiscuir otra vez su historia personal entre los papeles y recordar con pesar el fracaso de su propio matrimonio.

Hojeó la carpeta «Vecinos», y allí sólo encontró inservibles y poco objetivas descripciones del señor o la señora, de las hermosas criaturas y algunos hábitos de la familia. Sin embargo, resaltó con marcador la hoja de Beatrice Antonello. La chica parecía tener una especie de solapado resentimiento contra los Sereatti, sobre todo contra Susana. Interrogaría nuevamente a la muchacha, y trataría de explorar más profundo en sus declaraciones. Le llamó la atención también la carátula de la señora Dionisia Santa Cruz, del noveno piso. Ella y su hija Ana Clara sabían vida y obra de la familia. Extrañado, se dijo que sólo alguien muy ocioso puede ponerse a espiar por la ventana el interior del departamento del piso de abajo.

Si bien el panorama se ampliaba para Esponda, las pistas para esclarecer el asesinato eran prácticamente nulas. Uno de sus hombres visitó la ferretería que estaba enfrente de la productora. El empleado vio ingresar el auto de Susana la mañana del crimen, pero no pudo precisar si alguien entró antes que ella ni vio salir a nadie después. El sereno de la productora se marchaba a las seis y media, mucho antes del arribo del personal, por lo cual sus declaraciones tampoco le eran de mucha utilidad.

Se sentía cansado y frustrado. Sin notarlo pasaban las semanas y sus subordinados de trabajo comenzaban a murmurar a sus espaldas. Estaba acorralado.

El aglomeramiento de muebles barrocos y las pesadas cortinas rojas desentonaban desagradablemente con los estantes de caño cromado, las flores de plástico y los posters de cantantes abarrotando las paredes. Esponda no pudo entender tanto derroche de vulgaridad, si alguien lo hubiese hecho adrede, jamás hubiese logrado algo tan espantoso. Un intenso y dulzón olor a desodorante de ambientes intentaba sin éxito sofocar el olor a fritanga de los restos del almuerzo, y juntos conformaban una combinación nauseabunda. La televisión a todo volumen, encendida en el canal de las novelas, era un reto a la calma del más controlado de los sujetos.

-¿Podemos bajar el volumen, por favor?

-Oh sí, por supuesto comisario Esponda

Betty se puso de pie ostentosamente y pasó por delante del policía con un provocativo contoneo de caderas. Volvió a sentarse en el pomposo sofá y se inclinó para tomar su taza de café, cuidando que el escote de la blusa caiga lo suficiente como para ofrecer una panorámica vista de sus exuberancias-. Ahora sí, lo escucho -dijo, acentuando sus palabras con un parpadeo.

-Bien. ¿Cuándo conoció a los Sereatti?

-A ella la conozco de vista, de cruzarnos en el pasillo o en el ascensor. Con él... bueno. Con él fue diferente.

-Usted lo conocía de antes.

-Digamos que sí.

-Necesito que sea más específica, señorita.

-Está bien, le contaré.

Después de varios rodeos, Betty narró al policía la historia de aquella primera entrevista, la frialdad de Ariel, su bronca. Obviamente, omitió ciertos detalles que «no venían al caso». Siguió por el día que se sorprendió al descubrir que él vivía en su edificio, haciendo hincapié en lo engreída que le resultaba Susana Sereatti y manifestando abiertamente su antipatía; y concluyó con una versión un tanto cambiada de la tarde en la sala de los Sereatti.

-Yo le juro, comisario, que nunca pensé que alguien podía ser tan grosero con una dama que se acerca a ofrecer ayuda y a llevar sus condolencias.

-¿En qué consistía esa ayuda, señorita Antonello?

La rubia paseó nerviosamente la vista por la habitación, se acomodó un inexistente mechón escapado de su peinado y vaciló un poco al responder:

-Bueno, ayuda. Usted sabe... algo de compañía, una charla quizás.

-Ya veo.

-Ponerme a sus órdenes -se apresuró a decir ella-. ¡Eso mismo! Cuando uno ofrece ayuda a alguien se pone a sus órdenes ¿no es así?...

-Por supuesto. ¿De qué vive, señorita Antonello?

-Comisario Esponda, es una pregunta algo indiscreta ¿no cree?

-¿De qué vive? -insistió él.

-De rentas -mintió ella.

-Ahá, de rentas. ¿Podría ser más específica?

-Bueno, digamos que ahorré cierto dinero, lo puse en el banco y los intereses me permiten vivir con comodidad.

-Ha de haber amasado una gran fortuna, entonces. El alquiler de este departamento no debe ser exactamente barato. ¿O es suyo?

Betty estaba perturbada. No le gustaba dar detalles de su vida y se sentía acorralada.

-Sí.

Esponda se puso de pie mientras decía:

-Muy bien, señorita Antonello, aprecio su colaboración. Estudiaré sus declaraciones y, de no resultarme convincentes, pediré una nueva indagatoria. Esta vez, en la comisaría. Le aclaro que cualquier alteración a la verdad puede enviarla a la cárcel acusada de obstrucción a la justicia. Buenas tardes, y muchas gracias.

Estaba llegando a la puerta cuando la vocecita de Betty lo detuvo:

-Comisario -él se volvió sin emitir sonido-. Está bien, usted gana.

Betty confesó entonces sus comienzos en la ciudad, el sueño de ser actriz, su historia con Peter, y concluyó hablándole de la relación tormentosa con Enrique, sus celos y su ira, paralelo a su dadivosa manera de disculparse con obsequios y abultadas «sorpresitas» en efectivo.

Cuando Santiago Esponda salió de allí, estaba convencido de que la pequeña muchacha escondía muchas cosas. Había puntos oscuros en su declaración, estaba casi seguro de que la chica sabía algo acerca del asesinato. Estaba dispuesto a profundizar en el asunto hasta aclarar hasta la última de sus dudas.

Esponda accionó una vez más la contestadora para volver a escuchar el mensaje:

-Soy Paula Sereatti. Le agradecería que se ponga en contacto conmigo. Estoy en mi casa. Gracias.

Se sentó lentamente en el sofá y se tomó su tiempo para terminar el cigarrillo y el Jack Daniel's recién servido. Luego buscó su agenda y marcó el número de Paula.

-Doctora Sereatti, ¿en qué le puedo ayudar?

-Necesito hablarle personalmente, comisario Esponda. Si no tiene inconvenientes, me gustaría reunirme con Ud. lo antes posible.

-Con muchísimo gusto, doctora, usted me dirá cuándo.

-En realidad, estoy bastante justa con mi tiempo, pero me urge esta entrevista. Quizás podría recibirlo en mi oficina a última hora de la tarde.

-Bien. Estaré allí a las siete y media.

-Lo espero. Y muchas gracias.

¡Qué extraño! ¿Qué tendría que decirle «la dama de hielo»? La perspectiva de hablar con ella lo irritaba, aunque paradójicamente, sentía cierta curiosidad e intriga hacia la persona de Paula Sereatti. Ella era tan impenetrable que la sola idea de explorar los insondables territorios escondidos «más allá de la coraza» resultaba muy atractiva.

Pero no tenía intenciones de meter sus narices en la vida de nadie, demasiados conflictos tenía en la propia. Mejor telefoneaba a alguien más fácil de tratar y sin ninguna coraza que derribar. Tomó su agenda. Ingrid, Claudia o Patricia. Cualquiera. Una o la otra vendrían bien para hacerle olvidar por un momento las penas con sus risitas de utilería y sus primarios diálogos de cartón pintado. Entonces, escribió los tres nombres, los mezcló y extrajo uno al azar. En seguida tomó el teléfono:

-¿Patricia? Hola, preciosa. ¿Qué te parece si salimos a portarnos como chicos malos y a reírnos de la noche?

La puerta principal de PMS Estudio estaba trabada, por lo cual Esponda hizo sonar el timbre. Paula Sereatti acudió a atender, con cierto aire casual que distaba mucho de la rígida formalidad con la que lo recibió la última vez. El personal se había retirado y sólo ella quedaba en el lugar.

-Ya no hay más nadie aquí, pero puedo prepararle un café. Si se anima -aclaró sonriendo.

-Por supuesto, muchas gracias.

Definitivamente, la actitud de Sereatti había cambiado, él no supo si esto se debía a que ella estaba fuera del horario de trabajo, o por haber sido Paula quien planteó la entrevista o quizás eran sus jeans, su camisa y su pelo suelto que la acercaban a un ser de carne y hueso. Trajo los cafés, obvió el escritorio y le invitó a sentarse en la pequeña salita dentro de su oficina. Era un agradable rincón con sillones mullidos y exóticas antigüedades, sabiamente contrastadas con el estilo vanguardista del lugar.

-No quiero quitarle mucho tiempo, comisario. Sinceramente no es nada de urgencia pero...

-No tiene que molestarse, doctora -interrumpió él-. Le agradezco sus explicaciones pero no las  necesito. Tan sólo pregúnteme y si está dentro de mis posibilidades, con mucho gusto responderé a sus requerimientos.

Por un momento, Paula se quedó atónita y sin comprender, hasta que recordó la primera entrevista, cuando ella le había dicho exactamente lo mismo. Se dio cuenta, entonces, que el hábil policía la había hecho caer víctima de sus propias palabras. Él se quedó mirándola, reprimiendo una sonrisa, después de lo cual los dos se echaron a reír.

-Está bien, admito la derrota; pero usted admita que es un hombre que sabe esperar el momento justo para cobrarse sus revanchas. -Paula sonreía tras su taza de café y él creyó estar hablando con otra mujer-. Suena peligroso, comisario.

-Digamos que no lo soy tanto, pero bueno, reconozco lo primero.

-Me cuidaré de ahora en más. Comisario, lo he citado porque estoy verdaderamente preocupada por mi hermano. Se le ha vuelto una obsesión enfermiza el descubrir al asesino de su esposa y yo sé muy bien que hasta que no se encuentre al culpable, no se liberará de esa actitud atormentada. Sé que le estoy exponiendo una cuestión muy personal, pero sinceramente, mi hermano Ariel es el ser más importante en mi vida, y yo soy capaz de hacer cualquier cosa por él. Comisario, quiero pedirle que se ocupe del caso especialmente, y a su vez me pongo a sus órdenes. Haré lo que sea necesario, lo que fuera que ayude a esclarecer lo sucedido.

Esponda estaba algo sorprendido. Tras las palabras de Paula se entreveían la desesperación y la lucha por mantener la cordura, para no descubrir del todo su costado sensible. Pensó que Paula tenía pudor de sus propios sentimientos. Tal vez, en ese momento, ella debía sentir que se estaba desnudando frente a él.

-Entiendo -dijo-. Desde luego, doctora, yo más que nadie estoy interesado en que todo esto llegue a su fin. Le aseguro que tanto mis hombres como yo estamos haciendo todo lo que está a nuestro alcance.

-¿Cómo están las cosas?

Él suspiró.

-Difíciles, doctora. Prácticamente no hay pistas, ni mucho menos testigos. Todo lo que hacemos se basa en deducciones nuestras, extraídas de los diferentes interrogatorios, y en los indicios que se desprenden de los informes del forense y de la sección Balística. Pero en concreto hay muy poco. El asesino, obviamente era un profesional. No ha dejado un solo rastro.

-¿Usted cree, comisario, que haya sido un psicópata?

-No me cabe duda. El perfil de su cuñada no coincide con el típico blanco de asesinatos por venganza o de crímenes pasionales. He estado investigando otros casos en archivos pero no hay similitudes, ni balas provenientes de ese tipo de armas...

-¿Qué tipo de arma?

-Era una pistola Ballester Molina.

-Ahá. Una 7,65 -acotó Paula-. Esas armas se usaron en la Segunda Guerra Mundial. Un verdadero lanza proyectiles.

-Y una excelente maniobra del asesino. Es imposible identificar a su dueño.

La conversación continuó en torno al asesinato y después, sin que ninguno lo note, ambos estaban introduciendo lentamente sus opiniones personales. Paula era tina mujer muy informada y, aportaba comentarios válidos e inteligentes a los relatos del policía. Era fácil conversar con ella, las palabras fluían y él sentía eso que los fanáticos new age definían como «vibrar en una misma sintonía». Esponda notaba que «la dama de hielo», contundente y, de pocas palabras, se mutaba en un ser humano afable, profundo, con un extraño y exquisito sentido del humor. Definitivamente, una mujer interesante.

Aquello que, en un principio, sería una breve entrevista de trabajo se convirtió en una charla distendida y cordial, que tocó desde los exóticos viajes de Paula investigando culturas ignotas, hasta los libros preferidos de él y de ella, pasando por la riqueza espiritual de las personas.

-Cada vez es más difícil dar con gente que tenga criterios formados acerca de las cosas. Estamos en la era del culto a lo visual, a lo externo, y esto nos lleva a que lo de adentro no importe o importe cada vez menos porque de todas maneras «no se ve» -comentaba ella.

-Usted parece una mujer con mucha vida interior, doctora -aventuró él, involucrando la primera apreciación acerca de ella.

Por un momento, pensó que Paula tomaba mal el comentario, pues se quedó pensativa y en silencio, pero al instante se echó a reír y exclamó:

-¡Vaya descubrimiento, comisario! Me siento un fósil debajo de la lupa de un arqueólogo.

-No me mal interprete. Se suponía que era un halago... No debo ser bueno para los halagos -concluyó con fingida resignación.

-O puede ser que yo esté un poco susceptible en cuanto a ese tema. Sé que no soy una mujer fácil. Las personas que no me conocen me definen como antipática o cosas por el estilo. Por eso creo que mi círculo de afectos es tan reducido. Un poco porque detesto la hipocresía, y la estupidez me parece una de las formas más perfectas de vulgaridad; y otro poco porque amo la gente que está viva por dentro y ésta suele ser una escasa minoría. Mi hermano, por ejemplo, es uno de esos seres con los cuales puedo comunicarme más allá de las palabras. Yo lo defino como «conjunción de almas».

-Ustedes conforman un dúo peculiar.

-Sí, comisario -y en las expresiones de Paula algo se dulcificó, como sí una gran ternura la volviera vulnerable-. Desde siempre, desde niños. Como le dije antes, haría cualquier cosa por Ariel, y él por mí -y le narró las aventuras de pequeños, las locuras de la adolescencia, sus códigos, su extraña manera de devorarse la vida, sus charlas hasta el amanecer-. Reconozco que el casamiento de Ariel fue bastante duro  para mí, si bien yo adoraba a Susana. Estaba feliz porque un gran hombre se llevaba una gran mujer. El vacío fue enorme. Pero bueno... después las cosas siguieron como antes, con la diferencia que, esta vez, Susana se había unido a nuestra locura.

-Sinceramente, es muy difícil imaginarla a usted haciendo locuras -dijo él.

Ella rió con ganas.

-En verdad, Ud. no me conoce, comisario.

Cuando Paula miró el reloj comprobó que hacía tres horas y media que estaban hablando. No entendía cómo ese tipo, que era un desconocido, había logrado que ella se vacíe como una alcancía y revele todas esas cosas tan suyas, tan privadas. Cuando él se marchó, Paula se quedó disfrutando del aire, donde aún flotaba la presencia de ese hombre seguro, endurecido. Ni tan sensible a la vez. Paula pensó que él y ella se parecían bastante. Eran almas solitarias dentro de una armadura de helado metal. Él estaba muy atormentado por los vaivenes de su reciente separación, por las exigencias de su trabajo, pero ella estaba segura de que tenía muchas cosas para ofrecer.

No saliendo del asombro por lo que acababa de suceder, Paula tomó el teléfono y discó el número de Ariel.



 

NUEVE

Anita acomodaba prolijamente la ropa de los niños. Carola y Luis le estaban tomando mucho cariño y, secretamente, esto la engrandecía. Le producía cierto orgullo el hecho de que ella, Anita-la-solterona, la pobre diabla sombría recorriendo el lado de adentro de la vida, despierte algún pequeño sentimiento en alguien. Ella no tuvo hijos, no tuvo un hombre que la ame, ni siquiera tuvo emociones fuertes. Su vida de mujer sola se le había adherido como una costra sobre los pliegues del alma y había hecho de ésta una dura y vieja callosidad.

Pero ella no lo sabía.

Su madre siempre la cuidó, siempre se ocupó de ella y la acunó en sus brazos. Mamita. Ana de treinta y tres años, llorando aún sobre su vasto pecho. Anita nunca dejó de escucharla y de seguir sus consejos. De no haber sido así, ahora estaría allá afuera, penando en una vida de maldades e injusticias. Ella nunca salió del capullo seguro y del arrorró tibio de su primera infancia. Ella nunca levantó la voz para defenderse, porque mamá estaba allí para hacerlo por ella. Ella nunca empeñó seguridades para tomar una decisión, porque mamita decidió siempre mejor que ella y asumió los riesgos de sus fracasos. Ella nunca quiso grandes cosas para sí, porque las grandes cosas representan peligros. Ella nunca ambicionó nada, porque todo lo que poseía y el amparo del amor de mamá tenían que bastarte para ser feliz.

Algunas noches se le aparecía «El Príncipe Encantado», tan apuesto, tan dulce, a llevarla con él para hacerla feliz hasta la eternidad. Aquellos sueños le producían un extraño bienestar. Al despertar, Anita se sentía culpable y avergonzada. Mamá decía que no había que pensar en hombres.

-¡Son una raza despiadada! -acusaba.

Pero ella sabía que «El Príncipe Encantado» era diferente a los demás. Y no podía evitar aquellas sensaciones. Como tampoco podía evitar sentirse pequeñita cuando, en la realidad, él pasaba a su lado y ella olía su perfume tan rico. Claro, él ni siquiera notaba su presencia. Pero Anita lo amaba en silencio. Y estaba segura de que algún día él se enamoraría de ella.

-¿Te gusta mi dibujo, Anita?

La vocecita de Carola la sobresaltó y la trajo de regreso al presente. La niña extendió un papel de dibujo sobre la cama.

-¡Qué hermoso!... ¿Quiénes son?

La pequeña se puso grave y, señalando uno a uno los personajes garabateados en la hoja, dijo:

-Luis, Tía Paula, papá y yo. Y acá, arriba del sol, está mamá.

Ana la rodeó con sus brazos y, por un momento espantó el horror de la tragedia. La pobre Carola no tenía una mamá que la proteja. Ella, en su lugar, se hubiese suicidado.

Ariel luchaba con uñas y dientes consigo mismo y con los demás. Trataba de aprender la soledad. Por más que se proponía, no podía enterrar y dejar en paz aquellos hechos que en poco tiempo hicieron de su vida una pesadilla. Susana había muerto y él sabía que encontrar al culpable no la resucitaría, ni aliviaría el dolor. Sin embargo, semejante atrocidad debía ser pagada. El asesino no merecía la libertad. Y Ariel, perseguido por la gran injusticia, no dormiría hasta verlo entre rejas. Ni siquiera podía dejar de preguntarse por qué. Por qué a Susana, por qué a un ser con tanta generosidad y tanto amor. Por qué a su esposa, a la mujer de su vida, a la mamá de Carola y de Luis. Por qué. Sumado a esto, la lucha de sobrevivir a su ausencia. En el trabajo ya nada era igual sin ella moviéndose de aquí para allá, organizando, creando, imaginando, riendo, compartiendo sus éxitos. ¿Con quién los compartiría ahora?... ¿Con quién brindaría con champán hasta el amanecer un cliente ganado, o el final exitoso de una telenovela, o la documental que grabaron en Medio Oriente?

Timbre.

-Señor Ariel, acabo de dejar a Luisito y Carola en casa de la señorita Paula. Yo pensé que mañana podría buscarlos desde allí para llevarlos a la práctica de tenis.

-No es necesario que se tome tantas molestias.

-¿Sabe, señor? Mañana es sábado y no voy a la escuela, y estaré muy contenta de dar un paseo con ellos antes de dejarlos en el club.

-Le estaré muy agradecido, entonces. Mi hermana tiene que atender unos asuntos por la mañana y no podrá hacerlo. Yo me encargaré de buscarlos del club al mediodía.

A la muchacha se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja.

-Gracias a usted, señor. Hasta mañana.

-Hasta mañana.

Se preguntó también qué clase de magnetismo tendría esa criatura insípida sobre sus hijos. A su vez, le resultaba extraño el marcado interés de esta mujer por atenderlos y cuidarlos. Ellos parecían estar encantados, sobre todo Carola, con quien Anita se pasaba horas leyendo cuentos y pintando. Ariel, en cierta forma, se había visto beneficiado con esta «mutua atracción», ya que Paula podía contar con vida propia ahora, y él no tenía que ver la cara de preocupación de Rosa cada vez que se quedaba tiempo extra para cuidarlos. Él le propuso entonces bonificar el trabajo de la solterona con un salario.

-No se trata de ningún trabajo, señor Ariel. Adoro a los chicos y no veo por qué tenga que cobrar  nada por estar con ellos.

Ella se rehusó a aceptar ningún dinero y cuando él vio un asomo de lágrimas en los ojos de la mujer, decidió no insistir. Seguramente, algún día hallaría la forma de recompensarla.

Pensó en su hermana. Le intrigaba la llamada de aquella noche. Paula era muy objetiva y analítica con las personas y se abstenía de hacer comentarios hasta no estar segura de ellas. Sin embargo, después de hablar dos veces con el comisario Esponda, ella telefoneaba para tranquilizarlo y decirle que el caso estaba en buenas manos, que se trataba de un profesional con mayúscula y que hallaría al culpable por más difícil que esto parezca.

Él también opinaba lo mismo. Los últimos encuentros con el policía le dejaron una reconfortante sensación de seguridad. Desde la primera conversación, a las pocas palabras, Ariel se dio cuenta que el comisario sabía lo que hacía, le parecía un tipo con criterio y coherente en su forma de trabajar. Considerando las escasas evidencias que había dejado el asesino, él sabía que Esponda avanzaba, aunque más no fuera de a poco, en la investigación. Por supuesto, era consciente de que el camino hacia el asesino era muy largo. Aún así confiaba en Esponda. Pero Paula estaba siendo muy efusiva. Y esto lo sorprendía. Y bueno... no tardaría en enterarse por qué. Paula era incapaz de esconderle por mucho tiempo ningún secreto.

El chillido de la puerta de Ana, en el piso de arriba, resonó en el silencio del edificio. La soledad de Ariel se agigantaba por las noches. Trataba de solapar los recuerdos tras las páginas de los libros o emborrachar su alma en blanco y negro con las imágenes saturadas de colores de los videos, hasta que el sueño le apagaba los pensamientos y todo se tornaba ligero y soportable hasta el día siguiente. Pero esa noche en particular, no se sentía atraído por Morris West que lo esperaba en su mesa de luz, ni por los adormecedores sonidos de la televisión. Necesitaba hablar con Paula y pensó en llamarla, pero desistió. Últimamente estaba siendo muy absorbente y egoísta, olvidando que ella también tenía una vida.

Se sirvió entonces un whisky, accionó un CD de música new age y se recostó en el sofá, dejando que las notas contengan el llanto no derramado y apacigüen los temblores de la bronca no gritada. Cuando el whisky desapareció del quinto vaso, Ariel se sentía flotar en una mullida bruma de sensaciones, en una dulce y pacífica euforia, acrecentada por el humo denso de su cigarrillo en el místico aire de esa noche. La áspera y pesada voz de Albert King reemplazó los etéreos acordes de Enya. Otra copa, por él mismo. Por Albert King, por la bebida. Una carcajada exorcizó la tristeza. Larga y sonora carcajada, hija del alcohol y de los blues, que se fue mutando en un llanto que brotó solo, porque sí, un llanto interior, catarata, desalojando del alma la angustia contenida tanto tiempo. Tragó las lágrimas con la última gota de whisky, y lo aturdió el golpe seco del hielo estrellándose en el fondo de la copa vacía, superponiéndose al sonido agudo del timbre.

Llegó a la puerta a duras penas y, entre el humo del cigarrillo y la niebla de la embriaguez, vio el contorno de una pequeña mujer.

-¡Señor Ariel! Había una luz en su ventana y supuse que estaría despierto. Bueno... pensé que necesitaba compañía - explicó ella, cautelosa.

-Por supuesto, adelante... ¿cómo dijo que se llama?

-Betty, señor.

Ah, cierto, Betty Boop. Simpática la rubiecita.

-¿Quiere algún trago, señorita Betty?

Y antes que ella conteste, le estaba ofreciendo un whisky y volviendo a llenar su propia copa. Le agradó la idea de tener con quien compartir, aunque más no fuera la mujer-caricatura, alguien que lo haga sentir menos solo en ese trágico mundo de gente acompañada. Ella se sentó a su lado en el sofá. Transcurrió un silencio solemne, que ninguno supo quebrar. Ariel flotaba en nubes de alcohol, y ella sentía que el corazón le golpeaba, enloquecido.

-Linda música... ¿quién canta?

-Albert King. Un viejo lobo de blues -contestó él.

-¿Blues?

-La música de las nostalgias trashumantes -dijo Ariel, con la mirada perdida en alguna invisible forma en el aire-. Los bosquejos llegaron a Norteamérica en el barco de los esclavos africanos, y en los años treinta empezaron a tomar su forma actual en los cabarets y en las tabernas marginales.

-Oh. Qué interesante -respondió ella, entendiendo muy poco lo que él decía-. Es una melodía muy sexy.

-Es un lamento, -corrigió él- sentida añoranza negra.

-Es muy linda, pero yo prefiero otro tipo de canciones. De amor, y en castellano.

-Seguramente -murmuró Ariel, reparando en el esmalte morado de las uñas, en los altos tacones plateados y el moño anaranjado que coronaba su cabeza.

-Si quiere puedo bajar a buscar unos discos.

¡No... que no le hagan eso! Que no lo despojen de su música sagrada, que no le lastimen los oídos.

-Gracias, señorita Betty, no tiene por qué molestarse. ¿Le sirvo otro trago?

Inesperadamente, ella se acercó a él y se apretó contra su cuerpo. Ariel no tuvo tiempo de reaccionar, la bebida lo atontaba, y se quedó tieso como una estatua.

-No seas tan formal conmigo. No es necesario, mi tesoro -le susurró ella, mientras con un dedo le recorría el cuello para descender luego por la superficie que descubría la camisa abierta.

Una caricia, amigo King. Cuánto tiempo. Despertaban las sensaciones y el cuerpo respondía, y la sangre galopaba por las venas como potros salvajes. Todo en él renacía. Un beso. Chispas en el aire. Piel de mujer. Susana, te enciendo otro Virginia. Hermosa, riendo.

Suspiro. Sos el Paraíso. Nunca hice el amor así.

Incendio. Sudor. Unos metros, Susana, unos metros y llegamos a la playa. Y te beso, y te bebo, salitre, esencia de mar colgada de tu cuerpo.

Respiraciones agitadas. Quitame todo el aliento, Susana, inhalá mi ser y guardalo dentro tuyo.

Esta música. El Café del Altillo está vacío esta noche, y un bohemio barbudo canta para ellos. Old love, leave me alone. Bailamos, mi amor, te siento, te abrigo, te abrazo, te tengo. Old love...

Besos con sabor a alcohol. Champán para dos, burbujas. París, feliz aniversario. ¡Voilála magia! ¡VoiláDom Perignon!

Y finalmente el éxtasis. La suma de lo sublime y lo divino, la síntesis del universo en la piel, la sangre, la vida, vos, el milagro, los hijos. Te amo, Susana, abrazame, te amo.

Oscuridad. Silencio interior. Susana, nos caemos, mi amor. Esperame, no te vayas, no me dejes...

Soledad.

Alguien lo sacudió por los hombros, pero al abrir los ojos, sobresaltado, sólo vio la hiriente claridad del sol que entraba a raudales por la ventana.

La cabeza le estallaba, tratar de pensar era todo un esfuerzo, el cuerpo le dolía y le pesaban las articulaciones. ¿Qué había sucedido?...

Quiso recomponer las escenas de la noche anterior, pero las imágenes se le mezclaban en la mente. Obviamente, había bebido de más, la botella vacía, tumbada sobre la alfombra, así lo confirmaba. Recordaba a Albert King cantando como un desquiciado en el equipo de CD, y finalmente esta chica de planta baja, cuyo nombre tampoco pudo precisar, se le aparecía en la incoherente pantalla de la memoria haciendo el amor con él. ¿Realmente sucedió? Visualizaba vagamente una cabellera rubia con olor a perfume dulzón, una piel blanquísima y un cuerpo pequeño apoderándose del suyo. En medio del torbellino de imágenes mezcladas, un resabio de amargura lo oprimía: la presencia de Susana flameando como una bandera entre la locura del alcohol, el sexo y el dolor. Se sentía mareado y no alcanzaba a comprender qué era verdad y qué alucinación. Se sentía asqueado por su propia debilidad. Se miró en el espejo de la sala, tendido en el sofá, con el pelo revuelto y una mirada irritada y roja navegando en unas ojeras liláceas. Entonces, lo invadió una mezcla de bronca y autocompasión. Bronca por él, por Susana, por noches como aquellas. Autocompasión por su soledad, por su tristeza, por su andar a la deriva. El sonido del teléfono fue una puñalada en el medio del cráneo.

-Señor Ariel, disculpe que lo moleste un sábado por la mañana -le costó identificar la voz acelerada de su secretaria-. Llamó el presidente de Play Publicidad. Quieren reunirse urgente con usted porque un cliente necesita grabar un comercial en Roma.

 

 

DIEZ

El comisario Santiago Esponda tenía ante sus ojos el informe del oficial Gutiérrez. Éste había interrogado e investigado a las personas que mencionó Beatrice Antonello en su declaración. La lista era corta pero algunos datos podían ser bastante valiosos para la Policía. Repasó los expedientes.

Alfredo Comachio, alias Freddo. Un tipejo con aspiraciones de gran señor, que trabajaba como buscatalentos en un prostíbulo de mala muerte. Tal como declaró Antonello, el hombre la inició en el mundo de la noche y la prostitución. No tenía antecedentes policiales.

Astrid Polkin, la dueña del burdel. Regenteaba, además, un negocio paralelo de venta de bebidas blancas; pero la mujerona era tan o más inofensiva que Comachio. Tampoco tenía antecedentes.

Peter Flaherty, un sujeto peculiar. Propietario de la cadena de casinos «Peter's», los cuales eran utilizados como fachada para esconder otros negocios como cocaína, trata de blancas, usura y también para solapar ciertas conexiones con el hampa internacional. Detenido dos veces por tráfico de estupefacientes. En las dos oportunidades, puesto en libertad por falta de pruebas. Flaherty sacó a Beatrice Antonello del prostíbulo en el que trabajaba y la mezcló en sus negociados. Fue su concubina oficial por cuatro años, y su protegida desde siempre. En el interrogatorio del oficial Gutiérrez, Flaherty dejó bien entendido que sería capaz de «arrancarle las tripas» a quien se atreva a lastimar a la muchacha.

Enrique Dávalos. El actual benefactor de Antonello. Conocido general de las Fuerzas Armadas con mucho dinero y exagerado poder. Seguramente, creyó Esponda, enriquecido ilegalmente, pero demasiado «bancado» como para ser descubierto. Casado con una aburrida aristócrata, el tipo llevaba una doble vida, comprando las atenciones de la muchacha con montañas de regalos y un nivel de vida principesco. Tampoco tenía antecedentes.

Esponda trató de relacionar estos datos sueltos con el asesinato de Sereatti, pero los hechos se le presentaban inconexos en la mente.

Sin embargo, había cierta coherencia en cuanto a que este tipo Flaherty podría haber tomado revancha por Beatrice, cuando Ariel Sereatti la agravió en su productora.

Era una posibilidad, pero demasiado débil como para desarrollar toda una sospecha en torno a esto.

Los elementos con los que contaba la Policía aún resultaban insuficientes.

-Pensé que vendría mi hermano -dijo Paula con aspereza, al ver a la muchacha parada en el umbral de la puerta, preguntando por Carola y Luís.

-Él tenía cosas que hacer, señorita, entonces yo le prometí hacerme cargo.

-Está bien, adelante.

Paula abrigó a los chicos, les preparó sus bolsos y los despidió con un beso y un abrazo, antes que partieran a su clase de tenis. Se quedó algo preocupada. No confiaba en esa mujer. Cierta actitud de resentimiento, como de ira contenida, le hacían pensar en un ser desequilibrado. Definitivamente, no le gustaba. Ariel sostenía que la chica era inofensiva, no obstante, Paula tenía que hablar con él al respecto. No sería fácil, claro, porque cuando su hermano tomaba una opinión acerca de alguien era imposible cambiársela. Sólo cuando los hechos lo hacían estrellarse contra su propia testarudez, reconocía que al fin y al cabo, ella tenía razón.

Paula sonrió al recordar a su hermano. Era un niño grande. Decidió apartar un poco la preocupación diciéndose que tal vez era muy dura en sus juicios.

Se miró en el espejo y se aprobó. Retocó su labial y recorrió con la vista su imagen. Los zapatos marfil combinaban con el vestido que descubría sus piernas largas, síntesis de sobriedad, buen gusto y cierta sensualidad. Se calzó el abrigo color habano, y acomodó una chalina beige sobre las solapas. No quería reconocer abiertamente que tanto esmero para arreglarse se debía a esa cita con el comisario Santiago Esponda.

El tipo la intrigaba y la fascinaba a la vez. Era una mezcla de rudo vaquero del oeste y frágil muchacho intelectual del siglo dieciocho. Aquella contradicción la atraía, quizá porque ella misma también era un poco de ambas cosas.

Mientras conducía hacia el lugar del encuentro, Paula pensó en su relación con los hombres. Ella era muy difícil de deslumbrar. Su inteligencia y su aguda percepción le permitían detectar a las dos palabras a los «chantas» que andan por el mundo seduciendo mujeres, y entonces huir de ellos de inmediato. Las flores y los regalos que frecuentemente llegaban a su oficina no la conmovían. Ella se encargaba de cortarles la inspiración a los pobres tipos que, haciendo despliegue de todo su arsenal económico, pretendían seducirla ofreciéndole una vida de reinas. No, gracias. No quería complicaciones. Mucho menos, permitir que un hombre la mantenga, esa estupidez que cometen algunas mujeres, vendiendo su libertad y su autoestima a un señor, a cambio de lujo y comodidad. Ella se tenía a sí misma, y eso le bastaba para ser feliz. No disponía de tiempo para sentirse sola, porque ni siquiera lo estaba. Tenía sus libros, su trabajo, sus viajes, su colección de antigüedades, sus pocos pero entrañables afectos (Ariel y los chicos, sus amigas, sus padres), tenía su casa, su independencia, la bella sensación de hacer de ella misma, de su tiempo y de su vida lo que más le agradaba. No tenía tiempo de aburrirse. El aburrimiento era una espantosa clase de depresión, propio de la gente insegura y disconforme de sí. Se había creado una calidad de vida que le permitía no necesitar más que de ella para vivir en plenitud. «Pero, querida, ya es hora que pienses en formar una familia. Se te acaba el tiempo para los hijos». ¡Pavadas de vejestorios! A los treinta y ocho años sabía que aún había tiempo para tenerlos cuando así lo desee. De no ser así, podía adoptar. Ella no necesitaba de los hombres para llevar a cabo aquel proyecto de vida. Su actitud hacia el género masculino había sido siempre de prudencia, escepticismo y frialdad.

Hasta ahora.

Este comisario Esponda le resultaba demasiado interesante. Peligrosamente interesante. Sentía algo inusual dentro de sí, algo que no llegaba a comprender por lo nuevo y porque hacía tanto tiempo que nadie era capaz de sorprenderla.

Después de aquella noche en el estudio, él la invitó a almorzar. Ella no pudo, tenía muchos compromisos. Entonces, a cenar. La excusa, si la había, era aquel pedido personal acerca del asesinato de Susana.

-No quiero violar el secreto de sumario, doctora Paula, pero hay detalles que debería saber.

Obviamente, esos detalles carecían de importancia, eran algunas deducciones suyas que ni siquiera se acercaban a la resolución del caso. En cambio, hablaron de sus gustos gastronómicos, su locura por los vinos blancos y secos, por la música de Kitaro y Jean Michelle Jarré, pero también por el jazz del viejo Miles Davis y el piano de Chopin.

Después de cenar, él la invitó a tomar champán, y ella le sugirió un lugar que merecía ser conocido. Entonces fueron al Café del Altillo. Alejados del mundo, continuaron con una charla serena, en perfecta armonía con la magia que comenzaba a crearse entre los dos.

Y esa mañana, por primera vez, la cita no se debía a asuntos a conversar. Ella había sido invitada a la apertura de un vernissagede un amigo suyo, y considerando que a Santiago Esponda le encantaba el arte, pensó que esta era una excelente oportunidad para invitarlo.

Él la esperó en la cafetería de enfrente a las once en punto. Se puso de pie para recibirla. Estaba muy elegante. Paula reprimió un suspiro, no comprendía la magnitud de la atracción que ese hombre ejercía sobre ella. Alto, sonrisa encantadora, pelo oscuro peinado con gel hacia atrás, traje sport azul, sobretodo gris. Parecía un classic gentleman extraído de alguna capital europea.

La mirada de los presentes se volvió hacía ellos al ingresar en el salón. Evidentemente, formaban una pareja algo especial. Saludaron al anfitrión, un jovencito atildado, de maneras aristocráticas, que se estaba consagrando como uno de los mejores pintores jóvenes de arte surrealista. Paula había comprado varias obras en su atellier, y allí había surgido una bella relación.

-Este lo reservé para vos, Paula. Se llama «Tibieza». Creo que es muy elocuente. Te define, mi querida.

-¿Te parece? -dudó ella, pensando que la obra carecía de impacto visual.

-Por supuesto que sí. Y usted debe saber esto mejor que nadie ¿no es verdad? -acotó, dirigiéndose a Esponda con picardía-. Yo creo que nuestra amiga es una bellísima persona que tiene miedo de mostrar cuán cálida es en realidad.

Ella se sonrojó. Golpeó cariñosamente el hombro de su amigo y dijo, sonriendo:

-Deja de psicoanalizarme, y terminemos de ver tu dichosa exposición. Seguramente, va a ser mucho más divertido.

Paula y Esponda salieron de allí con el alma regocijada de colores delirantes, de formas locas y de absurdas interpretaciones de la realidad.

Almorzaron pastas en una pequeña trattoría, y después, Paula invitó a su amigo tomar café a su departamento.

Al entrar, él se quedó fascinado con la calidez del lugar. Muebles de campo antiguos. Papiros egipcios. Vasijas chinas. Xilografías y acuarelas en las paredes, aportando la nota de frescura. Él pensó que una mujer como Paula Sereatti no era real. Se sentía mareado por la paradoja. En principio la juzgó de antipática y amargada, y ahora disfrutaba de sus adorables conversaciones, de ese charmeque ponía en cada palabra, en cada gesto, en la forma de vestirse y de decorar sus ambientes. Se sumergía en sus reflexiones profundas, en su fresca intelectualidad, en sus fuertes convicciones, derivadas de esa admirable filosofía de vida. Paula Sereatti sabía como disfrutar de cada momento. Era una mujer feliz, y esa felicidad la irradiaba hacia todos aquellos que tenían acceso a su interior.

Él aún estaba incrédulo frente a lo que le estaba sucediendo. Había perdido las esperanzas en cuanto a mujeres y pensaba que ya nadie podía deslumbrarlo. Estaba saturado de las muchachas de veinte años sin nada en el cerebro, y asqueado de las cincuentonas que querían llevárselo a sus camas. Estaba harto de la patética Dolly, de sus ataques de histeria, de sus gritos, sus reproches y su resentimiento.

Y allí estaba Paula, adulta, serena, profunda, bien plantada en la realidad, hablándole vivazmente de lo bueno que era tomarse unos días en el campo para reflexionar, leer, encontrarse con uno mismo y no supo qué cosas más porque, antes de que ella pueda terminar, él la estaba besando con una ternura desconocida, que fluía desde las raíces de su masculinidad.

El teléfono sonaba largamente. Paula despertó a duras penas. ¿Qué hora es? ¡Las once «de la madrugada»! ¿Quién es el demente?

-¿Hola? -Voz de ultratumba.

-Paula... ¿qué hacés durmiendo?

-¡Dios mío, Ariel, es domingo y de madrugada!... ¿vos no descansás nunca?

-Hermanita, estoy en problemas. Tengo que hablar contigo.

-¿Algo grave?

-No. Algunas dudas. Te pregunto: ¿Podemos salir a cenar esta noche?

-¿Y los chicos?

-¡No me respondas con otra pregunta!... Ya hablé con Rosa. Se va a quedar a dormir en casa.

-Bueno. Chau.

-Esperá, no cortes.

-Tengo sueño.

-¿Podes o no podés?

-Sí. Chau.

-Esperá, Paula ¿a qué hora?

-Ya estoy roncando. Chau.

Y cortó sin piedad, para quedar profundamente dormida antes que el auricular caiga sobre la horquilla.

Despertó a las cuatro de la tarde con la mente agradablemente restaurada. Pobre Ariel. No merecía que le corte la comunicación en la cara; pero, por otro lado, sí merecía. Él no tenía derecho a interrumpir sus dulces sueños con su cháchara y su acelere. Sonrió para sí. Después lo llamaría para congraciarse, pobrecito, había sido algo dura con él.

Lo cierto era que Paula estaba flotando en una nube de emociones nuevas. Santiago Esponda le había cambiado el sabor a la vida. Si bien trataba de  tomarse los hechos con calma, una excitación inusitada e incontrolable la convertía en una chiquilina desquiciada y poco centrada. La sobrecogían estúpidamente los recuerdos del día anterior, cuando después de aquel inesperado beso, todo su ser despertó ante las caricias de Santiago. Ella volvía a hacer el amor después de tanto tiempo de sexo instantáneo y sensaciones edulcoradas. Estuvieron juntos hasta el anochecer y, después de dormir unas horas y tomar una ducha, salieron a celebrar el encuentro con música y champán. Se despidieron con las primeras luces del día, con la dulce certeza de haber vivido una velada inolvidable.

¿Cómo pretendía Ariel, entonces, que ella estuviese coherente y despierta cuando él la llamó, a pocas horas del final de semejante noche?

Pero se disculpó de todas maneras. Pasó por su casa a las ocho, estuvo un rato con los niños y... (¡Oh, sorpresa!) No era Rosa quien se quedaba a dormir con ellos, sino esa tipa Ana, con sus expresiones bobaliconas y su cara de yo-no-fui. Se abstuvo de hacer comentarios y trató de sonreír, pero cuando subieron al auto de Ariel, ella le dijo:

-¿Qué hacía esa mojigata con Carola y Luis?

-Una de las hijas de Rosa está enferma y su marido viajó, o algo así. La cuestión es que llamó a la tarde para avisar que no podría venir. La chica estaba en casa y se ofreció a quedarse.

-¡Qué noble de su parte! -acotó Paula, mordaz-. Ariel, esa mujer no me gusta. ¡Estás permitiendo que los  chicos queden en manos de una desconocida!

-Me parece que estás exagerando. No es una desconocida.

-No creo que Susana haya estado muy contenta con esta situación.

-Está bien, pero dame una sola buena razón para pensar que es una mala persona.

-Que raras veces me equivoco con la gente. Su actitud me hace desconfiar.

-¿Por qué no le das una oportunidad antes de pensar de entrada lo peor? -ella guardó un silencio hostil-. Paula, no te invité a cenar para discutir. ¿Qué tal si cambiamos de tema?

-Muy bien, me parece lo más lógico, sobre todo cuando sabemos perfectamente que ninguno de los dos va a cambiar de opinión.

En seguida la conversación giró en torno a trivialidades, hasta que olvidaron el asunto y ella dijo:

-Vos tenés que contarme algo. Bueno... yo también. ¡No lo vas a poder creer!

-Contame vos primero.

-No, prefiero mantener el suspenso.

-Entonces yo también... ¿qué comemos?

Se decidieron por una marisquería, en donde el españolísimo propietario (viejo conocido de los Sereatti) los recibió con una amplia sonrisa y les recomendó especialmente su Bisqué de Langostinos.

Hacía mucho que no tenían un momento sólo para ellos, sin pensar en horarios, en cuestiones impostergables  o gente esperándolos. Paula trató de recordar cuándo fue la última vez, y comprobó con sorpresa que quizás desde mucho antes que Ariel se casara. Claro, el duelo de Ariel (y lógicamente, de ella también) se respiraba en la atmósfera de ambos, cierta bruma sombría opacando las expresiones, las palabras, las sonrisas. Cuando el mozo descorchó el chablis, se dijeron, en ese idioma tan de ellos de hablar sin palabras y entenderse sin mirarse, que no necesitaban chocar las copas para brindar por la modesta felicidad de compartir aquella noche.

-Querida Paula, -comenzó él con fingida solemnidad- estoy en un aprieto. El sábado por la mañana me llamó mi secretaria para anunciarme una noticia: los directivos de Play querían una reunión lo antes posible para definir, nada más y nada menos, que una superproducción en Roma. Cliente: Cola Cola. Coproducción con McCann-Erickson de Nueva York. Para la productora es todo un desafío. Es un comercial que recorrerá muchos países. Sin contar que las cifras son fabulosas.

Paula lo escuchaba atentamente, y se tomó su tiempo para decir:

-Ariel, hermano del alma. Pensé que ibas a plantearme una de esas cuestiones existenciales tuyas de ser o no ser... ¡Pero esto es increíble, no podía ser mejor! ¡Es para celebrar!

-Bueno, esta es la parte linda. La parte no tan linda y sí muy cuestionable es la siguiente: mi presencia será imprescindible allá.

-Obviamente.

-¿Cómo se supone que voy a dejar a los chicos solos en un momento como este?

-¡Dios mío, Ariel, se van a quedar conmigo!

-No. No puedo hacer eso, Paula -él se detuvo un instante-, Susana murió hace cuatro meses, es muy poco tiempo y...

-Ariel - ella se puso grave y su voz se tornó áspera-, pensé que no tenía que recordarte que la vida continúa. Yo sé lo doloroso que es todo esto, pero no podemos seguir lamentándonos sobre lo irreparable. ¿Qué pensaría Susana de su marido si éste renunciara a semejante oportunidad de trabajo?

-Paula, los chicos no lo entenderían. Un imbécil despojado de alma les mata a su madre de un día para otro y, encima, se quedan también sin su papá, que los abandona para irse a Europa.

-Tu argumento es patético. Apesta. Parece un melodrama barato. ¿Dónde está tu practicidad?

-Lo que ocurre es que vos no sos madre, y como consecuencia, yo no puedo pedirte que sepas lo que significa un hijo.

-No me vengas con estúpidas frases hechas. Ariel, vos nunca fuiste así ¿qué te está pasando? No te vas a un viaje de placer. Son negocios. ¡Es tu futuro y el de ellos también!

Él se quedó callado, aturdiéndose en el vértigo de una inexistente profundidad en el plato vacío. Paula se dio cuenta de que otra vez había pasado la raya con su rudeza y su frialdad. Sintió un profundo cariño por Ariel, se veía tan frágil. Tuvo ganas de abrazarlo y de consolarlo, como cuando eran chiquitos y ella lo protegía. Le apretó fuerte la mano y, esta vez, le habló suavemente, como hacía con Carola o Luis cuando lloraban:

-Los chicos no van a estar solos. ¡Se quedan con su tía Pirula! Por supuesto que van a comprender. Ellos son muy inteligentes y, si decidís no ir, seguramente pensarán que su papá no lo es en absoluto.

-Además -continuó Ariel-, vos también tenés tu vida, y no podés cargar con los chicos por dos meses.

-¿Qué estás diciendo? ¡Nada me va a hacer más feliz! Se trata de mis sobrinos, de tus hijos, tonto. Se trata de vos. Prometeme que vas a ir.

-Es una decisión difícil.

-Prometeme que por lo menos hablarás con ellos y les plantearás la situación.

-Está bien, está bien, suficiente por hoy, Paula Sereatti... no quiero escucharte más. Ganaste. ¿Estás conforme? Hablaré con ellos mañana cuando salgan del colegio.

Paula sonrió y alzó la copa:

-Ahora sí, hermanito. Por Europa, por tu éxito y por Susana, que seguramente está celebrando también con nosotros.

Él sonrió y brindó con ella, y tragó rápido el chablis, a ver si todavía se le escapaba la emoción por los ojos y tenía que inventar cualquier pretexto, me entró  una suciedad, voy un rato al baño, qué humo que hay aquí...

Después de cenar, Ariel subió a acompañar a Paula hasta su departamento y se quedó a tomar un whisky. Él buscó entre los discos, accionó el equipo de música y el aire se saturó con los solemnes acordes de Beethoven. Ella le había ayudado a abrir su mente y a darse cuenta que estaba actuando como un sentimental sin criterio. Tenía que ser práctico sin perder nunca el justo equilibrio. Su querida Paula. Su tercer ojo. Su cable a tierra, la seguridad, la palabra exacta en el medio del caos.

-Con todo esta historia del viaje, se me estaba pasando por alto una cosa... ¿vos tenías algo que decirme?

-Oh... bueno. ¡Ya se me olvidó!

-No, no, no, señorita Sereatti. Ud. no se me escapará tan fácil. -Y se cruzó de brazos y de piernas en actitud de atención-. Escucho, soy todo oídos.

-Bueno, no sé, era una pavada.

-Contame.

-No, pero...

-Contame.

-¡Ariel!

-Ahora, Paula Sereatti...

-Creo que estoy enamorada.

Ariel se atragantó con el whisky.

-¿Qué? ¡Y me lo decís así, sin anestesia! ¿Vos, Paula la Magnífica?... ¿Escuché bien?... Creo que escuché enamorada. ¿Enamorada no es así?

-Dejá de burlarte, payaso. No sé bien todavía. Pero si no parás de reírte, no te cuento.

Ariel hizo un esfuerzo por ponerse serio. Secretamente, la idea no le agradaba mucho, y prefirió tomarlo en solfa y reírse de su hermana. Pero cuando ella comenzó a relatar como fueron sucediéndose los hechos, comprendió que Paula no bromeaba. Ella no solía hablar de ese modo, y si lo hacía era porque realmente la cosa era más grave de lo que él creía.

-Yo nunca pensé, Ariel, que ternura y rudeza podían ir juntas en un solo hombre. Santiago tiene un poco de las dos cosas, y esto, además de su inteligencia, es lo que más me seduce de él, -él se quedó callado- Ariel... ¿qué te pasa?

-Bueno, se supone que debería decir que estoy feliz por vos. Y lo estoy. Pero no me podés pedir que no me ponga celoso - Ella se echó a reír y le arrojó un almohadón a la cara-. ¡Ya me parecía que este Esponda me estaba cayendo demasiado bien! Voy a tener que conocerlo mejor para saber cuáles son sus verdaderas intenciones y de paso ver si todavía me sigue agradando.

-¡No tenés cura, sos un pesado!



 

ONCE

-¿Hola?

-Hola, mi amor. Te habla tu coneja Pompom.

Ficha técnica. Nombre: Ingrid. Apellido: desconocido. Edad: veintiuno o veintidós. Cabello: platinado, con una mecha verde. Coeficiente intelectual: cinco. Esponda gruñó por lo bajo.

-¿Cómo estás Ingrid?

-No tan bien como estando contigo, mi corazón. Estaba pensando que quizá podíamos jugar a los conejitos traviesos esta noche. ¿Qué te parece si voy a tu casa a eso de las diez y media?

-Esta noche tengo una reunión de trabajo, preciosa. Va a ser un poco difícil. Quizás otra vez.

-¡Oh, qué pena! Bueno, podemos guardarnos las ganas para mañana. Te llamo y...

-Mejor yo te llamo, ¿sí?

-Bueno, entonces, hasta mañana -la rubia se despidió, con una evidente nota de frustración en la voz.

Santiago Esponda apagó su teléfono celular, no deseaba más llamados inoportunos. Tal vez unas pocas semanas atrás, habría aceptado de buen grado la propuesta de la jovencita. Agobiado por el trabajo, ella o sus equivalentes morenas o castañas, solían ser una momentánea puerta de salida a la ansiedad, la angustia y el estrés. Pero en ese instante, lo que menos necesitaba era sexo de plástico y muñequitas vivientes en tamaño natural.

Estaba incrédulo por lo que le ocurría. Se sentía aturdido por el impacto de su nueva realidad. ¿Enamorado?... Quizás. Era muy pronto para afirmarlo; pero estaba seguro de que lo que le pasaba con Paula Sereatti era muy fuerte. «La dama de hielo», exitosa y reconocida profesional, a quien todo el mundo tildaba de insatisfecha y amargada, era la contradicción de la imagen que proyectaba. Tanta calma interior y tanta seguridad embriagaban. La pasión al hacer el amor. El sonido limpio de su risa. La ternura que expresaba. Todo en ella sorprendía al iniciar aquella exploración «más allá de la coraza» que tanto le había intrigado.

Había actitudes increíbles en Paula Sereatti, como la relación estrecha con Ariel. No entendía qué extraña clase de amor los unía. Ella se transformaba al hablar de su hermano, se volvía frágil, hasta era capaz de suplicar por él. De las anécdotas que ella le contó, el comisario deducía que Paula sentía como una cuestión de pertenencia hacia su hermano. Que nadie interfiera, que nadie se lo quite porque es suyo y de nadie más. Tal vez por ser la mayor, o quien sabe por qué complejo no resuelto o como se llame en psicología, ella estaba siempre lista para protegerlo. Quizás para ambos esto fuera normal, pero resultaba difícil de comprender para el resto de las personas.

Un sexto sentido encendía una lucecita de alarma en la lógica de Santiago Esponda. Los pensamientos volvían caprichosamente a la postura de Paula frente al matrimonio de Ariel. Era extraño que en ese dúo impenetrable haya lugar para un tercero, en el caso de Susana, y más extraño aún que Paula le haya abierto las puertas de buenas a primeras a un intruso que se apoderaba de su hermano. ¿No constituía Susana Sereatti, entonces, un obstáculo para Paula? La marcha de sus deducciones estaba tomando un curso atroz.

Después de conocer a Paula en lo personal, y de haber involucrado sentimientos, le era muy duro tomar distancia y pensar con objetividad.

Decidió calmarse, y se dijo que quizás estaba yendo muy profundo en una cuestión basada en suposiciones suyas. Esperaría. Quizás las respuestas aparecerían solas. Mientras tanto, era más agradable pensar en Paula Sereatti en términos de «la mujer que le sacudió las estructuras».

Estacionó el auto y caminó hasta la entrada del shopping. Paula lo esperaba allí para ir juntos al cine. El último delirio de Almodóvar. Santiago disfrutó por anticipado.

Atravesó el patio de comidas. Alcanzó a divisar el perfil aristocrático de Paula Sereatti recortado en el vidrio de la cafetería. Caminó unos pasos más y el corazón le dio un vuelco.

El tiempo pareció detenerse en ese mismo instante, en el que desfilaron por su mente, con una velocidad increíble, los miedos y las suposiciones. No podía ser realidad aquello que transcurría delante de sus ojos como una pesadilla. Paula tomando de la mano a ese tipo alto, rubio, de facciones germánicas, mientras ambos reían a carcajadas.

Pensó en huir, pero enseguida se dijo que esa no era la forma de proceder propia él. Su naturaleza le exigía enfrentar los hechos, y asumir sus consecuencias.

Se acercó a la mesa con determinación. No armaría escándalos. En definitiva, no sabía si tenía derecho. Tan sólo se acercaría y se haría ver. Ella se sentiría turbada, sin saber actuar. Esponda asistiría, por primera vez, a la humillación de la gran Paula Sereatti. Y, por primera vez también, la vería vencida.

Al verlo llegar, ella levantó una mano para llamar su atención y se puso de pie para ir a su encuentro.

-¡Hola, comisario! ¡Qué impuntual, eh! -y le estampó un ligero beso en los labios-. Vení, hay alguien que tenés que conocer.

Ella lo tomó de la mano y lo condujo hacia la mesa.

-Ramiro, él es Santiago.

Ramiro sonrió y también se puso de pie.

-¡El famoso Santiago Esponda! Un placer conocerlo -exclamó extendiéndole la mano. Santiago la tomó, desconcertado y aturdido.

-Santiago -intervino Paula-, Ramiro fue mi compañero de colegio. Hacía más de veinte años que no nos veíamos.

-Encantado, señor -Esponda se sentía un estúpido, no sabía qué decir, tuvo vergüenza de sí mismo.

-¿Qué tal si nos sentamos y nos pedimos otra rueda de café? -propuso Ramiro, acercando una silla hacia la mesa. Paula estaba radiante. Más calmado, Esponda pudo ver la influencia que tenían esos viejos afectos sobre ella.

-¿Sabe usted, comisario Esponda -comenzó a decir Paula -, que este señor Ramiro, así como usted lo ve, todo trajeado y perfectamente civilizado, era uno de los más revoltosos del curso? ¡Nadie se imagina las historias en que nos metimos! - Paula lo despeinó cariñosamente.

-Lo cierto -acotó Ramiro-, es que siempre caíamos parados. Nunca nadie llegaba a descubrirnos, y si había alguna leve sospecha, nadie tenía las pruebas como para poder culparnos.

Esponda comenzó a divertirse, olvidándose de la turbación inicial. Trataba de visualizar a Paula Sereatti haciendo travesuras y las imágenes que se le aparecían eran incongruentes con la centrada doctora que reía a su lado.

-¿Gracias a quién? -preguntó ella, entre las carcajadas, señalándose a sí misma.

-Es cierto. Usted, sabe, señor Esponda -continuó Ramiro- que Paula era una muchachita que dejaba boquiabierto a cualquiera.

«Indudablemente», pensó Esponda.

-Recuerdo aquella vez, en el campamento de Huanqueros, cuando Paula se escapó de la carpa para venir a cazar liebres con nosotros...

Ramiro narró al comisario el alocado plan de Paula de disfrazarse de muchacho para poder ir de cacería con los varones. Le describió el azoramiento del grupo cuando ella le disparó a la liebre, para finalizar con el increíble desenlace de los hechos: la fuga, el corte en la mano, el engaño a los supervisores y a sus compañeras.

Santiago Esponda escuchaba fascinado, accediendo asombrado a ese costado desconocido de Paula. No podía esperar otra cosa de una mujer como ella. Una mujer que sorprende, que cautiva, que seduce con la inteligencia, no podía tener una adolescencia común y corriente. ¡Por supuesto que no!

Se despidieron de Ramiro y ambos caminaron hacia el cine. Esponda se sintió ridículo al recordar sus paranoicos pensamientos y el disloque mental de creer que ella lo estaba engañando. ¿Cómo alguien tan cauto como él podría estar tan ciego como para llegar a pensar que Paula Sereatti elegiría ese momento y ese lugar para encontrarse con un amante? Evidentemente, y muy a pesar de él, ella lo estaba desequilibrando. Tendría que hacer algo, ¿qué le estaba pasando a su orgullo? Su aplomada masculinidad no debería permitir que una mujer influya de ese modo sobre él.

-Santi, ¿en qué estás pensando?

Él la miró y le sonrió.

-En ese pobre tipo Jorge -mintió-. No me hubiese gustado estar en sus pantalones. Parece que hay que cuidarse de usted, doctora Sereatti. Se perfila peligrosa.

Ella interrumpió la marcha, se plantó frente a él y, divertida con el doble discurso, le desafió:

-No mucho más que usted, comisario, se lo aseguro.

Anita corregía los cuadernos de sus alumnos mientras su mamá cosía un vestido. El atardecer filtraba una penumbra cenicienta en la habitación, y comenzaba a desdibujar los contornos de los antiguos y pesados muebles del comedor.

-Encendé las luces, Anita -le dijo la mujer-, es imposible ver nada en esta oscuridad.

La chica se puso de pie y, antes de obedecer a su madre, se detuvo un momento frente al ventanal. En el piso de abajo, las luces de la sala de los Sereatti estaban encendidas. Luisito se concentraba en un videojuego de la computadora de su papá y Paula pintaba un dibujo con Carola.

-A veces pienso que hubiese sido lindo tener hijos.

La madre bajó la costura y le clavó la mirada como un puñal:

-Estás diciendo estupideces, Ana Clara. ¿Qué harías ahora con un montón de críos?... Es una responsabilidad gigantesca. Tendrías que renunciar a tu vida para cuidar de ellos para que, cuando crezcan, como está el mundo hoy, te abandonen y te dejen a la buena de Dios. ¡Por favor, sos una chica inteligente!

Los ojos de la muchacha comenzaron a anegarse, como siempre que alguien levantaba el tono de voz.

-Yo... yo no voy a tener hijos, mamita, te prometo que no los tendré -anunció con un restito de voz, más atemorizada que confundida.

Su madre fue hacia ella y la abrazó.

-Por supuesto que no, mi niña. Tu mamá te va a cuidar por siempre. No necesitás hijos, no necesitás nada, mi amor, nada más que a tu mamita. -Le dio un beso en la frente y concluyó-. ¡Te quiero tanto, mi pequeña!

Anita pensó en El Príncipe Encantado, en lo hermosos que serían los hijos que tendrían. Aquella tarde se encontró con él en la farmacia. Apenas podía creer que ese hombre fuera de carne y hueso. Tan apuesto, tan seguro de sí mismo. Él sabría protegerla, quizás mejor que su mamá. La imagen de una familia con él apareció en su mente. Ella cuidaría de sus hijitos, prepararía su comida, atendería su casa y plancharía sus camisas, ella viviría su vida a través de él y el poder hacerlo feliz sería el sentido de sus días. Suspiró... ¡Ah, ese hombre! Ese hombre que ni siquiera sabía que ella lo amaba con locura, ese hombre que ni siquiera la miraba, ese hombre que la hacía vibrar en sus sueños y en la realidad la desconocía, ese hombre...

-Anita... ¿qué te pasa, mi amor? Te has quedado muy silenciosa.

-Nada, mamá. Estaba pensando en los exámenes de mañana.

-Estás trabajando mucho, deberías descansar.

Las nueve y media. Paula miró la hora mientras acomodaba los cubiertos, y colocó un arreglo de flores secas sobre la mesa, aportando el toque country que Santiago tanto adoraba. Él le confesó que deliraba por los frutos del mar, entonces Paula prometió cocinar su especialidad: ostras a la provenzal. Preparó una cena cálida, con un excelente y pálido chardonay, jazz de Miles Davis y un desconocido y fascinante deseo de agasajarlo.

Él telefoneó para avisarle que se retrasaría media hora, Entonces ella decidió relajarse unos minutos en el sofá, mientras la música le crepitaba en su vibrante estado de ánimo.

Sus pensamientos volaron a Ariel, tan controvertido y atormentado. Lo veía sin timón y a la deriva, sin Susana se había quedado solo con la responsabilidad de sus decisiones. Claro, ahora la tenía a ella. Recordó la vez que salieron a cenar, y pensó que aquella vieja camaradería, las charlas interminables, la confianza mutua, comenzaban a restaurarse y a renacer con nuevos aires después de aquella noche.

De pronto, hizo una visión retrospectiva y, como en una película, fueron apareciendo los hechos en su memoria. Todo se había dado con una increíble exactitud, como si alguien hubiese puesto a los personajes en el lugar y en el momento preciso.

El día que conocieron a Susana, en el estacionamiento del cine: la situación divertida, el desconcierto de Ariel, la espontaneidad de Susana, la complicidad de ella.

Las salidas con Susana: y ya nada era igual. Ya no eran Paula, Ariel y la vida. Alguien sobraba en el nuevo grupo y obviamente era Paula. Pero con el correr del tiempo y poco a poco, ella había logrado aceptar aquel estado de cosas y hasta se sentía feliz, si bien nada nunca llegó a ser como antes.

El anuncio de matrimonio: a Paula no se le borraría nunca la expresión de Ariel contándole la buena nueva, y el miedo interior que la dejó sin palabras, miedo que se fue acrecentando y juntando para hacer explosión la noche del casamiento, revelándose como una profunda sensación de pérdida y de soledad.

El embarazo de Susana: los mellizos consolidando esa inquietante vida aparte creada por su hermano. Y Paula siempre allí, como una presencia externa y de siempre en la familia de Ariel. Teniéndolo y compartiéndolo, pero nunca teniéndolo como en un principio.

Hasta ahora, que lo recuperaba, que volvían a ser Ariel y Paula sin terceros para la charla, la música, las bromas, el cine, la vida. Con algo de espanto pero  sin sobresaltarse demasiado, pensó que la muerte de Susana le había devuelto a su hermano.

-Sos una experta en haute cuisine, mon amour-bromeó Esponda, emulando la expresión de éxtasis de un experimentado gourmet, mientras degustaba el sabor aterciopelado de las ostras, contrastado con la nota excitante que aportaban las hierbas y el ajo.

Paula sonrió del otro lado de la mesa, con una complacencia que venía de más allá de la deliciosa comida, y pensó que él se veía encantador con esa camisa de algodón color ocre.

-Especialmente para usted, mi querido comisario.

Ella estaba hermosa, y su cena, una delicadeza que lo conmovía. Él no despertaba aún de su sueño color de rosa. Paula le había cambiado el curso a sus convicciones y a los planes que se había trazado. Después de Paula Sereatti, la vida se le tornó más liviana. Su trabajo no lo agobiaba tanto, y tomaba cada pesada tarea con la alegría de pensar en el después de la jornada, cuando esa voz serena lo reconfortaba por teléfono, o la tibia presencia lo abrigaba entre las sábanas. Ahora veía a su ex esposa con la distancia con que se mira un difícil episodio pasado cuando la calma retorna. Después de Paula, Dolly le parecía una pobre mujer vencida en su resentimiento y sus malas jugadas, el gran monstruo que en primer plano nos parece amenazante, pero al retroceder la cámara vemos que tan sólo se trata de un diminuto y frágil muñequito. Gracias a esta óptica nueva, los ruidosos planteos y la histeria de Dolly habían dejado de atormentarlo.

Paula y Santiago se amaban sin asfixiarse. Eran personas independientes y ambos tenían necesidades de tiempo y espacio propio, por lo cual la individualidad de cada uno era celosamente respetada.

-¿Cómo marcha la investigación? -preguntó ella.

-Difícil, como siempre. Si las cosas no avanzan, el juez no vacilará en dejar sin efecto la instrucción del sumario por falta de pruebas. Entonces yo me sentiré el más grande de los ineptos.

-Eso sería terrible para Ariel. A veces parece como si sólo pensara en el momento de tener frente a frente al tipo que mató a Susana.

-Sí, lo sé. Me llama asiduamente para saber novedades. Entiendo su postura pero no debería vivir perseguido por la necesidad de venganza.

-Yo también lo creo. Todo esto no lo ayuda, pero comprendo que sería una forma de devolverle un poco de paz. Pobre Ariel. No puede zafarse de su tristeza -y por un momento, Paula sintió un profundo remordimiento por aquellos pensamientos acerca de la muerte de su cuñada y el haber recuperado a Ariel como consecuencia de esta.

Esponda notó cierta pesadumbre que comenzaba a volar como una paloma gris sobre la conversación, y decidió cambiar de tema:

-¿Qué tal si le damos un descanso al viejo Miles y lo relevamos con alguna música más serena? Necesito  digerir esta delicia.

-Excelente idea -exclamó ella-. Buscá algún disco en el aparador mientras voy a traer el postre.

-¿Postre? -Preguntó Santiago, con un brillo goloso en los ojos.

-Peras al chocolate, monsieur-bromeó ella, dirigiéndose a la cocina con una servilleta colgada de su brazo.

Santiago abrió una de las puertas del antiguo aparador de madera lavada, pero allí no había ningún CD. Quizás en la otra puerta. Pero tampoco encontró nada. Tal vez detrás de estos libros.

Apartó unos volúmenes en alemán y una oleada de adrenalina lo paralizó. Tratando de sobreponerse a la sorpresa, extrajo el aparato para comprobar que, efectivamente, se trataba de un arma antigua.


 

DOCE

-Me voy a Europa, con mi esposa.

-¿Qué te pasa? ¿Me estás hablando en serio? -Betty apenas creyó lo que oía y casi no podía controlar la voz.

-¡No te angusties, amor!... Será sólo por un tiempo.

-¿Pero por qué? -preguntó ella, desconcertada y al borde del llanto.

El dudó por unos instantes y finalmente, le dijo, midiendo las palabras y adoptando un tono grave:

-¿Sabés?... Creo que es mejor que sea sincero contigo. No puedo mentirte. En realidad, me voy porque necesito recuperar mi matrimonio. Voy a intentarlo, por ella, por mí y por mis hijos. Todos nos merecemos una segunda oportunidad.

-Te volviste totalmente loco, Enrique. ¿Y qué va a ser de mí, de nosotros, de esta casa?

-Por el momento, te propongo que no nos  veamos, querida. No nos haría bien.

-¡Enrique! -gritó.

Él quiso abrazarla, pero ella se apartó, comenzando a llorar una tristeza desesperada, acurrucada en el sofá.

-No quiero que te preocupes. Mirá, no voy a dejarte sola de un día para el otro. Puedo ayudarte a buscar un trabajo y mientras tanto, no tengo problemas en que sigas quedándote aquí hasta que te encontremos algo.

Betty se puso de pie y de inmediato se transformó de pollito agonizante en fiera salvaje lanzando fuego por los ojos.

-¡Cerdo! -tomó un pesado jarrón y se lo arrojó directo a la cabeza, Enrique lo esquivó y el artefacto fue a hacerse trizas contra la puerta-. ¡Inmundo! ¡Bestia asquerosa, desaparecé de mi vista!

-Hablaremos otro día, cuando te tranquilices.

Él salió dando un portazo y, Betty, presa del pánico y la desesperación, comenzó a arrojar contra la puerta, una a una, las estatuillas de los estantes. Cuando no había más nada que romper, se dejó caer al piso, llorando sobre los restos de cerámica que se mezclaban con las lágrimas, la histeria y el pánico.

Despertó al día siguiente, mareada por los sedantes y el alcohol, recursos estos que la noche anterior le borraron la desesperación por un instante. Se puso de pie. La cabeza le pesaba toneladas. Tenía pequeñas heridas en los brazos y en las piernas causadas por las astillas de cerámica. Estaba despeinada, ojerosa y su ropa, desgarrada y manchada de sangre.

Antes de ducharse se tomó dos aspirinas, y mientras el agua corría por su cuerpo pensó que tendría que enfrentar la realidad. Enrique la dejaba para irse con esa bruja gorda que tenía por mujer. Betty no poseía nada más que esa casa (que en realidad estaba a nombre de él) y el dinero que seguiría recibiendo hasta que ella consiga un trabajo. ¿Trabajo de qué?... Si no sabía hacer otra cosa que seducir. Antes que el pánico vuelva a dominarla pensó que tenía que actuar con inteligencia. Los lloros y los lamentos de nada le servían, entonces pensó que debía poner manos a la obra. Tendría que salir adelante. Nunca más volvería a ser pobre, se lo había prometido a sí misma muchos años atrás.

Se dijo con optimismo que no todo estaba perdido. Aún le quedaba Ariel Sereatti. Había dejado aquietar las cosas después del último encuentro, a la espera de la oportunidad para otra jugada certera, como la de aquella noche. Había hecho el amor como nunca en su vida. Los recuerdos aún la estremecían. Betty pensó que ella era algo especial para Ariel, se dio cuenta por la forma en que él la besó, la abrazó y la acarició. Hasta le susurró palabras de amor. Pues bien. Era hora de volver a atacar.

Alzó el teléfono y marcó el número de Sereatti Producciones.

-Señor Ariel, tiene un llamado -anunció la secretaria-. Una tal señorita Betty.

Ariel se frotó las sienes doloridas. Era una mañana difícil, con muchas y comprometidas decisiones que tomar. Necesitaba claridad mental para pensar. Lo que menos quería ahora era escuchar la irritante vocecita de esa chica. No obstante, en un arrojo de buena voluntad, decidió tomar la llamada,

-Hola, mi amor -le saludó Betty.

Él no sabía cómo carajo dirigirse a ella, después de aquella noche fatídica, se había olvidado de la muchacha y ni siquiera se planteó la posibilidad de volver a tratarla.

-¿Cómo estás?

-Extrañándote, querido. Pasamos una muy buena noche la última vez. ¿No te parece que sería espectacular que lo repitamos? -Del otro lado de la línea, Betty sólo escuchó silencio-. ¿Qué tal si almorzamos juntos?

-Sinceramente, va a ser muy difícil. Estoy con muchas complicaciones de trabajo.

-Entonces, esta noche. Podemos salir a cenar. Conozco un lugar que seguro te va a fascinar.

Ariel se dijo que estaba en problemas. Tendría que encontrar la forma de quitarse esa chica de encima sin ser demasiado grosero como para herir sus sentimientos.

-Puede ser. No te aseguro nada. Mejor te confirmo al llegar a mi casa, si me das tu número de teléfono...

Tomó nota y se despidió rápida y cortésmente de ella.

Betty lanzó un alarido de felicidad y comenzó a saltar encima del sofá. No podía creer que ese tipo, el sueño de toda mujer, haya considerado la posibilidad de cenar con ella. Betty sabía que se lo estaba ganando y aquello la llenaba de excitación. ¡A la mierda con Enrique, ese cerdo viejo y repulsivo! Sería la nueva mujer de Ariel Sereatti. Todo el mundo hablaría de ello. Sus planes se estaban llevando a cabo a la perfección.

Anita esperaba a Carola y a Luis, que llegarían del colegio de un momento a otro. Mientras, les preparaba una merienda en la cocina de los Sereatti. Estaba tan complacida con haber adquirido poco a poco ese rol de mamá suplente, que apenas podía creer en su buena suerte. Nunca imaginó que las cosas tomarían ese maravilloso rumbo después de la muerte de la señora Susana, pero enseguida apartó ese pensamiento y se persignó. «Dios Bendito, perdoname, pobrecita la señora». Sin embargo, los niños estaban siendo para ella los hijos que nunca tuvo, y en ellos podía canalizar todo su afecto y sentirlos como propios. Se llenaba de orgullo cuando, en la calle, la gente ponderaba a las criaturas creyéndolos sus hijos.

Entonces pensó en su mamá. Ella comprendería. Algún día, «El Príncipe Encantado» le propondría matrimonio y ella querría tener hijos de él. Seguramente que mamá comprendería. Anita le explicaría todo el amor que siente por ese hombre y le prometería no abandonarla nunca, incluso hasta podría invitarla a vivir con ellos para no dejarla sola y...

De pronto entendió que se estaba proyectando muy lejos. «El Príncipe Encantado» ni siquiera la miraba, ni siquiera reparaba en su existencia. Cuando él pasaba a su lado, Anita sospechaba que era hechizada por alguna bruja mala que la volvía totalmente invisible. Algún día, pensó. Solamente tenía que esperar y tener paciencia. Algún día.

Carola y Luis irrumpieron en la cocina como un torbellino, quebrando la silenciosa paz en la que Anita destejía sus sueños de príncipes y de brujas.

-¡Anita, Anita, saqué sobresaliente en la clase de basket! ¡Les ganamos a los chicos de sexto grado! -vociferó Luisito dando brincos de felicidad a su alrededor.

-¡Mirá mi collage, Anita! ¿No es hermoso?... La profe me felicitó -intervino Carola, acercándose a ella para mostrarle su trabajo.

Detrás de ellos, entró Ariel con aspecto fatigado.

¡Pobre señor Ariel! Con tanto trabajo y aun así no dejaba de ocuparse de sus hijos, de ir a buscarlos a la escuela, de acompañarlos en todo momento.

Anita les sirvió el chocolate caliente con las galletitas y, mientras ellos se devoraban todo, fue a la sala, en donde Ariel desparramaba unos papeles sobre la mesa ratona.

-Señor Ariel, disculpe que lo interrumpa -dijo ella con timidez-. No quiero interferir, pero los niños  me comentaron que usted está por viajar a Italia, y que la señorita Paula vendrá a vivir con ellos durante su ausencia.

-Así es.

-Bueno, yo quería proponerle que... Quería preguntarle si... -no sabía cómo comenzar, las palabras se le trababan y una incómoda turbación le subía por el cuello enrojeciéndole las expresiones-. Quiero decir, la señorita Paula es una persona muy ocupada ¿verdad?

-Sí -Ariel la escuchaba atentamente, tratando de entender a dónde quería llegar la mujer.

-Quería decirle que yo podría quedarme con los niños. Si usted me autoriza, lógicamente.

Ariel se quedó un momento callado.

-Bueno, no sé. Tendría que hablar con ellos.

-Yo ya lo hice, señor. Ellos no tienen problemas. De todas maneras, si usted quiere pensarlo y contestarme otro día...

El planteo de la mujer no era descabellado. Él no podía permitir que Paula renuncie a su vida por dos meses para hacerse cargo de los chicos. Era muy egoísta de su parte. Por más que su hermana estaba feliz de cuidarlos, él no podía endilgarle semejante responsabilidad. Quizás esta chica tuviese la razón.

-Está bien, no necesito pensar nada. Desde ya le digo que, de mi parte, no hay problemas. Ultimaremos los detalles cuando se aproxime la fecha de mi viaje.

La muchacha no podía contener la felicidad que la colmaba. Se quedaría como responsable de la casa de Ariel Sereatti, los niños estarían bajo sus cuidados y ella cumpliría, en parte y por un tiempo, el sueño de la familia propia. Claro, le faltaba el Príncipe, pero este no tardaría en llegar, estaba segura. Estaba impaciente por contárselo a su mamá.

Eran las ocho de la noche y el timbre sonó más de dos veces. Ariel levantó la vista del contrato de Play Publicidad y maldijo por lo bajo, temiendo que se despierten los chicos. Abrió la puerta de mala gana.

-Hola, mi cielo. Me has abandonado a mi suerte, y eso no está nada bien.

Dios Santo, se había olvidado de Betty Boop. ¡Una excusa, rápido, una excusa!

-En realidad, estaba por llamarte.

-Y yo estaba muy ansiosa por saber a qué hora saldremos a quitarle chispas a la noche -dijo ella, entrando a la sala con desparpajo y sentándose provocativamente en uno de los taburetes de la barra de bebidas.

Ariel comenzó a irritarse.

-Te dije que te llamaría y lo iba a hacer. No tenés por qué irrumpir en mi sala de esta manera.

Ella se levantó y le echó los brazos al cuello. Apestaba a perfume floral.

-No te enojes, corazón. Es que me volvés loca, ¿sabés?

Él se deshizo del sofocante abrazo y se apartó.

-Lo siento, tengo mucho trabajo y no podré moverme de mi casa. Por otra parte, los niños están solos.

-¿Y si me quedo a hacerte compañía?

-No. Necesito tranquilidad.

-Te prometo que no hablaré y...

-Betty, por favor. No quiero ser grosero contigo. Te pido que me dejes en paz o tendré que hablarte en otros términos.

El frío pedante otra vez. Betty no entendía cómo sus juegos de seducción no resultaban con este hombre. Mejor sería emprender una honrosa retirada.

-Está bien, hablaremos mañana.

Él abrió la puerta.

-Buenas noches, Betty.

Se dejó caer en el sofá de su casa con una amarga resignación, experimentando la misma frustración que la noche que Freddo la sacó del camarín de las prostitutas, cuando ella creyó que perdería la oportunidad. ¿Qué le ocurría? Todo esto no encajaba en una personalidad como la de ella. Pues bien, como aquella vez supo tomar valor para enfrentar a Astrid y a ese trabajo desconocido, haría lo mismo ahora. No se daría el lujo de perder terreno.

Tomo el teléfono y escuchó la voz cansina de Ariel.

-Disculpá que te moleste, pero se me acaba de ocurrir algo -le dijo-. Escuché un comentario en el ascensor. Estás programando un viaje a Italia, ¿no es así?

-Sí.

-¿Cuándo te vas? -ella trataba de ablandarlo, pero el tipo estaba atrincherado una vez más tras su frialdad y sus elocuentes monosílabos.

-Dentro de veinte días.

-Ariel, querido. Yo estuve pensando que quizás podríamos ir juntos. La pasaríamos muy bien. ¡Podría hacerte tan feliz!

La paciencia de Ariel estaba llegando al borde.

-Es, sencillamente, descabellado. Se trata de un viaje de negocios.

-No te vas a arrepentir, será el mejor viaje de tu vida.

Y la paciencia desbordó,

-Escuchá bien lo que voy a decirte porque no lo repetiré. Esto no es una buena idea, entonces te invito a que me dejes en paz. No quiero salir contigo, no quiero que me acompañes a ningún lado y no quiero verte más. Y no sigas molestándome porque no tengo ningún interés en vos, ¿está bien?

-¿Y lo que pasó entre nosotros que fue, eh? ¿Acaso te olvidaste? ¿Qué fueron esas palabras de amor? -ella comenzó a llorar histéricamente.

-Estaba borracho, por si no te diste cuenta. Y yo no te llamé a mi casa.

-Abusaste de mí, me rompiste el corazón. ¡Sos un maldito mentiroso!

Ariel colgó el teléfono sin más protocolo, y Betty se arrojó a llorar a los gritos sobre la alfombra.

Se calmó a las dos horas, después de haber  vaciado una botella de vino y media caja de cigarrillos. El estómago se le contraía con dolor. Vomitó. Sintió lástima de sí misma.

Ahora sí lo había perdido todo. Era su culpa. Se sintió acorralada y desesperada. Enrique la abandonó, y Ariel Sereatti se le escapó definitivamente.

Tendría que recuperar entonces a Enrique a cualquier precio. ¡Ese imbécil! Las pagaría. Haría que regrese a ella implorándole perdón de rodillas.

Tratando de no perder el equilibrio, se duchó, se puso ropa limpia, tomó un café cargado y pidió un taxi. Se jugaría su última carta.

-Al Casino Peter's II, por favor, el de la zona del río.

-Soy Betty -anuncio al guardia-. Quiero hablar con Peter.

Esperó unos minutos en el hall de entrada y enseguida el viejo y rudo irlandés la estrechó entre sus brazos y la condujo hacia su oficina.

-Mi pajarito... ¿qué es esta hermosa sorpresa?

Ella lo encaró de frente, sin rodeos.

-Peter, necesito tu ayuda. Una vez más.

-Lo que quieras, corazón. Tío Peter hará cualquier cosa por vos.

-Se trata de Enrique...

-¿Te lastimó?... ¿Ese bastardo cometió la equivocación de poner sus sucias manos sobre vos? Se arrepentirá por el resto de su vida, lo voy a hacer pedazos, lo voy a...

-Peter, -interumpió Betty- quiero que tus  muchachos liquiden a su esposa.

Silencio. Peter parecía haber quedado mudo.

-Caramba, pajarito. Eso sí que está bien complicado.

-Lo sé. Pero acabás de decir que harías cualquier cosa por mí. Quiero hacer desaparecer a esa perra fea y gorda. Quiero borrarla, no saber de ella nunca más. Esfumarla.

El irlandés no hablaba, y su roja cara se había convertido en una máscara. Ella sabía muy bien cómo domarlo, y cuáles eran sus puntos débiles. Entonces rodeó el escritorio y se sentó en sus rodillas, lo besó en la frente y le susurró:

-Vamos, Peter. Sabré pagártelo muy bien. Como siempre... Te prometo que no te vas a arrepentir. Me podés pedir lo que quieras.

Bien, en ese caso, él podría quitar provecho de ella en algún momento, además... la chica era su debilidad. Jamás pudo resistirse a ella.

Peter alzó el teléfono y ordenó que se le envíe a su guardaespaldas.

-Muy bien, muñequita. Maximiliano está viniendo... ¿qué tal si nos divertimos un ratito mientras lo esperamos?


 

TRECE

La vocecita infantil sonaba excitada del otro lado de la línea.

-¡Tía! Ya no puedo más guardar el secreto, quiero darte ahora mismo la gran noticia. ¿Estás preparada? A la una, a las dos y a las tres: gané el concurso de témperas en el cole. ¡Mi dibujo se va a la final nacional!

La alegría de la pequeña se instaló inmediatamente dentro del alma regocijada de Paula.

-¡Felicidades, mi amor! Tenemos que festejarlo. ¿Qué te parece si salimos esta tarde a tomarnos un helado gigante y a ver qué hay por el shopping?

-¡Qué bueno, va a ser grandioso! Anita puede venir con nosotras. Una salida sólo de mujeres, será super divertido. -Por un momento, Paula se quedó sin palabras, acosada por una preocupación siniestra, con claras reminiscencias de una película de terror-. Tía Pirula... ¿estás ahí?

-Sí, mí corazón. Estaba pensando que tal vez no sea buena idea que Ana nos acompañe.

-¿Por qué, tía?

-Porque... Porque no podremos chismorrear tranquilas. Además... estoy de segura que se aburriría muchísimo con nosotras.

-¡Claro que no! Anita es muy divertida. Y muy buena. ¿Sabés? Ella se va a quedar con nosotros cuando papá viaje.

Paula sintió que una oleada de espanto la sacudía. No, seguramente la criatura estaba fantaseando.

-¿Quién te dijo eso, Carola?

-Papá. Anoche nos preguntó a Luis y a mí si estábamos de acuerdo y le dijimos que sí, que nos encantará que Anita venga a vivir con nosotros por ese tiempo. No sabés tía, ella es tan buena, tan inteligente, nos ayuda con las tareas y...

-Comisario Esponda, el informe que usted solicitó -anunció la secretaria, mientras dejaba sobre el escritorio unas carpetas.

Esponda abrió una de ellas y tuvo frente a él el resumen de llamadas del teléfono móvil de Susana. Se registraban cuatro llamados la mañana del crimen: dos recibidos desde teléfonos de línea baja, uno realizado a un celular y, otro recibido desde otro celular.

-Señorita, por favor, verifique a quiénes corresponden estos números.

Al cabo de unos minutos, la secretaria ingresó nuevamente en la oficina para entregar el trabajo solicitado.

El primer llamado, de las seis de la mañana, correspondía a Rosa Peralta. En su interrogatorio, Esponda constató que la empleada de los Sereatti afirmó que esa mañana fue la última vez que habló con Susana. Se comunicó a su celular para avisarle que llegaría más tarde.

El segundo llamado fue realizado por Susana a las seis y diez, al teléfono de la casa de Fabián Ferrari, un modelo. Él también informó a la Policía haber hablado esa mañana con la víctima, para confirmar una grabación al mediodía.

El tercero, de las seis y trece, correspondía a otro celular, perteneciente a Germán Álvarez, su maquillador. En la declaración, éste afirmaba haber telefoneado a su jefa para notificarle que se reintegraba a su trabajo ese mismo día.

El último, recibido a las seis y cuarenta y ocho, correspondía al celular de Paula Sereatti. Esponda consultó el informe policial, y confirmó que ella jamás declaró haber efectuado este llamado.

Ariel Sereatti estaba agazapado tras unas pilas altísimas de papeles y trataba de contestarlos tres teléfonos que sonaban a la vez. Paula entró a la oficina con determinación y sin protocolos. Se sentó frente a él.

-¿Podés interrumpir ya mismo todo eso y escucharme un momento?

-¡Dios mío! -exclamó él, sorprendido-. ¿A qué se debe semejante invasión? -y mientras tanto, a través del interno, le ordenaba a su secretaria que no le pase ningún llamado.

-Ariel Sereatti, necesito saber qué hay de cierto en eso que me contó Carola por teléfono. Quiero creer que esa historia de que esta chica Anita se quedará con ellos en tu ausencia es sólo producto de su imaginación. ¿Es así, verdad?

Él se quedó callado un momento, sabiendo que se aproximaba una tempestad, y preparándose para enfrentarla. Se recostó en su sillón y dijo, serenamente.

-No. No es así. Efectivamente, Anita se va a quedar con ellos.

-¡Ah, no! No puedo creer que quien me está diciendo esto sea el hasta-ahora-coherente Ariel Sereatti.

-Paula...

-¿Te volviste loco? ¿Qué es lo que te pasa? Esa chica no es normal. Estás exponiendo a tus hijos a una desconocida, a una desequilibrada...

-Paula, -interrumpió él- si me dejaras hablar a lo mejor podría explicarte. La mujer se ofreció. Considerando que no le resultaría ninguna molestia, ya que vive en el piso de arriba, y teniendo en cuenta que los chicos se llevan muy bien con ella, no vi ningún inconveniente. Por otra parte, pensé que sería injusto esclavizarte por dos meses con los chicos.

-¿Esclavizarme con «mis sobrinos»? ¡Vos estás delirando! Entiendo que son tus hijos y como tal podés decidir lo que quieras sobre ellos. Pero no puedo permitir semejante atrocidad. No sé cómo vas a hacer para solucionar esto. No sé si querés o no solucionarlo. Por mi parte, te aseguro que si permitís que esa mujer se quede en tu casa, es mejor que vayas olvidándote de mí.

-Tu amenaza es absolutamente infantil. No puedo volverme atrás. Ya les di mi palabra a los chicos y ellos están muy ilusionados.

-¡Lo que es realmente infantil es tu comportamiento! Los chicos no pueden decidir qué es mejor o peor para ellos. Se les explica, y si no entienden, pues paciencia, se les dice que no y se terminó. Es lo último que voy a decirte, Ariel. Te apoyé siempre, pero no me pidas que lo haga ahora. Y te repito: Olvidate de mí después de todo esto.

La paciencia de Ariel se agotó, se puso de pie y vociferó:

-Basta, Paula. Soy un hombre adulto, no me trates como una criatura. Sé muy bien lo que estoy haciendo. He tomado una decisión y no me voy a retractar

Ella también se puso de pie, blanca de ira pero sin perder la serenidad. Con su habitual frialdad te dijo:

-Muy bien, hermanito. Creo que no nos entendemos. Y veo que la muerte de Susana te ha cambiado bastante, -tomó su cartera y caminó hacia la puerta-. Lamentablemente fue para mal.

Y salió de la oficina sin decir una palabra más.

Santiago Esponda la observaba gesticular. Sabía que ella decía algo acerca de una discusión con su hermano, pero él no pudo precisar exactamente qué. Para ella era muy importante, por supuesto. Pero para él la gravedad de la situación pasaba por otro lado. No concebía que la misma mujer de la cual se había enamorado se encontrase ahora bajo la lupa de las sospechas y las suspicacias. Se sintió desdichado, y deseó no ser él quien tuviese que iniciar aquella conversación:

-Paula... ¿vos telefoneaste a tu cuñada la mañana del crimen?

Se quedó un momento callada, sorprendida por la pregunta descolgada, que nada tenía que ver con lo que ella le contaba.

-Bueno... No recuerdo bien. Creo que sí.

Paula depositó las tazas sobre la mesita y azucaró ambos cafés. El silencio se llenaba con los nostálgicos acordes de un solo de piano.

-¿La llamaste, verdad?

-Sí, ahora que rememoro, sí. Yo me quedé algo preocupada porque los chicos salieron sobre la hora y quería saber si llegaron a tiempo al colegio. ¿Por qué?

- Leí tu declaración y no lo mencionaste -bebió un sorbo de café y, después de una pausa, volvió al  ataque-. Vos sabés bastante de armas antiguas, ¿no es así?

-Bueno, sí. Sí... algo sé. Santiago, me gustaría saber a qué viene todo esto.

Cierta tensión incipiente comenzaba a saturar el aire.

-Simple curiosidad. Recuerdo que una vez, conversando acerca del asesinato de tu cuñada, me pareció que mencionaste algo. -Ella lo estudiaba, cautelosa, tratando de descifrar, tras su aire casual, adónde quería llegar Santiago.

-¿Simple curiosidad? A mí no me engañás, Santiago Esponda. ¿Qué está ocurriendo?

Era muy astuta. A Paula Sereatti no la conformaban las ambigüedades. Los argumentos debían ser claros y completos, porque de lo contrario, polemizaría hasta cerrar el razonamiento.

-Está bien. Necesito confeccionar un informe para el expediente de Susana Sereatti.

-Bueno, preguntame entonces -dijo ella, no muy convencida de las explicaciones del policía-, trataré de responder, dentro de lo que esté a mi alcance.

En ese momento la hubiese besado, pero en vez de eso, se exigió pensar con frialdad y comenzar a indagar. Paula respondió a sus inquietudes, describiendo los diferentes tipos de armas, los calibres, el alcance, cómo y cuándo se usaron, los orígenes y otros sorprendentes detalles. Ella parecía muy interiorizada en el tema. Esponda se preguntó si acaso él  no estaría barajando sospechas injustificadas, por la soltura con la cual ella hablaba. Una persona como Paula Sereatti no dejaría nada librado al azar. O quién sabe... quizás aquello era parte de sus estrategias.

-¿Tendríamos acceso a alguna pistola de este tipo? - Esponda aguardó la respuesta, conteniendo el aliento.

-Por supuesto -dijo Paula, poniéndose de pie y dirigiéndose hacia el mismo mueble en donde Esponda había encontrado el arma en cuestión. Él suspiró para sí, aliviado-. Esta pistola es una Luger, 7,65 de mil novecientos veinte. Es alemana, del tipo de la Ballester Molina y, como ésta, también fue usada en la Segunda Guerra Mundial; pero ya de nueve milímetros. Era el juguetito preferido de estos muchachos, los nazis.

Esponda examinaba el arma mientras ella hablaba.

-¿De dónde sacaste este aparato?

Ella sonrió, despojada de la tensión inicial, quizás olvidándola por completo; le estampó un beso rápido en los labios y le susurró:

-Habilidades de Paulita, mi querido. Me fascinan este tipo de objetos. La compré en una vieja armería en quiebra, por dos monedas. Tenía otras, pero se quedaron en casa de mis padres, en Córdoba, y tal vez otras estén en la oficina. Debería juntar todas y armar una buena y completa colección. Una de ellas es una Smith Wesson del año cincuenta y uno. Una joya.

-¿Y las otras?

Ella se encogió de hombros.

-¡Quién sabe! Soy propietaria de una pobre colección dispersa por el mundo. ¡Confieso que soy una descuidada!

-¿Estas armas están registradas?

-Obviamente que no, comisario -contestó ella, divertida.

-Paula, estás obrando fuera de la ley. Podés echarte encima serios problemas por tenencia ilegal de armas.

Ella lo abrazó pero él le dijo:

-Es mejor que registres estos aparatos. No te rías. Te estoy hablando en serio.

-Usted no me va arrestar, comisario ¿no es así? -Paula volvió a besarlo, después de lo cual Esponda ya no supo dónde se situaban las fronteras del deber y dónde las del avasallante disfrute de estar a su lado.

Betty cambiaba histéricamente los canales de la televisión, viendo pasar una delirante sucesión de colores e imágenes. El pedido que Peter llevaría a cabo esa misma noche no le dejaba lugar a otros pensamientos. El tiempo se acababa para la perra inmunda que le arruinó la felicidad. Pagaría sus pecados. Los muchachos de Peter eran implacables. Beatrice Antonello sabía muy bien cuándo jugar sucio. Era una habilidad que había aprendido de Peter y consideraba que ese momento había llegado una vez más. El timbre se escuchó apenas, sofocado por el volumen altísimo del televisor. Cuando Betty abrió la puerta, la visión de Enrique le sacudió el alma en un repentino e injustificado arranque de culpabilidad.

-¿Puedo pasar?

Ella abrió la puerta, y se amuralló tras la insensibilidad para que nada de lo que el militar le diga le afecte demasiado, y también, para que esta insensibilidad le deje espacio para pensar con frialdad. Tenía las de ganar, y todas las situaciones bajo control. Tener miedo hubiese sido la mejor forma de arruinarlo todo. Procuró quedarse inexpresiva, dominar su innata furia siciliana y pretender que estaba dignamente ofendida.

-¿Y ahora qué venís a decirme? ¿Que tengo que desalojar tu casa en veinticuatro horas?

Él se acercó y le acarició el cabello.

-No seas tan dura conmigo, mi amor..

-Enrique... -le interrumpió ella, visiblemente entristecida-, te olvidaste que ya no soy tu amor.

-Betty. Viene a pedirte perdón.

Ella estaba ganando terreno. ¡Fuerza! Más dramatismo, más efecto a sus palabras.

-De todas maneras ya te perdoné, Enrique. He sufrido mucho. Yo te amaba ¿sabés? -fingió una voz tan quebrada que por momentos temió que él la descubriese-. Pero quiero rogarte que no vuelvas a mi casa. Tu presencia me lastima, sobre todo, sabiendo que saldrás de aquí y correrás a abrazar a ella.

Enrique, conmovido, apoyó sus manos sobre los hombros de Betty, que parecían más pequeños aún bajo esa pena que la doblaba.

-Voy a divorciarme. Las cosas no funcionaron con ella, y creo que no puedo vivir sin vos. ¿Podrías perdonarme, pajarito?

Jaque mate. Mucho antes de lo previsto. Betty salía ganadora de la partida porque alguien, o alguna fuerza desconocida, había hecho las cosas por ella.

Se arrojó a los brazos del militar y le susurró:

-Por supuesto que sí, mi querido. Voy a ocuparme de que seas el hombre más feliz.

Enrique roncaba a su lado, agotado por ese frenesí pagano, casi indecente, en el que se enredaron los cuerpos después de aquellas palabras. Mientras, Betty fumaba perezosamente, observando con cierta repulsión a la mole de carne que había caído a sus pies como un cerdo cansado. Su futuro ya estaba asegurado. Su último gran desafío sería un honroso y conveniente matrimonio. Sus ojos se agrandaron de ambiciosa satisfacción. Sonrió. Se levantó sigilosamente y fue al living. Alzó el teléfono y marcó un número.

-Hola, Peter. Corazón, quiero pedirte que suspendas todo. El gigante cayó como un cervatillo -el irlandés le dijo algo que le hizo soltar una carcajada áspera-. Por supuesto, ya no va a ser necesario. Por ahora, querido Peter, por ahora.

Santiago Esponda estaba petrificado frente al monitor de su computadora, que lo miraba impasible, aguardando algún progreso en la investigación. Un desprolijo puñado de dudas y de certezas se le mezclaban en el cerebro en una combinación explosiva. Se exigió a sí mismo numerar las ideas y ordenarlas en un listado que se aproxime lo mejor posible a un razonamiento lógico.

Primero. Paula Sereatti veneraba a su hermano, con una adoración poco común para el resto de la gente.

Segundo. Al ingresar Susana en la vida de Ariel, ella debía compartir el cariño de su hermano.

Tercero. Paula Sereatti nunca llegó a aceptar del todo ese matrimonio, si bien ante los ojos de todo el mundo, incluso a los de ellos mismos, los tres conformaban una pandilla encantadora.

Cuarto. Paula Sereatti maneja armas, y muy bien, deducción extraída de los relatos de su amigo Ramiro.

Quinto. Evidentemente, era una mujer muy astuta, capaz de elaborar cuidadosamente cualquier historia y de interpretar a la perfección cualquier personaje. Prueba de ello, las escapadas a las cacerías disfrazada de varón cuando era adolescente.

Sexto. Paula colecciona armas antiguas, ninguna de ellas registrada. Susana Sereatti fue muerta por un arma muy utilizada en la Segunda Guerra Mundial, un arma antigua.

Séptimo. Paula confesó tener otras armas en su poder, aparte de la Luger y de la Smith Wesson. ¿En qué consistía el resto de lo que ella llamó una  pobre colección dispersa por el mundo? Una mujer perfeccionista como Paula Sereatti no podía desconocer el paradero de esas piezas antiguas.

Octavo. En su declaración, Paula omitió haber llamado a su cuñada la mañana del crimen. Según ella, lo olvidó.

Hipótesis. El día del asesinato, Paula sabía la hora aproximada en que su cuñada llegaría a la productora, pues ésta buscó de su casa a los niños para llevarlos al colegio. A su vez, confirmó telefónicamente dónde se encontraba exactamente Susana para calcular el tiempo que tenía para llegar a las inmediaciones del edificio, dejar su coche a unas cuadras, entrar sin problemas y aguardar escondida entre los autos, liquidar a Susana y después desaparecer sin dejar rastros. Nadie vio nada.

Conclusión. El arma constituiría la única y contundente prueba. Habría que encontrarla pues el llamado omitido y los indicios que se desprendían de aquellas deducciones no eran suficientes para inculpar a nadie. Paula dijo, ambiguamente, que tenía otras armas, aparte de la Luger, en Córdoba o quizás en su oficina.

Pasos a seguir. Esponda contaba ya con suficientes elementos para presentar al juez y solicitar una orden de allanamiento al departamento y a la oficina de Paula Sereatti, como así también a la casa de sus padres.

Cuando Santiago leyó su propia hipótesis en el monitor, le pareció que un personaje maléfico le estaba contando una historia siniestra. ¿Paula Sereatti  sería tan necia como para dejar entrever las sospechas tan abiertamente? ¿O sería su astucia que todo este tiempo jugó a las escondidas con la policía, y recién ahora se preparaba para la sorpresa final?

Volvió a releer su informe. Tuvo deseos de tirar la computadora por la ventana. Aquello no podía ser más coherente, más horrorosamente coherente y factible. Apartó el dolor que todo esto le producía. No podía pensar en Paula maquinando semejante hecho, no la imaginaba llevándolo a cabo. A cualquier otro sí. Pero ella... ella tan estética por dentro y por fuera, tan estética su vida, sus hábitos, su inteligencia. Era incongruente con toda aquella fealdad, con todo ese bochorno, ese horror.

El término asesino había englobado siempre a seres anónimos, sin pasado ni futuro ni sentimientos más que la vileza, la brutalidad y la miseria humana. Todos estos sustantivos no podían dibujar el retrato de Paula, de esa mujer de alma serena que llegó a tocarle el corazón,

¿Y si no era?

¿Y si no se encontraba el arma y no había manera de probar el asesinato? ¿Podría él vivir toda la vida junto a ella con las dudas a cuestas? Creyó estar protagonizando una pesadilla. ¿Y si todo aquello no era más que un razonamiento descabellado? ¿Y si estaba equivocado?

Apretó los puños y cerró con fuerza los ojos, deseando profundamente que así fuera. Pero el comisario Santiago Esponda raras veces se equivocaba.


 

CATORCE

 

Anita se recostó contra la pared, mientras su vista se estrellaba en el vidrio del ventanal de los Sereatti, un piso más abajo. Ellos seguramente dormían, pues la sala estaba totalmente oscura. Sólo la luz lechosa de la luna, filtrándose a través de las cortinas, dejaba ver el perfil borroso del sofá.

Suspiró. La vida estaba siendo cruel con ella. A pesar de la perspectiva emocionante de quedarse con Carola y Luis durante dos meses, sentía un profundo hueco en su interior. Todos esos acontecimientos, los chicos, ese rol prestado de mamá por algunas horas, la confianza del señor Ariel, la estaban destrozando poco a poco, pues Anita no se sentía dueña de nada.

Una confusa dualidad se le presentaba en la conciencia. Por un lado, la anhelada e inalcanzable felicidad de tener un hogar; y, por el otro, mamita, a quien no podía dejar sola.

El «Príncipe Encantado» seguía cruzándose  con ella y pasando a su lado sin verla. Estaba demasiado ocupado en protagonizar su propia historia, y continuaba su camino. Ella se sentía invisible ante la gente y, más aún, ante él. Se sentía una presencia fantasmal, como si todos traspasaran su figura sin notarlo, ni siquiera podían oírla gritar su soledad en cada buenos días, cómo está, qué lindo día, puedo ayudarlo en algo... Una mujer fantasma en un universo de personas vivas. Mujer inaudible e invisible. Hálito. Bosquejo. Mujer desgarrándose en la espera. Él abrazándola, sus hijos, él amándola, él, él, él por todas partes. En la espera de él. En la espera del sueño...

Se alejó de la ventana y se quitó con su ropa, su disfraz de chica común, pero a su cuerpo se quedó adherida, como una segunda piel, la conmiseración. Quiso arrancársela, pero se le pegoteaba en las manos, en el cabello, se le introducía debajo de las uñas, y la volvió a cubrir como una película invisible.

Mientras apartaba las sábanas, resignada, contó mentalmente las frustraciones que fueron sumándose a lo largo de su vida. ¡Cuántas!... ¡Cuántas, mamá, cuántas!

El resto de sus días aparecía proyectado en el cielo raso de la habitación, mostrándole una imagen de sí misma envejeciendo en medio de un gran escenario desolador. Su propia realidad la abofeteó y entonces se miró: treinta y tres años, una mujer todavía joven zozobrando en sus miedos, sus fracasos, su cansancio.

Comenzó a escribir algo. Le costaba expresar la realidad tal como era, y sobre el papel sólo se deslizaban frases sueltas que ella fue incapaz de hilar con coherencia, frases que trataban inútilmente de reflejarla como un espejo. Se sintió pequeñita y desposeída.

Arrojó al piso su bloc de notas y apagó el velador, y nuevamente trató de contabilizar su realidad.

No había corazones que palpiten, no había esperas emocionadas, ni una mano que la acaricie, o un par de labios que la llamen, no había hijo que la reclame.

Había una mujer-muchacha con el alma envejecida, un vacío gigante, un exilio de emociones, un llanto interior. Oscuridad. Ausencia. Un cuerpo que habla, camina, gesticula, impasible a cada grito de dolor, la cáscara de un ser humano ocultando el alma gris, las lágrimas, los sentimientos encerrados en el pecho sin poder volar.

Su corazón se aceleró, y su cama ya no pudo contenerla. Se sentó y volvió a encender la lámpara. La soledad la enloquecía, la sacudía por los hombros y le gritaba que huya, giraba a su alrededor y la mareaba. Ni siquiera aquel lejano sueño, o la imagen de él recortada en su mente, podían luchar ya con todo esa locura.

«Huí, Anita, escapate. Corré que te alcanzan, rápido, antes que te despedacen...»

Trató de ponerse de pie. Guiada por el embrujo, caminó hasta el placard en busca del retorno  de la paz.

«Escapate, Anita, escapate...»

La paz, la quietud, la nada... para que la mujer con alma de cenizas abandone lentamente su cuerpo y se lleve consigo la pegajosa película de autocompasión que la cubría.

El comisario Esponda tenía un día difícil. Tres asaltos en menos de dos horas y una violación eran demasiados para su agotada capacidad de razonar. Su superior, que lo había citado en su oficina esa mañana, le había presentado un ultimátum para el caso Sereatti. El juez pronto dejaría sin efecto la instrucción del sumario. Esponda tenía que encontrar alguna prueba, algún indicio que conduzca a algo concreto, más allá de meras suposiciones.

La poca serenidad de su espíritu se vio perturbada por la legión de subordinados que aparecían a cada rato trayendo problemas sin aportar solución alguna. Estaba a punto de explotar.. ¿qué les pasaba a todos?

Cerró los ojos y se propuso dejar de aguardar una solución mágica y tomar la decisión de una vez por todas. Levantó el auricular del teléfono para ordenar a su secretaria que redacte la solicitud del allanamiento a los dominios de Paula Sereatti, en el momento en que ésta le anunció una llamada.

Ariel Sereatti.

-Lo escucho, señor Ariel -y por dentro pensó que esa voz era lo que menos necesitaba escuchar ese día.

-Comisario, disculpe que lo moleste una vez más. Quisiera saber cómo marcha la investigación.

Esponda se recostó en su sillón y suspiró.

-Sinceramente, mal, señor Sereatti, muy mal.

-Comisario, yo no soy quién para decir estas cosas, pero supongo que usted me comprenderá. No puedo entender cómo no se ha hecho absolutamente nada para encontrar al asesino.

-No estoy de acuerdo con su apreciación. Se ha trabajado mucho, señor -afirmó Esponda, tratando de controlarse.

-¿Y dónde están los resultados? Comisario, estoy francamente preocupado, porque el asesinato de mi esposa, sumado a la inoperancia de la Policía me hace temer por nuestra seguridad. Sinceramente, me siento desprotegido. Temo por mis hijos.

-Señor Sereatti, no le permito que haga ese tipo de acusaciones -interrumpió Esponda, mordiéndose la lengua para no alzar la voz-. Se ha investigado todo lo que está a nuestro alcance, el asesino no dejó rastros, el arma es imposible de hallar, su esposa era una persona normal, que llevaba una vida normal. No tenía amantes, no tenía enemigos, no tenía deudas, no estaba metida en política ni en sindicatos. ¿Cómo pretende que frente a tal situación se pueda avanzar en la investigación? Me siento muy molesto, señor, no tiene derecho a subestimar nuestro trabajo.

Ariel quiso entrar en razón, se obligó a pensar con coherencia dentro del caos emocional que lo desbordaba.

-Está bien. Discúlpeme. Estoy un poco agobiado. Le agradeceré que me mantenga informado.

El auricular cayó sobre la horquilla y Ariel sintió una vez más esa amarga desolación que no se alejaba con el transcurso de los días.

Tomó su maletín y salió de su oficina sin pensar más, tratando de alejar aquellos hechos, que lo acosaban como fantasmas en el subconsciente.

Condujo su auto hasta su casa, al entrar al edificio se cruzó con Betty, aunque no estuvo seguro si era ella o una aparición. Abordó el ascensor.

Estoicamente, miraba las luces indicadoras de los pisos, encendiéndose una a una. Ni siquiera se dio cuenta cuando el contador se detuvo en el número siete. Volvieron a ocupar su mente los pensamientos acerca de Susana, del comisario Esponda, para quien ella era sólo un expediente más, un nombre que dejaría de oír y de leer dentro de poco, ni bien el juez cierre el caso. Pensaba en todos esos policías elaborando informes sin sentido ni aplicación alguna. Al cabo de unos meses ya nadie hablaría más del caso Sereatti. Para Ariel, unos meses no significaban nada, ¡Si tan sólo pudiese desembarazarse del dolor como la justicia de las responsabilidades!

Abrió la puerta del ascensor mecánicamente y vio cómo su mano se introducía sola dentro de su bolsillo para buscar las llaves y entrar. Se sintió  transportado dentro de sí mismo por su propio cuerpo.

Lo recibió el silencio espeso de la casa. Luis y Carola estaban en Córdoba, pasando unos días con sus abuelos. ¡Cuánto pesaba aquella ausencia! Necesitaba a sus hijos más que nunca.

Se quitó el saco y abrió el maletín. Retiró unas copias de unos informes de Balística que le había entregado en forma confidencial el comisario Esponda. Llevó los papeles a la cocina y mientras calentaba café leía: «... las pericias llevadas a cabo sobre la bala hallada en el cuerpo de la víctima señalan que proviene de un arma de guerra, posiblemente una Ballester Molina calibre 7,65...»

¡Ineptos! Ni siquiera fueron capaces de localizar el arma. Ni una huella, ni un rastro. Absolutamente nada. Sólo palabras y palabras carentes de significado.

Las excusas del comisario le martilleaban la cabeza. Y le martilleaban también el alma. Ese Esponda no sabía lo que pesaba toda aquella soledad, mezclada con incertidumbre, bronca y dolor.

La impotencia lo cegó. Golpeó la mesa con un puño y rompió las fotocopias en mil pedazos. Se sirvió el café con urgencia, le temblaba el pulso y derramó más de la mitad fuera de la taza. Tragó entonces con el líquido unos sorbos de su desesperación.

Después de unos minutos, el ritmo loco de su respiración se le fue normalizando y volvió a la calma paulatinamente.

Tomó otro trago de café y miró a través de la ventana las escenas que se desarrollaban en el comedor de los Linares, sus vecinos del sexto piso. Los niños estaban sentados alrededor de la mesa, riendo frente al televisor. La señora servía la comida. El marido llegó desde otra habitación y se sentó también.

Unos feroces celos hacia ellos se le atravesaron en la garganta, y también un renovado odio hacia el hijo de puta que le arrebató esa escena a la vida de los Sereatti. Esa escena que para los Linares era tan cotidiana, pero que nunca más se representaría dentro de los límites de la casa de Ariel.

Y junto a esto, estaba perdiendo también a Paula. Entonces, al recordarla, un nuevo pesar se agigantó. Paula del alma. Ella intentaba protegerlo y él había sido tan necio, tan cerrado en sus propios pensamientos, hasta en cierto machismo absurdo que nada tenía que ver con él. Ella quería lo mejor para él y para los chicos. Si bien muchas veces discutieron, Ariel sentía que aquella última vez había sido diferente. La había herido considerablemente. Y cuando alguien lastimaba los sentimientos de Paula era muy difícil repararlos de un día para el otro. Ariel maldijo por lo bajo. Se estaba volviendo huraño, parco y autosuficiente, inclusive con una de las personas más queridas. ¡Imbécil!... Lo que menos él deseaba era alejarse de su hermana.

Se sentó sobre la mesada de la cocina y apartó la vista, porque la bucólica «Familia Linares»  se tornaba una obra muy difícil de ver.

Sin entender por qué, miró nuevamente a través del vidrio, como si el hueco de aire del edificio fuese un abismo en el que hallaría alguna respuesta. Pero sus ojos se chocaron con el jardín interior del departamento de planta baja. Había un tipo enorme sentado en la ventana, solamente cubierto por unos slips, una camisa abierta y una chaqueta sobre los hombros. Ariel alcanzó a reconocer las charreteras militares, que brillaron iluminadas por el farolito del patio. Los pies le colgaban hacia afuera. Betty Boop le hacía unas señas obscenas desde la puerta. El hombre dejó su cigarrillo en el borde de la ventana, después de estudiar atentamente la voluta de humo que ascendía en espiral. Tomó una pistola y comenzó a apuntar a la nada, emulando la actitud de disparo. En medio del silencio, le llegó el eco apagado de la risa de Betty, que observaba al tipo recostada sobre el umbral.

Él empuñó una vez más la pistola y elevó la vista junto con el revólver. Ariel vio la «O» que formaba el caño del arma apuntándolo directamente a él y luego la misma mímica siniestra del disparo.

Se alejó de la ventana, sobresaltado y temblando, mientras la risa aletargada de la chica le perforaba los oídos, como en una pesadilla febril.

Cerró las persianas con violencia. El corazón se le salía del pecho. Por un misterioso instante, se vio invadido por un miedo inexplicable y angustiante.

Salió de la cocina, casi huyó y al entrar en la sala vio un sobre que alguien había pasado por debajo de la puerta.

Lo levantó, era celeste pálido. Estaba dirigido a él con una letra redonda y prolija, casi infantil.

La carta que contenía, escrita con la misma letra, decía:

Estimado señor:

No, no por favor.

No rompa aún este mensaje. Léalo primero y luego... usted sabrá.

Necesito decirle. Necesito que conozca de una vez esta verdad, estos sentimientos míos atormentados por su imagen inalcanzable.

Todo me sucedió sin darme cuenta, a pesar de que usted me ignora, y que por momentos creo que ni me ve. Mientras, yo lo observo en silencio, hablándole desde cada latido.

¡Sus ojos desbordan una dulzura increíble, señor! Su proximidad hace temblar mi piel, acallar la razón, estremecer mis emociones.

Ni yo misma di crédito a lo que comenzaba a nacer dentro de mí. Quería estar segura de que era una fantasía de muchacha que vivió poco y soñó mucho. Pero la fantasía me atrapó en un carrusel de inexplicable y loca sensualidad que gira y gira y gira...

¡Le juro que yo no quería enamorarme de usted!

Porque este amor no coincide con mi imagen de señorita responsable, con una vida ordenada por principios sólidos y reputación impecable, buena hija, buena maestra, buena vecina, buena en todo. Siempre buena en todo.

Entiendo que esta misiva pueda parecerle un palabrerío sin sentido, o una broma de mal gusto.

Pero no. He dejado caer mis pensamientos sobre el papel como monedas desde una alcancía rota.

No crea que es fácil. Preferiría decirle esto mirándolo a los ojos. O poder gritarle que lo amo, que necesito que me abrace, que quiero ser su esposa y darle otros hijos y cuidar de los que tiene.

Yo sé que no se puede ¡Por supuesto que lo sé!

Entonces, ¿por qué esta carta?...

Porque esta realidad le pertenece, y porque yo necesitaba cometer alguna idiotez en mi vida, esa arraigada sucesión de estereotipos que me convierten en una máquina de decir«Alumnos, uno más uno es dos»; «Sí, señor director»; «Sí mamá»... Una máquina que cumple con su deber, que siempre cumplió.

Menos, en este instante en que me permito escribirle. Menos, en aquel momento, cuando decidí poner fin a esas escenas.

Esas escenas, señor, que por años me atormentaron desde la ventana de mi casa, como una pantalla de cine ubicada un piso más abajo. Esas escenas que me humillaban restregándome por los flancos de mi soledad el amor y la felicidad ajenos y remotos. Esas escenas, crueles escenas de un film infame, mi Príncipe Encantado y su esposa, y sus hijos que no son mis hijos, y su dicha que no me pertenece, que nunca me pertenecerá.

¡Pobre su esposa! Ella no tenía la culpa. Pensé que después de aquella mañana usted...

Pero me equivoqué.

El asombro y el horror, desbordando los límites de lo racional, clamaban por un instante de luz, que le indique dónde finalizaba la locura y dónde comenzaba la coherencia.

Ariel dejó la carta sobre la mesa, en el momento en que escuchó el sonido de un disparo más allá de su ventana.

Venía del piso de arriba, del octavo.





 

EPÍLOGO

 

El informe policial consistía en un resumen frío de los hechos, redactado con palabras escuetas y algunas demasiado técnicas. Todo tan prolijamente especificado, desposeído de sensaciones, se aproximaba a un cuento de terror narrado con voces y rostros inexpresivos.

«El modus operandi del crimen de Susana Franco de Sereatti se encontró detallado en una carta junto al cadáver del asesino. Allí confiesa haber sustraído el arma de un arcón. La madrugada del día del hecho, aproximadamente a las 2:00 de la madrugada, cargó la pistola con las balas (que encontró en el mismo arcón), la escondió en un bolso y se dirigió a Sereatti Producciones, vistiendo ropa oscura, guantes y gorra. Ingresó al edificio escabulléndose por una ventana abierta mientras sereno dormitaba. Pasó el resto de la noche debajo de un automóvil en el estacionamiento subterráneo. Al amanecer, esperó a la víctima y, cuando ésta bajó de su coche, antes de subir las escaleras, le disparó. La puerta de la cocina, que se abría por dentro, estaba sin llaves. El asesino utilizó esta vía para salir a la calle antes de la llegada del resto del personal».

El espanto se agazapaba detrás de las palabras. El comisario Santiago Esponda miró a Paula, que leía los informes en voz alta, a su lado en el sofá. Después de la locura, de la sangrienta realidad, de la confusión y el horror, Esponda sintió que dentro de sí despuntaba, tímida y pequeña, una nueva felicidad.

Ariel llegó desde la cocina, trayendo una bandeja con café. Se lo veía abatido, la pesadumbre impresa en la mirada, en las ojeras liláceas, en el rictus de angustia de sus labios.

«... El arma que mató a la señora Susana Franco de Sereatti fue una pistola Ballester Molina 7,65, perteneciente al ya fallecido Capitán de Fragata (RE) Juan Victorio Santacruz, Se trata de la misma con la que se suicidó su hija, Ana Clara Santacruz.

En ese instante de ensimismamiento y de silencio, cuando su hermana le dirigió un guiño de complicidad, Ariel fue hacia ella y la abrazó fuerte.

Fuerte, como aquella noche a la salida de la iglesia, como cuando festejaron triunfos y cuando alguna vez el dolor los encontró en otros abrazos similares. Y entonces comenzó perfilarse, límpido y renovado, el final del dolor, de la ira, de las dudas y de la impotencia.

Paula querida.

 

 

 

 

 

 

 

 

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