LA AGONIA DEL HEROE
(DRAMA EN UN PROLOGO Y TRES ACTOS) *
*. Esta obra se terminó de escribir en 1971 y fue estrenada en Asunción en 1975 -dos años antes de su publicación (1977)- por el elenco de Teatro Estudio Libre (de Misión de Amistad), fundado y dirigido por Rudi Torga.
PERSONAJES
*. BARTOLOME MITRE/ FRANCISCO SOLANO LOPEZ/ CRIADO/ ELISA ALICIA LYNCH/ CONDE D'EU/ CENTINELA/ BARON DE MAUA/ JOSE DIAZ/ ELIZARDO AQUINO/ CACIQUE INDIGENA/ VENANCIO LOPEZ/ FRANCISCO SANCHEZ/ JOSE VICENTE MONGELOS/ BERNARDINO CABALLERO/ JOSE MATIAS BADO/ VOCES DE LAS RESIDENTAS/ RAFAELA LOPEZ/ VOCES DE LOS SOLDADOS/ SILVESTRE AVEIRO
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
La acción en Cerro Cora. Es la madrugada del 1 ° de marzo de 1870, horas antes de la batalla final. El desarrollo de las escenas, a un costado de la carpa de campaña de López. López, solo; monologando.
LOPEZ: ¡Cuán lentamente se desplaza la noche! ¡Diríase que está paralizada la tierra y que el carro de la aurora no puede escalar las cimas de las altas montañas ni atravesar la espesura de los bosques sombríos...! Es el final; lo sé. Me lo dice el murmullo de la noche; la brisa que baja, húmeda y silenciosa, de los cerros cercanos; el oloroso frescor de las gramillas y el susurro inquietante del Aquidaban cuyo torrente sordo grita su rebeldía de siglos por entre el cauce de su basáltico y accidentado lecho... Y yo estoy solo... ¡Solo...! Tengo la sensación de que la muerte vela los sueños de la vida. Apenas diviso, entre la malla sutil de las tinieblas, la figura de mis bravos que guardan estos parajes solitarios; en ellos se retrata la silueta informe de la Patria con sus postreras horas de martirios. ¡Oh, Dios de las Naciones! ¡Qué enigma trágico dibujaste sobre la blanca frente de esta patria atormentada! ¡Cuando creaste el mundo diríase que aquí, en esta recóndita región del planeta, quedo diseminado y escondido un poco del caos primigenio que no pudo ser dispersado per el poder milagroso de tu soplo divino...! Más, me pregunto, ¿por qué dejaste que crezcan los hermosísimos vergeles que adornan las praderas, los campos infinitos y la tupida y dilatada selva? ¿Por qué regaste la faz de esta tierra con el líquido de mil arroyos cantarinos y tantos ríos prodigiosos? ¡Como un orfebre delicado moldeaste sus leves y graciosas colinas y derramaste la vida en su contorno con la luz transparente de tu sol maravilloso...! ¡Pero hoy, sólo veo sombras! ¡Sombras que vagan extraviadas, sin tino, bajo la vastedad del cielo, aprisionadas entre la urdimbre de esta negra y larga noche...! Esta es mi lucha, oh Dios, el indescifrable secreto de mi drama: ¡Mi espada no puede derrotar al ejercito terrible de las tinieblas...! ¿Y mis bravos? ¡Oh, mis bravos! Los he visto en Tuyutí, en Curupayty, en Acosta Ñu; ¡en cientos de batallas! Si; ¡los he visto cuando, inflamados de un ardoroso y santo patriotismo, ofrendaban sus vidas indomables a la Patria agredida, y defendían el honor nacional come si estuvieran orgullosamente compitiendo en un atractivo certamen de héroes inmortales! He visto en sus arrojos retratarse la bravura del león y la intrepidez del águila... Y morían, ¡morían...! Y allí quedaban, ¡con sus labios desangrados como los claveles escarlatas en las ánforas de un recuerdo imposible! Si, y sus ojos brillaban, alborozados, ¡como si hubiese anidado en sus orbitas el fuego eterno y el resplandor inconfundible de las mágicas estrellas! (Pausa) Y aun después de muertos, yo se que son ellos los que me siguen, ¡me siguen...! Si, ¡oigo el galopar de sus corceles cuyos ecos golpean come martillos metálicos mis tímpanos adoloridos! ¡Oigo el fragor de sus gritos! Si; ¡escuchad...! (Se oyen ruidos de caballería en tropel y los gritos de "¡Viva el Paraguay! ¡Vencer o morir!". Luego, los ecos se apagan.) ¿Oísteis? ¡Si, son ellos! ¡Vienen de Ytororo, de Boquerón, de Lomas Valentinas! Pero... ya son inasibles. Son etéreos. ¡Son viajeros de la eternidad! ¡Solo hallareis sus imágenes en los ásperos y mudos signos de los bronces; esculpidas en las rocas frías! ¡Y en la edad futura, sus cenizas estarán diseminadas en los polvos de los caminos...! (Pausa)
ESCENA SEGUNDA
Elisa Alicia Lynch sale de la carpa; entra en escena.
ELISA: ¿Hablabas, Pancho?
LOPEZ: (Casi con sobresalto) ¡Ela! ¡Mi bella, mi amada, mi dulcísima Ela! (Le extiende las manos y ambos se miran como extasiados.) ¿Hablabas, me preguntas...? No; solo meditaba en voz alta. Sabes, a veces creo que nuestra tierra está llena de espíritus en espera de que les confiemos nuestros íntimos secretos y pensamientos... Pero no temas, en tal caso tu serias la reina de esos espíritus; la gran maga... (Ambos sonríen. Y tras breve pausa, mirándola fijamente, exclama.) ¡Ela, creo que se acerca el final...!
ELISA: Oh, Pancho; sé que todo un mundo está contra ti. Pero también se que es natural que los reptiles envidien a las águilas. Los que en la cumbre tienen sus moradas, forzosamente están expuestos a los embates de vientos embravecidos...
LOPEZ: Yo no temo a la muerte. Lo que me aflige es la suerte de la Patria. No mi suerte. Todos los días mucha gente muere por causas útiles o vergonzosas, y, ¿por qué no he de morir yo por amor a la tierra que me vio pacer, y por mi honor de hombre y de soldado? Si hemos aprendido a vivir en nuestra Patria, aprendamos también a morir por ella. Y creo que tanto como debe dársele un significado a la vida, debe dársele un significado de valor a la muerte. ¡Morir es tan importante como vivir, pues la muerte no es sino la coronación de la vida...!
ELISA: Pero Pancho, ¡tú eres un héroe y los héroes son los únicos muertos que no mueren...!
LOPEZ: Ela, ¿ves...? (Toma la espada y da tajos en el aite.)
ELISA: Pero ¿qué haces...?
LOPEZ: Con mi espada hiero el aire, de celos, ¡porque guarda de mí tus suspiros...!
ELISA: (Abrazándose a López) Oh, Pancho: ¡Cuánto te amo! Pero... ¡no...! No digas palabras que desconciertan y ofuscan. ¡A tu lado he aprendido que no todo termina cuando hay un sólido principio! ¿El final, dices? Tu gloria, como mi amor, solo tiene un comienzo y se agranda en el tiempo y en el espacio y no terminará nunca. Aun si quedase en esta tierra un solo paraguayo, ¡ese será el hilo de tu verdadera historia...!
LOPEZ: ¡Oh, Ela! Y tú, siempre, como el lucero, apareces en lo más oscuro de la noche. Tú eres la estrella que yo arranque a los cielos de Europa, y tal vez los hados me persiguen por eso... Y los niños, ¿duermen...?
ELISA: Si, duerman. ¿Quieres que los despierte?
LOPEZ: No; que duerman, que reposen. Deja que esas almas inocentes se sustraigan de la vorágine que a todos nosotros nos consume, y escapen al dulce y delicado mundo de los sueños. Déjalos, Ela, que duerman, que sueñen, libres de fantasmas y de pesadumbres...
ELISA: Sabes, Pancho, hace un momento, observando a los niños dormir y aspirando el aliento que dejaban escapar por sus tiernas bocas entreabiertas, he recordado, de pronto, aquellos días, hoy ya lejanos, cuando por la mar veníamos y una gaviota se poso sobre el mástil del Tacuarí. ¡Qué blanca y fina era! Parecía una perla marina... Entonces, reíste, como nunca jamás otra vez te he visto reír... Sí, recuerdo que entonces estrechaste mis manos entre las tuyas y, trémulo como un adolescente, me dijiste: "¡Ella es el centinela; es mi alma disfrazada de ave, y velara por ti hasta que poses tus pies sobre la tierra de América...!". ¿Te acuerdas...?
LOPEZ: Si, Ela: ¡Me acuerdo! Como tampoco olvido nada de lo que a ti me ata desde el primer momento en que nos conocimos. Si, por ejemplo: A mis oídos resuenan todavía, como un eco musical, las notas cristalinas de tus risas, en armonía con los trinos melodiosos de los pajarillos que cantaban escondidos entre las ramas de los arboles de los Campos Elíseos... ¿te acuerdas de París, de los Campos Elíseos? Oh, Ela, ¿por qué vuelven a atormentar mi memoria aquellos felices días entre esta mar de ruinas? ¡Cuánto ha soplado el viento desde entonces! Pero... ¿que mas recuerdas?
ELISA: ¡Tantas cosas! En el piélago de mi mente, todos tus recuerdos, como los granos de trigo en la espiga de oro, como las jugosas uvas en un racimo, así se apiñan y juegan con mis pensamientos. Tratándose de ti, nunca distingo si los frutos son ácidos o dulces; solo sé que los recuerdos constantemente asedian todo mi ser y, punzantes, algunos de ellos más que otros, me llenan de infinita dicha y me excitan al sollozo y lloro de felicidad. Pero... te diré de uno en especial que todavía se agita en las concavidades secretas de mi corazón y envuelve eternamente la membrana de mi retina con el rayo de un lucero luminoso. Recuerdo, Pancho, cuando navegando por el río Paraguay, río arriba divise, ¡finalmente!, erguirse altivo en su pequeño promontorio el seno surgido de tu adorado Cerro Lambaré. Estaba cubierto de lapachos florecidos, y era tal como me lo describiste y tal como lo pinte en el cuadro de mi mente sonadora. Yo lo vi tan bello, tan discreto y sereno, tan grato, que en ese instante de la comunión de mi alma con un pedazo florecido de tu Patria se alejaron para siempre de mí todos las dudas pequeñas y grandes que hasta entonces no pudieron ser enteramente desprendidas de mi corazón enamorado, de mi alma femenina. Sentí, así de repente, que se contagiaba a mi cuerpo, a mi alma, a mi pasión sin límites, el aroma de las flores que desde los barrancos opuestos adornaban los parapetos terrígenos del río. ¡El olor de la selva...! El olor, en fin, de toda tu bendita tierra... Pues, te he de confesar, Pancho, que desde muy pequeña me extasiaba yo aspirando el olor de la naturaleza. Muchas veces me he pasado horas y horas acariciando el mar y cierta vez me he quedado dormida abrazada a un almendro en flor. Y tu tierra, Pancho, ¡tiene todos los olores y los aromas que amo! Yo no sé si tú sabes que, a veces, en la cuenca de mis manos pongo un punado de tierra y me quedo por largo tiempo aspirando ese secreto perfume que ella solo brinda a quienes la aman y la comprenden. Por eso, si yo muriera lejos de aquí, le pedirla a tu pueblo que rescatara mis cenizas para que ellas se mezclasen con esta tierra para siempre. ¡Gracias, Pancho, por el amor y la felicidad que supiste darme! (Se abrazan.)
LOPEZ: ¡Ela! ¿Sabes que estaba recordando ahora?
ELISA:¡Quisiera saberlo...!
LOPEZ: ¿Te acuerdas de nuestros paseos por Manorá?
ELISA: ¡Oh, Pancho...! ¡Manorá...! ¡Qué lejos está! Ah, la picada, húmeda aun por el rocío de la noche. ¡Y los ásperos follajes de las frondas! ¡Y los zorzales! ¿Los zorzales...? Me acuerdo de aquella vez en que enmudecieron...
LOPEZ: ¿Enmudecieron...?
ELISA: Sí, enmudecieron. He aquí el motivo y las circunstancias: Iban por Manorá, ella y el, montados ambos en briosos corceles. Iban de La Recoleta a Campo Grande. Ella era, bueno... una amazona rubia, oriunda de un famoso país que soñaba, como la soñadora de los cuentos de hadas, en un príncipe azul, venido de un país lejano, casi misterioso... Y e1, un apuesto adalid; adalid de un pueblo invencible y misterioso, que fue un día a cruzar los mares extensos y violentos. Y ella y él se encontraron y se amaron... Y una mañana límpida, transparente, he aquí que cabalgaban juntos, uno junto al otro, por la picada de Manorá, abierta en plena espesura, cuyo murmullo vegetal era orquestado por las voces canoras de los zorzales nativos. De repente, a mitad del camino, perdidos para el mundo en ese mundo silvano, se miraron apasionadamente, tal vez arrebatados por el extraño sortilegio que contagia la selva. Se miraron; y bajo la verde sombrilla de cientos de árboles, al pie de un maduro cedrelo... ¡se amaron! Y en aquel tiempo, en el instante cósmico trascendental, la selva se aquieto de sus ruidos murmurantes y los zorzales enmudecieron ante el arrebato del amor...
LOPEZ: Oh, Eta. ¡Mi amada Eta...! ¡Solo tú tienes la virtud de aquietar la tormenta que en mi pecho se agita desatada! Solo tú, como por arte mágico, conviertes en hálitos de ternura los volcanes que rugen encontrados en mi atribulado pecho... Si; y hasta estos brazos que se volvieron duros y violentos por el continuo y abominable ejercicio de la espada, se tornan en lazos de seda cuando sienten el contacto de la cálida presencia de tu adorada persona; y ¿ves?, ¡tiemblan como trémulas plumas cuando en ellos te refugias ! Tú eres para mí la brisa, el aliento vital, el perfume, la paz. Contigo todo se aquieta y dulcifica; todo mal se contrae y huye, toda pestilencia.se aroma de fragancias... Pero...
ELISA: ¡Oh, Pancho! ¡Pancho! Soy una mujer afortunada. Si; yo se que virtudes extraordinarias no poseo, salvo aquellas que nacen y se alimentan de la savia del amor. Y se también que es el hechizo del amor la fuerza que transforma tu energía rotunda en íntimo y dulcísimo deleite; y esos bramidos roncos de tus luchas y de tus desvelos, yo los recojo en mi seno como a hijos que buscan anhelantes la protección y la ternura... Pero, ¡no, te martirices más, amado mío! Ya está por dar la aurora. Siento en la atmosfera alentar el dulcísimo dolor del venturoso parto. Descansa por un rato, Pancho, mientras yo vuelvo a los niños...
LOPEZ: Gracias.- Ela. Sí, vuelve a los niños. Hoy, ellos más que yo necesitan el calor de tu abrigo... Ellos van a vivir y yo a morir... Pero antes, déjame besar tus manos, lazos de mi destino, blancas vigías de mis noches negras. Y si con ellas me enseñaste el camino del amor verdadero, déjame pedirte que también con ellas escarbes esta tierra que tanto amamos para hacer en su seno la hoya de mi tumba. Si la tierra paraguaya esta bendecida por Dios y santificada por la sangre de sus héroes, yo sabré que con un puñado de ella, arrojada sobre mi por ti, estará el más dulce secreto que puede ambicionar tener un hombre... (Toma las manos de ella y las besa. Ambos quedan mirándose.)
ELISA: ¡Cuando tu te vayas, se creara un vacio en el espacio, y aunque la tierra pueda medir la longitud de tu cuerpo, para medir tu hazaña no bastara la historia de dos generaciones...! ¡Te amo! ¡Siempre te amare...! (Se desprenden sus manos enlazadas y Ela, lentamente, ladeando la cabeza para mirar a López, vuelve a la carpa. Mutis.)
ESCENA TERCERA
López, monologando. Luego el Centinela. Luego voces de las residentas.
LOPEZ: ¡La aurora! Si... pero ¡cuánto se tarda la aurora! ¡¿Sera esta noche una de aquellas que no amanecen nunca?! ¿Y ese rumor? La selva inquieta desata ya sus presagios. Oigo al Urutaú en su endecha melancólica... ¡Como canta! Pero... ¿es acaso canto el sollozo...? (Llama.) ¡Centinela!
CENTINELA: (Presentándose) ¡A las ordenes, Señor!
LOPEZ: (Vacilando) -¡No ...! ¡Nada...! Vete a tu puesto... (El centinela obedece y López queda otra vez solo y sigue el monólogo.) ¡No...! No puede el centinela ir a acallar al Urutaú. ¿Qué digo? ¿Acallar el canto...? ¡En todo caso, lo que hay que acallar es el cañón que ruge, no al pájaro que canta! Ah, ¡si pudiera la pólvora que mata ser harina del pan que da la vida! ¡Que canten los pájaros! ¡Qué sople la brisa! ¡Qué murmuren raudos los arroyos! ¿Qué...? ¡Veo que ya la luna está haciendo su nido de plata en la copa de los arboles! ¡Oigo caballos que relinchan...! (Oye pasos.) ¿Quien vive? (Aparece el mismo centinela.)
CENTINELA: Soy yo, Señor...
LOPEZ: ¿Otra vez? ¿A qué vienes, hijo? Yo no te he llamado...
CENTINELA: Señor, su madre, doña Juana Pabla, solicita verlo. Me dijo, es decir, me pidió...
LOPEZ: (Volviéndose hacia el centinela y poniéndole las manos sobre los hombros) ¿Mi madre? ¡Mi madre...! Ve, hijo... Ya estoy con ella. Yo nunca me he apartado de mi madre. Sí, porque mi madre es esta tierra que piso y me sostiene, y esta noche inmensa que me abraza en su seno como a un hijo querido. Ella está allí, adentro de esa carpa; esta en cada una de las mujeres humildes del pueblo que en el silencio resignado de su abrumador destino amamantan a sus hijos, recostadas en las mansas ruedas de las carretas. Esta en las heroínas que dulcifican los momentos tristes y agónicos de mis valientes guerreros. Mi madre es la causa que defendemos tú y yo, hijo mío... Pero vete ya; y dile a esa persona que pregunta por mí que no estoy, que me he ido... que estoy sacando chispas con mi espada en las piedras silenciosas de la noche... (El centinela se va; Solano López, meditando, sigue su monologo.) Ah, si pudiera hablar con los espíritus y obtener de ellos que se presenten aquí aquellos seres que amo y que tienen el afecto cálido de mi corazón. Pero no; los poderes de Dios son inescrutables y el hecho serla imposible... Además, muchos de ellos ya murieron; ¡ya están profundamente muertos...! (Se sienta; sumerge la cara entre las manos y hay silencio. Luego se oye una voz -o un coro de voces- claramente.)
VOCES DE LAS RESIDENTAS: ¡López! ¡López! Esta es la voz de los espíritus. Cuando se ama, los ruegos de los hombres se convierten en los frutos del pensamiento. Ellos te dicen: ¡Vendrán tus seres amados! ¡Vendrán tus amigos! ; Vendrán a esta sórdida velada como un premio del reclamo que hace tu alma atormentada! Disponte a recibirlos... (Las voces se apagan y López se levanta sobresaltado; retrocede unos pasos. Habla.)
LOPEZ: ¿Y esas voces? ¿Sueño...? ¿Acaso deliro...? Y, sin embargo, ¡claramente las oí sonar en mis oídos... ! (Se oye pasos y se ve avanzar una figura desde la penumbra.)
ESCENA CUARTA
López y Díaz.
LOPEZ: ¿Quien va...?
DIAZ: ¡El general José Díaz...!
LOPEZ: ¿Díaz? ¡José Díaz! ¿Eres tú realmente? ¿O es solo una visión que engaña a mis sentidos...?
DIAZ: Sí, señor; José Díaz. Y no soy una visión. (Los dos hombres se abrazan.)
LOPEZ: ¡Es el final, verdad...!
DIAZ: No, Señor; ¡no es el final! Apenas hemos iniciado la marcha. Pero de esta contienda, hoy será la última batalla. Y en ella no podría abandonarte... Mariscal: ¿Puedo decir: ¡Presente...!?
LOPEZ: ¡Lo que no logré explicarme nunca es cómo pudiste abandonarme, después de Curupayty! ¡Todavía después de Curupayty, donde todos juntos de nuevo vimos renacer al Ave Fénix de la Patria, simbolizada en el valor del soldado paraguayo! Tu, Díaz, el hombre sereno, el primer estratega de los ejércitos de la República...
DIAZ: Señor, yo no puedo torcer la decisión de Aquél que gobierna nuestras vidas. Y en el arte de la guerra aprendí a dirigir los proyectiles contra el enemigo... Pero, ¿quién puede tener jamás el poder de adivinar la dirección que llevan las balas disparadas súbitamente? Además, nadie muere en la víspera. Era mi hora. Y la muerte siempre llega ¡en el minuto exacto, sin retorno, con decisión inapelable...!
LOPEZ: Si, ya sé que todo está contra nosotros. De mí dicen que soy un monstruo, un tirano. ¡Que no luchan, dicen, contra la Nación; que luchan tan sólo contra mí, contra un solo hombre! ¿Tú crees eso, José Díaz...?
DIAZ: El valor de los insultos o de los halagos depende de donde provienen y en qué oportunidad. Yo solo sé, Señor, que nosotros defendemos una bandera y que tú eres el asta; ése es su designio; porque saben, Señor, que ninguna bandera flamea en la arena o sepultada en el lodo... Cada uno de los paraguayos que te acompañamos somos una astilla tuya y preferimos enterrarla antes que verla abatida. Pero... yo se también que ellos, nuestros enemigos, no logran nunca conciliar el sueño. Nosotros no combatimos contra ellos, ¡ellos combaten contra nosotros! Una atroz pesadilla, por eso, carcome sus conciencias; son presa del más horrendo de los insomnios y creen que así, matando y matando más y más, logran pacificar al lobo que aúlla en sus entrañas. ¡Y creen que, ingiriendo como antídoto el mismo elemento del veneno que los ciega, podrían, para combatir el trágico desvarío de sus errores, obtener una gracia para sus crímenes imperdonables...!
LOPEZ: ¡Oh, Díaz! ¡José Díaz...! ¡Siempre he evocado tu memoria cada vez que veía brincar a los relámpagos en el otero de los horizontes, tanto como en los latidos acompasados de mí atormentado corazón...!
DIAZ: Gracias, Señor, porque sé que en la hora de mi muerte tuve el privilegio de tus lágrimas. ¡Y hasta fuisteis mi enfermero de cabecera! ¿Qué satisfacción mejor galardonada desearía yo tener, Señor? ¿Y quién que sepa sollozar por él a tan valiente varón no tendrá sobre sus sienes puesto con tanta solemnidad el laurel de la gloria...? ¡Tus enemigos se aterrorizan por el poder de tu genio, por el filo de tu espada, por el poder de tu espíritu indoblegable, y por el valor indeclinable de todo tu pueblo! La Patria tiene en vos a su más fiel y abnegado hijo; a su hijo más honrado, porque os confunde con ella misma. Sois su alma, su emblema, su fuego, su historia. Pero nosotros también, los que a vuestro lado combatimos, tenemos el privilegio de vuestra solicitud, de vuestro afecto, de vuestras lágrimas. Somos parte de vuestra fibra y de vuestros sentimientos. ¡Si gran honor es haber muerto por la Patria, Señor, también es muy honroso disfrutar de vuestra amistad y de vuestra compañía que colma la dimensión y la profundidad de mi hombría como ciudadano, y la bondad de mi suerte como paraguayo...!
LOPEZ: (Acercándose a Díaz, de costado, y poniendo su brazo izquierdo sobre el hombro del amigo) Ven, caminemos un poco. Quiero que este aire fresco, ayudado por tu presencia, tonifique mis fuerzas. (Caminan algunos pasos y, mirando a su amigo, confiesa.) Quiero mirarte distraído y ver cuando el soplo del viento juguetea en el dosel de tus pupilas. ¡Se que en momentos así la inspiración se posaba en el, alma del guerrero! ¡Cuánta falta me has hecho...! Después de tu partida, ¡la Patria perdió a un pedestal, el ejercito a su mejor general y yo perdí a mi mejor amigo! (Pausa. Luego López señala con el índice el horizonte.) Allí comienza la selva, la vasta selva. Apenas traspasado el linde de su mundo vegetal, está el Aquidaban que me sirve de sedante en las siestas estivales. Siempre que puedo allí me refugio. He llegado hasta él y varias veces me entretuve pescando en sus aguas. ¡Sus aguas! ¡Qué frescura! ¡Qué bálsamo...! La otra vez soñé, si, ¡soñé!, José Díaz, que se corría hacia atrás treinta años el reloj del tiempo, e íbamos tú y yo, en la flor de nuestra adolescencia, a chapotear en sus aguas caprichosas. Que hacíamos montañas de espuma sobre su lomo líquido y las profusas y gallardas tacuaras que proliferan en sus riberas, eran como nuestras ilusiones; si, ¡como nuestras ilusiones: verdes, proyectadas como flechas hacia el espacio azul del infinito...! Pero... ¿no sientes temblar levemente la tierra? ¿No oyes algo así como un rumor sordo que se agita entre las plantas de los pajonales y de los bejucos cercanos...?
DIAZ: ¡Sí!, ¡Siento, Señor...! ¡Es el Universo que palpita...!
LOPEZ: Hacia el Este, hacia donde se asoma siempre el sol (señalando con su índice), partiendo del Mbaracayu, presiento que llega por la Cordillera de Amambay una legión interminable de héroes. ¡Es el pueblo paraguayo, Díaz, que para estar a la altura de su destino histórico, solo sabe caminar por las cumbres! Y como si lo viera con mis propios ojos, al lado de la caravana inmortal viene un tropel de ágiles jinetes, galopando por las laderas escarpadas. Si, ¡los veo...! ¡Lo encabezan Rivarola, Toledo, Mongelós, Bado y Caballero...! ¿No lo sientes? ¿No los ves? Yo mismo siento ya que dentro de mí corcovea un potro alborotado... Pero, ¡que! ¡Es el final, Díaz, y tú más que nadie lo sabes...! ¿Palideces...?
DIAZ: No, Señor. ¡Estoy cegado por la luz de tu patriotismo! Estoy emocionado. Y lo del Aquidaban no fue sueño, porque horas más, a pleno sol, y todos juntos, nos encontraremos allí. El tacuaral, Señor, es el haz de lanzas que quedaron sepultadas en Curupayty, en Estero Bellaco, en Ita Ybaté. Por eso están airosas y eternamente verdes. ¡Ahora son todas astas y sus hojas ralas, sus copas informes, constituyen los jirones de nuestra bandera que, por salvarse de la ignominia del lodo, Megan hasta la misma bóveda de los cielos...!
LOPEZ: ¿Todo está preparado...?
DIAZ: ¡Todo está preparado, Señor...!
LOPEZ: (Mirándolo fijamente y con voz tonante) ¡José Díaz: yo también estoy preparado! (Los dos hombres se abrazan y Díaz desaparece en la noche. Pausa. López medita.)
ESCENA QUINTA
López: luego entra el general Elizardo Aquino, portando una zapa y un pico.
LOPEZ: ¿Quién va...?
AQUINO: ¡Elizardo Aquino, Brigadier General de los Ejércitos de la República...!
LOPEZ: ¡Elizardo Aquino...! Y esos implementos, ¿qué haces aquí con ellos?
AQUINO: Siempre los traigo conmigo, Señor. ¡Pues creo que si en tiempos de paz hemos construido con tesón, en los tiempos de destrucción debemos redoblar nuestra potencia creativa para reconstruir lo que se ha destruido y crear al mismo tiempo cosas nuevas para el disfrute de las nuevas generaciones...!
LOPEZ: ¡Elizardo Aquino: el soldado obrero!
AQUINO: Su ilustre padre, el Presidente Carlos Antonio López, nos dijo un día que la prosperidad de las naciones solo es posible cuando el sello distintivo de un pueblo es el trabajo, y que si bien es cierto que para defender a la Patria bastaría un fusil, y para amarla bastaría con tener sentimientos, la construcción permanente de una nación solo es posible con talento, cualidad que debe emplearse en las infinitas variedades de la inteligencia humana, expresadas a través del trabajo creativo...
LOPEZ: Si; recuerdo que admirado de tu ejemplo, en su Mensaje al Congreso Nacional. en el año 1857, fuiste citado por el y menciono al entonces "hábil ingenioso Teniente Aquino, infatigable organizador de los servicios de carpintería en los Arsenales, luego director de la primera fábrica en su género en Paraguay: la fundidora de hierro de Ybycuí. El mismo que después estudio ingles, física, gramática y que siendo comandante de zapadores construyo innumerables puentes y caminos para la República...
AQUINO: Si... ¡Pero también el mismo a quien el Mariscal López hizo estudiar ingeniería a fin de levantar y nivelar terraplenes y colocar rieles...!
LOPEZ: Recuerdo. Y pocos meses después, como resultado de su eficiencia, una locomotora recorría, como si fuera un dios mitológico, la vía férrea instalada por él. ¡La Estación de Pirayú fue su obra personal...! Era un soldado cuyos ascensos ininterrumpidos provenían de dos fuentes y razones igualmente meritorias: ¡el trabajo y el combate...!
AQUINO: Es porque en vuestro ejemplo, Señor, he aprendido que la defensa de la patria debe ser permanente, y que el verdadero soldado debe combatir siempre en dos frentes: ¡en la guerra, con las armas; y en la paz, con las herramientas del trabajo! Aquella es ocasional; pero esta otra lucha es continua y permanente; ¡y de su batalla diaria depende la felicidad de los pueblos...!
LOPEZ: General Elizardo Aquino, ¡hablas como un estadista! ¿Cuántos paraguayos pensarán como tú...?
AQUINO: Todos, Señor... O, por lo menos, la mayoría. La cuestión difícil es encontrar la oportunidad y desarrollar el espíritu creativo a través de la cultura. Ser culto no significa saber muchas cosas, sino poner al servicio del hombre lo que se sabe, como un acto de amor y solidaridad humana... El paraguayo no es menos que un griego, que un inglés o que un francés; ni menos que nadie. Pero los conocimientos solo se adquieren estudiando. Y quien estudia, aprende; y quien aprende, se libera por sí mismo. En mi concepto, ¡el trabajo y la educación son los recursos fundamentales que condicionan la verdadera libertad del hombre! ¡Por eso, el gran Don Carlos no se ha cansado de repetir que "las escuelas son los mejores monumentos que se levantan a la libertad..."!
LOPEZ: Te comprendo. Y no me equivocaba al analizar la fuerza y la entereza de tus convicciones. Con hombres así, ¿cómo pueden vencernos estos "macacos"'? Después de tu partida, al visitar la carpa de campaña, para mí no fue ninguna sorpresa encontrar allí, junto a los pertrechos de guerra, un lote de instrumentos de trabajo y... ¡hasta una biblioteca...!
AQUINO: ¡Gracias, Señor, por tan excepcional honor! En mi lecho de moribundo, aquella tarde del 18 de julio de 1866, escuche de vuestros labios un vibrante: "¡Viva el General Aquino...!". ¿Merecía yo tanto privilegio, Señor...?
LOPEZ: Recuerdo que eso pasó en el Hospital de Campaña de Paso Pucú... Estabas ahí, agonizante, después de haber sido gravemente herido en la batalla de Boquerón. Y aquel grito no fue un privilegio: ¡era una expresión laudatoria para un gran soldado...!
AQUINO: Por eso hoy, Mariscal, en el postrer día de su vida como hombre mortal, pero en el primero en que seréis bautizado como hijo de la gloria y de la inmortalidad, ¡vengo a devolveros el oro con que cerrasteis las aberturas de mis heridas! Y repito en guaraní, lo que entonces dije a los que estaban presentes conmigo: ¡Fierro pe che mbokua los camba ha upéi ñande ruvicha órope omboty la ikuare...!
LOPEZ: Y yo aun gritaría: "¡Viva el General Aquino...!" mil veces; con todo el aliento de mi vida. Y conmigo, ¡todos los paraguayos al unísono...! (Pausa)
AQUINO: ¿Y qué pasó después de aquellos aciagos días? Tan obstinado se mostró el enemigo...?
LOPEZ: Después de la batalla de Curuzú, que sucedió a la de Sauce-Boquerón, todos nuestros esfuerzos se concentraron en fortificar Curupayty y Humaitá. Para ganar tiempo en la realización de estos trabajos, así como para sondear la verdadera intención del enemigo, se produjo la entrevista de Yatayty Corá, el 12 de septiembre de 1866...
AQUINO: ¿Yatayty Corá...?
LOPEZ: Si, en ese mismo lugar donde dos meses antes combatiste al enemigo...
AQUINO: ¡La batalla de Yatayty Corá! La recuerdo. Fue el 1l de julio de 1866. Nuestras fuerzas estaban entonces comandadas por el General Díaz. ¡General Díaz! ¡Qué gran Capitán! Y después, Señor, ¿con quién fue la entrevista...?
LOPEZ: Con el entonces Comandante en Jefe de los Ejércitos de la Triple Alianza. La iniciativa partió de nuestra parte... En efecto, escribí diciendo que proponía una entrevista entre los jefes de ambas fuerzas en pugna para concertar una conferencia en donde, acaso, con la ayuda de Dios, pudieran echarse las bases de una paz honrosa entre ambos combatientes, ¡y en la creencia de que la sangre derramada era ya bastante como para lavar la ofensa con que cada uno de los beligerantes se creyese agraviado...!
AQUINO: ¡Hubiese sido mejor hablar a las piedras, Señor! ¡Bien sabíais que ellos no querían la paz! Ellos querían anexar nuestro territorio y destruir nuestro Estado: ¡la destrucción del Paraguay como República independiente! Recuerdo que despreciaban hasta nuestro idioma. ¡El idioma guaraní, el instrumento cultural terrígeno de nuestro pueblo! ¿Por qué lo despreciaban...? Porque -es sencillo- ¡sabían que el idioma mantiene y alimenta una entidad colectiva que se llama nación paraguaya...!
LOPEZ: ¡Lo dices muy bien y aciertas en la verdad! Pero aún sabiendo eso, y más, intente la concertación de la paz... En fin, la entrevista se llevó a cabo. Se discutió durante cinco largas horas. Y es cierto, el representante del enemigo me pareció que más curiosidad tenía de hablar personalmente con López, con el Mariscal López, que de hablar de la paz. Y más que una piedra insensible, era también una triste veleta y al mismo tiempo un desdichado lobo. Por una parte, estaba impedido para poder aceptar cualquier tentativa de paz porque era un simple instrumento manejado por hilos de poderosas fuerzas coaligadas por imperios egoístas y rapaces; ¡y como hombre sin escrúpulos, poco le importaban los horrores de la guerra! Solo insistió en las condiciones establecidas en el famoso y tristemente célebre Tratado. Y tú sabes, Aquino, que esas condiciones, por ser onerosas, infames y afrentosas al honor y a la dignidad nacional, ¡eran inaceptables para un pueblo libre que ha forjado su libertad a costa del sacrificio y la sangre de varias generaciones!
AQUINO: ¡Mientras las águilas vuelan, los buitres rapiñan! ¿Y vos, Señor, caminando por ese estercolero...?
LOPEZ: Antes que el asco personal, están las razones de Estado. Pero, además, ¡yo quería sinceramente la paz! Y con ese acto, además de otros tantos, me asistía la satisfacción de haber dado así la más alta prueba de patriotismo para mi país, de consideración para los enemigos que lo combaten y de humanidad para el mundo imparcial que nos observa...
AQUINO: Pero la respuesta fue el rugido sordo de los cañones. Ya lo sé. ¡Ah, Mariscal...! ¡Habrán aprendido, sin embargo, que cada terrón del Paraguay tiene un alto precio y que deben sacrificar cientos de hombres por cada metro de tierra que nos despojan a la fuerza...!
LOPEZ: ¡A ellos nunca les importó la muerte de sus hombres...! ¡Y tienen todavía un millón de esclavos en la reserva...!
AQUINO: Así, mejor pactar con el diablo, Mariscal, o con las alimañas de los esteros. Hasta esas especies que nacen y se desarrollan entre los elementos estancos y pútridos de la naturaleza, parecen tener conciencia ante el alma afligida del hombre. Mas, los sicarios no la tienen nunca, y lo único que siempre renuevan, y que tiene vida en ellos, es la hidra que crían en sus entrañas... Y claro, ¿qué les importa a ellos la vida de cientos de hombres, el llanto de los niños, la desesperación de las mujeres, con tal de alimentar a la hidra voraz que es la guía, la senda de sus destinos...? (Pausa) Y de la Fundición. Mariscal, ¿qué se hizo...?
LOPEZ: ¡Ah...! ¡Toda la fabrica fue destruida, asolada y sus últimos defensores inmolados cruelmente! ¡En su desesperada defensa, el Capitán Julián Insfrán sufrió horrendos martirios! ¡Y así, allí donde se fundían hierro y bronce, finalmente se fundió también la voluntad de acero de nuestro pueblo! Me contaron que destruían la fábrica con inaudita saña, como cuando se mata a un reptil venenoso... ¡Ellos, que se dicen los representantes de la civilización...!
AQUINO: ¡Ah, Mariscal! ¿Ybycuí? ¡Ybycuí...! ¡Recuerdo los días de labor: el estridente golpe de los martirios, la exhalación volcánica de las fraguas, el rostro sonriente de los hombres, y la fiesta de cuando dábamos término a una obra creativa! ¡Allí nacieron azadas y machetes para nuestros agricultores! Todos nos sentíamos un poco dioses allí... ¡No pasó un solo día en que no apareciera un bello arco iris a formar un puente de luces entre el cerro y el arroyo Mbuyapey...! ¡Decían los trabajadores que a través del arco iris, Dios reponía el agua que diariamente se utilizaba en la fábrica! ¡Pero la guerra trastocó la nobleza de nuestro afán y Hasta las ilusiones intimas se convirtieron en fuego...! Allí se creó el cañón El Gordo Criollo, que tenía nada menos que diez toneladas de peso; y otro, de doce toneladas, el inolvidable cañón El Cristiano, llamado así porque fue totalmente hecho con el bronce fundido de las campanas de las iglesias. En su tubo, inscribimos esta leyenda: "La Iglesia al Estado"; y cuando los artilleros lo detonaban, decían con el peculiar gracejo nativo: "Atención, macacos; ¡ahí va un ángel...!". ¡Pero, no importa Mariscal! ¿Se acuerda, Señor, de lo que decía el Semanario Cabichu’i...? Decía: "¡Jamás seremos esclavos...!".
LOPEZ: (Con energía) ¡Y jamás lo seremos...!
AQUINO: ¡Jamás lo seremos. Mariscal...! Y llegará el día en que los crisoles de metales serán otra vez crisoles de paz y de trabajo creador; ¡y en vez de granadas, los cañones paraguayos dispararan rosas y mieses! ¡Y sé que mañana, quizás a estas mismas horas, aquí cerca, en la picada de Chirigüelo, estará el General Francisco Roa, abrazado al último cañón del Paraguay combatiente!
LOPEZ: Tal vez tenían razón algunos de aquellos antiguos griegos cuando señalaban que el comienzo de la vida está en el fuego...
AQUINO: Sea lo que sea. Mariscal, ¡jamás seremos esclavos...!
LOPEZ: ¡Así será..,! General Elizardo Aquino: La copa está servida, ¡es preciso, beberla...!
AQUINO: Si, Mariscal; pero en las copas de los héroes como, vos, el vino se hace sangre, la sangre se hace tierra, ¡y en esa tierra crecen finalmente mirtos y laureles para honrar su recuerdo hasta la eternidad! (Los dos hombres se abrazan. Aquino se va.)
ESCENA SEXTA
López, voces de las residentas. Luego, Venancio. Y el centinela.
LOPEZ: (Como, despertando de un sueño) ¿Qué oigo? ¡El rumor sigue pero la aurora se tarda tanto...! ¿Por qué siempre tarda tanto lo que tanto se espera...? (Aguzando el oído exclama y se pregunta.) ¡Ya vienen! ¿Ya vienen? Pero, ¿quiénes son? ¿Quién vive...?
VOCES DE LAS RESIDENTAS: ¡Son los jinetes de la noche que rondan los valles de Cerro Cora! Cabalgan por todas las latitudes de la Patria y traen en la grupa de sus corceles a tus seres queridos... Aquí llega uno; recíbelo...
LOPEZ: (Al ver salir la figura desde las sombras) ¿Quién es? Acércate, no te diviso... (Una figura avanza tambaleándose, tosiendo. Su rostro está castigado por el dolor y el sufrimiento.) ¿Quién eres...? No te conozco...
VENANCIO: (Avanzando más) ¿No me reconoces, Señor...?
LOPEZ: (Ya más cerca de la persona que avanza) ¡Venancio! ¡Venancio, hermano mío...!
VENANCIO: Sí; soy Venancio, tu hermano...
LOPEZ: ¡Estás agitado! ¿Tuviste que correr tanto...?
VENANCIO: Vengo de aquí cerca, de la Picada del Chirigüelo... (Tose.)
LOPEZ: ¡Venancio, hermano mío! ¡El más amado de mis hermanos...!
VENANCIO: Tengo sed, Señor; mucha sed...
LOPEZ: (Grita:) ¡Centinela...! (Aparece el centinela.)
CENTINELA: ¡A las órdenes, Señor...!
LOPEZ: Un vaso de agua, hijo. Un vaso de agua. (Vase el centinela; vuelve y trae el vaso de agua. Luego hace mutis. Venancio bebe el agua.)
VENANCIO: Gracias, Señor; ahora estoy mejor.
LOPEZ: (Mirándolo fijamente pero con pavor) ¿Del Chirigüelo, decías? ¿Y que hacías allí...?
VENANCIO: Pues... ¿no lo sabes? ¿O finges ignorar? ¡De tus ordenes venía encadenado, Señor...!
LOPEZ: ¿De mis órdenes venías encadenado...? Sí. Ya recuerdo. Ahora recuerdo. Fue desde los días de San Fernando... (Pausa) ¿Por qué me traicionaste, Venancio? ¿Por qué?
VENANCIO: ¡¿Traidor... yo...?! Yo no he traicionado a nadie. Ni a ti ni a nadie. Pero en la vorágine, la ceniza de la inquina cegó tus ojos y dejaste que avanzaran sobre mí los destructivos y asfixiantes tentáculos de la calumnia... ¡Tú tienes celo de la Patria, más que de la verdad...!
LOPEZ: ¡Ah Venancio! ¡Mi querido Venancio!
VENANCIO: Si... Sé que soy la voz de tu conciencia. Y que después de mí, la orden más dolorosa que diste fue la que alcanzó a Pancha Garmendia, ¡que ha sido ajusticiada en contra de tus íntimos sentimientos...! Pero, ¡no cargues ya con tantos pesos! Por mi parte, te declaro que mi conciencia está tranquila, y aunque mi cuerpo se halla hoy carcomido por las enfermedades y magullado por los azotes, mi cabeza está firme y mis ideas son limpias. Te perdono, Pancho. En la guerra, la más espantosa y cruel de las acciones humanas, a los hombres los consume la pasión de Saturno y sin querer devoran a sus propios hijos.
LOPEZ: Detente, Venancio... Tú bien sabes y puedes comprender porque, yo no mezclo nunca mis sentimientos personales, mis emociones íntimas, con los deberes que asumo en nombre de la Patria...
VENANCIO: Sí; no digo lo contrario. Y ya te lo dije. Te perdono; y es más: ¡A pesar de todo, puedo todavía comprender el terrible desenlace de tu propio infortunio! (Los dos hombres se abrazan y lloran. Al rato dice Venancio.) ¡¿Lloras...?! ¿Tú, lloras...?
LOPEZ: ¿Y por qué no...? ¿No tengo derecho a tener sentimientos? Al nacer, lo primero que hace el hombre es llorar, ¿y por qué espantarse si ya grande sigue llorando todavía?
VENANCIO: Al menos has llorado conmigo... ¿Somos así el retrato de la Patria...?
LOPEZ: ¡Tú, más que yo, Venancio, eres el retrato perfecto de la Patria! El vía crucis de tu existencia es el mejor testimonio. Siempre, desde los días de San Fernando, he meditado sobre ello. Así, se te hizo militar en contra tal vez de tus íntimos deseos, sin serlo nunca jamás ni de vocación ni de corazón, forzado por las circunstancias. Siendo enamorado y abanderado de la paz, ¡toda tu vida ha estado atada al carro de la guerra...! ¡Qué contrariedad...! ¿Y dices hoy que estás así por culpa de la calumnia...? ¡La calumnia! ¡Esa hidra destructiva que acorrala la existencia del hombre! ¿Y la Patria, Venancio...? ¿No ha sido acaso calumniada...? ¡La soez y fría lengua de la infamia nos lame a todos por igual sin que podamos escapar un solo paraguayo del poder despiadado de su veneno! Estas fuerzas del mal, aliadas del temor y del odio, hacen correr a la Patria, desde los albores de su Independencia, la suerte de Prometeo... Sí, sentimos que nuestros enemigos son como buitres hambrientos que no solo devoran nuestras partes vitales; ¡además se empeñan en mancillar nuestro honor y en encadenar nuestra libertad! Pero yo te digo, Venancio, que si todo el pueblo paraguayo es como el Dios Prometeo, su espíritu es, sin embargo, ¡más fuerte que la roca en donde lo atan, y su paciencia y su patriotismo hacen desesperar a los propios buitres que lo desangran...!
VENANCIO: Siempre sostuve, Pancho, que la guerra fue desatada por la envidia de aquellos señores que no pueden tolerar el surgimiento de un país libre en las barbas del despotismo y de la anarquía...
LOPEZ: ¡La envidia! ¡Bien lo has dicho! ¡La envidia, Venancio, por ser hija de las Tinieblas, le teme a la luz porque su resplandor vivificante golpea constantemente la piel de aquellas sórdidas pupilas acostumbradas a metamorfosearse solo al amparo de las sombras...!
VENANCIO: Por eso, ¡tu carga es más grande que la mía...!
LOPEZ: Sí, aun así, es cierto; creo que mi carga es más pesada que la tuya; pues no solo debo representar a la moral de una civilización que se obstina en destruir en sus propios cimientos a la conciencia de una época; más que eso, mi querido Venancio, ¡debo cargar también, como un atribulado Atlas, con todo el peso que tiene el mundo del pasado, y proyectar, con su masa incomoda y cruel, sobre los hombros de varias generaciones futuras! ¡Volcanes de fuego reventarán sobre mi cabeza, mientras que sobre tu tumba descenderá la paz y podrás descansar, quietamente, por los siglos de los siglos, bajo la dulce protección de la palma y el olivo. Pero yo nunca podre vivir aislado del gorro frigio y del león... Porque mientras tú, Venancio, duermas tranquilamente en el silencio acogedor del remanso eterno, en un oasis acariciado por las alas de la brisa y el beso del olvido. ¡Yo estaré por mucho tiempo desesperado en un patético horno de iras, lidiando eternamente contra las sierpes negras que la hidra del mal no deja de crear, incesante, en sus lóbregas entrañas...!
VENANCIO: No te excites. Domina tus impulsos. Ya Benigno me decía... ¿Te acuerdas de Benigno, y de Inocencia y de Rafaela...?
LOPEZ: Sí, los recuerdo. Pero Benigno nunca aprobó mi conducta. ¡En todo me contradecía! En cuanto a Inocencia y Rafaela, bueno... ¡las veo solamente como lejanos puntos que flotan en el aire, que se balancean en la hamaca del viento! Pero... ¿a qué recordar eso ahora...? No podemos asir el pasado. El tiempo huyo y se escapo para siempre.
VENANCIO: No, Pancho; el tiempo no huye. El tiempo es único y eterno. ¡Los que pasamos y huimos somos nosotros! ¡Volvemos al polvo de donde provenimos!
LOPEZ: Sí; creo que sí. Perdóname. Eso lo digo porque hoy espero a la aurora, ¡un tiempo que tanto espero y que tarda tanto...! ¿Sabes tú, Venancio, porque hoy como nunca tanto se tarda en venir la aurora?
VENANCIO: Porque todos los momentos que se esperan con vehemencia, o se tardan mucho tiempo o no llegan nunca, ¡o llegan cuando no los esperamos...!
LOPEZ: ¡Venancio! ¡Venancio...! ¿Por qué no podemos otra vez, como hace años, sentarnos tú y yo a la sombra del viejo algarrobo para pedirte consejos; a paseamos al filo del crepúsculo por el camino aquel por cuya vera se desparraman los verdes naranjales? ¡Pero sea...! ¡Vayamos al encuentro de nuestro destino...!
VENANCIO: (Haciendo una reverencia) Envidio, Señor, tu destino. Tal vez ya no consigas vencer a tus enemigos en los campos de batalla, porque ellos son cientos y se multiplican como ratas. Pero veo que aún en la hora postrera puedes vencer a tus propias emociones. Tan solo lamento no haber podido ayudarte más. ¡Fue tan poco lo que hice! ¡Y que triste suerte la de nuestros compatriotas que siendo hombres libres tengan que morir sacrificados en manos de los esclavistas y de los impíos! ¡Dios mío...! ¡El pueblo libre, vencido! ¡El pueblo esclavo, bajo la férula de amos despiadados, el vencedor...!
LOPEZ: El vencedor, Venancio, ¡no es aquel que queda con vida en el campo de batalla, sino aquel que muere por una causa bella! ¿Hombres libres, dices...? ¡He ahí la dimensión de la dignidad humana! Es como una ley histórica. Y lo sabes muy bien, Venancio, que desde tiempos inmemoriales el hombre libre es la presa favorita de las fauces del oscurantismo, de la prisión y del poder destructivo de la guerra. Y sigue siendo ese signo el gran cáncer de nuestro siglo... (Venancio tose una y otra vez.)
VENANCIO: Perdóname, me ahogo...
LOPEZ: Ven, eleva tus ojos al cielo...
VENANCIO: (Tratando de mirar) No puedo, Señor; estoy casi ciego. Pero... mira tú por mí, y dime lo que ves...
LOPEZ: ¡Sí, Venancio; mirare por ti!
VENANCIO: ¿Qué ves...?
LOPEZ: Veo, Venancio, la Cruz del Sur, nítidamente. Es la vigía tutelar de los que andan. ¡El lazarillo de los viajeros que se pierden en la dimensión infinita del espacio, y el norte de los que se extravían en los caminos desiertos...
VENANCIO: A esas estrellas, te ruego, que pidas algo para mí: una esperanza, una promesa...
LOPEZ: A esas estrellas les pido, Venancio, en nombre de Dios, que guíen tus pasos y nos hagan salir, a los dos, de la maldita y triste encrucijada en que nos encontramos hoy, para reunimos todos juntos en el más allá, ¡allí donde todo se olvida y todo renace...! ¿Crees en ello, Venancio...?
VENANCIO: Sí, ¡creo...! ¡Gracias, Señor!
LOPEZ: ¡Hasta pronto, Venancio...!
VENANCIO: ¡Hasta pronto, Señor...! (Se abrazan; vase Venancio. Cae el telón.)