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ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN

  LA DOCTORA Y EL VIEJO ALEMÁN - Cuento de ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN


LA DOCTORA Y EL VIEJO ALEMÁN - Cuento de ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN

LA DOCTORA Y EL VIEJO ALEMÁN

Cuento de ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN


Sonoros, firmes y rápidos pasos se escucharon en el desierto pasillo del hospital, en dirección a la recepción del piso, en donde un joven médico conversaba seduc­toramente con una enfermera.

La recién llegada tomó la carpeta con los historiales clínicos y con la vista comenzó a chequear uno a uno.

—Disculpen que interrumpa su animada plática — dijo en forma seca, irónica y con leve acento extran­jero—. ¿Por qué no se ha tomado nota del estado del paciente del 304?

El joven médico recibido recientemente, con fastidio, dirigió la mirada a la recién llegada y seguidamente a su interlocutora, quien con un leve susurro respondió:

—Es la doctora de intercambio, la israelita.

El galeno miró con desagrado por encima de sus len­tes y escudriñó lentamente, de arriba abajo, a la mujer.

De unos cuarenta años, aunque no los aparentaba, ojos azules como el mar más profundo y una envidiable y curvilínea figura, llevaba sus rubios cabellos sujetos a modo de rodete.

—Buenos días doctora. Creo que no nos han pre­sentado; soy el doctor Benítez —dijo zalameramente e intentando darle un beso a modo de saludo.

—Soy la doctora Neeman —respondió extendiendo la mano al sorprendido galeno—. Ahora que hemos sido presentados reitero mi pregunta doctor Benítez…

—No hace falta. Escuché la primera vez. Pero antes de responder le daré un consejo. En primer lugar, con una actitud como la suya se ganará el encono del perso­nal y eso, no sé en su país, no lleva a ningún lado. Por otro lado el paciente en cuestión, además de ser médico y muy cascarrabias, es un enfermo oncológico terminal. Si me pide mi opinión… bien nos haría que deje su lu­gar a otra persona que lo necesite. Aquí no estamos en Israel. Si quiere ir a verlo puede hacerlo. Aquí tiene su legajo —dijo tirando displicentemente una de las car­petas sobre el mostrador y retomando la conversación con la nerviosa enfermera.

—Enfermera, creo que vi una luz que se encendió en el 315. Vaya a ver qué es lo que necesitan —dijo la doctora, tratando de mantener la compostura, mientras acomodaba el legajo del paciente del 304 y enfilaba ha­cia esa habitación.

—Un último detalle que quizás le haga disminuir su entusiasmo, en especial por el país de donde usted proviene. Se dice que el paciente de la 304 es un nazi.

Sin hacer caso a la maliciosa acotación, la mujer se detuvo delante de la puerta y antes de golpear leyó: Hans Gansse, 80 años, cáncer de estómago, de hígado, colon…

—Pase —Se escuchó desde adentro.

—Buenos días, don Hans. Soy la doctora Neeman.

—¡Buenos días! ¿Acaso la administración ha inverti­do en médicos con modales para enseñar a los asnos de este hospital? —refunfuño el anciano.

Haciendo caso omiso, se dirigió al equipo de goteo y administró una dosis de morfina para luego regular el oxígeno.

Dando un leve suspiro cuando la droga ingresó a su torrente sanguíneo, el anciano dijo:

—Disculpe mi mal carácter doctora… He tomado la mala costumbre de molestar a los pocos galenos que vienen a atenderme. ¡Quién los necesita! De hecho yo mismo me los puedo administrar. Mis años de estudios me avalan…

—Veo que no es de aquí —dijo acomodando sus gruesos anteojos—. Pronto aprenderá y tal vez se ag­giorne a las costumbres locales. En este país existen muchas necesidades sanitarias y pacientes que requieren más cuidados que un muerto vivo como yo.

—Nací en Jaffa, antigua ciudad del moderno estado de Israel.

—¿Y no le molesta atender a un posible asesino nazi, como me llaman por los pasillos?

—Lo que usted haya sido, hecho o no, sólo le im­porta a usted y a su conciencia. Para mí usted es un paciente delicado.

—¿Y si en realidad lo fuera? ¿No querría envenenarme?

—Despreocúpese. No está en mi agenda asesinar a nadie… —dijo la doctora, mientras acomodaba la al­mohada del anciano.

—Discúlpeme doctora Neeman… Puede dejarme sólo. Ya hizo bastante por mi hoy.

—Cálmese. Mis principios no me permiten dejarlo solo en este lugar. Regresaré cuando termine mi turno.

Una sensación de angustia y tristeza embargó al oc­togenario, la cual disimuló diciendo:

—¡No hace falta! Como le dije, hay otros enfermos más importantes.

—No sea testarudo.

—Soy alemán…Le puedo asegurar que si hay un pueblo testarudo, ese es el alemán. Vea; hasta en dos guerras mundiales nos hemos metido y perdido.

—Pues no se preocupe, mis padres nacieron en Ale­mania y mis abuelos en Prusia. Si le digo que volveré es porque lo haré.

—¡Volveré! Eso me sonó a MacArthur —dijo sacán­dole una sonrisa a la doctora.

—Si así lo desea… Volveré y con mis cañones —rio de buena gana la doctora.

Eran las nueve de la noche cuando se escucharon tres leves golpes en la puerta.

—Pase doctora Neeman, la esperaba.

—¿Cómo supo que era yo?

—Los médicos y enfermeras pasan como tromba sin golpear. Además… su perfume es inconfundible… me recuerda a alguien que conocí hace mucho tiempo — dijo suspirando con dificultad.

La doctora colocó un poco más de morfina en el go­tero y se sentó en el pequeño sillón para visitas.

—Es francés. Uno de los pocos gustos que me doy… Caro pero… no sé cómo explicarlo… algo me atrae de él. Ese perfume y las montañas son mi debilidad.

El cuerpo del anciano se estremeció.

—¿Tiene frío? ¿Quiere que cierre la ventana?

—No… déjela abierta… Dígame ¿Alguna vez escaló algún pico? ¿El Matterhorn quizás?

—No me he atrevido, ni he tenido la oportunidad. Esa es una materia pendiente.

—¡Hágalo! No se arrepentirá. Escale hasta la cúspi­de del Ceverino, en la cima del Matterhorn y cuando esté bien arriba, aspire hondo y mientras exhala observe detenidamente el paisaje que la rodea, las formaciones de nubes orográficas con el aire fluyendo alrededor y creando vórtices, el valle de Zmutt…

—Parece que conoce bien el lugar.

—En ese pedazo de roca conocí a Hanna. Hermosa como ella sola, su dorada cabellera al viento contrastan­do con las nubes teñidas por el sol y sus cachetes rojos del frío… Ella, yo y la inmensidad del paisaje… Dis­culpe a este viejo gagá… De seguro la estoy aburriendo con esta conversación.

—Para nada. Le juro que no conozco el lugar pero sus palabras me hacen viajar a él —respondió para lue­go suspirar embelesada por el relato del anciano—. Siga por favor. ¿Hanna era su esposa?

—¿Ve esta cicatriz? —dijo el veterano, haciendo caso omiso a esta última pregunta y mostrando una antigua herida que cruzaba parte del cráneo—. Es un recuer­do de cuando la conocí. Estaba por bajar de la cumbre cuando ella llegó a esta. Las nubes amenazaban con una próxima tormenta. El frío se colaba por nuestros gruesos abrigos. Sin embargo, ella se quitó su gorro de lana y sa­cudió su rubia melena. No tenía más de dieciocho años.

No puedo describir el sublime sentimiento que me embargó. Estaba petrificado, era parte del paisaje mien­tras aquella diosa del Valhala admiraba todo su reino.

Una ráfaga de viento arrebató de su mano el gorro de lana que cayó a mis pies. Lo levanté y tímidamente se lo entregué… Nuestros dedos hicieron contacto y una intensa electricidad corrió por nuestros cuerpos.

—Señorita, si no bajamos ahora nos tomará la tor­menta —murmuré.

Ella asintió y comenzamos el descenso. De pronto, a un poco menos de dos metros sobre mi cabeza divisé un ramillete de edelweiss…

—Y usted se lo obsequió… ¡Qué romántico! Leí so­bre esa costumbre europea en donde los jóvenes regalan a su enamorada aquella flor que sólo crece en las alturas más inaccesibles —dijo la doctora.

—Y este ramillete no era la excepción. Con dificul­tad escalé la escarpada roca y arranqué una de las flores cuando comenzó a nevar y el fuerte viento hizo que caiga al suelo rompiéndome el cráneo.

La luna estaba en lo alto y plateaba el espeso manto de nieve que había caído. Aturdido y cubierta mi ropa con mi propia sangre, vi borrosamente que nos encon­trábamos en una hendidura de la montaña y Hanna abrazándome para darme calor con su cuerpo.

—Pero… que hace aquí… la tormenta… —balbuceé.

—Cálmese. Mis principios no me permiten dejarlo solo en este lugar. Además por nada del mundo dejaré abandonado a su suerte al primero que se esforzó por regalarme un edelweiss —dijo esto último en un suspi­ro apenas audible.

Demás está decir que con las primeras luces del alba llegamos al pueblo, juntos, aunque sin los edelweiss.

—Ahora parece que la que tiene frío es usted —se­ñaló el anciano.

—Así es, cerraré la ventana. Se ha hecho tarde. Ma­ñana es mi día libre pero volveré. Deseo conocer más de su vida… No comprendo cómo los demás médicos pueden ser tan insensibles con usted.

—Déjelos mi generala MacArthur. Ellos se lo pier­den —respondió, saludando marcialmente, seguido de una carcajada.

Al día siguiente, como lo había prometido, la doctora Neeman regresó.

Poco antes de llegar a la habitación escuchó gritos, ruidos metálicos y de vidrios rompiéndose. La enfer­mera del piso salió corriendo de la habitación 304 y al pasar junto a la doctora, mirándola con desprecio dijo:

—Usted ha despertado al monstruo… Encárguese usted de él.

Presurosa se dirigió a la habitación del anciano y al acercarse a la puerta entreabierta vio a este con la cara roja, los ojos desorbitados y ahogándose.

Una honda e irracional aflicción abrumó a la doctora al ver en aquel estado a este casi desconocido paciente.

—Cálmese Hans, cálmese por favor… Ya estoy aquí… No me iré de su lado —dijo estabilizando por medio de las maquinarias y drogas al anciano.

—Máteme doctora… máteme y váyase… Nadie se lo recriminará —dijo con lágrimas en los ojos.

—No me pida algo que no puedo cumplir. Soy cons­ciente del extremo dolor que padece. Le daré más mor­fina si lo desea…

—Querida… doctora… El dolor que siento des­de hace cuarenta años… es más grande que el que me causa el monstruo que carcome mis entrañas. Y no hay morfina que pueda con él. La culpa es mía y sólo mía… Quién sabe, tal vez, esta enfermedad que invade mi cuerpo sea también causada por mi egoísmo, desprecio y arrogancia por los cuales he pagado un alto precio.

—No diga eso, amigo. La enfermedad que usted tie­ne es provocada por un grupo de células que se multi­plican sin control y de manera autónoma, invadiendo localmente y a distancia otros tejidos (Extraído de Wikipedia.), no tiene nada que ver con los males de la humanidad.

—¡Pues debería! —dijo gritando el anciano con los ojos inyectados de ira—. ¿Usted realmente quiere cono­cer todo sobre mi vida? Le contaré. A ver si así me deja morir en paz.

Tal vez por esa inexplicable curiosidad que la atraía a aquellos relatos o la esperanza de que el hacer hablar al anciano fuera una catarsis para él, la doctora Neeman se sentó en el sillón de la habitación y se puso en actitud de escucha.

—Casi dos años fue el tiempo en que un intenso torbellino de sentimientos llenó nuestras vidas y poco antes de recibir mi título de médico fuimos uno. Era la época en que creíamos que nuestro amor podía contra él mundo, contra todo aquel que se nos enfrentara. Tanto que ninguno vio cernirse sobre nosotros el pestilente y nefasto manto que pronto cubrió gran parte del mundo.

Una mañana, ya en Múnich, Hanna ingresó feliz y atropelladamente a mi consultorio recientemente abier­to sobre Neuerstrasse, chocando con un paciente que acababa de hacer una consulta.

Cuatro hombres de gran porte vestidos con largos sobretodos color negro, al igual que sus sombreros, se dirigieron al unísono sobre mi prometida, desistiendo de su actitud a una fría y penetrante mirada de mi paciente.

—Disculpe… señor… —balbuceó Hanna.

De complexión robusta, un metro sesenta y ocho, cabellos castaños, y vestido con un largo sobretodo gris perla que dejaba ver solamente las lustrosas botas ne­gras, el hombre dijo:

—Descuide fräulein, ha sido mi culpa. Que tenga un bello día.

Una vez que los cinco hombres subieron a un Mer­cedes Benz negro, y quedamos solos en la vereda de mi consultorio Hanna dijo asombrada:

—¿Es quien creo que es?

—Sí, es el hombre a quien Hitler confía todos sus secretos, sus ingresos provenientes de derechos postales y de su libro “Mein Kampf ”. Y podría decir sin equivo­carme hasta su propia vida. Herr Martin Bormann y desde hoy mi paciente —dije orgulloso.

Demás está decir que para los principios de los trein­ta, muchos se sentirían igualmente orgullosos al estar, aunque sea a metros, de aquel sujeto, su patrón y demás amigos.

—No me gusta ese hombre —dijo Hanna en voz baja—. Nos traerá problemas.

—¡Al contrario! ¿Qué dices? Este hombre nos cam­biará la vida. Sólo consultó dos veces y ya quiere que nos mudemos a Berlín.

—Sé que Alemania ha prosperado enormemente y que pronto parecerá que nunca sufrimos a causa de a la gran guerra… Pero ¿a qué costo? Fíjate solamente la devaluación monetaria que han realizado…

—No entiendo tu preocupación. Todos los que hemos hecho nuestra declaración de bienes como corresponde, recibimos el equivalente a la nueva moneda. Cierto es que algunos judíos, que quisieron ser más inteligentes que el Führer, no declararon la totalidad de sus riquezas y recibieron solamente lo declarado. Es justo.

—¡Es un robo! Y el que roba está a un paso de matar —gritó mi prometida.

—No hagas escándalo. Pueden escucharnos, y peor aún, pueden pensar que eres judía.

—¿Y si lo fuera?

—No bromees con esas cosas. Ambos sabemos que tu padre es el finado juez von Bauer…

—Él no era mi padre.

—¡Hanna! ¡Por favor! —dije tomándola del brazo e intentando meterla dentro de la vivienda.

Hanna se soltó y con tono firme y el ceño fruncido dijo:

—Mi padre era un médico judío de Possen y mi ma­dre su enfermera. Ambos murieron atendiendo enfer­mos en la epidemia de tifus. El juez von Bauer y su esposa me adoptaron dándome su apellido.

Huyamos de Múnich. Tengo unos ahorros. Venderé la casa de mi padre y podemos ir a cualquier país de América o Asia donde formaremos una familia. Un mé­dico joven como tú…

—¿Cuándo supiste que eras judía? —interrumpí se­camente.

—Desde siempre. Qué importancia tiene eso…

—Toda la importancia. ¡Me mentiste! ¿Cómo pue­do casarme con una judía mentirosa? ¡Vete! No quiero volver a verte.

Hanna palideció cual hoja de papel, dio media vuelta y llorando corrió hacia su casa mientras yo cerraba la puerta estrepitosamente.

Aquella fue la primera y única pelea que tuvimos. Aunque mi corazón seguía latiendo por ella, el cegador orgullo impidió que fuera a disculparme.

Ese día me mudé a Berlín, donde mi fortuna se in­crementó notablemente debido a mi amplia y “distin­guida” clientela, entre los que se encontraban inclusive parientes de los grandes jerarcas del Reichstag.

Seis meses después, regresé a Múnich y sin saber cómo, mis pasos me llevaron ante la casa de Hanna.

Tragué saliva… y orgullo, e hice sonar la aldaba de bronce contra la gran puerta de roble lustrado.

—¿Señor? ¿Qué desea? —preguntó una criada a quien no conocía.

—¿Fräulein von Bauer?

—Ella no vive más en esta casa —respondió una mujer enjoyada y luciendo una estola de visón. Tengo entendido que viajó a un país de Asia... Pero no sé cuál.

Descorazonado y profundamente arrepentido regre­sé a Berlín, y tiempo después –ya durante la invasión–, viajé a París, donde abrí un nuevo consultorio.

Una mañana descendió de un automóvil Renault, un oficial alemán que tocó a mi puerta.

—¡Heil Hitler! —saludó con el brazo en alto.

—¡Heil Hitler! —respondí el saludo.

—Herr doctor Hans, supongo... soy el oberführer von Becker. Her Bormann me ha hablado muy bien de usted, por lo que necesito que me acompañe para exterminar unas ratas que se encuentran en un pueblo llamado Urdos cercano a los Pirineos.

—Disculpe herr Oberführer… no comprendo, soy médico, no el flautista de Hamelin.

Una estruendosa carcajada retumbó en toda la cuadra.

—Herr Bormann me advirtió de su punzante hu­mor. Es evidente que no son roedores de cuatro patas lo que hay que exterminar sino de dos. Le explicaré. Des­de hace unos meses hemos descubierto que un grupo de gitanos y judíos están ayudando a escapar hacia España a los enemigos del Reich, inclusive realizan contraban­do de armas. Y le aclaro: No hablo de una ópera… Ja, ja, ja, me refiero a Carmen…Ja, ja, ja… Ríase hom­bre, esto si es un chiste —dijo el militar golpeando mi espalda—. Vaya. Traiga su uniforme, su brocha para afeitar y su cepillo de dientes que lo espero. Partimos de inmediato.

Para la noche estábamos cenando en Urdos. Pequeño y pintoresco pueblo que dependiendo de como se mire puede decirse que es el primer pueblo de Francia desde España o el último antes de llegar a la comunidad de Aragón.

A la mañana siguiente, con un moderno equipo para escalar, recorrí junto con tres soldados alemanes, varios senderos. A la semana ya conocía casi de memoria va­rios de esto,s que unían Urdos con Sarrance en el terri­torio aragonés donde teníamos apoyo de la policía local.

Poco antes de cumplirse un mes, regresábamos a Urdos cuando descubrí un rastro y decidí con dos de los soldados adentrarnos por un escarpado sendero que había pasado desapercibido, mientras mi tercer acom­pañante alertaba al oberführer von Becker.

La negra noche, sin luna, era propicia para las activi­dades de los partisanos, quienes se encontraban confia­dos cargando cajas de armas sobre unas mulas.

Media hora esperamos ocultos vigilando, hasta que la patrulla alemana llegó comandada por von Becker quien ordenó el ataque. En no más de tres minutos el campamento era nuestro y seis de los siete miembros habían sido capturados.

Estábamos retirándonos cuando un desprendimiento de rocas me puso en alerta. Entre las rocas una sombra intentaba escabullirse. Sin dudar, corrí hacia el lugar y no tardé en descubrir una soga que unía dos elevaciones por la cual se deslizaba ágilmente el partisano. Saqué el cinturón y con él me deslice por la soga cayendo sobre el individuo. Grande fue mi sorpresa cuando descubrí que aquel guerrillero era mi adorada Hanna.

Ambos nos petrificamos al vernos, tal vez por unos instantes, tal vez por un par de minutos, tiempo sufi­ciente para que el mismo von Becker llegue con su fusil Máuser.

—Felicidades herr Hans… Atrapó a la rata gorda — dijo el oficial empuñando con el caño del arma a Hanna.

Hanna me dirigió una mirada triste que me partió, como un frío y filoso puñal, el alma. Yo, desesperado e impotente, nada podía hacer ya que mucho había he­cho. La había condenado a muerte.

Dos días rondé la antigua posada estilo provenzal convertida en improvisado cuartel general, en cuyo só­tano se encontraban Hanna y dos partisanos más. El resto habían sido fusilados.

Al tercer día, terminaba de almorzar cuando un te­niente golpeó la puerta de mi habitación ubicada en otra posada distante a una cuadra del cuartel general.

Me coloqué el uniforme y presuroso respondí al lla­mado, presentándome en la puerta del gran salón de la posada. Los guardias me dejaron pasar y descubrí sen­tado a una larga mesa a von Becker con el uniforme ensangrentado.

Aunque bien sabía que aquella gran mancha roja que cubría la pechera y mangas del uniforme no era del mi­litar, pregunté:

—¿Está herido? ¿Necesita una curación?

—Disculpe mi aspecto —dijo sin responder a mis preguntas—. El trabajo de inteligencia ha sido agotador estos últimos días… Venga siéntese… ¿Almorzó? ¿De­sea que le preparen algo?

—Gracias, acabo de almorzar —dije sentándome en el otro extremo de la mesa.

—Teniente, sírvale este borgoña al doctor —ordenó.

—¿Pudo averiguar algo?

—Herr Doctor, respete mi almuerzo. Hablemos de cosas agradables…

—Disculpe mi falta de educación… Es que…

—Lo sé. Lo sé, amigo… Está ansioso por volver a París. A las gatitas parisinas específicamente. ¿No es así?

—Así es —respondí mal fingiendo una sonrisa.

—Mañana mismo puede irse. Sólo quiero pedirle un último favor. No sé si usted sabe que en mi época de juventud poco antes de la otra gran guerra yo cazaba elefantes y leones en el África, tigres en Malasia… ¡Qué épocas aquellas!

Como le decía, además de eximio cazador soy colec­cionista de obras de arte. En mi casa de Berlín tengo muchos souvenirs de cada lugar a donde viajo. Y no le voy a negar que en estos años de guerra mi colección ha crecido considerablemente. Creo que cuando la gue­rra termine abriré un museo. Sí… eso haré. Uno como el Natural History Museum, de South Kensington, en Londres. ¿Lo conoce?... Ese que tiene los esqueletos de dinosaurios… Pues debería… Aunque pensándolo bien tal vez esos mismos esqueletos estén en mi museo des­pués que la Luftwaffe arrase con Londres…

—¿Pretende comprar los esqueletos de aquellos di­nosaurios?

—Usted me simpatiza… tiene cada salida. ¿Para qué comprar lo que se puede tomar? Londres será parte de Alemania.

—¿No teme lo que pueda opinar el mundo?

—Descuide, el mundo opina lo que la radio y los periódicos dicen. Recuerde la reveladora frase de herr Joseph Goebbels: “Miente, miente, miente que algo quedará; cuanto más grande sea una mentira más gen­te la creerá”.

El militar hablaba con la boca llena mientras alardea­ba en un grotesco monólogo que lo ponía en evidencia con cada palabra.

—Como le decía, quiero la colección más grande de seres extintos, para que el mundo recuerde por mil años el majestuoso museo de von Becker. Y por eso lo mandé llamar —culminó diciendo bruscamente.

—Va a disculpar mi torpeza herr oberführer, no comprendo… ¿Acaso es otra metáfora suya? —dije es­bozando una sonrisa.

—Pues vea que no. Me preguntaba si usted siendo médico no tiene algún conocimiento de taxidermia.

—No. Realmente nunca he experimentado. Bási­camente se monta la piel sobre un maniquí relleno. Si quiere puedo presentarle uno o dos que viven en Berlín, a quienes podría contratar para su museo.

—Puede que lo haga cuando lo abra pero… yo nece­sito uno hoy…ahora. Estuve intentando con unos espe­címenes, pero el resultado no es el apropiado y no quiero arruinar el mejor de ellos. Fue cuando pensé en usted.

El militar se limpió sus manos grasosas en el sucio uniforme y me indicó que lo siga.

Bajamos unas angostas escaleras de troncos y llega­mos a una puerta custodiada por un soldado.

—¡Heil Hitler! —saludó este con el brazo en alto.

—¡Heil Hitler! Abra la puerta por favor… El doctor me acompañará. No quiero que nos molesten —dijo mientra ingresábamos en aquel sótano.

Tras la puerta, una nueva escalera tallada en la roca viva descendía hasta un pequeño recibidor y en una de sus paredes una puerta tipo bóveda entreabierta.

Un fétido y dulzón aroma a muerte impregnaba el ambiente.

—Interrogando a los prisioneros se me ocurrió la maravillosa y genuina idea del museo de especies extin­tas… Venga. Pase —dijo encendiendo la tenue luz de una lámpara a kerosene.

El dantesco y atroz espectáculo que se presentó ante mis ojos me hizo vomitar. Dos de los partisanos se ha­llaban desollados y en parte rellenos con estopa, mien­tras que sus vísceras, esparcidas por el piso, eran el fes­tín de una decena de chillantes ratas.

—Es el olor… No se preocupe. A mí también me pasó… Se debe a que hay poca ventilación en esta an­tigua bodega de vinos. La escogí por la privacidad. Le aseguro que nadie arriba escucha nada de lo que aquí pasa. Pero dejemos el parloteo. Venga, quiero mostrarle el proyecto en el que quiero que me ayude —dijo, seña­lando uno de los rincones que se mantenía en penum­bra detrás de una larga mesa sobre la cual se hallaban cuchillos de distintos tamaños y una pistola.

Al acercarse el militar con la lámpara e iluminar aquel rincón quedé aterrado. Intenté gritar, aunque mis cuerdas vocales no emitieron sonido alguno.

Atada como un animal a un poste con los brazos des­pellejados y rodeada de su propia sangre estaba Hanna.

Su piel, sujeta en parte a la carne viva, caía en san­guinolentos velos.

—¿Qué ha hecho? —pregunté con voz entrecortada.

—Lo sé, es un mal trabajo y por eso necesito que me ayude. Como ve, la cabeza de este espécimen está intacta… podríamos disec…

—Usted esta loco —dije tomando la pistola de la mesa y apuntando al despreciable.

—¿Qué le ocurre? Baje la pistola. Se comporta como si fuesen personas… Véalo como una nueva especie en extinción. No es una mujer. Es un animal.

—No, no es un animal… Es mi Hanna —dije dis­parando a la cabeza del militar hasta que el cargador quedó totalmente vacío.

Temblando, ya que nunca había matado, me dejé caer al suelo.

—Hansi. —Escuché como en un susurro. Dirigí la mirada hacia el lugar de donde venía aquel murmullo y vi a Hanna que intentaba hablarme.

Como movido por un resorte me paré y con uno de los cuchillos corté las cuerdas que la sujetaban al poste. Su frágil cuerpo se desplomó sobre mis brazos.

—Perdóname mi amor… yo soy el culpable, sólo yo… —dije llorando amargamente.

Hanna, con sus manos ensangrentadas, acercó mi cabeza a sus labios y esforzando una sonrisa dijo:

—Te… dije que… tus nuevos amigos… nos mete­rían en problemas.

—¡Esa es mi Hanna! —exclamé con tristeza, tratan­do de consolarla de algún modo—. Por favor no ha­bles… veré cómo puedo sacarte de aquí…

—Sabes, tanto como yo… que eso es imposible, pero… si quieres… abrázame fuerte… tengo mucho frío.

La abracé con todas mis fuerzas.

De su garganta discurrió un agudo quejido, lo que hizo que me aparte de su lacerado cuerpo.

—No hagas caso… no ha sido nada… Abrázame más fuerte… Te amo Hansi.

—También yo, Hanna… Te amo… No me dejes.

Hanna volvió a esbozar una sonrisa forzada y luego de besarme dulcemente dijo:

—Busca a Rebeca… ella es…

El anciano, con lágrimas en los ojos y sollozando, interrumpió el relato por unos momentos mientras la doctora Neeman lo miraba atónita.

—Fueron las últimas palabras de mi amada y las que me han atormentado y perseguido durante el resto de mi vida, como así también todos aquellos que por mi causa murieron de manera tan atroz.

No me costó salir de aquella verdadera mazmorra del medioevo. Pasé junto al guardia y simplemente dije que von Becker seguía trabajando y que no quería que se lo moleste.

Sin saber hasta hoy de dónde saqué la calma, fui a mi habitación, cambié mi ensangrentado uniforme por ropa oscura, y aprovechando la noche crucé los Pirineos y fui a España; donde cambié mi apellido para evitar re­presalias. Terminada la guerra vine a América. Primero a Argentina y finalmente a Paraguay… y aquí me tiene.

—Lo que usted cuenta es… es…

—Lo sé. Increíblemente grotesco, como este mons­truo que se encuentra ante sus ojos y que ni la muerte se atreve a llevar.

—No. No es grotesco, ni monstruoso. Es muy triste. Dígame… no quiero importunarlo, pero… ¿podría de­cirme su verdadero apellido?

—¿Por qué no? ¿Qué importa ya?… von Estinhaus­se… Hans von Estinhausse. Ese solía ser mi nombre… pero de nada sirve ahora… ni siquiera para revelar el verdadero apellido de mi Hanna.

—¿Usted… nunca… averiguó su apellido? —balbu­ceo la doctora Neeman.

—Nunca. Ni su verdadero apellido, ni quién era o es Rebeca y mucho menos dónde buscarla.

—Neeman era su apellido —dijo la doctora sacando un camafeo de plata que llevaba al cuello—. Hanna Neeman era mi madre… yo soy Rebeca… no tienes que buscar más. Aquí estoy padre.

La doctora Rebeca Neeman entregó temblorosa el camafeo en cuya cubierta se encontraba grabada una flor de edelweiss. En su interior, guardando un marchi­to espécimen de aquella flor y una fotografía de Hanna junto a un mechón de sus rubios cabellos, grabada en la tapa se hallaba la frase “Que este edelweiss acompañe siempre a nuestro amor”. Hans von Estinhausse.

—¿Cómo puede ser posible después de tanto tiempo? —dijo el anciano entre lágrimas, tomando la mano de su hija quién rompió en llanto y lo abrazó fuertemente como, hacía ya muchos años, lo había hecho su madre en el lejano Matterhorn—. Este camafeo se lo regalé a Hanna el día que te concebimos. Nunca pensé que el sería el responsable… Quiere decir que ese día del encuentro con Bormann ella…

—Pretendía decirte que estaba embarazada. La pri­ma de mi madre que me cuidó desde niña, me confi­denció eso, y que antes de despedirse, mi madre, colo­cándome este camafeo dijo a mi oído:

—Este camafeo es parte de nuestra familia y nos mantendrá juntos por siempre.

El anciano, con lágrimas de agradecimiento, tomó fuertemente la mano de su hija, sonrió como hacíaa tiempo no lo había hecho, suspiró profundamente y ce­rró los ojos para siempre.

Dos años después, Rebeca pisaba la cúspide pirami­dal del Ceverino en la cima del Matterhorn.

Dejó sus cabellos flotar al viento, bajó su mochila en el rocoso suelo y de esta extrajo la urna con las cenizas de Hans y el mechón de cabellos de Hanna. Destapó la urna, y formando una cruz, con los brazos extendidos, dejo que el cómplice viento esparza los mortales restos sobre el valle del Zmutt, mientras el sol hacía resplande­cer sus dorados cabellos y el frío enrojecía sus mejillas.

 

 

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SEP DIGITAL - NÚMERO 5 - AÑO 1 - SETIEMBRE 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay

 

 

 

 

 

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