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EFRAÍN ENRÍQUEZ GAMÓN (+)

  LA REBELIÓN DE LOS ESCARABAJOS - CUENTOS Y RELATOS - Autor: EFRAÍN ENRÍQUEZ GAMÓN - Año 2001


LA REBELIÓN DE LOS ESCARABAJOS - CUENTOS Y RELATOS - Autor: EFRAÍN ENRÍQUEZ GAMÓN - Año 2001

 LA REBELIÓN DE LOS ESCARABAJOS

CUENTOS Y RELATOS

EFRAÍN ENRÍQUEZ GAMÓN

Portada y viñetas: ALAIN LORETO

Diseño editorial: LUIS ARZAMENDI

Cuidado de la edición: YANNA HADATTY y KAARINA VÉJAR

Primera edición: 2001

Archipiélago A.C.

México, D.F. 06170

México 2001 (246 páginas)

 

 

 

FIORELLO BOTTI

 

 

 

ÍNDICE GENERAL

 

CONFESIÓN DEL AUTOR

LA ASAMBLEA

EL SEÑOR GRIS

LA MUERTE INTERIOR

LA QUEMA

REGINO VIGO, EL BANDOLERO ROMÁNTICO

LOS GNOMOS DEL BOSQUE

NENETTE O EL PIANO MÁGICO

FELICIDAD

LOS DINOSAURIOS

MI HERMANO LISANDRO

AÑARETÁ-Í, EL PEQUEÑO PAÍS DEL DIABLO

LA LIBERTAD INTERIOR, O EL CUENTO DEL INDULTO

LA RECTA FINAL

CUANDO PASAN LOS BARCOS

EL RETORNO INÚTIL

EL DÍA EN QUE DIOS BAJÓ A LA TIERRA

LA REBELIÓN DE LOS ESCARABAJOS

 

 

 

CONFESIÓN DEL AUTOR

 

I

 

            No se espere que estos cuentos y relatos sean ejemplo de aquellas obras que constituyen pura invención, ajustadas a las preceptivas literarias clásicas u ortodoxas; a la narración surrealista o de vanguardia; o guiados en su elaboración instrumental por alguna escuela encasillada en la modalidad sorprendente del modernismo. O, en fin, como el resultado de un afán o ínfula innovadora del género literario.

            Apenas son, lo confieso, relaciones escritas de sucesos que asumen la secuencia de historias simples, lineales, sin rebuscamientos de figuras simbolistas de difícil comprensión e interpretación; sin métodos preconcebidos y contenidos abstractos deliberados. En ese carácter, la pretensión no es buscar el escudo de nuevos giros idiomáticos acudiendo a una mera relación preciosista de las palabras, subordinando a este recurso puramente estético la importancia y la profundidad de su concepción temática. Más bien persigue el habla llana y directa del pueblo, sin artificiosas construcciones de lenguaje.

            En gran medida, todos ellos son productos procreados por acontecimientos y sucesos vividos realmente por el autor, aún cuando no pocas veces recreados con el simbolismo de la ficción literaria. No pretenden, por eso, estar inscritos en los cánones del rigorismo formal que caracterizó mucho tiempo a este género de composición literaria, como arte de la invención creativa.

            Por lo demás, debo confesar que mi afán por escribir muchos de estos cuentos y relatos obedeció, en principio, a la necesidad de contar con un instrumento para enfrentarme al enclaustramiento de la prisión, al alejamiento forzoso de mis familiares y amigos y como un estado psicofísico para ejercitar en mi mente el ejercicio de la memoria, recordando sucesos, personas, lugares y hasta sueños, que se resistían a dormir mansamente en el regazo del olvido. Fueron, por eso, rescatados por el recuerdo para revivirlos en la dimensión de una nueva realidad vivencial.

            En un principio estaban concebidos, en efecto, como breves relatos de experiencias personales y referencias de los libros que iba leyendo y releyendo. Y, finalmente, escritos para optar como un medio de comunicación eficaz y cálido con mis hijos. Ellos, semana tras semana, en los veintiséis meses que duró mi forzado alejamiento, leían y comentaban en la casa algunos de esos relatos y las relaciones escritas, y se decían entre sí, con pretendido optimismo, antes de dormir: "¡Papá está con nosotros a través de sus escritos... !" Así, mi presencia, ayudada por la magia de la palabra escrita, hacía olvidar la ausencia. Esto sucedía en la década de los setenta.

            Con el tiempo, releyendo esos escritos, creí hallar en ellos algunos valores que, más allá de las propiedades literarias que pudieran acreditar los mismos, tenían, sin embargo, relación directa e indirecta con una parte o aspecto de la historia del país, sus escalas de valores sociológicos, y con las vicisitudes históricas de sus habitantes.

 

II

 

            Excepto los relatos cuyas fechas son posteriores a 1972, todos los demás fueron escritos en la prisión, en la Comisaría Policial de Luque, Paraguay, entre febrero de 1970 y comienzos de 1972. Esto no lo traigo a colación por ufanarme de haber soportado, como tantos otros compatriotas, la impiedad de la "muerte civil" momentánea; o para reclamar lauros de una conducta ciudadana, violentada por una persecución política. No es ese el caso, ni la intención. Tan solo quiero referir de dónde y desde cuándo data el acta de nacimiento de los mismos.

            Ahí en la prisión nacieron y tomaron cuerpo estos cuentos, a pesar de los ojos avizores de los guardias de turno, del insomnio permanente de mi ocasional compañero de cautiverio, y a despecho de quienes creían, y podrían seguir creyendo todavía, que la prisión termina por anonadar y envilecer y hasta disminuir al hombre como persona humana, y a matar lentamente las creencias y las pasiones íntimas, el honor personal y las ideas.

            Si algún valor pudieran tener estos cuentos y relatos, más allá de su esquemática y quebradiza forma literaria, sería como cabeza de "expediente" de una prisión sin juicio legal alguno, y encontrar en ellos, si no una justificación de la permanente e incesante lucha libertaria que los paraguayos han venido librando en todo el atormentado proceso histórico de su Patria, por lo menos, un testimonio sincero de que el hombre es invencible cuando cree en Dios y posee la mínima capacidad de crear castillos de vida y de libertad en su mente y en su corazón, dondequiera que estuviese.

 

            Efraín Enríquez Gamón

            Verano boreal, 21 de febrero del 2001

            México, D.F.

 

 

 

LA MUERTE INTERIOR

 

A LILITA, QUE ME ENCONTRÓ CUANDO YA ERA TARDE.

 

I

 

            Apenas nos congregábamos en los intervalos de los recreos del primer día de clase de la semana, y ya nuestras mentes construían, otra vez, toda una escalera de ansiedades para el domingo venidero. Ese día, una bandada de chiquillos íbamos, como a una fiesta, a la casa de Don Andrés, a quien en toda la comarca lugareña se le conocía como “el Polaco”. Este personaje era efectivamente natural de Polonia, y llegado al país en 1922, huyendo como tantos otros inmigrantes de la hecatombe bélica, y de todos los horrores y sinsabores que las guerras acarrean... Levantándose al alba, todavía las sombras de la noche que avanzan tras los atardeceres, en el ocaso, lo encontraban afanado en sus campos labrantíos. Así, a fuerza de un trabajo tenaz y constante, logró organizar una próspera granja y constituir una familia cuyo hijo mayor, Eugenio, era nuestro condiscípulo.

            Por esa época -como la repetición de una misma pesadilla-, la patria de Don Andrés estaba nuevamente envuelta en llamas, acosada esta vez por las huestes tenebrosas del nazismo. "El Polaco" lograba, sin embargo, olvidar el drama, sumergido en el mundo creativo de su trabajo; y como una evasión emocional, los días domingos, repetidamente, calzaba sus negras y lustrosas polainas, vestía su blanca camisa bordada con figuras típicas de su tierra lejana, y, rodeado de una bandada de niños del vecindario; nos deleitaba con la cautivante música que se desgranaba armoniosa de la caja arrugada de su viejo bandoneón...

            Mentalmente inmerso en aquel universo distante, la Polonesa de Chopin vibraba en el continente de su instrumento musical que, como un largo tren moviéndose en las curvas de la montaña, se contoneaba airoso sobre sus gruesas y macilentas rodillas. Su variado repertorio incluía polkas, mazurcas, valses vieneses, y unos aires regionales polacos cuyos ritmos eran a veces monótonas repeticiones de sonidos, pero otras veces parecían carreras de potros desbocados en una pradera sin límites. ¡Mientras ejecutaba su instrumento, formábamos rondas a su alrededor y, como en un mundo mágico, danzábamos cual duendes traviesos en un cuadro de ilusiones encendidas...!

            Nuestro personaje era un hombre de mediana estatura, de cabello rubio y lacio, y con un enorme mostacho que parecía una media luna hecha de pajas en la geografía de su rostro bronceado. ¡Aquéllos eran días domingo inolvidables! Su esposa se llamaba Sofía, y nunca en mi vida he visto yo una sonrisa tan bella como la suya. Era azúcar y lirio; ¡copo de nieve y aurora...! (Yo tenía entonces diez años. Pero cada vez que la veía sonreír, creo que perdía la noción de mi edad y sólo recuerdo que me estremecía de no sé qué extraña emoción, ¡como un pimpollo de rosa al contacto con el sol en la mañana!). A veces, ella se unía al coro de niños, encadenando sus manos a las nuestras, y nos arrastraba en el rondón del torbellino danzante. Nosotros nos dejábamos llevar dócilmente por tan maravillosa hada madrina, como si fuésemos a un mundo extraño, caminando sobre el arcoíris de nuestra fantasía...

            Cierta vez "el Polaco" nos relató que en ocasión de venir de Europa para América, en pleno Atlántico, solía sentarse en la popa del viejo navío que cruzaba el océano, y allí, teniendo por escenario al cielo abierto, ensayaba sin descanso la ejecución de bellas tonadas eslavas. No pocas veces, nos dijo, como si fuera el mismo dios Orfeo, aplacando la furia de la fauna levantisca, le pareció que las procelosas aguas se aquietaban al influjo de la cadencia de su música... Y entonces mi fantaseadora imaginación infantil invertía la historia legendaria del poeta Homero, porque dibujaba en la mente la escena en que eran las sirenas las que esta vez rodeaban y seguían curiosas y ensimismadas a un "Odiseo" moderno, ¡que navegaba en las alas de sus arpegios divinos en la búsqueda de la Ítaca de sus ensueños...!

            Lo cierto era que, al filo del medio día, la música cesaba; era el interregno del almuerzo. Pasábamos entonces a sentarnos alrededor de una larga mesa, adornada con un vistoso mantel floreado, bordado por Doña Sofía. "El Polaco" decía en la circunstancia la oración acostumbrada y, al término de ella, empezábamos a engullir los bastimentos con tan grande apetito desatado que no pocas veces algunos de nosotros éramos llamados a la moderación y a la templanza. Entonces era cuando Don Andrés reía.

            No lo he visto ni escuchado reír en ninguna otra ocasión; parece que en estas oportunidades, deliberadamente creadas, se sentía como un rey afortunado, y todos los que allí estábamos éramos los príncipes y las princesas, que le rendíamos vasallaje con el poder de nuestra alegría y de nuestra inocencia.

            Al término de la comida, nuestra "hada madrina" nos regalaba con frutas y con un exquisito refresco de grosella de tan delicioso sabor que jamás mi paladar llegó a gustar otro semejante.

            "Bueno, ahora que ya está alimentado el cuerpo, vayamos a alimentar otra vez el espíritu" -decía Don Andrés, al tiempo que cogiendo nuevamente su vapuleado instrumento desataba el cordaje de su fuelle y el panorama se inundaba, como horas antes, de música, de ritmos cantarinos y de bullicio...-

            Cuando nos disponíamos, por fin, a regresar a nuestros hogares respectivos, toda la familia de "el Polaco" nos despedía en la ladera del camino vecinal. Nuestro "Orfeo" sólo hacía gestos, pero nuestra "hada madrina" nos regalaba, una vez más, con el sin par encanto de su sonrisa. Agitábamos entonces nuestras manos, en alto, y repetíamos todos: "¡Hasta el próximo domingo...!" Y volviendo los pasos dejábamos atrás el plural universo de tanta algazara y alegría. Hundíamos luego los pies en el polvo del camino agrario y en trotes y saltitos sincronizados; como sierpes que se contonean en los recodos, seguíamos ensayando los ritmos danzantes, mientras el sol ya apenas sonreía en el horizonte y la estrella de la tarde, blanca y brillante, extendía su iris sobre nuestras cabezas, como cuando nuestra "hada madrina", con su sonrisa de luz, nos enseñaba el secreto del alba, ¡florecida en el orto de la primavera...!

 

II

 

            En los días hábiles, "el Polaco" era un hombre completamente distinto. Como un demiurgo, sólo vivía para desarrollar su trabajo. De paso hacia la escuela siempre lo veíamos activar en su granja, ora labrando la tierra, ora segando las mieses, ora limpiando de malezas y yuyales el perímetro de la chacra. Ésta, en uno de sus laterales, comenzaba en los lindes del camino vecinal, y cuando por allí lo hallábamos, prisionero de sus tareas en esas latitudes, apenas nos miraba y respondía a nuestros saludos con un leve movimiento de manos. Su hijo Eugenio nos esperaba en el cruce del camino que se extendía hacia la casa, y "el Polaco" quedaba allí, señoreando como un dios agreste en ese prolífico mundo vegetal, obra de sus músculos y de su genio creativo.

            Más, la vida, como todo proceso, tiene sus mutaciones. Y de repente, como el líquido que se escurre por entre los dedos de la mano -aún cuando lo aprisionemos con toda la potencia de nuestras fuerzas- el tiempo huidizo se escapa, y transforma no sólo nuestro ser físico sino ,también el universo de nuestros sueños. Así, poco a poco, Don Andrés fue demudándose en su semblante y en su carácter... Por lo mismo, cada vez más, nuestros días de fiesta de los domingos iban perdiendo secuencia y continuidad; fueron menos frecuentes y más cortos. Y descubrir el motivo de ese proceso fue para mí la más dolorosa de las experiencias. Al parecer, y eso no lo queremos aceptar cuando niños, siempre hay fuerzas oscuras que conspiran contra la felicidad del hombre...

            Por aquel tiempo, Don Andrés había adquirido una extensión de campo ubicada en las adyacencias del arroyo cercano, donde a la sazón íbamos, en los calurosos días de verano, a chapotear en sus aguas, y en cuyos reposados remansos aprendimos a articular los primeros movimientos de la natación.

            Nuestro personaje destinó ese campo a la siembra del arroz, cuya mies madura adornaba de oro la verdosa vegetación que se alzaba alrededor de la parcela agrícola. A ese nuevo "universo" trasladó "el Polaco" su continente y sus afanes... En la época de la trilla, iba yo, agazapado entre el pajonal circundante o entre las parvas apiñadas del rastrojo del cereal, a observarlo en su trajín de circunstancia. Allí lo veía, jadeante, tenaz, cual su viejo bandoneón, sacando lumbres de lascas, como un artista forjador de obras. El sigilo de mi observación y vigilancia tenía una explicación: "el Polaco" se había vuelto huraño, y a no ser por la amistad y el compañerismo que nos unían a su hijo Eugenio, las relaciones con él se habrían terminado definitivamente.

            Pero es más; pocos meses después Don Andrés abandonó su hogar familiar, y vivió, desde entonces, utilizando como vivienda el espacio interior de una parva hecha con los rastrojos del arroz a manera de pirámide. Se dejó crecer el cabello y la barba, y allí, retornando al parecer a la práctica de los instintos primarios del animal, ignoró al mundo humano, a su familia y a sus amigos y creó para él uno propio, insondable y misterioso para nuestros razonamientos infantiles. Nunca supe la causa que lo había apartado de nosotros aunque sí hayamos descubierto el objeto de su nueva compañía: el alcohol. Jamás pude entender por qué saturaba y flagelaba su cuerpo con el venenoso líquido, y maltrataba de tal manera su corazón y sus sentimientos.

            En cierta ocasión lo salvamos de morir antes de hora. Recuerdo que el dramático hecho aconteció una mañana calurosa. Como otras tantas veces, me había acercado a su morada campestre, furtivamente, y me dedicaba a observar sus movimientos. Y como siempre, y aún cuando se encontrase completamente beodo, algo estaba haciendo. Esta vez era la tarea del rastrilleo. Sujetaba la rienda de sus caballos de tiro mientras la rastra desmenuzaba los terrones del perímetro ya arado. Imprecaba acremente a los animales, quienes, por costumbre y nobleza de servidumbre, seguían tirando la rastrilladora, en línea recta, aunque el amo iba trastrabillando detrás de ellos como un muñeco mecánico. Cada vez que llegaban al límite lateral, hombre y bestias, y tal vez porque estaba perdida la noción del espacio, "el Polaco" seguía apremiando a los tiradores a caminar hacia delante. Pero ya no había adónde ir y frente a ellos, a pocos metros, se interponía erizado el alambrado de púas. Y como hasta en los seres más ignorantes la paciencia tiene un límite -y con más razón cuando sobre sus lomos desnudos sienten la descarga del látigo-, los equinos, asustados y contrariados por los actos irreflexivos del amo, se voltearon bruscamente a un lado y emprendieron una carrera a campo traviesa. En ese imprevisto giro, y ante el forcejeo del hombre y los nobles brutos, nuestro personaje cayó de bruces sobre la rastrilladora y fue arrastrado hasta un centenar de metros de distancia, exponiendo parte de su cuerpo al impacto de los duros terrones del suelo, y al de las contingencias propias que origina el vértigo de la velocidad. Al topar con montículos de piedras, tierra y rastrojos, la rastrilladora se cimbraba con fuerza ante cada obstáculo. En uno de esos, el pobre hombre fue despedido de encima de ella, con gran peligro para su vida; allí quedó tendido, molido y contuso, con un par de dientes menos y con la cara bañada en sangre, resultado de la estrepitosa carrera desbocada; pero, en verdad, más que nada, como víctima de sus propias obras.

            Cuando acudieron los vecinos del lugar para prestarle ayuda, había perdido el conocimiento. Recuerdo que lo alzamos en vilo y lo acostamos sobre una cama improvisada en el plano de la carroza y así lo llevamos luego a su hogar, en donde, al amparo de su familia, pudo con el tiempo restañar sus heridas y retornar al mundo de los vivos.

 

III

 

            Pero la ilusión fue efímera. Apenas recobrado de sus dolencias físicas, volvió a sus andanzas "el Polaco", cada vez más dramáticas. Tenía el alma enferma; es más, creo que interiormente ya estaba muerto. A poco, Don Andrés cayó del todo preso del vicio, y sufrió el angustiante estado del proceso que conduce al delirium tremens. Pero, además, añadió el hábito del tabaco: fumaba sin cesar; a todas horas tenía puesto en su boca un cigarrillo primario, hecho por él mismo, con tabaco picado envuelto en papel de cualquier clase. Exhalaba su humo como en un acto ritual y, en poco tiempo, el órgano bucal y la laringe se alquitranaron de nicotina, y el hígado fue el campo de batalla del poder destrozante de la cirrosis. Para entonces ya había dejado de hablar; ¡entumeció su lengua para siempre!

            Solo que el acto del proceso final fue imprevisto y con trazos grotescos. Ocurrió de la siguiente manera: las bebidas que originalmente constituían la dosis de su libación báquica, como lo eran el vino y la caña blanca, fueron substituidas por el aguardiente en bruto -el alcohol puro-. Cierta vez que manipuló el fósforo para usar su lumbre en el encendido del cigarrillo de turno, se produjo el insólito incendio. El fuego invadió la barba y el frondoso bigote, penetrando hasta en los orificios de sus fosas nasales. Y así, "el Polaco", murió asfixiado entre las tenazas fatales de su propio incendio.

            Y ese fue el final...

 

 

IV

 

            Por un año más yo seguí asistiendo a la escuela del lugar, en cuyas idas y venidas forzosamente me veía obligado a pasar frente a la casa de Don Andrés. Y no sé si fue por el hecho de que todos estábamos psicológicamente transformados, de repente me pareció que vivíamos ya en un tiempo envejecido. Apenas comenzó el otoño y ya los árboles habían perdido sus hojas y hasta las gramillas del campo tuvieron una palidez de muerte.

            Pero una mañana de domingo, a poco de comenzar la estación de la primavera, venciendo las naturales flaquezas emocionales y la tristeza de mi corazón sensitivo, fui a visitar a la familia amiga que desde aquel trágico día se había enclaustrado por completo. Del jardín de mi casa hurté las más hermosas flores y, con otras arrancadas de las laderas agrestes, formé un llamativo ramo policromo, como escudo y ofrenda de mi atrevimiento. Y tuve éxito. Al transponer el portal, salió a recibirme Doña Sofía. Estaba pálida y enlutada, pero como una madre amorosa me estrechó suavemente entre sus brazos. ¡Cuánto se alegró por las flores! Y hasta me pareció que un hálito de vida empezó a palpitar nuevamente en su ostracismo atormentado... Sin embargo, el hechizo de tan bella sonrisa había desaparecido de esa faz otrora iluminada por el candor de la gracia y la armonía estética. Y no obstante su candorosa dulzura, sus ojos no podían ocultar la cerrazón del dolor y sus pálidos labios el rictus amargo de la tristeza. Entonces me supuse que también ella, aunque se hubiera salvado de la muerte física, había quedado atrapada, por esos días, por la peor de las muertes: aquella que congela el espíritu y destruye la dicha de vivir; ¡porque no hay peor muerte que la muerte interior...!

            Merodeando por la casa pude ver, sobre la alacena, solitario, el viejo bandoneón, ahora enmudecido para siempre, como una lengua que se negó a seguir hablando. Pero cuando salí al patio a jugar con Eugenio, juro que oí esa vez, aunque apenas perceptible, el resonar intermitente del instrumento, y hasta pude ver, nítidamente vívido, la figura de "el Polaco", con su camisa bordada y sus polainas lustrosas, que vagaba sonriente bajo la sombra del naranjal ¡que años atrás fuera plantado con sus propias manos! Sobre el tejado, bandadas de palomas blancas se posaron temblorosas, y las lenguas invisibles del viento lamieron nuestros cabellos alborotados. Entonces, hondamente aspiramos el rico aroma del azahar. ¡Y empezamos a construir, de nuevo, nuestro castillo...!

 

            Luque, 31 de enero de 1972.

 

 

 

LA LIBERTAD INTERIOR O EL CUENTO DEL INDULTO

 

A LA MEMORIA DE DON MARIANO REYES

 

I

 

            Todo comenzó aquel día 14 de febrero, cuando el oficial cerró detrás de mí la pequeña puerta verde y quedé condenado a vivir, por un periodo de veinticinco meses, en un mundo reducido cuyo espacio material no tenía más de ocho metros cuadrados de superficie. Recuerdo que antes de entrar a ese pequeño mundo, ya en los dinteles de la puerta, me volví un instante para fijar mis ojos en el firmamento. Observé entonces el inmenso espacio azulado, nítido y acariciante, mientras que, el orquestador de nuestro sistema planetario, el sol, difundía en profusión las incontables agujas de sus rayos.

            Era un día espléndido; me pareció que era un día especial, distinto a tantos otros, ¡un día que se hizo sólo para ese día! Estábamos al filo de la hora doce, y yo comenzaba una etapa de mi vida, una de las más formidables y fructíferas que recuerdo, aún cuando de momento para mis familiares y amigos la separación haya nublado aparentemente el porvenir, y ahogado en la consternación nuestras pasadas alegrías.

            Lo cierto es que, apenas me "inscribí" como habitante forzoso de ese mínimo universo, una persona se adelantó a saludarme. Emergió, casi como un duende, de la semipenumbra, y nos estrechamos las manos. Era un hombre de estatura más bien baja, magro de carnes y ligeramente encorvado. Después supe que frisaba los sesenta años. Al presentarse él mismo, el nombre que me dio me pareció inusitado, fuera de todo catálogo, porque más que un nombre era una collera de nombres. Helos aquí:

            -Yo me llamo -me dijo- ¡Manolo Ruibarbo Domínguez José Viamar y Díaz Arinez Azcuénaga Sócrates Solingen...!

            Por un breve instante no supe qué decir. Y ante tal actitud mi nuevo conocido volvió a repetir una vez más el rosario de sus nombres.

            -Mucho gusto en conocerlo, amigo; yo soy -le dije- y expresé mi propio nombre, con los apellidos paterno y materno.

            -¡Que raro! -musitó- ¡Nunca había escuchado un nombre tan extraño!

            Y él me decía eso a mí, cuando lo "extraño" y "raro" era, como dije, el rosario de sus nombres.

            Por un buen rato no nos dijimos nada más. Acomodé mis pertenencias de uso personal en una de las esquinas del cuarto; extendí la colchoneta sobre el duro y frío piso de cemento, y tomé asiento frente a mi solitario acompañante. De repente, después de dar vueltas y más vueltas alrededor de su cama, se dispuso a comer. Y de entre sus bastimentos tomo un pequeño trozo de carne asada y extendió su mano para ofrecérmela. La tome, y empecé a masticar plácidamente, al tiempo que escrutaba con mis ojos el ambiente circundante y la pintoresca figura de ¡Manolo Ruibarbo Domínguez José Viamar y Díaz Arinez Azcuénaga Sócrates Solingen!

 

 

II

 

            En los primeros días de mi estadía en ese lugar no acontecieron casos dignos de mención. Pero creo que, tanto Solingen -así lo llamé desde entonces- como yo, tratábamos de establecer un sistema de relación tal que resultase como norma de convivencia en ése nuestro pequeño espacio vital. En lo que a mí concernía, me dediqué a organizar mi propia vida interior. Porque en un "mundo" así, sólo con una vida interior deliberadamente planeada puede soportarse el drama de la soledad y del encierro, y máxime cuando a esa soledad y a ese encierro lo someten a uno, arbitrariamente, ¡sin que se sepa realmente por qué y hasta cuándo!

            Recuerdo que entonces, apenas llegaba la noche, extendido boca arriba sobre la "heroica" colchoneta, con las manos cruzadas bajo la nuca, me dedicaba a observar el drama y la tragedia más espectaculares que yo haya visto jamás en el escenario de la vida de los animales. En efecto, mirando el techo de mi ocasional morada, empecé, en primer lugar, a contar cuántos tirantes y tirantillos componían su armazón, así como la cantidad de tejuelas dispuestas sobre el maderamen aludido. Aplicaba yo este método, que me servía de distracción y pasatiempo, y con el afán de poner la mente en blanco: utilizando un intrincado sistema de cálculos, trataba de resolver el problema de cuántos metros cúbicos, cuadrados o longitudinales, etcétera, tendría el perímetro del techo de la celda carcelaria y sus materiales componentes. Así, dejado llevar por la imaginación, hice tantos cálculos matemáticos -y tonterías- para suponer nada menos que, descompuestos en moléculas y átomos, cuántos sumarían en mi inusitado experimento matemático. No me sentía ridículo, ni mucho menos, porque, aunque no correspondía al lugar y a la ocasión, me acordaba de que don Miguel de Unamuno dijo alguna vez que la más grande tontería que puede acontecerle a una persona, es no haber hecho ninguna... En este afán estaba cuando, sin saber cómo ni cómo no, me desvié del mundo abstracto de los números para fijar mi atención en el mundo fascinante de la vida y el movimiento nocturno de las arañas. Asocié estos hechos que se relatan más adelante, con los descubrimientos y observaciones de Charles Darwin cuando en El Origen de las Especies, describe su teoría acerca de la selección natural en el reino animal, y sus procesos de reproducción.

            Así, en el techo de la celda pude observar por lo menos tres tipos distintos de arañas, especies cuyo nombre científico desconozco. Pero ubiqué al ñandú-pé, a la araña negra, y también a otra araña a quien denominé la misteriosa. Esta última era fina y lánguida, de extremidades largas como una bailarina. También a veces la llamaba la novia. Esta era una araña que, más o menos como a las nueve de la noche, ya cuando el cuartel de mi reclusión estaba sumido en una quietud profunda, aparecía súbitamente por entre las hendiduras de las viguetas y los tirantillos y, cual una dama coqueta, se paseaba, ligera y provocativa, sobre la cara de las tejuelas y el extremo de las paredes. Apenas aparecía, y las otras especies también se asomaban desde sus cuevas o nidos. Yo creo que estas especies eran arañas machos, porque invariablemente entablaban un coloquio amoroso con la misteriosa. Creo que llegué a percibir -si es que no fuera el reflejo de algún factor puramente psicológico-unos ruidos leves proferidos por estos animales. Puede parecer inverosímil, pero estas arañas se comportaban con la misteriosa tal cual se comportan los hombres, echando requiebros y acomodando prestancias, en ocasión en que las mujeres recorren, solitarias, las avenidas, o cuando se encaminan, raudas y frágiles, por las abiertas aceras y pendientes de nuestras calles citadinas. Cuando la misteriosa desaparecía -tal vez con su araña-gaián, elegido-, la mayoría de estos animales volvían a esconderse, o se acurrucaban en el núcleo formado por la urdimbre de sus telarañas.

            En más de una ocasión, algunas de estas arañas, perdiendo el equilibrio o el contacto de sus hilos, cayeron sobre mi cuerpo. Pero fueron por tanto tiempo mis amables "compañeras" que llegué a perderles temor y asco. Generalmente las sacrificaba. Empero, por lo visto, yo no era un varón afortunado porque, al menos mientras me hallaba despierto, ninguna misteriosa cayó nunca sobre mi pecho.

            Otro espectáculo que cautivó mis sentidos y despertó mi imaginación, consistió en aquel que se desarrollaba en la incesante lucha por la supervivencia, desatada por la fuerza y el poder instintivo de la naturaleza animal. En cierto modo, yo era el propiciante accidental de estas luchas. El espectáculo sucedía de la manera siguiente: al atardecer invadían nuestra "residencia" legiones innumerables de moscas, seguramente buscando abrigo para pasar la noche después de corretear todo el santo día por sus zonas y lugares preferidos. Llegado el momento, y valiéndome de una estropeada pantalla hecha de carandá-y, las acosaba con ella y las ahuyentaba. Por esta causa, algunas de estas moscas volaban hasta el techo y allí se refugiaban de tan porfiada persecución. Pasadas algunas horas, de repente, escuchaba yo, en la calmosa soledad de la noche, unos quejidos lastimeros que hacían vibrar mi piel y acongojar mi pecho de extrañas emociones. Sí, era el final de la tragedia, o el comienzo o la continuación de la vida, en una repetición permanente: ¡una mosca era atrapada por una araña! A los pocos segundos, el repelente y volátil pero débil animalito, quedaba preso entre la trama de los hilos de la telaraña, y el amo de este reino, como en un rito religioso pero cruel, le succionaba la sangre y todo el líquido de su cuerpo indefenso. Es el proceso, como decía Darwin, en que ¡unos tienen que vivir a expensas de la muerte de otros!

            El hombre mismo es un obligado y hábil artista de este proceso; ¡también sacrifica a otros animales para procurarse medios de subsistencia...!

 

III

 

            Pero volvamos a Solingen. Cierta noche en que me sorprendiera orando antes de dormir, me preguntó en guaraní:

            -Nde picó re guerovíá gueterí co-á mbae're? (Pero, ¿tú crees todavía en estas cosas...?)

            Y le contesté en el mismo idioma:

            -Aguerovi'á yn riré nicó nda yapoi vaera mo'á co ayapóva! (¡Si es que no creyera, no lo hubiera hecho!)

            No me dijo más. Pero sentí que la estocada estaba introducida en mi propia conciencia. "Ahora", me dije entonces, "¡tendré que dejar el mundo de las matemáticas y de los animales para entrar, otra vez, al mundo del ser humano!"

            No sé si estaba preparado para esta tarea, pero lo hice. Y era tiempo de averiguar quién y cómo era Solingen. Su vida estaba llena de viacrucis. Nunca me contó su edad verdadera. Cierta vez me refirió que tenía 45 años, otras veces 50 años; ¡y una vez, extremando la broma, me dijo que tenía... 38 años! Yo deduje que tendría cerca de 60 años porque me relató sus terribles aventuras en la guerra del Chaco a donde había ido desde los comienzos del conflicto, o sea, 1932, cuando a la sazón era cadete de los últimos cursos en la Escuela de Sanidad del Ejército. Por respetar su fuero íntimo, nunca le pregunté por la causa de su prisión, aunque él sí me preguntó varias veces por qué un "doctor" estaba allí, y en esas condiciones. ¡Pero supe, no obstante, que cuando yo llegué él ya llevaba allí siete años! Solingen era un hombre prudente, pero de ideas inestables y contradictorias. Así, una noche me confesó que estaba allí por "ayudar a construir una escuela..." Y los intereses creados en torno a esa cuestión ocasionaron su prisión, con una buena dosis de maledicencia.

            Y si era cierto, pensé yo, que a Sócrates le sacrificaron para que no volviera a enseñar, nunca supe de un solo caso en que un hombre haya sido penado por construir una escuela. Y si era verdad o no, jamás me paré a averiguarlo. Además, no estaba ni con ánimo ni con capacidad para descubrir misterios. Y digo así, "misterios", porque yo no me podía responder a mí mismo la causa exacta de mi detención. ¡Se habían montado tantas versiones! Por lo tanto, y para no desgarrar mi propio espíritu e insuflar mi mente de dudas, dejé el asunto en manos de Dios -ya que la justicia humana no funcionaba-; me sometí al proceso del tiempo y me preocupé más bien, con cierto egoísmo, en administrar la necesidad que la supervivencia me imponía; en superar hasta donde se pueda tan desgraciada circunstancia, renovando mis fuerzas espirituales, cuidando mi salud física y tratando de alimentar mi cerebro con nuevos conocimientos. Porque siempre fui de la idea de que la verdadera libertad del hombre está en el conocimiento. Hurgando en los recovecos de su personalidad, a poco tiempo descubrí que el pobre Solingen era una combinación extraña de hechicero y de inocente. El desventurado hombre había perdido un ojo en la guerra, y esta desgracia como otras -por ejemplo, la esquirla de granada que tenía alojada entre los huesos parietales- a veces le hacía sufrir serias alteraciones físicas, que por temporadas devenían en crisis agudas. Pero lograba dominarlas, con artimañas y paciencia. Entre sus "pertenencias" disponía de todo un arsenal de los más variados medicamentos, y cuando se enfermaba o creía encontrarse enfermo se medicaba a sí mismo.

            "¡Yo soy médico!", me respondió cuando me permití opinar sobre la inconveniencia de abusar de los medicamentos. Pero no insistí más sobre un punto en cuestión en que era más intransigente que Napoleón Bonaparte.

            Sin embargo, yo descubrí que la verdadera enfermedad de Solingen, aparte de la afectación física del ojo perdido, era psíquica. Como ya se dijo, cuando lo conocí llevaba allí siete años. En todo ese tiempo las más de las veces estuvo solo. Tuvo como a diez acompañantes en el transcurso de su cautiverio, hasta esa fecha, pero todos volvieron a salir. Uno a uno volvían. Más, ¡él siempre se quedaba! Por eso, para él, cada nuevo visitante era todo un acontecimiento y significaba siempre una nueva perspectiva.

            "Todos vuelven a salir, ¡pero yo no!" -me confesaba-. Y mirando por entre la rejilla de hierro el pedazo de cielo azul lejano, empezaba a rascarse las rodillas, los brazos, o cualquier parte del cuerpo, como un mono travieso pero triste.

            Yo no sé si debido al hecho de ser campesino o no, Solingen creía a pie juntillas en una serie de cábalas, artificios y exorcismos, que empezaban con las más misteriosas ideas y terminaban con las más extravagantes.

            Así, una tarde en que me distraía yo leyendo la autobiografía de Benjamín Franklin, vi de repente a Solingen hacer unas raras reverencias, girando su cuerpo de izquierda a derecha, frente a la pequeña ventana enrejada de la celda.

            -¿Qué hace usted, Solingen? -pregunté-.

            -Estoy "mareando" a la mala suerte, -me contestó-.

            Y luego me explicó que con esa especie de rito., la "mala suerte" tendría que, por fuerza, irse a otra parte.

            Como lo vi hacer tantas veces lo mismo, posteriormente, deduje que, con seguridad, no habría una "mala suerte" tan sorda y tan testaruda como la que perseguía a Solingen. O, en definitivo, era aquella una "mala suerte" con pedestal de acero, porque nunca jamás perdía el equilibrio.

            E inversamente, así como quería alejar a la "mala suerte", se empeñaba por atraer a la "buena suerte". Esta búsqueda consistía en otro rito misterioso, que se expresaba de la siguiente manera: Solingen perseguía a los metales, sobre todo al hierro. Cada mañana, al levantarse, lo primero que hacía era palpar los clavos que teníamos en la habitación. Les acariciaba y les hablaba. Cuando le inquirí por su "secreto" me contestó, en efecto, que, buscaba la "buena suerte", y que ella estaba en el metal. Inclusive llegó a usar un enorme clavo como escarbadientes, y lo tenía guardado como si el artefacto fuera una de las más caras y apreciadas joyas. A veces, por las noches, y al no poder conciliar el sueño -porque para el pobre hombre todas las noches eran de insomnio-, extraía su clavo "sagrado" y entablaba con él largas pero inaudibles pláticas. Varias veces intenté escuchar qué es los que se "decían", pero del susurro apenas perceptible no pude adivinar ni jota.

            Con el tiempo, felizmente, logré curarlo de esta manía psicosomática. Y el "milagro" sucedió de la manera siguiente: cierto día, muy seriamente, como refiriéndole un gran secreto, le dije que yo poseía algunos conocimientos acerca de la propiedad magnética y "cabalística" de los metales y metaloides, y de ciertos "poderes mágicos" de algunos de ellos. Para darle solemnidad a mis referencias, le inventé toda una historia, y ésta consistía en que los "ocultos poderes" de los metales me habían sido confiados por una gitana a quien llegué a enamorar en una noche de luna llena. Tuve que buscarle un nombre a mi supuesta enamorada, y recordando algunos caracteres de esta raza nómada que yo había leído cuando adolescente en La Gitanilla de Cervantes, acomodé sucesos y situaciones de tal modo que fueran creíbles. Así, le dije a Solingen que el "acto" sucedió en la cima del monte de Perote, una cuchilla de la Sierra Madre Oriental, ubicada en México, en el Estado de Veracruz. (La "aventura" efectivamente existió, a esa hora y en ese lugar, en el mes de mayo de 1961. Fue en el interior de un tren nocturno; solo que ella no era gitana, a menos que así se la quiera llamar por seguirme ¡hasta esos confines del mundo!). En fin, le dije que esta "gitana" me enseñó que existían solamente dos metales de suerte: el níquel y el platino. Todos los demás eran de mal agüero.

            Recuerdo que apenas terminé de relatarle esta fantástica historia, Solingen se puso pálido y nervioso... Y, pues, no pasaron 24 horas para que en nuestra celda no quedase un solo clavo; incluso los que prestaban un servicio utilitario desaparecieron como por encanto.

            Empero, estábamos acorralados en un círculo vicioso. ¡Porque ahora comenzó la "cacería" del níquel y del platino! Pero, ¿de dónde? ¡Especialmente del platino...! A toda costa deseaba una moneda metálica, pero como todas ellas en ese entonces fueron retiradas de circulación en el mercado monetario, y las que se podían encontrar eran solamente aleación de estaño y cobre, tuvo que consolarse con mi promesa de conseguírselas, alguna vez.

            Entre otros descubrimientos, me llamó la atención aquel acto relacionado con la cuerda de guitarra. Descubrí que Solingen llevaba siempre una cuerda de guitarra atada a la cintura, sobre la piel viva. Y creo que esta cuerda no hacía de amuleto o algo por el estilo, sino que ella le servía al hombre de "medicamento". Al parecer nuestro personaje sufría de estreñimiento agudo y se cimbraba con la cuerda, como si ella fuese un mágico cilicio, para repeler sus dolencias y molestias internas. ¡Era el dolor por dentro y la "música" por fuera!

            Sin embargo, lo que verdaderamente me hizo dudar de las "cábalas" y "agüerías" de Solingen fue lo que una noche me reveló, con la solemnidad más patética. Y aunque estábamos solos, y el centinela más cercano se encontraba en esos momentos a más de veinte metros de distancia de nuestra celda, me reveló su "sabiduría" en voz baja, tomando providencia de que absolutamente nadie escuchara el secreto transmitido al "compañero" de infortunio. En efecto, a la sazón estábamos por cenar. Pero apenas habíamos comenzado a probar la comida cuando, de repente, Solingen, todo demudado, y con gesto de confidente comprometido me dijo:

            "¡No coma usted esa comida!" -Pues, no bien terminó de expresarse así y, sin más, vació el saporó de su plato en una lata vacía que tenía a su lado-.

            "Y, ¿por qué?" -inquirí todo confuso y contrariado-. Entonces fue cuando me dijo la "secretísima" revelación. Allí me relató que él, antes de probar comida alguna, primeramente "averiguaba" si el alimento en cuestión era bueno o malo; era apropiado o dañino. El modo de averiguar y saber la verdad era sencillo: consistía en acariciar y restregar el borde exterior del plato o del recipiente de la comida y que si ésta fuese buena o saludable, no oiría nada; es decir, ni la "caricia" ni el restregamiento producirían síntoma alguno; pero si aquella estaba "mala" o insana, surgiría un aviso. Una voz musitada que diría por tres veces consecutivas la siguiente palabra: "¡Pitucán!"

            Para darle satisfacción, acaricié y restregué varias veces el borde del plato de mi comida, pero en ese silencio expectante ¡yo sólo escuchaba el atroz ruido que me hacía el apetito en los intestinos...!

            "Al parecer", contesté, "esta comida es "buena" porque no dice pitucán, y yo tengo mucha hambre...".

            Tratando de no herirlo, le dije que yo sabía el "secreto", pero que ese maleficio se lograba ahuyentar con una oración a San Pablo, que también secretamente me comunicara mi padre una hora antes de su muerte. Y que, por tratarse de él, como una retribución a su compañerismo y a su buena fe, le transmitía, a mi vez, el "arma secreta". Y me puse a decir una oración inventada, pero antes de eso prendí una vela y sorbí tres tragos de agua para "limpiar" la garganta de cualquier espíritu maléfico que incidentalmente pudiera contaminar la comida. Y creo que Dios me ayudó una vez más en esa oportunidad, porque estuve muy inspirado y Solingen, creyó hallar inesperadamente el fuego de la máxima sabiduría. Más, condolido de su suerte y arrepentido de mi propia majadería, le regalé acto seguido una grande y apetitosa manzana. ¡Y así fue como Solingen, esa noche, se salvó del sacrificio de tener que dormir sin cenar!

 

IV

 

            El siguiente paso fue puramente cultural: realicé con Solingen un experimento "educativo". Comenzamos con una serie de lecciones de geografía. Así, ingeniándomelas, y con la ayuda fortuita de un juego de mapamundi, fui explicando a Solingen -empezando por las teorías acerca del origen del hombre- la historia de la Tierra, sus continentes y países; el reino animal, mineral y vegetal.

            Al término de estas lecciones ya se experimentó en él un notable cambio anímico. Es más, una tarde en que le hice repetir los nombres de las principales cadenas de cordilleras y montañas del continente americano, me dijo todo eufórico:

            -¡Esto no es un calabozo! ¡Esto es una pequeña universidad!

            Y con este nombre le llamábamos desde entonces a nuestra celda carcelaria.

            A partir de ese momento se volvió menos misántropo y hasta me maravillaba lo locuaz que era. Me relató entonces acontecimientos de su infancia; y yo, muy a mi pesar -pero él "muy a su sabor", como dice el personaje del Quijote- me veía obligado a cerrar el libro que en ese momento estaba leyendo, para escuchar a Solingen que me daba cuenta ¡hasta de los secretos y hazañas de su vida romántica! Él me proporcionó, con anécdotas y referencias, una serie de datos del mundo campesino que yo desconocía. Todavía no había vencido su propia inseguridad, y se mostraba desconfiado; pero como el tiempo no significaba para mí un precioso bien con horarios de consumo productivo o improductivo, le tuve paciencia, y no me apresuré por quebrar el hielo de su bloqueado aislamiento espiritual.

            Sin darle cuerda, un día me contó uno de esos relatos que consideré de lo más pintoresco, costumbrista y lleno de gracejos. El hecho sucedió cuando él acababa de cumplir diecisiete años de edad.

            Entonces, me contaba, era costumbre generalizada que todos los varones usaran pantalones cortos hasta la edad referida. Recién cuando el proceso vivencial de la adolescencia cambiaba de tono la voz y hacía retoñar la barba sobre la cara tersa, los padres decidían comprarle el pantalón largo al "hombrecito". Generalmente ésta era una etapa muy emotiva en la vida de los jóvenes, porque constituía una especie de noviciado para los días del servicio militar obligatorio y para las primeras aventuras románticas. Se consideraba "fracasado" al joven que iba al cuartel sin dejar en el pueblo a una novia en espera de su regreso. "Ella era muy hermosa", dijo Solingen, "pero arisca como una potranca indomeñada. Sin embargo", continuó, "me aseguró que mis esperanzas se confirmarían al término de la carrera del día de San Blas. Pude acercármela mediante tretas e ingeniosas estratagemas..."

            Solingen era entonces dueño de un caballo parejero a quien llamaba Pycazú, nombre guaraní de una paloma nativa. Durante bastante tiempo, el ejemplar equino estuvo a su cuidado, preparándose para el día de la carrera. Llegada la hora, se presentó Solingen con su Pycazú en el hipódromo rural, para la consabida competencia. Llegándoles el turno, se aprestaban los rivales, y caballos y caballeros aparecían eufóricos y desafiantes. Para salvar una distancia de 800 metros, los corceles se lanzaron veloces por las limpias paralelas. Pero, contra todos los pronósticos, Pycazú apenas alcanzó los primeros cien metros, y parecía que le temblaban las piernas... ¡Y así, su rival lo dejó atrás a una distancia de varios cuerpos!

            Solingen regresó al punto de partida con un Pycazú tembloroso, demudado, bañado en sudor; mientras el rival era colmado de honores y, además, cargado con la bolsa de las apuestas.

            -"¡Leonor!" Dijo Solingen, como en una actitud de súplica, buscando en ella la recompensa que en vano tratara de obtener en la lid anterior. Más ella, como ignorándolo completamente, ni le contestó siquiera. Pero pudo ver cómo Anselmo -el rival de la carrera-, era correspondido por ella con una picaresca y triunfante sonrisa.

            Solingen regresó a su casa, hundido en su honor y desconcertado como carrerista. Le parecía que sus pasos se perdían en el abismo.

            -Mbaé picó oyejhú ñandeve, Pycazú? (¿Qué nos ha pasado a nosotros, Pycazú?) -inquirió al noble bruto; y éste, como si interpretara la infinita tristeza de su amo, lo miró, levantando las orejas, con unos ojos pálidos, aguados, ¡como los de un santo de estampa!

            Apenas llegado a la rústica caballeriza, despojó al equino del bozal. Cuando ya se disponía a marcharse se preguntó:

            "¿De qué es ese olor...?" Seguidamente se acercó al haz de avena y allí descubrió la verdad. El pienso de Pycazú olía fuertemente a querosene... ¡Ah!, ¡Conque así fue! Desapareció toda duda. Y es que la noche anterior, furtivamente, habían rociado con querosene la alfalfa del caballo. Solingen conocía el secreto, consistía en un viejo truco campesino utilizado en esas ocasiones para minar el cuerpo del animal, y aminorar la velocidad de los caballos de carrera.

            ¡Ogueyí iguatápe! -Decían siempre los campesinos-. O sea, el querosene invariablemente provoca en el animal una merma brusca en su peso natural, y dada la brusquedad y prontitud con que se produce la merma, el bruto es forzado físicamente a aminorar su velocidad, la potencia de su tranco.

            Rabiando de celos, herido en su amor propio, y soliviantado por la desleal estratagema de que había sido víctima, Solingen se encaminó rumbo a la casa de Anselmo, dispuesto a buscar venganza.

            "Esta noche es el baile", se decía a sí mismo. "¡Pero yo creo que en vez de baile vamos a tener velorio...!" Llegado que hubo a la casa de su rival, le comunicaron que éste ya había salido. Pudo averiguar que Anselmo iba vestido como para el sarao nocturno, pero que, casualmente, informó que antes pasaría por el remanso del arroyo para darse un baño. Hacia allá fue Solingen, como una tormenta premonitoria.

            Sigilosamente se acercó al remanso y allí vio a Anselmo, desnudo, chapoteando en el agua.

            "¡Qué flaco y qué feo es!" reconoció Solingen, descubriendo la descarnada estampa anatómica de su traicionero rival. ¿Matarlo? ¡No! Se le ocurrió algo mejor. Al observar aquel cuerpo enclenque e indefenso, se liberó del pensamiento de herirlo o de azotarlo. Y puso en marcha un plan menos violento pero igualmente positivo. Tomó las ropas de Anselmo, las llevó consigo y, guareciéndose en un montículo cercano, utilizó a su vez un truco: empezó a imitar el gruñido del tigre, una y otra vez. Y dicho y hecho. El pobre Anselmo, asustado y temeroso, salió del agua como una exhalación y, cual un antropoide, se trepó al primer árbol que encontró a su paso. Allí estuvo tiritando de frío y de miedo. Cuando empezó a oscurecer, Solingen se retiró calladamente del lugar. ¡Anselmo quedó allí, trepado en el árbol, temblando como una hoja en la borrasca!

            Solingen llegó al baile, y allí estaba Leonor. Contó el suceso a algunos amigos y éstos fueron a comentarlo en voz alta, muy cerca de la casquivana. Hablaron con sorna de la "flacura" de Anselmo, así como de su falta de valentía, y sobre todo de la bajeza de la acción contra Solingen, y, naturalmente, adornaron de virtudes a éste.

            Y bastó una hora para que la pareja bailara, mal que mal, una cadenciosa polka nativa. Solingen, sin poder hablar, con la voz estrangulada en la garganta, y Leonor con una sonrisa dulce, como en el mejor de los mundos posibles.

            Al día siguiente, al despertar el sol, fueron Solingen y sus amigos a ver a Anselmo, y el pobre todavía se encontraba allí, aterido de frío y de vergüenza, como un desconcertado fauno nativo. Todo terminó en una gran carcajada, aunque el tramposo Anselmo tuvo que morder por mucho tiempo el ácido de su inconducta y ¡el sacrificio de su derrota definitiva!

            Al término del relato yo festejé con risa la "portentosa" hazaña de Solingen, y él mismo comenzó también a reír a boca abierta, circunstancia que atrajo la atención de las personas del mundo exterior, curiosas del acontecimiento. ¿Solingen riendo? Sí, Solingen riendo, como cualquier hombre normal. ¡Pero muy pocos llegamos a comprender que la alegría y la paz empiezan por germinar en el propio corazón del hombre!

 

V

 

            En aquel tiempo mis familiares me hicieron llegar un ejemplar de La Biblia y entretuve a mi compañero de celda leyéndole los Salmos de David, las Parábolas de Jesús y el Apocalipsis de San Juan. Pero cuando le leí el libro de Job, el más patético personaje de la fe y el sufrimiento humano, Solingen volvió totalmente a la realidad del mundo. Y así fue como, en los meses posteriores, por nuestra pequeña "universidad" desfilaron los personajes más famosos de todos los tiempos. Empezamos por Sócrates, pasamos por Jesús de Nazaret, por Galileo, por Dreyfus, por Lincoln, por Gandhi, por José de Antequera y por Solano López. Con estos ejemplos, a la "vista de la historia", llegamos a la conclusión de que "nuestro infortunio", en comparación los reveses, sufrimientos, persecuciones e incomprensiones que sufrieron los eminentes personajes de la historia universal, no era sino lo que un grano de arena frente a una montaña.

            Para remachar estos ejemplos leí a Solingen las partes aquellas consignadas en el libro El Hombre ante la Justicia, en donde se relata en forma cruda los tormentos sufridos por miles de seres humanos en las famosas "purgas" ordenadas por Stalin, y en los increíbles campos de concentración, dados en los tenebrosos tiempos del nazismo.

            -Nosotros, en realidad, Solingen, no hemos sufrido nada, ¿no le parece.. . ?

            -¡Creo que no! -contestaba sombrío y taciturno-.

            Empero, cierta tarde se descompuso otra vez. De repente se tornó inquieto y abatido. Era un azogue, movilizado de un lugar a otro. Parecía no tener cabida en el espacio de la pequeña "universidad".

            -¿Qué le pasa, Solingen? -le pregunté, humildemente-.

            Ni siquiera me miró. Sus pensamientos estaban quién sabe dónde. Siguió trajinando, movido por una ansiedad desconcertante. Al rato, frotándose la barbilla, se volvió para decirme:

            -Con vehemencia: ¡Quiero libertad! Y clavó en mí su mirada que tenía algo de súplica, pero también de rayo.

            El trajín siguió. Empezó a rascarse, otra vez; 1o hacía en cualquier lugar de su cuerpo. Era la desazón, la angustia, la comezón irritante de la impaciencia que se manifestaba sobre su epidermis, su único ojo, en los latidos de su corazón; ¡en el hueco de sus recuerdos! ¡Pobre Solingen!

            Deduje yo que Solingen ya no vivía, entonces, en el sopor del sueño; ¡había despertado! Y tal vez estábamos en el momento más delicado de la situación que yo había contribuido a crear deliberadamente. ¡Sí, Solingen había despertado, y precisamente porque había despertado, sabía que estaba preso, que está acorralado, inerme, como el ave que, además de herida, vive vegetando en una jaula asfixiante!

            Desesperado yo mismo, y contagiado por su secuencia de paroxismo anímico, fue cuando inventé "El Cuento del Indulto". Esa mañana había recibido yo la visita de mi madre, y me basé en esta ocasional circunstancia para comunicar a Solingen la "buena nueva".

            -Solingen -le dije, y me puse lo más solemne posible-. Tengo algo importante que comunicarle. ¡Es un secreto...! ¡Pero hablaré solamente a condición de que usted me demuestre la calidad de su hombría, y si me promete reserva y serenidad de ánimo!

            -¡Sí; sí; sí...! -arguyó con ansiedad, y levantó la mano para jurar-.

            -Pues, bien, Solingen -continué-. El secreto consiste en lo siguiente: el 1º de marzo próximo, en la fecha del Primer Centenario de la Epopeya de Cerro Corá, habrá indulto para los presos políticos... ¡Para todos los presos políticos!

            De momento no pudo hablar: una intensa emoción le sacudió todo el cuerpo, y se quedó mirándome con esa misma expresión que brilla en el rostro de un niño cuando escucha un maravilloso cuento de fantasía. Jubiloso, exclamó:

            -¡Nde pú porá nde caria'y de Dios! (¡Qué bien suenas, hombre de Dios!). -Y se sentó en cuclillas, frente a mí, en espera de la repetición de la inusitada novedad-.

            Sacando fuerzas de flaqueza, me esforcé por conservar la serenidad. Entonces me extendí largamente sobre la importancia de la fecha que se conmemoraba. Sobre el sentido histórico de la muerte e inmolación de Solano López. Le hice una relación de las causas que procrearon la infausta contienda que duró de 1864 a 1870, el origen y finalidad del Tratado de la Triple Alianza, y las consecuencias infortunadas del holocausto del pueblo paraguayo en defensa de su libertad, de su soberanía territorial y de la dignidad nacional. Recuerdo que comparé al Paraguay con Prometeo, el afamado dios mítico que, por robar el fuego del cielo -esto es, el secreto del conocimiento-, para transmitirlo a los hombres, fue condenado a las rocas del Cáucaso en donde el águila, cada mañana, le devoraba el hígado. Prometeo era el Paraguay, encarnado en Solano López y en su pueblo; las águilas, convertidas en buitres, eran los aliados que los combatían a sangre y fuego. Las fuerzas oscuras aflorantes en el "bandeirante" y en el "porteñismo", se asociaron a la gula infame del imperialismo inglés -el Vulcano del cuento, con el propósito trágico de exterminar a la pujante sociedad moderna que se estaba forjando por sí misma en las profundas latitudes de la selva americana. Las bases del Estado diferente estructurado originariamente por José Gaspar Rodríguez de Francia y pulido y solidificado por don Carlos Antonio López, deberían ser removidas, substituidas por otras que obedecieran a la ideología imperante. Y esa era la misión de la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay.

            -Pues, próximamente -continué-, se cumplirán cien años del día en que Solano López murió junto a su pueblo, sacrificado por esos ideales. Aquella muerte fue vida, porque ella fundamentó la eternidad de la Patria. ¡Luego, el indulto vendrá como un tributo de solidaridad humana!

            Al término de mi exposición Solingen quedó sumido en un letargo. Por largo tiempo no dijo palabras. Proyectó su mirada y su pensamiento, ¿en su pasado?, ¿en su porvenir?, ¿en el infinito? ¡No lo supe!

            Cuando volvió a mirarme, yo juraría que también me estaba viendo con su ojo de vidrio de cuyo mundo difuso y esterilizado manaron gruesas gotas de lágrimas. Y por mucho tiempo no pude olvidar ese cuadro; era eso mismo: ¡un hombre liberándose a sí mismo! ¡Digo que era así porque creo sinceramente que en ese día Solingen recuperó su verdadera libertad!

 

VI

 

            Llegó el 1 ° de marzo... Pasó la fecha, ¡y el indulto no se produjo! Yo me ingenié en buscar las causas "probables" que lo habrían impedido. Y, dejándome llevar por la corriente ingenua que campea en la mente de un sector de nuestro pueblo, que asocia siempre los posibles "acontecimientos" con las fechas festivas marcadas en el calendario, trasladé el acto del "indulto" para el 12 de junio, aniversario de Paz de la Guerra del Chaco. Y así le decía a Solingen:

            -Creo que ahora sí existe una razón verdadera. Es muy claro: usted es excombatiente de esa contienda bélica, y no precisamente de la Guerra del 70, del siglo pasado. ¡Eso era! ¡El indulto será ahora, en esta fecha...!

            Aunque yo ponía énfasis en mis argumentaciones y razonamientos, él solo descubría en su rostro una semivelada sonrisa y me daba palmadas en la espalda.

            Y así llegó la fecha del 12 de junio. A ese efecto le preparé una "fiesta". Ese día me levanté más temprano que otras veces, y vestí una indumentaria que, daba la circunstancia y el lugar, yo diría que era de gala. De "corbata" utilicé una fina pañoleta roja que Solingen admiró mucho... Lo cierto es que, a la hora elegida por mí, cuando él se encontraba taciturno y retraído en profundos pensamientos y recuerdos, empecé a "actuar". Le hice sentar en la única silla que allí teníamos, y cuyo respaldo había yo adornado con ramas frescas de palma, proporcionada por el Oficial de Guardia, con el pretexto de ser usadas como escoba para la limpieza de la pequeña "universidad". Pues bien, una vez sentado Solingen, y haciéndome de cuenta estar ante un auditorio, di comienzo a mi "discurso". Hablé sobre la valentía del soldado paraguayo, sobre las causas y consecuencias de la guerra, y otras menciones adicionales. Solicité licencia del "auditorio" invisible para hacer la ofrenda, y dirigiéndome a Solingen, le dije:

            -Permítame, heroico soldado guaraní; depositario de las virtudes de la raza, ofrecerle un homenaje en nombre de este "público", y ¡sírvase usted recibir estos modestos regalos, en prueba de solidaridad y reconocimiento! -Alargué la mano derecha una y otra vez. La primera para hacerle entrega de una naranja- El fruto es el símbolo -le dije- de la tierra que fue usted a defender... -Y la segunda vez, para entregarle una cajetilla de cigarrillos- Es el elemento -le dije- ¡del hábito vicioso que fue usted a adquirir...! - Esto lo hice a propósito, porque Solingen era un fumador incontrolable, que aprendió a fumar en la guerra, en la trinchera, y desde entonces ya no podía parar; y porque me refirió que cuando padecía de sed en aquellos trances trágicos, ¡soñaba con las jugosas naranjas de su tierra natal!-.

            Nunca lo he visto tan contento como entonces. Solingen era un hombre nuevo.

            -Sabe usted -me dijo- es la primera vez en mi vida que recibo un homenaje y un regalo. Y es más, cuando lloré, aquella vez, en el aniversario del 1° de marzo, no fue precisamente por la noticia del indulto. ¡No! ¡Estuve emocionado por su discurso e impresionado por la nobleza de sus sentimientos!

            Acto seguido, Solingen se puso a bailar, creo que al compás de un ritmo de Charleston que, pareciera a propósito, sonaba estridente en el depósito de víveres de al lado, proveniente de una radio prendida a todo volumen. ¡Como un colegial, estuvo contagiado de cuerpo entero por la extraña y poderosa comezón de la vida!

            Es cierto que el indulto no se produjo... pero ¡qué maravilloso es ver el renacimiento espiritual de un hombre! En realidad, el hombre es invencible, y aún la pérdida de la libertad política deja todavía en su universo la libertad de otras fuerzas que se relacionan con la vida individual y social. ¡El primer gran paso para la verdadera libertad es la propia libertad interior...!

 

VII

 

            Pasé dos años en compañía de Solingen. Y una mañana, el 3 de febrero de 1972, 26 meses después de la privación de mi libertad civil, la puerta del calabozo en donde estaba recluido se abrió, de repente; y con muestras de alegría el oficial de guardia, quien entró a la celda acompañado de otros camaradas, me dijo en guaraní:

            -¿¡Doctor, reicu'ápa mba'é la oicóva!? ¡Ohú nde libértad, mi doctor! ¡Este día oyé firmá la nde libertad! ¡Rejhóta nde rógape! (Doctor, ¿sabe usted qué está pasando? ¡Vino su libertad, mi doctor! ¡En este día se firmó la orden de libertad! ¡Se va a su casa!).

            Quedé como petrificado. Los oficiales festejaban más que yo. Luego de un interregno, empecé a empacar mis pertenencias personales: libros, una remuda de ropas, manuscritos de cuentos, varios cuadernos connotas y referencias y mi cama portátil. Fue cuando miré a Solingen: ¡estaba llorando!

            -Lo que é la poguazú -dijo-. Che manté, campesino mí, excombatiente apytaveta coápe. ¡Nda recói "abogado" opaicha guá, ndeicha! (Lo que es ser "poderoso". Yo, sin embargo, apenas campesino y excombatiente, seguiré quedándome todavía. ¡No tengo "abogados" de todo tipo, como usted los tiene!)

            Salí de ese cautiverio como pude, estrangulada la garganta. ¡Más por la pena de dejar allí a Solingen que por la emoción de estar libre de ese encierro!

            Dejaba yo la pequeña "universidad" en donde estudié dos años, "becado" a la fuerza, y a un compatriota, compañero de prisión, sin posibilidad inmediata de mediar a su favor, en la instancia que fuese.

            Cuando recuperé mi libertad, Solingen llevaba ya nueve años de prisionero, sin juicio alguno; y, lo que resultaba curioso y patético, nunca apareció su nombre en la lista de los presos políticos. Ni en las que publicaba la Iglesia. Su verdadero nombre era Mariano Reyes, oriundo de Caacupé.

            Casi siete años después, y por presión especial del Gobierno de Jimmy Carter, presidente de Estados Unidos de Norteamérica, y de varios organismos internacionales que pugnaban a favor de los derechos humanos, fueron liberados la mayoría de los presos políticos paraguayos, muchos de los cuales, habían alcanzado, sin juicio legal, dos décadas o más, en prisión.

            Así, una mañana, luego de casi tres lustros le comunican a Solingen que estaba libre. Y no sólo eso. Una brigada de agentes de policía fue aprestada para trasladarlo a su domicilio, en Caacupé. Lo llevaron en un coche-ambulancia. Era obvio. Ya estaba muy enfermo.

            Al llegar a la cima del cerro, desde donde se alcanzaba a divisar la cúpula de la Iglesia de la Virgen de Los Milagros, la Patrona del Paraguay, en la avenida de eucaliptos que se yerguen a ambos lados del camino, Solingen expiró.

            Es cierto que ya ni casa tenía. Hacía años que se la habían despojado con artimañas legales. Su verdadera casa era, según él, el local del antiguo Hotel Victoria ubicado a una cuadra de la Iglesia.

            Allí, con los eucaliptos que se abrían como sombrilla verde, como si fuera homenaje a un héroe del Chaco, y así como alguna vez libertó su interior espiritual, en la prisión, su cuerpo físico descansó, por fin. ¡Era la libertad definitiva!

            Hubiera querido estar cerca de él, para cerrarle con mis manos el único ojo que le quedaba, y para festejar juntos la libertad interior y la libertad total que nos ofrece la vida. Y finalmente, sin excusas, ¡la muerte!

 

            Luque, 1 ° de enero de 1971

México, D.F., enero de 1998.

 

 

 

 

 

 

 

EL DÍA EN QUE DIOS BAJÓ A LA TIERRA

 

A MI HIJO GABRIEL ALEJANDRO

 

 

INTRODUCCIÓN

 

            Si bien sabía perfectamente lo que pasaba en la Tierra, un día, adoptando la forma de un hombre normal, Dios se decidió a venir a ver con ojos humanos el drama eterno de los peregrinos terrenales. Lo que a continuación se cuenta, es parte de lo que vio y vivió.

 

I

 

EL VIAJE EN TAXI

 

            -Madre, -dijo el niño- ¡hace más de media hora que esperamos y... nada! ¿Qué pasa?

            -Esta es una ciudad en dónde los únicos que no tienen horario son los medios de transporte y las revueltas políticas, -contestó la madre-.

            -Sin embargo, yo leí que todas las revoluciones y los golpes de Estado siempre comenzaron en la madrugada -añadió el hijo con sorna, ya impaciente por la larga espera-.

            -No te apresures, ya vendrá. ¡Y puede que hasta sea taxi! -socorrió la madre-.

            El niño se sentó en el cordón de la vereda, mientras la madre, paseándose nerviosa, trataba de alejar de su mente la incomodidad de la espera y el agotamiento de la paciencia.

            Mirando el cielo, atraído por un relámpago lejano, el niño atinó a decir:

            -Mira, hasta relámpagos tenemos. Eso anuncia la presencia de la lluvia. Y nosotros aquí, ya de noche, sin medio de transporte.

            Apenas terminó su frase cuando madre e hijo vieron, sorprendidos, acercarse hacia ellos lentamente un taxi. Un leve temor les entró en el cuerpo, en alguna medida contrarrestando la alegría del vehículo esperado.

            -¿Está libre? -preguntó la madre-.

            -Sí, señora. Está libre. ¡Pasad! -contestó el taxista-.

            Madre e hijo, sin reparar en otra cosa más que en la suerte imprevista, abordaron el taxi. Se acomodaron en el asiento trasero y al tiempo de disponerse a decir hacia dónde iban, el taxista habló así:

            -No me lo digáis; no es necesario. Vosotros vais a la casa que está en la calle Bartolomé de Las Casas e Ysaty. ¿No es así?

            Madre e hijo se miraron sorprendidos, y por un momento de súbito creyeron que si bien el transporte les resultaba providencial, la adivinanza del taxista de los pasos que iban a dar les sobrecogió de miedo. Esta vez el miedo era real, verdadero, sorpresivo. Y con razón.

            -¿Cómo se llama usted, señor? -preguntó la madre-.

            -¡El nombre no importa! Yo tengo un nombre universalmente conocido, aunque en las diferentes lenguas cambie de expresión. ¡Los cristianos me llaman Dios, los israelitas Jehová; los musulmanes Alá; y los antiguos profetas me llamaban Yahvé!

            - ¡Hemos subido al taxi de un loco! -pensó la madre para sí-.

            -Pero no se alarmen -prosiguió el taxista, al tiempo que, volteando parte de su cuerpo y totalmente la cabeza, mostró a sus ocasionales pasajeros el semblante plácido, con la cara cubierta de una espesa- barba y unos ojos cuyas miradas parecían irradiar una luz extraña-.

            Esa misma mirada, y la voz apacible del taxista trajeron paz en la mente y en el alma de sus pasajeros. Y, al tiempo de hacer la madre la señal de la cruz, y rezar en silencio, llegaron al destino.

            Apenas el taxi se detuvo y madre e hijo salieron del vehículo.

            -¿Cuánto le debo? Le pregunto, porque veo que no lleva taxímetro -dijo la madre-.

            -Lo que quiera dar, no más. Al fin que no estoy en servicio -contestó el taxista-.

            La madre le extendió dos billetes de un mil guaraníes cada uno. El taxista sonrió y dijo:

            -Es suficiente. Y que tengan buenas noches. Y no olviden que esta noche su taxista fue Dios... ¡Algún día los llevaré hasta el cielo! -Y dicho esto puso en marcha su vehículo, lentamente-.

            Los pasajeros, ya en la puerta de la casa en donde eran esperados, se pusieron a mirar el lento alejamiento del taxista. Y cuánta no sería la sorpresa de ambos cuando vieron que, junto al gran farol del alumbrado público, distante a unos veinte metros de ellos, el taxista paró su vehículo, se bajó del mismo y se aproximó a una mujer con una criatura en brazos, que venía caminando en sentido contrario. No escucharon todo lo que se dijo, más que: "Gracias, Señor. ¡Que Dios se lo pague!", proferido por la transeúnte. Y es que el taxista acababa de obsequiarle los dos mil guaraníes recibidos recientemente de sus ocasionales pasajeros... Y éstos, al pasar junto a ellos, alcanzaron a escuchar lo que dijo la madre agradecida:

            -¿Ya ves, hijo mío, cómo Dios está en todas partes? ¡Ahora ya tenemos para comprarte un litro de leche en la mañana! -Y dicho esto los dos, como sombras, se perdieron en la noche-.

            Cuando los ojos de ambos, madre e hijo, voltearon para ver si todavía el taxista estaba allí, ni rastros del mismo. Silencio. Sólo se escuchaba a una jauría de perros que en la lejanía rompían el velo de la noche con sus ladridos acompasados.

            Por la noche, y poniéndose a pensar en el incidente, la madre no pudo conciliar el sueño. El niño se durmió pronto, pensando que lo que acababa de pasar no era sino el reflejo de un cuento fantástico que su padre alguna vez le relatara.

            Esa noche, como nunca, se desató una tormenta sobre Asunción. Con su furia derribó árboles, postes telefónicos, y se llevó con el furor de sus alas sonoras el techo de muchas viviendas.

            Como llevada de un presagio imaginativo, la madre, apenas despuntó el día se preparó para ir, llevada de una impaciencia extraña, al mismo lugar en donde se inició la aventura de la noche pasada. Allá fue. Y cuando llegó a ese lugar, vio con estupor que la tormenta había arrancado de raíz al copudo árbol de la esquina bajo cuya fronda ella y su hijo se habían guarecido la noche anterior. Y vio también, que muchos postes telegráficos y de alumbrado público estaban derribados por el suelo. Debajo del árbol caído se encontraba un taxi completamente aplastado. Felizmente estaba vacío. Y como no tenía chapas ni señas visibles para su reconocimiento, la grúa municipal lo arrastró luego hasta el cementerio de las chatarras.

            Horrorizada por lo que veía y por lo acontecido unas horas antes, la madre suspiró hondamente. Y se quedó flotando una duda en su mente, para siempre. ¡Cómo son imprevisibles los designios de Dios!

 

II

 

LOS ENCUENTROS

 

1. CON LOS NIÑOS ABANDONADOS

 

            Ateridos de frío, los niños abandonados en la calle como hijos de nadie, se acurrucaban juntos, debajo del alero de una vieja casona, tratando de transmitirse mutuamente el poco calor de vida que emanaba de sus cuerpos.

            En eso, el Hombre, se llegó hasta ellos. Tenía más bien un aspecto de mendigo, con barba profusa y caminar pausado. Traía sobre sus hombros un haz de maderas cortadas, de esas que se usan para encender el fuego en las chimeneas de la gente pudiente. Apenas llegó, pidió a los niños que no se asustaran, y les manifestó que quería pasar la noche con ellos.

            Extrañados por su presencia y por su oferta, se miraron unos a otros, y con un movimiento de cabeza asintieron. El Hombre descargó su haz de leños y, formando con los trozos de madera una especie de parva cónica, se agachó hacia ella y las llamas brotaron de su seno instantáneamente, convirtiéndose al minuto en una fogata.

            Asombrados, los niños no alcanzaron a comprender si lo que veían era un sueño o una alucinación. A ninguno de ellos, que en ese momento sumaban siete, le había sucedido antes nada semejante. Instintivamente, dejaron de hacer lucubraciones mentales; para rodear la fogata y disfrutar esa noche del cálido regalo del fuego, y de tan inesperada pero agradable compañía.

            -¿Qué hacen? ¿Dónde viven? -preguntó el Hombre, luego de un silencioso escudriñamiento recíproco-.

            Y uno de ellos, de mirar hondo, cabello ensortijado, de unos nueve años, y que parecía el mayor de todos, contestó así las preguntas del Hombre:

            -Aquí vivimos; a veces en otra parte. Nos refugiamos allí donde nos agarra la noche. No vamos a la parte céntrica de la ciudad porque allí nos persiguen. Creen que somos rateros. Y ¿qué hacemos...? Bueno, nuestro trabajo consiste, porque además no tenemos otro por nuestra edad, en recorrer las calles y pedir ayuda a los transeúntes, a la gente que pasa...

            -¿Y sus padres? -volvió a preguntar el Hombre-.

            -No los conocemos -argumentó el niño-. Yo estuve viviendo con mi madre hasta hace dos años, más o menos, pero ella se enfermó y ahora está en el hospital. -Ante esta revelación sus pequeños ojos estuvieron a punto en estallar en lágrimas-.

            -¿Ya comieron? -preguntó el Hombre-.

            -No -dijo el niño-. Sólo hacemos una comida al día. Tenemos amigos en los restaurantes, y al mediodía somos "invitados", aunque no siempre, con las comidas que allí sobran...

            El Hombre metió su mano derecha debajo del sacón que llevaba puesto y de allí extrajo una hogaza de pan y procedió inmediatamente a repartir a cada niño el tradicional alimento.

            Mientras comían, el hombre se puso a meditar, mirándolos; y a su mente afluyeron las imágenes de los niños de Manila, los gamines de Bogotá, los de Etiopía y Biafra, los de Somalia y la India y... ¡de tantos otros países! ¡Niños expósitos, niños hambrientos, desnutridos, niños enfermos, niños...! Y recordó las palabras escritas en algún lugar de las Escrituras:

            "Dejad que los niños vengan a mí". Pero, ¿quién viene a ellos?, se preguntó.

            -¿Con quién habla, Señor? -inquirió uno de ellos-.

            -¡Ah! -dijo el Hombre- Hablo conmigo mismo y con ustedes.

            -Después de una pausa añadió- ¿Puedo ir yo mañana a "trabajar" con ustedes?

            -¿Usted? ¡No! -dijeron todos casi al unísono-.

            -¿Por qué no? -preguntó el Hombre-.

            -Porque usted no es niño -le contestaron...-.

            -Y, si no puedo ir yo, porque no soy niño; puedo hacer que los acompañe mi hijo; tiene siete años, casi la misma edad de ustedes. ¿No es así?

            -¡Es que ya no hay lugar para tantos! -defendió uno de ellos-.

            -No importa -dijo el Hombre-. Sólo por acompañarlos. No vamos a reclamar nada del "botín" del día. Solamente queremos aprender cómo lo hacen...

            Y después de un interregno, añadió:

            -Ahora duérmanse. ¡El calor del fuego y el estómago lleno estimularán sus sueños y mitigarán su cansancio!

            Dicho esto, casi automáticamente los niños se durmieron. Y esa noche soñaron al unísono que San José venía a jugar con ellos bajo el alero del caserón, la vivienda incidental de los niños de la calle.

            Cuando despertaron, al amanecer, el fuego se había apagado y allí ya no estaba con ellos el misterioso visitante. Y cada uno de ellos, por vías distintas, bajaron hacia el gran mercado y se dirigieron al centro de la ciudad. Y al tiempo de disponerse a realizar el "trabajo" habitual, después del encuentro en un punto acordado al efecto, se les unió otro niño que al llegar a ellos sonreía como un muñeco mágico.

            -Me envía mi padre, -dijo, antes de que los niños articularan palabras-. Y sin más, se unió a la "pandilla" infantil en la seguridad de conocer, en ese día, aquella parte oculta de la vida en que la fantasía se confunde con la realidad.

            En grupos de dos, los niños avanzaron por las calles citadinas pidiendo ayuda monetaria a los transeúntes. El hijo del Enviado descubrió con sorpresa que los que "daban" algo, unas monedas, o un billete de dinero, en su caso, eran los más pobres. Los ricos pasaban de largo ante las manitas pedigüeñas de los pequeños. Y si pasaban en autos lujosos, por lo general increpaban a los mendicantes y pedían no acercarse a ellos "para que no ensucien el vehículo y no le transmitan el olor nauseabundo de la calle".

            El "hijo" del Enviado observaba estos detalles y fue anotando en su mente los sucesos de aquel drama humano.

            Cuando todos llegaron finalmente al término de la calle elegida, se reunieron en un pasadizo abierto entre dos edificios contiguos; allí se dieron a repartir entre ellos la "cosecha" de la primera ronda de la mañana. No era mucho lo que colectaron, pero sí suficiente para pagar el almuerzo cotidiano. Y cuando se dispuso, de común acuerdo, abordar la otra calle lateral, para caminar en sentido contrario y realizar la misma faena, el hijo del Enviado se retrasó ex profeso y pasó a la vereda de enfrente, en el ángulo formado por las bocacalles, en cuya esquina vio a un anciano, sin piernas, sentado y apoyado en un tosco banco de madera, pidiendo limosna. Al ver llegar al niño, fue como el hallazgo de un tesoro y se deshizo en ternura. El niño hurgó en sus bolsillos las monedas que llevaba y con dos o tres billetes de dinero de baja denominación, las depositó en las manos incrédulas del anciano. Éste, sorprendido por el gesto del infante, después de darlas gracias, alcanzó a preguntar:

            -Dime, ¿cómo te llamas?

            - Mi nombre es Justicia Distributiva, Señor!

            -¿Justicia Distributiva? -inquirió el anciano-. ¡Nunca supe de alguien que tenga ese nombre! Pero... ¿eres niño o niña? -prosiguió-.

            -Soy un ser humano, nada más. Y apuró sus pasos para unirse a sus compañeros que ya llevaban hecho el tramo de la cuadra.

            El anciano quedó allí, en alguna medida extrañado de que una persona haya tenido que cruzar la calle para regalarle con el don de la caridad, y sobre todo, respondiendo al extraño nombre de Justicia Distributiva...

            -¿Justicia Distributiva? -Se repitió a sí mismo-. ¡Sólo un niño es capaz de una acción semejante! -musitó, y extendió su lánguida mirada hacia donde el Paseo de La Recova se extendía para llegar a la distancia de una cuadra del Puerto de la Capital, lugar bullicioso en donde se apiñaban marineros, gestores aduaneros, vendedores de comestibles y burócratas con ceño adusto y miradas hieráticas-.

            Por la noche, los niños volvieron a reunirse en el mismo lugar. Una llovizna fría pasaba la humedad de su lengua por sobre la ciudad. Pero esta vez ya no apareció el visitante. Tampoco el niño. Sólo vieron que estaba adherida a la pared del caserón una cartulina blanca, con esta leyenda:

            Si nuestros padres nos abandonan,

            ¿por qué, igualmente, nos abandona la sociedad?

 

            -¿Qué dice ahí? -preguntó uno de ellos-.

            Y nadie supo responder porque todos ellos ignoraban todavía el significado de la escritura. Y se volvieron, sin remedio, a la rutina de siempre. Era el reto del destino.

 

 

2. CON LOS MENDIGOS

 

            ¿Dónde encontrar a los mendigos, reunidos en mayor número posible?, se preguntó el Hombre.

            Y una luciérnaga que prendió sus luces a poca distancia le hizo recordar el lugar posible, y hasta la fecha de la reunión; el día 13 de junio, día de San Antonio, en la casa de don Rómulo Montiel.

            Llegada la fecha, hasta allí se dirigió el Hombre, disfrazado de mendigo él mismo.

            En efecto, en la casa de don Rómulo Montiel, el 13 de junio de cada año, y ya como un rito ortodoxo, se festejaba el día de San Antonio con una fiesta popular. Dentro del espectro pagano-religioso del acto, el convivio tenía, sin embargo, un hondo contenido cristiano-humanista.

            Don Rómulo, acompañado de toda su familia organizaba el gran carú-guazú (la gran comida), en homenaje a los pobres, constituidos en su gran mayoría por mendigos, excombatientes humildes, ancianos, enfermos, inválidos. También acudían niños expósitos. Esta muchedumbre de comensales iba agrandándose conforme se desplazaba el día. Y si bien el carú-guazú tenía lugar al filo del mediodía, desde que el alba despuntaba las puertas de la casa de los Montiel se abrían para recibir a los ocasionales visitantes.

            Cuando hasta allí llegó el Hombre, vio cómo en el perímetro del patio se alistaban las enormes ollas de hierro y se daba los últimos toques a los tata-kuá (hornos). Al rato, la casi totalidad de la casa estaba invadida por estos personajes, muchos de ellos despreciados por la sociedad opulenta. Y, sin embargo, para los Montiel eran esta vez los privilegiados, invitados cada año a los tradicionales festejos de "San Antonio Ara" (Día de San Antonio).

            Para amenizar este convivio inusitado, una rudimentaria orquesta, integrada por aficionados del pueblo, regalaba a los concurrentes sonoras y vivaces polkas o valses cadenciosos. Se notaba que no todos los instrumentos estaban afinados, pero entre la cadencia de la música y la algarabía y la avidez de la gente, poco importaba que los ritmos se ajustasen a las reglas ortodoxas que se escriben en los pentagramas.

            Lo que allí veía era la representación de un cuadro bíblico. El Hombre no se cansó en escudriñar el escenario, el semblante y el porte de los personajes insólitos de esa vívida escena, acaso por su aspecto y contenido sin probable emulación repetida o no frecuente en nuestro mundo moderno.

            Unos sentados en cuclillas, otros parados, otros trajinando de aquí para allá, hacían parecer que esta rara constelación humana era un haz de almas escapadas del infierno; o también podrían parecerse a un tropel de seres asfixiados que buscan la explicación de una salida. Pero se quedaban allí, porque todos ellos vinieron para participar en la fiesta como sus principales invitados.

            -¿Cómo usted financia los gastos de esta fiesta? -se animó a preguntar el Hombre a don Rómulo-.

            Y éste contestó:

            -Muy sencillo, separo de mis ingresos personales una suma determinada y lo denomino diezmo para los pobres y marginados sociales. Los deposito en la alcancía del Santo. Y de esta manera, mes con mes, el diezmo se acumula hasta completar el año. Y así, es el propio San Antonio quién financia los gastos de ese día. Es una forma de expiar los pecados cometidos cotidianamente, y prestar apoyo solidario a los abandonados del mundo.

            Ya a punto de cerrar la noche, uno a uno los comensales fueron saliendo y el Hombre vio cómo una aureola brillante circundaba la cabeza de Don Rómulo. Allí recordó que no siempre es necesario acudir a la parábola que relata el acto de la multiplicación de los panes y los peces. Basta con que haya un hábito de caridad, con sentido de justicia en el corazón y en la mente del ser humano.

 

 

3. CON LAS PROSTITUTAS

 

            Como en la longitud de tres manzanas, las muchachas hacían la ronda nocturna. Se les llamaba las mariposas de la noche, porque se la pasaban yendo y viniendo en uno u otro sentido.

            El Hombre se acercó a una de ellas y preguntó:

            -¿Conoce usted a Magdalena?

            Y ella contestó:

            -Sí, la conozco. Pero ella trabaja en la siguiente manzana...

            -No; no me refiero a la émula de tu profesión aquí. Me refiero a la Magdalena bíblica...

            -¡Ah! -dijo la mujer- ¿Y para eso me hace perder el tiempo? ¿Quién es usted? ¡Un predicador de esos que tratan de componer y arreglar el mundo, mientras no tienen solución para su propia vida! -terminó airada-.

            En eso un Cadillac dorado aparcó cerca de ellos y el que lo guiaba, saludando a la mujer, le dijo:

            -Ya vine; vámonos...

            El Hombre se hizo a un lado y la mujer, con muecas que demostraban suficiencia, caminó hacia el auto; se subió a él y todavía alcanzó a decir, revoloteando al aire su bolsa de mano:

            -Adiós "papá"; ¡Sigue buscando a tu Magdalena! -Y se alejaron en veloz carrera tragando las bocacalles desiertas de la ciudad semidormida-.

            El Hombre quedó abstraído en sus pensamientos unos minutos; y, de pronto, una voz suave detrás suyo le susurró:

            -Vamos, hombre; vente conmigo. Ella ya tenía su compromiso. ¡Pero yo no tengo ninguno! ¿Vamos?

            -No vine a "eso" -contestó el Hombre-.

            -Y, entonces ¿para qué estás aquí? -preguntó la mujer-.

            -Busco a una amiga, a Magdalena -dijo casi azorado-. -¡Pero qué va! -contestó la mujer- Que todas somos Magdalenas de la noche, y de oficio. Es cierto que de día utilizamos el nombre propio. Pero yo soy la única que usa otro nombre. ¿Quieres saberlo?

            -Sí -dijo el Hombre-.

            -A mí me llaman La Enredadera ¿Sabes por qué? ¡Porque atrapo a los hombres como una liana atrapa a la serpiente, y hago florecer sus pechos como una madreselva!

            Y dicho esto, acompañó sus palabras con una pequeña carcajada.

            -¿Por qué estás aquí? -preguntó el Hombre

            -¿Qué, por qué estoy aquí? ¡Vaya pregunta! Esa es una pregunta de colegial. ¿De dónde vienes? ¿Del cielo o de un reformatorio? Pues, ¡no se explica de otra manera cómo puedes preguntar semejante cosa!

            -Sí, de allí vengo -dijo el Hombre-. Por eso quiero saber...

            -¡Más bien pareces un niño! -le cortó la mujer-.

            Y como en el vientre y en el corazón de toda mujer siempre hay un niño impaciente respondió así:

            -Aún cuando podría abandonar esta "profesión", ¿a dónde voy? No tengo opciones. El propio país está con el 25 por ciento de desempleados. Mi marido no tiene trabajo y mis hijos, que son dos, apenas abren los ojos por la mañana, al despertarse, y ya piden leche y pan. ¿Y dónde, y cómo, si no tenemos empleo conseguimos los alimentos? El maná es solamente para los profetas bíblicos y su gente. ¡Y yo en mi familia no tengo a un solo profeta!

            El Hombre la miraba asombrado. "Con esa inteligencia y con esa gracia de criatura, qué desperdicio humano" -pensó para sí-.

            Apenas terminó el interregno entre respuestas y dudas, apareció un auto con tres jóvenes barulleros dentro. El vehículo traía atado en la parte trasera y en las portezuelas, potes vacíos de cerveza, los que, al ser arrastrados por el pavimento producían un ruido ensordecedor, que los jóvenes ebrios acompañaban con sus gritos.

            -Vamos, Enredadera -espetó uno de los jóvenes-. ¡Queremos nos enseñes cómo te enroscas y aprisionas a tus presas!

            Y entre carcajadas y risotadas invadieron las calles como vampiros.

            La mujer se subió al vehículo y el Hombre vio cómo, apenas sentada ella en el regazo de uno de los jóvenes, el compañero del asiento le desprendía la blusa y sobre sus senos, casi al descubierto, derramaba el líquido alcohólico, al tiempo que rápidamente el vehículo se ponía en marcha y enfilaba hacia la calle aledaña, profiriendo gritos y silbidos sus ocupantes, mientras el Hombre, compungido, desolado, evitaba con fuerza suprema el estallido de las lágrimas.

            Y vio, allí, enfrente, en la otra acera, escrito en un pergamino, la siguiente escritura, un extracto de los versos de Sor Juana Inés de la Cruz:

            ¡Quién es el más culpable!:

            "el que peca por la paga

            o el que paga por pecar".

 

            Apenas se repuso del suceso, el Hombre fue a recostarse sobre el travesaño de una pasarela cercana. Al rato nomás, escuchó el conocido silbido de la sirena policial. Hacia allí venían, como jauría de caza, los guardianes del "orden público", a arremeter contra las ocasionales trabajadoras de la noche.

            Lo que presenció le pareció inhumano, aterrador. Las muchachas ante la presencia de los represores se esparcieron; parecían cucarachas que, semivolando, buscaran un resquicio donde guarecerse, un refugio salvavidas que las librara de los golpes y una pared que escondiera detrás de los muros fríos su humanidad avergonzada. Como si organizasen esa huida, en poco tiempo desaparecieron del mapa; ¡y los policías, ya calmados, con el "deber cumplido", retornaron a sus bases, o tal vez se dirigían a otro sector de la ciudad para perseguir a otras posibles víctimas!

            Terminado el acto de la dispersión, el Hombre vio, en efecto, cómo los autos policiacos se alejaban también. Al sobreponerse de ese espantoso cuadro, vio allí, cerca de él, en el suelo, el zapato de una mujer. Era de color rojo. Se le había desprendido en la huida a una de ellas.

            -¡Pobre hija mía! -dijo apretando el zapato contra su pecho-. ¡Qué sociedad es ésta! -pensó-; ¡impía y pecaminosa, egoísta y arbitraria! Los policías tienen un sueldo para aporrear a estas mujeres, ¡pero ellas no tienen un ingreso para comprar pan y leche para sus hijos! ¡Oh;... generaciones de hipócritas!...

            Y desde su propio interior, borbotones, un raudal líquido, salobre, hizo que se le arrasara de lágrimas toda la cara.

 

 

4. CON LOS RICOS QUE ENTRAN A UN RESTAURANTE

 

            El Hombre estaba apostado a poca distancia del restaurante a donde iba a comer la gente copetuda. Esta vez era la cena. Corría el mes de julio y hacía frío. Casi todos los comensales iban abrigados con sobretodo y bufanda, prendas de las cuales se despojaban apenas transponían la puerta de entrada.

            Adentro, al calor de la chimenea que chisporroteaba con los pedazos de leños, así como de los vinos ingeridos por los visitantes, el ambiente se mantenía cálido para el contertulio de los hombres. Éstos, como si el lugar fuera una colmena, con sus palabras y rumores daban rienda suelta a sus alegrías, ¡y voces más altas o más bajas se confundían con el chocar de los vasos y el descorchar de las botellas!

            Cerca de las nueve de la noche llegaron las últimas parejas. La primera de ellas, al ver a un niño pidiendo limosna en la puerta, miró al inocente con gesto despectivo y ella dijo:

            -¿Cómo es que dejan que haya niños pidiendo limosna en la puerta?

            -¡También quieren comer! -dijo él-.

            -Pero éste es un restaurante, no una casa de expósitos ni refugio de vagabundos -argumentó ella-.

            -Y, pues, ¡por eso mismo! -remató él, secamente-. Y sin que la mujer lo notara le pasó al chico un billete de mil guaraníes. Y se introdujo al interior de la casa.

            Luego llegó otra pareja. Por la hora, parecía la última. El chofer los dejó casi en la misma puerta. Después de descender del vehículo, ella dijo al chofer:

            -Le enviaremos, con el mozo, una empanada o un sándwich, ¿qué prefiere?

            -Lo que usted diga, señora -contestó el chofer-. Y la pareja raudamente se metió adentro.

            El Hombre estuvo esperando un rato más, y ya cuando parecía que con esa pareja se colmaba la concurrencia, él mismo se introdujo al interior del restaurante. Tuvo suerte, llegó a sentarse en la única mesa desocupada.

            Observando aquí y allá se dio en escudriñar pacientemente los gestos, las actitudes y el comportamiento de urbanidad de los participantes de la cena. El Hombre pidió champagne, para empezar, y en alguna medida, para desarmar la relativa incredulidad de los mozos que servían.

            Con ese caudal de gente, el chisporroteo de la chimenea y el barullo del vocerío, el restaurante parecía una pequeña Babel, porque además era improbable que las personas sentadas en las mesas cercanas pudieran escuchar claramente y con propiedad lo que decían los otros contertulios en la mesa contigua.

            El que parecía ser dueño del restaurante, sentado frente a la caja registradora, hacía funcionar la máquina cada minuto y con estridencia. Era el control de los pedidos de los mozos, el pago de la consumación, y tal vez el arbitrio de la contraloría fiscal. Decían que este señor era originario de Baviera, Alemania, y que se había refugiado en el país en desacuerdo con los procedimientos nazis. Ostentaba un bigote ralo, cabeza casi calva y unos ojos profundamente azules.

            El Hombre observó el manipuleo de la máquina y vio cómo el artífice de ella se persignaba cada vez que se producía un pedido desde las mesas. Sería tal vez para santificar su suerte y también, ¿por qué no?, para precautelar la sanidad de las comidas que ofrecía a sus clientes.

            Lo que más le llamó la atención al Hombre era, además de la evidente gula, la excentricidad de la mayoría de los comensales. Por ejemplo, solicitaban un plato opíparo, con mayor abundancia de comida que la que pudiera absorber y soportar el estómago humano.

            Esto daba lugar a que en los platos sobrasen excedentes en un elevado porcentaje, en una cantidad que muy bien pudieran alcanzar el tercio, en el mejor de los casos, de la cantidad real de comida solicitada. ¿Por qué se procedía así?

            Una antigua pero errada costumbre de urbanidad aconseja dejar un "resto" de la comida en el plato, sobre todo en el plato principal, porque esta actitud era signo de "buena educación". ¿Y qué buena educación era ésta, mientras a unos cuantos metros de allí, apenas traspasada la puerta, manos perdigueras de niños insatisfechos imploraban sumisas un magro pedazo de pan?

            "Es la sociedad de consumo conspicuo", pensó el Hombre. Y creyó ver, imaginativamente, entrar por la puerta a don Josué de Castro con su Geografía del Hambre bajo el brazo y con un látigo en la mano.

            "Mientras unos se desprenden de lo superfluo, otros carecen de lo estricto", meditaba el Hombre, recordando al poeta Salvador Díaz Mirón. ¡Y más que nunca creyó que la humanidad estaba cimentada sobre un sistema económico-social injusto, perverso, lacra impía que el propio ser humano fue edificando para sí a través de las edades!

            "Es cierto que eso ya se daba en la antigua sociedad romana", reflexionó el Hombre. En efecto, ahí la historia registra que -por dívertimento, depravación o llevados por deseos pervertidos- la sociedad opulenta de aquel tiempo ingería alimentos hasta hartarse orgiásticamente; y luego, como en un acto heroico que no pasaba a ser tragicómico, procedía a vomitar lo ya comido para tener la oportunidad de seguir comiendo, en una sucesión de actos cuyo término a veces era coronado finalmente por la muerte.

            Al filo de la media noche, luego de la sobremesa que incluía el café, el licor, el té, los chistes "picantes" y el recuento chismográfico de los últimos días, o simplemente el mutismo de los más prudentes, los comensales abandonaron lentamente el lugar como una manada saciada hasta el hartazgo; algunos con el escarbadientes en la boca, el puro o el cigarrillo de rutina, mientras otros, daban de eructos disfrazados de tos. Muchos de ellos pedían salir por la puerta lateral, para eludir al racimo humano que esperaba en la puerta principal, con objeto de no alterar su santa digestión.

            -Qué curioso -pensó el hombre- ¡Mientras unos sufren el hambre, otros sufren el azote de la sobrealimentación!

            "¡Quizá alguna vez", siguió meditando el Hombre, "esa cauda de niños abandonados, junto con las prostitutas; los mendigos y hambrientos del mundo, vengan todos juntos disfrazados de escorpiones, de escarabajos, de cucarachas, y hasta de avispas y todo género de lepidópteros, para acorralar a los miembros responsables de esta sociedad injusta, inyectándoles miedo, inseguridad y veneno, en su cuerpo y en su sangre, como prueba de los mismos tormentos que ellos sufrieron cuando creían que también eran humanos!"

 

 

III

RETORNO Y REFLEXIÓN

 

            Después de haber retornado a su reino, Dios se puso a repasar su obra. En la sucesión de los días, leyó lo que estaba escrito en el 5° y 6° día de la Creación. En efecto, las Sagradas Escrituras rezan:

 

1.         23- Y fue la tarde y mañana del día quinto.

            24- Luego dijo Dios: produzca la tierra seres vivientes según su género, bestias y serpientes y animales de la tierra según su especie. Y fue así.

            25- He hizo Dios animales según su género, y ganado según su género, y todo animal que se arrastra Sobre la tierra según su especie. Y vio Dios que era bueno.

            26- Entonces dijo Dios. Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves del cielo, en las bestias, en toda la tierra y en todo animal que se arrastra sobre la tierra.

            27- Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen, de Dios lo creó; varón y hembra los creó.

            28- Y les bendijo y les dijo: Fructicad y multiplicáos; llenad la tierra y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra.

            29- Y dijo Dios: He aquí que os he dado toda planta que da semilla, que está sobre toda la tierra, y todo árbol en que hay fruto y que da semilla; os serán para comer.

            30- Y a toda bestia de la tierra, en que hay vida, toda planta verde les será de comer. Y fue así.

            31- Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera. Y fue la tarde y la mañana del día siete.

 

2.         1- Fueron, pues, acabados los cielos y la tierra, y todo el ejército de ellos.

            2- Y acabó Dios en el día séptimo la obra que hizo; y reposó el día séptimo de toda la obra que hizo.

            3-Y bendijo Dios el día séptimo, y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que había hecho en la creación...

 

            Cuando Dios bajó a la Tierra, después de su largo reposo, era el octavo día de la creación, y el tiempo en que comenzó a escribirse este cuento.

            Púsose a reflexionar sobre su propia obra y todo lo que acababa de ver; y pensó que tal vez su único error había sido dotar al hombre, justamente el único ser viviente hecho a su imagen y semejanza, con el don del libre albedrío. Y en el tiempo de este día octavo, acicateado por lo que acababa de ver en la Tierra por él creada, empieza ya desde hoy a reflexionar sobre la mejor manera de corregir ese gran error cometido.

            Y esto quiere decir, naturalmente, que Su obra todavía no llegó a la cima. ¡Que no está terminada! Ojalá que así sea. Amén.

 

México, D.F,

5 de septiembre de 1998.

 

 

 

LA REBELION DE LOS ESCARABAJOS

 

A MI HIJO JOSÉ ERNESTO

 

"El mejor truco del diablo

es convencer al mundo de que no existe".

 

Christopher Mc Guarrie,

en Sospechosos Comunes.

 

 

I

 

            En el curso de un mes de agosto, a la medianoche, en las cercanías de un estercolero en donde se hacinaban los excrementos y los detritus, provenientes tanto de los animales como de los seres humanos, una miríada de coleópteros, de las diversas especies y denominaciones que componen los escarabajos, y a invitación de los denominados escarabajos dorados, decidieron proclamar una abierta rebelión en contra de los otros seres vivientes, especialmente en contra del hombre -por considerar que éste era el más soberbio y egoísta ejemplar de la Creación-.

            A ese efecto, se propusieron llevar a cabo, organizadamente, los siguientes objetivos:

            1. En el orden político-social de las organizaciones humanas, realizar una revolución pero en sentido inverso, como por ejemplo:

            1.1 Transformar la actual conformación de la estructura social de la comunidad humana, fundamentalmente en su escala de valores substantivos. A ese fin se debe:

            a) Envilecer la función política,

            b) Desnaturalizar los fines de la educación;

            c) Hibridar la cultura, en ambos sentidos:

            - Soterrando a la autóctona y,

            - Distorsionando la exógena.

            2. En el orden social, usar los medios de comunicación social masiva para:

            2.1 Manipular a la opinión pública con esquemas de ideas y planteamientos preconcebidos, de tal manera que ella sea dirigida a no optar por la perfectibilidad sino por la degradación;

            2.2 suprimir la capacidad de pensar y taponar la voluntad de crear; y,

            2.3 alentar el consumismo por el "efecto demostración".

            3. Hacer que los jóvenes anulen sus actitudes críticas y consuman su tiempo y energía en:

            3.1 Deportes tontos; y,

            3.2 Diversiones fatuas.

 

            En este afán, abrir para ellos, lugares de "entretenimiento" en donde, con ruidos ensordecedores que dificultan hacer uso del don de la palabra, sólo se avengan a moverse, a bailar y contraerse al compás de ritmos ensordecedores. Y, dentro de este torbellino de sonidos, consumir bebidas alcohólicas, tabaco y drogas.

            El objetivo era dopar a la juventud, sin término de tiempo y de control social. Que representaran, con sus actitudes, la insolencia, la irreverencia y la quiebra de valores. Que quedaran, en otras palabras, sin objetivos que creer ni metas medibles para el porvenir.

 

II

 

            Uno de los insectos, al parecer el que lideraba tan extraña asamblea, tomó la palabra y dijo:

            -Se parte del siguiente presupuesto: como nosotros, los escarabajos, somos al final los destinatarios últimos de los detritus, los excrementos y los desperdicios orgánicos, elementos que constituyen la materia básica de nuestra alimentación, de nuestro hábitat y de nuestro medio de reproducción, es hora de que devolvamos a sus actores originarios esos mismos elementos que nos destinaron, sólo que esta vez transformados en otros medios diferentes, y utilizándolos como recursos de respuesta y retribución, hiriéndolos en aquellas zonas de su sensibilidad que más les duele, sobre todo cuando descubren que son falsas: la imagen que proyectan, la solvencia de que se ufanan y la ética que dicen observar. Es decir, descubriendo la otra cara de la moneda, aquella parte que pretenden vanamente ocultar a la faz y perspicacia de la visión y de la mente humanas.

            Comprobaremos así que, si bien en sentido figurado, sus conductas están permanentemente salpicadas de deformaciones estructurales profundas, y viven en constante desequilibrio espiritual, atosigados por el egoísmo, la concupiscencia y la mentira.

            Pero estas mismas falencias socio-culturales serán el terreno fértil en donde echar las semillas para convertirlos en instrumentos indirectos más eficaces de nuestros propósitos, cuyo objetivo fundamental persigue desnaturalizar la base moral en donde se asienta la sociedad, envilecer los sentimientos auténticos, y degradar el cuerpo y el espíritu mediante el artificio y la acción de los múltiples vicios que minan el cuerpo social, que se expresan en los gustos, las costumbres inveteradas, las inclinaciones diversas, y todas aquellas debilidades humanas hartamente conocidas, y de cuya influencia poderosa los seres humanos no se han podido liberar jamás.

            Se trata, en suma, de: explotar los niveles inferiores de las personas, los instintos que se expresan en la animalidad humana; y, a aquellos caracteres que tienen niveles superiores, hacerlos descender hasta el mundo y el universo de los escarabajos.

            La primera condición para superar es igualar. Empero, como la comunidad humana está organizada con base en pautas disciplinadas de gestión y de práctica, el proceso de acción de nuestros propósitos debe hacerse por área, grupo social, generaciones o asociaciones de intereses creados.

            De esta manera, el área primera que vamos a provocar y envilecer será el segmento juvenil, en el tramo de edades que comprenden entre los 12 y 20 años, principalmente. Con esto, invalidaremos los sueños, broquelaremos el futuro y frenaremos las intenciones sanas de las nuevas generaciones, a la par que cercenaremos en su orto a la potencialidad creativa.

            En este campo, nuestro objetivo básico será distraer el potencial de la fuerza vital y las actitudes críticas de los jóvenes con dos palancas de regresión y adocenamiento colectivo: a) las diversiones vacuas; y, b) los deportes tontos.

            En el primer caso, haciendo que la constelación de posibilidades en potencia que subyacen en el estamento juvenil se orienten a explotar ese afán consumiste que los jóvenes tienen de los bienes, así como su energía psicofísica, y la natural inclinación por la curiosidad de las cosas nuevas y fáciles. Y a ese efecto, los escarabajos organizaremos centros de reunión y locales de encuentro en donde los mismos, secuestrados para no pensar y tener ideales, hallen, sin embargo, la ocasión propicia para convertirse en asiduos y permanentes consumidores de alcohol, tabaco y drogas venenosas para la salud, tanto física como mental.

            Sin perjuicio de que consuman igualmente algunos que otros alimentos o ingredientes menores, para proveer la necesaria dosis de materiales orgánicos que necesita consumir el organismo humano para posibilitar el sustento físico. Para ello, recurriremos a la denominada "comida chatarra".

            Junto al elemento materia, intoxicante, introducir un método de enajenación física, de tal modo que el alma de los jóvenes se adormile, se obnubile, con ruidos psicodélicos expresados en los sonidos ensordecedores y las luces intermitentes que obstaculicen oír y, sobre todo, ver con claridad. Es decir, neutralizar con efectos especiales a dos de los principales órganos de percepción y manifestación de los sentidos: el oído y la vista.

            Todo esto podemos obtenerlo mediante la difusión de la música psicodélica, que tendrá por función fundamental incitar a la manifestación de aquellas vibraciones psicofísicas que en condiciones normales están ocultas en la persona; y, por otro lado, al intenso estímulo de diversas potencias anímicas, sedimentadas como un mar de arena dentro del espacio de percepción en que se dan las innumerables apetencias insatisfechas de los jóvenes.

            La música psicodélica, igual que la droga, es como una fuerza que incita y lleva al estado de alucinación. Ambas, la droga y la música psicodélica, actúan sobre el sistema nervioso de quienes las consumen, que son afectados por ellas para procrear ilusiones o experiencias imaginarias y falsas, fuera del estado normal que ofrece la realidad.

            Este ambiente así constituido, junto al alcohol y la droga, se enlaza inmediatamente con el otro factor; el sexo, o el deseo sexual. De esta manera, el alcohol, el tabaco, la música psicodélica y la droga, se encaminan finalmente a la búsqueda del sexo, que, con su poder de atracción incontrolada unido al poder de la bebida y de la nicotina, provocarán irremediablemente en la gente joven el campo de cultivo óptimo para la enajenación espiritual, el desenfreno, y la pérdida de variados valores sustantivos, hechos que hacen desnaturalizar completamente los ideales de la juventud en su forma de sustancia vivencial pura. Todo esto provoca la disminución rápida de las fuerzas morales que pudieran presidir y orientar la existencia y la conducta diaria de las generaciones jóvenes. Para que esto suceda, ellas disponen, por lo general, de las siguientes oportunidades:

            a) medios económicos;

            b) la ausencia de control por parte de sus padres y de las autoridades públicas, así como por la indiferencia de la sociedad de cuyo medio son los subproductos;

            c) la publicidad persistente a cargo de los medios masivos de comunicación social que los incita al consumismo descontrolado y desenfrenado;

            d) la quiebra de los valores morales y la degradación de la mujer como persona para ubicarla como un mero objeto sexual; y,

            e) finalmente, la creación de un mundo irreal, de espejismo, a cuyo universo, por conducto del "efecto-demostración", se llega en apariencia muy fácilmente.

            En resumen, "La rebelión de los escarabajos" tiene por finalidad evitar que sean ejercitados los seis principios que forman parte y médula del éxito logrado hasta ahora por determinadas culturas acomodadas al proceso tecnológico, con objetivos precisos en el orden económico, social y cultural.

            Esos principios se dan en las siguientes enunciaciones:

            l. Ver para conocer.

            2. Conocer para imitar.

            3. Imitar para crear.

            4. Crear para competir.

            5. Competir para ganar.

            6. Innovar para sobrevivir y revolucionar.

            Tal y como se da en los productos de consumo envasados, a las sociedades humanas, y sobre todo a los jóvenes, se hará llegar sólo "productos terminados", sin opción de elegir, sin posibilidades de hacer valer criterios u opiniones, excepto apreciaciones a posteriori, nunca antes. El tema es trabajar con los hechos consumados.

 

III

 

            Tenemos a nuestro favor, como un ejemplo histórico, y asentado en las Santas Escrituras, el martirio de Job.

            Desde el momento en que se le sometió al patriarca Job al suplicio de vivir en un estercolero, los escarabajos adquirieron por ese hecho una capital importancia en la escala zoológica. Por mandato divino, Job comprobó y disfrutó de las ventajas y bondades de nuestro hábitat, y conoció por sí mismo los medios de supervivencia disponibles.

            En ese ambiente, se vio la otra cara de la moneda: el lado en que subyace lo despreciable y la aparentemente insignificante porción del haz de la materia que integra el universo; pero al mismo tiempo también el sostén y el sustento de la supervivencia de toda una especie. Porque, al final, si el principal alimento de los escarabajos es el estiércol, la coprofagia, en gran medida plantea la rotunda verdad de que nada se desperdicia y de que todas las cosas creadas, todos los productos de la naturaleza, tienen su aplicación y uso en su debida dimensión y circunstancia.

            ¿Cuál es, pues, la razón, la causa, de nuestra rebelión? Nos preguntamos. Y decimos: nosotros vamos a apartar a los poderes divinos de este negocio. Vamos a acudir, simplemente, a tres poderes sustantivos que forman una triada poderosa, los que accionan en las siguientes dimensiones y efectos:

            1. Elevan o rebajan al ser humano.

            2. Lucen y deslucen la vida sobre la tierra.

            3. Incitan y aplacan las pasiones del hombre.

            4. Hacen florecer la virtud, o cubren o descubren los vicios.

            5. Hacen aparecer la mentira como verdad y la verdad como mentira.

            6. Justifican los medios y permiten o facilitan llegar al logro del propósito perseguido.

            ¿Y en qué consiste esa triada de poderes? Muy sencillo; ellos son. El poder político; el poder del dinero y el poder del sexo.

            Volvamos al tema. En la sociedad pagana, el ejemplo de Job debe despojarse de su ropaje religioso y de su contenido ideológico. Y esa iniciativa debe provenir de los escarabajos.   

            La hipótesis planteada es la siguiente: si nosotros provenimos del barro -como todas las especies y el propio género humano- y la materia fundamental de nuestra confección es el estiércol, sea de animales o de seres humanos, quiere decir que nuestro propio elemento es efecto y no causa. Pero que, en un proceso de continuidad, en un determinado momento, esas materias a su vez se constituyen en causa, en obediencia a un principio dialéctico universal de que "nada se pierde y todo se transforma".

            Por ese hecho, además, existe una relación de obligada correspondencia, por ejemplo, entre la necesidad de alimento y la necesidad de expeler el residuo de ese alimento, una vez cumplida su función, y que se convierta finalmente en excremento.

            Si dejáramos de comer, moriríamos irremediablemente, y si estuviésemos impedidos de evacuar de nuestro organismo los residuos que quedan finalmente de los alimentos que ingerimos, moriríamos lo mismo. Lo primero, por carencia; y lo otro, por exceso y contaminación, que puede degenerar en septicemia generalizada, ocasionando la muerte. De no ser así, el cuerpo no tendría fuerza para sobrevivir, por una parte; y, por la otra, no tendría la vitalidad para resistir a la corrupción de la materia acumulada dentro del organismo.

            Toda esta disquisición o digresión conceptual viene al caso simplemente para que reconozcamos la importancia que tenemos, y que, por ley ajena a la natural, nuestro estado, que depende de los desperdicios y de las materias fétidas, hace que nos ignoren como seres supuestamente innecesarios y despreciables a los fines de una valoración absolutamente subjetiva.

            Por todo ello, también los seres humanos usarán el apelativo de escarabajos, desde hoy y por siempre. Y durante todo el tiempo en que no se produzca una alteración en el género de las especies creadas sobre la Tierra.

            Para nosotros, los de abajo, la existencia se da y se desarrolla en el espacio que media entre el suelo y el subsuelo, en esa dimensión imprecisa de la epidermis terráquea. Desde allí, y dentro de ese concepto sustantivo, iniciaremos la rebelión. Como sabéis, los escarabajos pertenecemos al género de los coleópteros, y aunque éstos, en general, comprendan a insectos diversos de más de cien mil especies, nosotros nos diferenciamos de los demás en que, aparte de ser necrófagos, es decir que nos alimentamos con la asimilación de los excrementos de otros seres, somos además necrófagos, porque nos constituimos, igualmente, en cuerpos esféricos de estiércol en cuyo interior se depositan los huevos que contienen el germen para la continuidad de nuestra propia especie. Con esto, damos una lección difícil pero rotunda a aquéllos que sostienen la idea y el convencimiento de que solamente las materias brillantes, el oropel o la seda, son idóneas y aptas para la reproducción y la afirmación constante de la vida.

            Nuestra rebelión será definitiva y persistente, así como hiciera Luzbel contra el poder divino, aunque naturalmente en una concepción y dimensión diferentes. Nosotros no seremos los "ángeles malos", sino los diminutos y despreciables coleópteros que, cansados al fin de arrastrarnos y de vivir en el estamento despreciable de la escala zoológica, según las medidas de valor biológico y cultural, emergemos empero como fuerzas combinadas, aunque fuéramos como los coprófagos negros o grises, especímenes de cuero, de harina o de patata, que corresponden a denominaciones de géneros menores. Seremos los escarabajos a secas, cuya irradiación y luz emanen de nuestra astucia y de nuestra fuerza, escudados, como ya dijimos, en los tres supremos elementos que definen la condición más patética de las incontenibles apetencias humanas: el poder político, el poder del sexo y el poder del dinero.

            El primero, para afirmar el factor que lleva al sometimiento de la voluntad; el segundo, para satisfacer esa inclinación invencible que otorgan el placer físico y la concupiscencia humana y, el tercero, por fin, para incitar a la tentación y la avaricia, a la ambición crematística y al lucro codicioso, y tener así la llave preciosa para abrir todas las puertas de la seducción de las flaquezas humanas.

            En este orden, cada uno de nosotros tendrá una misión que cumplir; cuyos pasos, previos y posteriores, deben basamentarse en el férreo principio de autoridad, cuya observación es absolutamente necesaria, porque la historia enseña que nada duradero se construye en el molde de la anarquía. El azar sólo ayuda, pero no determina. Lo que decide finalmente es el trabajo organizado, planificado, con objetivos medibles y fines preconcebidos.

            No se crea, por otra parte, que lucharemos contra grupos o entidades que actúan desorganizadamente; o en contra de simples románticos o formalistas. Más que eso, debemos luchar igualmente en contra de seres e intereses bien organizados, en contra de tonsurados mórales, los que, para obtener lo que se proponen, no dudan en aplicar las torturas más crueles y utilizar los medios más funestos. Debajo de la levita o del frac, detrás de la sonrisa aparentemente piadosa, están los puñales que cortan y matan, los venenos que asfixiara y las órdenes que condenan. Como el poder de la fuerza y la fuerza del poder.

            Por ésta y otras razones, alentamos este llamado para proponer a todos los escarabajos un plan distinto y diferente a los que nos ofrecen los segmentos reivindicados de la sociedad humana. Como esos segmentos se escudan en mecanismos y en procedimientos elitistas que nos menosprecian y nos aplastan en nuestra condición de seres inferiores, según la concepción calificadora que de nosotros tienen y el egoísmo que maquinan para no permitir la posibilidad de volar más allá del suelo, y abandonar así nuestro carácter y confinamiento reptante; es necesario establecer un presupuesto que, como contrapunto, enfrente a las fuerzas opresoras, y programar las acciones y los instrumentos para contrarrestar sus determinaciones compulsivas.

            De hecho, también ésta es una rebelión contra el orden establecido, al menos idealmente. Y demostraremos que, no por vivir a ras de la tierra, y amasar nuestro alimento con los residuos que aparecen en el estiércol, estaremos incapacitados para elevar nuestra mirada a las estrellas, conocer la luz y solazarnos con el resplandor del sol. O disfrutar igualmente de las mieles que fabrican el poder político, el placer del sexo y, sobre todo, de las excelencias del dinero, porque poseyendo este último factor podemos acceder mucho más fácilmente a los dos primeros.

 

IV

 

            Luego de adocenarse el sector juvenil, en las condiciones expuestas, nuestra "artillería" apuntará al manejo y orientación de los medios masivos de comunicación social, para extenderlos a todos los estamentos de la sociedad y penetrar la intimidad del hogar, utilizando especialmente la televisión, publicaciones periódicas como los diarios, e incluso las emisoras de radio. Mediante un proceso planificado de publicidad y difusión permanente de hechos, ideas, productos y pautas culturales de comportamiento social, generados por otras mentes y producidas en otros mercados, estimulados por el "efecto demostración", se perseguirá el objetivo de obtener, en el más corto plazo, lo que sigue:

            1. La deformación de la verdad y de la realidad económico-social mediante un sistema programado de opinión dirigida, la que, como consecuencia de su sistemática difusión cosechará:

            a) La disminución y la alienación de la opinión propia;

            b) Los frutos rápidamente madurados del injerto extranjerizante en los valores socioculturales propios o autóctonos; y,

            c) La esterilización y muerte de la creatividad personal y colectiva por efecto inmediato de la enajenación provocada y dirigida a ese efecto.

            2. Es absolutamente necesario proceder a la hibridación de los valores nacionales históricos y permanentes, de tal modo que, al no tener los núcleos sociales las oportunidades, incentivos e interés en potenciar la capacidad creativa propia, como productos originales del proceso cultural endógeno, tampoco tengan la capacidad receptiva para aprehender los valores de la cultura exógena, en su debida dimensión y profundidad.

            Es decir, los productos y subproductos de los bienes materiales y espirituales tendrán, fatalmente, por el proceso descrito, el carácter de híbrido; esto es, sin capacidad de reproducción futura, sin posibilidad de tener descendencia. Tal y como el ejemplo gráfico de las mulas, las que siendo procreadas por el ganado asnar y caballar, como resultado del apareamiento de dos especies de distintos géneros, se esterilizan como reproductores finales y están condenados, por tanto, a la imposibilidad de procrear y engendrar nuevas vidas. Y aún cuando las clases sociales estériles, en el razonamiento que estamos haciendo, pudieran denominarse clases privilegiadas, en razón del rango que ostentan, podríamos afirmar con el Abate Siéyes, en el torbellino que antecedió a la Revolución Francesa de 1789, que éstas serán las clases de la "esterilidad privilegiada", las que consumen pero no llegan a innovar ni producir.

            Pongamos un ejemplo gráfico de cómo, utilizando la televisión, como vía para el "efecto demostración", se obtendrá el adocenamiento de la juventud, la quiebra de los valores morales y el aplastamiento de los valores sustantivos en todas las escalas de la sociedad humana. En efecto, en el portal de una Iglesia de Santa María de Tula, Estado de Oaxaca, México, un viajero ocasional encontró escrito lo que sigue:

            Sabía usted que en la secuencia mensual de una programación televisiva se pudo observar, anotado con rigor estadístico, el desarrollo y proyección de los siguientes fenómenos psicosociales y los que como muestras se dieron en:

            - 670 asesinatos,

            - 61 secuestros,

            -419 tiroteos con armas de guerra de todo tipo,

            - 848 peleas entre individuos y familias,

            - 11 robos perpetrados planeadamente,

            - 27 escenas de torturas atroces y degradantes,

            - 28 imágenes de consumo y venta de drogas,

            - 11 escenas de guerra despiadada (civiles e internacionales),

            - 138 escenas de películas pornográficas, y,

            - 700 crímenes contra personas, familias y grupos sociales.

           

            Y todo esto es, apenas, una muestra mínima de cómo se practica, se extiende y se generaliza la estupidez y la insensatez humana. Frente a todo este espectro penoso y aterrador, ¿qué defensa tienen los seres racionales -los humanos- para eludir la responsabilidad y la prueba concreta de su propia degradación?

            3. Una vez atrapada la juventud o un gran segmento de esa franja poblacional, prácticamente se asegura, mediante el plan enunciado, dos éxitos futuros inmediatos:

            1°- Dejar sin capacidad de proyección histórica a las nuevas generaciones; y,

            2°- por el "efecto demostración" y de contagio, el fenómeno tendría, de hecho, consecuencias casi inmediatas en el sector juvenil que pertenece a otros estamentos sociales, como los jóvenes que viven en el sector rural, y especialmente los que habitan en los barrios marginales de las áreas urbanas.

            A partir de aquí, y en este nuevo contexto social, será muy difícil formar élites dirigentes que preconicen el mejoramiento y el cambio de las instituciones y de las pautas que gobiernan la vida de la sociedad humana. Es decir, cambiaremos, en esencia, el contenido, el rol y la finalidad de la política, el medio y el procedimiento para gobernar a la nación.

            El plan así ejecutado facilitará:

            1. El envilecimiento de la juventud, que logre que la mayoría de sus integrantes, en vez de ascender a estadios superiores de perfeccionamiento social, desciendan a escalas inferiores por un proceso lógico de declive psicológico, como consecuencia del relajamiento de sus propias fuerzas vitales, de la pérdida gradual de su potencial creativo y la degradación paulatina, por fin, de los valores morales que en germen pudieran tener.

            2. La pérdida de la capacidad de pensar. Así como las diferentes revoluciones en el orden económico hicieron que los avances de los procesos tecnológicos substituyeran al trabajo físico, y aún mental, nuestra "revolución" debe tender a reemplazar muchas de las tareas que hoy día están a cargo de la eficiencia que crea el potencial incesante de la mente humana.

            En otras palabras, la idea básica es hacer que se deje de pensar, porque la mente enajenada esteriliza, inmoviliza, hace retroceder y opaca la capacidad de inventiva, la creatividad y, sobre todo, la capacidad de pensar. Nos preguntamos: ¿Qué es un ser viviente que no tiene la capacidad de pensar, especialmente el hombre, que se vanagloria de esta facultad que es inherente a su especie? Se animaliza, se destruye a sí mismo en su esencia, y cancela ese don que le incita, como el tábano de Sócrates, a la lucha y el afán de perfectibilidad permanentes y a la inclinación por develar las dudas que le atosigan a lo largo de su existencia.

            Esto es muy importante. Siempre se ha dicho que la gente que piensa es peligrosa; toda vez que mediante el proceso de pensar se procrea la oportunidad para el discernimiento lógico, para elaborar y emitir criterios ciertos y cautivantes, y razonar con métodos dialécticos. O sea, uno de los caminos o la vía para diferenciar lo correcto de lo incorrecto, el bien del mal, la verdad de la mentira.

            Y nosotros debemos substituir todo esto por un procedimiento en donde los sujetos del plan, que son, a su vez los destinatarios del objeto, realicen solamente dos funciones, casi primarias o elementales: a) recibir; y, b) consumir.

            Y globalmente, en toda dimensión y profundidad, sea cual fuere la materia y el uso. Así será con los alimentos, las bebidas alcohólicas, la música -en sus diversos géneros-, y cualquier otra manifestación artística, o lo que se le parezca. Las diversiones vacuas, los deportes tontos; y, finalmente, las drogas, las que se constituyen en el vehículo más efectivo que los somete a la obnubilación de los sentidos, a la despersonalización, a la degradación moral; y, por fin, a la negación de sí mismos.

            Se preguntarán, seguramente, ¿con qué medios y con qué instrumentos se podrá dar marcha a la maquinaria de enajenación colectiva aparentemente tan compleja?

            Expliquemos esta supuesta complicación temática: la vida, tiene dos caras, y aún tres. En nuestro tipo de sociedad, por lo general, el bien no se puede hacer "impunemente". Si se hace el bien, caen encima el egoísmo, la maledicencia, y se mueven a su alrededor los tentáculos de los infinitos intereses creados, que no sólo son muchos, sino que se parecen bastante a las cabezas de la hidra mítica, y así siguen floreciendo coronadas, expandiendo los efectos de su acción destructiva. Y personajes de la estatura de Hércules no se asoman, viven solo en las leyendas fantásticas.

            El mal, simbolizado en el pecado original, tiene su gestora genuina en la serpiente, y con la misma prontitud y audacia letal con que ella inocula la ponzoña, tiene la facilidad de escurrirse, reptar en silencio y disfrazarse fácilmente en el universo invisible e impenetrable de las marañas. Por todo ello, si nosotros corrompemos a la juventud, el poder que manejan las instituciones y el resorte de las leyes no se enderezará jamás en contra nuestra, ni ellas se aplicarán para obstruir nuestra misión. Tímidamente, como las mojigatas, se espantarán de nuestros actos y condenarán nuestras acciones, pero de labios para afuera. Por el contrario, nos verán de hecho como aliados, como exitosos y oportunos propagandistas de los productos que fabrican y ofertan. Y junto a los medios masivos de comunicación social, apareceremos como las invisibles fuerzas que ejecuten sus propósitos finales. Grandes sectores de la sociedad, en esencia, son mercantilistas de corazón y comerciantes ávidos de aumentar sus ganancias y su presencia e importancia relativa en la escala social, sobre todo mediante el poder del dinero que todo lo allana y todo lo compra, y que es, por derivación, uno de los más eficaces instrumentos de dominación personal y colectiva.

            ¡El que hace el bien, corre casi siempre la suerte de Sócrates: el bueno bebe la cicuta, y los malvados son invitados a la fiesta!

            En las sociedades avanzadas de las comunidades modernas, ya tenemos varios ejemplos. En efecto, los centros de poder, en aras de la dominación mundial, cuando deciden invadir un país extraño, guiados por simples intereses económicos o de hegemonía política, y con esa invasión arrasan bienes, destruyen fuentes de recursos naturales, poblaciones enteras, reciben inmediatamente apoyo de cómplices o de sus subordinados. Pero cuando algunos dirigentes cometen un error, por pequeño que sea, en su administración, y desdoran su conducta privada con actos propios guiados por la debilidad humana -corregibles todos ellos-, son acusados de réprobos, de inmorales y aún de ladrones públicos. No tienen, en estos casos, amigos solidarios o complacientes. Tienen verdugos. ¡Y nunca se castiga la acción terrible que conlleva el holocausto o el genocidio de un pueblo!

            La tercera cara, a su vez, finalmente, es indefinible, nebulosa, a veces desconcertante. Es como el filo de la navaja. ¡O es cual espejismo que se insinúa como realidad, pero que al final se esfuma como posibilidad cierta y verdadera!

            Junto a las actitudes de crueldad indescriptible que se da en las guerras de exterminio, las sociedades que a sí mismas se denominan "civilizadas", dando a entender con ello que han superado la etapa biológico-histórica de la barbarie, destinan gran parte de sus recursos -en desmedro de la salud, la alimentación y la educación del pueblo- a producir armas de guerra de todo tipo, costosas y del más alto poder destructivo. ¿Para qué sirven las horrorosas armas nucleares, sino para destinarlas a la destrucción del hombre y de la naturaleza que lo rodea y le da vida?

            Mientras esto sucede, la mitad o más de la población mundial carece de los medios necesarios para sustentar aún la vida vegetativa regular, y un tercio de ella, o más, se debate en el marasmo de la pobreza absoluta. En consecuencia, los centros del poder de dominación mundial están condenados, por efectos de la arquitectura política de su propio sistema prevaleciente, a desviar recursos financieros y humanos en la fabricación de armamentos; y éstos, a la larga, han de utilizarse irremediablemente en arrasar bienes y ciudades enteras, cometiéndose genocidios colectivos, sin discriminación de sexo, edad y condición social.

            El hombre, como se podrá comprobar, no ha podido vencer hasta hoy día su egoísmo inveterado, su orgullo altanero y su irracionalidad animal. Con estas armas mortíferas, además, contribuye a envenenarla atmósfera, a quemar las tierras fértiles y a exterminar seres vivientes a granel, de la especie que fueran.

            Por otra parte, y como un camino seguro a la degradación de la vida sobre la Tierra, como ya se dijo, el afán de enriquecimiento exagerado, la acumulación de poder económico y político, llevará finalmente a los seres humanos a degradar gradual pero profundamente el medio ambiente en donde viven. Lo que hacen es ir rompiendo en forma impía la cadena de la vida. Y a ese efecto, proceden a:

            a) La extracción desde el seno de la tierra -precisamente de aquellos elementos que hacen posible su propio equilibrio natural-, escarbando en el seno de ella y extrayendo, por succión u otros mecanismos, los gases propano y butano, los hidrocarburos bituminosos, el aceite mineral y otros elementos afines que constituyen, junto con el agua superficial y subterránea, la sangre y la médula del planeta sobre cuya faz vivimos.

            b) La tala masiva de los bosques, elementos naturales que sirven para regular el régimen de lluvias; la bondad del oxígeno terrestre y el hábitat natural de la fauna y de la flora. Con esto, los propios seres humanos, con su acción devastadora, la contaminación del aire y la polución ocasionada por las suciedades de sus fábricas y de sus gases artificiales, contribuirán al adelgazamiento de la capa de ozono que protege el planeta, el calentamiento de la tierra y la alteración brusca de los factores climáticos naturales que hacen el equilibrio y la plenitud de la vida en esta parte maravillosa del universo.

            c) La polución o contaminación del medio ambiente, mediante la degradación del ecosistema, en suma, que hará que la ecología -la relación que se da entre los seres vivos y el medio en que habitan se deteriore, se contamine, se degrade, y perjudique por esa acción, en el corto y mediano plazo, la calidad de la vida en su condicionamiento natural. La avidez de producir y de tener más, de acumular bienes materiales y vanidades, llevará, en este campo, a muchos de los intereses poderosos a instalar sus fábricas en la cercanía de los ríos, arroyos, manantiales y lagos, poluyendo el agua de sus cauces, sacrificando la fauna ictiológica y envenenando al ganado y a los demás animales que beben en sus fuentes.

            d) El envenenamiento de la tierra toda, tanto en su capa superficial como en el ámbito atmosférico. Éste se ocasionará mediante una paulatina y acrecentada contaminación derivada de las basuras y los desechos tóxicos, subproductos de las sofisticadas armas nucleares, químicas y bioquímicas, fabricadas fundamentalmente por el hombre para aniquilar a sus congéneres y a los demás seres vivos, incluida la propia naturaleza terráquea y sus componentes.

            En resumen, la Tierra será saqueada en un proceso sin límites, y la degradación ecológica se dará en un proceso circular de causalidad acumulativa y recíproca por:

            - Los desechos tóxicos, provenientes principalmente de la carrera armamentista y los experimentos nucleares; y,

            - el envenenamiento de la tierra, comenzando por su capa superficial, situación que originará la contaminación de los productos alimenticios básicos de todos los seres vivos del planeta.

            Por esta causa, no sería raro que en un plazo de tiempo cercano, la producción de papa, trigo, maíz y legumbres, el ganado y los animales silvestres, u otros bienes que constituyen la base alimentaria de la población, estén inficionados y atacados de parásitos, virus, gérmenes y otros elementos venenosos que imposibiliten, bajo pena de enfermedad y muerte, su consumo natural.

            Además, y conforme a la tesis de los científicos nobles, aquéllos que todavía se preocupan por el destino de la humanidad, sobre todo en su dimensión de futuro inmediato; muy pronto el planeta puede entrar en un proceso de estrés ecológico, motivado por tres tipos de conflictos, concurrentes entre sí y sin retorno posible. Ellos son:

            a) El conflicto económico, que se dará con la depleción, o disminución de la fuerza de gravedad, y de la sangre y las savias nutrientes de los recursos finitos que se encuentran en la biósfera, situación ésta que provocará irremisiblemente un gran desequilibrio en unos veinticinco años más. Es decir, en términos médicos diríamos que se habrá dañado seriamente la "sangre orgánica" del planeta.

            b) El conflicto geológico, esto es, por la aceleración del inusitado incremento poblacional que dará lugar a un extremo crítico por la contaminación ambiental, la fractura de las capas tectónicas o deformaciones de la corteza terrestre; y por efecto, además, de la irreverencia con que se arrojan sobre ella los desechos tóxicos, que van tanto al cielo, al suelo y a los océanos.

            c) Finalmente, el conflicto biológico, derivado de la extinción de especies completas y el crecimiento inusitado de las ciudades que constituyen hoy día núcleos de suciedad, basura y contaminación ambiental. Habrá un declive en las diversas especies del universo, una deformación masiva, en sentido horizontal y vertical, de los paisajes. Basta saber que hasta hoy día se ha trastornado el sesenta por ciento de la masa forestal, sólo con asfalto y cemento.

            Todo esto conduce, por lógica conclusión, al envenenamiento paulatino del espacio en donde se desenvuelve la vida, en cualesquiera de sus manifestaciones.

            En resumen, tenemos así que la orgullosa sociedad humana fabricará, y por sí misma, llevada de su intemperancia, de su orgullo mesiánico y de su propia irracionalidad, las armas letales que la orillarán y condenarán a su destrucción final.

            Con relación a las drogas, en esta era inauguramos así una nueva denominación para la civilización avanzada de las sociedades humanas; la llamaremos con el apelativo de naciones intoxicadas por el consumo indiscriminado de las drogas, el alcohol y el tabaco; y, por las consecuencias psicofísicas que esos productos malignos ejercen sobre el conglomerado humano, presa de la adicción, es fácil colegir que estos productos son los más eficaces vectores del desequilibrio social y de adocenamiento colectivo.

            Es cierto que todo esto no es cosa nueva para el género humano. Lo que pasa es que por el consumo masivo de estos elementos nocivos para la salud física y mental, los mismos han adquirido categoría de "productos" que forman parte sustantiva del comercio internacional, tanto así que, junto con el lavado del dinero mal habido, constituye el nervio central de los actuales negocios financieros del sistema económico. Y aquí se presenta y se presentará, por tiempo indefinido, la paradoja de quienes caen en la contradicción de intentar la destrucción de estos venenos que accionan sobre el género humano, en su conjunto, a sabiendas de que más bien son las drogas las que, a la larga, oficiarán de ominosa fuerza destructiva en quienes las manipulan. Y el contrasentido mayor se da en que los gobiernos o las agencias que se proponen eliminar el mal son, muchas veces, los principales personeros adictos y traficantes. Es cómo el médico, que en su afán aparente de vencer a la enfermedad causada por una epidemia, se vuelve él mismo preservador y portador de ella.

            Es muy difícil luchar contra verdaderos fantasmas con poderes invisibles que, al mismo tiempo, proporcionan placer y alivio artificial momentáneo a los diversos males psicosomáticos que hacen presa a la inmensa mayoría del género humano. Al final, esos productos se convierten en el ingrediente principal de una cultura vivencial cotidiana que caracteriza a la sociedad moderna.

            Es difícil detener un mal de esta naturaleza. Aparte de su acción aparentemente invisible, se conjugan en una suerte de competencia tres elementos claves de la estructura que sostiene a la economía de mercado: los productores, los consumidores y los que obtienen ganancias fabulosas por traficarlos.

            Se parece bastante al ejemplo que pusiera un economista de principios del siglo XX, cuando argumentó que el funcionamiento de la economía de mercado podría asimilarse al accionar de una tijera, en donde una de sus hojas constituye la oferta (producción); la otra, la demanda (los consumidores); y la fuerza que hace accionar a ambas fuerzas en sentido inverso, la mano, en este caso, constituido por el factor precio -el valor monetario del bien-, que obra el milagro de la atracción recíproca impulsada por la intensión avariciosa de las ganancias.

            Además no es desconocido el hecho de que los principales medios de comunicación social masiva se costeen con recursos financiados por los anuncios publicitarios del tabaco, del alcohol en sus múltiples manifestaciones, y hasta del café. Estos "bienes" artificiales y dañinos, comercializados públicamente y sin restricción alguna, se constituyen en imanes poderosos de cuya trampa alucinante y mortal difícilmente escapan los seres humanos. Es decir, los seres humanos crean sus propios demonios, y una vez que éstos tienden sus tentáculos no existe exorcismo capaz de romper o atemperar su poder atraparte.

            Podría darse el caso de que los centros de poder y las fuerzas combinadas, por presión del caudal moral y político que pudieran todavía poseer, lleguen a accionar en las sociedades humanas, atosigadas y atemorizadas por los efectos enervantes de este mal, y determinen finalmente acabar y eliminar los campos: de cultivo de los productos o sustancias psicotrópicas de origen natural, como las que provienen de las plantaciones de la canabis sativa, cáñamo de cuyas hojas y flores se procesa la marihuana, o la coca, de cuya sustancia se procesa la cocaína; o del opio, ese látex seco que se extrae de las cápsulas maduras, de diferentes variedades de adormideras. Todas ellas, sin embargo, podrán ser substituidas simplemente con las fórmulas que permitan elaborar drogas sintéticas. Para el efecto, la poderosa industria de la farmacopea arbitrará los medios, hará trabajar a sus "esclavos" científicos los que, al final, con el afán de ganar dinero, quedarán integrados como parte del engranaje de una gigantesca maquinaria químico-industrial, productora de una variedad increíble de "medicamentos" venenosos para la salud del hombre.

            A nosotros, los escarabajos, esta situación nos favorece porque mediante ella tanto los jóvenes como los demás componentes del estamento social, irán perdiendo, si aún lo tienen, el poder de la claridad mental, cambiarán sus actitudes naturales y vírgenes por valores negativos que torcerán sus pautas de conducta, y ellos mismos serán los motores que induzcan a "propiciar cambios funcionales o patológicos" permanentes, como se afirma en una definición de la droga psicoactiva.

            Es decir, tanto los productores como los consumidores viven y vivirán eternamente sometidos a la esclavitud del cuerpo y de la mente. Por esta razón, el uso persistente de la droga es el camino expedito y el más corto para el abuso y el suicidio colectivo.

            El hombre, no olvidemos, a pesar de su voluntad, es incapaz de doblegar y dominar el estado de cosas que a estas alturas, en los umbrales del tercer milenio, se constituye ya como una insurgencia cultural, aparentemente sin retorno; insurgencia provocada por la inclinación al vicio, que gira alrededor de sí mismo y acciona en una suerte de alimentación y retroalimentación recíproca como una fuerza subterránea profunda, cual un volcán en erupción con toda su trepidante potencia. Y la alteración o cambio de una labor casi imposible, aun cuando se tenga la magia de un nigromante. Son las tenazas asfixiantes del "círculo vicioso" con su causalidad circular acumulativa. Y si se diera el hipotético caso, como se dijo, de que se haga desaparecer a la cauda de productores de drogas, objetos del tráfico habitual, aparecerán en contrapartida las grandes empresas farmacéuticas, con sus variadas formas de diseño; ellas se darán en producir, a granel, drogas novedosas con sustancias sintéticas. Esto lo hace posible la tecnología moderna, sin importar para nada el efecto del envenenamiento ulterior del género humano.

            Las empresas productoras están constituidas para funcionar con alta eficiencia técnica, localizadas primordialmente en los países ricos del primer mundo, y la manufactura y comercialización de los productos garantiza superlativas ganancias financieras en la relación costo/beneficio. Por tanto, dentro de ese gigantesco aparato tecno mercantil, esas empresas aparecen con mucha más fuerza que las dispersas plantaciones que proporcionan las materias primas de las drogas naturales, casi todas ellas localizadas en los países pobres del tercer o cuarto mundo, y producidas, todas ellas, por los campesinos pobres como un recurso elemental para sobrevivir.

            A este efecto, de forma planificada se estimula su demanda por grupos sociales y económicos de consumo conspicuo, de gran poder difundido, porque las drogas sintéticas, aisladamente, o interactuando con la cocaína, proporcionan los mismos estímulos que las drogas clásicas.

            Poco importa al negocio mercantil que sus efectos mediatos o inmediatos sean agudos y desastrosos, especialmente sobre el cerebro humano. Ellas llegan, una vez ingeridas, hasta las membranas centrales del cerebro con graves daños hepático y renal adicionales. Y, ¡oh, paradoja!, tanto su producción como su acceso a los consumidores finales se efectúa por una vía mucho más fácil que las practicadas usualmente por las otras, esta vez con la abierta complicidad orquestada por el mercado libre y las "encubiertas" recetas de los profesionales de la medicina. Es, junto con el lavado del dinero y la especulación financiera, el negocio del siglo.

            Por otra parte, el proceso de destrucción ambiental será ejecutado por el hombre mismo, y no por un mal misterioso que hará víctima sólo a los seres humanos supervivientes; si bien los desastres sísmicos y climáticos, que son inherentes a la vida de la Tierra, obedecen a sus propias leyes naturales.

            Pero aquí se trata de la destrucción del paisaje, la contaminación de la atmósfera y la degradación de la calidad de la vida que afecta a todas las especies, no importa cuál sea su género: unos por extinción, otros por contaminación y otros por inanición. El ecocidio será obra del hombre, no de Dios u otras fuerzas naturales, excepto tal vez, y en una suposición improbable, por otros planetas que vengan finalmente a destruir éste en el cual vivimos.

            Es decir, el ecocidio es y será producto del pensamiento y de la conducta del hombre. En cada área de la naturaleza destruida o contaminada se crean las condiciones óptimas para destruir el mismo entorno que sirve para sobrevivir; lo cual, a largo plazo, es una contradicción.

            Pongamos algunos ejemplos: la utilización irracional de los recursos naturales, con métodos de explotación que envenenan el aire y el agua y todo el sistema ecológico. La paulatina e indiscriminada deforestación de las selvas, conduce, con los demás efectos por causas de distintos orígenes, a la modificación del régimen de lluvias, y finalmente, en un proceso lento pero secuencial, a la merma y destrucción de la capa de ozono, elemento proporcionador del oxígeno, situación que puede conducir, por conducto de los rayos fulminantes del sol, al calentamiento de la Tierra y al, eventual derretimiento de los casquetes polares; y, por consiguiente, a elevar el nivel de las aguas de los mares por encima de sus límites naturales, lo que a su vez hará que las migraciones masivas de las poblaciones asentadas en los confines de la tierra firme produzcan verdaderas catástrofes de orden natural y psicosocial. Y como afirma un autor: "El ser humano es el único animal capaz de acometer el suicidio ambiental y de proceder a la destrucción del medio que lo alimenta y protege".

            En por lo menos tres estadios, el de la drogadicción, el armamentismo y el proceso de destrucción del equilibrio ecológico, se han fundado instituciones del crimen organizado, al amparo de las leyes, las apetencias humanas insatisfechas y el propósito de seguir alimentando la cadena de las finanzas, por el afán de lucro.

            En alguna medida, pues, se obrará -no hay otro camino-, como lo hacen las dictaduras de los gobiernos totalitarios y las más insensibles tiranías.

            Por otra parte, en el orden político, la sociedad humana ya se ha venido esmerando en ejercitar -hinchada de un orgullo falso- las tres formas de muerte físico-moral que la propia humanidad ha propiciado y creado para su gobierno: a) la muerte por aborto, que consiste en la cancelación, ya en el vientre de la madre, en el mismo comienzo de la gestación, de la posibilidad de la vida futura; b) la muerte física directa, segando la vida en su dualidad material y espiritual; y, c) la muerte civil, mediante el uso de las cárceles, la supresión de la libertad y de los derechos humanos, aplicando incluso dispositivos institucionales legales, ideados y hechos, en apariencia, para regular las relaciones de los vínculos afectivos y de sangre, los deberes y derechos para la convivencia civilizada y armónica de la sociedad. Sin olvidar, naturalmente, las formas de servidumbre y la esclavitud.

            Un mundo sin futuro, sin ideales y sin fantasías de sueños realizables. Eliminada la capacidad creativa del hombre, en un mundo así, ¿quién tendría motivaciones para pensar, idear, programar el futuro, escribir la historia de los hombres y aún de los escarabajos?

            En suma, moviendo pues los hilos del poder, por una necesidad de amparo legal -porque las leyes deben seguir funcionando como ligamentos que fortifiquen los intereses creados y sus formas de defensa-, y escudados en los resortes que se mueven para sacralizar la libertad de los mercados, sugerimos que se adopten medidas que conduzcan a la vigilancia de un contra-edicto. Es decir, un mandato no legal necesariamente, pero de cumplimiento forzoso, porque su aceptación y práctica deviene de esa inclinación irremediable cuya carga no se puede evitar, y además difícilmente superable porque es accionada por la lascivia, la concupiscencia, y la avaricia, esas fuerzas terribles que secuestran para su imperio las debilidades humanas de la carne y de las apetencias de los bienes terrenales. ¡Y ahora, manos a la obra...!

 

V

 

            Así hablaron los escarabajos. Hacia el amanecer, curiosos por tan descomunal concentración coleóptera, se sumaron a ellos los escorpiones, los gusanos, las tarántulas, las cucarachas, las moscas, los gorgojos, los tábanos, las hormigas, las garrapatas, las ratas, junto a una legión de alimañas no identificables y hasta una nube abigarrada de langostas depredadoras que hasta allí frenaron sus vuelos, poniendo un paréntesis a sus ansias devoradoras.

            En el cielo, una bandada de cuervos empezó a revolotear sobre el área geográfica, asiento de los "conspiradores", y toda la fauna rastrera y levantisca, presintiendo quizá la cercanía de un cadáver en putrefacción ya envenenado, se dio a la desbandada incontrolable, iniciando una marcha indefinible, sin precisar el norte de sus movimientos. Algunos de ellos reptando, otros ensayando arabescos vuelos al ras de la tierra y, otros corriendo, por fin, se internaron nuevamente en sus madrigueras, o se escurrieron dentro del espeso e impenetrable follaje del matorral circundante, allí donde no penetra la brisa ni calienta la luz del sol.

            Sin embargo, los escarabajos estaban seguros, además, de un hecho inevitable: por el proceso de transmutación, sus vidas rastreras se prolongarían secuencialmente en su nueva condición, reencarnando todos ellos, no importa cuál fuera su especie, en aquellos personajes reales que lideraban el orden económico, social, cultural y político del mundo. Y a través de los mismos, la Tesis propuesta pasaría de ser una mera Hipótesis, a su Síntesis, para que se cumplieran sus deseos y vaticinios. Y que, finalmente, junto a la degradación gradual pero persistente de los recursos humanos, en su esencia física y moral, y la depredación de los recursos naturales no renovables, así como la polución generalizada que habría de envenenar y romper el ecosistema en su equilibrio natural, se iría destruyendo paulatinamente la ecología, y minando agresivamente el corazón del planeta.

            En síntesis, la conclusión deliberada de los escarabajos consistió en que una rebelión de este grado y naturaleza, se concretaría en la fuerza poderosa que provocara, al fin, el envilecimiento total de los seres humanos y la causa eficiente formal de la degradación paulatina e irreversible, definitiva, de las condiciones morales y naturales de la vida de todos los seres vivientes sobre el universo de la Tierra.

 

Consumatum est!

(¡Menos mal que éste es sólo un cuento! ¿Será?)

 

Asunción, 1997 - México, 1998.

 

 

 

 

 

 

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