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R. ANTONIO RAMOS (+)

  EL PARAGUAY SAN MARTIN, 1950 - R. ANTONIO RAMOS


EL PARAGUAY SAN MARTIN, 1950 - R. ANTONIO RAMOS

EL PARAGUAY SAN MARTIN

R. ANTONIO RAMOS

CONFERENCIA PRONUNCIADA EN EL PARANINFO

DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL

EL 25 DE FEBRERO DE 1950

ASUNCIÓN

IMPRENTA “PARAGUAY”

1950



EL PARAGUAY Y  SAN MARTIN

 

Conferencia pronunciada por el Dr. R. Antonio Ramos en la Universidad Nacional, el 25 de Febrero de 1950

 

            Es para mí honroso representar a la "Junta Sánmartiniana del Paraguay", en este acto conmemorativo de un aniversario más del nacimiento del General José de San Martín, en el año en que toda América se prepara a celebrar el primer centenario de su muerte.

            La  “ Junta Sanmartiniana del Paraguay”, fundada para honrar en la figura del ilustre General José de San Martín a los libertadores del Nuevo Mundo y cultivar con el mismo fin, el estudió de la historia del continente, cuyos ideales acusan una común aspiración de libertad y de convivencia democrática», no podía faltar en esta cita de homenaje. Y no podía faltar porque con su asistencia da satisfacción a uno de sus primordiales cometidos: recordar las virtudes americanistas y la nobleza ciudadana del libertador argentino y difundirlas en el país corno paradigma de elevación moral y de heroísmo.

            La vida de los grandes hombres constituye una poderosa fuerza dinámica en la orientación del presente y de lo porvenir. De ahí la necesidad de hacer conocer sus hechos memorables, en el campo de la acción o de las ideas. La energía espiritual que emana de la enseñanza de los próceres, señala a las generaciones la meta de la perfección, por el camino del bien y de la libertad. Tal el ejemplo del General José de San Martín, tanto más significativo, cuando observamos en el panorama actual del mundo, el acecho de las ambiciones y de los apetitos, para torcer la felicidad y la voluntad libre de los pueblos.

            «Sobre la costa argentina del río Uruguay, una mujer está a la sombra de árboles añosos,  contemplando el agua de la serena corriente, mientras la luz del atardecer va declinando sobre el paisaje, esa mujer todavía joven tiene en su regazo a un niño pequeño, que a ratos descabalga de las rodillas maternas para jugar en la floresta nativa. La madre es española pero el, niño es criollo, nacido en aquel mismo lugar de las Indias, con la tez bronceada por el sol de América, los ojos muy negros, los cabellos muy negros. Y aquella mujer contempla como en sueños al vástago indiano, entre el boscaje natal que lo circunda y torna a mirar el río que corre majestuosamente, sin sospechar ella el tremendo porvenir del varón que su vientre ha dado al mundo.

            El niño criollo, que se recrea en éste magnífico cuadro pintado por la pluma de Ricardo Rojas, es José Francisco, el menor de los hijos de doña Gregoria Matorras y de don Juan de San Martín.

            Don Juan, oriundo de Cervatos de la Cueza, en España, había llegado a Buenos Aires, antes de la creación del Virreynato del Río de la Plata, donde se alistó en las milicias de voluntarios con el grado de teniente de infantería. En 1770 pasó a servir en las Misiones de la costa del río Uruguay, desde cuyo lejano destino, contrajo matrimonio por poder, con doña Gregoria Matorras, también española de origen, el 19 de octubre de 1770. La desposada no tardó en juntarse con su marido, que años después, el 6 de abril de 1774, tomaba posesión del cargo de gobernador de Yapeyú. Allí se instalaron y allí procrearon varios hijos. El menor, José Francisco, anteriormente nombrado, nació el 25 de febrero de 1778.

            Así vino al mundo, el que después sería el General José de San Martín, cuya figura resplandece en el escenario americano con la aureola de los grandes adalides. Nacido con el "fatal horóscopo de la gloria'', supo interpretar y ponerse a la altura de su destino. La historia no olvidará su nombre. El sentido ecuménico de sus luchas por la  libertad y de su desprendimiento ante las tentaciones del poder y la riqueza, cobra singular relieve en la vida del Capitán de los Andes, dándole una significación universal

y eterna.

            Nuestra Señora de los Santos Reyes de Yapeyú, antigua reducción jesuítica, situada en la margen del río Uruguay junta a la confluencia del arroyo Guabirabí, no difería en su aspecto y organización de las demás poblaciones dependientes de los hijos de San Ignacio de Loyola, con su plaza, su iglesia, su colegio. Acaso en uno de esos lugares, el pequeño José, debió recibir algunas caricias de los indios, al decir del autor de EL SANTO DE LA ESPADA. Y juntamente con esas caricias debió escuchar las armoniosas expresiones en guaraní, idioma que continuaría acompañándole en su heroica carrera, con el primer contingente de criollos incorporados al cuerpo de GRANADEROS A CABALLO y con el último jefe que regresó con la bandera y comandando los escasos sobrevivientes del glorioso regimiento.

            Pero si el idioma aborigen estableció contactos de San Martín con el Paraguay, también lo vinculó a este país el lugar de su nacimiento. Yapeyú, voz guaraní, fue fundada en 1625 por Roque González de Santa Cruz; esforzado misionero jesuita, natural del Paraguay, aureolado después por el martirio y canonizado en este siglo. Privilegiado destino de este pequeño pueblo. Yapeyú, fundado por un SANTO DE LA IGLESIA y cuna de EL SANTO DE LA ESPADA.

            De las Misiones don Juan de San Martín pasó a Buenos Aires, y    de allí, se trasladó a España con su familia en 1785. Este cambio fue definitivo. Todos quedaron en la península, menos el menor de los hijos, José, quien como sus otros hermanos, abrazó la carrera de las armas, siendo niño todavía. “Valor, aplicación, capacidad y conducta", fueron los conceptos que mereció en el ejército español. Subteniente y teniente, sucesivamente, en la guerra del Rosellón, en 1795, es ascendido a capitán en la batalla de Arjonilla. Era la época de la lucha por 1a independencia en España. Ante la avalancha cae los Ejércitos de Napoleón, San Martín no vaciló en jugarse frente al invasor. Contempló el sol victoriosa de Bailén, el 18 de julio de 1808, combate que le valió los entorchados de teniente coronel y una medalla de oro, por su comportamiento valeroso.

            Dos años después, los sucesos cambiaron la orientación de su vida. Los pueblos de América, levantados contra España, reclamaban su independencia. En Buenos Aires, la revolución libertadora de 1810, seguía sin detenerse. San Martín tomó una actitud transcendental. Llamado por su estrella sé trasladó a ponerse al servicio del Nuevo Mundo. En ésta forma, “rompió con la patria de su sangre para fundar la patria de su espíritu”.

            Este continente constituiría, en adelante, el foco de su acción, donde llegaría a conquistar los laureles que adornan su guirnalda de héroe. La redención de América, por el camino de la libertad, ejercida por la voluntad espontanea de los pueblos, sería la gran causa, a la cual dedicaría; las potencias de su genio. Y América le debe, como a Washington y a Bolívar, haber salido de la opresión, acontecimiento cuyas consecuencias se traducen en el prodigioso progreso actual del hemisferio y su gravitación, cada día más preponderante, en el concierto del mundo.

            En Buenos Aires comenzó su destino de libertador americano. En esta capital fundó y organizó el regimiento de GRANADEROS A CABALLO, que se cubriría de gloría en cien batallas, haciendo flamear la enseña victoriosa de la libertad desde el Río de la Plata hasta las cumbres andinas de Ecuador. San Lorenzo fue el bautismo de fuego de la célebre unidad.  En este punto,un criollo natural de   las selvas rumorosas del  Paraguay, modesto navegante fluvial, se incorporó a ella, atraído por el prestigio del jefe de la causa que defendía. No debió sentirse incómodo el lanchero paraguayo en su nueva ubicación. Unido a sus compañeros por el ideal de la libertad, a muchos de ellos estaba ligado, además, por el lazo del idioma. Cuántas horas, en medio de la campaña, habría pasado dialogando con los mancebos misioneros, los primeros granaderos alistados, sobre el hogar paterno, la amada lejana, el presente rudo, el porvenir incierto, y lo haría en guaraní, que sí es dulce como expresión del sentimiento, también se presta para las estrofas de la epopeya. San Martín, más de una vez, habría escuchado el lenguaje guaraní de sus soldados. Por su mente pasaría entonces la visión de Yapeyú, su pueblo natal, donde en su infancia también había oído hablar el mismo idioma y aprendido a amar la tierra americana.

            Este criollo que hablaba guaraní era José Félix Bogado. Acompañó al General San Martín en su campaña libertadora. Alistado como simple soldado, ascendió al grado de Coronel. Argentina, Chile, Ecuador y Perú, fueron los teatros de sus hazañas. Después de la batalla de Ayacucho, que puso término a la guerra de la independencia, tuvo el singular mérito de regresar con la bandera y comandando los únicos siete sobrevivientes de los GRANADEROS A CABALLO. Si San Martín tuvo la gloria de fundar y organizar este famoso regimiento,   a José            Félix Bogado le cupo la de conducir, como Jefe, a los pocos que habían quedado después de doce años de fatigoso batallar.

            Pero no fue Bogado solamente el atraído por la empresa emancipadora. Contingentes numerosos de paraguayos se alistaron también en el ejército del Capitán de los Andes. En esta forma, el Paraguay colaboró con San Martín, no por la acción oficial de su gobierno sino por la decisión espontánea de sus hijos. Actitud tanto más meritoria por cuanto habla del desinterés de los paraguayos y de la atracción que ejercía el Libertador, en su campana de redención americana.

            El «Semanario de Avisos y Conocimientos Útiles», periódico qué aparecía en la época de los López, dejó constancia       del aporte paraguayo, en los siguientes términos: «Es cierto que el gobierno no adhirió ni mandó tropas, pero fue crecido el contingente que dio el pueblo. Más de 4.000 paraguayos que servían en las estancias, bosques, barracas, perecieron en las batallas de la independencia o en los combates de la guerra  civil. Bogado, Maziel, Suárez, Oviedo, que se hicieron expectables y centenares de otros que murieron ignorados, treparon los Andes, esgrimieron sus espadas en Chacabuco, Maipú y Talcahuano; salvaron el Pacífico, participaron en las glorias de Pichíncha, Río Bamba y Junín, y de los desastres de Torata y Moquegua; Jara y Leguizamón tiñeron con su sangre las aguas del Plata en los combates navales de 1826 y 1827; los hombres de cuarenta años conocen bien la verdad de estos hechos».

            El testimonio autorizado que acabamos de leer reparó en su tiempo una injusticia. Hoy lo recogemos para ofrecerlo a la consideración nacional y americana, y rendir nuestro homenaje a los paraguayos que ofrendaron sus vidas en defensa de la libertad del continente, en este año en que se celebra el centenario de la muerte del adalid que los condujo al triunfo y a la gloria.   

            San Martín no se detuvo, tenía que seguir el llamado de su destino. «Serás lo que hay que ser o no eres nada», había escrito en una ocasión. Y él tenía que ser el libertador de los pueblos oprimidos, para lo cual necesitaba llegar al Perú, atacar y destruir el poderío español y tomar Lima, la ciudad imperial de los Virreyes. Sublime visión, que el genio de San Martín llevó al campo de la acción para cumplir su misión transcendental.

            Así surgió el ejército de los Andes, bajo la inspiración del Gran Capitán e impulsado por su poderosa voluntad. En el campamiento de Plumerillo preparó con precisión matemática la expedición a Chile. El paso de la abrupta cordillera se llevó a cabo de acuerdo con el plan elaborado. Las cumbres desoladas vieron pasar impasibles a éstos héroes, a cuya cabeza iba San Martín, y descender por la ladera chilena. La inmensa cadena de montañas quedó atrás, la hazaña del paso de los Andes estaba realizada. Y vino Chacabuco, victoria que aseguró la independencia de Chile y abrió las puertas de Santiago al ejército libertador... Y luego la noche de Cancha Rayada y la aurora triunfal de Maipú.

            Esta última batalla completó la liberación de Chile. En ninguna otra acción la estrella militar de San Martín brilló con tanta magnitud. Este triunfo tuvo influencia decisiva en la marcha de la revolución americana, como Boyacá y Ayacucho, en la epopeya del Libertador del norte. Cuando Bolívar recibió la noticia exclamó: «El día de América ha llegado».

            También el día de San Martín había llegado. Su resolución estaba tomada y contrariando la autoridad del gobierno de su patria, se dispuso a surcar las aguas del océano Pacífico y llegar al centro mismo del poderío español en América. «Se acerca el momento en que debo seguir el destinó que me llama. Voy a emprender la gran obra de dar libertad al Perú»; decía en su manifiesto de 1820.

            Su visión se ensanchó y ya no pensó sino en América, por cuya completa  liberación ibaa ofrendar este último sacrificio, siguiendo a la estrella guía de su vida. Sabía que el presente no le comprendería, pero que la posteridad olvidaría a sus calumniadores para dar paso a la glorificación de sus hazañas. Tenía fe en sí mismo, era la fe del genio en su propio destino.

            El 20 de agosto de 1820, la expedición al Perú partió de Valparaíso. San Martín, desde la borda de la nave capitana: «oía vivar su nombre junto con el de la patria y de la libertad, emocionado de ver cómo empezaba a realizarse su último sueño heroico. La montaña y el mar se le ofrecían juntos allí, como habían estado tantos años en su pensamiento. A la orilla de la bahía se empinaban abruptos cerros grises, última forma occidental de los Andes: él habíalos tramontado viniendo como el sol desde el oriente, y ahora caminaba hacia el rumbo marino en que se pone el sol cuando va empezar la noche. El sabía muy bien cuál era su destino, invocado al partir en el manifiesto de la desobediencia. Pensaba, acaso, que Buenos Aires habría de perdonarle su heroica evasión. Inmóvil como una estatua de bronce, estuvo mirando la montaña, mientras la flota navegaba. Desde la costa muchas pupilas con lágrimas de gloria contemplaban las embarcaciones, hasta que las   innumerables   velas blancas, hinchadas por el viento del océano fueron, lentamente, perdiéndose en la lontananza marina.

            En la primera quincena de setiembre los expedicionarios llegaron a Pisco. Al desembarcar, San Martín se dirigió a sus soldados y al pueblo peruano: “Acordaos, les decía que vuestro gran deber es consolar a la América y que no venis a hacer conquistas sino a libertar pueblos. El tiempo de la opresión y de la fuerza ha pasado. Yo vengo a poner término a esa época de dolor y humillación”.

            Estas palabras debieran grabarse en la mente de los jóvenes, como ejemplo de elevación moral. Cuánto tienen que aprender del Gran Capitán, los césares criollos, que sólo buscan su satisfacción personal, aunque el pueblo gima en la    opresión. Libertar y consolar a América, poniendo término al dolor, he aquí la ambición de San Martín. Ésta nobleza solamente puede nacer y arraigarse en el corazón de un SANTO DE LA ESPA-DA.

            En Pisco creó la bandera y el escudo del Perú. El 9 de julio de 1821entró en Lima, no como conquistador, sino llamado por el pueblo. El 18 del mismo mes, proclamó la independencia del país, expresando: “Desde este momento el Perú es libre e independiente por la voluntad del pueblo y por la justicia de su causa que Dios defiende”.

            Por fin había cumplido su destino. El Perú era libre y la independencia del resto de América sólo era cuestión de tiempo. Del norte descendía el otro Libertador, Bolívar, que también con el brillo de su genio venía  conquistando laureles para las armas de Colombia. En Guayaquil se encontraron los dos conductores. Como resultado de esta conferencia San Martín se retiró del escenario americano, dejando a Bolívar la gloria de dar término a la guerra de la independencia.

            Con este paso San Martín se  superaba a sí mismo,   dando un ejemplo de desinterés, de magnanimidad, que por su fuerza espiritual tiene significación  universal. Su renunciamiento fue completo. Se alejo del Perú dejando poderes y riquezas, placeres y esperanzas. En el viaje de retorno    pasó por Santiago y luego por Mendoza, hasta llegar a Buenos Aires. En esta capital se juntó con   su única hija, Mercedes. Su esposa, doña Remedios de Escalada, había muerto en su ausencia.

            En febrero de 1824 partió con su hija para Europa, iniciando así su destierro voluntario, que duraría veinte y seis años.

            Nunca tuvo apego al mando. Temía a la anarquía, porque comprendía que las divisiones, las reyertas, traían la ruina, el desconcierto, la guerra civil y la dictadura. Con visión profética intuyó la tiranía de Rosas. Nunca manchó el lustre de su espada en las luchas sin gloria de sus propios hermanos.

            Cuando en 1829, San Martín pensó instalarse en su patria, en busca de un rincón amable donde reposar, Lavalle, entonces gobernador de Buenos Aires, cuyo nombre también estaba aureolado, por el prestigio de la gloria, recurrió a su antiguo jefe en los ejércitos de la revolución. Un ilustre paraguayo, Juan Andrés Gelly, de relevante actuación en la política argentina, fue el encargado de transmitir a San Martín, el pedido de Lavalle. El Capitán de los Andes, entonces en Montevideo, rehusó hacerse cargo del gobierno porteño y prefirió volver al ostracismo, Pero si bien Lavalle no tuvo éxito en su noble intento, a Gelly, nacido en Asunción, correspondió el honor insigne de llegar hasta San Martín en demanda de paz para los argentinos. Posteriormente, en París, estrechó nuevamente las manos del Libertador, el 25 de mayo de 1849. San Martín nunca más regresó a su patria, pero no la olvidó. La muerte le sorprendió en Boulogne sur Mer, el 17 de agosto de 1850.

            Alejado del teatro de sus glorias, San Martín, vivió consagrado a su hija y monologando el recuerdo de su pasado. Sufrió en vida las consecuencias de la ingratitud e incomprensión de los hombres. Era el martirio que completaba su grandeza. Murió pobre, porque amó el ideal por sobre todas las cosas. Libertar a América era su destino, consolarla, poniendo término a sus dolores... Por eso San Martín al mismo tiempo que argentino es un prócer americano, de proyecciones ecuménicas, por el alcance de su potencia espiritual frente al desborde materialista de las pasiones.

            En esta casa de estudios, donde la juventud aprende a nutrir su inteligencia, cabe recordar también que San Martín, en medio de los azares de la guerra, no descuidó las ventajas de la cultura. En Santiago, después de la batalla de Chacabuco, el Cabildo de ésta capital, acordó a favor del Libertador, diez mil pesos oro. San Martín declinó el homenaje y desde Mendoza, en su viaje rápido a Buenos Aires, pidió a aquella honorable entidad, que la suma referida fuese destinada a la creación de una biblioteca. En el Perú, uno de sus actos de mayor  transcendencia, fue el decreto del 28 de agosto de 1821, por el cual fundó la Biblioteca Nacional de Lima, donando él mismo para el nuevo establecimiento cerca de cuatrocientos volúmenes de su colección particular.

            Tanto en Santiago como en la Ciudad de los Virreyes, San Martín, expresó que la ilustración, tan poderosa como los ejércitos para sostener la independencia, era la llave de la felicidad y de la libertad de los hombres y de los pueblos. Al manifestarse así el Gran Capitán, lo hacía porque sabía que la independencia del espíritu es indispensable para terminar con la opresión, y, porque sabía, además, que la patria se construye tanto en los campos de batalla como en los dominios luminosos de la inteligencia. Grecia fue grande en la antigüedad no sólo por las glorias de Maratón y Platea, Salamina y Micala, sino también por la sabiduría de sus filósofos ilustres y las estrofas inmortales de sus poetas.

            La personalidad de San Martín siempre fue simpática en él Paraguay, vinculada como estaba a tres figuras sobresalientes de nuestra historia: Roque González de Santa Cruz, José Félix Bogado y Juan Andrés Gelly.

            Julio César Chaves afirma, con datos sacados de la GACETA MERCANTIL, de Buenos Aires, que en 1846, “el Paraguay era el país donde más se admiraba y respetaba al General San Martín".

            En la guerra del Chaco, cuando una invasión extranjera amenazaba, la existencia del Paraguay, un cuerpo de caballería se organizó con el nombre y bajo la protección de la memoria del Libertador. El regimiento General San Martín, como otras unidades del ejército paraguayo, se cubrió de gloria en los verdes cañadones del Chaco Boreal.

            El General José de San Martín, EL SANTO DE LA ESPADA, el Libertador de medio continente, el Gran Capitán de los Andes, hoy, cómo en el siglo pasado, continúa gozando de la admiración y del respeto de todos los paraguayos.

 

 

 

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