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NELSON AGUILERA

  PEDRO JUAN CAVALLERO, EL PATRIOTA DE LA LIBERTAD - Por NELSON AGUILERA


PEDRO JUAN CAVALLERO, EL PATRIOTA DE LA LIBERTAD - Por NELSON AGUILERA

PEDRO JUAN CAVALLERO, EL PATRIOTA DE LA LIBERTAD

(Fragmento)

NELSON AGUILERA

 

El frío de mayo comenzaba a soplar y los prisioneros buscaban refugio alrededor de un brasero para un agradable jepe'e. Pedo Juan Cavallero, Vicente Ignacio Iturbe, Fernando de la Mora, Juan Bautista Rivarola y Fulgencio Yegros participaban de otra ronda de mate aquella tardecita del 14 de mayo de 1821. Yegros fue el primero en lanzar el tema sobre el cual conversar. Las brasas chisporrotearon por el poncho de Pedro Juan quien se sacudió rápidamente como temiendo quemarse. Iturbe dejó escapar unas carcajadas al ver a su ex condiscípulo esquivarse de las chispas. Yegros lo ignoró sobriamente y continuó con el tema. El dictador está manejando este país a punta de fusil, tejuruguai, encarcelamientos y grillos de hierro. Las ofensas más insignificantes llegan hasta sus oídos y él imparte lo que solamente él considera justicia. Le interrumpe de la Mora: Dicen que los pardos no pueden casarse con las indias, ni tampoco los extranjeros como los correntinos con las capitalinas. ¡Pero estamos peor que en la época de los españoles!, exclamó Pedro Juan. Antes nuestra gente podía casarse con quien quisiere pero ahora hasta hay que pedir permiso a su señoría para contraer matrimonio. Escuché que varios pedidos fueron denegados, no sólo por la diferencia racial sino también por diferencias sociales. Iturbe se mostró preocupado y acotó: A mí me han referido que apresa a quien sea, ya sean niños, mujeres, hombres o ancianos. Me han dicho que trajeron a nuestra amiga Isabel desde Caapucú por hablar mal de Su Majestad. Pedro Juan se sobresaltó de ira al escuchar esta expresión. ¡Su Majestad! ¡Su Majestad! Él no es ninguna majestad, es un tirano que perdió la cordura y somete a su pueblo a una servil humillación. Es un hombre que pretende imponer su grandeza a través de la fuerza como reflejo de su inseguridad, de sus temores y complejos personales. Tranquilícese, Capitán, remarcó de la Mora. Usted debe cuidarse de lo que dice. El supremo tiene espías hasta en la cárcel. Hay muchos que están en contra de él pero hay cientos que lo apoyan porque han logrado beneficios por ser sus informantes. Creo que debemos ser más cautelosos, interrumpió Juan Bautista, si hay algo que Francia está logrando que funcione maravillosamente es el sistema de espionaje. Tiene pyragües hasta en su cocido. Él dividió a los paraguayos. Su lema es: divide y vencerás. ¡Qué más puede hacernos! Reclamó Cavallero. ¡Fusilamos! Contestó Iturbe. Y no seríamos los primeros puesto que ya hubo varios fusilamientos bajo su gobierno, luego cuelga los cadáveres en la horca y hace pasar a la gente debajo de los mismos para que aprendan lo que les puede acontecer si no lo obedecen. Pareciera que él goza como un demonio desde su ventana al ver correr la sangre de sus compatriotas, aunque también varios extranjeros ya tuvieron la misma suerte. Escuché que no perdona nada, que dentro de los delitos que castiga se encuentran desde un pequeño hurto de naranjas hasta el robo de ganados ajenos, violaciones, borrachos que gritan mueras al dictador, fugas de parejas cuya unión no fue autorizada por él, o por simples rumores de gente que se queja. La delación es el pan de cada de día de nuestros compatriotas. Se delatan hasta hermanos entre si, puso a los padres contra los hijos y a los hijos contra los padres. Nuestra patria se ha convertido en un verdadero infierno de sospechas y calumnias cuyo fin es la cárcel, la tortura o el fusilamiento debajo del naranjo. Nuestra patria se está convirtiendo en un vasto y tosco cementerio donde no sólo se entierran a los ejecutados, sino también a los que siguen viviendo sin libertad alguna. El Paraguay es un país de muertos.

El silencio se apoderó de los patriotas y comenzó un largo y atemorizante paseó juntamente con el mate que iba pasando ritualmente de mano en mano. El frío se sentía en las espaldas y los gastados ponchos ya no podían abrigarlos en su totalidad. Yegros rompió esa aletargada pausa. Mañana hará diez años que nos independizamos de los europeos y pareciera que hemos saltado de la sartén al fuego, compañeros, pero no debemos perder la fe y la lealtad a nuestros sagrados principios de la libertad del hombre. Esta nación no ha nacido para ser esclava de nadie, ni siquiera del dictador que con extrañas artimañas y subterfugios ha llegado al poder para amedrentar a nuestra gente y pisotear sus conciencias de seres libres. Creo que debemos seguir luchando aún desde esta oscura prisión. Yo sigo soñando y brindando por la libertad, y en señal de ello levanto este mate para honrar nuestros esfuerzos y nuestra lucha que no deben claudicar ante los embates del tirano Francia. ¡Salud, caballeros! ¡Salud!, respondieron todos y levantaron sus puños como si fueran copas cargadas de vino.

La noche iba cayendo lentamente sobre la prisión, sobre las tenebrosas callejas asuncenas. Una negra garúa iba mojando con insistencia la lodosa tierra paraguaya. El mate continuaba girando sin cesar, ya con un comentario, ya con un silencio hasta que un guardia lo interrumpió al pronunciar fuertemente: ¡Capitán Pedro Juan Cavallero! ¡General Fulgencio Yegros! Ambos se miraron fijamente. De la Mora, Rivarola e Iturbe quedaron petrificados, y cientos de ojos aprisionados que compartían los mismos sueños de libertad refulgieron de incertidumbre sobre los dos militares convocados. Ambos fueron llevados hacia el cuarto de la verdad y de la justicia. Más tarde, varios otros fueron los llamados.

¡Aaaayyyy! El grito taladró el silencio de la noche. Toda la población asuncena estaba aterrorizada ante los alaridos que venían del colegio de los jesuitas. Una vez más las torturas de los presos culpados de conspirar en contra del Karai Guasu eran sometidos a las vejaciones más humillantes. Muchas ancianas suplicaban con llanto al cielo por los reos. Otras, en silencio, deseaban la muerte del supremo dictador, pero jamás pronunciarian ni un verbo al respecto con temor de correr la misma suerte de los torturados. Muchos hombres masticaban sus miedos detrás de la sentencia de: Eso les pasa por traicioneros, por conspiradores. Así van a aprender a no ser unos vende patria. Las esposas de los reclusos agradecían que sus pequeñuelos estuvieran durmiendo profundamente y que no escucharan el tormentoso alarido de sus padres.

Pedro Juan Cavallero, juntamente con Fulgencio Yegros y varios otros, fue llevado al cuarto de la verdad y de la justicia. Ambos fueron despojados de sus ropas, quedaron totalmente desnudos y temblaban de frío. Pedro Juan fue el primero en ser obligado a acostarse boca abajo en un catre de madera de dos varas y media de largo y una de ancho. Sus manos y piernas fueron sujetadas en los cuatro estacones del lecho. Su cabeza quedaba colgada fuera del catre. Debajo del mismo se erguía un trozo de madera puntiagudo que le daba justo en los genitales, que recibían las punzadas cuando su espalda, sus nalgas y sus piernas eran azotadas simultáneamente por látigos trenzados, hechos de piel de toro. Los torturadores eran indios guaicurúes contratados por el Karai Guasú, cuyo espíritu inquisitorial se gozaba al escuchar las lamentaciones de sus antiguos compañeros de lucha por la independencia del Paraguay.

El Doctor Francia tampoco dormía durante estas sesiones. Se sentaba en su gran sillón de mimbre, se mecía primero lentamente y luego con más ímpetu cuanto más aumentaban los gritos. Mientras tanto, en sus brazos sostenía y acariciaba a su único amigo: Sultán. De cuando en cuando interrumpía este ritual depositando suavemente al perro en el suelo y se paseaba de un lado a otro con las manos cruzadas hacia atrás. Pensaba en la justicia que implantaba en la nueva república y esperaba que los torturados confesasen sus culpas lo más pronto posible para aplicar la merecida sentencia. La ley de las Siete Partidas era su manual. Sus pensamientos giraban alrededor de la idea de que él era la patria en persona, y que un atentado en contra de él era un atentado en contra de la patria. En momentos suspiraba y recordaba sus lecciones dominicas sobre Tomás de Torquemada, cuyas acciones inquisitoriales en contra de los herejes, según él, trajeron justicia a la España del siglo XV Él se consideraba la justicia para el Paraguay.

Los latigazos continuaron y Pedro Juan seguía sin confesar. Su mutismo perturbaba a sus torturadores que cada vez descargaban con más fuerza la piel de toro trenzada en su desnudo cuerpo, que se contorsionaba de un lado a otro en la estrecha cama tratando de evitar el afilado tronco. El escribano del gobierno, pluma en mano, trataba de anotar cualquier sustantivo que el militar profiriera, y nada. El secretario del supremo esperaba con ansias llevar alguna confesión a su señor, y nada. Sólo sus ayes, sus gritos y quejidos resonaban en la habitación y el viento se encargaba de esparcirlos por toda la pequeña ciudad de Asunción. Fulgencio Yegros, sentado sobre un taburete desvencijado, tiritaba de frío en el cuarto contiguo. Los prisioneros, que esperaban su turno en el cuartel de San Francisco y en las arrendadas casas de Alejandro García y Atanasio Echeverria por no haber sido suficiente la cárcel capitalina para albergar a tantos sospechosos, se sentían sumamente preocupados y horrorizados ante el sufrimiento que les esperaba. Iturbe fumaba sin cesar y Fernando de la Mora, como siempre, trataba de encontrar consuelo en la caña. El Dr. Baldovinos, el Comandante Montiel y Don Juan Aristegui se llenaban las bocas de imprecaciones en contra del padre Atanasio Gutiérrez cuya imprudencia desencadenó en el encarcelamiento de cientos de personas, hombres y mujeres de los diferentes partidos del país. ¡Este sacerdote es un verdadero diablo! ¡Cómo va a pedir al penitente Lizardo Bogarín ir a confesar la conspiración al dictador como prueba de su arrepentimiento! ¡Quisiera torcerle el cuello a ese cura mal nacido! ¡Y ese Lizardo es un cobarde catolicón!

La noche iba avanzando lenta y sufridamente. Fulgencio Yegros esperaba con fortaleza su turno. Si el capitán Cavallero fue tan valiente en no confesar nada, él tampoco lo haría. Su resolución fue la misma. Recordó cuando el poder reposaba en sus manos y en las de Francia.

Ese consulado conjunto fue una verdadera trampa de su colega para ir avanzando e ir apoderándose del poder en forma omnímoda. Se arrepintió de haber ordenado a Pedro Juan a regresar a su valle. ¡Cuántas atrocidades me mandó hacer el infeliz de Francia!, mascullaba para sí. Pero no me rendiré y no descansaré hasta verlo depuesto de ese lugar al cual llegó manipulando a la gente pobre de esta república. ¡Gente pobre! Él los llamó bazofia y basura, sin embargo se sirvió muy bien de ellos para obtener el poder que ahora tiene. Sus discursos de protector de la independencia embaucaron a esa gente sencilla e ignorante que acepta a cualquier loco que se hace llamar doctor. Pero este engendro del infierno no me vencerá. Soportaré sus torturas y hasta la muerte si es necesario, pero no le daré el gusto de suplicarle clemencia. En ese momento, la puerta se abrió y el cuerpo desnudo y ensangrentado de Pedro Juan fue arrojado en el piso, y a empellones metieron a Yegros a la tenebrosa pieza de la verdad y de la justicia. El tormento comenzaba ahora para él.

La madrugada fue cortando esperanzas de todos los habitantes de La Asunción. Los gritos continuaron unos tras otros. Las confesiones de algunos no satisficieron al dictador y otra vez fueron sometidos a nuevas torturas. Otros no resistieron el dolor y llegaron a inventar hechos y personajes que tejían la trama de la sospechada conspiración en contra del Karai Guasú. Un esclavo negro murió a consecuencias de los latigazos, pero no habló ni una sola palabra en contra de su amo. Toda la población seguía en vilo ante tan horrorosa velada.

El alba se asomaba en el oriente cuando los guaicurúes dejaron de lacerar los cuerpos de los prisioneros. Era hora de descansar, ya la noche se encargará de traer más terror a los pobladores de la oprimida y ultrajada ciudad de Asunción. Los reos fueron llevados de vuelta a sus fétidas celdas, llenos de sangre cuajada y renegrida de pies a cabeza. En las cárceles había un código tácito de resentimientos, odio, valentía, desconfianza y hasta de patriotismo. Nadie hablaba de lo sucedido.

Las esposas llegaron al amanecer con lágrimas en los ojos, con bálsamos, infusiones, comidas y con las esperanzas rotas por las torturas de la noche anterior. Juana estaba en Tobati con sus hijos y no pudo consolar a Pedro Juan. En el mercado, en la iglesia o en la Plaza Mayor nadie osaba conversar con nadie sobre lo acontecido. El mutismo y la desconfianza seguían dividiendo a la sociedad paraguaya. El Doctor Francia continuaba forjando con manos de hierro, terror y sangre el destino del Paraguay, que seguía aprendiendo a sellar sus labios con el silencio ante las atrocidades cometidas en contra de sus propios hijos.

Las esposas de los presos lloraban al ver el estado en que se encontraban sus hombres. Algunas heridas eran bastante profundas y dolorosas. Muchos de los reos recibieron hasta doscientos azotes y no confesaron ni un delito, ni delataron a nadie. Otros cantaron nombres o inventaron hechos al sentir en sus cuerpos el azote número diez. Estos eran malmirados y discriminados por sus compañeros de celda. Ellos eran los vende patria en el concepto de los conspiradores. No eran dignos de confianza por su cobardía y por las mentiras fabricadas para evitar el dolor.

La mujer de uno de los torturados, entre llantos, y mientras curaba las heridas de su marido a través de los barrotes, se atrevió a decir: Este Francia es un verdadero desgraciado por haberte hecho sufrir de esta manera. El esposo palideció y trató de que se contuviera, de que no murmurara ni una sola palabra más y menos aún en contra del dictador, pero ya era tarde. Uno de los guardias la estiró con fuerza de los pelos con las dos manos, la echó al suelo y ella siguió gritando: ¡Sí, es un desgraciado hijo del diablo que se pudrirá en el infierno! ¡Eso es lo que ha hecho de nuestra provincia, un infierno! El guardia le pateó una y mil veces, otros guardias se acercaron y la arrastraron como una fiera embravecida. Aprovecharon para toquetearla todo el cuerpo durante el forcejeo y le rasgaron el vestido que ya estaba bastante manchado por el barro del asqueroso piso. Luego la tomaron por las extremidades y la lanzaron en medio de la celda de mujeres; entre burlas y risotadas. Su cuerpo para los guardias era menos que una bolsa de basura, ella lloraba y seguía gritando: Y ustedes, ¡guardias mal nacidos, hijos de perras!, un día se arrepentirán de haber servido a semejante monstruo que devorará hasta a sus nietos.

Este hecho produjo una conmoción entre los internos que gritaban a los guardias por haber castigado de esa manera a la mujer. Los esbirros no se hicieron esperar e hicieron danzar sus tejuruguai hacia las rejas. ¡Silencio pee chéve pee vende patria peikóva! ¡Porteñista tuja, traicionero peikóva!, vociferaban desaforados como energúmenos, mientras seguían propinando latigazos por doquier. Las otras esposas que estaban tratando de aplacar el sufrimiento de sus maridos también recibieron algunos chicotazos, y entre desesperación y llantos dejaron todo lo traído y corrieron hacia la salida donde se sintieron más seguras. Afuera en la calle, la lamentación continuó sin parar pero nadie osó proferir palabra ofensiva alguna en contra del dictador.

La mañana fue avanzando, los gritos en la cárcel se calmaron pero no así el llanto y los quejidos de las mujeres. Pedro Juan y sus compañeros presenciaron todo esto pero ni siquiera tenían fuerzas para opinar después de las torturas a las que fueron sometidos la noche anterior. Sólo Iturbe trató de decir algo: Pobre, mujer, de seguro que esta noche la llevarán a la habitación de la verdad y la justicia. Anoche le tocó a Isabel, creo que los guaicurúes se conforman con dos o tres mujeres por noche.

Los lamentos de Isabel de la noche anterior seguían resonando no sólo en los oídos de Iturbe, sino también en los de todo el pueblo. Isabel fue llevada un poco más de la medianoche a la sala de suplicio. Fue desvestida y violada brutalmente por los indios, quienes con sadismo indescriptible disfrutaron más al darle los latigazos que al ultrajarla. Ella no paraba de gritar y de maldecir mil veces el nombre del dictador. ¡Sí, conspiré y conspiraría otra vez en contra de ese monstruoso kambá afrancesado! ¡El dictador es un amargado demonio de estas tierras! ¡Por qué no nació este desgraciado en la tierra de su padre! ¡Él tiene sangre portuguesa y no es de esta provincia! ¡Quién no le conoce! ¡Qué se cure de su sífilis este infeliz! ¡Sí, conspiré, y si pudiera le degollaría con mis propias manos a ese Satanás encarnado! Los que podían oír sus imprecaciones no podían creer que una menuda mujer como Isabel fuese tan valiente para gritar toda su amargura de la manera que lo hizo. Los admiradores y espías del dictador se cerraban los oídos para no pecar escuchando estas blasfemias, y repetían como jaculatorias ¡Háganla callar! ¡Háganla callar! ¡Háganla callar!

Al día siguiente, el cielo de mediodía se enlutó con los grandes y negros nubarrones que cubrieron la ciudad.

El viento sur sopló con ímpetu y la lluvia comenzó a caer como cuchillos sobre La Asunción. Isabel fue arrastrada hasta la Plaza Mayor. Ella llevaba un vestido largo acampanado, manchado en sangre y barro, mojado y rasgado en varias partes. De su rubio pelo desgreñado grandes goterones corrían y humedecían sus claros ojos dándole una visión borrosa de los lugares que fue pasando: las rejas, la cárcel, las mujeres y hombres que gritaban su desesperación, la podrida techumbre, la lodosa calle, la Catedral, el Cabildo y la Casa de Gobierno. La lluvia seguía cayendo filosamente y sin piedad. Los guardias, con la ropa empapada, se acercaron al gran ventanal donde las oscuras manos de Francia les pasaron los cuatro cartuchos a ser utilizados. Si aún estaba con vida después de los cuatro tiros, los verdugos tenían la orden de matarla a bayonetazos. A Isabel le vendaron los ojos con un paño negro, la llevaron debajo de un naranjo y sólo tres disparos fueron suficientes para segar su triste y rebelde vida de este mundo. Los disparos resonaron en todas partes, y en especial en la prisión donde hombres y mujeres la lloraron en silencio, pensando que el siguiente podría ser uno de ellos. Su cuerpo fue puesto debajo de las ventanas del dictador, el raudal corría debajo de ella e iba tiñendo la calle con su sangre. Nadie se atrevió a pedir su cadáver. Los eslabones de la cadena del terror seguían oprimiendo cada vez más a los sospechosos de la conspiración. Al día siguiente, los guardias arrancaron de los picos de los buitres partes de los órganos de Isabel, las colocaron en una caja de madera rústica y llevaron los pedazos de su cuerpo a enterrar en alguna parte ignota en las afueras de la ciudad. Isabel fue acallada para siempre.

La cárcel amaneció conmocionada. El chorro de sangre que salía por la puerta de la oscura celda del Capitán Cavallero llamó la atención de los esbirros de Francia. ¡Vengan a abrir esta puerta!, gritaban desesperados y un grupo de hombres corría con llaves y herramientas. Vicente Ignacio y Juan Bautista se miraron y se dijeron: Hablan de la celda de Pedro Juan. ¡Qué le habrá pasado! Fulgencio Yegros escuchó desde adentro el trajín y los gritos. Se acercó a la puerta cerrada, inclinó sus oídos a ella tratando de captar lo acontecido. Se oyeron el ruido de metales y golpes. La puerta se abrió. Allí estaba él, bañado en sangre, acostado sobre el duro catre, su poncho en el suelo, la blanca camisa teñida de rojo y abierta en la pechera, el brazo izquierdo colgado, la muñeca cortada que parecía una fuente inagotable de sangre, algunas ratas corriendo delante de los guardias y una gran inscripción en la pared escrita con la misma sangre de Pedro Juan Cavallero. Los guardias se estremecieron de temor. Algunos se santiguaron. Otros ordenaron a que se sacara el cuerpo afuera. Cuatro hombres lo estiraron, cada uno por las extremidades y bajaron su cuerpo en el medio del patio. Vicente Ignacio y Juan Bautista estallaron en un gran llanto. ¡No, Pedro Juan! ¡No, hermano de mi alma! Fulgencio Yegros al comprender la tragedia golpeó la cabeza varias veces por la puerta y también dejó estallar un sonoro llanto.

Al clarear el día 13 de julio de 1821, Pedro Juan aprovechó las primeras luces del sol invernal, sacó la navaja del blanco mantelito que su amada Juana le había traído, la desenvainó y comenzó a acariciar el filo de la misma. En su mente resonaron las palabras que escuchó decir a los guardias: El Capitán Cavallero será el primero, luego el General Yegros, después el Dr. Baldovinos... hasta llegar al número de sesenta y ocho personas a ser fusiladas en los próximos días. Luego pensó: ¡No me vencerás, Doctor José Gaspar Rodríguez de Francia! Tu tiranía no tiene límites, tampoco mi dignidad. Podrás matar mi cuerpo pero no te daré el privilegio de que goces al verme ser atravesado por tus cuatro malditos cartuchos. Aquí tienes mi vida, dictador. ¡Te la tiro en la cara para que mi sangre sea sobre ti y no puedas nunca limpiarte de ella! Luego se arrodilló, invocó el perdón de Dios reconociendo su condición de pecador y de la ofensa que estaba por cometer al arrancarse su propia existencia. En su mente resonó suavemente la segunda estrofa del himno que los estacioneros cantaban cuando le tomaron aquel Martes Santo de 1820.

Eres Padre Eterno.

Eres Buen Pastor.

Eres Dios Eterno.

Nuestro Redentor.

Se cortó el dedo derecho y comenzó a escribir con su propia sangre un mensaje en la pared, que en otrora fuera blanca. Después se acostó en la dura cama, tiró el poncho al suelo, pensó en Juana y en sus siete hijos. Sus verdosos ojos se llenaron de lágrimas y dijo: Les amaré aún después de la muerte. Tomó la navaja y se cortó abruptamente las venas de la muñeca izquierda.

Su cuerpo fue arrastrado hasta el ventanal del dictador, quien se hallaba tomando mate a esa hora de la mañana. La noticia ya corrió por toda la ciudad. El dictador al mirar el cadáver de Pedro Juan tendido en el suelo atinó a decir, lleno de ira: ¡Cobarde! ¡Mil veces cobarde! ¡Llévenlo a entesar en las afueras de la ciudad! Y los súbditos del dictador corrieron a cumplir sus órdenes. Para el Capitán Pedro Juan Cavallero no habrá responsos ni novenas porque ha cometido un grave pecado delante de Dios, fueron las palabras de los sacerdotes al pueblo.

El radiante sol de julio fue opacándose y una tenue llovizna comenzó a caer, mientras un negro carruaje llevaba el cuerpo de Pedro Juan hacia algún lugar recóndito en un bosque cercano a la ciudad. Los pobladores de La Asunción lo lloraron en sus cuartos, a escondidas del dictador, y algunas beatas osadas levantaron sus oraciones silenciosas al Creador por el eterno descanso de quien en vida fuera el gran patriota de la libertad en estas tierras.

Juana al enterarse de la noticia, tomó a sus siete hijos y juntos lloraron a Pedro Juan desconsoladamente La acompañaron los vecinos, algunos parientes y las lloronas de Tobati. Los cerros, las selvas, los campos y los arroyos de Aparypy también lloraron a tan célebre patriota cordillerano, que diera todo de si por la independencia de la República del Paraguay.

Fulgencio Yegros fue llevado debajo del naranjo para ser fusilado. Iturbe y Rivarola hicieron gran llanto por quien fuera ejemplo de patriota para ellos. En los corredores de la Casa de los Gobernadores, el Dr. José Gaspar Rodríguez de Francia caminaba nerviosamente, mientras le servían su acostumbrado mate y los verdugos, en la plaza, se preparaban a disparar los cuatro cartuchos para borrar de este mundo a quien en vida fuera compañero de gobierno y primo del dictador. Los cuatro disparos resonaron en la plaza, en las casas, en la Catedral y en la cárcel. Luego el Doctor Francia fue a su escritorio, sacó un libro de Historia Romana y escribió en la portada:

 

17 - VII -21 - PAX- Francia.

 

Vicente Ignacio Iturbe fue fusilado el 27 de mayo de 1837, y el dictador ordenó a que su viuda retirase el cuerpo inerte de su marido de debajo del ventanal. Le dieron cristiana sepultura.

Juan Bautista Rivarola sobrevivió la dictadura francista, el gobierno de Carlos Antonio López y parte del gobierno de Francisco Solano López. Ya anciano, al mirar la tiranía que seguía existiendo en el Paraguay, repetía constantemente las palabras escritas por Pedro Juan Cavallero el día de su muerte: "Yo bien sé que el suicidio es contrario a las leyes de Dios y de la patria, pero la sed de sangre del tirano de mi patria, no se ha de aplacar con la mía". Falleció el 9 de octubre de 1864, cuando la semilla de la Guerra de la Triple Alianza comenzaba a germinar con el bombardeo de Paysandú por los brasileros.


 

 

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Asunción – Paraguay

Mayo, 2011 (299 páginas)


 

 

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