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PRINCESA AQUINO AUGSTEN

  OJOS - Por PRINCESA AQUINO AUGSTEN - Año 2017


OJOS - Por PRINCESA AQUINO AUGSTEN - Año 2017

OJOS

 

Por PRINCESA AQUINO AUGSTEN

 

 

Esa obsesiva manía de Beth de coleccionar ojos en frascos me causaba, no repulsión propiamente, sino una molestia extraña en la espalda, en el cuerpo todo. Algo así como si un bisturí cortara mis músculos trapezoidales e hiciera un tajo recto sobre la columna vertebral. Así de fuerte era la sensación que me provocaba.

Su pequeña colección comenzó con los ojos de la gallina que mató Berta para Navidad. Lo recuerdo bien, porque me pidió que la acompañara a la farmacia para comprar el formol y, de camino, se hizo con unos ojos de vaca del frigorífico vecino. Colocó los frascos en el estante del pasillo, pero al verlos la tía, horrorizada, le pidió que los tirara. Ella mintió diciendo que eran parte de la tarea escolar y acordaron que los mantendría en la repisa de su dormitorio, que era vecino al mío.

Ese año para el pesebre que acostumbraba a armar en un rincón del patio, porque cada una tenía el suyo, pintó las viejas pelotas de tenis con ojos y las colgó como globos. La idea hubiera sido festejada si no fuera por el hecho de que estos ojos estaban destrozados, heridos, sangrantes. Cada uno más espantoso que el otro. Todos intentamos convencerla, para que las quitara, pero ella alegó que el pesebre era suyo. Además quería que Dios pudiera ver claramente lo que pasaba aquí. Como se quemaban los árboles, dijo señalando la pelota con los ojos quemados, o los animales muer-tos que flotaban en el río, representados por la que tenía los ojos destruidos, los asesinatos y robos vio-lentos eran los ojos heridos, sangrantes y atravesados por alfileres y clavos. Fue la primera vez que la tía propuso llevarla a un psicólogo, pero nadie la escuchó. Al no tener hijos nos cuidaba y nos quería como si fuéramos sus hijas. Ese año claro está que ninguno de la casa invitó a que vinieran a ver nuestros Nacimientos o pesebres. Las fiestas se hicieron tan largas que el único pedido que recuerdo haberle hecho a los Reyes Magos fue que se llevaran el pesebre de Beth. Y por fin ella lo desarmó.

Pero continuó su colección, esta vez fueron un sapo y el pecado que trajo el tío los que donaron sus ojos. Hasta llegó a quitarle a Tom sus ojos cuando murió. Pobre perro, sé que no le servirían de nada, pero de igual modo me atormentaba verlos en ese frasco vecino a los otros de mermelada y mayonesa Hellmans que usaba para su afición. Puso incluso un par de ojos de muñecas, lo que asustó mucho a mi tía, porque el rostro de una muñeca sin ojos es lo más espeluznante que se pueda ver. Eso dio por resulta-do que la tía, francamente preocupada, insistiera en llevarla al psicólogo. Pero el tío, como todas las veces anteriores, no quería.

Creció su colección de ojos y mi curiosidad. Que-ría saber el porqué. Fueron varias las veces que le pregunté, pero no era la única; la tía y muchas otras personas lo hicieron, pero ella nunca respondió.

Un día llegó del campo la tía Ida –era la que la había traído a Beth a vivir con los tíos– y con ella los re-cuerdos de infancia, incluida la de Beth. Y ya no podía callar el secreto. No a mí, tía, nadie notó mi presencia. El campo que está cerca pero parece lejos, porque sus caminos son de tierra y con las lluvias se vuelven intransitables. Y ella jugando en el patio con la tierra, en el rancho aquel en el que vivía, en el que su madre parió sin descanso a sus diez hijos. Y ella… parió aquel engendro de inmensa cabeza que no pudieron evitar que viera, porque en esos parajes no había médicos y el veterinario que le salvó la vida asistiendo al parto de la niña violada sólo pudo aplicar una pequeña dosis de anestesia que no fue suficiente para evitar que despertara en la cesárea, en el momento justo para ver los desmesurados ojos del niño que salía de su vientre. El hidrocefálico que nunca vivió, pero pasó por su cuerpito y su mente destrozando su infancia. Y la tía Ida repetía que la nenita sólo pudo decir: ¡Esos ojos! Con la expresión de pánico en el rostro antes del desmayo.

 

 

 

 

 

 

 

Fuente:

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ELLAS HABLAN

Cuentos sin mordaza

Páginas 15 al 20

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