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  EL ANDARIEGO ALUCINADO, 2004 - Novela de CHESTER SWANN


EL ANDARIEGO ALUCINADO, 2004 - Novela de CHESTER SWANN

EL ANDARIEGO ALUCINADO, 2004

Novela de CHESTER SWANN


 

 

ANTÍLOGO

         Algunas vocaciones se manifiestan tardíamente, como en este caso, la de escriba; aunque más bien por razones prácticas que por falta de argumentos. Antes de esta novelilla, he  perpetrado otros seis libros y me inicié en este metièr luego de los cuarenta; aunque he escrito poesía desde los veintisiete pues, siendo músico, tenía el berretín de componer canciones. He atravesado un duro período de transición, entre la tecnología rústica de la mecanografía y la electrónica del pulcro ordenador; lo que me valiera  tender un puente entre dos siglos: el de las guerras salvajes, y el de la esperanza. De ahí el simbolismo de este opúsculo, que trasunta  experiencias —no sólo de cuanto haya vivido, sino de cuanto haya leído desde la niñez y cuanto haya soñado y perdido en la juventud— y vocación de cuanto aspiro a ser en lo futuro.

         De H.P. Lovecraft, he admirado el modo 'descriptivo' de narrar; de Hermann Hesse, me impactó su estilo poético y sencillo; de Jules Verne y J.R.R. Tolkien, me ha cautivado la fantasía; de Lin Yutang su ironía... en fin; me he formado más leyendo, que en los claustros académicos. Los resultados de esta auto-didáctica, me han dado las satisfacciones que me negara la educación ‘formal’, tan pobre en conceptos y tan mediocre en sus postulados de utilería y oropel.

         Obviamente, el protagonista debía ser un arquetipo universal por lo que, tras probar innúmeros argumentos o motivaciones, surgió la figura del andariego alucinado: un ser sin edad ni origen conocido; que transitando por sinuosos senderos, caminos y carreteras, en la búsqueda quizá de algo indefinido pero que lo empuja siempre hacia adelante; halla por fin en los niños,  la verdadera razón de su larga caminata.

         Al encontrar innúmeras situaciones en las distintas tierras (simbólicas o no) que visita, el viajero dirige sus sarcásticos dardos verbales a la gente que lo rodea, insistiendo en que cada uno es responsable, solidariamente, de su comunidad; y que cuanto los afligiese, desde el poder o desde la sociedad o la naturaleza, es fruto de su propia negligencia; pues las libertades y derechos no son regalos gratuitos de alguna estéril y olvidadiza providencia, sino cosecha de lucha y sudor colectivos. 

         El andariego alucinado es fruto de cientos de lecturas filosóficas de diversos autores compenetrados con las nociones de la ética  —la que finalmente es la verdadera protagonista de este relato en parábolas— donde lo fantástico y lo real conviven sin mezclarse o se mezclan sin contaminarse; habitando al personaje imaginario en sus más íntimas reflexiones.

         Nada es arrojado, o puesto en brazos del azar. Todo tiene  razón de ser y de actuar entre los humanos. Las tribulaciones individuales o colectivas devienen de cuanto somos, fuimos y seremos; aunque lo creamos venganza de los dioses o maldición de la fortuna.  La lectura entre líneas de algunos autores de críptica expresión, como Richard Bach, Antoine de St. Exupéry, Bulwer-Lytton y otros, sugiere que existe una causalidad oculta que replica a nuestras acciones u omisiones con la fatalidad del rayo y la justicia de Salomón. Y esta justicia, es la que finalmente nivela a los humanos en su justo lugar.

         El manejo de los símbolos es otra característica de la literatura actual y responde a los ocultos arquetipos del subconsciente. Desde Borges a Gabo García Márquez; desde Nietzsche a Roa Bastos, los símbolos  —gráficos o no—, gravitan alrededor de la vida humana en la real ficción de lo cotidiano y en la perdida ruta de los sueños. Tras haber investigado el origen de muchos símbolos utilizados por el hombre en sus infinitas manifestaciones de conducta —y lo opuesto— llegué a la conclusión de que si intentásemos desentrañar el lenguaje encriptado en líneas curvas o quebradas, no trazadas precisamente al azar, descubriremos al motor de la conducta humana. La svástika pudo movilizar a los germanos con mayor fuerza que los discursos de Hitler; o la cruz hizo más por la difusión del cristianismo que los propios evangelios, por ejemplo.

         Al consultar el antiquísimo I Ching o "Libro de las Mutaciones", previamente a la confección de este libro; surgió el hexagrama 56, cuyo título es justamente "Lü, el andariego", resolví guiarme por dicho símbolo, el cual caligrafié al estilo chino para ilustrar estas páginas, como recordatorio de la sabiduría de los antiguos filósofos taoístas, que han puesto sus vidas en el intento de inculcar la ética en las relaciones humanas. Y dicho intento se excedió de lo meramente místico-religiosos para acceder a los prohibidos territorios del subconsciente, donde están alojados todos los prejuicios y cuanto ha asimilado el hombre, como especie, desde su aparición en el planeta. Y no me refiero solamente a sus taras, dicotomías, prejuicios y costumbres; sino a todo cuanto de justo e inicuo lleva en sí, simbolizado en el Yin-Yang de los taoístas. Es decir: en cada ser humano late un ángel y un  demonio o según Stevenson: un Jekyll y un Hide; o según los sicólogos, lo positivo y lo negativo. La dualidad se hizo carne y habita entre nosotros desde tiempo inmemorial. Es inútil tratar de ver en un ser humano 'sólo' su rostro visible, cuando que el "otro" es —o puede ser— el verdadero, que aflorará más tarde o más temprano. Por otra parte, a los interesados en el I Ching, existe una versión traducida por Richard Wilhelm, con prólogo de Carl C. Jung disponible en librerías (Sudamericana - Buenos Aires 1976).

         Hoy es difícil hallar seres humanos en estado "puro", salvo en las tribus más primitivas del planeta, donde la hipocresía aún no ha sido entronizada en los altares de la sociedad, ni la palabra haya sido tan alterada de su significado originario. El andariego ha de visitar cuantas civilizaciones hayan dejado su señal en la historia  —como las aún por develar— en su afán de conocerse y descubrirse a sí mismo... y de derrotarse a sí mismo.

         Y de su derrota, emergerá más seguro de sí, y más rebelde aún. En cuanto al tema, os aconsejo no caer en prejuicios acerca de la universalidad de usos y costumbres, ya que, todas las culturas tienen un valor intrínseco, y el "nacionalismo cultural" es un mito, pues todos estamos impregnados de cuanto la creatividad del hombre en sus infinitas variantes nos ha grabado en nuestros genes a lo largo de miles de años.

 

DEDICADO:

A Sharon Kaye Weaver, mi esposa, sin cuya valiosa paciencia y apoyo, además de sus críticas, poco podría haber llevado a cabo en esta breve vida que me ha tocado sobrevivir en este siglo de tribulaciones.

 

A mis hijos: Ariana Melody Shasta y Brenn Roderick Daymon,

herederos del siglo XXI  con sus luces y sombras.

 

 

1


Un largo camino

 

La fatiga ornaba sus sienes con fofas perlas salobres y a sus pies con coriáceas costras de tierras, de miles de caminos y senderos y decenas de naciones, reinos e imperios.  Su báculo de peregrino tenía el aura de todas las civilizaciones, el misticismo de todas las religiones, el saber de todas las culturas, la ignorancia de todas las necedades y el bagaje cálido de todos los tiempos en los que transitó  —sin merma de paciencia y ubicuidad— por la superficie de todos los mapas que la vanidad y el egoísmo humanos hubieran trazado arbitrariamente, para dividir aún más a los demás.            

         No lo movía la curiosidad  —naturalmente humana por cierto— de conocer costumbres exóticas; ni la sed espiritual de una búsqueda de sí mismo, a través de maestros, gurúes, o cualesquiera de los individuos pertenecientes a la casta de clericales y teológicos impostores.  Tampoco el tedio y la rutina del sedentarismo, lo impulsaron a abandonar sus orígenes, ya olvidados (tan olvidados, que pudiera haber recorrido varias veces los mismos parajes, sin caer en cuenta de ello); ni la ansiedad de encontrarse y reconocerse en los miles de rostros con los que se cruzaba en ciudades, aldeas y descampados; tampoco la posibilidad de verse reflejado en ellos, porque, él también era ellos; pese a gritarles en sus caras su decepción de serlo.

         Hacía tanto que se pusiera en marcha, que hubo olvidado hasta de su nombre original y lugar de procedencia —e incluso de sí mismo— y de los motivos que lo impulsaran a cruzar límites y devorar senderos. Simplemente caminaba, con la terca resolución de quien se sabe dueño de su propio ser y de quien se sabe esclavo y amo de sus propias pasiones y palabras; uncidas éstas, al yugo de los pensamientos propios y ajenos, que a veces lo incitaban a proseguir más allá del horizonte.

         Paso a paso, tranco a tranco, iba fluyendo como arroyo manso por polvorientos senderos, a veces empinados y en ascendente fatiga, a veces en descansado descenso hacia los llanos y valles. Paso a paso, iba por montañas, serranías y bosques de eclipsante verdor y sombríos follajes, como sus a veces oscuros y procelosos pensamientos y palabras no pronunciadas ni preanunciadas. Paso a paso y con breves instantes de reposo, fue, tambaleándose, por las dunas de los desiertos, detrás de alguna caravana similar a gigantesca serpiente zigzagueante; o delante de alguna horda de bandoleros semi-nómades, haciendo justicia por mano propia. Paso a paso, anduvo sobre las aguas de ríos y mares, bogando en algún bajel o montado en algún tronco flotante. Paso a paso, en sus nocturnos descansos iba contando las estrellas que le faltaban, para completar su propia colección de constelaciones de una eclíptica sin final.

         Nunca se detuvo a preguntarse, el porqué de su andariega manía de conocerse por etapas, ni de hacerse a sí mismo, en tramos de pasos andados y por andar. Era el viajero por excelencia, andador por vocación y paria itinerante por convicción. No tenía nombre propio quizá, pero tenía al mismo tiempo todos los nombres, de todos los hombres nacidos y todos los nombres anónimos de los sin-nombre, o de los aún por nacer. Ostentaba en sus sienes la espinosa corona de los elegidos y el aura de los hombres libres, conviviendo con su frontal estigma de vagabundo y el porte de los príncipes destronados, sin duda alguna, a causa de su derecho a reinar y regir con legitimidad.

         Tenía la mirada alucinada del santo eremita, del loco y del profeta en tierra ajena; el don de la palabra persuasiva, del impostor y del mercader de almas; llevaba las manos ásperas del monje guerrero y del agricultor; el oído agudo del cazador de oportunidades; la lengua fustigante del filósofo y la ironía del cínico e iconoclasta. También disfrutaba del paladar del sibarita y epicúreo; que mordisquea un duro mendrugo de pan con el gozo comparable al del más celestial de los banquetes o la más perversa y voluptuosa de las bacanales.

         Poseía la sensibilidad de quien celebra un trago de agua cristalina, cual si fuese el más añejo e inhebriante de los vinos de buena cepa;  ostentaba el inquieto peregrino, la serenidad de quien ha visto pasar a la muerte de largo,  en las más angustiosas circunstancias… y la indiferencia estoica de quien está más allá del dolor o del placer.

         Había traficado piedras preciosas en Persia, pastoreado cabras en Kashmir y Katmandú; hubo meditado alguna vez en un monasterio tibetano en Lhasa y mendigado en Calcutta; hubo quizá luchado con piratas en el Mar de la China y combatido con mercenarios gurkhas  en Birmania. Debió haber enfrentado (aunque esto último casi lo habría olvidado) fieras y hombres ambiciosos de lo ajeno, en las montañas levantinas; así como  esquivara escorpiones en los desiertos y serranías áridas del África boreal. También hubo soportado todos los chubascos y monzones en Asia, crucifixiones en Palestina y lapidaciones en Judea. Quizá pudo haber capeado los terremotos en China y Japón o marejadas en la Polinesia. Pudo haber participado de las guerras intestinas en el Hindostán y de las batallas navales en Tesalónica y Salamina. También recordaría las revoluciones recientes contra dictaduras en Latinoamérica.

         Hubo leído casi todos los libros, de casi todas las bibliotecas que dejara en los caminos andados; así también, debió registrar, —o esgrafiar y escribir— todas las cartas, diarios, relatorios y bitácoras; en rocas, pergaminos, papiros, vitelas e incluso en la húmeda arena de alguna perdida playa, donde aguardaba con paciencia el bajel en el que violaría la inmensidad acuática que lo separaba —hierática e impasible—, de otro continente.

         No existiera quizá en el orbe —cuyos senderos yacían bajo sus cansados pies— una mota de polvo de cada camino a la que no  conociese e identificara como a una amiga y compañera de viajes interminables. Se cuenta que cierta vez halló un grano de arena en su sandalia. El viajero al percatarse de su fiel compañero, lo saludó y juntos recordaron imaginariamente, los muchos caminos que habían conocido desde que viajara  en su sandalia, soportando el ritmo  —no siempre regular— de sus a veces trémulos pasos. Amaba al grano de arena, porque nunca se había quejado de cansancio ni desprendido de su sandalia, por fidelidad a sus convicciones andariegas.  Tal vez, la partícula de polvo quisiese conocer otros parajes, viajando de diferente modo que mecida a los vientos caprichosos, que, a veces, la hacían girar en círculos sin haber logrado proyectarse más allá de su horizonte.

         El viajero podía amar a esa mota de polvo, dándole toda la importancia que se merecía;  por ser parte del planeta que pisaban sus pies y parte del universo. Lo que es decir, parte de la conciencia cósmica. Por tanto, la importancia de ese gránulo de arena carecía de límites para el viajero, que lo contemplaba con el arrobamiento de quien ve, a través del mismo, a todos los caminos y a todos los hombres y mujeres que se cruzaron con él. Y también, contemplándose a sí mismo en los millares de trozos de espejos quebrados —que eran copias de él— a lo largo del tiempo sin tasa ni medida.

El viajero atizó los secos leños con que alimentaba su hoguera en un descampado, mientras sus pensamientos vagaban por todos los sitios, ya recorridos o por recorrer. Pensaba quizá en esa caravana, que, en el paso del Khiber pereciera bajo un alud de rocas; o en los marinos que naufragaran con él, en un arrecife traicionero de Scylla; o tal vez en el simún, que, en los cálidos desiertos norafricanos, sepultara un recua entera de camellos con sus jinetes y carga. Podría haber recordado, tal vez, a los sobrevivientes de la cruenta batalla de Marathón; o en las víctimas de la construcción de la Gran Muralla, bajo la paranoica égida de Tsin-Shih Huang Ti; en las matanzas de primogénitos hebreos por el faraón Im'Ho'Thep, el cuarto de su dinastía. ¡Tantas memorias podrían caber entre sus sienes y cejas! ¡Tantos recuerdos podrían convivir simultáneamente en una misma célula de su cerebro! ¡Tantas visiones podrían ser rebobinadas en sus entornados ojos! Pese a su memoria casi infinita, era consciente de que todo el cosmos guarda límites bien precisos. No intentaba memorar más de lo necesario para trazar su próximo itinerario. Siempre hacia adelante. Por aldeas, ciudades, llanuras y mares. Pocas veces hablaba más que consigo mismo o con lo trascendente que todos llevamos dentro y buscamos fuera; salvo que los paisanos se lo pidiesen, con la intención de burlarse de él o gozar con sus ironías irreverentes.

         Pero algunas veces, tuvo ocasiones de dirigirse a los atónitos viandantes de plazas que lo observaban con curiosidad —a causa de su exótico aspecto de sapo de otro pozo—, dado que nunca se identificaba en vestiduras y costumbres con la masa humana de la medianía, a la cual desdeñaba y amaba con equitativa intensidad.  Lo primero, a causa de la renuencia a lo noble y justo por parte de la plebe y sus dirigentes.



 


 

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