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GUALBERTO CARDÚS HUERTA (+)

  PRO-PATRIA, A PROPÓSITO DE UNA TRADUCCIÓN (GUALBERTO CARDUS HUERTA)


PRO-PATRIA, A PROPÓSITO DE UNA TRADUCCIÓN (GUALBERTO CARDUS HUERTA)

PRO-PATRIA

A PROPÓSITO DE UNA TRADUCCIÓN

GUALBERTO CARDUS HUERTA

EDITORIAL EL FORO

ASUNCIÓN, JUNIO 1984

 

 

S.R. D. GUALBERTO CARDUS HUERTA

en Barcelona

 

         Estimado amigo: He tenido la avilantez de traducir –Il traduttore traditorel- algo que el año pasado ha publicado Carlos A. Conant a propósito de la América Latina. La traición, como usted verá, valía la pena de ser perpetrada, quien quiera que fuese el delincuente. Merecía no pasar inadvertido, soterrado entre las páginas de una revista de lectores especialistas, relativamente de difícil hallazgo para el público sur-americano1.          Escrito para nosotros, y viniendo de quien viene, se imponía una labor de difusión. ¡Oh si yo pudiera hacer leer, comentar y apostillar por todos aquellos que, por una u otra circunstancia, son llamados a tenerle en consideración, inquietados por nuestras posibilidades de vida verdaderamente autónoma!.

         En el interin, me basta, sin embargo, con que usted responda al llamamiento. Acaso nadie como usted ha arrostrado tan preferente atención hacia nuestros problemas patrios  (escribiendo, por cierto, un libro que constituye a su manera nuestro «Idearium Paraguayo», el libro de cabecera de nuestros políticos); hacia nuestro problema financiero, estableciéndolo como punto de arranque de todo resurgimiento.

         Yo creo, fuertemente, que la cuestión monetaria constituye nuestro problema inmediato por excelencia, los restantes no siendo sino los mediatos. Al primero, en efecto, son reductibles, sin violencia, todos los otros. Resolviéndolo previamente, resolveremos en seguida aun aquellos que más intrincados y complejos nos parecen. Serán como un escalonamiento, como un desenvolvimiento serial de términos, que tras la primera perfecta resolución continuarán encadenándose por modo subsecuente y deductivo.

         Para los pueblos jóvenes, en crecimiento, todo, aun el sentimiento nacional, la noción de patria, está ligado en estrecho determinismo con el materialismo histórico. Una nación no puede construirse más que sobre un terreno económico firme e inamovible. Para los países de América la cuestión monetaria es una cuestión vital, como que constituimos, y constituiremos en gradación creciente, sociedades mercantiles, mal que pese a nuestro romanticismo criollo, subordinadas, de más en más, al factor económico.

         Nuestra situación es terrible. Teniendo, como tenemos, necesidad de capitales y de inspirar confianza ¿continuaremos como antes, obteniendo la más profunda desconfianza de los países de viejos caudales, de los países de oro? ¡Ah, la inestabilidad de nuestro cambio, no menos dañina que la inestabilidad de nuestros gobiernos¡

         ¿No pondremos remate a esta crujía negra de miseria a que nos condujeron nuestros errores económicos, y los árbitros aún más equívocos para combatirlos, las sobre-emisiones de valores fiduciarios? O lo que tanto monta, ¿no debemos, aunque más no sea conservando nuestra circulación interior de papel, colocarnos frente de nuestras relaciones comerciales exteriores, en la misma situación que si tuviésemos el patrón oro?2.

         Ahí está el procedimiento de Conant, que usted debe examinar, y en su ocasión nuestro terruño, como siendo uno de los más llamados a hacerlo, y sobre todo, uno de los pocos, reconozcamos, que suele no permanecer mudo cuando en conciencia reputa que la hora de hablar al país ha llegado.

         Lo que se llama el “Gold Standard Exchange” no es ya (tenemos el derecho de proclamarle), no es ya una teoría de brillantes y capciosas ideologías: es una definitiva adquisición, verificada por los hechos, corroborada por cruciales experiencias, en lo que cabe, casi con idéntico rigor que en las ciencias físico-naturales. Es una nueva capa terráquea, fresca, aún, pero ya próxima a solidificarse. Los hacedores de pueblos, los estadistas deben prepararse a edificar sobre ella. Una vasta perspectiva, con vislumbres de bonanza, se les abre a sus trabajos.

 

RAMÓN V. CABALLERO

 

1) In Anuncie of the American Academy of Political and Social Science. Vol, 37 (May 1911) n° 3 pp. 40-49 Philadelphia.

2)  No hay aquí ninguna contradicción. El “Gold Exchange Standard” puede aplicarse, aunque con menor fortuna, a una circulación de papel-moneda. «Sin duda, dice Conant, teóricamente una emisión de papel de crédito, garantizada por una reserva metálica proporcionada, ofrece la mayor parte de las ventajas de un sistema de piezas de monedas de plata, y todavía ella es menos costosa; si el papel conviene a las condiciones económicas y a los hábitos de la población, es preferible al otro sistema, especialmente en lo concerniente a las grosses coupures. (Monnaie et Banque. Traducción francesa tomo I, p. 441 (París Giard et Briére, 1907).

 

 

 

 

PROCEDIMIENTO PARA OBTENER Y MANTENER LA REFORMA MONETARIA EN LA AMÉRICA LATINA

 

(BY CHARLES A. CONANT, FORMER COMMISSIONER OU THE COINAGE

OF THE PHILIPPINE ISLANDS, NEW YORK)

 

         Durante muchos años los nombres de ciertos países de la América Latina

pasaban, en el espíritu público, por sinónimos de hinchazones de papel y de dudosas finanzas. Era un estigma infamante, del que sólo en estos últimos años, los países más progresivos han podido despojarse. Algunos de ellos, (Santo Domingo, Honduras, Costa Rica), hallándose abrumados de deudas que no recibían el adecuado rendimiento, tuvieron que reajustar arreglos equitativos; mientras otros, en otras circunstancias, han levantado sus créditos (Brasil, República Argentina), hasta la altura de poder vender sus títulos casi al mismo precio que los principales Estados europeos.

         El arreglo de los intereses fiscales de un gobierno que ha pasado por dificultades es, quizá, un acertado prólogo a la reforma del sistema monetario; pero en cierto sentido, la reforma monetaria sobrepuja en importancia a la meramente fiscal. Reforma fiscal significa la restauración de un balance favorable en el presupuesto y el pronto pago de los intereses de las obligaciones públicas. La reforma monetaria penetra más hondamente en el corazón de los negocios comerciales, pues sólo ella hace posible el libre intercambio de productos y el asentamiento del capital extranjero sobre bases que aseguren su permanencia en valores convertibles en oro.

         El capital se aparta de un país sin patrón monetario cimentado sobre el oro, puesto que debiendo remitirse el principal y los dividendos a los países de oro, con la depreciación de la circulación local podría sobrevenir una rarefacción radical de valores en oro. Por otra parte, un país de moneda corriente -currency-1 basado sobre el talón de oro podría no solamente atraer capitales en forma de inversiones permanentes, sino que también, su parte de los fondos del empréstito circulante es provechosa para igualar las tasas del dinero y responder a inesperadas demandas por su libre acción entre los centros financieros. Se ha hecho notar en el informo de la Comisión, sobre el Cambio Internacional, cuando Méjico aún continuaba bajo el antiguo régimen monetario, que sus banqueros, con todo de inspirar el suficiente crédito como para poder conseguir dinero abundantemente en París, Berlín y Bruselas, y, lograr el siete, el ocho o el diez por ciento en sus especulaciones, no osaron hacerlo, a causa de que, si se les hubiera prestado a breve plazo y fuesen obligados a devolver, las fluctuaciones del curso de la plata podrían engullir la totalidad de los beneficios obtenidos2.

         La importancia de ofrecer incitaciones a la afluencia del capital extranjero, sin género de duda, ha sido reconocida últimamente por la América Latina, y, es respondiendo a esta necesidad que se iniciaron medidas restauradoras de una circulación a base de oro, y, por ende, fortalecedoras del crédito en el exterior, de los países que acrecentaron la producción de sus renglones de exportación. Entre los países que se encaminaron hacia la reforma monetaria, en estos últimos quince años figuran, en medio de otros, la Argentina, el Brasil, el Perú, el Ecuador y la Bolivia.

         Claro está que, en el esfuerzo para volver a un sistema monetario sano, en cualquiera de estos países, es de la más alta importancia que el método escogido, fuese, en lo posible, el más económico, el más infalible para mantener permanentemente el talón de oro, y el más apto para ofrecer un acopio de moneda corriente en proporción con las necesidades locales. Esta cuestión, naturalmente, es comprensora de varias otras: ¿es que los métodos que han sido practicados o simplemente considerados como tales, son los mejores para la realización de dichos objetivos?; ¿cuál sería la razón de su fracaso, si fracasaran?; y en fin, si los hay, ¿cuáles son los de superior excelencia?

         La ciencia de mantener un adecuado stock de moneda corriente sobre principios a un tiempo económicos y seguros estaba hasta hace poco en su infancia. Bastaba, para los primeros economistas de la escuela ricardiana, que ello consistiera en monedas de oro para asegurar el pleno valor intrínseco de la circulación nacional y ofrecer los medios de mantener estable el cambio. Pero sólo en estas últimas décadas hemos ahondado en estos conocimientos, especialmente en lo referente a la regulación del cambio extranjero. La mayoría de los sistemas monetarios creados a partir de 1890 dependían en cierto grado (India Inglesa, Filipinas, México, Rusia y Austria, Hungría) del contralor del mercado de cambio. En este terreno la experiencia ha desenvuelto, algo, que es, substancialmente un nuevo sistema monetario conocido bajo el nombre de patrón de cambio de oro (gold exchange standard).

         ¿En qué consiste el patrón de cambio de oro que ha sido adoptado por el Congreso de los Estados Unidos, para las islas Filipinas, y que constituía la base de la reforma del sistema monetario de Méjico, del Ministro de finanzas Limantour? Se puede definirlo brevemente en los siguientes terminos:

         El mantenimiento de las monedas de plata, exclusión hecha de su valor mercante, en paridad con el oro, por la restricción del volumen de la circulación a las exigencias del comercio local, y por la venta de letras de cambio sobre fondos de conversión depositados en el extranjero, a la par legal del oro, en más, naturalmente, los gastos legítimos correspondientes a la diferencia de cambio que prevalecen entre los países de oro.

         ¿En qué difiere este sistema del simple talón de oro? ¿Y en qué es mayor su conveniencia para los países no desarrollados?

         La diferencia entre el patrón de cambio y el simple talón de oro estriba en la extensión del principio bancario al cambio extranjero. Bajo el sistema del cambio el oro necesario, para el arreglo del balance internacional, está depositado en los centros financieros del exterior, en vez de serlo dentro del país, y síguese, de ahí, un movimiento de exportación de oro o de importación de oro por medio de transferencias de giros, en lugar de encajonar y embarcar materialmente oro. Por donde resulta, aparte la economía de fletes y otros gastos parecidos, importantes ventajas, revelables, mejor que por disquisiciones abstractas, en un estudio de la reciente historia económica.

         Entre los países de la América del Sur empeñados en restaurar la estabilidad de sus sistemas monetarios, en estos pasados doce años, se cuentan el Brasil y la República Argentina. Dichos países han sido especialmente afortunados en cuanto al volumen y al valor de la exportación de sus principales productos: café, azúcar, trigo y cueros. Esto les capacitaba para extraer oro, en cuantiosas sumas de Europa y Norte América. Bajo el sistema monetario, que les viene rigiendo, el oro es aceptado por la Caja de Conversión en cambio del papel a la rata fija correspondiente. Hasta una fecha muy reciente, las oficinas de conversión, no tuvieron que pagar libremente el oro, para la redencción del papel. El valor de los billetes se mantenía por el hecho de cubrirse plenamente con oro el aumento de las emisiones existentes, y la necesidad de la moneda corriente adicional se ha manifestado en la espontaneidad de comprarla con oro.

         Desde este punto de vista de la demanda de stock circulante, podría decirse que, aún el papel dejado al descubierto y emitido con prioridad a la creación de los fondos de conversión, también representa oro, en cuanto es así considerado por el uso, o sea justamente el monto de moneda corriente que el país podía, por aquel entonces, emplear en sus tratos y contratos. En el caso de sobre-emisiones del papel inamortizable (irredimible), por lo regular, existe una tendencia, todas las otras cosas siendo iguales, de su equivalente en oro, a descender en razón directa de su exceso sobre el monto de moneda corriente oro (gold currency), necesario para las contrataciones mercantiles 3.

         Entre los factores que provocan una variación en esta relación, figuran el grado de crédito de que gozan, a temporadas, los valores fiduciarios, las fluctuaciones ocasionadas por los pedidos por el cambio extranjero y la posibilidad de acabar, a cualquier tipo, su amortización definitiva. En el caso de la República Argentina, el tipo de 44 centavos oro por 100 centavos papel, adoptado como valuación en oro de los nuevos billetes a emitir por la caja de conversión, era sobre poco más o menos, el valor adquirido por el papel cuando dichos fondos fueron establecidos, y que a estar por la regla arriba mencionada, puede ser considerado como representando, en oro, la suma de moneda corriente entonces requerido por las negociaciones del país.

         Ahora que el oro se consigue en esos países con papel, aparentemente sin prima, ni ninguna otra restricción sobre su emisión, vuelve un interesante problema a plantearse, si surgirán dificultades si se continua guardando el oro dentro de las fronteras. El mérito de un sistema exclusivamente de oro está, en no sustraer del conflicto de las iniciativas individuales a través del orbe, el movímiento del oro y del crédito. La tendencia de dicho sistema es de enviar oro a esas comunidades que, en razón de su riqueza, poseen un enorme exceso de numerario metálico, disponible para colocaciones, y un hábito más frecuente del oro. Desgraciadamente para los países de menor pujanza financiera, la tendencia de este libre juego de las fuerzas económicas, es de barrer todo el oro hacia las regiones económicamente más fuertes. Este hecho, demostrado reiteradas veces en las experiencias monetarias, y generalizado a ulteriores aplicaciones, nos enseña que todo stock corriente, o amonedado o fiduciario, emitido por el gobierno de un país, luego de puesto en circulación en sus dependencias, tiende a volver a la madre patria, despojándolas de la adecuada provisión de que estuvieron dotadas.

         Los efectos de este principio -el del «drainage of golf»- fueron constatados no solamente a propósito de los países esencialmente pobres, sino que aun tratándose de esos de copiosos recursos, toda vez que un país de más potencialidad económica poseía el mismo sistema monetario. He ahí la historia de la Unión Monetaria Latina, donde las monedas de cada país gozan en los otros de igual curso. Esto ha facilitado un tal rápido «dragado», primeramente de oro, y finalmente de plata, de Bélgica y Suiza a Francia, que economistas respetables preconizaron repetidas veces la urgencia del retiro de los dos primeros de la Unión Latina y el establecimiento para cada cual de una circulación hasta cierto grado sometida a una fiscalización propia y no abandonada a la libre exportación individual por un motivo de insignificante provecho, independientemente de toda legitima necesidad de cambio4. En el caso del Brasil y de la República Argentina, raparía uno de los factores que han provocado el «dragado» de Bélgica y Suiza: la uniformidad de la moneda corriente con el de los otros países. La República Argentina ha obrado cuerdamente desde este punto de vista, desechando la proposición de adoptar una unidad de idéntico valor que el franco; que bien podría haberle «dragado» sus monedas de oro para Francia y los otros países de la Unión Latina.

         La razón de la desaparición del oro de los países que no constituyen los centros de los cambios (exchanges), reposa sobre el principio de la selección económica, en otra forma descrito, como la ley de la utilidad marginal (law of marginal utility). Para el individuo que desea productos extranjeros, oro en manos es el más conveniente de los medios de obtención. Si él parte llevándose oro, es porque su necesidad de oro es menos intensa, en comparación con su necesidad de mercancías, no obstante de que, haciéndolo así, viene a privar a la comunidad de una parte de la circulación monetaria. Por donde resulta, que siempre que se abandona al expedito juego de las iniciativas individuales el conjunto de la circulación monetaria, el oro tiende a desaparecer.

         Es en este respecto que se nos revelan las ventajas del patrón de cambio. Un gobierno tiene el mismo interés y la misma sanción económica para tomar las medidas conducentes a mantener la circulación local adaptada a las necesidades del país, que para ejecutar otras medidas, tales como el abastecimiento de agua o los servicios sanitarios, que sin ser de un directo interés individual, como para poder estar seguro de su realización por propia iniciativa, revisten, sin embargo, un valor esencial en cuanto a la comunidad considerada como un todo. Sobre el comerciante no gravita ninguna responsabilidad, excepción hecha de su propia conveniencia, desde luego, en contribuir con una porción de su capital, justo, lo suficiente, para ofrecer un adecuado medio circulante (circulating medium) al país; pero un gobierno que ve en claro la necesidad de un tal medio a fin de fomentar los cambios mercantiles y el desenvolvimiento de los recursos naturales del país, puede, con justicia, decidirse a consagrar una cierta parte de su capital nacional para la mantenencia de una sana y provechosa moneda corriente.

         Debe permitirse en el mundo financiero el movimiento libre del oro de un país a otro, con el menor número de obstáculos posibles, salvo los elevados por los cambios en las tasas del descuento. Sin embargo, en estos últimos años, se ha dado a conocer, como el resultado de las experiencias de la India, Chile y otros países, que las trabas puestas a una variación en las unidades monetarias y su poder liberatorio (legal tender), así como las restricciones a la libre exportación del oro, podían contribuir, en parte, a contrarrestar una adversa corriente de los cambios extranjeros, sin violar los sanos principios económicos. La protección aportada por el talón de cambio al sistema monetario, en verdad, sólo consiste en una variante y en una generalización de los métodos de previsión, manejo de tasas del descuento y acumulación de letras de cambio, que ahora están reconocidos, en todas las latitudes, como las legitimas armas de un banco central de emisión, facultado por la ley o por la opinión pública financiera de la función de salvaguardar el crédito nacional.

         Los principios del patrón de cambio de oro han sido aplicados en la India Inglesa a partir, poco más o menos, de 1899; en el Perú, desde 1901; en las islas Filipinas, desde 1903; en Panamá, desde 1901, y en Méjico, desde 1905. Los peligros que, al comenzar, se recelaban en sus operaciones, o fueron arrasados, o resultaron un mito. La prueba suprema del sistema ha tenido lugar en la India Inglesa, a consecuencia de la aciaga cosecha de la primavera de 1908, que ha privado al país, en sumo grado, de los medios de cumplir con sus obligaciones del exterior por la venta de letras de cambio contra la exportación de sus productos. El resultado fue que los fondos de reserva de cerca de Ps. 90.000.000 existentes en Londres en protección de los Ps. 600.000.000 de la circulación monetaria india mermaron, poco más o menos la mitad, con la venta de giros en la India, sobre dichos fondos. Las monedas de plata recibidas en pago de los giros continuaban guardadas en la Tesorería India, hasta que volvían a renacer la agricultura y el comercio, y, de nuevo, se dejaba sentir la necesidad de un aumento de la circulación, en la forma de reiteradas ventas, en Londres, de giros sobre la Tesorería India, que siendo abonados en dicho país y en la moneda circulante local, venían de la suerte a ser restituidas al activo uso indígena.

         El principio del patrón de cambio de oro es el mismo que presidiera las operaciones bancarias del siglo pasado: la existencia de una proporcionada reserva en oro, o en créditos en oro, para mantener una acreditada circulación. Una de las más importantes cuestiones sometidas a prueba en el experimento de la India consistía en saber si hasta qué punto una balanza de comercio adversa, u otras circunstancias desfavorables, llegaría, dentro de lo que lógicamente se podía esperar, a consumir con sus pedidos los fondos de conversión. La respuesta matemática ante este caso era la relación de Ps. 50.000.000 a Ps. 600.000.000, o sea, poco más o menos, el ocho por ciento. Es evidente que no puede abandonar un país la totalidad de su circulación monetaria a fin de salir al encuentro de sus obligaciones de afuera, aun en la ausencia de obstáculos a las cotizaciones del cambio, de modo a restringir la libre fluxión de las monedas; ello sería pues, todavía menos verosímil en la existencia de tales obstáculos. La insinuación de que las demandas de conversión podrían tocar a dicho límite, o simplemente a la mitad, es análoga al caso de aquel novicio que, sin conocimientos de la historia bancaria, averiguaba lo que acontecería a un banco si todos sus depositantes exigieran el pago de sus cuentas en el mismo día. La experiencia, antes que abstractas conjeturas, ha determinado la actitud del mundo financiero delante de estas cuestiones. En el caso de una circulación de moneda fraccionaria de plata, aunque difundida sobre una comunidad entera, su situación es de mayor consistencia que la de un banco de vasta circulación local expuesta a las contingencias de repentinas desconfianzas. Por algo había de ser que la circulación nacional suscita una confianza más grande y constituye el único instrumento de cambio. Aun estando depreciada, la experiencia nos muestra que seguirá empleándose en las transacciones diarias, en tanto que si se tratara una sola casa banquera podría concebirse el retiro, sin notables perturbaciones para los otros signos de cambio a la disposición del público, de la totalidad de sus billetes circulantes.

         Así se ha desarrollado el principio de que los pedidos a los fondos de conversión provenientes de la transferencia de capitales, desfavorables cambios o meras desconfianzas, están limitadas a una reducida proporción del volumen total circulación del país. La contracción (contraction) que se manifestó en las demandas de cambio sobre Londres, en la experiencia de la India de 1908, alcanzaba cerca del ocho por ciento de la computada circulación total; pero ella podría, sin embargo, no constituir el último límite de las demandas posibles sobre los fondos de reserva en el caso de un cataclismo financiero, -en rigor no hay medios de fijar un arbitrario limite. Con todo, la prueba fue severa como que ha tenido lugar en un país donde las monedas de plata, allegadas de generación a generación, subían a un hacinamiento imposible de suputar exactamente. En lo sucesivo, en previsión de riesgos análogos, un país que deliberadamente ha adoptado el patrón de cambio debe crear una reserva por anticipado apto a conjurarlos; unas estadísticas aproximativamente exactas del monto de las monedas acuñadas, del monto de su exportación y de su consumo artístico así como del monto actualmente en los bancos, o en circulación a cualquier momento dado, servirían para determinarla. El problema estadístico sería comparativamente sencillo (salvo en el caso de ahorros improductivos ignorados (ignorant hoarding) por causa de que la diferencia que media entre su valor nominal (face value) y su valor intrínseco (bullion value) impediría el consumo considerable en las artes, o en su exportación como metal. Si esos ahorros estériles ocurriesen a pesar del elemento de crédito del valor de las monedas, ellos reducirían solamente por sus altos guarismos la circulación neta garantizada por el oro de los fondos de cambio.

         Para iniciar y mantener el régimen del patrón de cambio de oro, no es menester gravar al país con deudas permanentes, ni con el servicio de intereses anuales. Si se trata de una empresa puramente gubernamental -como ha sido el caso de las islas Filipinas--se requiere un anticipo temporario de fondos a fin de poder comprar y transportar la plata en barras hasta realizar su transformación en monedas y ponerlas en circulación. Una vez en curso, cómo quiera que fuese, la suma gastada en la adquisición se saldaría con las nuevas monedas y el lucro de 90 a 40 por ciento proveniente de su valor nominal quedaría para ser relegado en la reserva de oro.     En otros términos, las monedas pagarían por si propias, por mucho a la manera del oro bajo el régimen de la libre acuñación (free coinage). La diferencia estaría en que la deficiencia del valor intrínseco de las monedas de plata, en el caso de su egresión bajo el sistema del patrón de cambio, se supliría, con un beneficio señorial (seigniorage profit) que debe ser puesto de lado en calidad de reserva de oro.

         Si se trata de una operación encomendada a una entidad bancaria, que depararía los anticipos preliminares para adquirir el metal, y ocurrir a los dispendios del monedaje y los servicios de arbitrajes imprescindibles para hacer entrar en actividad el sistema, seria con el reparto equitativo con el gobierno de las utilidades de la acuñación como se le podría remunerar debidamente, sin reducir, bien entendido, la parte correspondiente a la reserva de oro más abajo de lo prudente. En el caso de un país relativamente pequeño, de cuya reserva fuesen custodiadores los mismos banqueros, a todas luces que ellos serian capaces de dar con la mejor voluntad todos los pasos necesarios para mantener la paridad legal, en el supuesto de inusuales giramientos sobre dicha reserva, todo el tiempo que el gobierno concerniente desempeñara la parte que le incumbe con benévola fe y que mantuviese el orden civil.

         Inter armis silent legis. -El patrón de cambio de oro en el caso de un levantamiento que arruinase las finanzas de un país, no podría comportarse diferentemente, de cualquiera otra forma de moneda circulante en parecidos eventos. Si la circulación de un país bajo tales condiciones consistiera en monedas de oro, ellas serían o exportadas u ocultadas; sí fuese de billetes de papel moneda, se desplomarían a desconocidas profundidades; si bajo el régimen del patrón de cambio no fuese posible mantener la paridad, las monedas tenderían a descender a su valor mercantil de lingote de plata5, que lejos de ser un apetecible mal, es por tanto, si llega a consumarse, preferible, infinitas veces, a los inescrutables abismos en los cuales una circulación fiduciaria no podría menos de caer.

         Huelga aquí circunstanciar detenidamente los procedimientos, merced a los cuales, una nueva monetización sustentada sobre el talón de cambio entraría en circulación. Si el gobierno tratase de amortizar a cierto tipo fijo los valores fiduciarios, ellos serían cambiados con las nuevas monedas en su valor en oro. Si la circulación del país consistiera en monedas o en billetes de papel moneda extranjeros, por los cuales el gobierno no tiene responsabilidad, luego de recibidos en las percepciones públicas deben ser dispuestos, en la forma la más beneficiosa, por intermedio de los bancos y el cambio extranjero, en tanto que para cancelar las obligaciones del estado se apelaría a desembolsos de la nueva moneda corriente. Así las cosas, si en las arcas de los bancos existieran en cantidad considerable la vieja moneda circulante que se trata de reemplazar, su cambio con la nueva seria permitido en equitativos términos, lo mismo que, en un otro caso, sería permitido la libre exportación del de los valores extranjeros y la substitución en sus reservas por la nueva, gracias a la venta de letras de cambio sobre dichas exportaciones.

         Estos procesos de transición constituyen siempre una de las más delicadas etapas de la introducción de una nueva moneda corriente. Y es a causa de lo intrincado del problema, que la cooperación de los bancos sería preferible, en muchas ocasiones, a la acción directa del gobierno. Todos estos problemas serían solucionados con equidad y comparativamente con pocos quebrantos para los negocios, si se confiase el cometido a un establecimiento de crédito de primer orden que buscaría los servicios de competentes peritos. La transición háse llevado a término en Filipinas y en Méjico, en un breve lapso de tiempo, sin mayores turbaciones para los negocios, ni los tipos del salario y los precios a la sazón reinantes, y aun con tal buen éxito, que ambos países beneficíáronse con una enorme cuantía para el incremento de sus reservas de oro, por una parte, con la venta de giros, y por otra, del rédito devengado de los fondos depositados en los centros financieros del exterior.

         En ambos países, mientras persistía en circulación una suma crecida de signos de cambio era, porque respondía, substancialmente, con la misma precisión automática con que un stock corriente de oro y de billetes de banco respondería a los vaivenes de la demanda de capital circulante y a la influencia del curso del cambio exterior. Esta regulación automática se practica por medio de la venta de giros sobre los fondos en oro de afuera y el consecuente retiro temporario de la porción de moneda corriente así  invertida, hasta que dicha porción era, de nuevo, restituida al uso por un movimiento contrario de los cambios (counter  mouvement of the exchanges). Nunca en ambos países la saneabilidad (soudness) y la permutabilidad (exchangeability) del numerario han sido cuestionados, tanto que en lo más álgido del pánico neoyorquino de 1907, los mismos banqueros internacionales se aprovecharon de la tranquilidad financiera imperante en Manila para transferir fondos a la asediada metrópoli por medio del automático trabajo de los fondos de conversión, a fin de mitigar el «currency famine» que, bajo el vicioso sistema monetario de la América del Norte, había causado la suspensión de todo pago en efectivo.

 

NOTAS

 

1) Se está muy lejos de un acuerdo entre los autores respecto a esta palabra (articulo currency en el Dictíonary of  Pholosophy de Baldwin).Para Conant currercy se aplica a los instrumentos ordinarios de circulación que tienen curso sin endoso. Levy lo traduce por monnaie courante.—Nota del traductor.

2) Véase “Principels of Money and Banking” p. 353 volumen I del autor.

3) Así, en el Brasil, los 297.000.000 mil reis papel en circulación, en 1890 valían, en oro, más que los 783.361.000 mil reis puestos en circulación forzosa en 1898. Vide “History of  Moderm Banks of  Issue” 4º edición, p. 501 del autor.

4) El mismo Conant se ha ocupado personalmente de estas cuestiones. Véase el Informe que, a semejanza del The Banking System of Mexico (1910) ha rendido últimamente a la National Monetary Commission: “The National Bank of Belgiun” Washington. Govermment Printing Office, 1910.-Nota del traductor.

5) Que el descenso a ese extremo no es inevitable demuéstrase en España, por los actuales estatutos de la acuñación de la plata, la que tiene un valor de cambio por cima de 90, y un valor mercante por bajo de 50, Dos factores contribuyen a este resultado -la limitada cantidad de monedas de plata y la posibilidad de la reasunción de pagos en oro,-aparte el intrínseco valor del metal que fija, en cualquier momento dado, el minimum abajo del cual el valor de cambio de las monedas es imposible que llegue a caer.

 

 

EXPLICACIONES DEL TRADUCTOR

 

         (He pensado que estas líneas finales podrían contribuir a precisar algunas nociones y algunos hechos objetos de alusión en ciertos pasajes del conciso trabajo de Carlos A. Conant, concisión, desde luego, que he tratado de conservar en nuestra lengua -acaso sin conseguirlo- de suyo, a ella tan rehacia).

 

 

         Por el tratado de paz del 10 de Diciembre de 1898 el archipiélago filipino pasaba del poder de España a manos de los Estados Unidos. El peso mejicano constituía entonces en esas regiones, como en la casi totalidad de los países de extremo oriente, el principal instrumento de los pagos. El peso hispano-filipino de ley inferior entraba por una parte ínfima en el stock monetario circulante del país. Al igual de su antigua metrópoli, las islas Filipinas se resentían de las funestas consecuencias de la dislocación de los cambios, esto es, del rompimiento de la paridad entre la moneda de oro y la moneda de plata.

         Por razones fáciles de comprender, este estado de cosas era por extremo perjudicial para el comercio, día por día en acrecentamiento, con los Estados Unidos. Por eso, en 1901 el secretario de la guerra encomendaba al señor Carlos A. Conant el estudio de las dificultades monetarias y del comercio bancario de esas islas, a fin de formular las proposiciones que juzgase adecuadas para la solución de estas cuestiones, de modo a poder someterlas a la consideración del Congreso Americano. El informe era del 21 de Noviembre de 1901 (A special report on coinage and baitking in the Philippine Islands; Washington; goverment printing Office). Después de ciertos ires y vénires, en intenciones de reformas y aditamentos que no resultaron entre ambas cámaras, fue finalmente votado, y, el 2 de Marzo de 1903, aprobado por Roosevelt (bill Lodge). La reforma estaba hecha, y el primer peso Conant, así bautizado por los indígenas, hizo su aparición en el archipiélago en Mayo del mismo año. Así nació el sistema del Gold Standard Exchange.

         Este sistema, aplicado por la primera vez de una manera deliberadamente científica por los Estados Unidos en las islas Filipinas, ha sido sugerido a su inventor por las medidas enteramente empíricas y fragmentarias que el gobierno británico había adoptado en 1893 en la India y por el ensayo más acabado, aunque en reducida escala, practicado ulteriormente en la isla de Sava 1.  Conant ha dado cohesión y sistematizado sobre sólidas bases teóricas lo que antes eran vacilantes tanteos y medidas de circunstancias dictadas al azar cuando no productos del apremio del momento. Ha hecho, puede decirse, obra de racionalización.

         En cifra, con este sistema -especie de Jano de doble rostro, patrón de oro para el extranjero, patrón de plata para el nativo, como dice pintorescamente Détieux2- se alcanza el mantenimiento del cambio de la moneda de plata en una cierta paridad en el límite del gold point: primero, por la limitación de la circulación monetaria; segundo, por su adaptación exacta a las exigencias del comercio local; y, tercero, por la seguridad de cambiar la moneda de plata en contra del oro al tipo fijado por la ley.

         Cerradas las casas de moneda a la libre acuñación de la plata, escribe Limantour, y prohibida la importación de pesos mexicanos- (hay que recordar que México era el exportador de las monedas de plata para el Extremo Oriente.)-, la cantidad de moneda circulante, o sea la suma de signos de cambio dentro del territorio nacional, quedará limitada a la existente cuando estas medidas se pongan en vigor. Ahora bien, conforme a un principio que parece bien comprobado, hay en realidad, aunque sea casi imposible precisarla aritméticamente, una relación proporcional entre el número de signos de cambio, o sea la cantidad de moneda circulante y el número e importancia de las operaciones que con ella han de practicarse, de tal suerte que si estas crecen y aquella permanece estacionaria, la moneda sube de valor. 3

         Cosa es ésta que ineludiblemente habrá de producirse en los países progresivos y en desarrollo de fuerzas productoras. Tanto que para llegar a la paridad legal basta con la mera medida determinadora del enrarecimiento de la moneda corriente y de su consecuente encarecimiento.

         Así, la tercera condición mencionada, tiene por función, principalmente, el mantenimiento, una vez lograda, de la paridad legal, pero no la de conducir a su obtención. La reserva de oro, que la creación de los fondos afectados para este servicio requieren, no sería, pues, al principio imprescindible, máxime si la tal creación importara un magno sacrificio para la nación. México, al implantar la reforma monetaria, no suministraba oro, o giros pagaderos en oro, sobre el exterior, abierta o ilimitadamente a quienes a cambio de monedas de plata y al tipo de la paridad legal lo pidiesen, a fin de ahorrarse un sacrificio en la forma de un empréstito que recargaría su deuda externa, de suyo, ya pesada; un sacrificio inútil, desde luego, por cuanto que no se trataba sino de esperar que las utilidades derivadas del margen que existe entre el valor comercial de la plata y el valor en oro conferido a la unidad monetaria, llegasen a constituir un fondo de reserva, andando los años, de importancia.

         El “gold exchange standard”, no ha sido, ni con mucho, acogido exclusivamente con alabanzas; tuvo sus detractores, y tuvo sus momentos de severos ataques. Los de la actualidad son tal vez de un otro orden, de un sesgo más teórico, más especulativo. Se argumenta menos objetivamente, desde que el principio -(principio que, a su vez, reconoce por causa otros principios); desde que el principio de que hay un límite natural a la brecha abierta en los fondos de conversión, ha sido confirmado por las experiencias de la India, México y Filipinas. Y es este principio, dice Conant, base de la seguridad del sistema, que embotan las objeciones de Arnaune, director de la casa de moneda de Francia, del profesor Bertrán Nogaro y de nlarcel Détieux. 4

         Detengámonos especialmente sobre la crítica de este último, por cierto, reputada por el mismo Conant como la más penetrante. Su consideración, desde luego, nos colocará sobre la pista que conduce al núcleo de la cuestión teórica del sistema.

         La idee maitresse de Détieux es que el sistema podría peligrar con una balanza de comercio adversa. El rompimiento de la paridad adoptada entre el metal blanco y el metal amarillo, puede ser provocado, escribe, por «cosechas deficitarias que no encuentran en las exportaciones la coutre-partie necesaria para compensar la cuantía de los compromisos contraídos en el exterior; por la ausencia de equilibrio, prolongada o momentánea, de las cuentas de crédito y de débito de los países de circulación de plata, cuando las segundas priman sobre las primeras, o si se prefiere, cuando las aportaciones de monedas depreciadas a las oficinas de conversión, reconozcan igualmente por causa la insuficiencia de las ofertas de libranzas sobre el exterior 5.

         Este peligro, se nos responde, es punto menos que imposible. ¿Por qué? ¿Cuál es la razón, en último análisis, del principio arriba aludido? Tomemos, de nuevo, lo ya consignado de que dicho principio reconoce por causa otros principios, y, tratemos, aunque más no sea sucintamente, de coordinar las ideas diseminadas aquí y allá en los diversos trabajos del autor.

         Hénos, ahora, encaminados hacia los cimientos teóricos del sistema. Como es sabido la base de su razonamiento implica la aceptación como un axioma de la teoría cuantitativa de los precios, y esto principalmente, en su formula nacional, o sea, en sus aplicaciones dentro de los límites de una nación. La teoría cuantitativa la podemos presentar, con Dolleans, en forma, o de un truismo, o de una relación matemática: en forma de un truismo cuando nos contentamos con decir “la cantidad de la moneda tiene una influencia sobre los precios”, o en forma de relación matemática cuando hablamos de «variaciones proporcionales existentes entre la cantidad de la moneda corriente y los precios»6. Igualmente hay que admitir que las variaciones cuantitativas de estos elementos se realizan según la teoría austriaca o la ley de la utilidad marginal. “El verdadero principio del valor de las monedas, escribe Conant, es que como ella no es sino una, mercancía en medio de otras mercancías, los cambios de cantidad que se operan en sus relaciones con las otras mercancías, tienen sólo lugar obedeciendo a la ley de la utilidad marginal de cada una de ellas”7.

         Si representamos gráficamente, poniendo en abscisa la cantidad y en ordenada el precio -(o bien inversamente como lo hace Colson) el punto de intersección de las curvas de la oferta y de la demanda determinará su equilibrio, y, el precio límite, el grado final de utilidad, encima del cual no tendrá lugar la compra, será un punto figurativo inmediatamente superior, proyectado sobre la línea de la ordenada. Marshall lo enuncia en la siguiente forma: la utilidad-limite (utilidad de su compra-limite) de un objeto por una persona disminuye con cualquiera aumentación de la cantidad que ella poseía anteriormente» 8.

         Por la aplicación de estas nociones, la amenaza de un balance de cuentas continuamente desfavorable es lógicamente inverosímil. En efecto, el balance de deudas primando sobre el balance de beneficios, la exportación no compensando la importación, el numerario fluirá del país hasta colmar el saldo adeudado, hecho que, repitiéndose y repitiéndose, llegará un momento en que, con la rarefacción alcanzada por el stock monetario local, adquirirá la moneda un poder de compra (purchassingpower) dentro del territorio, acaso el doble o el triple de lo que poseía antes, o sea, un valor creciente de la moneda en relación con las otras mercancías, que equivale a una baja del precio de todas éstas. Obedeciendo a la ley de la utilidad marginal, dice Conant, la tendencia natural del capital es de emigrar allí donde recogerá el más pingüe beneficio; el comprador irá, no solamente allí donde podría comprar más módicamente, sino que también, allí, donde, en razones de los recursos que posee, podría encontrar los artículos de su mayor conveniencia. La moneda abandonará el sitio donde su utilidad, en tanto que moneda, es menor, para deslizarse al sitio donde su utilidad es mayor -(la tasa del descuento, por ejemplo). Por consiguiente, todo esto vendrá a vigorizar la exportación y a volcar el balance de cuentas del país que pasaba por tan duros trances. De nuevo, los ingresos prevalecerán sobre los egresos.

         Pero en la realidad estas acciones e interacciones, esta lucha de causas y concausas, suelen ser más complejas. El mecanismo ricardiano de reajustamiento automático -recordemos que el punto de partida de estas ideas está en Ricardo-, suele estar inhibido por causas parásitas. Su influencia es a menudo contrarrestada por factores de otro orden.

         Pero precisamente, según Conant, el funcionamiento en un país dado, del “Gold Exchange Standart», tiene por objeto, establecer en él un medio menos complicado, eliminar las causas perturbadoras, simplificar, en una palabra, el medio económico, de manera a poder provocar desembarazadamente el funcionamiento de este mecanismo automático de reajustamiento.

         Y, cosa sorprendente, los hechos han venido, hasta la hora actual al menos, a rectificar plenamente sus deducciones teóricas, sus anticipaciones lógicas y sus previsiones prácticas.

 

NOTAS

 

1) Le change entre les pays á étalon d'or et á étalen d'argeut,. C. A. Conant, Recue Economique Internationale. Enero de 1905, p. 86.

2) Marcel Détieux: La question monetaire en Indo-Chine-. These pour le doctorat, página IV, 1907.

3) «Leyes y disposiciones relativas a la Reforma Monetaria, parte preambular, p.23; México, 1905.

4) Conant. “The gold Eschange Standard in the light of Experience” (Economic June 1909, p. 197).

5) Obra citada p. 252.

6) “Questions Monetaires Contemporaines” 1905, p. 44. Véase, además, el artículo de León Polier, de la Universidad de Tolosa: “Le Probléme Monetaire et ses aspects actuels» (Revue du Mois, Janvier, 1911).

7) “Principies of Money and Banking”. Vol. I, p. 162-New York and London, 1905; Harper and Brothers, publishers.

8) «Príncipes d' Economie Politique». Traducción francesa. Tomo I, p. 222. Giard et Briére, 1909.

 

 

 

 

A MI AMIGO DON RAMÓN V. CABALLERO

 

         Estando aquí he recibido la traducción del artículo de Mr. Conant que se ha dignado usted enviarme, y en el placer que me ha proporcionado su lectura ha sido parte, a más del texto y su muy amable dedicatoria, el deseo de que en nuestro país se propaguen las ideas del eminente americano sobre una cuestión de la que muchos políticos no tienen bien formado el criterio y que en la práctica gubernativa aun no ha podido abandonar a la emisión de billetes inconvertibles.

         Estimo de gran importancia su traducción por el refuerzo que trae en estos momentos de angustias a los trabajitos de la misma índole, con los cuales, sin duda, influirá en la opinión, que de algún tiempo se insinúa, para la fijación de un valor estable a nuestra moneda. Y verá usted porque lo estimo así.

         Las producciones extranjeras, no siendo del orden comercial, dan mejor y más pronto resultado cuando son introducidas por los hijos del país, y mucho más cuando son por conducto de la pluma. Por poco que valiere, siempre interesa el trabajo de un compatriota. De aquí que el número de sus lectores exceda al de los publicistas extranjeros, y usted puede estar seguro que muchos van a leer a Mr. Conant, no por lo que de sí merece, sino porque el traductor es un paraguayo que estudia en Europa.

         Esta propensión a curiosear con cariñosa deferencia el trabajo de los compatriotas, para alentarlos, o, en más veces, para atisbar sus faltas, sería conveniente explotarla en provecho de nuestra cultura por medio de traducciones y escritos de vulgarización. Lo importante es la lectura, y su difusión entre los despreocupados, por lo que no debe afligirnos el motivo, ya que, fácilmente, podría transformarse de mera curiosidad en una seria intención de instruirse. Y los más indicados para esta tarea de difusión son los que han estudiado o están estudiando en Europa, tanto por lo que en sí representan de porvenir cuanto porque el país está sediento de la infiltración cultural que se espera de ellos, y que, a lo menos, en parte tienen que satisfacerlo para hacerse perdonar el tiempo vivido en los grandes centros del mundo mientras los demás luchaban modestamente en el terruño. Para las semillas que quieran desparramar tienen bien abonado ese terruño, y «la gota en el Abril, una vale por mil,» dicen los campesinos de estos lugares. Y cuenta que hay una razón muy poderosa que ha de estimularlos para propagar los principios que van recogiendo de sus estudios, o para comentar los hechos que comparativamente fuesen observando, y en la que deseo fijar bien su atención, por haber sido usted el primero en ocupar una revista seria de Francia con tema esencialmente nuestro. Esa razón muy poderosa es la siguiente:

         Nuestra conformación política proviene de la influencia caracterizadora del territorio -semioculto en el corazón del continente- y del guaraní, hablado casi con exclusividad en el período de las tiranías, el más largo del primer siglo de nuestra independencia- y tanto como de los brazos y los capitales europeos, necesitamos de las ideas para expurgar los defectos de esa elaboración instintiva.

         Podría decirse, aplicando un término de biología, que nuestra personalidad histórica, nuestra caparazón propia ha sido elaborada por endogénesis, lo cual, mejor que todas las elucubraciones, explicaría el modo peculiar de nuestra gente, tan reservada en sus penas cuanto hospitalaria en su casa. Esto, que en tanto sentimiento y tradición lo reputo bueno, y que, aunque no lo fuera, sería dificilillo arrancarlo de nuestra naturaleza moral, requiere depuración y complemento en muchos sentidos a fin de que pueda elevarse el nivel de nuestra cultura.

         A realizar este objetivo concurre, principalmente, la extravásación de la sangre europea que, aportando nuevos gérmenes, requiere otro cauce para el desarrollo de sus energías latentes y otra interpretación de la vida de relación, cuyo concepto aprendieran nuestros padres en el sistema patriarcal de los gobiernos absolutos y que para evolucionarlo bajo el imperio de las instituciones liberales aún no hemos dispuesto del tiempo necesario en el proceso destructivo de los viejos moldes. Apenas si en tan corto lapso ha podido dar sus primicias la instrucción pública, insuficiente, eso sí, y sin fuerzas de acción sobre el substractum hereditario para contrarrestar los males que habían de venir con su remoción del tiempo. Instrucción y costumbres se han enfrentado hasta ahora, cual dos adversarios, para enfadarse recíprocamente: una, con su extranjerismo, y con su rutina, la otra. La primera, pugnando por derribar la lenta estratificación elaborada en la escondida labor de algunos siglos, se ha convertido, previamente, en fuerza destructora antes de emplear sus recursos en asentar las costumbres sociales que han de sustituir a las antiguas. Y la segunda se ha impuesto con el temperamento de las personas, que es una gran energía para arrastrar por la vieja ruta. Dos fuerzas en conflicto que, fatalmente, habían de generar graves trastornos al producirse el desequilibrio anunciador de la preponderancia de una de ellas, que en el caso, tarde o temprano, tenía que ser representada por los jóvenes, los cuales, por razón de edad, tenían que preponderar alguna vez precipitando los sucesos hasta encontrar una nivelación diferente.

         Si de estas fuerzas en conflicto, se pudiera apreciar de un lado, la importancia que tienen nuestras costumbres inveteradas como elemento de estabilidad, y del otro la eficacia de los principios en acción que están preparando una forma de vida nueva, y a la vez se pudiese determinar con fijeza los factores de reconstrucción que han de suplantar definitivamente a los de conservación y destrucción, ahora en lucha, sería dar con nuestro desideratum, porque equivaldría a definir de antemano los términos de la evolución social y política que se está operando en nuestro país, la cual necesita de un rumbo cierto y de una previsión extrema para que con las inevitables complicaciones del tiempo no sea malogrado el esfuerzo juvenil que promete la florescencia de una cultura nacional en el futuro.

         Es muy difícil el buen diseño de esa labor, y su ejecución ha de ser tan ímproba que a la fuerza habremos de repartírnosla entre varias generaciones. Pero lo que a la nuestra compete, desde luego, es formar conciencia de su necesidad, y vivir su iniciación, encarando bien a aquella y acometiendo fuerte a esta otra, y ya sería suficiente para darnos por servido.

         Si quiere penetrarse bien de la enorme importancia que todo eso tiene como tarea ineludible que hemos de cumplirla consciente o inconscientemente, en buen o mal sentido, ya que la misión de vida nadie podría declinarla sino suicidándose, y los pueblos no se suicidan, fíjese usted en los agentes motores del primer ciclo de nuestra historia propia -la consolidación de nuestra independencia- y en los del siguiente -la repoblación; después de la guerra - y ahora en lo que, descartados los apasionamientos políticos, se pueda apreciar en nuestro escenario de lucha. Voy a tratar de bosquejárselos en pocas líneas, tal como los estimo en la convivencia de nuestros padres y en la que, de presente, nosotros participamos        a fin de dirigirme más derechamente a donde quiero llegar por medio de estas líneas.

         Nuestros mayores tuvieron una presión para moldearlos, de grado o por fuerza, al régimen despótico bajo el que no jugaban la ambición de riqueza, de poder y las ansias de perfeccionamiento, como estimulante de la actividad, y todo estaba, férreamente, sometido a las ordenanzas del Gobierno, a la voluntad de un jefe que imponía, sin contemplaciones, la obediencia a sus órdenes. Bajo égida tan autoritaria, la concepción de vida tenía que ser el renunciamiento a ella y no el resorte de un mejor porvenir, de más energía, más inteligencia para conseguir los medios de aprovecharla en el bien, en la dulzura y en los sanos entretenimientos del espíritu. Con deberes tan imperiosos por el rigor de la sanción, era imprudente averiguar, y menos criticar, nada. Únicamente la ignorancia y el miedo pudieron convivir juntos en semejante medio, los cuales engendraron la rutina que había de ser el manto de la resignación con que se contentaron los paraguayos del Dr. Francia y los López. El sedentarismo en que vegetaron no era muy a propósito para sugerir un concepto más elevado de la vida o hacer sentir muy a pecho las responsabilidades hacia los sucesores. Nadie se inquietaba por salir del marasmo embrutecedor, y a la población no le hacían falta nuevos sistemas políticos o económicos porque carecía de opiniones y necesidades.

         Nuestros mayores supieron acomodarse al rigor de su época adaptándose a los hechos en vez de combatirlos, porque, ignorantes de los principios que hemos aprendido nosotros, nada podían esperar de las virtudes quiméricas de tantas doctrinas propagadas en el mundo para sacudir el marasmo de los pueblos. La vida para ellos se reducía a la obediencia y el trabajo, igual que en los conventos, y así como en los claustros el sentimiento religioso refuerza la unidad de sus congregaciones, en nuestra primitiva república el espíritu de sometimiento y fidelidad ha dado el cemento para poderse edificar el orden gubernativo, levantando en andas del amor y la buena fe esa instintiva solidaridad de origen que sé va perdiendo para nosotros. Los hombres tomaron de la vida lo que la vida daba de sí sin esfuerzos y se multiplicaron, como en los buenos tiempos patriarcales, obedeciendo al jefe que encarnase a su grupo de tal manera que todos dependiesen de él. Y llenaron su periodo bajo la dirección absoluta de tres déspotas sin siquiera sospechar que eran los depositarios de nuestro porvenir.

         Al hacerse añicos esta forma de convivencia tan simple, y aunque retrógrada muy fuerte, se adoptaron las instituciones liberales de los otros pueblos con el apéndice de cuantos derechos ignoraban los hombres sacrificados en la guerra. Esto es, que para enseñar a la población descuartizada otra concepción de la vida, se adoptó una cartilla muy difícil de aprenderse sin la ayuda del mentor propio llamado ideal. Sin esta ayuda, y para entretenerse mientras se repoblara el país, los que hacían el aprendizaje manosearon a gusto la cartilla tomando de la existencia todo lo que pudiera reportarles placeres fáciles, mercando el territorio y propagando los grandes vocablos. Para que prendiese la nueva concepción de la vida era menester que la vida existiese, y la población estaba tan exánime que apenas si a las proclamas de sus ingenuos redentores podía responder con quejas de hambre o de desesperación. Y, poquito a poco, al revivir después, primero tuvo que admirar la heroicidad de sus muertos sin preocuparse de las miserias del día y de la suerte de sus sucesores, haciendo vida en los recuerdos antes de pensar en el porvenir. De esta manera a la presión despótica que por tantos años regulara la convivencia social, moldeándola a su antojo, siguió el peso de la desgracia, y la estabilidad del poder político pudo edificarse sobre la influencia de los veteranos que encarnaban a su grupo, no por lo absoluto del mando sino por lo innegable del temple. Los hombres no podían abandonar su vieja concepción de la vida, pero dejaban que los vástagos pudiesen correr libremente la aventura de procurarse otra mejor. Sancionaron buenas leyes, no para acatarlas sino para dar la ilusión de muchas libertades. Fueron los creadores del ambiente en que ahora vivimos.

         Bien que nuestra concepción de la vida, en último análisis, procede de la de nuestros progenitores, porque lo íntimo del ser no puede escurrirse de la herencia, nosotros ya nos separamos de esta en la comprensión del sentido que deben de tener las manifestaciones de la existencia -el esfuerzo y el sacrificio- y vivimos con más esperanzas por lo mismo que, libremente, podemos aspirar a todas las cosas, y nos sentimos capaces de regeneración por el trabajo y el estudio, y nos consideramos dignos de participar con los demás hombres de la cultura que promete una vida más perfecta, un porvenir más venturoso. Nuestros medios de acción son muy superiores a los de nuestros padres, pero no podríamos vanagloriarnos de haberlos usado con más buen sentido para cimentar la felicidad de todos. No hemos llegado a remover siquiera el aluvión que la herencia y el medio rutinario han depositado en nuestras mentes como una tara psicológica, ni acaso son muchas las buenas cualidades que hemos adquirido con la educación diferente, y tampoco dignos de ser tenido en cuenta los defectos enmendados mediante las dolorosas experiencias de nuestra historia. No podríamos afirmar todavía que, moralmente, somos mejores que nuestros antepasados.

         Estos consintieron, pacientemente, un régimen brutal en que no había palenque para nada que pudiese distraer la obediencia de los individuos o prender ilusiones en su imaginación. Pero el régimen era verdadero. Si no impulsaba el relevamiento intelectual y económico tampoco era una escuela de mentira con sus promesas. Es lo mejor que puede decirse en descargo de nuestros déspotas, que no buscaron en los credos engañadores, sino en la seriedad del mando, la fuerza del poder político.

         En cambio, nosotros, con un poquito de instrucción y dejándonos embaucar por las fórmulas vacías, sin hábitos de trabajo y con falsa concepción del valor social vivimos en la inestabilidad, desconociendo que la subordinación, la coordinación y la dirección son reglas ineludibles de una justa convivencia. Modificadas nuestras instituciones políticas, hemos querido reformar también el espíritu de obediencia y fidelidad en que reposaba el régimen anterior por la «libertad» para todo y el «derecho» a todo, y ocurrió que estos vocablos no daban nada de sí y que, por el contrario, necesitaban de nutrición moral y económica para no desaparecer. Creímos encontrar en las instituciones liberales una solución hecha y mucho mejor de la que había sido impuesta a nuestros mayores, pero los hechos han venido a sacarnos del error haciéndonos palpar que las leyes no tienen sentido cuando le faltan sus bases naturales: la familia, la propiedad, la fe en un ideal sano, y sí un vacío peligroso cuando esas bases se hallan trastornadas. La solución no podía descansar en los sistemas políticos adoptados y le eran indispensables nuevas opiniones, nuevas costumbres, nuevas fuerzas de creación y de producción, Y, como todo esto estaba fuera de nuestra jurisdicción mental, ni nos ocupamos en ello. Estábamos contentos con la declaración de los derechos, la división de los poderes y la separación de las funciones para impedir que los ciudadanos, el poder político y la fortuna pública estuviesen en lo futuro a la merced de un déspota como estuvieran en el pasado. Y dimos reglas para la justicia, presupuestos para los gastos, organizamos contabilidad para las cuentas, en fin cuantas gradaciones y contratiempos se han ideado en otras partes para llegar menos pronto a la epidermis del prójimo o a su bolsillo. Y, como del resto no nos hemos cuidado gran cosa por ahorrarnos el trabajo de pensar en el día de mañana, ocurrió que a pesar de las reglas de justicia, de los presupuestos y de la contabilidad se ha llegado tan pronto, y más descaradamente que antes, a la epidermis del prójimo, a la fortuna pública y al bolsillo de los particulares. Y al ocurrir esto, recién pudimos darnos cuenta de que vivíamos sin lastre, pues a la primera necesidad de conjurar un peligro vino a ponerse de resalto nuestra indigencia moral, la hesitación, el desequilibrio, la falta de un sentimiento de solidaridad robusto en que afirmarnos para reprimir la anarquía hirviente de tantas ambiciones y odios personales que, incubados en las luchas de apasionamiento, venían nutriéndose de las disputas sentimentales adobadas con grandes palabras.

         En esta oscilación general nos apercibimos, ahora, gracias a los continuos cambios, de que para mantener el equilibrio social necesitamos algo más que de las instituciones escritas y los discursos filarmónicos, algo que sea músculo y no grasa, pensamiento y sentido en vez de lengua y saliva, algo en que apoyarnos para salvar la vida como el náufrago, y que sea durable para estar seguros del mañana.

         En medio de tanta inseguridad muchos se estarán preguntando «¿qué es lo que pasa aquí?» A lo que, si pudieran responder nuestros antepasados, dirían: «Pues mucha audacia para matar y extrema debilidad para reprimir, muchas ganas de mandar y ninguna para obedecer. Así no se mantiene la autoridad de nadie y se vive a la merced de todos». ¡Y cuántos habrán penetrado, con la recia sacudida, el valor de la obediencia ciega y del mando fuerte de nuestros mayores; hasta echarlos de menos cuando el temor iba cundiendo con la sensación del peligro!

         Los déspotas no reconocieron derechos que pudieran servir de base a la censura de sus acciones, y sus órdenes eran voces de la patria para el pueblo que obedecía a ellas sin saber, en su ignorancia, que él también era un eslabón de esa patria. Así la ambición de poder y los odios, nuestros déspotas de ahora, nos impiden comprender que apenas constituimos uno de los eslabones en el esfuerzo solidario de hacer patria, y por falta de ideal grande, de voluntad disciplinada nos debatimos en convulsiones horrorosas. El temperamento tranquilo de nuestros mayores, sus hábitos de disciplina han cedido la plaza a nuestra nerviosidad, no porque nuestra complexión moral se haya transformado con el cambio de instituciones sino porque no hemos sabido penetrar el concepto de la vida que nos aportara la influencia extranjera. En esto, y no en los puntos de carácter, ha de buscarse el quid diferencial. Nuestros mayores rehusaron el contacto extranjero, que como portador de otra savia suele exigir otra orientación, y les fue suficiente la presión de arriba para vivir en paz sin ambicionar nada. Nosotros, por contra, nacimos de ese contacto fecundador y nos ha sido indispensable buscar una nueva forma de convivencia que, conciliando todos los intereses y todas las aspiraciones, hiciese posible la estabilidad política no por la opresión sino por la justicia. Y la transición de una mano fuerte a una regla justa, de una voluntad omnímoda a muchas voluntades libres, no era cuestión de cambiar el régimen sino la educación de los gobernantes y el arraigo de las masas. Era, más que un cambio de decoración, un proceso interior muy intrincado del que nos estamos dando cuenta a fuerza de repetidos empellones. Y, aunque tarde, hemos de comprender alguna vez que para conciliar intereses y aspiraciones hay que comenzar por tenerlos sanos, a lo menos por trabajar, por ubicarse en algún ramo de la actividad útil; que para ejercer bien el derecho de elegir y de gobernar hay que robustecer el acta de nacimiento con el arraigo en la tierra y con la prestación de servicios. La convivencia social por reglas emanadas de muchas voluntades requiere lo que dijo Voltaire al definir su patria: «Este campo que cultivo y esta casa que he levantado son míos, y en ellos paso la existencia bajo la protección de las leyes que tirano alguno podría quebrantar. Cuando aquellos que, como yo, poseen campos y casas se reúnen por un interés común, me conceden voz en su asamblea, entro en el conjunto, participo de la comunidad, formo parte de la soberanía».

         Este pasaje del filósofo que ha triturado los elementos tradicionales de la entidad moral patria, muestra bien uno de los aspectos de la convivencia que el factor extranjero nos ha traído y que es la plataforma donde estamos operando nuestra evolución. Para que esta sea provechosa necesitamos arraigar a la población nativa, infundirle la aspiración de mejorar su suerte con el sudor personal para que el factor extranjero no se le sobreponga, primero con intereses y en aspiraciones políticas después. Y lejos de procurar esto, por medio de las propagandas revolucionarias nos hemos dedicado a destruir en el espíritu del pueblo toda la simiente de orden que heredara de otros tiempos como si anhelásemos el más pronto        advenimiento del periodo que Mr. Ribot señala diciendo que «en ciertos momentos de la historia el gobierno está a merced de los desequilibrados». Y esto ocurre porque carecemos de una fuerza directriz, más potente que los sentimentalismos para reunir en haz poderoso toda nuestra actividad moral y económica.

         Hemos renegado de la presión despótica como medio de imponer la unión y la paz, y, al desaparecer con los viejos veteranos la aureola legendaria que hacía tradición de gobierno a su torno, no cuidamos de formar un núcleo de imanación, bastante fuerte para que, en los momentos de peligro interior, pudiera tener la virtud de congregarnos a todos los paraguayos bajo el emblema de la nacionalidad. Cuenta que es sensible su falta, pues si bien nos consideramos descargados de la autoridad moldeadora, no es porque hayamos saneado nuestra herencia histórica de las taras odiosas del despotismo sino por altivez. Y como este sentimiento apenas escuda, y no nutre, no podemos descansar en él solamente y nos ha menester un culto inmanente que, al mismo tiempo de unirnos, estimule nuestra vocación de saber, el desarrollo de nuestra energía física, los impulsos de nuestro carácter, para que podamos llegar en algún tiempo a la alegría del vivir, mediante una conducta práctica y discreta, sin temor de las asechanzas arteras o de los atropellos malvados.

         Ese culto de las personas, y no a las personas, tiene que ser nuestro ideal de vida como nación. El trabajo de fijarlo es lo más difícil e importante que tenemos para muchos años. Difícil por lo que depende de la concepción que los individuos puedan tener de la felicidad y del rumbo que quieran imprimir a sus energías. Importante, lo más importante de todo, por cuanto de él dependerá que nuestra historia valga o no la pena de ser contada en los venideros tiempos.

         Si para ideal colectivo pudiera elegirse lo que se encuentra en los libros o lo que pregonan los reformadores, ya lo escogeríamos a gusto. Por desgracia, ellos no son el cauce de la vida, y gracias que sirvan para orientarnos en la tarea de abrir rumbos a la actividad, cuyo engranaje complejísimo es el que debe de indicarnos la ruta como una resultante de los esfuerzos comunes, durante un periodo más o menos largo. No es esto desconocer la eficacia que tienen los libros con su interpretación de la vida, ni considerar en menos el poderoso estimulante de los credos reformadores, puesto que los publicistas, sobre todo aquellos que sientan más a lo vivo los deberes de su grupo y tengan más conciencia de la misión de su época, influyen en la elaboración del pensamiento de sus contemporáneos, y hasta pueden llegar a decidirlos para la acción. Digo eso solo para distinguir el ideal de nación, en lo que tiene de vida y fuerza, del ideal de los escritores que, las más de las veces, no encierra otra cosa que la ilusión de un porvenir soñado. En el ideal de nación actúan siempre las leyes superiores de la raza y el medio para solidarizar a las generaciones en la obra de una civilización común, y en el de los escritores influye el talento, el sentido moral y las aspiraciones personales.

         Pero como las fuerzas morales de una sociedad proceden de las aspiraciones de sus miembros, trabajando para que estas aspiraciones se encaminen de una vida robusta y provechosa hasta la comprensión de la realidad moral que encierra esa entidad abstracta que llamamos patria, podríamos decir de los publicistas que concurren de un modo eficiente en la elaboración del ideal de su grupo. Y, de los publicistas, aquellos que, sintiéndose atraídos por el pasado, no pueden despreocuparse del porvenir, y dan importancia a los lazos tradicionales que unen el ayer, el hoy y el mañana, y creen percibir claramente los hilos trasmisores de la responsabilidad colectiva, y no permanecen impasibles a la suerte de los que vendrán después, son los más hábiles cinceladores de ese ideal, porque si son historiadores, describen el pasado donde nació; si son filósofos, revelan su virtud; si artistas, representan su influjo, y si poetas, lo adornan con las galas de su imaginación.

         Y, pues, que, desgraciadamente, nosotros aún no hemos tenido individualidades potentes que, asumiendo con coraje la responsabilidad histórica, hayan osado indicarnos con entereza el rumbo a seguir para entretener su ideal de cultura viviente, tenemos que pasarnos con las indicaciones de los libros extranjeros y la buena voluntad de los paraguayos que escriben para matar el tiempo, aprendiendo. En este sentido, considero de gran importancia todo lo que entre nosotros se ha divulgado sobre los problemas sociales, con especialidad aquello que a economía y finanza públicas se refiere, y es en este sentido que -volviendo a tomar la intención de este escrito-, deseo despertar su interés de propagar, ya traduciendo o glosando, todas las cuestiones que pudieran tener atingencia con nuestro ideal de patria en formación. Y lo deseo, no porque sea usted el único que podría realizarlo, sino porque usted reúne dos condiciones muy favorables para ser leído: una herencia histórica que, por vincularlo al terruño más que otros, ha de poner tinte local en su pluma, más la conciencia que se ha formado de nuestra miseria por el toque de la cultura que está bebiendo en Europa, y que bien podría dar nuevos matices al sabor de nuestras cosas.

         Los que viven en la tierra luchando en sus faenas, en el gobierno o en la prensa cotidiana, para encauzar, en medio de las agitaciones de la vida, la movediza opinión de los hombres, bien o mal, sirven para adoctrinar sobre las cuestiones públicas, analizándolas y juzgándolas, pero están muy impregnados de pasiones en el estadio viviente y fácilmente llegan a corromper los más sanos principios con el áspero contacto de las realidades del día. Y nosotros necesitamos íntegra la doctrina que aplique a la cadena indefinida de los sucesos, para su interpretación conveniente, el criterio metódico que habrá de ayudarnos a torcer alguna vez el curso de nuestra historia. Necesitamos de una orientación emanada de sus fuentes naturales, la vida sana y el trabajo asiduo, para crear los músculos potentes y la fortaleza espiritual, que ambos nos son indispensables para penetrar llenos de coraje en el porvenir y poder adornarlo con la belleza de mil obras grandes. Solo así podríamos espantar al autoritarismo, el fantasma negro de nuestra historia; porque la actividad creadora de riqueza y de saber, es al mismo tiempo, fuente de dulzura, de indulgencia, de justicia, de vigor y de resolución.

         Es posible que yo exagere el valor de ciertos elementos que necesitamos para la mejor comprensión de la vida y una más perfecta evolución de nuestras costumbres, pero no puedo menos que aferrarme en ellos. La vida espiritual no puede florecer en organismos endebles, y las fuerzas que actualmente dirigen el movimiento universal son de orden económico. De grado o por fuerza tenemos que obedecer a la orientación general, a las necesidades de nuestro tiempo, a la misión del continente, y es conveniente que respondamos con inteligencia y aspiraciones propias porque de lo contrario vendrán a suplantarnos en la tarea otros más inteligentes y laboriosos que no podrían amar el país con la misma efusión de los hombres que lo regaron de sangre para que fuese nuestro ostentando un escudo orlado de glorias y tradiciones.

         A esta orientación he llegado con mis lecturas, y las observaciones personales de nuestro ambiente me han confirmado la necesidad de establecer, previamente, el orden económico para poderse servir con provecho nuestras aspiraciones de cultura. En el libro que usted menciona he procurado bosquejar esa orientación mediante las ideas ajenas que, vertiginosamente, he podido estampar en el tiempo de mis excursiones aquí. Habiéndolo escrito tan de prisa, currente cálamo como estas líneas, y fueron sin secarse todavía muchas cuartillas a la imprenta, no he podido corregir los errores que se me han deslizado, ni aclarar bien algunos conceptos que forman el canevá de la obra. Para los de nuestro ambiente que deseen juzgar ese trabajito, espero, oportunamente, salvar esos errores y aclarar los conceptos que estimo fundamentales. Pero para usted, y con usted los compatriotas estudiantes que han apreciado la obrita como una muestra de actividad en medio de mis viajes, quiero, desde luego, recalcar en algunas de mis apreciaciones relativas a la patria que anhelamos, pasando la brocha gorda sobre nuestro cuadro de vida económico financiera por encajar en el tema de la traducción que ha tenido usted la amabilidad de dedicarme. De esta manera emplearé con más placer el tiempo que estoy pasando en espera del día en que debo regresar a nuestra tierra. Y para facilitarme la redacción, en que voy a trabajar algunos ratos, haré acápite con algunas de esas locuciones latinas que han pasado literalmente a nuestro lenguaje usual, todo por el capricho de designar en términos romanos las entidades abstractas que no sabemos si designaban en guaraní los pobladores indígenas de nuestro país.

 

ALMA PARENS

 

         Al poner de acápite la expresión que, comúnmente, usaban los latinos para designar con afecto a la patria, y que muchos escritores lo usan todavía con el mismo fin, me viene la tentación de pasar una ligera revista a la evolución del concepto que ella encierra para luego definir lo que es ahora.

         Entre los romanos la unidad administrativa y militar del poder político absorbía el individuo, adaptándolo al molde inquebrantable de una fuerte disciplina y una devoción imperecedera. El núcleo de los sentimientos lugareños estaba envuelto por la autoridad de los emperadores y la influencia religiosa que daban el material de adherencia entre los ciudadanos, la fuente de sus opiniones y el emblema de su culto. El patriotismo era como un deber de abnegación hacia el César que simbolizaba toda la grandeza de Roma. El rol individual apenas si podía emerger. Fue en la Edad Media que surgió potente con los grandes señores, pero, como sólo sirvió para organizar el orden feudal, no pudo fundir a los vasallos con otro vínculo de unión que la servidumbre de la gleba. La absoluta separación de clases -amos y sirvientes- que introdujeran la profesión religiosa y la de las armas no podía tener otra ligadura que la obediencia pasiva e incondicional. A partir del siglo XI surge, en las ciudades, una nueva forma de convivencia con la conquista de las libertades municipales, pero hasta el XV no había de elaborarse el patriotismo como unidad moral de todas las clases en el sentimiento común que la necesidad de defenderse impuso con las guerras de conquista. «Hasta el reinado de los Valois es el carácter feudal que domina en Francia, dice Guizot en su Histoire générale de la Civilisation en Europe. La nación francesa, el espíritu francés y el patriotismo francés no existen todavía. Con los Valois comienza la Francia propiamente dicha. Ha sido durante sus guerras, en las aventuras de su destino que, por la primera vez, se sintieron ligados los nobles, los burgueses y los paisanos por un vinculo moral, por la virtud del nombre común, el honor colectivo y un mismo designio de vencer al extranjero. Pero en todo eso no podría encontrarse todavía el verdadero espíritu político, ninguna grande intención de unidad gubernativa e institucional tal como los concebimos en nuestros días. La unidad, para la Francia de esta época, residía en su nombre, en su honor, en la existencia de una dignidad real, cualquiera ella fuese, con tal de que, el extranjero no apareciese más.» E igual cosa podría decirse de España y los otros grupos que, en la misma época y por virtud de parecidos acontecimientos, fueron limpiando de enemigos el territorio en que por la fuerza mandaría un rey que impusiese la unidad engendradora del espíritu nacional.       

         Constituidas de ese modo la unidad de mando y de territorio, pudo luego formarse con el tiempo la unidad moral de las poblaciones procedentes de diversos troncos mediante la evolución histórica común durante un largo periodo. Las fuerzas de concreción en esta tarea fueron la realeza, la religión, las guerras y, principalmente, el idioma común que ha servido para dar forma a los movimientos psicológicos colectivos originados por aquellas. Gracias a esos factores, la similitud y divergencia de origen se fundieron luego en la tradición histórica, la que a su vez envolvió al conjunto en el sentimiento de la patria. Posteriormente, las revoluciones populares, al quebrantar el poder de los reyes y la influencia de las religiones con el reconocimiento de los derechos individuales y la libertad de conciencia; humanizaron el sentido de esa sublime unidad moral. Y en nuestros días, con la solidaridad creciente de las clases proletarias de todas las naciones, los progresos científicos, la difusión de la prensa, la supresión de las distancias, el antimilitarismo, la alta finanza, etc., tienden a rebasar la unidad patria para establecer otra superior en el internacionalismo, que, probablemente, no ha de realizarse de acuerdo con las utopías socialistas pero que hace esperar la formación de más grandes síntesis sociales como órganos de mayor difusión de la cultura.

         En concreto podría decirse de la patria, en nuestros días, que ella es la más fuerte unión moral de los hombres que, aun disintiendo sobre el régimen político o profesando diversas religiones o teniendo opuestos intereses, conviven con amor sobre un territorio mediante las tradiciones de un mismo pasado y la esperanza de una grandeza común.

         El sentimiento y la idea de la patria han tenido que sufrir, como los otros atributos humanos, con las fluctuaciones políticas y religiosas, y nadie podría prever bien lo que todavía sufrirán con el empuje científico-económico que va enseñoreándose del mundo. Pero lo que no se modificará es su núcleo, el sentimiento instintivo del terruño. Este sentimiento constituye el fondo inamovible del patriotismo, lo que hay de absoluto en el deber que engendra, su razón de ser. La patria va perdiendo cada día su simplicidad primitiva, pero dejaría de ser lo que es y ha sido si ella no comprendiese la afección natural al terruño vivido y consagrado por el culto de los abuelos.

         Fuera de este elemento esencial, los otros tienen una importancia variable según los pueblos. El régimen político, la religión, el idioma, etcétera, que tanto sirvieran para elevar los agrupamientos europeos a la concreción moral de patria, tienen en las nacionalidades nuevas de América y en las que están gestándose en Australia, una acción menos decisiva que la actividad económica. Esta es, ahora, una de las condiciones esenciales para poderse edificar una nueva patria con los elementos recogidos en todos los centros de cultura. La unidad colectiva en que conviven monarquistas y republicanos; católicos, protestantes y judíos; patronos y obreros; conservadores y socialistas, en algunos partes hablando en varios idiomas, se explica en Europa por el sentimiento de una evolución solidaria durante siglos. Pero América y Australia no han actuado en ese lapso de tiempo, y ahora, etnográficamente, los elementos de su elaboración humana son tan variados como los factores morales que actúan en su convivencia. El régimen político no podría por sí solo imponer a los individuos de procedencia europea, asiática y africana un espíritu común que prime sobre tantas religiones, tantas opiniones y tantas costumbres, sobre todo que el señuelo para atraerlos es la libertad de conciencia y el respeto de sus manifestaciones. Para que en el libre juego de tantos seres extraños se pueda convertir la diversidad moral en la unidad de patria, es indispensable, previamente, condicionarlos por el bienestar que buscan y más los atraiga, y como él es de orden económico, con dejar, hasta exigir, que la actividad creadora de riqueza despliegue sus alas en todas direcciones se habrá encontrado el medio de ajustar tantísimas piezas en un todo orgánico.

         Es, precisamente, lo que han hecho los Estados Unidos, empezando su evolución por el orden económico para proseguirla ahora en los otros órdenes de la cultura. Lo que en otras épocas realizaron los reyes y los guerreros imponiéndose con sus espadas, las religiones nutriendo de fe con sus credos, los maestros difundiendo el saber y los poetas ensalzando las tradiciones gloriosas, recogieron los Estados Unidos para fundar una patria nueva sobre el espíritu de orden y de trabajo, de abnegación y de sacrificio, de obediencia a las leyes y de solidaridad entre los ciudadanos mediante las artes y las industrias de la paz que hacen más robusta a la especie, más amable a la vida y más pujante a la civilización. Así, de recipientes que eran, pudieron convertirse, antes de un siglo, en taller de cultura, afirmando en el corazón de sus obreros el sentimiento de la patria por la incrustación en el terruño y el orgullo de pertenecer a una nacionalidad fuerte, respetada y temida.

         Esta evolución es laque equivocaron las repúblicas hispano-americanas al dar rienda suelta a su vocación guerrera, porque en vez de elaborar el meollo indispensable para la vida de relación, se pusieron a estorbarlo con las luchas civiles y las idealidades de su fantasía. Algunas pagarán esta equivocación con su independencia, y las que se salven no será porque busquen nuevos horizontes a su imaginación sino más medios de nutrir a sus músculos.

         El rumbo opuesto que, por fuerza de las circunstancias históricas, han tomado en América esas dos evoluciones, constituye el motivo céntrico de mis ideas sobre la organización que conviene a nuestra nacionalidad embrionaria para que, con el tiempo, pueda desarrollarse vigorosa y no entecarse del todo con los ensueños de una grandeza ilusoria, que no tendrá brazos que la realice ni poeta que la cante en lo futuro. Y como nuestro país es uno de los que necesitan robustecer su independencia política con buenas obras más que con razones históricas, cada uno de sus hijos tenemos el deber de concurrir con argamasa propia a la edificación que no pudieron alzar de sus cimientos nuestros mayores. Este deber nuestro es mucho más imperioso que el de los ciudadanos de las repúblicas grandes, porque, como no somos muchos y estamos muy atrasados, habremos de repartirnos la carga en grandes porciones. De mi parte no tengo la pretensión de poder con mi lote, pero, siquiera arrastrándolo en mi escenario con las fuerzas de que dispongo, no perderé el derecho de pleitear por la nacionalidad del porvenir. Con este título quiero examinar más detenidamente los elementos que integran la patria, a fin de poder asignar a cada uno de ellos la importancia que tiene para la que, de entre los paraguayos, muchos deseamos tener.

         Con el objeto de poderse comprender mejor la realidad espiritual que encierran las, entidades abstractas, se suele proceder a su examen, y esto puede hacerse también con la patria. Bien que el excesivo análisis conduce, paulatinamente, al despego de las cosas que se estiman, no temo que a usted y a los que lean estas líneas le ocurra eso respecto al Paraguay, primero, porque voy a referirme a la patria en forma escolástica, tam in abstracto quan in concreto, y segundo, porque tengo la seguridad de que seguiríamos amando a nuestro país aunque ninguna razón tuviésemos para ello, y como fijándose en sus defectos para corregirlos es el modo de amarlo mejor, creo que con algunos análisis más llegaríamos a ese resultado.

         A los efectos del que voy a intentar, y a imitación de los que, ahora, en el orden racional pretenden distinguir una forma afectiva y otra mística para poder apoyarlas en lógicas diferentes, voy a seccionar la entidad patria en cuatro aspectos principales (patria cultura, patria mística, patria afectiva y patria corpórea), para indicar mejor los elementos de que carecemos todavía y que son imprescindibles en la obra colectiva si de ésta ha de surgir la patria y la nacionalidad, «porque es menester decir bien claramente, repitiendo la expresión del Dr. Maguasco en el centenario argentino, que de nacionalidad y patria solo tenemos un principio». Y como para proceder, comparativamente, a esa indicación necesito referirme a los términos de una patria viviente, voy a hacer uso, con ese objeto, de uno de los catecismos que viene publicando Mr. Emile Faguet, de la Academia Francesa, bajo el título de Les Dix Commandements.

 

         PATRIA-CULTURA. -La patria propiamente dicha es una gran síntesis de cultura, y de cultura nacional expresada en el idioma, el derecho, la música, la pintura, el mármol, los procedimientos científicos y las invenciones industriales. Su advenimiento requiere siglos de labor intensiva. De esta naturaleza eran la patria helénica y la romana, y ahora la patria francesa, la española, la inglesa, la italiana, la alemana y la americana, aunque todavía siga en el proceso de su evolución.

         Para cualquiera de las repúblicas hispano-americanas, amalgamar, primero, los elementos de civilización-desde el idioma, ajenos- para fundir después una cultura propia es tarea muy difícil, pero lo es doblemente para la del Paraguay, que está, como prisionera de sus hermanas, en el corazón del continente. A su taller no podrían llegar los operarios europeos sin haber visto, y muchas veces codiciado, el montaje de los talleres adyacentes, que podrían ser más tentadores por la comodidad del intercambio y la remuneración del trabajo que en ellos se realice. Con esta interposición se agravaría, fácilmente, la dependencia actual de Europa con otro disolvente de los países más fuertes y mejor ubicados. Para salvarla, ya que de modo material es imposible, se requiere una fuerza de atracción muy potente, que bien podría representársela por una organización adecuada, mucha energía productiva y la mano justa del poder político. Donde el plano es estrecho puede cubrírsele más pronto con la planta humana, y con que de sus huellas no surja el rastro de haberse superpuesto en la primera prueba, ya sería suficiente para la germinación de una cultura propia. En esa primera prueba estamos de hace algún tiempo, y, aunque mucho es de temerse a la superposición de odios, intereses y ambiciones, porque la gente se ha pisoteado bastante en el proceso de su ubicación, siempre habrá en el terreno algún rinconcito para sacarnos del apuro, a condición de que sepamos enmendar las faltas cometidas. Llevamos, sin embargo, traza de disparatar más que de enmendarnos por consentir de la cultura extranjera las lindas formas, sin inyectar nada pellejo adentro. De ciencias y artes, que son signos de la más elevada cultura en otras partes, no hemos querido tomar, hasta ahora, cosa que no sea su valor profesional para hacer dinero de los enfermos, curiosos o necesitados. Creo que hasta ignoramos lo que debe ser una investigación científica y una creación artística, pero de lo que estoy cierto es de que no conocemos el motivo desinteresado que debe presidir a esos trabajos. No es que podamos, ni sea nuestro deber inmediato, llenar una función esencialmente científica o artística. Esto vendrá muy tarde, si acaso viene, pero lo que desde luego tenemos que hacer es siquiera estimular a los raros hombres que en nuestro país pueden ordenar los conocimientos por sí mismos, sin más fin que el placer estético de entrar en posesión de la verdad, el bien o la belleza espiritual. Sin ser grande el servicio que en el día podrían prestarnos esos hombres, con que preparen la simiente, y, sobre todo, con que invaliden a la morgue pretenciosa, ya sería suficiente para quedarnos reconocidos a su contribución moral. Son todavía, por desgracia, muy pocos, aunque algunos de fuste, los que se dedican a cultivar paciente y metódicamente una rama del saber serio. Y con pocos que son, sin embargo, hay gentes que los tildan de soñadores e inhábiles, tal vez porque no han tenido igual energía que ellos para elevarse sobre el nivel de sus contemporáneas. En cambio hay una tanda, cada vez más numerosa, de diplomados que están convencidos de la superioridad adquirida con su inteligencia y su labor, y detestan, no se sabe por qué, el ambiente donde se formaron. Algunos, si pudiesen, vivirían en el extranjero, sin pasar penas por la suerte del país que les ha proporcionado institutos, pensión y hasta cargos en que adquirir comodidad. Si, realmente, esto proviniese de debilidad mental o de los estudios superiores mal ordenados, que dicen los psicólogos, seria práctico examinar de antemano el sistema nervioso de los estudiantes y corregir con urgencia el régimen de nuestra enseñanza superior, porque nunca haríamos patria diplomando a hombres que han de tener a menos nuestras cosas, sin dar el sudor equivalente para mejorarlas, sin amar nuestras tradiciones y proezas, por ilusorias que parezcan y por déspotas e ignorantes que hubiesen sido sus autores, que ellos, y no otros, fueron nuestros innegables antepasados, los iniciadores de nuestra historia.

         Por otra parte, a los fines de patria-cultura, necesitamos menos de los profesionales que de los doctos en ciencias naturales, físicas, químicas, matemáticas, etc., que exploren nuestro territorio revelando nuestra fuerza de vida, y de jurisconsultos, pedagogos y buenos políticos que puedan enseñarnos a buscar la ruta propia en el concierto americano para no ser conducidos por otra. A esos mismos fines podría ayudarnos el arte en cuanto fuese nacional, que una labor muy difícil es hacerlo de savia nativa, y bien diferente del gasto en formar novicios en los centros extranjeros. Debemos prestar atención a esto, porque como tienen bien observado los norte-americanos, si las artes concurren á la nutrición del sentimiento patriótico, es más por su espíritu, por corresponderle la idealidad del país, que por la ciudadanía del artista, quien, por lo general, solo ensueña un mundo de bellezas que no tiene límites. Y por último, el idioma que, como transmisor de tradiciones, fecunda la instintiva solidaridad entre los ciudadanos, y de estos con el abolengo común, y como forma artística, crea la literatura que vivifica, rejuvenece y eterniza a esas mismas tradiciones. «La lengua, por decirlo todo, según Faguet, es la tradición, es su envoltura, y más que su envoltura, su molde, y más que su molde, el cuerpo mismo, porque es de la lengua que la tradición recibe todas sus voces y sus gestos, esos gestos que, como se sabe, llevan al alma de donde salieron y acaban por modelar bien pronto el alma inspirada en ella.» Como es el lazo nacional más instintivo, y a la vez constituye un medio eficacísimo de trasmitir los delicados matices del sentimiento y el genio inherente a cada nacionalidad, su cultivo y perfeccionamiento, es un deber patriótico. El español, el francés, el italiano, el alemán y todos los que tienen un idioma genuino, no podrían ser buenos patriotas extranjerizando su principal órgano de cultura. No así en América, donde con el tiempo, el léxico ha de sufrir parecidas evoluciones a las de los otros elementos europeos.

         Por ser ajeno el idioma oficial de nuestro país, no ha podido llegar todavía a la esfera instintiva del pueblo, de donde surge la dificultad de imprimir con el castellano los giros convenientes a la mentalidad de él. Y aun para muchos de los que hemos aprendido ese idioma en las escuelas y los libros, como para el catalán de las montañas en que estoy escribiendo, no tiene el gesto recio o el acento íntimo que necesitaríamos para compenetrar, en ciertos momentos de rabia o placer, nuestro espíritu con el del camarada. Sobre este particular no me olvido de lo que me pasó allí con los compatriotas estudiantes, en la noche de un banquete en el barrio latino y con otros de Florencia en parecidas circunstancias. Usted ha de acordarse de la explosión de ternura íntima que suscitaron los versos en guaraní de Marcelíno Pérez Martínez. Era, como la flor en el bosque, un ejemplar de poesía virgen que nos daba las añoranzas del terruño y los recuerdos de la mujer amada, con todo el sabor deliciosamente nuestro. Ni una varita mágica hubiera podido transformarnos mejor, de amigos que estábamos a compatriotas, que lo seremos siempre. Es que en el idioma indígena puede verterse, cual en una ánfora, la esencia imperecedera de lo que llevamos adentro y que nadie más que nosotros puede percibirla en desprendimiento del alma, por ser nuestro de naturaleza y no de adopción. Y súmese a esto el impulso de la altivez que acompaña siempre al instinto de la nacionalidad.

         La supervivencia del guaraní entre nosotros se debe al régimen jesuítico que hacía uso de él para someter a los indígenas, prueba de que los misioneros eran más conocedores de la naturaleza del indio que los militares, y más duchos para manejar el idioma como instrumento de docilidad. A este respecto no sé hasta qué punto podríamos quejarnos de la herencia que nos transmitieron. Es cierto que el guaraní ha sido una gran rémora para nuestra apropiación colectiva de la cultura extranjera, y todavía sigue siéndola, aunque en menor escala. Pero también ha influido mucho, muchísimo, para la homogeneización del Paraguay durante el periodo de su independencia. Es este un punto que convendría lo estudiasen con penetrante sagacidad nuestros historicistas hasta descubrir, bajo la trama de los hechos visibles, las fuerzas invisibles que determinaron nuestra segregación del Virreinato del Río de la Plata, pues no quedaría sin aplicación la teoría que Fichte ha desarrollado en uno de sus discursos a la nación alemana. Usted, que ha hecho en esa con el abate Rousselot y Mr. Thompson estudios comparativos del guaraní, podría suministrarles datos preciosos. Recuerdo lo que esos profesores le dijeron respecto a la supervivencia del guaraní, estimándola como factor de diferenciación muy útil en la comunidad americana, y, sobre todo, que sería imposible suprimir el guaraní del pueblo como signo de comunicación, si el pueblo le manifestara apego, y que, de presente, tenía poca importancia la falta de su cultivo y de una escritura adecuada, los cuales, posiblemente, vendrían con el primer poeta de aliento que surgiese en guaraní y aspirase a conmover el alma ingenua de los labradores de la tierra, que debe ser la simiente, en eterna renovación, de la nacionalidad del porvenir, Desde luego, y aunque no sea de mucho valor, ciertos semanarios le dedican algunas columnas, y los políticos hacen uso de él para engañar a los paisanos con propósitos electorales. No sería extraño, por lo demás, el advenimiento de algún soñador que, estimando el guaraní, lo levantase a fuerza de constancia del estado corrompidísimo en que se encuentra y le infundiese nueva vida a soplos de inspiración, por más que sería un trabajo heroico la tarea de convertirlo en un instrumento apto para la literatura.

         Navarro Reverter cuenta que habiendo caído una vez en manos de Teodoro Llorente, el poeta valenciano, los versos de Rubió y Ors -Lo Gaiter del Llobregat- en lemosín, o sea la lengua de Oc que hablan en estas comarcas, se hizo el proyecto de cultivar la poesía nueva, purificando el idioma de su provincia, que hasta entonces empleábase solamente para versos ramplones. Y tan la cultivó que, en los primeros juegos florales, y conjuntamente con Balaguer, obtuvo un premio, y, luego, otros y muchos hasta suscitar un brillante florecimiento poético y merecer de Menéndez y Pelayo por su Llíbret de Versos un elogioso juicio que puede sintetizarse en estas frases de él: «El Llíbret de Versos por sí sólo bastaría para impedir o, a lo menos, para retardar la muerte del habla expresiva y dulcísima en que ha sido compuesto... Versos de este temple hicieron pocos los ingenios del siglo XIX. Para encontrar alguna vez esta poesía magnánima, o civil como dicen los italianos, no bastan el oído armónico, ni la rica fantasía, ni el raudal de la dicción poética: se requiere además aquella autoridad moral, aquel suave y benéfico influjo qué ejerce entre sus compatriotas este gran ciudadano de Valencia, que es hoy la personificación más completa de su lengua y de su literatura».

         De igual modo podría ocurrir que, cayendo en poder de un paraguayo entusiasta y emprendedor, y de fibra e influencia a lo Llorente, uno de esos libros incunables de los tiempos coloniales, surgiera un poeta guaraní de verdad que hiciese la contra a todos los rimadores falsos en la lengua y a los cantores de querellas no vividas, del amor inventado y de los artificiales entusiasmos, vertiendo, sin retórica, en rimas salvajes la poesía virgen y palpitante de las dichas y tristezas del pueblo cuando su cariño en el rancho, o su orfandad y su desamparo tras el sacrificio sublime y sencillo por la patria, que también hay en los mil accidentes de nuestro pobre paisano remembranzas de amor, penas terribles e ignoradas virtudes que claman por un vate que los haga revivir, los ensalce o los consuele con el acento del habla que lo meció al nacer, y dió forma a su pasión, y voces a su rabia, y rasgos a su espíritu en los embates de la existencia y en tantas luchas sangrientas. La recompensa de un poeta así, como la de un amador agreste, no sería el eco literario sino la fecundación en las entrañas del pueblo de las simientes del númen ¡que el valor de una estrofa depositada en ellas excede al de muchas estanterías librescas!

         Seguramente no sería muy útil un tal poeta, ni haría falta a los que sólo persiguen la cultura intelectual en los infolios, y la de sus sentimientos con el ropaje extranjero, pero a muchos de los que perseguimos todo eso, con asiduidad para perfeccionarnos, nos saldría a miel sobre hojuelas encontrar exprimida el alma del pueblo en versos rudos y macizos, como cincelados a golpe de hacha para poder transmitirnos integra la sensación del primitivo ambiente paraguayo, que es lo más genuinamente nuestro y sin cuya esencia jamás tendríamos el alma parens. Por de pronto más eficacia conseguirla nuestra labor de cultura ética perfeccionando el instrumento de que a la fuerza nos servimos hasta hoy en el campo: la misión religiosa y la propaganda política. Hay que establecer una disyuntiva: o renegamos francamente del guaraní combatiéndolo por el no uso o sentamos las bases para evolucionarlo hasta que el tiempo disponga de su suerte, porque el estado grosero en que ahora se debate es bien temible por los principios malsanos que inocula en el ánimo de nuestra pobre gente. No olvidemos que «el idioma es un molde para las ideas, y que el niño, al aprender una palabra, hereda una idea tradicional». «Habría menos despotistas en Francia, dice Faguet, si el término souveraíneté no existiese. Desde que lo tenemos, la idea de que no debe existir soberanía no puede entrar en un cerebro francés y, al contrario, la idea de que debe haber un soberano -que lo fue en otra época el rey y lo es, ahora, el pueblo-está indesarraigable. La palabra impone la idea, y ésta implica la cosa, implica que la idea debe de expresarse en un objeto.» Nosotros toleramos que en el púlpito, en la prensa y en las campañas políticas se haga uso del guaraní y ni sospechamos de la degeneración que sufren las ideas y los sentimientos redentores al ser vertidos en un idioma mal trajeado con términos ininteligibles. O tenemos que prohibir absolutamente la predicación pública en guaraní o, si se le estima indispensable para ciertos actos, debemos trabajar para mejorarlo, Lo importante es no engañarse más con él engañando a los demás desde cualquier tribuna.

         Después de haber corrido por muchas de las naciones europeas cuyos habitantes hablan a un tiempo, sin perjudicar la mentalidad, su idioma y el dialecto distintivo de la comarca, he pensado en la importancia que para nosotros tiene el guaraní como nexo de connaturalización. Creo que nunca servirá para transmitir la cultura al campesino, pero como de tiempo inmemorial ha sido uno de los factores para amar a la tierra, podríamos seguir confiándole esa misión, que es tan indispensable como la cultura. Y si, por eso mismo, sirve para escudar todo un venero de viejas tradiciones que, aunque recuerden mucho de ignorancia, servilismo, y superstición, tienen más de inocencia, coraje y buena fe, no deberíamos a lo menos menospreciarlo como uno de los factores importantes en nuestra convivencia anterior porque ni nunca llegaremos a la patria cultura sin el precedente de esos rasgos de hombría, ni tenemos el derecho de cercenar nuestro pasado histórico apropiándonos de todo lo bueno para cargar a nuestros mayores con solamente lo malo que hicieron. O, mediante ellos, haremos patria, o si la malográsemos sería por no haber hecho caso al valor ciego, la fe robusta y la santa candidez con que ellos consagraran sus extravíos.

         En lo dicho del guaraní, me refiero exclusivamente al que sirve para integrar nuestras tradiciones y en tanto no perjudique al idioma oficial, pues que, habiéndonos entorpecido para la apropiación de cultura, sería muy imprudente entretenerlo a costa del castellano, cuya imposición para enseñar y aprender cualquier rudimento en todos los colegios debe ser rigorosa, por insignificante que fuese aquél y por extranjeros que quisiesen permanecer los últimos. Ni indirectamente deberíamos permitir la competición del italiano, el francés, el alemán, etc. Que se estimule el aprendizaje de estas lenguas en todas las formas posibles, menos en la de servir para explicaciones en clase. A este respecto conviene anotar aquello de «colonización sin bandera» con que algunos publicistas italianos dieron el pensamiento de arraigar en la Argentina la lengua del Dante.

         Si alguna cosa de España debe perdurar eternamente entre nosotros es esta hermosa lengua castellana, aunque fuese con las diferencias regionales de su evolución en otro ambiente. Cultivarla es uno de nuestros grandes deberes para asentar la patria en el tronco indestructible de los audaces conquistadores. Ellos nos dieron con su sangre la primera base de cultura: el idioma. Nosotros tenemos que buscarle la savia que vierta más concentrado y preciso el pensamiento solemne de los periodos cervantescos y castelarinos, ahora inaplicables al rápido decurso de nuestras labores.

         PATRIA-MÍSTICA. -En la antigüedad el factor más importante de la patria era la religión, hasta el punto de consubstanciarse en un mismo sentimiento. Los dioses encarnaban a la patria cuando la fe religiosa constituía el sustentáculo de la vida social. Toda la civilización del Oriente lleva impreso ese carácter, del que tampoco se escaparon Grecia y Roma con sus innumerables dioses.

         Montesquieu, en su Disertation sur la politique des Romains dans la religion, enseña para lo que, prácticamente, servía el paganismo entre los romanos: «Era, en verdad, una cosa muy extravagante hacer que dependiera la salud de la república del apetito sagrado de un pollo o de la disposición de las entrañas de la víctima, pero aquellos que introdujeron estas ceremonias conocían bien lo flaco y lo fuerte de la humanidad, y fue por esto que, con buenas razones, predicaron contra la razón misma. Los legisladores romanos establecieron la religión, no para reformar las costumbres y suministrar otros principios morales sino para inspirar al pueblo, que a nada temía, el miedo a los dioses, y poder luego conducirlo a voluntad valiéndose de ese fantasma. Escévola, el gran pontífice, y Varrón, uno de sus teólogos, decían que era necesario que el pueblo, ignorando muchas cosas verdaderas, creyese en muchas falsas.»

         En el periodo de la patria-mística la intolerancia religiosa era la forma excelsa del patriotismo. «Es por eso que, según Faguet, no había en Atenas ni en Roma libertad religiosa, puesto que hubiera significado libertad respecto a la patria, y esta libertad equivalía a la sedición. También por esto es que los atenienses condenaban a muerte o destierro a Anaxágoras, Sócrates y Aristóteles, y que los romanos perseguían a los cristianos. La religión en esos pueblos era una faz de la patria, o, mejor dicho, su corazón.»

         La intolerancia es el rasgo de todas las religiones en las épocas de su mayor influjo, así como la alucinación de los mártires representa el paroxismo que precede a su apogeo. Sólo que de esa intolerancia han hecho distinto uso los pueblos, según su temperamento político. Los romanos, por ejemplo, que habiendo podido imponer sus dioses a los vencidos, derrumbar los templos del culto extraño para demostrar su poderío, obraron mejor sometiéndose a las divinidades de los otros pueblos para comprender el mundo pagano en una religión común y dominarlo por la fuerza¡ Es que el politeísmo, no les hacia mella, y más bien reforzaba el culto de la patria que era lo que constituía el secreto de su grandeza. Como las creencias paganas eran conciliables, se fusionaron o convivieron en Roma. Lo inconciliable era el sentimiento de la patria que debía imponerse al género humano, fuese incorporando o sometiendo a todos los pueblos conocidos. Muy otra fue la intolerancia del catolicismo, que puede resumirse en esta máxima de Santo Tomás: «La herejía es un pecado por el cual el hombre merece ser excluido del mundo por medio de la muerte.» Y esto ocurrió por varias causas de las cuales son importantes: 1º. La incompatibilidad del cristianismo con los dioses paganos por no contentarse aquel con otra solución que su completo triunfo; 2º. su inevitable división en sectas, después del triunfo, que dio lugar al catolicismo y las otras iglesias: y 3º. su reacción contra la patria romana al rehusar los sacrificios debidos al César, quien era el símbolo religioso de la unidad político-militar del imperio. El cristianismo fue antimilitarista hasta la conversión de Constantino, evolucionando, luego de conseguido el poder temporal, como las demás instituciones. Los cismas contribuyeron, aun más que el paganismo, a la intolerancia que por varios siglos impusiera el sentimiento religioso sobre el de la patria en todo el mundo civilizado Con la Reforma surgió el protestantismo que, luego de arreciar la intolerancia, introdujo poquito a poco la tolerancia entre los creyentes, la que a su vez había de conducir, a la actual libertad de conciencia. Durante el larguísimo periodo de las luchas sectarias, la patria no tuvo más aliento que el de la intolerancia religiosa. El Papa, como representante de Dios, coronaba a los reyes bajo la influencia de una inspiración celeste que no había de tener rival en el mundo hasta el Renacimiento, y substituto hasta la Revolución Francesa.

         Después de expandida la tolerancia, la religión no perdió del todo su influencia, e igual que los otros elementos esenciales de la psicología humana pudo subsistir como uno de los factores integrantes de la patria. Su importancia, sin embargo, es muy variable de una nacionalidad a otra, aunque es indudable su eficacia moral en la organización de las más poderosas. En los pueblos orientales, que tienen paralizado el sentido político, la religión sigue constituyendo todavía el principal nexo patriótico. El Pan-Islamismo sirve como estimulante del patriotismo musulmán, bien que poca eficacia derive de él para la hegemonía de una raza tan sufrida en la guerra cuanto descuidada en la paz. El judaísmo es, tal vez, como patria-mística la más ideal que pueda concebirse.

         En los países americanos la libertad de cultos ha sido la plataforma indispensable para atraer a los hombres de todas las razas, igual que en Roma la adopción de las divinidades ajenas ha sido el medio más político de convertirla en señora del mundo. La libertad de profesar las creencias más contradictorias sin por ello sufrir menoscabo alguno, ni diferencias del poder público, ha sido entre los anglo-americanos una gran fuente de energía patriótica, y lo será también entre los hispanoamericanos. Dejando de lado las formas contemplativas, y no más que con aprovecharse de la ayuda moral que encierran todas las religiones, se podrá conseguir la unidad patriótica necesaria para luchar contra el vicio. «Los romanos, dice Montesquieu, que no tenían propiamente otra divinidad que el genio de la república, no hacían caso del desorden y la confusión en que peligraba su mitología: la credulidad de los pueblos, que siempre está sobre lo ridículo y lo extravagante, lo reparaba todo.» Es lo que está ocurriendo en los Estados Unidos con el culto de tantas religiones, cuyos sacerdotes empezaron por combatir de consuno a la impiedad para confundirse todos después en la adoración común de una misma patria.

         En nuestro país, felizmente, no se ha conocido la intolerancia religiosa desde su independencia. El clericalismo, que tanto mal ha hecho, y aun hace, en algunas repúblicas hispano-americanas, no ha levantado cabeza bajo la férula de nuestros tiranos. Entre las primeras medidas, después de la emancipación de España, contamos la supresión del Tribunal del Santo Oficio. Luego, el Dr. Francia se cuidó de poner barreras al culto y a las atribuciones del clero, independizando a éste de todo poder extranjero para extender al orden espiritual las funciones de su dictadura omnímoda. Aprovechóse del precedente jesuítico para el aislamiento absoluto de su provincia, sin respetar el culto ni escudarse en la misión de evangelizar. No daba importancia a las creencias religiosas, ni por ellas amó o persiguió a nadie, sino a la seguridad del poder que ejercía con la fruición bárbara de creerse superior a todos los hombres, incluso el Sumo Pontífice, de quien dijo a Rengger que, si viniera al Paraguay, no le haría otro honor que nombrarlo para su capellán. Al mismo viajero le advirtió que, durante su permanencia en compañía del Dr. Longhamp, ambos podrían profesar la religión que tuvieran, pero cuidándose bien de no rozarse con los asuntos gubernativos. En tratándose del poder político la intolerancia del dictador surgía de un modo salvaje. Su religión era el poder, cuyo apostolado ejercía a título de ser el único hombre capaz en la América del Sur para comprender y gobernar a su pueblo. Así se expresó un día a los Robertson. Tenía en menos las creencias religiosas porque su devoción no se dirigía a Dios, ni su temor al diablo, pero la naturaleza de esa devoción, cuyo emblema era el poder absoluto en sus manos, con más la aberración de creerse un predestinado, eran, en todo, equivalentes a las del fanatismo religioso, y el temor de que le pleiteasen su poder o lo menoscabasen, tenía la misma superstición huraña de los creyentes alucinados. El símbolo de la divinidad, no era Dios, sino el mando arbitrario, y lo que temía perder, no era su alma sino la autoridad, pero, psicológicamente, los sentimientos eran de la misma naturaleza que los inspirados por la promesa o la amenaza de la religión. El Dr. Francia era de la misma contextura moral qué Lutero y Calvino. La misma rigidez de costumbres; la misma certitud mística de la superioridad, la misma intolerancia respecto a su devoción y los mismos impulsos morbosos para imponerse. Los matices diferenciales no podrían descubrirse en rasgos que no tuvieran de algún modo relación con el objeto de sus respectivos cultos, que es donde se produce el alejamiento entre ellos, pero como las aberraciones políticas y las teológicas proceden de una misma raíz de alma y son, de consiguiente, las fuentes comunes de la intolerancia, los impulsos sanguinarios y la tiranía, puédese incluir al Doctor Francia en la misma escala patológica que a Lutero y a Calvino, tanto por lo que pueden confundirse las manifestaciones de la opinión política y la creencia religiosa en el caso de no haber sido modificadas por la educación y el temperamento de las personas cuanto porque se equivalían los patíbulos en que los tres, despiadadamente, sacrificaban a sus indefensos adversarios. Las opiniones políticas no proceden del orden racional sino del mismo orden afectivo que las creencias religiosas, por lo cual fácilmente suelen transformarse las primeras en las segundas o vice-versa. A este respecto, la historia de la humanidad se halla repleta de ejemplos curiosos, cuyas verdaderas causas ha venido a explicarnos la psicología política. Uno de los personajes con quien al Dr. Francia se le ha procurado encontrar analogía, es Robespierre, tal vez porque también se creía un apóstol predestinado a imponer el reino de la virtud. El acentuado paralelismo que habría entre ellos, estribaría en que ambos fueron la encarnación típica de la estrecha é intolerante mentalidad de sus tiempos, ansiosa de la inmolación de sus contemporáneos.

         Con el precedente del Dr. Francia, los tiranos posteriores mantuvieron el clero; más que como guardián de la Iglesia, como una secta de la religión del poder. Debido a esto, el fanatismo religioso no pudo arraigar en las entrañas del pueblo, cuya ignorancia, si bien le era un terreno propicio, estaba monopolizada por el ídolo en el poder. Creer y respetar ante todo al déspota, sino era un dogma de religión, a lo menos tenía más fuerza a los ojos del pueblo que las doctrinas evangélicas, cuyos predicadores mismos se veían obligados a loarlo desde el púlpito y a velar por él en el confesonario. El Congreso de 1816, que invistiera al Doctor Francia con la dictadura indefinida, impuso al Obispo y demás prelados, para ritual de la misa, este pegote: Dictatorem nostrum Populo sibi comiso et exercíto suo. De esta manera, el déspota, que a título de perpetuidad, arrancaba de una asamblea de inocentes el poder de tiranizar a capricho, establecía el modo de ser venerado por la Iglesia. Al Doctor Francia no le bastaba la investidura del poder vitalicio, que de modo absoluto ya venía ejerciendo, e impuso su invocación en la misa y el adjetivo perpetuo con el aditamento de ser sin ejemplar. ¡Fórmulas gráficas de la insaciable ambición de mando que había de aguzar su intolerancia política¡ Tolerando el culto religioso, que no estimaba, introdujo, sin embargo, en él modificaciones importantes con sus formulitas, reglamentos y secularizaciones, hasta el punto de degenerarlo suficientemente para servirle de coadjutor en el afianzamiento de su autoridad y de pesquisa contra los complots. De mucho le ha valido esta táctica para contener a los conjurados, en la confesión de Bogarín especialmente, y esta experiencia no fue echada a saco roto por sus sucesores. Puede decirse de nuestros déspotas, lo que de los Césares romanos: eran la encarnación del poder y el símbolo de las creencias populares. No solo la atención al orden eclesiástico sino las facultades más extraordinarias, que ni al Papa fueron concedidas por los Concilios, se abrogaron nuestros tiranos. De aquí el fetichismo que hiciera prodigios de maldad durante la guerra grande, y la falta del apoyo moral indispensable en las grandes crisis, el que de existir, hubiera trabado, sin duda, la intención aviesa de los mismos sacerdotes del culto. De ahí también la falta de verdadera fe en nuestro pueblo, que se despreocupa de todo lo que pueda tener atingencia con el orden especulativo.

         El fanatismo político de nuestros déspotas ha borrado la simiente del fanatismo religioso que inocularon los jesuitas. Es por esto que, ahora, podemos ofrecer el ejemplo paradójico de haber sido el emporio de las misiones jesuíticas, para constituir luego la república menos religiosa de América, de igual modo que por haber sucumbido en la guerra más cruenta y larga del continente, casi no tenemos generales de servicio en nuestro escalafón militar. Y no obstante esta circunstancia, (por citar otro hecho paradójico) han sido los ataques a la religión los que primeramente preocuparon a nuestros publicistas, tal como si hubiéramos estado constreñidos por la Iglesia y con la necesidad urgente de secularizar nuestras instituciones. En esto, como en todas las cuestiones nacionales, no hemos tenido nunca el sentimiento imperioso del ambiente, tal vez por no haberlo querido buscar en la realidad viva sino en los libros extranjeros, con la ayuda de los cuales bien podría suceder que algún día clamásemos por agua bajo una lluvia, porque siendo esos libros los barómetros indicadores de la sed en otra parte, y no de nuestro organismo, puede que descuidáramos la tabla de equivalencias por fijarnos en la letra lironda.

         Nada de más incongruente con nuestra realidad que la aversión a la Iglesia, porque nunca ha tenido preponderancia política entre nosotros, ni la pretende ahora que no la tratamos muy bien bajo la dirección de un obispo clarividente en la percepción de las necesidades sociales y que está dando la impresión de un prelado ilustre y un político juicioso en el gobierno de su diócesis. Es conveniente que la Iglesia Católica siga bajo el patrocinio oficial para poder con el tiempo contrarrestar con suavidad, y cuando fuese necesario dentro del país, el movimiento de fuerte reacción que se manifiesta en Roma bajo las inspiraciones de Merry del Val y Vives y Tutó. La separación de la Iglesia y el Estado, que a muchos cándidos seduce, no tendría razón de ser entre nosotros, y si para algo pudiera servir sería en provecho del clericalismo. No es de esperar que eso venga muy pronto aunque es muy de temer que, falto de ideas el meollo de los políticos, sea estampado como programa de lucha. De mi parte, si pudiera, no digo que acentuaría porque creo que no existe, pero introduciría la influencia de la religión en las costumbres del país en su rol moral y caritativo, combatiendo los esplendores del culto. Tal vez le extrañe ésta mi pretensión, amigo Caballero; por eso quiero explicarle el motivo. He leído bastante, y sin prevenciones, para poder orientarme sobre el tópico, porque siempre me han preocupado dos cosas respecto a nuestros paisanos: su ranchito propio para guarecerse y sus creencias para que sean felices así como otras dos cosas me han preocupado respecto a nuestro país: sus elementos de vida robusta y su personalidad internacional. Y, más estudio estas cuestiones, más enlazadas las encuentro. Son para mí de tal manera correlativas que he adquirido la certidumbre de que si no llegásemos a arraigar nuestros paisanos en su terruño no podríamos aspirar a la patria que ensueño. A este título voy a resumirle las ideas que he recogido de mis lecturas sobre las cuestiones religiosas que, aunque no fuese usted muy creyente, no han de desagradarle porque las he recogido pensando en que también Dios podría ayudarnos a nutrir el alma parens.

         El excesivo análisis de nuestro tiempo -ce funeste présent des dieux, dice Maxwell- nos ha conducido a la irrespetuosidad, al gusto de someterlo todo a nuestra débil razón. Y ocurre que “ante ella la religión no puede resistir, la moral se reduce en principios indiferentes y el progreso mismo pierde el resplandor de su luz. Puédese preguntar, en consecuencia, si la humanidad ha adelantado bajo el punto de vista moral.”

         Ese filósofo, que en su Psychologie Sociale Cotemporaine se hace cargo de todos los valores y de las aspiraciones sociales para estudiarlos mejor en él conflicto que de ellos nace, acaba por decir la inestabilidad en que se encuentra el mundo. «Si tuviera que caracterizar con una sola palabra, escribe, la época en que vivimos, creo que pronunciaría la palabra inestable. No se tiene el sentimiento, me parece, de estar apoyado sobre alguna cosa firme y durable, ni se está seguro de lo que vendrá luego. No es que se tema, como en otros tiempos, la invasión brutal de gente lista para el pillaje; no. La inseguridad es más grande: se tiene la sensación de que el mundo está sacudido en sus cimientos, como si pronto tuviera que desplomarse sin dejarnos un abrigo donde buscar refugio.

         En medio de esta inestabilidad universal, el progreso de las ciencias y las industrias va molificando profundamente la manera de coexistir los individuos, haciendo surgir la inestabilidad religiosa y moral con un síntoma amenazador. El prodigioso adelanto de la época contemporánea se ha cumplido a fuerza de máquinas y a costa de los principios morales que en otros tiempos constituyeran el núcleo de concentración. Al robustecerse las fuerzas físicas se han debilitado las del orden psicológico, porque la aglomeración urbana, el aumento del costo de la vida, la disociación del capital y el trabajo, la violencia de las huelgas revolucionarias, la competencia mercantil, el abuso de los sindicatos, las exageraciones y sugestiones de la prensa, etc., han impuesto la necesidad de otra regla de justicia y de una nueva forma de disciplina para encauzar las impulsiones anárquicas y establecer las modificaciones requeridas en el régimen de la propiedad, la familia, la asociación, el gobierno, etc., y para todo eso no se cuenta todavía con un principió moral de mucha pujanza. Las bases de nuestra convivencia han perdido enormemente su influencia tradicional por obra de la crítica con que se ha desmenuzado a la religión y a la moral, que parecían los fundamentos inamovibles del matrimonio, la autoridad, etc. Con la comprobación científica de que todos los fenómenos obedecen a leyes rigurosas y no a la voluntad intercesora de los profetas milagrosos, los textos sagrados perdieron su primitivo valor. Con la incertitud y la diversidad de las nociones morales la idea del bien y del mal no tiene la aceptación y la claridad suficientes para imponerse a todos los hombres por medio de reglas sencillas. Los trastornos revolucionarios se han encargado de enseñarnos la ineficacia de la autoridad por sí sola, y, por el estilo, unos tras otros los descubrimientos y los hechos han venido esfumando la fe y los ideales con que la gente del pasado se ilusionaba en pos del porvenir.

         La religión cristiana, que diera a los pueblos de Occidente un formulario de conducta, va descuidando cada día la influencia moral que tenía, en parte por la cristalización de sus dogmas que, por la rigidez del clero, no han podido adaptarse a las necesidades de un ambiente distinto al de su florecimiento, y en mucho por el espíritu de análisis inherente al periodo científico-económico. «Difícilmente, dice Maxwell, se podría aceptar hoy una creencia sin razonar sobre ella, y es preciso reconocer que el razonamiento no es muy favorable a ciertas formas muy rígidas del Cristianismo. La eternidad de las penas del infierno, por ejemplo, es mi dogma que parece bárbaro a nuestra piedad: somos más indulgentes que el Dios del Cristianismo. La redención por los méritos de la sangre de Jesucristo es una tesis que sorprende a muchas inteligencias reflexivas. Este sentimiento de sorpresa revela un progreso en la evolución moral de la humanidad, que ya ha pasado el nivel que tenía cuando la formación del concepto de la divinidad en el Occidente. Este concepto no corresponde mas a nuestras ideas sobre la justicia y la bondad. Tal vez en esto, más que en los progresos de la ciencia, pueda indagarse las causas del decaimiento espiritual del Cristianismo. Un Dios cuya cólera no se aplaca sino con la muerte de Jesucristo, es una divinidad concebida sobre el tipo de los dioses a los cuales se ofrecían sacrificios humanos.

         Como dentro del culto cristiano la Iglesia Católica es la más refractaria a las modificaciones y el Protestantismo muestra bastante ductilidad, aquella es mucho más discutida, aunque sería arduo decir cuál de las dos ramas obra con más tino. «Cuando se ha reconocido los métodos de que hace uso la Iglesia Católica, dice Bergeret en sus Principes de Politique, no es de extrañarse que el pueblo, a medida de su independencia, se dirija hacia el protestantismo. Lo que en éste agrada al pueblo es la lucha contra la autoridad, la involucración en los dogmas de principios de libertad, igualdad y fraternidad. El pueblo siente halagos con la idea de que tiene el derecho de admitir o rechazar ciertas creencias, de interpretar la Biblia, según sus luces, y hasta de poder pasarse de una secta a otra, sin por ello reprochársele la conducta. Pero el vicio capital de esta reforma es que la última palabra no pertenece a nadie. Par eso se subdividió en una infinidad de sectas, cada una de las cuáles, para conservar a sus adherentes, se ve obligada a permitir las más diversas interpretaciones. De esta manera las creencias tienden a individualizarse constantemente, y llegará el día en que, para definir a los protestantes, no habrá más remedio que limitarse a decir que no son católicos.»

         Se teme que para apuntalar a la fe religiosa, en demolición, sea inútil la mayor o menor ductilidad de las sectas. Perdida esa fe, que era como un resplandor para la conducta, no es posible recuperarla con solamente las medidas liberales. O se acepta ex abundantia cordis la interpretación teológica del mundo, o se la rechaza por el ministerio de la razón. Pero como la naturaleza humana necesitó de un guía que la encamine, mediante el orden, a una destinación superior, y ese guía, que era el dogma religioso, fue analizado y discutido hasta negársele su procedencia divina, Augusto Comte quiso suplirlo con la filosofía del positivismo, preconizando una religión nueva sin metafísica ni contacto alguno con lo sobrenatural. El positivismo comprende, sin Dios ni Rey, el dogma y el culto necesarios para defender a la sociedad contra la anarquía revolucionaria, ofreciendo, a los hombres que han perdido la fe, la base moral del deber a fin de no rebasar sus lindes. Comte no atacaban las religiones, estimándolas por el contrario como una simiente indispensable para el orden social, y sobre todas, recomendaba a las de forma monoteísta, y de entre éstas, prefería el catolicismo. Su ideal no era otro que ofrecer un refugio a los descreídos. «Exigir a todos los que crean en Dios que se hagan católicos en nombre de la lógica y la moral -son sus palabras,- y que los que no tengan esa creencia, ingresen en el positivismo.» No creyéndose posesor de la verdad absoluta, no pretendía imponer su dogma, sino más bien hacer una alianza con el Catolicismo. Pensaba que la humanidad, con la deserción de la fe religiosa, llegaría algún día al estado de agnosticismo, y se alarmaba de que las cuestiones metafísicas tuvieran que tropezar con la negación absoluta del ateísmo, por lo que se propuso resolverlas de antemano con la ingenua confesión de la impotencia humana ante el problema del más allá. Viendo que para una multitud de personas la pérdida de la fe se traducía en un desequilibrio peligroso para el orden social, quiso mostrar los fundamentos racionales de él. «Restablecer el orden social y cooperar a la construcción que debe distinguir el siglo XIX del XVIII» era el propósito principal de su doctrina. En él se parapetaba para defender, contra los sofismas racionalistas, la vía del deber, de la virtud y de la abnegación en que veía flaquear a los hombres preocupados en elegir un sucedáneo a su agotada fe, y que a fuerza de ir vagabundeando por todos los principios que antes respetara por sus creencias y fueron luego calcinados por la razón, iban cayendo en el desorden, sin temor a nada ni a nadie, hasta trocar sus viejas máximas por las más irreverentes condenaciones.

         Comte quería ayudar al huérfano de fe, y no matar la fe existente;exigía a la

razón que, con sus sofismas, no destruyese la tendencia al bien y al orden, pero no la negaba como el órgano de comprensión de las más altas virtudes. Como fue un filósofo muy apasionado por el orden, no podía complacerse con las ruinas morales de su tiempo, e imaginó un sistema tan bello y útil para dirigir a los hombres hacia el fin más elevado de la existencia, mediante la contemplación de un interés superior al individuo. «Pocos espíritus, dice Maurras, podrán seguir sin una emoción santa el trabajo por el cual Comte redujo a sistemas las impulsiones más espontáneas de la vida del corazón. Semejante prodigio es más fácil de ser concebido en los períodos remotos de la historia que al lado nuestro por un cerebro contemporáneo.» De L'Avenir de l’intelligence, transcribo el siguiente resumen del dogma y el culto del positivismo: «El dogma positivista establece en su centro el más grande ser que pueda ser conocido «positivamente», esto es, fuera de todo procedimiento teológico o metafísico, así como el dogma católico coloca en su centro el ser más grande que pueda ser pensado, id quo majus cogitari non potest, (Santo Tomás) el ser por excelencia, el ser de los seres, el que dice: sum qui sum. El ser del positivismo ha sido tomado y electo por las ciencias positivas en el último término de su encadenamiento, cuando ellas han tratado de la sociedad humana: es el mismo ser que propone a todo hombre, cual su fin natural, la instintiva revelación del amor en la apacible soledad del corazón que se busca siempre a sí mismo; ser semejante y diferente, exterior a nosotros y escondido en el fondo de nuestras almas, próximo y lejano, misterioso y manifiesto, siendo a la vez el más correcto de todos los seres y la más alta de las abstracciones, necesario como el pan y modestamente ignorado por aquel que no tiene la vida sino por él. Lo que dice la síntesis, lo que la simpatía murmura está repitiéndolo una sinergia religiosa de todos nuestros poderes naturales; El Gran Ser y la Humanidad.»

         «Como lo ha hecho notar justamente uno de los mejores discípulos de Comte, M. Antoine Baumann, humanidad no quiere decir solamente el conjunto de los hombres vivos sobre el planeta, ni el simple total de los vivos y los muertos. Se refiere especialmente al conjunto de los hombres que han cooperado a la gran obra humana, de aquellos que sobreviven en nosotros y los continuamos, de aquellos de quienes somos verdaderamente deudores, ya que muchos no han sido más que “parásitos”. Esta numerosa élite de la humanidad no es una imagen vana. Ella forma lo que hay de más real en nosotros, puesto que la sentimos así que indagamos el secreto de nuestra naturaleza. Agentes de los hechos matemáticos y astronómicos, agentes de los hechos físicos y químicos, agentes de los hechos de la vida, aún lo somos más de los hechos relativos a la familia humana. Dependemos de nuestros contemporáneos, y mucho más de nuestros predecesores. Lo que piensa en nosotros, y antes que nosotros, es el lenguaje humano, el cual, no es obra personal nuestra sino de la humanidad; es también la razón humana que nos ha precedido nos envuelve y se adelanta; es la civilización humana en la que un aporte personal, por importante que fuese, nunca llega a ser más de una molécula de energía en la gota de agua arrojada por nuestros contemporáneos en la corriente de ese vasto río. Acciones, pensamientos o sentimientos no son más que productos del alma humana, nuestro espíritu personal no hace casi nada por ellos. El verdadero positivista exclama algo así como San Pablo: in ea vivimus movemur et sumus, y si ha puesto su corazón en armonía con su ciencia y su fe no podría menos que agregar, en un acto de adoración, las palabras un tanto modificadas del salmista: Non nobis, Domina, non nobis, sed numini tuo da gloriam... De ahí que el culto correspondiente al dogma y a la moral del positivismo no sea más que una derivación del culto católico. Las invocaciones, las confesiones, las efusiones, los nueve sacramentos, el calendario en que todos los días y los meses del año están consagrados a los grandes tipos de la humanidad, se hallan calcados sobre los ritos de aquel. Lo mismo ocurre con los ángeles tutelares (la madre, la hija, la esposa, que reciben el nombré de dioses domésticos), la utopía de la Virgen Madre, el sacerdocio y el templo de la Humanidad. Y lo mismo con el establecimiento de un poder espiritual presidido por un gran prelado de la Humanidad, el Papa del porvenir. ¿Es que el ritual del catolicismo no es también debido al ritual de las religiones precedentes? Todas las instituciones religiosas han sacado la substancia de sus inmediatos antecesores.»

         Con esta trascripción es suficiente para dar una idea del dogma y el culto del positivismo, el que, si como religión no ha podido inspirar la exaltación mística de las otras, en cambio como filosofía ha fecundado a inteligencias brillantes y dado los más sanos principios para el orden social. He procurado bosquejarla a vuela pluma, no precisamente por eso sino porque ofrece la particularidad de poder ubicársela entre el racionalismo puro y la religión católica, algo como una escala para volver a ésta o para consolarse de la fe perdida. «Comte, escribe León de Montesquiou en un prefacio, ha tenido tanto respeto y una tal admiración al Catolicismo, tan alta y profunda comprehensión de su rol histórico y social, que, prácticamente, aunque no en el pensamiento del filósofo, esto podía constituir para algunos como una etapa para volver a esa religión. Comte, sin duda, hubiera mirado esta vuelta del positivismo al catolicismo como una retrogradación, porque para él su doctrina marcaba un progreso del espíritu humano. Lo esencial, y lo que deseo fijar aquí de su tendencia, es que no era negativista, ni procuraba que la razón minase la fe religiosa. Comte ha buscado el medio de construir y de conservar, y no de destruir como los actuales herederos del racionalismo que voy a examinar.

         Uno de los defectos que más se achaca al Catolicismo es la fuerte disciplina que a modo de intolerancia, impone a sus adeptos para someterlos a la absoluta dirección del clero. Exigiendo una fe ciega a la voluntad del Papa, so atributo de infalibilidad, y una inquebrantable obediencia a los prelados ejecutores, so pretexto de humildad, ha llegado a restringir de tal manera la libertad individual que ya en varias ocasiones ha sido una de las causas principales de las grandes reacciones, el Renacimiento y la Revolución Francesa, por ejemplo. Por eso, esas reacciones fueron propicias para el florecimiento de los filósofos racionalistas, quienes, por rechazar la tutela religiosa, tendieron a una interpretación más humana del mundo, dando empuje y valor a sus propios raciocinios sin respeto a las creencias tradicionales. Pero el inmenso servicio que prestaran esos filósofos con la libre manifestación del pensamiento, sumido durante siglos en los claustros, no es suficiente para tapar las exageraciones a que forzosamente tuvieron que llegar en la prosecución de investigaciones imposibles. Cada periodo histórico que transcurra ennoblecerá la labor de ellos con los resultados científicos que hicieran viables por la emancipación intelectual, al mismo tiempo que irá anotando las consecuencias de sus errores sobre los fundamentos y el destino de nuestra sociedad, porque, por ser muy compleja la naturaleza humana, con solamente la crítica de la razón pura y todas las teorías del conocimiento no podrá ofrecerse la felicidad deseada, que ha sido y es el magno problema, nunca resuelto, pero prometido en otros tiempos por la fe religiosa y que ahora está en honda crisis por obra del progreso científico-económico, el que si para muchos ha multiplicado la alegría del vivir en cambio ha hecho patente el sufrimiento de los más, sin cuidarse de la base moral en que tiene que residir la satisfacción de todos.

         La doctrina racionalista se ha servido de la lógica con excesivo rigorismo, buscando por la vía del conocimiento la explicación de todas las verdades, de las cuales, las místicas, por residir en otra esfera del espíritu, no han podido surgir a los golpes del escalpelo escrutador y tuvieron que permanecer ocultas en el corazón humano como los otros atributos incomprensibles. Las creencias religiosas obedecían a las necesidades místicas que no admiten la lógica racional y exigen fe, que no se traducen en verosimilitud sino en consuelo, por lo cual no pueden constituir el material de las ciencias puras sino de los dogmas, y se encuentran siempre fuera de la certitud silogística como los demás fenómenos biológicos, psicológicos y sociales, cuyas leyes precisas ignoramos, a lo menos tanto como las del orden místico, pero que no por eso podríamos darlas por inexistentes.

         Tan ineludible sería esa necesidad que al derribarse momentáneamente el culto católico, cuando la Revolución Francesa, por obra de los racionalistas, viéronse obligados sus adeptos a reemplazarlo por el de la diosa Razón, que tuvo en Notre-Dame de París los mismos ritos y ceremonias que de hacía siglos, se practicaban en esa iglesia. Y tan fuerte ha de seguir siendo, que en el día mismo los socialistas tienden a evolucionar hacia una forma religiosa con el objeto de inspirar lo a sus partidarios, «Sus apóstoles, escribe Le Bon en su última obra, Les Opinions et les Croyances, sintiendo el instinto de la necesidad, pero no osando ofrecer a la adoración del pueblo la cabeza del principal maestro de la doctrina, el judío Karl Marx, han tenido que encomendarse a la diosa Razón. Hace poco he reproducido, en mi Psychologie politique, un pasaje del periódico socialista L'Humanité, en el que al darse cuánta de la sesión inaugural de una escuela de ese partido, se refiere que el joven profesor de la Sorbona, encargado de la primera lección, dirigió como convenía, una invocación a la diosa Razón.» La causa de todo esto es la existencia en el hombre de un instinto para la fe, tal vez más imperioso que muchas necesidades, el que no pudiendo satisfacerse con la ciencia, que en ocasiones lo contraría y lo rebaja, tiene que pasar constantemente de un ídolo a otro, cual las abejas de flor en flor, si no está guiado por la inspiración de posarse definitivamente ante un solo altar. Debido a ese instinto, ahora en perversión merced a los racionalistas, los hombres van cambiando de dioses como de opiniones, pero sin alterar su tendencia a un culto, la que, traducida siempre en fanatismo a intolerancia, sigue como en el primer día del mundo. El racionalismo ha escrutado lo cognoscible, negando todo aquello que no cae dentro de esa esfera, y pudo darnos la explicación de cómo era lo humano, pero se olvidó del porqué, inevitablemente, unos seres nacen para gozar y otros para sufrir. Y como ese porqué va incrustado en la conciencia de los que sufren, que son la inmensa mayoría, el racionalismo no puede responderles, por lo cual necesitan de una fe que les abra las puertas del porvenir iluminadas por la esperanza de otra vida mejor. Esta laguna del racionalismo puede ser llenada únicamente por la religión. De ahí que esta sea, para los desgraciados, como el pórtico santo que conduce a una región celestial en alas de la fe. La religión, además, sirve las necesidades de los espíritus superiores que la ciencia no puede satisfacer, sirve a las sociedades que sufren de grandes desnivelaciones a fin de no caer en la anarquía, y sirve para enaltecer las verdades incomprensibles para el egoísmo del hombre, como la patria, la solidaridad, etc., Un racionalista a lo Voltaire es un impugnador de la patria, porque, falto de fe, no puede creer en las bases morales que la fundamenta. Ese filósofo consideraba a la patria igual que un prejuicio, y no es preciso decir el concepto que tenía de la religión. Apenas si imaginaba la patria como una adherencia al terruño y una consecuencia de la reciprocidad de servicios, según el pasaje de él que se ha transcrito anteriormente. Descartando de la patria todo lo que tiene de ideal y místico, para igualar con su diapasón racionalista a todos los hombres de la tierra, Voltaire ha opuesto la Humanidad a la Patria, a la Religión y a todas las entidades e instituciones que no son propiamente otra cosa que los atributos de la humanidad. Faguet cita de él estas frases: «El patriotismo impide amar a la humanidad. La societas generis humani no existe para el patriota» «Ser patriota es ser enemigo del resto de los hombres». «Esta palabra patria estaría bien en la boca de un griego que ignora si ha habido jamás un Milciades, un Agesilao, y que solamente sabe que él es el esclavo de un genízaro, el cual es el esclavo de un agá, el cual es esclavo de un bajá, el cual es esclavo de un visir, y el cual es el esclavo de un pachá que llaman en París el Gran Turco.» Oponer el género humano al patriotismo para negar la patria, oponer el conocimiento a la fe para escarnecer la religión, etc., es como oponer el ser a sus atributos, es descuartizar a la humanidad para tomar de ella lo que es pura razón, menospreciando todo lo que encierra de místico y sentimental. Ese es el procedimiento racionalista, muy cómodo, pero peligroso por lo incompleto. Más se le palpa al examinar la organización que propusieran algunos personajes bajo la doctrina igualitaria de la Revolución Francesa. Babeuf, el precursor de los modernos antimilitaristas, quería llegar a la felicidad común mediante la supresión de todas las diferencias, exceptuando, naturalmente, las provinentes de la edad y el sexo. «No hacían falta ni ricos, ni pobres, ni pequeños, ni grandes, ni señores, ni criados, ni gobernantes, ni gobernados. El medio de asegurar la felicidad común era de una simplicidad rara: bastaba con la exterminación de los agentes civiles y militares, de los administradores y magistrados. Dado el primer impulso demagógico contra las bases tradicionales de la sociedad era de esperarse su consecuencia, el anarquismo: Stirner, Kropotkine, Nietzsche, Grave, Reclus, etc., atacando la moral antigua y proponiendo nuevas bases para la sociedad. Son curiosos los libros de estos apóstoles, cuyos razonamientos ruedan en torno a la fuerza, sobre todo los de Nietzsche, apologista del cesarismo. Pareciera, leyéndolos, que toda la felicidad futura no consistiese más que en la violencia. «La humanidad, dice Kropotkine, no rehúsa jamás el derecho de usar la fuerza a aquellos que la han conquistado, y es menester adquirir ese derecho. Otra de las fuerzas de reconstrucción con que se cuenta para substituir a las bases tradicionales de la sociedad, y que también pugna contra las creencias religiosas, son las teorías sindicalistas. Según lo indica el nombre, sus adeptos piensan organizar la sociedad futura como un sindicato, y para nada tienen en cuenta las condiciones generales de la actual. No vale repetir lo dicho respecto a los socialistas, que también cuentan establecer la sociedad futura sin condolerse de las tradiciones actuales. Todas las doctrinas anarquistas, sindicalistas, y socialistas tienen de común la tendencia a substituir los viejos cimientos por otros nuevos, en cuyo planteamiento se separan, no solamente de sí sino también por matices los adherentes de una misma escuela.

         En medio del caos moral, que es la consecuencia de tantas corrientes opuestas en el alma de nuestras sociedades, una cosa sobrevive: el instinto de la religión. Toda la pujanza del progreso científico o industrial, con su aplastante materialismo, no ha hecho más que ahondar el viejo problema: «¿Porqué estas monstruosas desigualdades de la vida, que torturan a unos y a otros prodigan un bienestar inmerecido?»

         «Sé muy bien, responde Maxwell, que la Ciencia no busca el porqué y se contenta con el cómo, pero el alma humana pide otra cosa que eso. Pre concepción obscura de una realidad trascendental, o simple necesidad creada por la herencia, lo cierto es que existe un sentimiento que la psicología debe tener en cuenta; es el que ha gobernado los grandes movimientos de opinión cuando la humanidad ha seguido sus impulsos. No hay que imaginarse que la civilización lo haya destruido; él persiste; en el escéptico mismo suele tomar, a veces, las formas de aberración más extrañas. El sentimiento religioso, en la acepción más amplia de esta expresión, está vivo aun, y dudo mucho de que pueda desaparecer jamás. He aquí porque el espíritu humano no se contenta del cómo de las cosas y quiere tener la explicación, última. Y la explicación materialista es del todo insuficiente. Sus hipótesis, como todas, tienen también muy poca base experimental, y de aceptarlas, la conservación del tipo específico, es decir la transmisión de los caracteres hereditarios, no podría conciliarse con la de los caracteres adquiridos por el individuo. Siempre hay este misterio: ¿cómo una célula, invisible para nosotros, contiene el germen de un Newton o de un Pascal si todo está en la materia y nada fuera de ella?» El valor de esta cita estriba en que Maxwel examina en su Psychologie Sociale Contemporaine todas las cuestiones, según dice él mismo en el prefacio, «sans parti pris, sin emoción, con una inteligencia tan libre de todo prejuicio terrestre como podría ser la de un habitante de Venus o de Marte viajando sobre nuestro atormentado planeta.» Y en que, antes de juzgar sobre las opiniones, se pone en la piel de sus autores para comprenderlas mejor. Así, por ejemplo, en la discusión sobre la propiedad, el matrimonio y la familia dice: «Imaginémonos que somos verdaderos proletarios, teniendo mujer, hijos y algunas veces las otras cargas, como son parientes ancianos o enfermos, huérfanos recogidos, etc. Nuestro salario escaso, y la vida material se nos hace difícil. Nos cuesta juntar los reales; los impuestos nos oprimen más que a los ricos; las aduanas y las primas aumentan el precio del pan, de la carne, del café, y del azúcar; la contribución de sangre nos es particularmente dura; es preciso darle al Estado dos años de juventud, y hacer periodos de ejercicios muy onerosos para nuestro pobre bolsillo. ¿Qué pensaríamos de aquellos que tienen rentas sin haber hecho nada para ganarlas? ¿Qué diríamos de los financistas, cuyos millones recogidos en la Bolsa, en comisiones sobre empréstitos extranjeros u operaciones parecidas, no le han costado mal alguno? Es muy probable que el destino nos parecería bastante injusto y que desearíamos ver a los otros dar lo superfluo antes que arrancarse lo nuestro indispensable. Rebosaríamos de cólera pensando que las mujeres ricas llevan al cuello collares de cien mil escudos y sobre las espaldas vestidos de diez mil francos, y prestaríamos oído a los que dicen: «¿porqué tolerar tanta injusticia? ¿Porqué vuestros hijos tienen hambre cuando los de los ricos desperdician? Ellos no hacen nada y no tienen más cuidado que el de distraerse mientras vosotros os estáis agotando por ellos. ¿Qué derecho los sobra a ellos, y del cual vosotros no tenéis lo suficiente? Nos reiríamos de la pretendida igualdad que blasonamos, y la divisa, cuyas tres palabras están escritas sobre nuestros monumentos públicos, nos parecería una irrisión. ¿Libres, nosotros? Libres de sudar diez horas al día, a diez sueldos la hora. ¿Iguales, nosotros? Iguales, como nuestros apartamentos de tres piezas en el quinto piso son iguales a sus palacios. ¿Hermanos, nosotros? Hermanos, sí, de esa gente que nos deja morir de hambre mientras está saciándose con trufas y champaña». No digo que tengan razón, y el análisis de sus ideas muestra lo irrealizable de sus quimeras. Pero vaya tino a meter razones en las entrañas hambrientas. Y en otra parte de su obra, indicando el antagonismo entre la individualidad y la personalidad, entre la conciencia orgánica y la moral, dice: «Mi evolución mental ha sido de las más independientes, pues que desde niño no he creído en el magister díxit. Me he substraído muy pronto de la influencia atávica de la religión, contento del «que scay-je?» de Montaigne. Sin embargo, el contacto con los procesos civiles y criminales han sacudido mi indiferencia, y el sentido de la vida ha llegado a ser para mí un espantoso enigma. Había en mí un sentido de justicia, quizá profesional, que se rebelaba contra las iniquidades. Me preguntaba, frecuentemente, a nombre de qué principio superior hacía entrar en las prisiones a los condenados cuya falta era de haber cometido las malas acciones inevitables. ¿Qué habría hecho yo en su lugar? ¿No me habría también sublevado contra el orden de cosas, si sólo participase de su rigor hostil? ¿No habría sido ladrón, asesino, anarquista, todo lo que se puede imaginar? ¿Siendo la nada ineluctable el término fatal de la vida, no tendría el derecho de gozar también de mis cortas horas por todos los medios, lícitos o no? Esas son las reflexiones que uno se hace cuando tiene la pesada misión de hacer justicia, y ellas son muy inquietantes para la conciencia.»

         Por ese estilo podría citar a varios sociólogos eminentes que, ahora, sienten el vacío que ha dejado la fe religiosa y la necesidad de creer en algún dogma que remedie la incertidumbre de los conocimientos. Me concreto a Maxwell por la importancia que para mi tiene la independencia de su criterio y por las muchas observaciones psíquicas y físicas de que da prueba en sus otras obras, Les Phénoménes psychiques y Le Crime et la societé, aunque sea muy difícil que él pueda escaparse de la tendencia señalada por Beaunis, de deformar los hechos, plegándolos a sus ideas, a sus hábitos mentales, a su manera de ver, porque la observación pura es una virtud muy rara. Pero en cuanto a la necesidad de una religión, que es la consecuencia de sus observaciones, me parece que puede ser creído, dado el inmenso esfuerzo que para encontrar una que tenga base experimental, se está desplegando en el mundo científico, sobre todo en Inglaterra y los Estados Unidos. Es cierto que esta impulsión tiene mucha analogía con las de los ocultistas Paracelso, Agrippa, etc., de los siglos XV y XVI, pero lo innegable es que representa el eterno misticismo de nuestra naturaleza, con la ventaja de independizar el sentimiento religioso de la verdad científica. A esto tienden, por ejemplo, los discípulos de Allan Kardec, el codificador del espiritismo en Francia. «Nada muestra mejor la inutilidad de las demostraciones científicas, en materia religiosa, como la historia del espiritismo, dice Maxwell. Condenaciones de todas clases, desdén menospreciativo de los sabios, caricaturas de los periódicos, fraudes de los mediums expuestos públicamente, nada lo ha destruido, y permanece, por el contrario, tan vivo como hace veinte y cinco años. Por poco qué se haya observado la corriente mística de nuestro tiempo, no puede menos de extrañarse de la simpática curiosidad de que es objetó. Hace ya muchos años que he señalado el interés psicológico y social. del misticismo contemporáneo. Puedo equivocarme, y por eso expreso con toda reserva mi opinión, pero pienso de que estamos asistiendo al nacimiento de una nueva forma del sentimiento religioso, sintetizada por la necesidad hereditaria de una creencia metafísica y la necesidad de adquirir una fe que pueda adaptarse a la evolución científica y moral de nuestra civilización.»

         Para servir a esta corriente de misticismo han aparecido las doctrinas espiritistas, la Teosofía y la Reencarnación. Todas se comprenden en la hipótesis general del animismo de que el hombre está compuesto de un cuerpo y un alma. Según el espiritismo, el alma, que sobrevive al cuerpo, puede comunicarse con los seres vivientes. Según la Reencarnación, el alma tiende a perfeccionarse en la tierra, en una serie de vidas sucesivas. La Teosofía se funda en el esoterismo budhista y en la filosofía de los libros Vedas o sea que su fundadora Madame Blavatsky tenía correspondencias misteriosas con la divinidad. El Catolicismo anatematiza a estas doctrinas, y algunas sectas del protestantismo las proscriben también, pero innumerables hombres de ciencia las aceptan, y no puede negarse que ellas van invadiendo todas las esferas sociales en Europa y los Estados Unidos, aunque la mayoría de sus adeptos sean todavía en secreto. Para consolarse de esto, dicen sus predicadores, «que lo mismo ha pasado en los comienzos de la era cristiana». Maxwell, a pesar de no creer, experimentalmente, en los espíritus, opina que el misticismo contemporáneo, muy discutible como religión, tiene un gran valor como soporte metafísico de la moral. «¿Qué vale esta metafísica? Evidentemente, el valor subjetivo que nosotros le diésemos, porque ella corresponde a un orden de ideas que no se puede demostrar, e ignoro si en el porvenir se hará jamás. En todo caso, me parece que ella conviene a las tendencias del alma moderna y su influencia puede ser bienhechora para restituir a la moral su base necesaria: una sanción. Ella desarrolla el sentimiento de la dignidad humana, devolviendo a la energía y el trabajo la nobleza de que los había despojado la idea cristiana, completamente oriental. El hombre no debe ganar más la vida con el sudor de su frente por causa de la falta cometida por su primer padre, víctima de la curiosidad femenina. La labor no es más un castigo, ni el Edén perdido un asiento de la pereza inútil. El trabajo, el esfuerzo personal, la cultura de la energía son las condiciones de la felicidad futura y el honor de la vida. La familia, la raza, la patria, son las expresiones de un grupo permanente, anterior a la vida, resultando de esto que sus miembros están solidariamente unidos, y que el desarrollo definitivo de los individuos depende, en una cierta medida, del desarrollo del conjunto. A la idea de «caridad» se substituye la de «solidaridad», que es más fecunda en resultados prácticos para la moral social. Ella explica, en fin, la desigualdad y hace desaparecer la iniquidad, puesto que cada uno debe pasar a su turno por los diferentes estados sociales a fin de aprender la lección necesaria. El aprendizaje de la obediencia prepara para el futuro mando; el sufrimiento y la desgracia son las reacciones metafísicas de las malas acciones, y ellas son necesarias para continuación del progreso. No hay ya por qué resignarse, que es bien inútil; no hay ya por qué ofrecer los sufrimientos al Señor, acto injurioso para Dios, que no puede complacerse con nuestros dolores y lágrimas. Viene la aceptación con entereza del destino merecido, de la tarea impuesta y los resortes de la acción, a las cuales la resignación es contraria.»

         «Los deberes sociales e individuales encuentran en estas doctrinas su explicación y su garantía. Las tendencias contemporáneas parecen favorables a la difusión de estas ideas, en las cuales veo la posibilidad de una evolución moral a venir. Las religiones antiguas son ya impotentes para contener a la sociedad moderna. El materialismo que la gangrena conduce a la anarquía moral, seguida de la anarquía política, o de la barbarie socialista que importaría la igualdad en lo mediocre y en lo bajo. La ciencia, el arte, todo lo que constituye la belleza de la vida no tiene sentido para ella; su ideal consiste en la restricción de las necesidades sociales a las del vestido, alojamiento y alimentación. El socialismo, del que Le Bon ha puesto en evidencia su carácter casi religioso, constituye todavía, bajo este punto de vista, una forma regresiva del cristianismo; en él, la colectividad reemplaza a Dios, y la sociedad modelo aparece como una suerte de monasterio donde cada monje tendría sus necesidades marcadas, sus necesidades materiales, porque las otras no le inspiran interés alguno. Y es indispensable a toda asociación humana un otro ideal, más alto, para que el arte pueda revestirlo con su inspiración. Las sectas místicas modernas tienen uno, que todo el mundo puede comprenderlo. Es un ideal invigorant, que ennoblece el esfuerzo y la labor, que da al hombre el sentimiento de su independencia, de su responsabilidad y de su dignidad futura. Él le enseña a contar sino sobre sí mismo; le enseña el Self-reliance.»

         «Bajo el punto de vista de las tendencias actuales, el movimiento místico creo que merece una curiosidad simpática. Tiene la probabilidad de restablecer el equilibrio social turbado, justificando la jerarquía, el orden y la disciplina, sin los cuales ninguna sociedad podría vivir. Su universalidad es un elemento favorable a las síntesis de las patrias más grandes. Esta síntesis vendrá a ser necesaria en un porvenir próximo. Nosotros no tenemos sino la elección de los medios que la realizarán: el triunfo del socialismo, que será el retorno a la barbarie, según lo tienen previsto todos los filósofos; el de la finanza, que será la victoria de las pasiones menos nobles; el de la ciencia, notal como nos lo propone la escuela materialista, árida, seca, sin aplicación práctica a la sociedad, sino de una ciencia que no combatirá a las doctrinas extrañas a su dominio cuya legitimidad reconocerá. Ella no enseñará a los miserables la inutilidad de la vida sino al contrario, su significación metafísica y su valor generatriz. Es de este costado que conviene colocarse, porque es probablemente el de la verdad, y con certeza el del progreso».

         He preferido trascribir, en vez de las doctrinas del misticismo moderno, esos párrafos que dan la proyección que ellas tienen como promesa de moralidad y orden en el futuro, que son los grandes fines que ha llenado la religión en otras épocas y que Augusto Comte quiso conservarlos por medio del Positivismo.

         El misticismo moderno que tantos matices tiene, según las doctrinas espiritistas, teosofistas y del alma en evolución, explica la conservación de los caracteres hereditarios, la evolución progresiva y las leyes de asociación mediante el continuo tránsito del espíritu por todas las escalas de la vida animal y humana, cuyas formas van perfeccionándose, indefinidamente por la selección. Como las experiencias practicadas sobre ellas han seducido y engañado a muchos sabios de verdad, los centros científicos, tales como L'Institut psychologique, Society of Psychical researches, etc., hicieron las comprobaciones del caso, a fin de establecer la verdad sobre el espiritismo y el poder de los mediums más célebres para producir el fenómeno de la levitación. Nada es más entretenido que la lectura de los informes redactados sobre el particular, y que con frecuencia puede encontrarse, ahora, en las revistas especiales y hasta en los periódicos comunes. Ofrecimientos de premios a los mediums, ajuste de condiciones para las pruebas, etc., todo es curioso. Pero no es que sea curioso, sino también interesante por lo que viene a establecer una especie de método experimental para indagar la formación de las creencias y la causa generadora de las ilusiones científicas. De Les Opinions et les Croyances, trascribo el siguiente pasaje de Les noveaux horizons, una revista teosofista: «Un acontecimiento de una importancia capital en la historia de la evolución humana, se prepara en este momento. Es el que nos anuncia M. Gastave Le Bon. Se trata nada menos que de la investigación de un método experimental para estudiar la génesis de las creencias, lo cual equivale al reconocimiento, por el espíritu científico, del instinto indestructible de la religiosidad de la mente humana. Admitido él como un hecho real y como objeto de la ciencia, necesita de un método especial de experimentación, porque las leyes de su manifestación difieren de las que rigen los fenómenos físicos. Cualquiera fuese el móvil que determina a la ciencia para tomar esta actitud respecto al sentimiento religioso, no es aventurado decir que ella hará etapa en la historia de esta nueva era de la libertad. El libro mencionado puede decirse que constituye una realización parcial de los designios de M. Le Bon. En el estudia, comparativamente, estos dos problemas filosóficos; la creencia y el conocimiento. Distingue en el yo, dos aspectos, o sea, establece un “yo afectiyo”» y un “yo intelectual”.  El yo se compone de todos los residuos de las personalidades ancestrales, más o menos sólidamente unidos. De ahí que el yo pueda desagregarse bajo la influencia del sonambulismo, los mediums, las excitaciones violentas de los períodos revolucionarios, etc., constituyendo individualidades momentáneas que se manifiestan por ideas, lenguaje y costumbres diferentes del sujeto de que deriva hombres pacíficos se vuelven sanguinarios, de escépticos se hacen fanáticos, etc., durante una revolución, después de una sugestión, etc. Por eso es una quimera la pretensión de saber de antemano como se ha de obrar en tales o cuales circunstancias. Sólo pasándolas puede uno conocerse algo, porque el único medio de descubrir el “yo real” es la acción. Las personas exteriorizan su fondo por la conducta y no por las promesas. El mariscal Ney, cuando juraba a Luis XVIII de traerle a Napoleón en una jaula de hierro lo hacía de buena fe, pero no se conocía a sí mismo. Una simple mirada de su jefe disolvió su resolución, y el infortunado mariscal pagó con su vida la ignorancia de su propia personalidad. La experiencia juega un rol demasiado importante en la revelación del yo, y en ella funda Le Bon las bases de una nueva psicología, llamada a substituir a la que se estudia ahora, aclarando los problemas fundamentales de la génesis y evolución de las creencias. Juzgando insuficientes los métodos clásicos, adopta uno especial y establece cinco formas de lógica, cuyo conflicto estudia en el ensamblaje de los elementos afectivos, místicos é intelectuales para referirse luego a la vida y propagación de las creencias y a las investigaciones experimentales de su formación. La obra tiene todo el interés que le predecía Les noveaux horizons. Trascribo de ella algunos párrafos que los tomo al azar: «Los elementos constitutivos de nuestra existencia comprenden tres grupos: vida orgánica, vida afectiva y vida intelectual. La necesidad de creer pertenece a la vida-afectiva, que es tan irreductible como el hambre o el amor, y a menudo, igualmente imperioso. Constituyendo una necesidad invencible de nuestra naturaleza afectiva, la creencia no puede ni más ni menos que otro sentimiento cualquiera, ser voluntaria y racional. La inteligencia no la crea ni la gobierna. Cualquiera fuese la raza, el tiempo, el grato de ignorancia o de cultura, el hombre siempre ha manifestado la misma sed de creer. La creencia parece que es un alimento mental tan necesario a la vida del espíritu cono los alimentos materiales al entretenimiento del cuerpo. El civilizado no podría privarse de ella más que el salvaje. La duda universal de Descartes es una ficción del espíritu. Se atraviesa en ocasiones por el escepticismo, pero no se permanece en él. El filósofo no cree en las mismas cosas que el ignorante, pero también admite muchas no demostradas. La diferencia entre la creencia y el conocimiento se ha demostrado desde os comienzos de esta obra. Se ha visto que la primera es un acto dé fe elaborado en lo inconsciente, y que no exige ninguna prueba, mientras el segundo representa una creación de la vida consciente mediante la observación y la experiencia. El conocimiento instruye y no hay civilización sin él, pero es sobre todo la creencia la que nos impulsa a obrar. Durante siglos las creencias fueron los únicos guías de la humanidad.

         “La adopción de creencias quiméricas por muchos de los sabios modernos aclara la génesis de las grandes religiones que se han sucedido en la historia. Todos los fenómenos que, en otros tiempos, eran negados o afirmados sin pruebas experimentales, quedaban confinadas en el terreno de la creencia, y se rehusaba tenerlas en cuenta. Nada parecía más absurdo que las promesas de los taumaturgos preconizadores de las aguas milagrosas, los polvos mágicos, las reliquias, los dijes encantados, etc. Sin embargo, los estudios modernos sobre la auto-sugestión nos han probado que no eran del todo vanas las aserciones de todos esos soñadores. Esas aserciones han frecuentemente curado, reconfortado, estimulado y consolado. Las precisiones científicas no tuvieron siempre la utilidad de algunos errores. ¿Es que existe en el organismo fuerzas desconocidas que la imaginación pone en juego? No es posible todavía afirmarlo. So podría, quizás, formular la siguiente hipótesis: puesto que una idea, esto es, una representación mental, resulta de un cierto estado fisiológico, la fijación prolongada de una idea vendría, tal vez, a determinar inversamente el estado fisiológico que le corresponde. Para obtener una cura, pues, se necesitaría crear ciertas representaciones mentales muy fuertes. El poder de la sugestión es tal que, según hemos visto, algunos físicos eminentes creyeron durante dos años en la existencia de resplandores particulares, los cuales se les hicieron invisibles, de un modo repentino, cuando se dieron cuentan de la ilusión de que eran presa. La sugestión hace aceptar los fenómenos más inverosímiles, tal como la desmaterialización instantánea de los seres. El ilustre químico Crookes creyó de esa manera en la existencia de un fantasma emanado de una medium, la famosa Katy King, el cual no era otra cosa que la medium misma. Esta, un poco más tarde, fue tomada en flagrante delito de fraude cuando quiso repetir en Berlín los fenómenos que habían ilusionado al célebre sabio inglés”.

         «La ciencia se abstiene de abordar lo que ella misma llama lo incognoscible, y es justamente en lo incognoscible que el alma humana coloca su ideal y sus esperanzas. Con una paciencia que los fracasos seculares no han podido cansar, ella trata siempre de introducirse en el misterio inviolable a fin de descubrir el origen de las cosas y el secreto de su destino. No pudiendo penetrar, lo puebla de ilusiones. No proclamemos demasiado la vanidad de tales esfuerzos, porque las creencias que de ellos nacieron han consolado e iluminado la vida de muchas generaciones. La ciencia, un poco intolerante al principio, cada día respeta más y más las concepciones extrañas a su dominio. Ciencia y creencia, razón y sentimiento, pertenecen a dos categorías que no pueden penetrarse recíprocamente, porque no hablan la misma lengua. Ignoro si el sabio, que tratará el mismo tema, dentro de un millar de años chocará con los mismos problemas de nuestros días, y si podrá decir algo de más preciso sobre la razón primera de los fenómenos. Mostrará, sin duda, nuevos dioses y nuevas creencias como fuerzas dominantes del pensamiento de la humanidad, porque las creencias quiméricas quedarán siempre como generatrices de interminables esperanzas. Ellas produjeron, al través de las edades, a tantos dioses e impulsado en nuestros días el ocultismo, última rama de la fe religiosa que no muera nunca.»

         El ocultismo, que dice Le Bou, es la encarnación del misticismo moderno. El estudio experimental de los fenómenos inconscientes que lo han generado sirve para instruir de la acción curativa de la fe, (peregrinaciones, promesas, ex-votos, etc.) de las ilusiones creadas por las sugestiones, (la levitación en público por los fakires de la India, etc.) la transformación de las almas individuales en una colectiva, (sesiones de espiritismo al rededor de una mesita) la comunicación del pensamiento, (sonambulismo e hipnotismo), etcétera, etc.

         El ocultismo, en verdad, es una manifestación de la necesidad de tener fe, que la irreligiosidad ha venido a poner de relieve en estos tiempos. Para el pueblo, él se traduce, según un notable discurso de Maurice Barrés, en las formas más bajas del paganismo. “Señores, dijo Barrés, respondiendo a las interrupciones de la izquierda, yo no digo que eso sea general para llamar vuestra atención sobre el hecho, pero es innegable que, a medida que el cristianismo va perdiendo terreno en los pueblecitos, no se le reemplaza con los hombres provistos del método científico que vosotros deseáis sino por la magia, la brujería, las aberraciones teosofistas y el charlatanismo...» Lo curioso es que el contacto de los fenómenos ocultistas hace olvidar hasta a los sabios las reglas más elementales del método científico. Así a lo menos lo observa Grasset respecto a uno de los más ilustres sabios italianos, y puede inducirse de los siguientes ejemplos que copio: Lombroso, que asegura haber evocado la sombra de su madre difunta, para hablar con ella; Bottazi, que dice haber visto levantar a la medium Eusapia una mesa de veintidós kilos por medio de brazos y manos invisibles; Morselli, que vio fenómenos extraordinarios a la misma medium; Richet, que vio salir un guerrero armado del cuerpo de una señorita: d'Arsonval cree que un medium puede variar a voluntad el peso de un objeto, etc., etc. Y si a sabios eminentes ha podido ilusionar e inspirar fe el ocultismo, qué podría esperarse de la acción del célebre Miller, por caso, haciendo aparecer y desaparecer sucesivamente a varios fantasmas para que hablen y se dejen tocar por los asistentes, cuando tuviera que habérselas con los cándidos campesinos.

         Resumiendo las anteriores líneas puede sentarse dos conclusiones capitales: 1º que asistimos a una anarquía religiosa, probablemente precursora de grandes sacudimientos sociales, y 2º que el hombre es por naturaleza religioso, y necesita creer en algo que esté fuera de su razonamiento.

         Hasta la fecha han sido inútiles todas las tentativas de los filósofos para conceder una base experimental a la moral. Lejos de conseguirlo, se ha comprobado que la acción religiosa es el medio más eficaz de mantener una opinión reguladora de la moral. Es la religión, y no los sistemas filosóficos, lo que sirve de sostén a las nociones morales. La razón apenas ha servido para indicarnos el peligro que entraña la ausencia de una regla fija de conducta, y ya empieza a reconocer importancia de la fe en las cosas más trascendentales que la experiencia. Esta sirvió para contener a los extravíos de la razón, porque, según la tesis de William James, “la experiencia inmediata de la vida resuelve los problemas que más desconciertan a la inteligencia pura”. Pero como la filosofía de la experiencia es también insuficiente para saldar la gravedad del problema moral, vuelvo ahora el misticismo a recobrar su imperio. Es indispensable ofrecer una sanción enaltecedora a la moral, porque de lo contrario el interés personal, el egoísmo, seria la razón última de los actos humanos. Aunque se ha llevado a considerar al egoísmo como una virtud fundamental y como la sola base social (L'Egoisme seule base de toute société, Le Dantec) cuando ocurre uno de esos grandes desastres, como el del Titanic en estos días, que ponen de resalto el deber moral hacia los débiles, la humanidad siente la necesidad de creer en algo superior al egoísmo de los hombres, a la energía física y el valor de la inteligencia. El espectáculo del buque más grande y hermoso que se haya construido, al chocar contra un iceberg, dió la expresión plástica del sentimiento del deber, que sabe llegar serenamente al heroísmo cuando es un pueblo de hondas y arraigadas creencias el que lo siente. El jefe y los oficiales, ordenando para que, sin exención de rango y fortuna, los hombres cedieran su plaza a las mujeres y los niños; los marineros haciendo cumplir la orden con la normalidad del oficio, y el telegrafista, impasible, pidiendo la ayuda de las embarcaciones lejanas, todos habrán tenido que obedecer a uno, impulsión más fuerte que el egoísmo humano para desoír a la voz de su propia existencia, ante los acordes del himno Más cerca de Ti, Dios mío, que escuchaban mientras el barco, radiante de luces, se hundía lentamente hasta lanzar el rugido estridente y siniestro de las calderas inundadas, último eco del Leviathan moderno que repercutiera en el grito formidable de las numerosas personas que quedaron luchando con las aguas en aquella noche de soledad y frío, sintetizada después por la sencilla frase del primer Ministro en el Parlamento británico: «Ha sido una lamentable catástrofe en el que la marina mercante inglesa ha cumplido el deber de amparar la vida de los más débiles». ¡El deber, irradiando sobre la catástrofe del Titanic para envolverla en un sudario de luz no puede, moralmente, provenir del egoísmo! ¡El sacrificio de la fuerza masculina en homenaje a la debilidad indefensa, anuncia que habrá algo más que los bienes de la tierra, porque, para acudir a los botes, ni los multimillonarios pretendieron sobornar con sus enormes recursos ante la certitud del trágico fin! Acaba de decirse que eso impuso «la ley del mar» y la tradición de que «Inglaterra espera de sus hijos el cumplimiento del deber», pero ni esa ley para morir es diferente de las otras, ni la regla de Nelson procede de Trafálgar sino de lo más intimo del corazón humano. Al ordenar, el capitán del Titánic: “sed británicos” a los tripulantes, y la ejecución de un himno religioso que enalteciese el sacrificio de todos, quiso, sin duda, honrar la tradición de sus mayores inspirándose en la fuente de la excelsitud humana.

         El mundo moral de nuestro tiempo oscila entre el sentimiento y la razón, y como la fe ha desaparecido para muchos pueblos, resulta un desequilibrio peligroso, difícil de contrarrestarse con la sola ayuda de la ciencia. «Nuestra vida entera depende, dice Maxwell, de las creencias relativas al bien y al mal, y sufrimos cuando no tenemos luces que puedan guiarnos. Llegamos a deplorar la pérdida de nuestra fe religiosa, que es un refugio cómodo para la conciencia. En mí alrededor oigo con frecuencia expresarse ese sentimiento. Yo, sin embargo, no lo participo. Desde que la falsedad de una doctrina se nos muestra con certeza, no seríamos sinceros si después aceptásemos sus consecuencias. En medio de esta turbación general, una cosa permanece intacta: la verdad. Que la poseamos toda entera -lo cual es imposible- o la tengamos fragmentariamente, no debemos tener confianza sino en ella, porque el error no podría reportarnos la salud.» Es cierto; solamente que la verdad no sirve para nutrir el orden afectivo, y que, aunque sirviera, no puede apoderarse con la misma fuerza del ignorante como del sabio, mientras que la fe tiene la influencia expansiva para comprender a todos en una misma adoración y esperanza. Por lo mismo que la fe, una vez perdida, es muy difícil de ser recuperada, y en ocasiones se la pervierte en el fetichismo, lo que conviene, es no combatirla en el corazón del pueblo, porque no es relajando su candidez y escarneciendo sus creencias cristianas como va a regenerársele, sino ayudándola a emanciparse por el trabajo honrado y sano. La verdad científica constituye hasta ahora como un privilegio de la elite intelectual, y quien sabe el tiempo que pasará primero antes de que se extienda a la clase media, porque al buen pueblo probablemente no lo alcanzará, o le alcanzara a medias. Sería muy dificultosa la vida social si todos los hombres llegasen a conseguir la misma preparación intelectual. «Todos los progresos de la civilización, escribe Le Bon, proceden de los espíritus superiores, pero no es desear la excesiva multiplicación de ellos, porque la sociedad no podría adaptarse a los cambios rápidos y profundos, y pronto se anarquizaría. La estabilidad necesaria a su existencia está establecida precisamente por los espíritus lentos y mediocres, gobernados por las influencias de las tradiciones y el medio. Es por consiguiente, útil que una sociedad se componga, en su mayor parte, de hombres mediocres y deseosos de obrar como todo el mundo, observando por guía a las opiniones de la generalidad. Asimismo es muy útil que estas opiniones sean poco tolerantes, ya que el miedo a los juicios ajenos suele constituir una de las bases más seguras de nuestra moralidad. La mediocridad de espíritu puede ser, pues, beneficiosa para un pueblo, sobre todo cuando ella está asociada a ciertas cualidades de carácter. La Inglaterra lo ha comprendido instintivamente así, y es por esto que en esa nación, siendo una de las más liberales del universo, haya sido siempre mal mirado el libre pensamiento.»

         Que la religión consista en el sentimiento que tenemos de nuestra dependencia absoluta (Schleiermacher) que su esencia resida en nuestras necesidades y deseos (Feuerbach) o en el dolor (Hartmann) o sea un error necesario en el desenvolvimiento de la humanidad (Bakounine) o análogo al instinto de nidificación en las aves (Renau) o un medio de dominar (Nietzsche) o la conciencia de la limitación de nuestra vida y el deseo de aumentar nuestras fuerzas (Guyau), lo cierto es que todo el mundo reconoce, o su carácter inmanente; o su necesidad, o su importancia, para el individuo y mucho más para la sociedad. Los pueblos más grandes de la historia fueron esencialmente religiosos y las naciones cristianas más fuertes en nuestro tiempo (Inglaterra, Alemania y Estados Unidos) son también las más conservadoras del culto de Dios. Y no es que sólo sean las más fuertes, sino también las que más están reconcentrando en el emblema de la patria sus esfuerzos de civilización.

         La patria, como unidad superior de cultura, de perfeccionamiento colectivo y de la más selecta síntesis humana, corresponde al orden afectivo, y se apoya en la religión para satisfacer su culto e inspirar los sentimientos más nobles y merecer la abnegación más completa de sus hijos.

         Para el negativista no puede existir la patria, porque no tiene fe en la destinación superior de los sacrificios humanos. La conciben, a lo más, como una entidad ideal semejante a las sociedades de socorro mutuo o de beneficencia, por cuanto sus componentes se renuevan.

         Para los egoístas tampoco puede existir la patria, porque no aceptan que el esfuerzo humano rebase los lindes del interés. Apenas si la admiten como un medio de imponer el orden y hacer más firmes y duraderas las conquistas materiales.

         La patria, como realidad moral que ha de conquistarse por el esfuerzo solidario de muchas generaciones, como fuente de tradiciones y expresión de la más alta personalidad histórica de un pueblo, sólo la conciben los hombres que tienen fe en lo ideal, en lo imperecedero, en el más allá de la existencia. Es porque la patria exige fe como la religión. Sus soldados necesitan creer en ella para servirla con empuje, igual que el sacerdote en su dogma si ha de encenderlo en el fondo de sus semejantes. Religión sin culto y patria sin soldados, sería como el sistema planetario sin sol, a cuya luz, que surge para todos, semeja el instinto religioso que nace en todas las almas, y debe parecerse también el sentimiento patriótico por su irradiación sobre todos los hombres que viven bajo un mismo emblema nacional.

         La religión no impone la patria sino que la prepara por el ministerio de la fe, y la fortifica con el culto de lo divino y suprasensible. La patria no puede imponer a la religión, porque ésta le precede en el fondo de la conciencia humana y se destruiría a sí misma yendo contra su fuente creadora. La libertad de conciencia debe ser el sagrario de la patria, porque ninguna religión podría atribuirse ahora la exclusividad que tenía en los tiempos pasados. La religión ya no es el símbolo de la patria por no constituir ella sola el fin predominante de la humanidad, pero la sigue envolviendo con la forma instintiva y sentimental de los antepasados que dieron con su fe y su abnegación el primer aporte de cultura que había de nutrir perennemente el alma parens.

         Como la patria no es un fetiche, su verdadero culto no puede edificarse sobre el fetichismo y las supersticiones groseras, sino sobre una de las grandes religiones que guían a la humanidad. En Europa no existe patria-cultura impregnada de otra religión que el Cristianismo, y América, su continuadora, no podría separarse de la civilización troncal. Pero equivale a fetichismo el culto de la patria por solamente la posesión del mando gubernativo para usufructuarlo en provecho propio, porque la patria es imposeíble y el gobierno constituye apenas uno de los medios para realizarla, mantenerla o perfeccionarla. Su ejercicio implica el deber de servir con más fuerza a la patria, haciéndose el director de la cultura del pueblo, que es su fin. Ninguna misión más noble, difícil y eficaz que la de ser director de la cultura de un pueblo para guiarle con la videncia de su destino, ampararle por la organización de sus fuerzas y distribuirle sabiamente la justicia de los hombres. Y no es poca la ayuda moral de la religión en esa tarea de defender los principios del orden para el progreso de todos, y la vía del deber para la cultura ética. Equivale también al fetichismo la adulación a las multitudes, extraviándolas y corrompiéndolas so pretexto de erigirse en su mandatario, o vocero genuino, porque ellas solo pueden ser el agente de la patria mediante las buenas costumbres y el sujeto por la cultura de los sentimientos, cosas ambas, que dicen moralidad y orden, dependientes mucho más que del mando gubernativo, de la visión del porvenir, según las creencias. Y, por último, equivale al fetichismo el mismo culto religioso cuando se le convierte en una mera y engañadora aparatosidad, y se la dedica a los ídolos mundanos: El culto es la manifestación del sentimiento religioso, así como el arte lo es del estético, como es la ciencia del orden racional, pero al igual del arte y de la ciencia, que no pueden ser tales si no representan a la belleza y a la verdad, el culto, si se le distrae del genuino sentimiento religioso, cae en la superchería, y no es forma, sino degeneración. El primer templo de la divinidad es el corazón humano, y allí donde él sufra o-se extravíe, o carezca de abrigo, debe aparecer el culto para consolarlo, guiarlo o recogerlo por medio de la asistencia, la enseñanza y la caridad sociales. El culto de la religión no debo reducirse a la adoración de los altares. Su cuerpo ha de extenderse, socialmente, a los hospicios, las escuelas, los talleres y a todos los centros de la necesidad y la desgracia. Sacerdote del culto no es solamente el que llena sus formas rituales, sino todos los hombres que hacen algún sacrificio en bien del prójimo, por un impulso espontáneo. La diferencia entre el sacerdote regular y los demás hombres es la misma que entro el maestro y los padres: la consagración de unir en el templo y la escuela a las almas dispersas en tantos hogares. El sacerdote y el maestro son profesionales que consagran la vida, uno como pastor de las almas angustiadas que claman por la fe, y el otro como parteador de las almas infantiles que vienen a aprender, y piden luz. Ambos tienen que ser los más abnegados servidores de la humanidad, igualmente nobles, decididos y preparados, aunque con diferente vocación: hacia Dios el primero, y para el mundo el otro. Imprescindibles los dos: el maestro para enseñar a la razón que conquista los secretos del mundo y hace perfectibles a los seres, y el sacerdote para consolar con la razón última de las cosas que el hombre no puede descubrir y apenas las presiente en las necesidades y amarguras de la vida como una embriaguez del corazón.

         La patria, como síntesis superior de la cultura colectiva durante un tiempo y sobre un territorio determinados, no podría, realizarse sin la ayuda de la religión así como no existiría sin el concurso de las ciencias y las artes. Las ciencias escrutan el material de la vida para someter su fuerza a un orden voluntario y maravilloso, y las artes lo adornan con sus creaciones mágicas para que nos sea agradable el vivir, pero como ambas se estrellan contra la fragilidad de la vida humana, viene la religión a esparcir su serena placidez, la dulce esperanza de una existencia mejor, para que la idea de la muerte estéril no substraiga la calma del hombre limitando su energía contra los obstáculos frecuentes y los vicios de su naturaleza. Todas las civilizaciones conocidas están impregnadas del perfume que le dejaron las creencias religiosas de los pueblos, y todas las patrias que viven en la historia, o en el escenario político del día, tienen sus dogmas inmortales. En el mundo antiguo, la monotonía de la civilización oriental está contaminada por las diversas religiones del Asia y el Egipto, y la riente civilización griega y la poderosa, civilización romana están presididas por los símbolos paganos. En el mundo moderno, la multiforme civilización de Europa tiene de nervio a la inspiración cristiana. La patria griega ha sobrevivido en el corazón de la humanidad, como un soplo eterno de juveniles ansias, por virtud de las artes con que impusiera su mitología poética. La patria romana, que sirve, todavía de modelo, estaba confundida con los dioses: Di patrii indigetes. La patria española, la francesa, la inglesa, la germana, la eslava nacieron como brazos armados del catolicismo o el protestantismo. El emperador de Alemania, un César contemporáneo, hace apenas dos años, manifestó, en un discurso célebre, que era el representante de Dios ante su pueblo. De los Estados Unidos de América dice Henry Bargy “que constituyen una unidad cristiana”. Por el estilo el Japón es otra unidad religiosa, aunque no cristiana. De las repúblicas hispano-americanas, las que más ordenadamente han vivido y pueden ahora contar con una simiente de patria segura, Chile, por ejemplo, han evolucionado a base de la moral religiosa. Las que rebajaron esa moral con las supercherías de las imágenes milagrosas y los abusos del clericalismo, que son las más, tienen que correr mucho en pos de la patria acariciada.

         La patria no es sólo una expresión cuantitativa de territorio y población, como un bloque de Carrara no representa el arte o la descarga eléctrica en el trueno no dice ciencia. La patria de verdad es una expresión cualitativa, que vale por sí como la cultura y resplandece de sí como la justicia. El territorio puede ser ocupado, fraccionado o cedido por la fuerza de las armas o las convenciones internacionales; la población puede ser descuartizada o proscrita a consecuencia de grandes luchas, en tanto que la patria-cultura es inocupable e imperecedera, porque es atributo y no cosa, esencia y no accidente. El territorio es objeto de explotación de todos los hombres del mundo, que pueden cruzarlo de ferrocarriles; ahuecarlo con las minas y mercarlo en las transacciones de inmuebles, y la población depende de las corrientes inmigratorias que buscan remedio a las miserias económicas, en tanto que la patria es una consecuencia de la energía, del trabajo, de la tenacidad en pos del arte, la ciencia, la moral, el derecho, y los otros grandes objetivos de la humanidad. Extensas líneas de ferrocarriles, vasto comercio, variadas industrias, innumerables escuelas, ricas bibliotecas, muchos sabios, etc., constituyen el progreso, que es un medio y puede provenir de la contribución extranjera. Nuevos y mejores métodos científicos, principios morales de eficacia, formas originales del arte, derecho propio, historia edificante, etc., constituyen la patria, que es un fin y debe ser realizada bajo una insignia política por los naturales de un país. Y para todo esto se requiere, no sólo laboriosidad, aceleración, exactitud, precisión, sino también fe robusta, creencias sanas, idealismo ardiente, solidaridad bastante, que son también virtudes como las otras, pero de un orden moral diferente por tener la raigambre en el sentimiento y no en la voluntad, y sus fundamentos en la religión y no en la ciencia.

         He ahí bosquejado en líneas generales el porqué reputo a la religión como uno de los factores necesarios para hacer patria en el sentido cultural de la palabra. De la naturaleza humana no puede separarse impunemente lo moral de lo material, y la patria, que es una de las más excelsas de sus manifestaciones, no podría edificarse oponiendo la ciencia a la religión. Han de estar compenetradas las dos, porque no puede haber una patria para la razón y otra para el sentimiento. La patria no podría desdoblarse en lo razonable para una y en lo místico para la otra, como esos animales que el agua son pocos, y cogidos son pescados. La patria debe ser una consecuencia de las dos, pues, de lo contrario, sería la eterna cuestión del hombre y el pez: el pescado pide agua para respirar y le dice el hombre: ¡respires como yo!, lo que repite el pez al hombre, en instancias de ahogarse: ¡respires como yo! La razón, desdeñosa de la fe no es cuerda; la religión, olvidada del saber es fanática. Tienen que unirse en la patria para contestar de consuno al simbolismo del hombre y el pez: no es imponiendo sino auxiliando que se puede vivir solidariamente de acuerdo con la razón y la fe.

         Nosotros, que vivimos en la inestabilidad y el desorden, necesitamos de los principios morales que contrarresten nuestro espíritu revolucionario, porque las represiones sangrientas, por sí solas, no podrán aplacarlo jamás. La educación desarrolla y perfecciona el espíritu de disciplina pero es impotente para crearlo, porque su germen está en las creencias. Y, por desgracia, de estas carecemos tanto como del buen juicio. Los políticos son indiferentes, los enseñantes carecen de fe y al pueblo le importa la religión solamente por los velorios de ángeles y los pesebres. Únicamente las damas se preocupan de la acción religiosa en el templo, los orfanatorios y los hospitales, y de la explicación de la doctrina a los niños pobres. El hogar, sin embargo, ha descansado tradicionalmente en el catolicismo, y que eso ha sido beneficioso puede corroborarlo la inmensa contribución moral y material de las paraguayas, que, a modo de un bálsamo, fluye en nuestra historia pasada y en nuestras desdichas presentes. Tal vez porque sean ellas religiosas, tienen más apego, más constancia, muchísimas más virtudes que nosotros que no tenemos pizca de creencias. Con esto no quiero decir que debamos imitarlas en lo religioso, y sí que tenemos la obligación de ayudarlas en la tarea bienhechora. Sería dificilillo encender la fe en los hombres de nuestra generación, por lo que presumimos vivir sobre los prejuicios de las creencias religiosas, pero siquiera que no minemos la fe de los demás yendo contra la tendencia de buscar el bien por un camino diferente del nuestro.

         Se puede llegar, sin duda, a la virtud por otras inspiraciones que las religiosas, pero sólo individualmente, y eso beneficiándose con la religión de los otros mediante la cultura ancestral que procede de las fuentes cristianas. El hecho de que uno, dos, ciento de hombres educados sean hombres de bien sin tener fe, no prueba que la multitud de

ignorantes y desgraciados no la necesite. Nuestra civilización está fundada sobre el cristianismo, y sin saberlo, y hasta sin quererlo, nuestras concepciones de la honestidad, los deberes, etc., vienen de él, pues, nadie podría evitar la herencia por mucho que la renegase. Nuestros antepasados vivieron en la fe de Cristo y en el amor de la tierra, esto es, nuestras tradiciones históricas y hasta las tiernas canciones de antaño, con que se adormecen a los niños, respiran religión. Nada glorioso y conmovedor podríamos revivir al fuego de nuestras palabras, o con la poesía de nuestras estrofas, sin revivir también las creencias religiosas que encierran los indudables tesoros históricos del Paraguay. Creo que a los conjuros de un vate despertaría la fe adormida en el fondo de nuestras conciencias así como instintivamente nos erguimos a los acordes del Campamento Cerro León para recibir las imágenes evocadoras del heroísmo de nuestros mayores.

         Es necesario que el pueblo tenga fe religiosa para que pueda arraigar en su corazón el sentimiento de la patria, que tan mal le enseñamos, y muestre siempre, siquiera él, la ingenuidad y la buena fe, ignoradas por sus gobernantes con tanta frecuencia. La religión combate a la malicia, que es la generadora de la irrespetuosidad y la indisciplina, dos grandes vicios que pueden conducir a la gangrena del carácter nacional. Los pueblos más religiosos que he citado, Inglaterra, Alemania y Estados Unidos, y que en la actualidad son los más fuertes y apegados al sentimiento de la patria, son también los más ingenuos y candorosos. Aquellos que miran a estas cualidades como ridículas son los más impotentes o próximos a decaer. Por prevenir esto a tiempo, Carlos Octavio Bunge fustiga, en una de sus obras educacionales, el espíritu anticristiano y burlón que observara un yanqui en el conjunto heterogéneo del pueblo argentino, recordando que en la tapa de los libros alemanes para la infancia está inscrita la cuarteta de Arndt:

                   Deutsche Freiheit, deutscher Gott,

                   Deutsche Glaubé ohne Spott,

                   Deutsches Hers and deutscher Stahl

                   Sind vier Helden alizumal.

 

         “Esta estrofa, escribe, quiere decir que la libertad de los alemanes, el Dios de los alemanes, la buena fe exenta de toda burla de los alemanes y el acero de los alemanes, son las columnas que sustentan la grandeza de Alemania a través de la historia. Y llamo la atención sobre el segundo verso, “la buena fe de los alemanes”, que ellos mismos claman tan limpia de malicia, y que consideran una de las primeras condiciones, ¡después de Dios y de la Libertad!»

         Fe religiosa, y no las supercherías; fe religiosa que sea un agente moral para el bien y un apoyo en las contrariedades, no un pretexto para las agüerias. Fe religiosa, sin exclusividad e imposición, que la intolerancia conduce al mal. No averigüemos el dogma sino estimulemos la fe, y que hasta los negativistas se vean, como Adler, en el aprieto de consagrar un culto, o repitan aquella paradoja de «gracias a Dios, yo soy ateo». Un Dios y la libertad para conseguir la buena fe y el acero de los alemanes, sea con los mandamientos de la iglesia o con los del amor a sí mismo, a la esposa, a los padres y los hijos, a los amigos, a los viejos, a la profesión, a la patria, a la verdad, al deber y a Dios, que predican los catecismos de Faguet, o con muchos más, pues, lo cierto es que «las creencias, a veces destruyendo, creando a menudo e irresistibles siempre, constituyen las fuerzas más formidables de la historia, el verdadero sustentáculo de la civilización, y que nunca los pueblos pudieron sobrevivir mucho tiempo a la muerte de sus dioses», según la conclusión científica de M. Le Bon. Y si se quiere la inspiración religiosa de todo eso -presente y pasado, pensamiento y creencia-léase la magnífica estrofa con que cierra el sacerdote Jacinto Verdaguer su oda a Barcelona:

 

                   Lo teu present  expléndit es de nous temps aurora,

                   Tot somiant fulleja lo llibre del passat:

                   Treballa, pensa, lluita, mes creu, espera y ora

                   Qui enfonza o alça els pobles es Déu, qui els ha creat.

 

         PATRIA-AFECTIVA. -Uso esta expresión para significar uno de los aspectos del sentimiento patriótico, el que proviene de la acción histórica y la influencia de las tradiciones, en algún modo distinto del que suscita la contemplación de la divinidad. Pudiera decirse que lo místico es una base genérica de las patrias en general, no tanto por el misterio que envuelve a la existencia de todos los individuos como porque muchas de las agrupaciones de estos tienen dogmas y cultos semejantes; y que lo afectivo es el aspecto diferencial, lo peculiar de cada patria, por cuanto la historia y las tradiciones surgen de las razas, el medio, las costumbres, los recuerdos, etc., propios a cada una de las divisiones políticas. La patria-mística procede de la fe en lo sobrenatural, y la patria-afectiva, del cariño a los antepasados. La preponderancia o justa equivalencia de una y otra ha provenido de la mayor o menor importancia del factor religioso, el imperialismo o el grado de cultura que ha hecho posible la sustitución de la fe por un ideal de belleza, de justicia y de bondad a base mística y tradicional. El patriotismo, en este sentido, equivale a un nexo moral de los hombres que viven con los que han vivido. Su expresión la dió Lamartine: Cest la cendre des morts qui créa la patrie, que Faguet completa con la sentencia de Nietzsche: Ubi pater sum, ibi patria, y resume a las dos en esta frase de M. Jaurés: Vous étes attachés a ce sol par tout ce qui vous précéde et par tout ce qui vous suit, par ce qui vous créa et par ce qui vous créez, par le passé et par l’avenir, par l'ímmobilité des tombes et le tremblement des berceaux.

         Analizando esas expresiones para referirlas a lo nuestro, resulta que el elemento esencial en la definición de Lamartine es, según el mismo Faguet, el cementerio, y bajo este respecto no podríamos decir que aun carecemos de patria, y hasta sería admisible que el Dr. Francia fuese su fundador, porque del Paraguay de su tiempo se dijo qué era un cementerio de vivos, transformado luego en un vasto osario por la guerra, y que ahora nos estamos afanando en regarlo con sangre para que no se pierda tan fecunda simiente de patria. Sólo que, si tan a lo material habría de tomarse, sería muy ingrata esa definición para las madres paraguayas quienes, respecto a ella, podrían repetir el verso de Barbier a la columna erigida por Napoleón en el centro de la Plaza Vendóme: Ce bronze que jamais ne regardent les méres. Afortunadamente el sentido poético cubre con el manto de la abnegación al sentido literal, y la solidaridad de los vivos con los muertos oculta lo malo y angustioso para revivir en el culto del pasado únicamente a lo heroico y confortante. De esta manera la patria se nutre con el recuerdo de los que reposan en el cementerio común de todas las generaciones y aprovecha la lección de sus defectos para imponer a los que siguen en pie el deber de corregirlos. A este único título, el de corregir en nosotros los defectos o reparar los males que produjeran nuestros antepasados, tendríamos el derecho de criticar sus errores y debilidades, porque lo contrario sería denigración y ésta riñe con la patria que sintetiza el respeto y el reconocimiento de los de la vida hacia los de la tumba, todo lo cual es lo que constituye esa especie de religión sin misterios, inspiradora de las más inefables emociones. El juicio severo de la conducta histórica, si no prepara el olvido tampoco debe significar

un ensañamiento inútil. Todo lo póstumo ha de servir para la consagración del culto a los mayores, haciendo ejemplo de lo bueno para corregir lo malo. Tal como sería raro que las bondades y los defectos no anduviesen juntos en las personas, ocurre con los actos, que, por más buenos que sean, siempre tienen su lado flojo. El modelo de bondad personal es tan difícil de realizarse como la nitidez histórica o la dicha de tener un gobierno con el privilegio de acertar en todo. Las cualidades y los actos requieren depuración, y a este fin concurren el arte y el tiempo, que todo lo embellecen con la varita mágica de la poesía y el sentimiento. Y de poesía y sentimiento se adornan las tradiciones para presentarnos él aporte ancestral, mezcla de vicios y virtudes, de crímenes y generosidades en su fuente originaria, donde, al depurarse con el tiempo, como en las cubas el vino, va dejando al olvido, lentamente, a modo de borra, no más que lo malo, para dejar a lo bueno arriba con su deseada pureza. Y pues, que en el vino la borra cae por su propio peso en las tradiciones los vestigios malos requieren, para esfumarse bien, su corrección en los actos sucesivos del pueblo que las heredó, porque de no ser así, resultarían peligrosas para la nutrición moral, y de consiguiente, aunque fuesen muchas, nada firme podría edificarse sobre ellas, así como ningún mérito tendría el vino con borra por más añejo que se le hiciese. Es en este sentido que nuestras tradiciones deben ser depuradas, por los actos gubernativos y populares, y no mediante el estro poético. La tradición política de nuestros tiranos ha de expurgar sus vicios despóticos en nuestros actos de ciudadanía hasta dejar libre la esencia del nacionalismo qué la engendrara, ya que si el Dr. Francia y los López blandieron la soberbia contra los grupos vecinos, como una fuerza de segregación, también la blandieron contra sus coterráneos, como una orden de sumisión y aniquilamiento. La actitud militar de los próceres de nuestra independencia, imponiendo acatamiento a las tropas ante la designación del Congreso en 1814, es edificante como disciplina y ausencia de ambición, pero reprobable como entrega del poder absoluto a una sola mano. Caballero y Yegros, apaciguando a las tropas sublevadas contra el Dr. Francia, dieron un gran ejemplo, el único en nuestra historia, de obediencia militar a la autoridad civil, aunque tuvieron la cortedad de entregarse a los arbitrios de un déspota, sin sospechar que la disciplina había de fundarse en reglas preestablecidas y no en el capricho personal de Francia. Nuestra tradición guerrera no admite retoque en cuanto a bravura y heroísmo, pero ha de expurgársela de algunas faltas crueles. La tradición de respeto y buena fe populares necesita asimismo desprenderse de la tacha de inconsciencia y pasividad. Y por el estilo, podría hacerse una enumeración bastante larga.

         Otro de los elementos exigidos en las expresiones citadas es el cariño a la posteridad, el esfuerzo realizado en bien de ella, el goce contenido en el presente en vista al bienestar de los que ocuparán la plaza después. Hasta la fecha, desgraciadamente, ni hemos pensado en esta condición de la patria, y nuestro lema es desconsolador: el que venga atrás que arree. Así el Dr. Francia no se preocupaba de lo que podría ocurrirle al Paraguay después de su muerte, y no instruyó a nadie para sucederle en el mando; Don Carlos sólo pensaba en ubicar definitivamente a su familia, de forma que el gobierno se trasmitiese por juro de heredad entre sus descendientes, y Solano López creyó morir con la patria. Ninguno de ellos se cuidaron de la posteridad para prever y proporcionar los medios indispensables de vida propia a su pueblo. Después de la guerra cada situación no ha hecho otra cosa que aprovecharse de lo que encontraba disponible: dominio fiscal, emisión, concesiones, etc. Nuestra actividad, ahora, parece más bien destinada a demoler que a construir, a lo menos parece que no queremos iniciar el periodo de las obras permanentes, ejercitando nuestro talento en la previsión. Yendo por el habituado camino, nuestra posteridad habrá de estimarnos mucho por el mismo mérito que estimamos a nuestros mayores: la sangre de abono. Es de temer, no obstante, que ella no quiera disculparnos en gracia a la ignorancia por la que nosotros disculpamos al pasado, y que cargue mucha tinta a nuestros odios, ambiciones e indisciplina. Somos el germen del Paraguay futuro, pero como no tenemos conciencia de ello no nos cuidamos de robustecerlo, y hasta hay quienes procuran abatirlo para dar satisfacción a su rabia, o a su impotencia.

         Y, como comprendiendo a todos los elementos de la patria-afectiva, está la Historia. «La patria es la historia de la patria», se repite Faguet. «El historiador puede no ser un patriota, pero es, aunque no lo quiera, un cultivador de patriotas». Bajo este respecto -siempre ha de ser al pasado, y no al porvenir- podemos contar desde la mejor simiente española hasta los rasgos más hermosos de la conquista y expansión colonial. Al Paraguay le dieron tronco de roble, !lástima que podaran sus ramas antes de nacer a su sombra muchas generaciones! Así la historia del Río de la Plata hubiese sido la obra inacabable de la Provincia Gigante de las Indias. Pero el destino puso en manos de un paraguayo, Hernandarias, la primera hacha que sucesivamente correría de un heredero a otro hasta derribar el árbol. Nuestra historia es de desmembramiento y sangre. Por eso tiene un tinte heroico, que se transparenta hasta en el estilo de sus expositores. Nosotros hacemos historia a fuerza de las hazañas individuales, y no con el empuje disciplinado y sereno de muchas voluntades y muchas inteligencias. La concebimos como obra de Martínez de Irala, de Francia, de López, del General Díaz, de la osadía, el aislamiento, la imposición, la soberbia, el valor y no como un fruto de la iniciativa racional y el equilibrio de muchas cualidades medias: el buen sentido, la constancia, la disciplina, el estudio, etc. De aquí nuestra tendencia a referirlo todo al heroísmo, a la gloria, a la bravura, a todas las virtudes españolas que dicen atrevimiento, decisión, desprecio de la vida y nada del trabajo paciente, de la lucha pacífica, de la coordinación de intereses, de la perseverancia, l'esprit de suite. Nos seducen las empresas militares, y admiramos el calificativo de héroe sin hacer caso al mérito de los trabajadores modestos. Por ese camino, y cifrando todo nuestro orgullo en las hazañas, muchas de ellas descabelladas, hemos vivido la historia patria, prodigándola en todos los epítetos tendentes a caldear y exaltar nuestra imaginación, pero sin escudriñar las causas de tantas averías sufridas. Bien es cierto que más la hemos aprendido en el contacto con los restos de una población truncada que en los escritos y documentos, perdidos o mutilados cuando la atropellada producción de los sucesos. Esta circunstancia ha impuesto, previamente, la tarea de exploración en los archivos para extraer los datos indispensables, en cuyo trabajo nos encontramos ahora, por lo que podría aplicársenos el pasaje de Ganivet: «En vez de cuadros históricos, se nos da solamente reducciones de archivo hábilmente hechas y se consigue la imparcialidad por el facilísimo sistema de no decir nunca lo que esos hechos significan. Sin embargo, lo esencial en la historia es el ligamen de los hechos con el espíritu del país donde ha tenido lugar; sólo a este precio se puede escribir una historia verdadera, lógica y útil. ¿A qué puede conducir una serie de hechos exactos y apoyados en pruebas fehacientes si se da a todos estos hechos igual valor, si se los presenta con el mismo relieve y no se marca cuáles son concordantes con el carácter de la nación, cuáles son opuestos, cuáles son favorables y cuáles contrarios a la evolución natural de cada territorio, considerado con sus habitantes como una personalidad histórica?» Tenemos que sacar más substancia a los hechos pasados para deducir sus consecuencias en el futuro, y, a ser, posible, prevenir los males antes de que se produzcan, estudiando sus causas para influir sobre ellas y remediar de antemano el peligro para no oponerse inútilmente, después, a sus inevitables efectos. Las causas históricas de la grandeza o la ruina de una nación tienen, por lo general, una elaboración muy larga y lenta, dando tiempo a todas las intervenciones preventivas, aunque a veces cobran formas muy engañadoras, tal como los esplendores ficticios que son síntomas de agotamiento, o, viceversa, un gran quebranto que se traduce en estimulante para el despliegue de más energía. En España la decadencia nacional se produjo al mismo tiempo de su mayor auge, y se reveló desde el reinado de Felipe II; en Francia la derrota de 1870 puso en ejercicio todos los músculos financieros de la nacionalidad, y dio una resultancia de vida sorprendente. Sería, más que instructivo, muy provechoso determinar con exactitud histórica las causas de los desmembramientos sucesivos de nuestro territorio, de nuestro aislamiento por más de medio siglo, de nuestra guerra desastrosa, de nuestra malísima posición internacional, de nuestras estériles luchas actuales, etc. Y, en esa determinación, lo más importante no sería el por qué de los sucesos sino el cómo hubiera sido posible evitarlos. No simplemente las causas y concausas, los factores territoriales y humanos, sino su contingencia o su carácter avasallador. La historia, como experimentación humana, tiene que aleccionar para lo futuro, y desgraciados los pueblos que no escruten el sentido de su pasado para utilizar los ejemplos que pueden proporcionarse ellos mismos. Nosotros constituimos uno de esos pueblos. Apenas si hemos mirado «nuestro pasado de gloria» para escribir frases ditirámbicas ensalzando las hazañas personales, o para execrar a las figuras despóticas en tono patriotero. Todo lo demás no nos ha importado ni poco, ni mucho. Nosotros ensalzamos o condenamos a los personajes de nuestra historia sin referirnos al ambiente en que oficiaron de héroes o de tiranos. No nos preocupamos de defendernos contra las reviviscencias de los últimos obrando sobre sus causas productoras: las adulaciones, las obsecuencias, las alabanzas interesadas que poquito a poco deslumbran y pervierten a los gobernantes con el coro ininterrumpido de cortesanos abyectos hasta convertirlos en déspotas caprichosos. Y el mayor peligro no está en los ignorantes y desequilibrados sino en los instruidos y que se precian de serlos, porque se escudan en «la amistad política» y la «fidelidad política» que principian en la condescendencia, continúan en la complicidad y acaban blandamente en la renuncia y la decadencia moral, en la adherencia y compenetración con la suerte de un déspota, el que, formado así, puede extender con facilidad su acción sobre todo el país. Todo esto acabamos de hacer en festejo del centenario de nuestra independencia, y puede decirse que también con motivo del centenario de algunos países. Nosotros condenamos al déspota en la historia o ya después de formado, pero en los actos preparatorios somos muy tolerantes. Ahora parece como si lo hubiésemos erigido para tener la dicha de combatirlo, tal vez en desagravió de nuestros mayores que no pudieron darse ese gustazo. Quizá porque todavía no aspiramos a sobresalir en otra esfera, hacemos poco caso a las lecciones de nuestra historia. Puede que a nuestros sucesores sirvan los ejemplos que estamos dando con trasladar bajo pabellones extranjeros a los más altos representantes oficiales del país y a los restos de un ejército, o al poner en ejercicio a la caridad internacional para la asistencia de nuestros heridos de guerra. Lo cierto es que nosotros nos hemos aprovechado muy poco tanto de las buenas como de las malas lecciones de nuestra historia. De las buenas hemos perdido la repugnancia al tutelarismo extranjero que manifestaran los paraguayos de antes, y de las malas hemos acentuado el amor al mando arbitrario y despótico. De esta manera nuestra historia sigue, no corregida, por el viejo cauce, sin cultura y con rasgos sangrientos y despóticos, y sin el alma de la tierra que desenvolvieran los tiranos bajo la propia égida en el aislamiento a modo de un patriotismo agresivo a todo lo que no fuese el Paraguay. Y, de esta falta general, ninguno de nosotros podría excusarse alegando mérito: todos somos culpables en mayor o menor grado. El mérito será para el que nos enseñe la salida del atolladero mediante las luces de nuestras propias desgracias.

 

         PATRIA CORPÓREA. -La base indispensable de la patria es el territorio como que el núcleo imperecedero del patriotismo es el amor al terruño en que se vino a la vida y se recibió las primeras impresiones del color local, la luz del cielo, los afectos de familia, los juegos de la infancia y el despertamiento de la adolescencia que moldean el ser intimo y quedan indelebles hasta la tumba. Por eso el hogar es el germen de la patria y el terruño su cuerpo. Por eso la referimos instintivamente a la casa paterna y sus contornos, tan bien expresada por el cura de Benicolet en la conmovedora leyenda de Llorente:

                   ¿Qué es la patria? Prou y masa

                   Que ho sent, mes ma ciencia escasa

                   No vos ho pot explicar:

                   La patria es la propia casa,

                   Nostre bressol, nostra llar.

                   Nostra mare, nostra dida;

                   La campana que nos crida

                   A misa, germans devots:

                   Esta terra benehida,

                   Hon serém soterrats tots?

 

                   Tot lo que a la terra'ns lliga

                   Y que en ella ho trovém bo,

                   Per llunt o per prop que estiga,

                   Y que meu o vostre siga,

                   Fills meus, la patria es aixó.

 

         Pero la patria, que surge en el terruño y cuyo fuego se prende en el hogar, toma cuerpo y se extiende al conjunto de las condiciones económicas que producen las reacciones sociales del medio que se integra por derecho de nacimiento y se debe mejorar a fuerza de energía. El hombre, aun teniendo arraigada su sensibilidad en el terruño, puede aspirar a la expansión de su energía hacia donde el trabajo sea más remunerador, abandonando la tierra de sus más caros afectos, y para que con esto no sufra la patria, es necesario robustecer su cuerpo, porque de lo contrario, el hijo de la miseria, podría repetir la paráfrasis de Schiller:

                   Soy ciudadano del mundo:

                   en donde abunda la vida

                   pongo mi afecto profundo,

                   busco una tierra querida.

 

                   Con hogar, o vagabundo, 

                   mi patria no tiene nombre:

                   soy ciudadano del mundo

                   y compatriota del hombre.

 

         De esta manera, el cuerpo de la patria comprende dos órdenes: el centro nervioso, enclavado en el terruño, y los músculos, representados por las fuerzas económicas. Son como los tejidos diferentes que viven de la mutua correspondencia, y para ello se requiere que los vasos motores funcionen con regularidad desde las necesidades económicas, bien satisfechas, hasta el sentimentalismo lugareño, muy idealista, a fin de que no llegue a producirse el desequilibrio morboso llamado antimilitarismo, anarquismo, huelgas, etc., que los sociólogos engloban bajo la tacha general de anti patriotismo. Voy a indicar separadamente los elementos de ambos órdenes, forzando un poco el sentido de las expresiones que dicen el cuerpo de la patria, el cual es uno y debe ser único en el obrar y el sentir de todas las generaciones nacidas y educadas sobre un mismo territorio.

         El apego a una porción del suelo, o mejor dicho, el mayor apego a los horizontes familiares y a la tierra donde se suda, constituye el complemento del amor a la familia, y así como este amor se aviva en su foco, el hogar, aquel apego se pone más de manifiesto en su ambiente de fiestas o duelos vecinales. Es tan indispensable el circuito del campanario, centro de imanación de los sentimientos locales, como el hogar, su origen. Es menester organizar establemente tanto a uno como a otro, arraigándoseles en la tierra para fortalecer el cuerpo de la patria. Los hábitos conservadores brotan de ahí, así como todas las cualidades que ligan irremisiblemente. Entre nosotros, desgraciadamente, no se ha procurado asentar bien a la población sobre el territorio. Nuestros tiranos no quisieron hacer uso del nexo dominal, del parcelamiento inmobiliario para arraigar a los nativos. Estos clavaban los horcones de sus ranchos donde podían, y se dedicaban luego al cultivo o al pastoreo, sin esperar más que los frutos naturales, porque la idea de valorización o de la trasmisión, inherentes al dominio, escapaban a la precariedad. De este modo pudo desarrollarse en los campesinos la preferencia de los semovientes sobre los inmuebles, que ahora es una de las tantas causas de su inestabilidad. Puede observarse todavía, en la apreciación íntima de ellos, el mayor mérito que atribuyen a la marca puesta en el anca de los animales, que a la colocada en los mojones de sus fundos. Tienen cierto orgullo en hacer movible el signo de su propiedad como si fuera a imponer vasallaje con la admiración de su ganadería criolla. Lo mío y lo tuyo recién empieza para ellos en los semovientes y en los frutos recogidos. Respecto a los inmuebles conservan el dejo comunista de los tiempos coloniales y de las dictaduras. Cuando la venta de tierras públicas, nuestros campesinos, no solamente ignoraban la enajenación de los campos, los yerbales, los montes, etc., sino que después siguieron tranquilamente en la faena de explotarlos como antes. De pronto no supieron respetar las enajenaciones, y hoy mismo los propietarios tienen que campear mucho para defender sus inmuebles. El mayor mal de esas enajenaciones ha sido atropellar la posesión de los pobladores, a quienes debió adjudicarse la propiedad de los fundos por el solo mérito de estar cultivándolo en parte. Es cierto que en la ley se procuró salvar la posesión, pero su texto no se hizo para distribuir el territorio entre sus ocupantes por medio de alguna paga, sino para mercarlo por necesidad entre los especuladores. El campesino, el pequeño propietario, no se tenía en vista cuando la sed de dinero loteaba los desiertos en fracciones hasta de cien leguas para entregarlas a razón dé doscientos mil francos. Hubo un adquirente que reunió dos mil quinientas leguas, y que, al ofrecerlas en Londres, tuvo necesidad dé exhibir los títulos correspondientes para que no lo tomasen a broma. Este mal de las enajenaciones a granel ha originado a otros muchos, que irán multiplicándose con los años más y más, si no se procura remediar sus consecuencias con mayor seriedad que la estilada ahora. La expropiación por causa de utilidad pública, con que se ha querido hacerles frente, no es posible por falta de recursos, y no basta, ni sirve para llenar las necesidades de la ubicación demográfica, bien que mucho ha servido para distribuir pingües ganancias. Y, en algunos casos, hasta para distribuir palizas a los campesinos, como en Agaguigó. El parcelamiento de las grandes propiedades, hasta su distribución en pequeñas hazas para el cultivo, constituye un problema erizado de dificultades, pero que hay que resolver en algún sentido, porque en él van implícitas nuestras condiciones de vida. El latifundio es un peligro en cualquier país, y lo es doblemente en uno pequeño y despoblado como el Paraguay. El gravamen impuesto a un valor imaginario, que está en vigencia por nuestra ley de contribución territorial, sin relación alguna con el beneficio de los inmuebles, no tiene más importancia que la de ser atentatorio al dominio. La nueva orientación económica, el impuesto sobre el aumento de valor de los terrenos, que preconiza el partido liberal de Inglaterra, no haría más que agravar nuestro sempiterno atentado, alejando al capital extranjero para siempre. Un sistema de lenta y gradual reversión hubiera sido factible de no haberse constituido el dominio de los particulares sobre las bases absolutas del derecho romano. Ahora no cabría más que la imposición del parcelamiento por herencia, haciéndola obligatoria entre los herederos en determinadas circunstancias. Así, al través de las generaciones; conseguiríamos establecer la pequeña propiedad, que reputo de todo punto indispensable para nuestra convivencia futura.

         Desde el asiento donde escribo estas líneas, domino con la vista una vasta extensión de montañas completamente dividida en planos superpuestos a modo de peldaños, que aquí llaman quintanas, y son de innumerables payeses. Cada una de estas hojas de tierra representa el sudor acumulado por los siglos, que el hereu recibe y beneficia, procurando mejorarlo antes de su transmisión al primer hijo. De trecho en trecho se ve alguna masía, la casa de campo, con frecuencia al lado de una capilla, que es como si dijera el sagrario de la robusta energía y buena fe catalanas. Pues bien, algo como estas quintanas y masías, en este mes tan primorosamente engalanadas por la primavera, estoy viendo también en el Paraguay de mi imaginación. Falta, naturalmente, el tinte que los siglos prestan a estas comarcas, pero sobra el deseo de que el rancho de nuestros campesinos sea algún día el albergue más sano de nuestras tradiciones de bondad, cariño y trabajo. Y, en mis ansias de ver en la realidad lo que estoy viendo con los ojos del alma, me pongo en el caso de nuestros pobres peones, y me vienen a los labios las palabras de Castelar a propósito de la supresión de esclavos: «Acordémonos los que tenemos hogar, de aquellos que no lo tienen; acordémonos los que tenemos familia, de los que carecen de familia; acordémonos los que tenemos libertad, de los que gimen en las cadenas de la esclavitud.» ¡Ah, los obrajes, los yerbales! No tienen comparación esos hacinamientos de infelices en el desierto y bajo la intemperie, con el de aquí en las fábricas y en las minas, porque viven nómadas y sin familia, no tienen reposo, ni hora para el trabajo, son maltratados como bestias y ganan menos qué los obreros de ésta, que tienen hogar, reposan los domingos, trabajan a horas fijas, tienen leyes para accidentes y hasta pensión para la vejez. ¡Y, con diferencia tan enorme, tenemos la ilusión de esperar a los inmigrantes europeos, para que exploten nuestras riquezas! Si no habrá en toda Europa un trabajador que consienta nuestro trato, ni admita nuestro régimen de conchavo, que trato y conchavo entre nosotros significan una esclavitud mucho peor de la que aquí están quejándose todos los obreros! Habremos de modificar radicalmente nuestro sistema de locación de servicios si deseamos atraer seriamente a los inmigrantes obreros, que son los llamados a labrar nuestro porvenir con más empuje que los profesionales y mercaderes. Desgraciadamente, ni nos hemos fijado todavía en esto. Nuestra incipiente legislación social, dictada más bien para el dolce far niente, comprende a las dependencias del comercio y otros empleos sedentarios de las ciudades, y no incluye a los campesinos verdaderamente angustiados por la necesidad de la protección y el reposo. Ellos no cuentan todavía como sujeto efectivo de nuestros derechos y libertades, y apenas les concedemos la carga del fusil. Para desangrarlos sí que los contamos, pero nunca, hasta ahora, para mejorarles el pan o concederles el reposo. Creo que, primero, habrán de morirse todos en los obrajes y los yerbales, de anemia y consunción, o de herida en los combates y hospitales, antes de acordarnos de que también son paraguayos, y más buenos paraguayos que muchos de los que desean gobernarlos por medio de la imposición y el embuste.

         El orden económico comprende una gran variedad de factores que se relacionan con la situación geográfica del país y las cualidades de energía inherentes a sus habitantes, Su importancia en la estructura del cuerpo de la patria es capitalísima. Las nuevas repúblicas no podrían llegar a la cultura propia sin apoyarse sólidamente en una base económica. Y la nuestra aun carece de ella, con la agravante de ocupar una situación geográfica desventajosísima, que sus emancipadores no procuraron mejorar. El tránsito mundial de la civilización, del comercio, de todos los factores humanos es el mar, la única ruta verdaderamente libre. El alejamiento de sus vías mantiene el atraso. Los ríos y los ferrocarriles no pueden suplir las ventajas del puerto marítimo. La independencia política de una república sin puerto marítimo está expuesta a depender económicamente de los dueños de su camino, y la dependencia económica estorba el desarrollo de la nacionalidad. La libre navegación de los ríos es todavía, más que un remedio, frecuentemente un pretexto para abusar de los débiles, cuyo derecho se regla por la voluntad del más fuerte a pesar de la justicia internacional. Necesitamos, para evitar, a este respecto los malentendidos, ajustar convenios permanentes con la República Argentina: sobre canalización y balizamiento de nuestras arterías fluviales de forma que puedan llegar lo más pronto posible a nuestros puertos los buques del alto bordo, y sobre aduana y desembarcos que aminoren los gastos y contratiempos de ahora. Mientras no tengamos un puerto de arribada para los buques de alto bordo, (que algún día ha de realizarse, seguramente) podríamos suplirlo con el goce de zonas neutrales, depósitos francos, admisiones temporales de primeras materias para la exportación, etc., si la Argentina quisiera otorgárnoslos, beneficiando con esas ventajas a su mismo comercio, el cual muy pronto va a requerir un puerto de evacuación hacia el Paraguay y Bolivia. Estas son nuestras necesidades de más urgencia, y tal vez por eso nunca hemos suscrito tratados de comercio con la nación ocupante de nuestra salida, contentándonos en tenerlos con las de Europa, y de haber recibido proyectos hasta del Japón.

         Si pudiéramos salvar los obstáculos, estableciendo una comunicación directa con los mercados europeos, nuestro desarrollo económico estaría asegurado y tendríamos la base indispensable de la cultura propia, porque nuestras riquezas son incalculables, nuestro clima es sano y el sistema hidrográfico es a propósito para la utilización de la energía eléctrica que brindan nuestras corrientes y cascadas. Todas estas riquezas no sirven para nadie sin el interés, el tecnicismo, el capital, el trabajo, la disciplina, la constancia europeas como tampoco valdrán para nutrir a la patria si, en vez de venir a buscar esos factores en este continente, los adquirimos de segundas manos en el Río de la Plata. Nuestro problema económico podría ser representado gráficamente por una línea de comunicación con Europa. Esa línea significaría nuestra autonomía comercial respecto al Río de la Plata, cuyos mercados, hasta la fecha, se apropian sino del valor de nuestros artículos, del nombre de nuestro comercio. Los conocimientos de carga son como el certificado de origen, y como ellos proceden de Buenos Aires o Montevideo, o se expiden hasta esos puertos, ocurre que el total de nuestra importación y exportación queda englobada en la masa argentina o uruguaya. Esta involucración no tendría importancia si las cifras de las aduanas europeas no sirviesen para juzgar de la potencialidad económica de los países americanos. Por esas cifras se reglan sus créditos en los mercados, que dan o quitan según que la indicación de ese barómetro de la producción de materia prima y de la adquisición de manufacturas demuestre progreso o estancamiento.

         Uno de los factores más importantes en el orden económico es la actitud de la población indígena para el trabajo. De su inteligencia, sobriedad, constancia y disciplina dependen el incremento de la riqueza. A este respecto no son pocas las buenas cualidades de nuestros paisanos, bien que no reconocidas por sus aprovechadores. Basta decir que, hambrientos y descalzos, han hecho todo lo posible para constelar de estancias, obrajes, etc., el territorio desierto o asolado, rescatando con sudor y sangre los inmuebles vendidos a los especuladores, o sirviendo a estos de esclavos bajo el nombre de peones. No podría darse un ejemplo de resistencia y resignación más grandes que las de esos infelices, cuya explotación llega a lo inicuo y cuya creciente corrupción es obra de los mismos patrones.

         A las buenas cualidades del bracero paraguayo no corresponden desgraciadamente otras que sean equivalentes de parte de los directores y empresarios. Los nativos, desde luego, no hemos podido adquirir todavía las aptitudes necesarias para la dirección de los trabajos que exigen la acción continua, paciente y previsora. Nos reducimos a las faenas del campo cuya más alta administración tenga asiento en las estancias, los yerbales, etc., y descuidamos las otras industrias y el comercio, donde nuestra intervención es muy secundaria. En cambio nos inclinamos resueltamente hacia las profesiones liberales, por ser los caminos que conducen más pronto al bolsillo del prójimo ó al presupuesto del gobierno, sea repitiendo las fórmulas sempiternas o dormitando en los cargos públicos, que ambas cosas valen sedentarismo y holgazanería. Nos falta el antecedente indispensable de la cultura y la experiencia de los negocios, que son los que dan el tacto de la vida de relación, cuyo modelo aun no ha cambiado para nosotros del tiquimisquis aldeano en lo referente a las transacciones diarias. Por esto no hemos podido desterrar nuestros prejuicios, ridículos en su mayor parte, haciendo parangón, no con la modorra del vecino sino con el despliegue de la actividad en otros países. Este defecto, sin duda, desaparecerá con el mayor cosmopolitismo y las comunicaciones más frecuentes con los otros pueblos, que impondrán la necesidad de ensanchar el muy reducido campo de nuestro comercio, ahora tan mal trabajado de yapa. De ese modo, paulatinamente, la vieja ignorancia cederá en la medida del desentumecimiento de nuestros músculos, y la videncia del porvenir nos infundirá el coraje necesario, no para morir y matar sino para producir y comerciar. No hemos tenido la suerte de entrar en el cosmopolitismo con más fuerza por el lado económico que por el de los trajes, ni ha sido posible escoger a sus elementos propulsores porque la inmigración europea se selecciona por sí misma en el Río de la Plata antes de remontar sus afluentes. No ya el mayor número sino los brazos más robustos y activos, las voluntades más emprendedoras, las inteligencias más despiertas y los capitales más fuertes quedan en ambas márgenes del estuario, en donde, por esa circunstancia, se concentran los factores que necesitamos y de los cuales nos hacemos más y más dependientes a medida que la canalización de la riqueza sigue el cauce de los grandes tributarios. Al Paraguay llegan los más desarmados para la lucha, intelectual y económicamente, y aquellos que traen algo más que sus personas se dedican de preferencia a la abogacía, la medicina, el periodismo o a fabricar concesiones en compañía del gobierno, algunos al comercio, muy pocos a la enseñanza y muy raros al cultivo de la tierra. Las fuertes sólo llegan a título de expansión por hallarse ya arraigados en la Argentina o el Uruguay, y a lo más participan de las transacciones paraguayas «con el ponchito al hombro», según la gráfica expresión de uno de ellos. Comprar, y vender enseguida; redondear el negocio y convertir las ganancias en metálicos esperando la oportunidad de hacer lo mismo, o, de lo contrario, retirarse ante el menor peligro, porque dicen que en el Paraguay es muy difícil reunir el oro una vez diseminado, por cuyo motivo no hay que perderlo de vista nunca.

         Con el sistema del «ponchito al hombro» no es posible arraigar el capital efectivo, porque su dueño está siempre en antesala para despedirse. Y este defecto no ha podido remediarse con la formación del capital nacional, primero porque no ha pasado todavía el tiempo indispensable, y segundo, porque el proceso de esa formación se halla entorpecido por la inestabilidad, política y monetaria, cuyas malas consecuencias en la economía general del país están, además, agravadas por la ignorancia de las condiciones del crédito en las plazas extranjeras y los prejuicios estúpidos del mercado criollo. Sobre este particular sería increíble la referencia de lo que sigue ocurriendo; es necesario palparlo para darse cuenta de ello. Hasta de los extranjeros que han hecho fortuna en el Paraguay son muy escasos los que han podido elevar su mentalidad sobre el nivel común, y más raros los que propenden a rebasar con energía e inteligencia el circulito estrecho de los antagonismos locales, que ruedan alrededor de cuestiones tan baladíes como las de los dimes y diretes aldeanos. Tal casa contrabandea, esa otra es explotadora, aquella es informal, esta decae o está en falencia, etc., y, al fin de cuenta, todas se tildan de defectos o estados, que en muchas ocasiones son fingidos, para hacerse la competencia por medio de la calumnia, en vez de realizarla con la mayor asiduidad y energía. La ganancia, el crédito, las ventajas comerciales serias no se consiguen por otro conducto que el del trabajo honesto, la buena fe probada, la laboriosidad constante y la inteligencia clara. Y estos requisitos son de todo punto indispensables para las relaciones mercantiles con Europa, cuyos mercados atienden menos al nombre del país que a la conducta personal de sus clientes. Así, en el Paraguay, tan desconocido o despreciada, existen comerciantes que tienen igual o más crédito que sus colegas del Río de la Plata con más recursos. Quien compra y paga siempre, sin discutir, debe y cumple con exactitud durante veinte, treinta años, sus obligaciones, tienen más crédito que el que posee mucho capital y es moroso o descuidado respecto a sus compromisos. El crédito es de lo más delicado que puede existir, y tenerlo en Europa es absolutamente indispensable para el que desea levantar una posición sólida en cualquiera parte de América, y especialmente en el Paraguay. Su existencia, en muchos casos, vale lo que la posesión del capital. Una palabra abonada equivale a un documento, y puede realizarse sobre ella cuantiosas operaciones. Entre nosotros, sin embargo, se tienen poco en cuenta estas calidades; estamos por el que hace más parada, por el que promete más y se da más humos de dinero o crédito, aunque haya engañado en repetidas ocasiones, tal como si prefiriéramos vivir de ilusiones y no al contado. No nos damos cuenta de que el verdadero capital busca el silencio por seguridad, tal como le busca el dolor íntimo para ser respetado. Las personas que realmente son pudientes, igual que los sabios de verdad, son siempre discretos, y parcos en ofrecer, para excusarse de dar. Si procediéramos al inventario de las fortunas particulares, nos extrañaríamos de encontrar invertidos los términos de nuestras opiniones sobre los Cresos del Paraguay. Personalmente no ganaríamos mucho con saber la verdad sobre ellos, pero, tal vez, ganaría el país deduciendo estas reglas del ambiente de nuestros prejuicios, que a mí tantas veces me han preocupado: En el Paraguay se enriquece con más seguridad el tímido en los negocios, y es más respetado el que oculta sus bienes. Oficia más de usurero el que en público protesta contra la usura, e introduce menos dinero aquel que más lo promete. No da apoyo sino busca el que aconseja financieramente al gobierno, así como no le trae fondos sino descrédito el que escritura definitivamente empréstito con él mucho antes de conseguirlo en Europa. Estas reglas podrían resumirse en engaño, engaño y engaño. Sus consecuencias han sido fatales al país, especialmente en los últimos años, y nadie sabría decir el tiempo en que más o menos caducarán, porque de tal modo se ha apoderado de una parte de la gente nueva la avidez del dinero -auri sacra fames!- que en la imposibilidad de satisfacérsela en efectivo, no habrá más remedio que seguir, engañándola con las promesas ilusorias de siempre.

         Es, en verdad, sensible que nuestro ambiente no estimule el arraigo adentro y la expansión hacia el exterior de las asociaciones constituidas o radicadas en el país y que más bien las combata en bien del último aventurero que llama a sus puertas sin capital y sediento de un lucro rápido, porque sobre no conducir esta conducta a la realización de nada práctico, espanta y ahuyenta a los pocos espíritus ponderados y emprendedores que se han vinculado o sobresalido entre nosotros, y que serían las prendas de garantía más seguras para el manejo de los capitales extranjeros por haber sido los más hábiles directores de las empresas nacionales. La culpa de semejante situación, perjudicial para todos y bajo todos los sentidos, corresponde en gran parte a los mismos extranjeros que, con sus engaños y codicias, han creído servir el antagonismo existente entre ellos azuzando la división de los políticos, quienes se han contentado con los dichos de Fulano, Zutano o Mengano, sin averiguar la verdad respecto al crédito y los recursos con que se exhibían, cosa tan fácil de saberse, sin embargo, por el control de las negociaciones. Rota la solidaridad en que convivieran los representantes extranjeros del alto comercio cuando tenían la necesidad de defenderse contra las grandes bancarrotas gubernativas, algunos de ellos tomaron participación en la política sectaria, y más o menos injerencia en las revoluciones, con el objeto de apoderarse de la dirección de todos los negociados financieros y someter a sus designios las energías del país, para perjudicar a sus competidores. La actuación por largos años en el ambiente acabó por revestirles del mismo carácter particularista que los criollos, vendándoles el buen sentido de que dieron pruebas en otros tiempos, hasta el punto de extraviarlos para no ver con la serenidad suficiente que sus intereses tenían que sufrir forzosamente en medio de la anarquía que fomentaban entre los políticos, los productores y los dueños del capital, cuyas consecuencias funestas han sido las sucesivas guerras civiles a costa de la sangre y la tranquilidad de la población ignorante. El día que se examine atentamente las causas generadoras de los disturbios presentes, a la luz de los episodios de trastienda que permanecen ocultos todavía, podrá atribuirse su principal origen con mucha más razón a la tonta rivalidad de los banqueros de casa que a la de las naciones vecinas a que, ahora, se imputa con ligereza. Lo mismo podría decirse de la serie de atropellos que el gobierno ha cometido, y que seguirá cometiendo quién sabe hasta cuándo, contra sus compromisos legales y los intereses de las empresas radicadas en el país en virtud de alguna concesión. Bien que los nativos somos poco respetuosos con los derechos otorgados por una ley, pues tenemos la maldita preferencia de atropellar a ésta después de sancionada por no estudiarla mejor en el estado de proyecto, ha de absolvérsenos de muchas transgresiones en gracia a que las hemos cometido unas veces por ignorancia y en más ocasiones por el consejo de los mismos extranjeros, que en su mala fe nos han engañado con la promesa de que, descartados sus rivales se presentarían ellos como los mesías salvadores mediante la ayuda incondicional de los capitalistas del exterior. Es urgente que remachemos bien la convicción de que atropellada una empresa o negado un título de crédito, en las plazas extranjeras no puede ser colocado nada semejante en condiciones mejores, ni iguales, aunque, personalmente, el nuevo ofertante tuviese todo el buen nombre deseado y prometiese todas las garantías del gobierno. Los capitalistas extranjeros, que miran solidariamente estas cosas, averiguan siempre el porqué no se ha respetado la concesión o el crédito anterior, y no se contentan nunca con las explicaciones políticas. En vez de hacer oídos a los consejeros interesados y de mala fe, debiéramos prestar atención al rumbo que toma la actividad económica bajo la gerencia exclusivamente extranjera, porque de ese rumbo ha de depender más tarde el porvenir de nuestra nacionalidad. Sería vano pretender por ahora el ejercicio de esa gerencia, que requiere asiduidad, inteligencia y vinculación en las plazas extranjeras -las que no nos desvelamos en reunir, los nativos- pero a lo menos podríamos ordenar la radicación efectiva en el país de los directorios de las empresas que exploten la riqueza del suelo. Nuestra legislación civil se impone a todo acto referente al territorio, cualquier fuese el lugar y la forma de su celebración. El inmueble tiene el carácter de cosa principal en los contratos. También nuestro Código de Comercio, somete a sus disposiciones a las sociedades que se constituyen en el extranjero para ejercer su comercio o industria principal en la república. Y, a pesar de las disposiciones categóricas de nuestra legislación, son muchas las sociedades anónimas constituidas en el extranjero para la explotación de nuestra riqueza forestal, algunas contando casi exclusivamente con el valor de los inmuebles, que ni su directorio ni sus asambleas tienen nada que ver con el país donde debieran funcionar legalmente. No que sus miembros residan permanentemente, pero a lo menos que tengan las oficinas para la dirección y el gobierno de una personalidad arraigada jurídica e inmobiliariamente en el Paraguay. No se puede, ni habría el derecho de evitar el funcionamiento de las asociaciones extranjeras, y, por el contrario, ellas merecen estímulos por lo que contribuyen al incremento de la riqueza, pero estas circunstancias no justifican para que los balances y demás actos sociales sean publicados exclusivamente en el extranjero. El Paraguay, de hecho, está dependiente económicamente del exterior, y sería un gran peligro hacerlo también de derecho. Ya hay bastante con la especulación ejercitada sobre sus dominios desde el extranjero, y que en varias ocasiones han servido para desacreditarlo o hacer mérito de sus desgracias. Ejemplos: la valorización escrituraria de los inmuebles para expedir acciones y colocarlas en la Bolsa de Buenos Aires, cuyos adquirentes ponen, después, el grito al cielo contra el país que no sirve para proporcionarles los dividendos soñados; las conferencias de propaganda, de las cuales en una, que diera en 1908 un corredor por orden de una de las sociedades que deseaba levantar el valor de sus títulos, se dijo, entre muchas lindezas, que las calaveradas financieras del Paraguay eran un medio indirecto de aumentar las ganancias de la empresa, porque pagando los productos con papel despreciado y vendiéndolos a oro era fácil lucrar manteniendo el coste de la adquisición o de la mano de obra y dejando libre la ascensión del oro...

         Y, ahora, pasando a las relaciones generales de la riqueza con el orden gubernativo, que dan los exponentes de la patria corpórea, tendría que anotar rasgos aun más desconsoladores. Esas relaciones, en otros tiempos, se establecían sobre la absoluta ignorancia del rol financiero y la apremiante necesidad de servirlo; en el día se establecen a base de los atropellos, que no son frutos de la ignorancia sino de la indigencia aliada con la mala fe.

         El Paraguay primitivo carecía de régimen propiamente financiero y administrativo, porque las haciendas y las personas estaban a la disposición del gobierno, y este a merced de los déspotas. Por esta circunstancia, y porque las muy escasas necesidades del gobierno se cubrían con el producto del patrimonio fiscal, casi no existieron los impuestos regulares, habituándose la población a vivir sin pagarlos en las formas de contribución que no fuesen diezmos, confiscaciones, servicio obligatorio, etc., bien que tampoco eran muy apreciables los bienes en que podía imponérsela bajo el régimen del monopolio de los principales productos. Los servicios públicos eran desconocidos así como las instituciones de crédito, cuya implantación fue ensayada de golpe a raíz de la guerra, y conjuntamente con las reglas más elementales de administración e impuestos, ítem el estreno de la deuda pública por medio de préstamos en Inglaterra. No fue tan difícil la tarea de copiar y poner en vigencia la legislación de los otros países, ni la de entramparse con los empréstitos y las concesiones de todo género; lo difícil vino después con la necesidad de interpretar a aquella y de pagar las deudas contraídas, pues, a la ignorancia del derecho se unía la costumbre de no haberse visto nunca en los apuros de cumplir un compromiso y de establecer nuevos impuestos, de los cuales ni pudo cumplirse el uno, ni establecerse los otros, porque los recursos eran insuficientes y no había materia imponible, cortándose el nudo gordiano con un sablazo gordo a todos bienes fiscales. Pero tan fuerte sería la costumbre de no pagar impuestos, que el financiero de turno en el 4° periodo constitucional, para halagar al país, expresaba todavía la esperanza de rebajarlos en lo futuro. ¡Y los impuestos estaban incubándose! !Si pensaría que habría de volverse a los diezmos patriarcales! Puede decirse, en síntesis, que la conducta financiera del Paraguay, en el periodo inmediato a la guerra, se parece a la de esos herederos que, no habiendo recibido la educación de familia, se vuelven dadivosos con los bienes dejados por sus padres, derrochándolos sin medida hasta verse obligados a pasar de la extrema abundancia a las casas de empeño. Felizmente, para que el símil no fuese del todo exacto, las fuentes de recursos con que contaba el Paraguay se hicieron inagotables con el remedio de los impuestos que, ahora, van multiplicándose cada día.

         La situación en que se encontraron los gobernantes de vender todos los bienes del fisco, de dar concesiones, de adquirir bancos en estado de quiebra, de emitir monedas, etc., les producía la halagadora sensación de distinguirse de los tiranos anteriores por el medio sencillísimo de disponer con liberalidad sobre todas las cosas. Ni podían pensar en las complicaciones del porvenir cuando las necesidades exigían una pronta satisfacción, y se daban a hacer recursos por el modo más fácil. Algunos extranjeros, que estaban en el caso de prever esas complicaciones, eran los más interesados en aconsejar el procedimiento liso y llano de salirse del apuro por medio del desbarajuste general. En el torbellino de tantos expedientes de enajenación de los bienes fiscales y de adquisición de las instituciones bancarias que iban desfondándose, se iniciaron los hacendistas criollos con los despilfarros y las especulaciones de todo género, sin preparación alguna, no ya para prever las funestas consecuencias de sus actos sino para apreciar la importancia del negociado que tenían en virtud de un decreto. Si codiciaban fortuna, para adquirirla no contaban más que con la malicia, y si algunos tenían honestidad en cambio les sobraba ignorancia. Con tales prendas sólo pudieron ayudar para la explotación del filón en bien de los audaces y a costa del país, adornando de rasgos curiosísimos la historia de sus desdichas. Para dar una idea de esos rasgos, servirán los tres siguientes respecto a la competencia administrativa y el régimen de conversión y liquidación del antiguo Banco Nacional del Paraguay: 1° En cierta ocasión, presentado a uno de los gerentes que tuviera dicho establecimiento de crédito varios ejemplares de una misma letra, cada uno de los cuales llevaba su enunciación correspondiente, aquel, antes de firmarlos, hizo averiguar en caja y contaduría si el importe de la letra había sido satisfecho tantas veces cuantos ejemplares se le traían, y como le contestasen que se trataba de la venta de una sola letra, el hombre se enojó creyendo que era una tentativa de estafa de sus dependientes. Todas las explicaciones fueron inútiles para hacerle comprender que el adquirente de la letra tenía derecho a la expendición de varios ejemplares de un mismo tenor con la expresión de primera, segunda, etc., porque el bueno del gerente sé aferraba en que por cada firma había de hacerse un otro pago... hasta que una orden superior le obligó a cumplir con tan sencilla regía de comercio; 2° Más tarde, cuando la bancarrota se venía encima de todos y era urgente retardar siquiera la inconversión de los billetes del Banco Nacional, el presidente de éste se puso a conjurar tan enorme peligro con la simple negativa de giros sobre el exterior. Mandó cotejar el encaje efectivo con el monto de los billetes en circulación, y como ambos se equivaliesen más o menos, el hombre creyó encontrar el medio seguro de protegerse contra las extracciones, ordenando la absoluta prohibición de vender giros. Se presentó en esto, a pedirlos, sobre Buenos Aires, uno de los acreedores del Banco en cuenta corriente. Y, extrañado de que se le negaran rotundamente, entregó un cheque para hacerse de billetes, pasando luego con estos a la caja de conversión para hacerse del oro correspondiente. Cuál no fue la sorpresa del cándido presidente al ser puesto el hecho en su conocimiento. Hasta ese instante no sabía que los saldos deudores de su Banco importaban tanto como tener una suma igual de billetes en circulación; y 3° Poco tiempo después vino el curso forzoso, y la agonía del Banco Nacional se prolongaba en una liquidación fatigosa cuando una ley hizo que todo pasara a cargo del Banco Agrícola. El administrador de éste exigió que se compulsaran previamente todos los libros antes de ser traspasada la cartera en liquidación. Y, como los liquidadores confesasen que no todos los libros existían, no hubo más remedio que hacer constar esa circunstancia, y proseguir...

         Por entonces nadie pensaba que con introducir un poquito de orden podrían todavía salvarse muchos valores, y por el contrario, el gobierno se daba en promulgar leyes de quita para eximir del pago a los particulares, en hacer uso de sucesivas emisiones inconvertibles para cubrir los atrasos del tesoro y en crear todos los impuestos conocidos para acrecer los recursos fiscales.

         No tardó en producirse el movimiento de reacción contra la mala moneda y los derroches gubernativos, primero, de parte del comercio, que tímidamente hacía sus observaciones, y después, de parte de todos los otros factores de la vida nacional. Si no tuvo la eficacia de contener a los abusos gubernativos, gracias a ese movimiento de reacción se interesaron más los políticos en los problemas financieros, planteándolos exclusivamente algunos sobre la base de la buena moneda y llegando otros hasta a presentar la emisión de billetes como uno de los estimulantes de la producción de la riqueza. Fueron inevitables las exageraciones de ambas partes que, sin términos medios, se decían metalistas o papelistas, igual que si se dijeran espiritualistas o materialistas, cristianos o herejes. Los partidarios más inocentes del metalismo creían que la moneda sana era cuestión de buena voluntad, y los del otro bando, tenían a la emisión, como una doctrina innovadora. Muy pocos se hacían cargo de la dificultad de adquirir y mantener el oro necesario para la moneda estable o consideraban a la emisión inconvertible como un mal, inevitable en muchos casos, que había de curarse en cuanto fuese posible. Pero con las exageraciones, a lo menos, pudieron estudiarse los dos aspectos, lo bueno y lo malo de nuestra situación monetaria, en la espera del día venturoso en qué habrá de curarse ese nuestro mal crónico. Lo que ni con ellas pudo conseguirse fue la fijación del ordenamiento administrativo, que constituye la base sine qua non de la estabilidad monetaria y del desarrollo normal de las fuerzas económicas del país. Se quiso todo, moneda sana, inmigrantes, capital extranjero, descuento barato, etc., pero casi nadie se acordó de reglar bien la conducta del gobierno en orden a sus gastos y los impuestos a fin de disminuir sus continuos atropellos a la actividad de los productores. Los políticos tenían mucha sed de dinero, lo único quizá en que podían jactarse de representar bien las aspiraciones del público. El Ministerio de Hacienda era una cartera acosada por la voracidad de todos, y su ocupante, para permanecer en él, estaba obligado a patrocinar el abultamiento de los presupuestos aunque fuese con recursos artificiales. No se le dejaba el resuello para intentarlas reformas indispensables en la administración. Toda la actividad gubernativa se encaminaba hacia el dinero, y no le sobraba tiempo para reglar el orden de sus funciones.

         Con semejante práctica, y dando repetidos tumbos, hemos llegado a cumplir los cien años de independencia política sin haber siquiera preparado las bases de nuestra vida financiero-económica. No solo en lo que respecta a la explotación de nuestras riquezas naturales -casi todas vírgenes todavía- ni a la ordenación de los gastos, públicos, -sin otros límites que el capricho y la indigencia- ni al régimen de los impuestos que tiene a la arbitrariedad por tasa, sino que absolutamente nada hemos hecho para la enmienda de nuestras calaveradas, y muy poco por nuestra preparación hacendaria. Algunos de nuestros políticos viven todavía en la quimera de que, para la redacción de un proyecto financiero, lo principal estriba en la inteligencia del autor, y no en los medios reales de acción, en la fuerza y el crédito del país, en la confianza y seriedad administrativa. Puede que ni aun hayan desaparecido de las carpetas parlamentarias los últimos proyectos salvadores formulados por puro palpito, como un medio de tantear la suerte o de distraer el ocio. Nuestro concepto de las finanzas se aleja de los hechos para sepultarse en el articulado de las leyes, tal vez por lo que éstas caen en desuetud inmediatamente de ser promulgadas y nadie se cuida de hacerlas vivir en los actos. Nuestro tecnicismo se reduce al empleo de los vocablos, y los elementos de nuestra elaboración son didácticos o rutinarios, casi nunca palpitantes de savia. Es, por esto, que tenemos el defecto de formular antes de auscultar; no desplegamos el esfuerzo paciente para desentrañar las causas de nuestros males, examinando atentamente las condiciones económicas del medio, y nos contentamos con idear las medidas por inspiración.

         Por no hacer atentamente el examen de los hechos económico-financieros, cuya coordinación y ordenamiento debiera constituir la base principal de nuestras inducciones en vez de las reglas de los tratadistas, caemos con frecuencia en las preguntas: ¿qué haremos? ¿cuál será lo acertado? etc., para luego dejarlo todo a lo que diga el tiempo. Esto cuando no median intereses de círculo, que son los guías inamovibles contra el desarrollo económico del país. Por lo general nada práctico y nuevo se propone, pero si alguno de los que han trabajado silenciosamente para introducir una empresa nueva, buscando apoyo a su actividad o modos de vincular a capitalistas del exterior, ofrece algo al gobierno o pide ventajas para la instalación de cualquier cosa, puede estar seguro de que le saldrá un competidor que prometa más. Este rasgo de prometer más, económicamente, se observa a cada acto en nuestro ambiente. Proviene del espíritu de especulación que nos aflige de hace tiempo, espíritu que siempre nos lleva a sospechar mucho lucro allí donde surgen ofertas de dinero o de obras. Ya en varias ocasiones nos ha perjudicado considerablemente, retardando la ejecución de las obras indispensables y la introducción de los capitales prometidos.

         Hacia 1906 una empresa se ofrecía seriamente para servir toda la tracción y luz eléctrica de la capital. Surgieron inmediatamente las proposiciones más ventajosas de otro lado, comprendiendo a todas las obras de salubridad. Se dio, la ley de concesión, que, naturalmente, fue adjudicada a los que prometieron más. Al poco tiempo se supo que se había tratado con intermediarios ganosos de lucrar con la venta de la concesión en Europa o Norte-América. Hicieron perder lastimosamente el tiempo, y se tuvo que invalidar todo para recomenzar el camino con nuevos concesionarios, que a su vez pasaron por la táctica de los mejores ofertantes. Otro caso reciente es el de las concesiones para la fundación de Bancos Hipotecarios, que fueron dadas atropellando a una ley general sobre la materia y a la costumbre de exigir previamente un depósito, de garantía. Para pedir esas concesiones, tras un solicitante se presentaba otro en condiciones más liberales, y como la posible abundancia de establecimientos bancarios halagaba a los ahorcados de deudas, el Congreso dio, satisfacción a todos. El mal de esta conducta no ha sido la pérdida de tantas ilusiones sino de haber aumentado el recelo contra el Paraguay de los grupos financieros de alguna seriedad en Europa; cuyos directores, ante el abarrotamiento de las concesiones legislativas y la insignificancia de sus beneficiarios, barruntaron que en un país donde el gobierno obraba con tales ligerezas no debía de merecer mucho respeto el capital ajeno. Pero el efecto más estupendo de la licitación de promesas se ha dado con motivo de la contratación de un insignificante empréstito. Para operaciones de esta naturaleza hacía años que pesaba sobre el Paraguay una interdicción en Europa, cuando en 1906 el gobierno, apoyado por algunos banqueros, gestionó el medio de relacionarse con uno de los grupos financieros de París, ofreciendo, primero, la concesión de un banco de emisión para colocar después, en 1908, una parte de las acciones del Banco de la República entre los principales interesados en la Banque de l'Uníon Parisienne, uno de cuyos directores, M. Courcelles, había hecho al país un viaje de estudio. El pensamiento era atraer hacia el Paraguay los intereses de esa asociación fundada por el barón Hottinguer, el barón Mallet, M. Vernes, M. Michel Heine y M. Mirabaud, que según las referencias de Arthur Meyer, director del Gaulois, «es, actualmente, una de las grandes instituciones de crédito que en Francia toman participación activa en las empresas financieras o industriales. Antes de iniciar sus operaciones el Banco de la República cayó el gobierno que lo había fundado, por lo cual hubo de acogerse a una prudente reserva en vez de desarrollar el giro de los negocios que se había propuesto, el que de antemano estaba constreñido por la intensa crisis que imperaba a la sazón. Pocos meses después, con el objeto de aportar recursos al nuevo gobierno y entrar resueltamente en el régimen de conversión establecido por la carta orgánica del Banco, sus fundadores ofrecieron un empréstito de libras 2.000,000 que la Union Parisienne cubriría en seguida de firmarse el contrato en París. Al tramitarse los proyectos legislativos correspondientes, otros banqueros de Asunción dijeron que podían realizar el mismo empréstito en condiciones mucho más ventajosas. El gobierno no quiso hacer cuestión de intermediario, y deseando solamente la realización del empréstito en las condiciones menos onerosas posibles, retiró los proyectos que iban a vincularlo fuertemente con la Unión para echarse en manos de los otros ofertantes, cuyas accidentadas gestiones dieron después el fracaso en una forma que nadie se esperaba. Las pintorescas incidencias a que diera lugar esta como licitación de empréstito, vale decir los chismes y embustes de toda naturaleza y los prejuicios sobre el crédito y valer de los ofertantes, fueron enriquecidas luego por las propuestas de un tercer intermediario, que, a pesar de no conocérsele en el país, pudo conseguir patrocinantes en la prensa. Lo que se escribió con tal motivó en los diarios, y se comentó en la variedad de círculos, excede a toda ponderación, y menos mal hubiera causado de haber servido todo eso siquiera para instruirnos de nuestra absoluta falta de preparación en materia de hacienda pública y privada. Desgraciadamente no nos sirvió para nada la experiencia de tantos engaños, pues, inmediatamente nos dimos a la merced del primer ofertante que apareció allende nuestras fronteras, cruzando correspondencias con él hasta escriturar un compromiso definitivo que, velis nolis, nos ha dado la más grande campanada de descrédito que se haya hecho en torno al Paraguay.

         A ese desgraciadísimo extremo nos ha conducido nuestra terquedad por las promesas ilusorias, consecuencia del absoluto desconocimiento de las condiciones del crédito en las bolsas europeas y que, de esta vez, se uniera al capricho de conseguir el empréstito en cualquier forma. Luego de fracasadas las primeras gestiones teníamos que haber perseguido otra solución temporaria a nuestra aflictiva crisis, intertanto se ordenara el régimen administrativo para regularizar los presupuestos, que son el fondo más descosido de nuestras finanzas. Pero nos encaprichamos por el empréstito, que hasta como un puntillo de amor propio llegaron a tomarlo algunos de sus gestores, y se nos fue el buen sentido de esperar tiempos mejores para conseguirlo sin encender la codicia de los pequeños mangoneros de la bolsa parisiense.

         Todas estas minucias, anotadas para bosquejar más rápidamente nuestra vida financiero-económica, no tendrían importancia si no constituyesen la trama principal de los sucesos ocurridos en estos últimos años, y quién sabe si también de los que ocurrirán más tarde. Ellas han podido ser el blanco de nuestras disputas únicamente porque carecíamos, igual que ahora, de una organización seria en todos los órdenes: administrativo, comercial, bancario, etc. Sin organización administrativa nos ha sido imposible orientarnos convenientemente en las mil complejas y dificilísimas cuestiones relacionadas con las finanzas del gobierno; sin la organización coercitiva de nuestra actividad económica nunca hemos podido intervenir eficazmente en los negociados públicos referentes a comercio, banco, etc., y menos para encauzar y favorecer el incremento del intercambio con los demás países. Todo lo que sobre el particular hemos legislado, o dispuesto precipitadamente en medio de los apuros; resulta débil, incipiente o fragmentario. Y, sin embargo, bajo todo respecto es de urgencia acometer con bríos y felices orientaciones la tarea de nuestra organización: financiera, a fin de introducir el orden en los presupuestos y la armonía indispensable entre los gastos y los recursos fiscales; y comercial para influir sobre la intensificación de nuestra vida económica al lado de la competencia de los mercados más fuertes. Es necesario gritar a todas horas en el oído de los políticos que nuestra primera necesidad es de organización; que sin ella todas las cosas tienden a perecer, y que si bien el país no ha de morir en cambio puede ceder la plaza a otros hombres más organizadores. En este sentido se ha dicho de él «que puede vivir con gran modestia, con excesiva humildad, pero que no puede llamarse propiamente vivir al sólo hecho de dejar de morir.»

         Nuestro problema nacional es de política económica, y ésta debe ser de organización en toda su integridad. Para realizarla gradualmente es necesario medir con amplitud todas las relaciones sociales de lo futuro e iniciar una intervención enérgica contra nuestros procedimientos actuales, que de regularidad y orden no tienen más quedas formas curialescas. El abogadismo ha hecho presa a nuestra administración en todos los órdenes. Como éste y la medicina son las profesiones criollas por excelencia, hemos dado en la manía de mirar todos los asuntos financieros como otros tantos motivos de pleito y no de trabajo productivo y paciente, sometiendo a cada rato a comisiones de perezosos la consulta de si tal cosa es o no es, so pretexto de no decidir nunca lo que conviene hacer en cada caso. De esta manera hemos trocado frecuentemente la misión del administrador por la del juez en los negociados de hacienda, y casi continuamente en nuestras relaciones con los acreedores del exterior cual si pretendiéramos espantarlos con nuestras sentencias. Y en tratándose del fisco, en vez de hacer cuenta de sus apuros y de su falta de crédito en los mercados del capital, tenemos el gusto de colocarlo tan arriba que nos repugnaría confesar que sus malas finanzas han de traducirse forzosamente en descuentos usurarios y garantías deprimentes para los préstamos. La igualdad jurídica de las naciones y todas las teorías generosas, en cambio, nos sirven para preparar las chicanas y artificios ridículos.

         En resumen podría decirse del Paraguay que, para la patria corpórea, tiene en sus entrañas muchos tesoros inexplotados, y de límites a ríos inmensos que aun no han sido trabajados para su mejor aprovechamiento hasta el mar; que su clima es sano, sus panoramas magníficos y sufrido e inteligente su pueblo. Sólo que tan buenas condiciones. de la naturaleza no están secundadas todavía por una acción provechosa de los hombres, sin la cual sería imposible transformarlas con los siglos en el cuerpo robusto de la personalidad de un pueblo, revelada por la cultura y asentada sobre la justicia, que son los mejores baluartes contra la piratería internacional

 

         PATRIA-NACIONAL. -En las expresiones anteriores-patria-cultura, patria-mística, patria-afectiva y patria corpórea,- he comprendido a los diversos elementos que integran a la que se podría llamar patria-nacional. Esta es la unidad, y aquellas sus componentes. El conjunto de la cultura y la fe de innumerables familias asentadas sobre un territorio propio, y unidas por el sentimiento común de una evolución solidaria, constituye íntegramente la patria. Ésta, en su forma, equivale a un sello original, indígena e inconfundible, de las costumbres, el arte, la literatura y el culto que dan matiz a las más altas especulaciones de los individuos y calor a los sentimientos populares; y en el fondo es lo irreductible: el alma parens.

         En nuestros días no podría llegarse a tan excelsa unidad bajo la imposición del Estado, según lo observa Faguet: «L'unité morale d'un pays moderne c'est la diversité morale respectée par tous. Je n'aime pas mon pays monarchique, étant moi-même républícain; mais je 1'aime en tant que me permettant d' être republicain et de prêcher la république tant que je voudrais. Je n' aime pas mon pays catholique, etant moi-même protestant; mais je 1'aime en tant que ne faisant aucune différence de traitement entre moi protestant et un catholique. La liberté d' être different est ce qui maíntient unis des êtres qui different.»

         La fórmula de esa unidades: ubi libertas, ibi patria, o lo que acaba de decir Melquíades Alvarez, ahora el más elocuente de los republicanos españoles: «La patria es donde vive la libertad, y sólo puede ser donde reine la justicia.»

         La base de la patria en los países hispano-americanos es «ese sentimiento de idealidad, de espiritualidad y de nobleza alojado en el alma de la raza,» que dijo Joaquín Costa, caracterizando a la nación que los fundara un día.

         Y la divisa para establecerla en lo futuro, sería la de Cincinato. ense et aratro y no la de ubi bene, ibi patria de los holgazanes y descuidados.

         Nuestra labor de un siglo en pos de la patria-nacional no obedeció a aquella fórmula, ni tuvo ésta divisa. En el principio estaba simbolizada por el gobierno propio, y éste era el despotismo absoluto. En él núcleo colonial tuvimos la fuerza de segregación del Virreinato del Río de la Plata, y bajo el paternalismo de los déspotas edificamos nuestra independencia De ahí que nuestro concepto de la patria girase en torno a la sumisión y fidelidad a los tiranos hasta 1870, fecha en que inscribimos la fórmula de libertad, pero sin los medios de vida para realizarla, ni siquiera el ánimo de perseguirla por el conducto del trabajo asiduo. Su acción principal ha sido la de separarnos en bandos pleiteantes del gobierno, no por cuestiones de doctrinas sino por deseos de mando. La patria siguió tan adherida al gobierno como antes, y sólo descosimos las franjas de su bandera para hacer divisa de los colores rojo o azul. Así nacieron nuestros partidos, como una derivación del poder o las ansias de ocuparlo. Patria era el gobierno, y éste del partido que lo ocupaba; «Empezamos, podría decirse, con las palabras del escritor argentino, Dr. Agustín Alvarez, considerando al adversario político como un traidor a la patria, proscribiéndolo y persiguiéndolo a muerte; descendimos luego a matarle solamente las vacas al rico y destinar al servicio de fronteras al votante pobre; más tarde a fusilar patrióticamente a los electores en los atrios, ganando las elecciones a balazos; después, a no dejarles llegar a las urnas y, finalmente, a ganarles las elecciones por el fraude, sin derramamiento de sangre.»

         Esos fueron nuestros esfuerzos patrióticos durante los años dé reconstrucción subsiguientes a la guerra. Después que, en parte, restablecimos el material de vida y llegamos a nutrir algunas cabezas, nos hemos dedicado a suplantar un jefe por otro para hacerlos fracasar a todos, y luego salir al Río de la Plata a pregonar nuestras miserias. En este afán nos ha sorprendido el centenario de nuestra independencia o sea cuando las conspiraciones y revueltas eran nuestros mejores medios de servir la patria a costa de la consecuencia partidaria y las más sencillas formalidades políticas, a las que hemos llegado basta a poner completamente de lado cuando la perspectiva de conquistar el poder nos hacía celebrar alianzas con los adversarios, para combatir y ultimar a los amigos.

         Luchar por la patria ha sido para nosotros la consigna de perseguir a los adversarios en cualquier forma. Servir a la patria es todavía acomodarse en el poder, cuya tarea nos parece más meritoria que el ejercicio de la actividad en los demás órdenes. Y la misión del poder se reduce a la continua defensa contra los adversarios, que en lo de gobernar bien el país no tenemos tiempo de pensar sino después de haber sido suplantados.

         Mandar, he aquí nuestra afición, y mandar arbitrariamente es lo que sobre todo nos place. Su fin poco nos importa; más nos interesan los modos de usar políticamente ese verbo que la regularidad de su aplicación. A fuerza de haber abusado de él, se ha querido llegar a su pluralización permanente entre los partidos como el medio de poner término a nuestras discordias sangrientas, En vez de mando y mandaré solo, mandamos y mandaremos juntos. Pero al averiguarse el cómo podría ser eso, ocurrió que unos querían la hoja del instrumento y los otros no se contentaban con la vaina vacía, o sea que la hoja quedaría desenvainada con grave peligro de la misma tranquilidad que se quería establecer.

         Después de tantas revueltas y exageraciones, tantas energías malgastadas y tantos entusiasmos seguidos de decepciones amargas, es de esperar que nos aquietemos por agotamiento. Entonces podremos apreciar que, luego de las luchas y promesas, las cosas no cambian, y menos las costumbres políticas. Pero, probablemente, los bandos facciosos se disolverán y los hombres más representativos del país, rompiendo el hosco apartamiento en que viven, se unirán con cualquier propósito hasta hacer filas más duraderas.

         Tal vez no saldrá de todo eso mayor libertad ni beneficio para el pueblo desangrado, y hasta podría reportar nuevas tributaciones para él, pero con que salga afianzada la autoridad ya habría bastante por el momento. En seguida podrá verse que las virtudes de moralidad y orden no son el patrimonio exclusivo de un partido, ni de ciertos hombres, sino frutos de la educación y la cultura sociales de todo el país, y entonces vendrá el caso de plantear seriamente nuestras cuestiones de patria sobre bases objetivas, apartando un poquito las ambiciones inmoderadas de las personas.

         He ahí lo que nos falta resolver: el problema de las obras y no el de las personas; qué es lo que debe hacerse, y no quién ha de erigirse en nuestro jefe; cómo es posible hacerlo, y no cuál de nosotros lo hará. Todo esto lleva implícito el cambio de procedimiento y no meramente el de la decoración.

         No estancar a la patria en el partido y el gobierno, sino servirse de ellos para estimular la cultura del pueblo; no permanecer en ellos por capricho y provecho sino para poner en práctica las ideas políticas que se profesara en la llanura.

         «Je pense que le pouvoir n' est qu' un jouet absolument sans valeur et sans prix si celui que le détient n' y met en pratique les idées qu' il professe», respondió Gambetta cuando en 1882 le aconsejaron de contemporizar y hacer rodeos respecto a las grandes reformas que había prometido a fin de conservarse en el gobierno. Con que una media docena de paraguayos pensasen así, ya podríamos contar con las obras indispensables aunque no saliésemos de la atropellada sucesión de los gobiernos.

 

 

CONCLUSIÓN

 

         Aprovechando los días que he pasado en estas montañas he escrito todo lo que antecede sin la pretensión de influir sobre el concepto criollo de nuestro actual patriotismo, tan derrochador de sangre y de dinero. Lo he escrito para usted, amigo Caballero, y los compatriotas que estudian en este continente pensando en la patria del porvenir con el objeto de pedirles una cosa: que se impregnen lo más posible de la cultura europea para que puedan nutrir con ella nuestro ideal de patria en formación.

         De ese ideal dependerá que la riqueza de nuestro país sea explotada en pro o en contra de la patria que ensoñamos. Lo seguro es la explotación de nuestras riquezas por los extranjeros, y es indispensable que lo estemos igualmente de la patria. Tengamos presente en nuestros desvelos que, si personalmente podemos adquirir cultura y fortuna mediante la ayuda de los extranjeros, colectivamente no podríamos apreciarla sin la patria, y que esta ha de llamarse Paraguay.

 

San Feliu de Codines, Mayo de 1912






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