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REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY

  REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY - Nº 1 - AÑO 1985


REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY - Nº 1 - AÑO 1985

REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY

Nº 1 - AÑO 1985

 

 

INDICE

 

PRESENTACIÓN

 

NARRATIVA

MARIO HALLEY MORA - LA VALIJA

TOMÁS MATEO PIGNATARO - JUAN

 

ENSAYO

NOEMÍ FERRARI DE NAGY - RECUERDO DE THOMAS MANN

 

POESIA

VÍCTOR R. CASARTELLI - AL PIE DE LA LETRA

JOSÉ-LUÍS APPLEYARD - BAJO UN DOSEL DE ESPERA

J.A. RAUSKIN - LA CASA ENCANTADA

EZEQUIEL GONZÁLEZ ALSINA - LEJOS ENTRE LA GENTE

NILSA CASARIEGO - DOS POEMAS

MARIO CASARTELLI - MORIR EN LA HIERBA

 

 

 

 

PRESENTACIÓN

Con este número se inicia una nueva etapa en la Revista del PEN Club del Paraguay. Los cinco anteriores, con un formato más reducido aunque con un mayor número de páginas, cumplieron su cometido. En estos momentos la Junta Directiva del PEN y el Consejo de Redacción de la Revista consideran que una publicación con las características que tiene esta entrega será más accesible al público, por una parte, y por la otra permitirá una periodicidad mucho mayor que los cinco primeros que, en la práctica, eran anuarios. Es nuestra intención que la revista aparezca con mayor frecuencia y el propósito que nos anima es que sea una publicación bimestral. Todos nuestros esfuerzos estarán destinados a tal logro y la responsabilidad que asumimos es compartida por todos los socios del club, puesto que el común denominador que nos une es el de ser escritores y como tales debemos responder, en razón de que una entidad como la nuestra necesita un órgano de expresión, más aún, sabiendo que en nuestro país no se cuenta con la colaboración de los suplementos o revistas de los diarios y no existe, en estos momentos, una publicación que acoja trabajos literarios, salvo algunas excepciones, que se dan sólo en el campo del ensayo y, a veces, en el del relato corto.

Todo escritor, por el hecho de serlo, tiene necesidad de comunicarse, de entablar, por medio de la palabra impresa, el dialogo con el lector; las nuevas editoriales que han surgido en nuestro país en los últimos años han permitido una mayor difusión del libro paraguayo, pero, bien es sabido, el libro no puede tener la difusión y el alcance de una publicación periódica de orden colectivo como lo es esta revista. Por todos estos motivos el PEN Club del Paraguay ha considerado prioritario el hecho de contar con ella y mantenerla en tal forma que sirva de constante vehículo de comunicación con el público. Tal nuestra esperanza y tal nuestro deseo de hacerla realidad.

Con dichos sentimientos iniciamos esta nueva etapa de la vida de nuestra revista, esperando contar con el apoyo de los lectores y con la colaboración invalorable e ininterrumpida de nuestros consocios.

JOSÉ-LUIS APPLEYARD

Presidente del PEN Club del Paraguay

 

 

 

 

 

 

NARRATIVA

 

LA VALIJA

 

MARIO HALLEY MORA

 

         Cuando su madre cargaba la valija, como aquella vez que fueron en auto, lejos, tan lejos que allí terminaba la tierra y empezaba el agua, lo hacía con suavidad, con ternura, acostando cada prenda en la valija como acostándolo a él en la cuna.

         Pero su padre fue distinto al cargar la valija, arrugando camisas, prendas interiores y medias, y arrojándolas como a la boca de un pozo, murmurando entre dientes palabras incomprensibles para él pero que daban miedo porque sonaban a palabras malas, hostiles, como si tuvieran espinas y filos que hieren. Palabras que él oía por primera vez. No de aquellas desagradables sino más, que primero le hacían llorar y luego se alisaban hasta fluir en la caricia de un beso. Palabras que le daban miedo y le ponían un nudo silencioso, necesario y prudente.

         Con sus tres años no comprendía lo que pasaba. El fluir del tiempo amigo se había roto. Ya no tenía la calidad del viento que acaricia en la tarde calurosa, sino la furia de la tormenta que lastima a los árboles y arranca chispas a los cables.

         Aquel día fue así, cuando a la noche regresó su padre del trabajo, y allí no estaba mamá esperándolo para contarle que él no quería bañarse, que había lamido otra vez la sabrosa sal de la pared o que de nuevo andaba rondando cerca de los enchufes. Estaba llorando en su dormitorio desde aquel momento en que sonó el teléfono y ella atendió y dijo sí, yo soy la señora de Martínez, y escuchó y se puso pálida y después colgó y entró corriendo al dormitorio.

         La oía llorar y al principio pensó vaya, qué cosa, los grandes también lloran y hasta quería reírse, pero después pensó que el llanto es dolor y no le gustaba nada que a su madre le doliera el dolor hasta hacerla llorar, de modo que quiso llorar él también para que su madre no llorara más y viniera a consolarle a él. Pero entonces llegó su padre. Le dio el beso de todas las tardes y después de tirarlo hasta el techo y "barajarlo" le preguntó dónde está mamita y él le dijo que llorando en su dormitorio, y él entró allí.

         Entró con él el tiempo amigo que solía llegar a la casa con su padre, como si fuera su sombra que le acompañaba por la calle. Y se cerró la puerta y tras la puerta ya no estaba el tiempo amigo sino la tormenta furiosa que gritaba palabras que sonaban a truenos y gritos que parecían el ruido de ramas quebradas o de las chispas que como arañas se mordían unas a otras en los cables.

         Y entonces tuvo miedo porque las cosas ya no eran como todos los días, y el dormitorio de papá y mamá ya no era esa cueva cálida donde él solía entrar para sentirse a gusto sumergido en ese grato olor a papá - mamá que era tibio en los días fríos y frescos en las noches de verano, y donde todo era suave y amable, desde la textura del enorme colchón donde le gustaba arrebujarse entre las dos montañas de amor hasta dormirse, hasta que la luz del sol entraba por la ventana y daba justo sobre la fotografía de los dos cuando hicieron eso de casarse y él todavía no estaba.

         La puerta se abrió pero no como se abren las puertas en los tiempos amigos, sino como de repente soplara bravo y frío el “viento sur” para despertarle en el pecho el bicho de la bronquitis y abriendo todas las puertas como de un puntapié. Y salió su padre y buscó la valija donde se llevaban las alegrías de los viajes largos hasta donde termina la tierra y empieza el agua y tiraba sus ropas adentro mordiendo las palabras que crujían, y terminó de cargar la valija y abrió la puerta de calle y se fue.

         Cayó sobre él un nuevo silencio, espeso, de aquellos que se juntan con la noche para susurrar miedo. Sintió que toda la casa, todo él y toda la luz estaban pintados de silencio, y aquello era malo porque no le dejaba respirar, y quería llorar y no quería porque a lo mejor si no lloraba la puerta volvería a abrirse para que papá regresara y las cosas volvieran a ser como deben ser.

         Oyó que en el dormitorio su mamá sollozaba y quiso ir a decirle que se levante y se pinte una sonrisa para esperar a papá, pero supo que la hora ya había pasado y era una hora rota porque los papás no vienen del trabajo dos veces. Y había venido y se había ido con la valija de los viajes largos y felices llena de su ropa maltratada.

         Entonces fue a sentarse en el sillón de su padre, y se sintió pequeñito en el medio de la inmensidad del cuero con olor a cosas como deben ser, y allí se durmió oliendo a papá.

 

 

 

 

JUAN

 

TOMÁS MATEO PIGNATARO

 

         Así es la vida, como me la contó Juan, un momento transitorio, tan inocente, como pícaro, como cada uno de nosotros quiera entenderla, una parcela de su realidad, que tan sólo él, obscuro hombrecillo desconocido, había vivido.

         Una vida simple que él no había pedido. Llegó al mundo como todos llegamos o por un designio de la Providencia divina o por el mero accidente del amor nacido del deseo y de esa determinación genética del ajuntamiento del macho y la hembra. Creció en su ambiente, en su círculo, en ese grupo discreto y denunciador de donde uno procede. El suyo era lo que él mismo representaba, rural y empobrecido, lleno de duras realidades e inflexibles condiciones, de las cuales, ni el mismo tiempo, ni los esfuerzos de su poca capacidad, le habían hecho posible desasirse.

         Juan era un campesino, un hombre rural insertado y transvasado en un mundo urbano, tan pobre y rústico, como doloroso y sin horizontes fue el que le vio nacer, de rostros arrugados en almas viejas, apergaminadas, donde las ideas y las nociones eran simples, al mismo tiempo que cargadas por ese vivir, ese hacer del ser, que busca encontrarse, para estar, vivir o desarrollarse, allí, en el medio donde nacen. Poco, muy poco, le quedaba por hacer, por más tiempo que tuviese por delante para realizarlo. Apenas hablaba bien el español y malamente garabateaba su nombre. Pero pensaba, eso sí, y sentía, sentía tan profundamente como su naturaleza humana le exigía. Era desde luego un hijo de Dios. Juan no era ni más ni menos que un hijo de Dios, un hombre, uno de los tantos hombres que caminamos por ese inmenso territorio del planeta, cuyas fronteras nos estrechan y estrangulan y que a veces hay que saltarlas con las alas de la fantasía.

         Juan vivía, pero no sabía cómo vivía. El interpretaba su forma de convivir y sin embargo para los otros, para quienes lo vieron nacer, o para los que crecieron con él, o para aquellos con quienes ahora compartía la vida, la parcela de tiempo de todos los días, vivía como ellos creían, no como él quería vivir, no como él vivía la vida, que cada día se le escapaba de las manos como las noches y los amaneceres se nos viene o se nos van, el ruido de la tormenta, la línea azul del horizonte o esa visión suave y placentera del vuelo de un pájaro.

         ¿Pero quién era Juan? Lo habéis descubierto, era un hombre. Un luchador, ese anónimo varón de todos los días, que nace no sabe dónde, que no elige padres ni hermanos, que convive con quien lo imponen, y que ama la vida, sin saber si merece ser amada, la ama sencillamente porque él es vida, y su deseo la hace prolongarse y transmitirla, porque él es vida, vida raída y fugaz, que no sabe dónde va, como el trueno que se escucha y no sabemos a dónde el rayo va a parar. El era como todos, como todos sin saberlo, y sin saberlo vivía su vida orgánica y espiritual, desarrollando un espejismo de ideas y de ilusiones que se circunscribían a nociones de su limitada y empobrecida vida. Repito. Era como todos, porque vivía su vida.

         Muchas veces cuando se sentaba en uno de esos boliches que abundaban en su barrio, en aquella rústica mesa de madera y en aquella tosca silla, que para él era un trono, volvían a su mente, rostros y personajes, paisajes y lugares que él creía olvidados, le venían como ondas, como el aleteo que dejaba en sus oídos el vuelo de un insecto, el de la mariposa, o ese que deja el viento suave al pasar. Se ensimismaba, o mejor dicho, sin saberlo se abismaba en lo más profundo de su ser y entonces brotaban, limpiamente, imperceptible, como corre el hilo de agua en las mañanas claras y limpias de un paraje silente, lo que él llamaba su vida, lo que había pasado, lo que le hacía vivir, lo que le animaba, lo que idealmente vivía con la aporía de la realidad, como su propia vida, era una bonita forma de desrealizarse y vivir la vida, de algo que había muerto y que no le servía para vivir, sino para gozar, de la vida que había vivido y que ya no era su vida, por más que constituyese parte de su existencia. Juan era eso, como somos todos, lo que realmente vivimos, lo que somos, que es como lo que hemos sido, y lo que queremos ser, que es la suma de todo sin ser nada. Quería seguir siendo lo que quería ser, sin pretender saber lo que había sido, ni lo que quería, ni tampoco lo que podía llegar a ser. Vivía cada día. Monótonamente cada día. Custodio de sus actos e inconsciente de los mismos, cada paso lo acercaba más a la muerte, al origen de su vida, a la de donde había venido y a donde debía volver. Un vacío profundo y grande le embargaba, y en las noches de insomnio se le aparecía como aquel inmenso hoyo donde un día cayó de niño, y quedó solo y desamparado, sin fuerzas, solamente con la esperanza de poder salir, esperando en su sueño turbio y entremezclado, que pasase por allí la persona que lo pudiese sacar.

         Los años le pasaron a Juan. También cambió de barrio y de boliche, pero él seguía recordando, como en abigarrado y apretado tapiz, aquella loca sinfonía de lo que había vivido. Y se asombraba, pues recordaba, no solamente su valle de verdes y frescos pastos, erguidos árboles, el arroyo y los dos ríos que se bifurcaban en una confluencia superpuesta y anguilada. El entorno donde nació, las azules montañas y los rostros de sus mayores, pedazo de una geografía rugosa y caliente, y el cabello lacio y suave de unas trenzas negras de azabache, y los carnosos y rojos labios de durazno maduro. También se agolpaban en su mente, la obra donde había trabajado, su maestro y su patrón, que siempre les pagaba tarde, los sábados grises y las tardes anochecidas pasadas en el boliche, e incluso veía, lo que nunca había tenido, pero retenía como propio: aquel caballo alazán, de rojo marrón con una estrella blanca marcada en la frente, con su calcha y recado, con sus arreos de plata y unas espuelas nazarenas que titilaban, como lo hacían las estrellas en el cielo en las noches gruesas y calurosas del trópico.

         Y en una de aquellas noches, tumbado en aquel sucio jergón donde descansaban sus huesos, fijando la mirada hacia el cielo, comenzó a vivir y se dio cuenta que no encontraba las estrellas, que el aire enrarecido le oprimía los pulmones y cuando sus ojos empezaron a cerrarse comenzaron a galopar por su mente, los cascos de su alazán, el trinar de los pájaros, el rumor del agua de los arroyos, siguió dejando vagar su mirada en la línea azul de su horizonte, y sintió el gusto dulce del durazno maduro sobre sus labios. Y Juan continuó viviendo y nunca murió.

 

 

 

ENSAYO

 

RECUERDO DE THOMAS MANN

 

NOEMI FERRARI DE NAGY

 

         En este año - en más de un lugar, creemos - se recordará al novelista y ensayista Thomas Mann (miembro del PEN CLUB alemán) que falleció hace tres décadas, en 1955.

         Fue una voz cuerda en tiempos de locuras y un ejemplo de dignidad cuando las locuras cedieron el paso a desenfrenos y licencias de toda clase.

         Creemos que este autor será recordado, y lo esperamos vivamente: porque tenemos gran necesidad de fortalecernos con ejemplos como el que nos dejó ese intelectual alemán limpio de vicios e incapaz de compromisos incompatibles con la dignidad humana.

         A él nos acercaremos a través de su gran novela "Los Buddenbrook" en la cual el hervor del espíritu complejo de él encontró por primera vez su verdadera liberación poética. La novela, cuyo subtítulo es "Decadencia de una familia", se abre con la descripción de un suntuoso almuerzo ofrecido por Johann Buddenbrook senior, rico comerciante en cereales de Lübeck, al ápice de sus éxitos financieros. El autor se abandona a largas complacencias de esteta en esta "obertura" que tiene la extensión de una novela corta; posiblemente porque él sentía el placer y la necesidad de fijar, en un cuadro tan amplio como fuera posible, el momento más alto de la vida de una familia (síntesis de la alta burguesía del siglo XIX), aparentemente en pleno ascenso, y en realidad en los comienzos de su lento desmoronamiento.

         Thomas Mann apenas tenía 25 años. El mundo que describió en Los Buddenbrook era el suyo, pues él era el segundo hijo del importante hombre de negocios y armador Johann Thomas Heinrich Mann, de Lübeck, senador, representante de esa burguesía vigorosa y creadora que fue víctima de lo que había creado: por un lado, promoviendo la elevación de las clases sociales más bajas, había formado a sus propios rivales, y por otro, elevándose culturalmente ella misma, había llegado a un nivel espiritual de atmósfera diferente, de mayor sensibilidad y refinamiento, más empobrecida de esa vitalidad que era la raíz de su voluntad constructiva y de su capacidad de acción práctica.

         La novela, en dos tomos, fue publicada en 1901, después de que habían visto la luz varios cuentos y novelas cortas del autor. A partir de 1892, año de la muerte del padre, la vida de Thomas Mann había sufrido cambios importantes: la firma paterna había sido liquidada, y el joven, interrumpidos sus estudios, se había trasladado a Múnich con la familia. El hermano mayor, Heinrich, ya antes de la muerte del senador había dejado Lübeck por Berlín, donde trabajó un tiempo como aprendiz en la editorial Samuel Fischer, mientras movía sus primeros pasos, él también, como escritor.

         Cuando el joven Thomas puso mano a la composición de Los Buddenbrook, la vida de la rica ciudad hanseática ya era para él el pasado, mientras su experiencia se estaba enriqueciendo con la savia del nuevo ambiente. En Múnich, Thomas Mann seguía su vocación de escritor y al mismo tiempo trabajaba en una compañía de seguros. El equilibrio y el orden le eran propios y no se quebrarían durante toda su vida, aunque la dualidad del hombre práctico y del artista estaba presente en su espíritu, imbuido del refinamiento cultural de esa burguesía que encontramos descrita en Los Buddenbrook.

         La visión que ofrece la novela abarca una multitud de personajes, entre los cuales sólo de cuando en cuando resaltan los principales; pero todos son igualmente vivos, aún los que aparecen apenas de manera fugaz. En realidad, (como en todas las obras de Mann) la importancia de la novela no está en lo que en ella sucede, sino en las almas de esos hombres y mujeres donde se refleja, desde ángulos diferentes, el alma del autor, observador de una sociedad que él vuelve a crear poéticamente: esa sociedad, personificada en la familia de los Buddenbrook, que se desliza hacia el ocaso.

         Es fácil reconocer algo del autor en los personajes centrales de la novela: Johann Buddenbrook senior, seguro de sí mismo, siempre rodeado de orden, en su vida y en sus negocios, agudo en la conversación, rápido en las decisiones; Johann junior (Jean) tranquilo y ordenado, pero fácil a entusiasmarse por cosas que le acarrean problemas: Thomas, el senador, elegante, inteligente y aparentemente impasible , y sin embargo, íntimamente vacilante, preocupado por sus problemas anímicos, nervioso y por eso llevado a equivocarse en las decisiones importantes. Los Buddenbrook se extinguen en el delicado Hanno, cuya existencia es todo un penoso alejarse de la vida. Una enfermedad - el tifus - trunca finalmente ese grácil y extremo retoño de la familia, figura simbólica y patéticamente real al mismo tiempo.

         Logró hacerse presentar a Katia, invitado por conocidos comunes, y cuando, poco tiempo después, por primera vez entró en la casa de los Pringsheim, en la antesala vio el cuadro original de Kaulbach con los cinco Pierrots: los cuatro hermanos y Katia. La chiquilla de aquel carnaval ahora era una muchacha de veinte años. Al poco tiempo fue la novia de Thomas Mann, luego su esposa, amiga y compañera ideal en la buena y en la mala ventura.

         Esta breve digresión ofrece una pequeña pero significativa muestra de la vida y de la personalidad - que a lo mejor, en cierto sentido, son una misma cosa - de un hombre que excepcionalmente fue un gran artista, siendo al mismo tiempo un equilibrado burgués de su tiempo.

 

         El matrimonio de Mann fue celebrado en 1905. En aquellos años, el principio del siglo, Europa aparentemente descansaba tranquila, más en realidad las tensiones internacionales preparaban la primera de una serie de catástrofes. En cuanto a la clase culta y refinada, ésta parecía próxima, intelectualmente, a la esterilidad de la vejez. Su dramático aferrarse a un ideal de belleza - ya vaciado de savias nutricias - hasta llegar a la insensata tentativa de rejuvenecerse con artificiosos recursos, está simbolizado en la novela de Mann "La Muerte en Venecia", publicada poco antes del comienzo de la primera guerra mundial.

         El autor ambientó en Venecia el drama de un maduro escritor alemán, agotado por el trabajo, que buscando descanso y esperando en un retoñar de energías, encontró en cambio nuevas razones de angustia y finalmente la muerte. La ciudad maravillosa y moribunda ella misma, atracción de gente rica y de artistas de todo el mundo, sólo pudo ofrecerle un marco para su agonía. Aschenbach, el protagonista, que esperaba recobrar un vigor creativo ya exhausto, después de su largo esfuerzo para crear belleza, reconoció la belleza misma en un jovencito polaco, que la poseía sin esfuerzo alguno, por el mero hecho de existir. En la playa del Lido de Venecia, casi desnudo, era como la encarnación de una figura mítica de la antigua Grecia. Entre los dos surgió una extraña intimidad sin palabras, que para Aschenbach fue un torturante sueño, destructor de sus últimas fuerzas. El escritor, increíblemente debilitado, se encontró Buddenbrook, es decir su encuentro y casamiento con Katia Pringsheim.

         En los frescos, serenos recuerdos de Katia, esos acontecimientos aparecen como precedidos y rodeados de un aura de novela rosa. En sus "Memorias no escritas", recogidas en forma de larga entrevista, ella relata el curioso primer encuentro de su imagen con Thomas jovencito. Era una niña de seis años, cuando participó en una fiesta infantil durante un carnaval, vestida de Pierrette, con sus cuatro hermanos vestidos de Pierrots. Los cinco formaban un grupo que gustó a un pintor muy admirado en ese tiempo, Fritz August Kaulbach. Este pidió a los padres el permiso de retratarlos y pintó un cuadro, titulado "Carnaval Infantil", que tuvo un éxito grandísimo. El cuadro fue reproducido en varias revistas - sin dar los nombres de los niños, por supuesto - y hasta adornó una esquina de servilletas de papel. Thomas Mann, entonces muchacho de catorce años, se sintió atraído por el grupo que vio en un periódico ilustrado, recortó la reproducción y la pegó sobre su escritorio.

         Esto sucedió cuando él vivía en Lübeck. Años después, en Múnich, Mann frecuentaba asiduamente los conciertos, pues era no sólo un aficionado, sino realmente un entendido en música. Empezó entonces a observar a una joven que iba siempre rodeada de sus cuatro hermanos, y que evidentemente gustaba también de la música. Por un tiempo la cosa no pasó de un interés y de una admiración de lejos, o, para usar las palabras de Katia, de arriba a abajo, en los teatros.

         El paso decisivo, según lo que contaba el mismo Thomas, fue dado después de un vivo cambio de palabras entre la joven y un contralor de boletos en un tranvía, en el cual viajaba también el escritor. La cosa sucedió así: la muchacha estaba a punto de bajar, cuando subió el contralor y le exigió su boleto.

         -Estoy bajando - dijo ella.

         Y el otro: - ¡Tengo que ver su boleto!

         -Le digo que bajo aquí, y tiré el boleto precisamente porque bajo.

         -Tengo que ver su boleto! Su boleto, he dicho!

         -Ahora ya basta! - explotó la joven, y saltó del tranvía.

         -A ver si apareces otra vez, bruja! - gruñó el contralor.

 

         Thomas Mann quedó encantado (hay que recordar el tiempo y el lugar en que sucedió ese breve enfrentamiento entre una muchacha de buena familia y un hombre uniformado), y se dijo: ¡O ella, o ninguna!

         La muerte, la destrucción hacia la cual va fluyendo la vida, es un motivo importante en la novela, y es minuciosamente descrita en las varias formas con que sorprende o insidia largamente a los personajes. Frente al drama de la última realidad se desvanece la ironía, que tan a menudo echa un juego de reflejos sobre gran parte de las escenas, realisticamente plasmadas, de la vida de los Buddenbrook y de su ambiente.

         Thomas Mann, ya alejado, observa desde afuera aquella vida; a veces con humorismo, sin duda, mas también con simpatía y un poco de nostalgia; y nos transmite, en los diálogos, el lenguaje sabroso, salpicado de dialecto y de expresiones francesas, que hablaba esa gente de la cual su misma familia había formado parte, en un tiempo del cual, con "Los Buddenbrook", él se despide.

         La solidez burguesa y la sensibilidad artística aparecen, en la vasta narración, más bien como dos momentos del desarrollo de un grupo social. Pero esas cualidades, inevitablemente contrastantes, convivían en el escritor, y él lograba armonizarlas en un equilibrio dinámico. De ese contraste emana la compleja corriente de simpatía y de ironía, de compasión y de humorismo que se difunde en toda esa novela.

         La crítica, que pronto reconoció en Los Buddenbrook una obra maestra, vio en ella sobre todo la intención de recordar un pasado y de narrar la decadencia, el deshacerse, de una clase social reflejada en una familia. No hay duda de que el autor era sensible al encanto de los recuerdos, así como era bien consciente del valor artístico que puede rescatarse de una disgregación, y reconocía el atractivo que puede ejercer un ocaso; pero en la novela empieza a vislumbrarse algo más que eso. La producción siguiente de Mann, y, con toda claridad, algunos de sus bellísimos ensayos, hablan de ciertas llamas del espíritu que arden y brillan iluminando el mundo, sólo a costa de la destrucción del sujeto.

 

         Aquí, sin embargo, me permito abandonar un poco el discurso sobre las obras de nuestro autor, ya llegado a la fama siendo aún tan joven, para recordar algo que tuvo mucha importancia en su vida de hombre, y que sucedió pocos años después de la aparición de los indefensos contra el cólera que se había declarado en la ciudad y en sus playas, y cayó víctima de la enfermedad. En la novela, de la cual se llegó a decir que "tocó el fondo del intelectualismo amoral" el protagonista aparece como la doliente víctima de una ineludible tortura, hasta la caída en lo atrozmente grotesco y en el vacío final de la muerte.

         La fecunda madurez de Thomas Mann coincidió con los grandes acontecimientos que cerraron viejos caminos y abrieron nuevas sendas en la historia: la primera guerra mundial, la victoria del comunismo en Rusia, y el afirmarse del Fascismo en Italia. Mann era conservador por educación y por ese espíritu de orden que le era propio. Pero era demasiado inteligente y honrado para no admitir la posibilidad de soluciones diferentes de las que ofrecían las fórmulas tradicionales, si se quería salvar del desastre la cultura europea. Una penosa controversia había alejado a Thomas Mann de su hermano Heinrich, que no lograba ver nada bueno en un sistema político culminante en un emperador. Sin embargo, con los primeros pasos de la república de Weimar, los hermanos se reencontraron y Thomas abrió su corazón a la esperanza, dando cierto crédito a esas "soluciones diferentes" que la historia parecía proponer. Lo que no podía aceptar era el concepto totalitario que iba levantando la cabeza con sus armas de intimidación y de mentira, amenazando una derrotó espiritual más grave que la de los ejércitos. Pero la situación desesperante creada en Alemania por la guerra perdida y por la miopía de los vencedores, hacía difícil el afirmarse de la democracia, y las ideas totalitarias corrían encendiendo a la juventud impaciente.

         Mann escribió entonces su segunda novela larga - creando otra vez todo un mundo - e introdujo en ella a dos personajes que discuten, como campeones de ideas opuestas, sobre los problemas fundamentales para la vida de la sociedad humana.

         "Der Zauberberg", "La Montaña Mágica", fue publicado en 1924. Después de la segunda guerra mundial hubo quien dudó de que fuera todavía una obra viva, y su actualidad fue defendida por el mismo autor, en una conferencia pronunciada en Chicago en 1950. La corriente turbulenta de ideas en lucha, que se volvió luego violenta y arrolladora, en la novela se agita aún sólo en el cauce reducido de una discusión teórica, pero eso no anula la actualidad de tal discusión.

         Estamos de acuerdo con Mann, pensando que el problema sigue abierto y que las ideas contrastantes están lejos de aplacarse encontrando benéficas concordancias.

         Todo lo que acontece en la novela se imagina sucedido en los años que preceden el primer conflicto mundial. En un sanatorio suizo de alta montaña, donde se encuentra reunido un pequeño mundo internacional, de gente que busca salud y a veces encuentra la muerte, el joven Hans Castorps llega para visitar a un primo tuberculoso. En ese lugar apartado de la vida corriente, donde el tiempo mismo parece tener otro ritmo que en la llanura, Castorps se cree, o se reconoce, también enfermo, y allí se queda por varios años, hasta que le arrancará de la montaña encantada, el estallido de la guerra de 1914.

         La técnica, en esa obra, no se aleja de la ya usada por el escritor en "Los Buddenbrook": minucia naturalistica en las descripciones, complacencia en el detenerse largamente al pintar enfermedades y agonías, habilidad de toque al delinear personajes, y un vivo humorismo que acá y allá burbujea entre amores, muertes y discusiones ideológicas. Pero en el "Zauberberg" el panorama es todo diferente. No vemos, en esta novela, a una sociedad - o a una familia - que va recorriendo las estaciones de su existencia, de generación en generación, hasta el invierno, sino vemos la muestra de un mundo colocado en la vertiente entre la decadencia de una época y el nebuloso comienzo de otra. El dilema que lleva en sí este comienzo se delinea en las discusiones de dos personajes, dos intelectuales (con cuya aparición la novela cobra mayor altura) que nos revelan el pensamiento político de Mann y su inequívoco repudio de la violencia, de la mentira y del terror.

         Los que dialogan y discuten son Settembrini y Naphta, deseosos de conquistar el alma del joven Hans Castorps. El apellido de Settembrini ya echa su luz sobre el personaje, pues evoca al ardiente mazziniano de Nápoles, Luigi Settembrini, puro luchador en pro de la verdadera libertad (que no puede ser tal si no es digna y limpia), muerto un año después de haber nacido Thomas Mann. El patriota napolitano que había sido protagonista de nobles acciones, de largos sufrimientos y hasta de emocionantes aventuras, fue recordado por largo tiempo en toda Europa.

         El Settembrini del Zauberberg defiende los derechos de la libertad, de la razón y de la verdad, que deben ser, afirma, los cimientos de la idea que encierra la palabra "humanidad". Naphta es el abogado de la parte instintiva del hombre; y los dos discuten sobre los problemas del espíritu contra la naturaleza; de la democracia contra la dictadura; de la libertad contra la intimidación; del individuo contra la colectivización; de la independencia del pensamiento contra la ciega sumisión. Naphta proclama el derecho de las nuevas fuerzas que avanzan para aplastar a las antiguas, es decir de la barbarie contra la cultura, de lo irracional contra lo racional. La simpatía de Mann está por cierto con Settembrini; pero su simpatía es distante, velada de ironía. Mann, reflejándose en Settembrini, se caricaturiza. (Quizá era la única manera para defender eficazmente sus ideas). Leo Naphta, por su parte, define muy claramente el instrumento del totalitarismo: "No... no la liberación, ni el desarrollo del yo son el secreto mandamiento de la hora. Ella necesita, ella exige, ella sabrá procurarse... sabed qué? El terror"

         La discusión no podía, evidentemente, llegar a ningún puerto, y ni siquiera ganar, para uno de los dos adversarios, el consentimiento de Castorps. Fue, inesperadamente, Settembrini, quien rompió el interminable diálogo con un acto irracional. Aunque enemigo de la violencia, convencido de que su interlocutor la encarnaba, le obligó a batirse a duelo. El no quería dar muerte, y disparó al aire; pero el otro, exasperado, dirigió el arma contra sí mismo y se mató. No es difícil ver en este desenlace una alegoría de esperanza. Pero era el año 1924. Más tarde fue claro que ni había Settembrinis que desafiaran a los adversarios, ni Naphtas con tendencias a auto eliminarse.

 

         En 1929 Thomas Mann recibió el premio Nobel. Sus conferencias eran muy solicitadas (y - entre paréntesis- bien compensadas). En 1933, cincuentenario de la muerte de Wagner, Mann conmemoró al gran compositor en la Universidad de Múnich, el 10 de febrero, y al día siguiente viajó hacia Ámsterdam, Bruselas y París para repetir su conferencia. El discurso de Múnich titulado "Penas y grandeza de Ricardo Wagner", después de los primeros entusiasmos suscitó en Alemania polémicas violentas, porque algunos críticos pertenecientes al ya fuerte partido nacional socialista, notaron en las palabras de Mann expresiones que tildaron de "sacrílegamente irrespetuosas".

         En el mes de enero, es decir poco antes de pronunciar el escritor su conferencia, el presidente Hindenburg había tenido que proclamar "Canciller del Reich" a Adolfo Hitler, que se había presentado en el 32 como su rival en las elecciones para la presidencia. Hitler había recogido más de 13 millones de votos contra los 19 millones dado al nombre del viejo Mariscal, y el evidente vigor expansivo del movimiento nacional - socialista podía notarse en todos los campos. La polémica contra el discurso de Mann era sólo uno de los síntomas del próximo establecerse de la dictadura; pero era tal, que hirió con toda su fuerza el alma del escritor, y no le dejó dudas sobre el porvenir en Alemania, de la libertad intelectual. Mann decidió no volver a su patria.

         Dice un crítico y biógrafo de Mann (Bruno Arzeni): “Desde aquel día, comienza la otra mitad de su vida: él ya no es él novelista famoso y discutido, sino la conciencia y la voz de la Alemania libre. Su figura pronto se eleva sobre la de los otros emigrados, se vuelve casi un símbolo. Contra la Alemania de Hitler se levanta la Alemania de Thomas Mann: humanismo y civilización, contra la barbarie”.

         Pero no seguiremos a Thomas Mann en las circunstancias externas de su vida, pues esta charla, más que otra cosa, pretende ofrecer un acercamiento al escritor apoyándose en algunos de sus libros más significativos. Entre éstos, sin duda, cabe mencionar “Nobleza del Espíritu”, el volumen de sus ensayos.

         Entre las muchísimas lecturas de Mann, algunas obras y sus autores ejercitaron sobre él una fascinación especial. El mismo escritor afirma que "no es el artista quien elige el objeto, sino es el objeto el que lentamente se impone a su espíritu"; entre los “objetos” de su predilección, que le llevaron a las meditaciones de los ensayos, se destaca Goethe, con el cual se sentía unido, según sus mismas palabras, por un fenómeno indescriptible de concordancia espiritual.

         Goethe pertenecía, según su clasificación, a las fuerzas de la naturaleza. En los ensayos aparece claramente formulada la teoría de la antítesis del mundo de la naturaleza y del mundo del espíritu, o, en otras palabras, del mundo de los Dioses y del mundo de los Santos. Pero, en realidad, dónde se encuentra el hombre? Mann, que había buceado en las profundidades de la psicología, sentía que en ella estaba el mensaje para el futuro de la humanidad, pues la psicología ofrecía la base del nuevo punto de vista necesario. Y fundándose en el conocimiento del alma humana que él había alcanzado, Mann afirma que el hombre se encuentra allí donde hay esfuerzo consciente de un mundo hacia el otro. No es importante que uno sea hijo de la naturaleza o del espíritu. “Lo importante” - dice él - es qué la vida no se aplaste en una chata facilidad. Donde falte el esfuerzo trabajoso, la naturaleza es tosca materialidad, y el espíritu vaporosidad inconsistente. Pero: donde la naturaleza y el espíritu, empeñados en nostálgica, recíproca búsqueda, se encuentran, allí nace el hombre".

         Esta teoría - esclarecedora y definitoria - evidentemente surge de la tendencia al orden del Mann humanista. Pero Mann era un ser complejo, y además era un verdadero hijo de su tierra: y esto significa que él llevaba en sí, inevitablemente, fermentos románticos, causas de una particular sensibilidad hacia todo lo misterioso y lo inenarrable, y hacia el mundo subjetivo de los sentimientos. Por eso sentía una perturbadora atracción, hecha de "trágica piedad" - para usar sus palabras - hacia los genios dolientes del mundo del espíritu, espasmódicamente tendidos hacia la superación de sí mismos a fuerza de negociaciones ascéticas, como fue, por ejemplo, Federico Nietzsche.

         En su ensayo titulado "La Filosofía de Nietzsche", publicado en 1948, Mann examina la relación entre una enfermedad destructora de la mente - la sífilis- y el genio. Nietzsche es visto como un ser enlético, llamado, pero no propiamente nacido, para cumplir cierta misión. Y su destino le fulgure con una especie de diabólico milagro, que mientras va ofuscando su intelecto, libera en él fuerzas prodigiosas.

         En el ensayo de Mann tenemos una viva evocación del joven Nietzsche, formado en un ambiente de costumbres severas y de vida ordenada, y encaminado a seguir las huellas de los abuelos, paterno y materno, ambos pastores protestantes.

         Ese muchacho puro, todo espíritu, es conducido una noche - tenía 21 años - a una casa pública. Aparentemente no sucede nada. Enfrenta, como en sueños, entre una media docena de prostitutas más o menos cubiertas de velos, y sé dirige a un pianoforte que está en el fondo de la sala. Sus manos de músico hacen surgir algunos acordes, y la intima estupefacción se derrite. El joven sale indemne de esa casa del vicio, y más tarde cuenta su experiencia blanca, sin dramatismo alguno. Pero - advierte Thomas Mann - "esa aventura fue, ni más ni menos, lo que los psicólogos llaman "trauma", un choque, cuyas consecuencias, que aumentaron con los años y ya no abandonaron su fantasía, dan testimonio de su sensibilidad de santo con respecto al pecado". Un año después, Nietzsche contrae la enfermedad que cambiará su vida y turbará su espíritu, llevándolo, sin embargo, a extraordinarias cumbres, y haciendo de él una luz que fascinó - de manera en parte saludable, en parte morbosa, - a toda una época.

         Quien haya leído el Doctor Faustus comprenderá por qué he citado precisamente este ensayo entre todos.

         El ensayo fue publicado en 1948 y el Doctor Faustus, que había costado al autor largo tiempo de un trabajo agotador, había visto la luz en 1947. En aquellos años, evidentemente, en el alma del escritor, que sufría como hombre por las convulsiones del mundo, y las observaba como sabio, se hacía más vivo el recuerdo de Nietzsche, una de "las constelaciones en las que había fijado la mirada desde su juventud", según su propia afirmación.

         En el "Doctor Faustus" la parte más importante es, como en la "Montaña Mágica", un diálogo, y éste se desarrolla entre el compositor Lewerkühn y el Demonio, en presencia de un amigo del compositor, Serenus Zeitblom, un violoncelista que representa el buen sentido común y que es el narrador.

         El motivo fundamental, aludido en el título, es el mito medieval del doctor Fausto, o sea la busca, por parte del hombre, de la fuerza creativa, hasta la entrega de su alma a lo demoníaco. Fausto - Lewerkühn, que llega a concepciones geniales y a descubrimientos precursores, tocado, como Nietzsche, por la terrible enfermedad que destruye a su cerebro, es un compositor de música. (No olvidemos que Nietzsche también fue un compositor, desde cuando tenía diez años, y aunque no haya llegado a crear, en este campo, obras de gran importancia, no dejó de suscitar admiración en cuantos, como Cósima Wagner, escucharon sus improvisaciones). En Los Buddenbrook, el joven y delicado Hanno es un ser extraordinariamente musical: es decir, la música aparece, en más de una obra de Mann, como la atmósfera propia de los espíritus refinados y votados a un trágico destino.

         En la novela "Doctor Faustus", la música es el camino de la tentación de Lewerkühn. Y éste es un personaje en el cual se confunden Nietzsche y Wagner, que según Thomas Mann encarnaron una parte fundamental del alma alemana, hasta llegar a ser figuras representativas. En ellas hay un elevado espíritu, tendido en la continua búsqueda del inagotable poder creativo de la naturaleza, de las fuerzas que prorrumpen de las misteriosas profundidades del subconsciente irracional. Y en esta agotadora búsqueda llega a precipitarse en llamas destructoras.

         Mientras componía el Tristán, Wagner, hombre ya afirmado y en pleno vigor creativo, escribió una vez a Liszt una carta desesperada, reflejo de un momento en que el alma puede llegar a entregarse.

         El símbolo en el "Doctor Faustus", como en otras novelas de Mann, tiene más de un plano, y el más vasto es el que comprende el drama de todo el pueblo alemán, de la patria entera, en la cual las fuerzas demoníacas llegaron a prevalecer, rompiendo los límites que la vida impone y haciendo peligrar a toda la humanidad.

         Mann lleva a cabo, en el "Doctor Faustus", un largo análisis, y , como en la Montaña Encantada, se sirve para ello del diálogo. No es el diálogo socrático en el cual quien es más sabio ayuda al otro a llegar a la verdad; ni el diálogo de Galileo, duelo verbal entre interlocutores que se encuentran sobre un terreno común, y se empeñan, cada uno, en demostrar que el adversario tiene algún error en su tesis; el diálogo de Mann es diferente: es el de quien no se siente del todo seguro de su verdad, y espera fortalecerse en su creencia, discutiéndola. Tal discusión se basa, por supuesto, en el convencimiento que el adversario se encuentre en el mismo plano de lógica y de buena fe.

         Cuando tal suposición se revela ilusoria, llega el arrebato imorivusi, que trunca la discusión.

         Thomas Mann, que el comunismo procuró atraer y comprometer, fue un inquebrantable defensor de la libertad. Y en su conferencia de Chicago, en 1950, cuando habló sobre la actualidad de la Montaña Mágica, pronunció palabras que realmente cortan de manera definitiva no sólo un dialogo - si es que puede llamarse tal su interés de estudioso - sino también, y sobre todo, cada posible duda sobre su pensamiento con respecto a cualquier régimen totalitario. Basta, creo, citar una sola frase de él: "En suma, el estadista totalitario es el fundador de una religión, o mejor el fundador de un sistema de dogmas infalibles, sistema inquisitorio, dispuesto a reprimir violentamente toda herejía y fundado sobre leyendas, al cual la verdad debe someterse con ascético rigor".

         La fidelidad de Mann a la libertad del pensamiento; su inteligencia equilibrada entre extremos; su manera de acercarse y acercarnos a los grandes espíritus que atrajeron más vivamente su interés, y, en fin, su importante testimonio de un periodo histórico del cual nació nuestro tiempo, todo esto es la valiosísima herencia, accesible a todos los hombres de buena voluntad, que nos quedó al desaparecer él en un día de agosto de hace treinta años, al fin de una laboriosa existencia que no le ahorró ni satisfacciones ni durísimas pruebas.

         Para concluir diremos que, sin duda, uno de los placeres más perfectos que puedan darse es el coloquio con seres de excepcional cultura intelectual y moral, en cuya compañía uno se siente más rico y más feliz. Y este trabajo fue elaborado con la intención de traer de alguna manera entre nosotros la presencia de Thomas Mann, que fue hombre inteligente y sensible, equilibrado y ejemplarmente firme en sus adamantinas convicciones.

 

         Conferencia pronunciada el 5 de enero, a pedido del Instituto de Investigaciones Históricas.

 

 

 

POESÍA

 

AL PIE DE LA LETRA

 

Como un dios que aguarda la ofrenda, fulgen sus ojos

entre el halo difuso que ciñe su cabeza. Alta cabeza,

depredadora de sombras, rutilante engarce

de un cuerpo temporal que el espíritu extinguiera, para ser,

sólo él, encendido lunar, gema de dación inmensurable        

que en su vastedad destella como un faro, como un calmo haz de luz

que señala al hombre la pavorosa inmediación del despeñadero.

Cabeza o cima o cumbre, que erguida desde el amor y el dolor,

con fervor obseso anima ahora, y cada hora, un alumbramiento;

batiéndose con denuedo bajo un arco de memorias quietas,

bajo un aura presagiosa de vívidas palabras,

bajo un azul de contenida voz presta a propagarse.

Y encima de aquello que, más abajo, sobre su misma sombra ausente,

yace. Albo y silente; como un pecho desnudado, dispuesto a los dardos

de las sílabas que aún bogan con el viento: el casto papel.

 

Mirad también la mano. Alienta un pulso de sueños creciendo,

de avidez de ese rayo divino que siega cerrazones

y fulmina las sombras impuras que agreden a las falanges inermes.

Mano transparente, estriada de venas por donde las voces se esparcen,

se bifurcan como avenidas en busca de plácidos remansos. Y que ahora,

batiendo como alas sobre el pecho purísimo,

se crispa y se abre en tensa espera del verbo

que en progresión continua, ardiente tal ascua genesiaca,

domeñándose, avanza bajo la palpitante celosía de la sien.

 

 

Y tan luego un soplo, una ráfaga ligera,

una incierta vibración como de sismos en ciernes,

un súbito estertor bajo la frente buida de relámpagos dormidos,

y un latido de luz definitiva levemente en la oscuridad despunta:

 

"Canta un pájaro en la copa de un árbol..."

 

VÍCTOR R. CASARTELLI

 

 

 

 

BAJO UN DOSEL DE ESPERA

 

"En dónde te escondiste…"

San Juan de la Cruz

 

La noche es la memoria de los días,

sus horas pasan,

se enhebran y descubren

la trama de los años que han tejido

la palabra, el silencio de la vida.

 

Y son las mismas calles, las precisas,

el asfalto inconsciente de los pasos

- pueden ser dos, pero han llegado a cuatro,

a seis o a mil, los pasos en la historia.

 

Es la esquina de siempre, presentida,

es la mesa que abarca sus misterios,

es la silla, la mano y la jornada

y la ausencia de un rito que no acaba.

 

Bajo un dosel de espera

se disuelve

en cerveza y tabaco el tiempo cierto

de levantar, fugaz, esa mirada.

Los pasos y la imagen no responden

a la figura

en el aire dibujada.

 

Los relojes persiguen su malicia

de consumir el tiempo y masticarlo.

La muñeca se vuelve indiferente

ante el segundo eterno de la nada.

 

Y ya ha pasado el tiempo,

y el lucero

enturbia con su luz

la madrugada.

En el cielo ceniza de la hora,

en ese declinante ya no cielo

la esperanza publica las palabras

que marcan "esos ojos deseados"

en el desierto - arena del deseo.

 

 

JOSÉ - LUIS APPLEYARD

As. 4. VII. 85

 

 

 

LA CASA ENCANTADA

 

Otoño, la flor del trópico

y justo en el meridiano

de las ausencias proclives

a no ser ... si no a desgano.

 

Y a pesar de cierta entraña,

de mi pluma y de tu pórtico,

eres la mosca y la araña

y aún el sol de algún verano.

 

Pero, despertando el tedio,

se me acerca la mañana

con un rubor tan fingido

que la esquivo sin reparos.

 

Y entonces, quisiera verte,

casi escondida y no ausente

entre las horas que dicen

que no estoy equivocado.

 

J.A. RAUSKIN

 

 

 

LEJOS ENTRE LA GENTE

 

Tanta gente que va a ninguna parte.

Con las manos asidas, las parejas.

Los grupos, abrazados, bulliciosos,

y a un lado, bostezando, las vitrinas.

 

Tras un día de gangas y retazos,

de prisas, de ruidos y de afanes,

esta tarde de invierno ya en derrota

disuelve un sol de lánguidos reflejos.

 

Hundido en la corriente voy sin rumbo.

No es ésta ni mi calle ni mi rio,

ni son éstas las voces que yo entiendo.

 

Pasa gente y yo paso entre la gente,

pero siento que mis pasos me recuerdan

que es hora de volver, que soy de lejos.

 

Madrid, sábado 18 hs., Marzo 16, de 1985

EZEQUIEL GONZÁLEZ ALSINA

 

 

 

DOS POEMAS

 

I

 

Te busco

en la luz del nuevo día, y en la noche

cuando todo es silencio

que resuena por dentro.

 

Te busco

en cada paso

que viene hacia mi casa,

en la mentira

que esconden las palabras

y en la verdad de todos los amores.

 

Te busco en el perfume

de mi jardín en sombras

y en el beso que imagina

mi soledad callada.

 

Te busco más allá de lo bueno

más allá de lo malo

te busco.

 

 

II

 

A Mario Halley Mora,

por el silencio compartido.

 

 

Al mirar hacia el jardín

por la ventana abierta,

recuerdo

que alguien más

me ha mirado como tú

el alma, así,

como se mira un jardín

lleno de flores.

 

         NILSA CASARIEGO

 

 

 MUERTE EN LA HIERBA

 

 

Víctima en la tormenta,

el pájaro cayó sobre la hierba.

Alzó el último aliento,

lo curvó.

Y, ya sin porvenir,

plegó las alas.

 

Acaso duela menos esta muerte

si pico abierto y lengua no alentaran

rojas hileras

de hormigas en acción.

 

Acaso duela menos,

pero piedad no tiene el universo:

los viejos elementos recomienzan

sobre esa breve vida, en pleno adiós.

 

Vuelve la calma.

Un hombre observa. Hay otra vez calor.

Y nubes pasan sin saber que, abajo,

ese plumaje, alguna vez, cantando al viento,

de paso, las rozó.

 

Discretamente

el vientre del planeta

recibe los fragmentos

 

(¿para esto tanto vuelo,

para esto tanto sol?).

 

Y no hay designio

-desde remotos días-

que altere ese capricho

que denominan Dios.

Y el hombre,

también víctima en lo oscuro,

de nuevo sabe inútil todo intento

de alguna explicación.

 

MARIO CASARTELLI

 

 

 

 

 

 

 

 

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