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IRINA RÁFOLS

  EL CHINO - Por IRINA RÁFOLS - Año 2017


EL CHINO - Por IRINA RÁFOLS - Año 2017

EL CHINO

 

 Por IRINA RÁFOLS

 

 

Habían puesto un bazar chino al lado de la casa. No solo era bazar, también era cafetería, lencería, restaurante y karaoke. Se podía desayunar, almorzar, merendar y cenar, cantar y coser las medias para un general, pero que fuera chino. El bazar ven-día todo tipo de cosas chinas: velas de colores, marcos para fotos, sábanas, colchas, juguetes. Cada cierto tiempo la señora iba y venía comprando cosas. No era de extrañarse que un día comprara un chino y lo llevara a su casa. Por supuesto que al marido le resultó raro, sin embargo, los hijos, que eran vivarachos, se divirtieron mucho tirándole miguitas de pan en la cara, algo totalmente gracioso e inofensivo. Lo pusieron en el salón de estar para que cuando las visitas llegaran lo vieran bien. Llamaba mucho la atención tener a un chino sentado allí en el sofá en medio de todo. Era muy vistoso.

–No sé para qué quiere un chino acá –comentó molesto el marido a una visita que miraba al chino muy asombrada–, si hubiera sido un alemán o un estadounidense, pero chino…

 –A mí me parece muy bonito –dijo la esposa.

 –Sí, queda muy bien en el contexto del salón –dijo la invitada.

 –A mí me parece que tendrías que sentarlo sobre aquella mesita, al lado del cuadro ese con el bosque –observó otra invitada.

 –¿Al lado del cuadro con el bosque…? Me parece que no –objeta la primera invitada–, deberían acercarlo más a este otro cuadro que tiene una montaña nevada y hay una pareja tomando el té en la cumbre. Va más con la geografía.

–¿El té? –pregunta la esposa.

–El chino. El chino combina mejor con el té. Eso cualquiera lo sabe.

 –Sí, es verdad –reconoce la esposa–, pero ¿quién lo corre? Es muy pesado para andar alzándolo.

–A mí no me pidan que lo alce. El chino es cosa tuya, mujer, yo al chino no lo toco –advierte el esposo.

Y se quedaron todos mirando al chino, que ahora comía pororó y miraba un programa de lotería en la televisión.

–¿Y por qué no le piden que él solito se corra? –pregunta la otra invitada.

 –No podemos. Nadie sabe chino en esta casa –responde la esposa.

–Ah, este es el problema de comprar cosas extranjeras. ¡Nadie entiende los manuales en otro idioma! –se quejó con razón la invitada.

–Éste vino sin manual, vino así nomás sin nada. Ah, no, cierto que vino con este sombrerito –y la es-posa les muestra un bonito sombrerito chino tradicional.

–¿Y por qué no se lo colocan? Lo hará ver más original –observa la otra invitada.

–No, no, trae mala suerte estar en la casa con sombrero –advierte la hija.

–¡Es verdad! –reconoce la misma invitada.

–Para mí que a lo mejor quedaría más bonito en el dormitorio –agrega la esposa.

–¿En el dormitorio? ¡Estás loca! ¿Un chino en nuestro dormitorio? ¡Dónde se vio semejante cosa! ¡No!, ¡nos va a traer problemas de intimidad! –se alarmó el marido.

Otro día vinieron de un barrio vecino a ver al chino, pero tuvieron que esperar porque justo el chino estaba en el baño.

Cuando por fin salió el chino, todos lo miraron con los ojos enormes y curiosos. Se hizo un gran suspenso… Todos los ojos estaban puestos en el chino, que se sentó y volvió a comer pororó mientras miraba el programa de loterías en la televisión. Lo miraron por algunos momentos, miraron los gestos que hacía de vez en cuando. Excepto echarse pororó en la boca y sacarse algún pedazo de pororó de entre los dientes, no hacía más nada. Bueno, sí, en un momento se rascó un poco entre las piernas. En realidad era un poco inexpresivo. Luego de algunos minutos la visita se aburrió y poco después retomaron la conversación.

–¿Y qué nombre le pusieron? –pregunta una ve-cina.

–“Hombre chino” –responde la esposa.

–Me gusta, combina bien, muy bien elegido el nombre.

–¿Y qué le dan de comer? –pregunta otra vecina. –Ese es el problema. Come de todo. Parecía muy barato cuando lo compró mi señora, pero gasta mucho en comida –se queja el marido.

Y así pasaron los días. Nunca la familia había sido tan visitada, como que había sido muy prestigioso el ostentar un chino en un rincón de la sala. Les daba mucho estilo. Todas las familias de alrededor hablaban de la familia que tenía un chino en la salita. Esa misma Navidad, cuando algunos niños escribieron su cartita a Papá Noel, pidieron un chino. Las amas de casa dudaron entre comprar un electrodoméstico chino o un chino. El deseo de un chino cundió como una suave envidia musical: el chino… el chino, y muy pronto tener un chino en la casa fue registrado social-mente como un signo de buen pasar económico.

Pero sucedió que un día el chino se levantó y se fue por sus propios modos. La familia calcula que fue  un momento en que uno de los hijos dejó la puerta abierta sin querer cuando se fue al colegio.

La esposa entró en depresión. Estaba desconsolada, lloraba diariamente. Los vecinos visitaron otra vez a la familia, pero esta vez para consolar a la pobre señora.

El marido al comienzo sintió una especie de alivio, pero después, cuando la señora se enfermó, él también empezó a sentir la falta del chino en la casa y también se deprimió. Hasta los hijos lo extrañaron. Se acordaron con mucho cariño de cuando le echaban bolitas de miga de pan en la cara. Era muy triste ver la tristeza de la familia. Salieron a buscarlo, pero fue en vano. Pegaron carteles buscando al chino desaparecido con promesas de recompensa, pero nada. No había chino por ninguna parte.

Un vecino muy amable cayó en la casa ofreciendo a una suegra suya que era yugoslava, pero no les pareció igual. Estaba vieja y no tenía dientes. No. El chino no tenía sustituto. Era tan especial. Era tan chino.

–No llores, mamita –le decía la hija, tratando de consolar a la madre.

–¡La culpa la tienen los de la maldita tienda! –cayó en cuenta la señora–, me lo vendieron así nomás, sin advertirme que se me podía ir, y encima no tenía ni garantía ni reembolso, ni siquiera factura me dieron. ¡Para que vean cómo es la gente! ¡Son capaces de ven-der cualquier cosa con tal de vender! ¡Lo que soy yo, no les pienso comprar más nada, así sea la última tienda en el desierto! ¡Perdieron una clienta fiel para siempre!

La familia fue ampliamente apoyada por la comisión vecinal, a tal punto que nadie volvió a pisar la tienda en señal de reclamo. Tal es así que muy pronto se fundió. Remataron todo y se tuvieron que ir. Unos meses después vino una empresa norteamericana a vender agrotóxicos para las plantas y puso un bonito shopping en el mismo lugar de la tienda.

Ahora la hija de la señora le acaba de echar el ojo a un muchachito yanqui vestidito de soldado, muy encantador, que siempre está de pie en la entrada.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente:

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ELLAS HABLAN

Cuentos sin mordaza

Páginas 115 al  122

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