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TERESA MÉNDEZ-FAITH

  CRÍTICA Y DENUNCIA EN LA NOVELÍSTICA DE GABRIEL CASACCIA Y AUGUSTO ROA BASTOS - Por TERESA MÉNDEZ FAITH


CRÍTICA Y DENUNCIA EN LA NOVELÍSTICA DE GABRIEL CASACCIA Y AUGUSTO ROA BASTOS - Por TERESA MÉNDEZ FAITH

CRÍTICA Y DENUNCIA EN LA NOVELÍSTICA DE

GABRIEL CASACCIA Y AUGUSTO ROA BASTOS

Por TERESA MÉNDEZ FAITH

 

 

Edición digital: Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

 

 

GABRIEL CASACCIA Y AUGUSTO ROA BASTOS:

DOS NARRADORES EXPATRIADOS

 

Gabriel Casaccia (1907-1980) y Augusto Roa Bastos (1917) -los dos escritores paraguayos exiliados (Incluimos dentro del término «exiliado» a todos aquellos que se han visto obligados -expresa o tácitamente- a abandonar el país por razones políticas y/o económicas, y cuya vivencia mental y emocional sigue profundamente ligada a su país, a pesar de la distancia geográfica implícita en toda expatriación. (N. del A.)) más conocidos- ocupan primerísimo lugar no sólo en la narrativa del exilio sino en toda la literatura paraguaya contemporánea. Son justamente la cuentística y novelística de estos dos autores las que inauguran para aquélla una serie de elementos narrativos, temáticos y estructurales, que la ubican en un nivel cualitativo comparable a la mejor producción narrativa hispanoamericana de los últimos treinta años. Con estos dos escritores se inicia el ciclo de la narrativa del exilio. Sus adaptaciones e innovaciones técnicas por un lado, como su perspectiva crítico-realista por otro -con énfasis sicológico en Casaccia y simbólico en Roa Bastos-, se han convertido en prácticas generalizadas y preponderantes en los escritores más jóvenes, dentro y fuera del país. Al respecto anota Pérez-Maricevich que «el cuadrante crítico indica ahora a un grupo de narradores heterogéneos -en edad, y aún mucho más en sus ejercicios de 'la verdad sospechosa'-, cuyos tamaños caben cómodamente en cualquiera de las sombras proyectadas por los dos anteriores» (Ver La poesía y la narrativa en el Paraguay, p. 47. (N. del A.).

Lo arriba indicado explica por qué hemos elegido la novelística de Casaccia y de Roa Bastos para generalizar, a partir de ella, sobre la producción del exilio en general. Si bien lo ideal sería estudiar todas sus obras producidas en el exilio -incluyendo cuentos y novelas-, por razones de tiempo y espacio concentraremos nuestro análisis en la novelística -y de manera concreta en cinco novelas- de dichos escritores. Nos interesa «leer» y «ubicar» estas obras dentro de la realidad del exilio y del contexto político-económico-social en donde han sido concebidas.

Gabriel Casaccia inicia su carrera de escritor en la década del treinta con la publicación de su primera novela -Hombres, mujeres y fantoches- en 1930. Escribe después una obra teatral titulada El bandolero que publica en 1932. En 1935 empieza su autoexilio en la Argentina y tres años más tarde hace su aparición El Guajhú, la colección de cuentos ya antes mencionada con referencia a su carácter revolucionario dentro del panorama literario nacional. En 1940 Casaccia saca a luz Mario Pareda, su segunda novela, en la cual ya se vislumbra la presencia de Areguá, el pueblo que en su mundo novelístico futuro tendrá el lugar privilegiado que ocupa Comala en el de Rulfo, o Macondo en el de García Márquez. En 1947 aparece El pozo, una segunda, y también última, colección de cuentos. Pasan cinco años -y entretanto también la emigración masiva resultante de la Guerra Civil del año 1947- antes de que empiecen a aparecer sus novelas más recientes (tres de las cuales serán objeto de nuestro estudio), concebidas y publicadas ya dentro de las coordenadas temporales y geográficas que corresponden al ciclo narrativo del exilio. Son éstas La Babosa (1952), La llaga (1963), Los exiliados (1966), Los herederos (1976) y Los Huertas (1981), su última novela, terminada pocos días antes de su muerte en Buenos Aires (en noviembre de 1980) y publicada un año después.

Aunque las obras escritas entre los años 1930 y 1947 todavía no constituyen parte del corpusde la narrativa del exilio propiamente dicho, interesa su lectura en cuanto esos primeros trabajos de aprendizaje literario ya contienen de manera embrionaria algunos de los temas o motivos recurrentes en sus obras de plena madurez, que son las concebidas y gestadas a partir de la década del cincuenta. Si en las primeras la variedad temática es más amplia, la concentración en torno a algunos motivos relacionados con la problemática nacional que encontramos en sus últimas cuatro novelas se traduce también en un tratamiento más profundo de dichos motivos. Estas últimas novelas reflejan con más amargura los grandes males de su patria: la descomposición moral y política, la degradación social, la problemática del escritor paraguayo, el fanatismo partidista, la realidad del exilio. Pero Casaccia no sólo pone el dedo en las muchas llagas nacionales sino que las escarba hasta el dolor y las lágrimas.

Empleando un enfoque esencialmente psicológico-social (Casaccia adapta para su narrativa ciertas técnicas heredadas de Dostoyewski y Proust, a quienes considera sus maestros. (N. del A.)), Casaccia recupera, en la mayoría de sus obras, la realidad «interior» de su país («interior» tanto en el sentido geográfico -opuesto a exilio- como en el sentido sicológico de la realidad íntima de sus personajes). Él ahonda en las intimidades más profundas del ser, ya sea del campesino (en El Guajhú) como del habitante de las ciudades (en El pozo) o de los pequeños pueblos (en La Babosa o La llaga). Explora el ámbito económico-social que contiene a estos seres y trata de descubrir los varios porqués que determinan la existencia de esa masa humana. Por su parte, el tema del exilio -motivo recurrente en la narrativa extrafronteras- entra en la novelística casacciana directa e indirectamente, a través de una serie de derivados temáticos relacionados: la realidad del exiliado en su nuevo medio, sus regresos planeados o soñados, sus frustraciones y fracasos, los complots guerrilleros... Lo atestiguan ciertos pasajes de La Babosa y La llaga, pero de manera especial Los exiliados, novela en la que su autor se concentra de manera particular en la problemática del exilio político.

En el caso de Augusto Roa Bastos, toda su narrativa es posterior a su emigración a la Argentina (1947) y por lo tanto cabe íntegra dentro de los límites temporales de la producción del exilio. Roa empieza su carrera literaria como poeta, en los años treinta. Se une a fines de esa década al grupo de poetas más exquisitos que haya producido el Paraguay -entre quienes están Josefina Plá, Herib Campos Cervera y Julio Correa- y con ellos renueva el mundo poético paraguayo. Como integrante de ese grupo -conocido en la crítica como generación del cuarenta- Roa Bastos interviene en la revolución poética que cambiará en forma radical los diversos centros de interés vigentes hasta entonces en la poesía -ubicándola, dentro de una cronología poética, al nivel estético de la lírica contemporánea- y que no estaban exentos de la idealización y de la tendencia narcisista que afectó a toda la literatura paraguaya de la época. Ya en el destierro Roa Bastos renuncia a la poesía para dedicarse por entero a la narrativa. Es en este último género donde logrará la fama internacional de que hoy goza.

En 1953 Roa publica su primera obra narrativa, la colección de cuentos (escritos en el exilio) titulada El trueno entre las hojas. La protesta social, violenta y directa, constituye uno de los rasgos más sobresalientes de todos y cada uno de esos cuentos. Será su primera novela, Hijo de hombre (1960), sin embargo, la que lo consagrará como uno de los mejores escritores hispanoamericanos contemporáneos. Publica luego una serie de colecciones de cuentos -El baldío (1966), Los pies sobre el agua (1967), Madera quemada (1968), Moriencia (1969)- para sacar a luz más tarde otra gran novela, Yo el Supremo (1974), hasta ahora su última publicada.

El mundo novelístico de Roa Bastos -como el de su compatriota y colega Gabriel Casaccia- también gira en torno a la realidad problemática de su país. Para comprender al Paraguay contemporáneo y a su gente, Roa recorre el panorama histórico-nacional en busca de indicios que lo ayuden en su propósito. Se encuentra así con la dictadura del doctor Francia, la Guerra de la Triple Alianza, la rebelión agraria del año 1912, luego otra rebelión, otra guerra internacional (en el 32), y una guerra más (en el 47), después otra dictadura... La historia parece repetirse; los personajes y hechos del pasado, predecir y contener sus propios dobles. La historia misma se encarga de convertir en símbolos (a fuerza de repetirlos) ciertos momentos históricos. Roa no hace más que recoger estos personajes ya por sí simbólicos. Entran así a integrar el mundo novelístico de Hijo de hombre todos los hechos señalados arriba. De manera similar y con un valor simbólico ya más explícito -por la inclusión de ciertas anacronías que se refieren al presente del narrador-compilador, al contexto histórico en que Roa Bastos escribe su novela-, el doctor Francia entra en Yo el Supremo para contener y resumir en su persona el derrotero histórico de su país, cuya vida independiente empieza con una dictadura y cuya historia actual está inmersa en otra.

En el caso específico de los dos escritores que nos ocupan, la crítica y la denuncia -según el uso que de ambos términos hace el crítico español Pablo Gil Casado (Ver La novela social española, p. viii. (N. del A.))- constituyen dos rasgos preponderantes en todas sus obras. Sin embargo, mientras en Casaccia predomina la crítica -en cuanto investiga y expone las posibles causas que contribuyen a una situación determinada, pero dejando que el lector forme su propio juicio- en Roa ésta va generalmente un poco más allá, convirtiéndose en denuncia. En este último caso, al transponer poéticamente a su ficción los problemas existentes, el autor distingue entre víctimas y victimarios, toma explícita o implícitamente la defensa de los primeros y condena de manera directa o indirecta a los segundos. Esta tendencia a la crítica o a la denuncia aportará ciertas peculiaridades a la forma de la narración. Predominarán, por ejemplo, el buceo psicológico-social y el análisis «intrahistórico» en las obras de Casaccia, ya que exponer y ahondar en las posibles causas de una situación son elementos necesarios para que el lector forme un juicio crítico acerca de ella. Por otra parte, el predominio de la denuncia en Roa se concretará en la exposición de casos concretos, pero captados en su dimensión de símbolo (Casos concretos pero simbólicos son, por ejemplo, la rebelión de Sapukai (que se convierte en motivo recurrente en Hijo de hombre); la existencia del yerbal con sus capangas y sus Natis y Casianos como víctimas; Kiritó (la figura-Cristo que se da por entero a la causa social, herencia de sus padres) y su sufrimiento callado; la Guerra del Chaco... (N. del A.)), en donde la sola presencia de culpables e inocentes, explotadores y explotados, perseguidores y perseguidos, apunta hacia un enjuiciamiento de los responsables por parte del escritor. Hay que enfatizar, no obstante, que tanto la crítica como la denuncia están presentes en ambos escritores. La subdivisión arriba sugerida sólo trata de justificar, en parte, dos tendencias o enfoques predominantes -el sicológico para Casaccia y el simbólico para Roa Bastos- en base a sus «contenidos formantes».

La perspectiva de escritor exiliado, común a Casaccia y a Roa, se traducirá en la estructuración de sus obras a diversos niveles: desde la determinación de las coordenadas geográficas en donde acontece la acción -como Posadas en Los exiliados o Buenos Aires en El baldío- hasta la disposición formal del texto. Así, Los exiliados está construido en base a los movimientos diarios -tanto físicos como mentales- del exiliado. En forma paralela, Hijo de hombre estructura sus varias partes en torno al tema del exilio -como partida o abandono involuntario de la patria, sufrimientos y tribulaciones en el destierro, y regreso a la patria-, cuya configuración ya está implícita en el título de la obra con su referencia a Ezequiel, más explícita en uno de los epígrafes que encabeza la novela.

La temática socio-política recurrente en estas obras, refleja una sólida conciencia social y convicción plenas de que el intelectual tiene el deber de asumir una posición de compromiso frente a su realidad y a su circunstancia. Roa Bastos postula la creación de novelas hechas «no a base de abstracciones, tendencias y recetas sino siempre teñidas por la esencia de la propia experiencia» y pone el acento en una «imagen de la vida y del mundo que sea esencialmente una concepción de tipo social» (Ver «3 escritores: 3 visiones de la novela», Alcor, n.º 41 (1966), p. 3. (N. del A.)). A su vez, Gabriel Casaccia nos dice que cree «con Sartre que el escritor debe estar dentro de su época y vivir su momento histórico», y agrega que cuando ve a «un escritor que se ocupa de temas ajenos a la vida y parece olvidarse del instante en que vive» le recuerda a «esos individuos que con habilidad y paciencia matan el tiempo construyendo un velero dentro de una botella en lugar de navegar en uno de verdad» (Según declaraciones de Casaccia en una entrevista aparecida en Alcor, n.º 36 (1965), p. 8. (N. del A.)). ¿Y cuál es esa realidad, ese momento histórico que les toca vivir a estos escritores? Pues el hecho concreto de ser al mismo tiempo víctimas y testigos de un régimen dictatorial, corrupto y explotador, que degrada a su pueblo y obliga a emigrar a más de un millón de personas que buscan escapar a la violencia y opresión reinantes dentro de su país. Teniendo en cuenta lo anterior, es fácil comprender la posición de compromiso conscientemente asumida por estos escritores y, a menudo, reflejada en sus obras. Son los únicos testigos que pueden expresar ciertas vivencias y llenar los vacíos y silencios significativos de la narrativa de dentro.

Con respecto al producto literario como obra artística, ambos escritores insisten en una novelística ética, significativa y a tono con el momento presente. Casaccia cree que la novela de la hora actual debe ahondar «en el carácter del hombre, buscar lo esencial de los mecanismos de su comportamiento» a través de «un tipo de novela existencial, conductista» (En «3 escritores: 3 visiones de la novela», p. 3. (N. del A.)). Por su parte, Augusto Roa Bastos considera que una serie de estratos de la realidad social deben ser captados con nuevas formas, aunque sugiere que la experimentación formal tiene límites al expresar que no cree que el escritor se pueda permitir «el lujo de experimentaciones en al vacío» pues éstas podrían caer «en nuevos formalismos tan peligrosos como cualquier forma de falsedad» (Ibidem, p. 4. (N. del A.)).

En resumen, tanto Casaccia como Roa Bastos enfrentan el hecho literario desde una posición ética comprometida. Para ambos, las consideraciones de contenido -social y humano- significativo, constituyen decisiones básicas que el escritor debe tomar al enfrentarse con la infinita gama de posibilidades temáticas a novelar. Igualmente importante para estos dos narradores es el aspecto técnico de la obra. Como hemos visto, ninguno favorece la experimentación en el vacío, el juego formalista per se.


 

CINCO NOVELAS EN CONTEXTO

O CINCO GRITOS EN BUSCA DE UN PORQUÉ...

 

La novelística del exilio en general -y la de Casaccia y Roa en particular- hace suya la conceptualización ética del arte que con respecto a la función poética defendía Herib Campos Cervera. Decía este gran poeta paraguayo, con alusión específica a la función poética:

El arte debe servir la vida, sea como confesión, sea como bandera. No hay, no debe haber belleza inútil. Pero una cosa es la expresión de la vida personal y sirve como confesión liberadora de la angustia, inevitable en todo intelectual de nuestro tiempo; otra, es la poesía del grito, que sirve los fines sociales del arte (Citado por Augusto Roa Bastos en «Pasión y expresión de la literatura paraguaya», p. 9. Herib Campos Cervera (1908-1953), como Roa Bastos y varios otros escritores y poetas paraguayos, se exilia en la Argentina como consecuencia de la Guerra Civil del 47. Allí publica Ceniza redimida (1950), su conocido poemario, y allí muere desterrado tres años después. (N. del A.)).



 

El conjunto de las obras escritas extrafronteras sirve a la vida como quería Campos Cervera, y la sirve en ambos sentidos, aunque las circunstancias histórico-políticas influyen en que predomine su carácter de servir «como bandera». Esto, no obstante, de ninguna manera disminuye sus cualidades artísticas.

En las páginas que siguen queremos anotar algunas ideas que corresponden a una lectura «contextual» de cinco novelas del exilio, tres de Gabriel Casaccia -La Babosa, La llaga y Los exiliados- y dos de Augusto Roa Bastos -Hijo de hombre y Yo el Supremo- respectivamente. Empleamos el término «contextual» para indicar, en primer lugar, que ubicamos estos textos dentro de un determinado contexto, como frutos de una situación histórico-político-cultural específica. En segundo lugar, con dicho concepto expresamos una aproximación textual de tipo sociológico en que las obras son analizadas en cuanto captan y recuperan, de manera crítica, ciertos aspectos de la realidad literariamente transpuesta a la ficción. Conviene señalar que la crítica o denuncia reflejadas en estas novelas van a menudo encuadradas dentro de una perspectiva inquisitiva que descubre el deseo de comprender, por parte de sus autores, una serie de porqués en torno a la problemática nacional y a través de ella vislumbrar también los grandes problemas latinoamericanos.

 

LA BABOSA (1952)

 

El año que se publica en el exilio (Buenos Aires) La Babosa constituye una fecha clave para la novelística paraguaya. Con esta novela que cala hondo en ciertos sectores de la realidad nacional (la dicotomía existente entre el campo y la ciudad, la vida en los pequeños pueblos, la precariedad económica del sector campesino, sus repercusiones en la configuración social de sus habitantes...), en algunas peculiaridades culturales (la falta de incentivos, la situación del escritor y su lugar en la sociedad, la religión y la superstición...) y sicológicas hoy generalizadas (el espíritu de frustración, la resignación, el pesimismo), se abre el ciclo de la novelística paraguaya contemporánea.

Esta novela fue muy bien recibida en el extranjero, pero dentro del país -con excepción de un reducido sector intelectual- su aparición constituyó un verdadero escándalo. Casaccia fue acusado de «antipatriota» y «calumniador» por atreverse a desmitificar la figura idealizada del paraguayo y mostrarlo en su verdadera dimensión humana, con sus vicios, virtudes, problemas... Para comprender el porqué de una reacción tan negativa es necesario recordar el contexto socio-cultural en que aparece esta novela. Persistían aún la tendencia a la idealización y el espíritu de fanatismo nacional fomentados y practicados en las décadas precedentes. De allí que el autor de una obra considerada «anti-nacionalista» por los «miopes unidos» del país, tenía necesariamente que ser un «antipatriota» y «calumniador».

El escenario donde se desarrolla la acción de esta novela es Areguá, pueblo cercano a la capital (Asunción), y adonde ya había llegado, once años antes, el protagonista de Mario Pareda, la novela anterior de Casaccia. Con La Babosa Areguá pasa a constituir el escenario por excelencia de su obra y a ocupar, con Comala y Macondo, un lugar de privilegio en la geografía de la narrativa latinoamericana. De la misma manera en que Comala y Macondo recuperan en la ficción lugares transitados, vividos, soñados e imaginados por sus autores, Areguá combina vivencias y recuerdos de Casaccia. «He colocado la acción en Areguá» -explica éste en la página introductoria de La Babosa-, «pero en esa elección debe verse un gran amor, y nada más. Tampoco esa elección ha sido consciente. Es consecuencia del dominio que ese pequeño pueblo ejerce sobre mi fantasía, que sólo parece poder crear envuelta en su atmósfera». Y agrega un poco después: «No nací físicamente en Areguá; pero sí espiritualmente. Como el poeta famoso, podría repetir que es mi verdadero país, porque es el país de mi infancia, y añadir, el de mis recuerdos» (Gabriel Casaccia, La Babosa (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1967). En adelante las citas y paginación (entre paréntesis) correspondientes irán incorporadas al texto y provendrán de esta edición. Ocasionalmente, por razones de claridad, en el paréntesis identificaremos también la obra, pero con el título abreviado a Babosa. (N. del A.)).

Como en el caso del Comala de Rulfo, Casaccia mantiene el nombre real del pueblo y éste llega a su ficción en su realidad específica. Puede adscribirse eso a su postura esencialmente realista dentro de la cual se ubica toda su obra. El mundo de la ficción de Casaccia es en todo homologable al nuestro. De ahí que el Areguá de La Babosa (que es también el de La llaga, y el de varios cuentos suyos) tenga tanto en común con el Areguá del mapa geográfico paraguayo: calles sin asfaltar, casas bajas y chatas, amplios corredores, patios llenos de árboles frutales, la iglesia en lo alto de su cerro y allí cerca, a muy poca distancia, el famoso lago Ypacaraí, inmortalizado por poetas de todas las épocas y visitado por tantos recién casados en su viaje de luna de miel. Sin embargo, Casaccia no ve esa realidad con los ojos superficiales del turista. Él se apodera críticamente de Areguá y busca en esa atmósfera los resortes que gobiernan y determinan la apatía, la esterilidad, el vacío espiritual de su gente. La paz y la tranquilidad que observaría el típico turista cobran entonces un valor y un peso negativos. Para los habitantes del pueblo, dicha paz y tranquilidad están llenas de murmullos, chismes, cuentos, calumnias y otras miserias y por lo tanto convierten la vida pueblerina en un verdadero infierno. Ningún escritor paraguayo contemporáneo muestra en forma tan clara y en un contexto tan realista aquella proposición sartriana de que «l'enfer c'est les autres».

Casaccia no nos habla de las bellezas que circundan el lago Ypacaraí, de sus hermosas puestas de sol, de la esbeltez de la muchacha campesina, de su inocencia pueblerina, de la sencillez con que allí vive la gente. Él observa la realidad y nos da la otra cara de la moneda: la decadencia y dejadez en que se encuentran tanto los elementos físicos -edificios, calles- como los humanos de ese medio, la falta de incentivos de carácter cultural y artístico, la precariedad económica en que vive la gran mayoría de esa gente y los abusos que sufre, la religiosidad mal enfocada y el espíritu de frustración y apatía, resignación y esterilidad, como consecuencias de la interacción de los dos medios, el físico y el social.

En la novela no sucede casi nada útil o provechoso y es justamente por eso que refleja tan bien la existencia vacía y monótona de Areguá y de tantos otros pueblos similares. Se asiste allí al quehacer cotidiano de todo el pueblo, cuyos habitantes funcionales típicos -el cura, el comisario, el doctor, el maestro- se integran a la trama novelística a través de una serie de interacciones recíprocas y por medio de los dos personajes más importantes: el abogado (y aprendiz a escritor) Ramón Fleitas y doña Ángela, la chismosa del pueblo. Dichas interacciones tienen lugar en forma directa en los sitios de reunión común -la iglesia, el club, el boliche- o indirecta a través de la «baba», del chisme centralizado y transmitido vía doña Ángela. Aunque la novela está narrada desde un punto de vista omnisciente, son las transcripciones de las interioridades de Ramón, sus deseos fallidos, debilidades y frustraciones, los que introducen en La Babosa ese espíritu negativo, de apatía y frustración, que domina toda la novela.

Ramón Fleitas es un abogado de origen campesino, que luego de dejar su pueblecito natal para ir a estudiar a la capital, espera no tener que volver a vivir jamás en el campo que para él significaría «volver a la tristeza, a la monotonía, a las noches sin luz eléctrica de su pueblo» (p. 11). A su meta de hacerse de nombre en la capital y de realizar su codiciado sueño de escritor, responde incluso su casamiento con Adela, la hija de un rico y prestigioso abogado de Asunción. Sin embargo, sus planes no se concretan ya que luego de casados, su suegro les asigna Areguá -donde él tiene una casa de veraniego- como lugar de residencia. Volver a la campaña constituye para Ramón una gran decepción y una primera frustración. A ésta seguirán otras hasta convertirlo en un ser amargado, vicioso y espiritualmente muerto. La decisión de su suegro afecta su vida matrimonial al convertir a su esposa en receptáculo de sus rencores hacia el padre de ésta y al acusarla de ser la causa de sus problemas. «Desde que sus esperanzas se frustraron definitivamente, la antipatía que siempre sintió por su suegro transformóse en declarado aborrecimiento, que ni siquiera se lo ocultó a Adela» (p. 12). En una primera discusión que esto provoca entre él y su esposa, Ramón califica a don Félix de «mezquino y padre desamorado» (p. 12), iniciando así toda una serie de enfrentamientos y discusiones cada vez más violentas y groseras que llegan a afectar profundamente los sentimientos de Adela hacia él. «Desde aquel día ya no pudo verlo con los mismos ojos de antes, y aunque sintió por él mucho amor, comenzó a mirarlo con animosidad y a encontrarle defectos morales y físicos» (p. 12).

Antes de casarse Ramón practicaba mediocremente la poesía, pero entre sus sueños futuros estaba el de «emplear la mayor parte de su tiempo en leer y escribir» (p. 13). Tampoco este sueño puede realizarse. Su propia actitud negativa hacia la vida del campo, unida a la pobreza en incentivos económicos y culturales de Areguá, se lo impiden. Refleja aquí Casaccia algunos de los problemas que debe enfrentar el escritor de dentro del país y que contribuyen tanto a la escasez literaria como a la relativa medianía -con respecto a la producción del exilio- de la narrativa intrafronteras.

Si Ramón es el personaje que enriquece en el aspecto temático a la novela, canalizando a través de su existencia ciertos conflictos y problemas profundos como son, por ejemplo, la situación del escritor arriba indicada y el espíritu de frustración consecuente, doña Ángela es quien establece la unidad estructural de la obra. Ella y Clara, su hermana viuda, pertenecen a ese grupo de gentes que venidas a menos económicamente, dejan la capital y vienen a establecerse en los pueblos, para allí esconder la degradación y decadencia social en que se encuentran. Sin nada que hacer, gastan su tiempo en actividades inútiles, como la de averiguar y difundir los chismes del pueblo en el caso de doña Ángela. En cuanto a la novela, sin embargo, estos chismes tienen una función informativa y dilucidatoria, además de constituir gran parte de la trama novelística. De ellos se vale Casaccia para desmitificar la realidad, para dar a conocer la verdad oculta detrás de las idealizaciones que sobre esa realidad todavía circulaban en la literatura nacional. A través de la «investigación» de doña Ángela, el lector descubre los traumas, pecados, infidelidades, vicios, en fin, los pequeños y grandes trapos sucios de quienes pueblan el mundo de La Babosa.

El título de la novela alude al quehacer inútil y pernicioso de doña Angela, apodo que se había ganado por difundir los chismes del pueblo. Cuenta el narrador que ella arrastraba

… una monótona existencia, cosiendo y haciéndose eco de todas las habladurías y menudos sucesos del pueblo. Doña Ángela recibía un gozo especial en ir arrastrando los chismes, como una baba, de aquí para allí, de esta casa a la de más allá. Por eso el padre Rosales, en uno de sus arranques de furor, la había llamado «La Babosa».

 

(p. 21)

               

 

Esos chismes, no obstante, como las borracheras de Ramón Fleitas o el alcoholismo de Clara, son válvulas de escape, maneras en que se canalizan las frustraciones que en diversas áreas sufren dichos personajes. Constituyen los síntomas hacia los cuales el escritor dirige la atención del lector para leer en ellos la existencia de un problema mayor, de raíces económico-sociales y culturales. Casaccia no nombra directamente al culpable o a los culpables de esa situación. Muestra las víctimas y apunta hacia una compleja interacción de causas que tienen su origen en la estructura misma de la sociedad paraguaya.

En esta novela Casaccia pone el dedo en varias llagas colectivas. La sinceridad de su crítica la atestiguan los ataques y acusaciones de que fuera objeto luego de la aparición de su obra. Por otra parte, su intención de crítica positiva queda patente en las siguientes palabras del autor: «Por ese gran amor que le tengo y esa fidelidad que le guardo a través del tiempo, espero que Areguá recibirá con la tranquilidad del que está en el secreto, cualquier opinión un tanto severa que su aspecto exterior me merezca, y que para mí sólo tiene un valor circunstancial» (Ver su introducción a La Babosa. (N. del A.)).


 

LA LLAGA (1963)

 

Esta novela también aparece en la Argentina y gana el premio Kraft en el año de su publicación (El jurado que en 1963 otorgó el premio Kraft a La llaga estaba compuesto por los escritores Silvina Bullrich, Mauricio Rosenthal, Nicolás Cócaro, Manuel Peyrou y Arturo Cerretani. (N. del A.)). Una vez más es Areguá el escenario donde se desarrolla la acción, el mismo Areguá captado antes en La Babosa. En La llaga Casaccia retoma ciertos núcleos problemáticos ya presentes en su novela previa -los conflictos resultantes de las dos estructuras que coexisten sin integrarse (el campo y la capital), la decadencia social, la frustración y apatía general...- pero concentra su entorno narrativo a los quehaceres y monotonías de una familia. Esta inserción o buceo en profundidad le permite llegar a las intimidades y móviles sicológico-sociales que mueven a cada uno de sus personajes. Al mismo tiempo, y como consecuencia de la limitación de su enfoque, la denuncia de la degradación social llega más amarga y directa.

La llagarevela influencias de los dos grandes maestros de quienes Casaccia se declara heredero: Dostoyewski y Proust. Si al mundo de éste nos remontan los buceos sicológicos, la morosidad con que transcurre el tiempo en la novela y el lugar que en ella ocupan los recuerdos y la memoria, la presencia de Atilio -el adolescente atormentado en torno a quien gira la mayor parte de La llaga- nos remite directamente a Dostoyewski y a su angustioso mundo de casos emocionales, de seres acomplejados y perturbados mentales.

El argumento es el siguiente. Atilio, hijo de un suicida, vive dominado por el complejo de Edipo. Su madre, por otra parte, muy poco sensible e incapaz de comprender el porqué de los celos del hijo, viaja con regularidad a Asunción, para encontrarse con su amante, Gilberto Torres, un pintor fracasado a quien -como a Ramón en La Babosa- más le importa mejorar su posición económica que cimentar su situación sentimental. Los celos de Atilio lo llevan a seguir a su madre, descubrir sus mentiras, averiguar que ella y Torres son amantes y por venganza contra ambos, delatar un complot revolucionario cuyo jefe principal está hospedando en casa del pintor. Después de convertirse en delator llega a vislumbrar y a experimentar las tremendas consecuencias de su crimen. Se arrepiente y, ya sin poder detener el curso de desgracias e injusticias iniciadas por su acción, se suicida con el mismo revólver con que su padre se había matado años atrás.

Detrás del hilo argumental se adivina el contorno socio-político real que sirve de referente a la ficción: la realidad que vive el Paraguay  en la década del sesenta y que Casaccia observa cuidadosamente y ve transcurrir desde lejos. Ocho años de dictadura -o diez en el plano de la ficción- sin posibilidades de que el pueblo se exprese libremente en ningún nivel, con arrestos continuos, persecución a estudiantes y obreros, torturas, asesinatos, corrupción, todo esto hace que se vaya formando, dentro y fuera del país, la idea de que sólo la acción guerrillera puede generar un cambio positivo. La llaga refleja en sus páginas ese estado de cosas. A ello corresponde la inclusión, dentro de la novela, del complot revolucionario que no llega a realizarse debido a la intervención de Atilio. Desde su exilio en la Argentina viene al Paraguay el coronel Balbuena, para organizar y dirigir la revolución antigubernamental que sin ser la primera ni la última, es, según Torres, una de las mejor organizadas. Dicha revolución, dice éste, «no podía fracasar. Había sido planeada en sus mínimos detalles, con toda minuciosidad, prolijamente, por el sistema de cédulas [células], al estilo comunista. [...] El doctor Barreiro, uno de los principales dirigentes, le había dicho que jamás se montó y organizó en el Paraguay una revolución como ésta. Era un aparato de relojería» (Gabriel Casaccia, La llaga (Buenos Aires: Editorial Guillermo Kraft Limitada, 1964), p. 46. En adelante las citas y paginación (entre paréntesis) correspondientes irán incorporadas al texto y provendrán de esta edición. Ocasionalmente, por razones de claridad, en el paréntesis identificaremos también la obra, pero con el título abreviado a Llaga. (N. del A.)).

Como en La Babosa, la frustración a todo nivel hace trizas en los personajes de La llaga. Pero acá el sentimiento resulta más amargo y negativo porque destruye la última esperanza de cambio y mejora que se esperaba de la revolución truncada. Todos y cada uno de sus personajes terminan en el fracaso total. Fracasan los planes de Atilio de empezar su negocio de ladrillería en Areguá; fracasan los planes de Gilberto de conseguir un buen trabajo y hacerse de fama en su profesión con el triunfo de la revolución; fracasan las esperanzas de Rosalía, esposa de aquél, de que cambie su suerte y la de su familia; fracasa la acción revolucionaria y con ella todo el pueblo paraguayo. Incluso empeora la situación hacia el fin de la novela ya que ahora sólo les espera la persecución, la cárcel, las torturas y el exilio a quienes estaban envueltos en el complot.

La decadencia moral, la degradación social, el desmoronamiento político, la frustración de toda ilusión posible, todo ello se une para contribuir a esa gran llaga, cada vez más difícil de curar y cada vez mayor, que décadas de sufrimiento y dolor generales han ido formando en la conciencia colectiva y en todos y cada uno de esos seres que, como Rosalía, pueden decir: «Nosotros no tenemos suerte. Somos unos fracasados. La desgracia y la mala fortuna se nos han pegado para siempre» (p. 46), sin comprender que su desgracia y su fracaso no son en realidad resultado de la mala suerte sino de un sistema político-económico   que los desangra y esclaviza injustamente. El fracaso final lo expresa la obra a dos niveles: a nivel personal, el suicidio de Atilio resume los varios fracasos personales, y a nivel colectivo, la destrucción del complot revolucionario refleja un estado de pérdida total de esperanzas.

Reconocemos en La llaga el ambiente, la atmósfera, el elemento humano que ya habíamos encontrado en La Babosa. Sin embargo, han pasado once años desde la aparición de ésta y en ese tiempo mucho ha sucedido en el escenario político-social del referente real, lo que repercute, entre otras cosas, en el cambio de autoridades -más bien de nombres que de política- en el mundo que capta la novela. No se trata de una especulación al cohete sino que lo indicado responde al hecho de que el mundo novelístico de Casaccia es totalmente homologable al de la realidad que recupera en sus obras y que se verá con mayor claridad en la continuidad existente entre La llaga y Los exiliados. De ahí que el presente histórico-político de principios del sesenta sea captado en la novela de Casaccia como vivencia y esperanza colectivas en la actividad guerrillera, cuyo fracaso, sin embargo, hunde en la desgracia y agrega una más a la serie de frustraciones de todo un pueblo.


 

LOS EXILIADOS (1966)

 

Esta obra es parte de la unidad del mundo novelístico de Casaccia -que al igual que García Márquez y Rulfo ha creado un entorno humano y geográfico que recurre en sus obras-, aunque el escenario principal se traslade ahora de Areguá a la ciudad limítrofe argentina de Posadas. Sin embargo, Areguá y su gente siguen presentes en la novela a través de varios de sus hijos que han tenido que ir al exilio por razones políticas. Así por ejemplo, reencontramos en esta novela a Gilberto Torres, el pintor fracasado de La llaga, a quien luego de la derrota del complot revolucionario se lo arresta, tortura y finalmente deporta a la Argentina. Y el doctor Gamarra, personaje principal en torno a cuyos sueños y fracasos gira Los exiliados, ya había aparecido en La llaga, en una conversación entre Gilberto y el coronel Balbuena. En esa novela, éste le comenta a aquél que el doctor Gamarra «estaba fundido» debido a que en «la última revolución las tropas gubernistas ocuparon su estancia, y después de carnearle y robarle la hacienda, prendieron fuego a la casa y los galpones» (p. 42). Lo que sigue, también comentado por Balbuena en La llaga, ya nos anuncia la situación en que encontraremos al doctor Gamarra y su familia en Los exiliados. Dice aquél que el doctor Gamarra había tenido que huir a la Argentina, «donde con la ayuda de su mujer y una hija había puesto una casa de pensión» (p. 42), y reflexionando en voz alta agrega: «Todo un abogado de primera fila ganándose a gatas la vida con una pensión de mala muerte..., ¿dónde se ha visto eso?» (p. 42). Dicho comentario resume la gran pregunta que acosa a cualquiera que haya visto o vivido la realidad del exilio, pregunta que se habrá hecho mil veces el mismo Casaccia al observar tantas tragedias.

Los exiliadosaparece en 1966, y en ese mismo año gana el primer premio del concurso de la revista semanal argentina Primera Plana (El jurado que en la fecha indicada otorgó por unanimidad el premio a Los exiliados estaba integrado por los escritores José Bianco (argentino), Emir Rodríguez Monegal (uruguayo), Mario Vargas Llosa (peruano) y Carlos Fuentes (mexicano). (N. del A.)). La novela repite, esta vez en una ciudad argentina limítrofe, los sueños y fracasos, las pequeñas y grandes tragedias de un grupo de paraguayos, ahora exiliados políticos, que viven pensando en el regreso, mintiéndose una vuelta que aunque llegue está condenada al fracaso. La ilusión o mentira se hace aún más patética para aquellos profesionales -doctores, abogados- que antes del exilio ya gozaban de una cierta posición económica y que por razones políticas se vieron obligados a abandonar el país. Tal fue -en el plano histórico-político- la situación de gran número de profesionales e intelectuales que a partir de la Guerra Civil del 47 han ido engrosando las filas del destierro. Tratar de establecerse, de iniciar algún tipo de trabajo lucrativo, significó para muchos el fracaso total, la decadencia económica, la degradación social. Para unos pocos que pudieron adaptarse a la nueva situación rápidamente, las cosas fueron distintas y hoy gozan de una buena posición que tal vez, de haberse quedado dentro, no lo hubieran logrado.

Para la gran mayoría el exilio se ha convertido en un verdadero infierno, o mejor dicho un purgatorio, porque se lo considera una etapa pasajera, y la estadía es por lo tanto transitoria, temporal... El exiliado se arregla como puede, trabajando un día aquí, otro allá, abriendo quizás un almacencito, una pensión o algún otro pequeño negocio que le permita «ir estirando» (Ese espíritu de transitoriedad que se revela en el vocabulario y lenguaje cotidianos del exiliado se ve captado en la novela tanto a nivel estructural como temático: en el constante vaivén geográfico-mental en que funciona y se desarrolla la obra pasando alternativamente del aquí experiencial (en Argentina) al allí psicológico-mental (en Paraguay); en la elección de escenarios normalmente asociados con lo transitorio y pasajero -como son la pensión del doctor Gamarra, el burdel, el bar y la plaza donde regularmente se encuentran los varios exiliados en Posadas- para ubicar la acción de la novela; en el abandono «pasajero» de la profesión (caso del doctor Gamarra, por ejemplo); en la resignación a una precaria -en general inestable- situación económica mientras dura el exilio; y en la relegación a segundo plano, para el exiliado político, de toda inquietud o preocupación que no tenga relación directa o indirecta con los fines políticos en general asociados con el retorno a la patria. (N. del A.)) mientras se prepara para el gran golpe que lo llevará de vuelta a la patria... Es esa realidad cotidiana del exiliado, ese vivir el hoy pensando en el ayer que fue -aunque ese ayer haya cumplido dos o tres décadas- o en el mañana que será sin falta, en la inminencia del retorno, la que rescata en todo su patetismo y verdad la novela. Dice allí el doctor Gamarra: «Esta vez la caída del general Alsina es segura. Cuestión de uno o dos meses. Se está preparando un golpe formidable [...] Será un vasto movimiento sincronizado a todo lo largo de la frontera, desde Formosa, pasando por Corrientes, hasta aquí [...] Algo formidable. Vamos a caer como un rayo...» (Gabriel Casaccia, Los exiliados (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1966), pp. 7-8. En adelante las citas y paginación (entre paréntesis) correspondientes irán incorporadas al texto y provendrán de esta edición. Ocasionalmente, por razones de claridad, en el paréntesis identificaremos también la obra, pero con el título abreviado a Exiliados. (N. del A.)).

La elección de Posadas, ciudad limítrofe argentina -y adonde se llega cruzando el río Paraná-, no pudo ser mejor elegida. Como señala Rubén Bareiro Saguier: «En gran medida la mayor militancia política de los grupos emigrados está centrada en los puntos fronterizos, sitios privilegiados para la acción conspirativa y la posibilidad del retorno inmediato» (En «El tema del exilio», p. 89. (N. del A.)). Y el haber elegido una pensión de segunda clase, un sucio café, un banco de plaza y un prostíbulo como principales escenarios de la acción apunta, sin duda, hacia el mensaje de decadencia económica y degradación social en que se encuentra, vive y convive, esta gente.

El hilo argumental de Los exiliados gira en torno a dos personajes relacionados con el mundo de Areguá y con quienes ya nos hemos familiarizado en La llaga. Ellos son el doctor Rolando Gamarra y Gilberto Torres. Nos enteramos acá que el doctor Gamarra, además de ser abogado y de haberse hecho de una buena posición en Paraguay, fue también ministro y en la actualidad sueña con volver, recuerda constantemente su pasado glorioso. Hace más de veinte años que vive en el destierro y desde entonces, desde hace 20 años, escuchaba «enfurecido todas las mañanas [...] la radio que transmitía noticias políticas de Asunción» (p. 303). Vive de lo poco que saca de la pensión que a veces sólo le da pérdidas pues allí vienen a alojarse compatriotas recién llegados cuya situación económica es aún más precaria que la de los exiliados más antiguos y, por lo tanto, necesitan ser ayudados. A Gilberto lo vemos degradarse cada vez más y llevar en su caída también el naufragio del doctor Gamarra al seducir a la hija de éste, de cuyo futuro e hipotético matrimonio se esperaba un poco de felicidad.

Derrota y frustración son de nuevo dos ingredientes omnipresentes a lo largo de la novela. Como en el caso de La llaga, también acá se nos dan dos fracasos representativos de toda una circunstancia histórica: uno a nivel individual, el de Gilberto, y otro de alcance colectivo, el del asesinato de Romualdo Cáceres. Aunque Cáceres -torturador y jefe de la represión en Paraguay- muere, su muerte constituye un acto gratuito. Nada cambia para mejorar la situación de los paraguayos en Posadas. Al contrario, aumenta allí el control para con los exiliados por parte del gobierno central y al desaparecer los sospechosos, la  mala suerte hace que Gilberto Torres tenga que sufrir injustamente un mes de prisión.

De la misma manera en que Casaccia rescata -en sus novelas anteriores- la realidad pueblerina de Areguá en lo que tiene de más representativa, capta en Los exiliados la difícil situación de miles de exiliados. Si los protagonistas y personajes varios que pueblan Areguá en La Babosa y La llaga son los eternos perdedores, los sufridos, la gran mayoría de los paraguayos de dentro, los protagonistas de Los exiliados son también los eternos antihéroes para quienes la esperanza se ha convertido en un término vacío de significado por haber sido ya tantas veces frustrada. Son tan pocos los exiliados que han tenido la fuerza espiritual y la suerte de sobreponerse a las durezas del exilio, que Casaccia no enfoca allí su lupa. Ésta se dirige al montón, a esos otros tantos que han sufrido una quiebra moral y quienes, o por debilidad espiritual, o porque el desgarramiento emocional causado por el éxodo les ha dolido profundamente, no han logrado sobreponerse y adaptarse a la nueva circunstancia y por lo tanto han dejado de ser dueños de su propio destino.

Los exiliadosdeja al descubierto las raíces económicas e histórico-políticas del problema del exilio -uno de los más graves del Paraguay contemporáneo- al ahondar en la vida interior y exterior, en el pasado y futuro de los seres que la pueblan. El pesimismo y la degradación ad infinitumque campean a lo largo de la novela, traducen, tal vez demasiado fielmente, la amargura que siente el escritor cuya ficción se nutre de una realidad poéticamente transpuesta y que, por lo tanto, no puede evitar que su arte refleje lo irreversible de la situación del exiliado, pero a quien como paraguayo, no dejan de dolerle las desgracias de su pueblo. Recordemos que Casaccia, como cualquiera de sus personajes -el doctor Gamarra o Gilberto Torres-, también vivió con la mente y el corazón fijos hacia el Paraguay. Lo prueban todas y cada una de sus páginas escritas. Si ciertos miopes alienados alguna vez lo han acusado de antipatriota y calumniador por mostrar las verdades al desnudo, son hoy muchos más los que aprecian en su justo valor sus cualidades de novelista y de paraguayo amante de su patria.

 

 

HIJO DE HOMBRE (1960)

 

En 1960 aparece en Buenos Aires Hijo de hombre, primera novela de Augusto Roa Bastos y la obra que le incrementará a un ámbito continental la fama ya adquirida con la publicación de su colección de cuentos, El trueno entre las hojas, en 1953. La abundante bibliografía crítica que en torno a dicha novela se ha venido publicando desde su aparición, incluyendo tesis doctorales, atestiguan el impacto que su obra ha tenido a nivel internacional (Ver, por ejemplo, Ángel Flores, Bibliografía de escritores hispanoamericanos: 1609-1974 (Nueva York: Gordian Press, 1975), pp. 284-86. (N. del A.)).

En Hijo de hombre reencontramos la crítica abierta y denuncia descarnada que caracterizan a todos los cuentos de El trueno. Sin embargo, aquella violencia elemental, arrolladora, total, ya implícita en el título y que alude al epígrafe que encabeza la antología, disminuye en su novela. Dos factores influyen en este cambio. En primer lugar, en Hijo de hombre ya no se enfatiza tanto la violencia como elemento natural inevitable, como herencia esencial e inescapable, sí implícitos en el ciclo expresado en la leyenda aborigen y epígrafe inicial de El trueno: «El trueno cae y se queda entre las hojas. Los animales comen las hojas y se ponen violentos. Los hombres comen los animales y se ponen violentos. La tierra se come a los hombres y empieza a rugir como el trueno». La novela desarrolla hasta sus últimas consecuencias otro tipo de violencia, tal vez más cruel y amarga porque es de origen puramente humano. Se trata de la violencia del hombre para con el hombre, del explotador para con el explotado, del rico para con el pobre, de un ser para con su prójimo. La violencia deja de tener un origen enteramente natural y físico para convertirse en una violencia de carácter social, de orígenes socio-económicos e histórico-políticos.

Una simple comparación de los dos títulos apunta ya hacia el cambio de énfasis arriba señalado. Mientras El trueno entre las hojas (cuyo sustantivo central «trueno» describe algo natural, violento) habla de violencia elemental, de fuerzas naturales, y da énfasis a su carácter ofensivo, inevitable, Hijo de hombre (con «hijo» como síntesis de amor y sufrimiento) habla de humanidad, de amor hacia el prójimo, de sacrificio humano, y lleva implícita la idea de sacrificio y dolor. Si lo anterior es posible adivinar sin haber leído las obras, la lectura de la novela descubre su estructuración en torno a casos ejemplares de seres que se sacrifican por los demás. La recurrencia -a lo largo de la novela- de estas figuras-Cristo que no vacilan en dar su vida por el bien común, apunta hacia una esperanza redentora, hacia la erradicación de la violencia del hombre para con el hombre y hacia la redención final del hombre gracias a su propio esfuerzo. «Lo que no puede hacer el hombre, nadie más puede hacerlo», había dicho Cristóbal Jara alguna vez (Augusto Roa Bastos, Hijo de hombre (Madrid: Editorial Revista de Occidente, 1969), p. 194. En adelante las citas y paginación (entre paréntesis) correspondientes irán incorporadas al texto y provendrán de esta edición. Ocasionalmente, por razones de claridad, en el paréntesis identificaremos también la obra, pero con el título abreviado a Hijo. Esta novela recibió una serie de premios, entre los que se cuentan: el Primer Premio Concurso Internacional de Novelas de la Editorial Losada, en 1959; el Primer Premio de la Municipalidad de Buenos Aires, bienio 1960-62; la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), en 1961; y es elegida por la Fundación William Faulkner para representar al Paraguay en el certamen de la novela iberoamericana 1962. Hijo de hombre ha sido, además, traducida a varias lenguas, entre ellas al inglés, alemán, checo, sueco, portugués, italiano y francés. (N. del A.)). Es justamente esperanza de redención lo que está contenido en el título de la obra y en los dos epígrafes que la encabezan (El primer epígrafe proviene del Antiguo testamento y está constituido por tres versículos extraídos del libro de Ezequiel (12:2, 12:18 y 14:8). El segundo es un pasaje sacado del «Himno de los muertos de los guaraníes». Ver Hijo de hombre, p. 11. (N. del A.)).

Sería imposible comentar en unas cuantas páginas o incluso en todo un libro los varios aspectos y niveles semánticos implícitos y explícitos en Hijo de hombre. Se trata de una novela muy rica en connotaciones y por lo tanto de múltiples interpretaciones, como lo demuestran las diversas «lecturas» de que ya ha sido objeto hasta el presente (Una rápida mirada a los títulos de los estudios dedicados a Hijo de hombre en la ya anotada Bibliografía de escritores hispanoamericanos da una idea aproximada de esa multivocidad a que nos referimos aquí. (N. del A.)). En este sentido, la novela ejemplifica y corrobora la posición teórica de Roa Bastos en lo que éste entiende debe ser una obra narrativa. Afirma él, en una entrevista, que la tarea del narrador es connotativa. Ésta tiende, dice, «al relacionamiento de los hechos [...] Busca los significados de estos revelamientos mediante las alegorías y los símbolos, connotando muchos sentidos al mismo tiempo en un 'haz de relaciones'» (Entrevista publicada en ¡Siempre!, 11 de diciembre de 1974, p. 6. (N. del A.)). Dicha posición teórica, traducida en práctica en su obra, explica el que su mundo novelístico no sea siempre homologable -como es el caso de Casaccia- a la realidad, aunque ésta esté, no obstante, en su obra, a menudo de manera indirecta e implícita, pero expresada con la autenticidad esencial que sólo el símbolo (bien escogido) puede hacerlo. El enfoque simbólico recurrente en las obras de Roa eleva el contenido novelístico a un plano universal, al iluminar la condición humana desde ángulos indirectos, importándole menos lo existencial concreto que la transfiguración de sus elementos fenoménicos en otros que revelen lo esencial. A ello tiende la creación de personajes o hechos simbólicos. Así por ejemplo, la tragedia de Casiano y Nati Jara descubre primero un problema nacional de origen político-económico (el de la explotación en los yerbales bajo la aprobación gubernamental (Poco después de la Guerra de la Triple Alianza -exactamente el 1.º de enero de 1871-, el presidente Cirilo Antonio Rivarola promulga una ley por la prosperidad y progreso de los beneficiadores de yerba y otros ramos de la industria nacional...», cuyo artículo 3.º está incorporado a la novela y dice textualmente: El peón que abandone su trabajo sin el consentimiento expreso de una constancia firmada por el patrón o capataces del establecimiento, será conducido preso al establecimiento, si así lo pidieren éstos, cargándose en cuenta al peón los gastos de remisión y demás que por tal estado origine» (p. 66). Está claro entonces que el Estado no protegía los intereses de los Natis y Casianos del país, sino de los muchos mister Thomas que allí venían a «explotar» sus recursos naturales y humanos al mismo tiempo. (N. del A.)) ) para convertirse luego en símbolo universal de la explotación del hombre por el hombre.

La novela está dividida en nueve partes en apariencia independientes entre sí pero muy relacionadas en sus aspectos temáticos y estructurales. En cuanto al contenido, es significativa la recurrencia de unos cinco o seis temas entre los que se cuenta el del exilio, también motivo recurrente en las otras obras en estudio. Otros temas que se repiten en esta novela son los relacionados con la explotación humana, el sufrimiento y el ansia de justicia social. Estructuralmente, el narrador Miguel Vera que, como actor o testigo, entra y sale de su propia  narración, une las diferentes partes. En lo referente a su disposición temporal, la narración avanza y retrocede en el tiempo, en un orden cronológico simultáneo, sucesivo o a saltos, siguiendo el curso de la memoria y de los recuerdos de su narrador. No es sólo hasta el final, sin embargo, que nos damos cuenta de que la novela está basada en los manuscritos dejados por Miguel Vera. «Así concluye el manuscrito de Miguel Vera» -nos dice Rosa Monzón en una supuesta carta al escritor-editor Roa Bastos- «un montón de hojas arrugadas y desiguales con el membrete de la alcaldía, escritas al reverso y hacinadas en una bolsa de cuero. Las había escrito hasta un poco antes de recibir el balazo que se le incrustó en la espina dorsal. La tinta de las últimas páginas estaba fresca; el párrafo final, borroneado a lápiz» (p. 220).

Otro elemento estructurador importante es la historia nacional. Episodios significativos de ella aparecen evocados o vividos a lo largo de la novela donde se instalan dividiendo el material narrativo en una serie de ciclos históricos -no necesariamente ubicados de manera cronológica ya que al adquirir éstos valor simbólico pierden su elemento temporal específico- con un común denominador: un gran saldo de sufrimiento humano, de muerte y destrucción pero con la esperanza renovada, en todos los casos, de que el futuro traerá los cambios necesarios. La novela progresa en forma de contrapunto entre dos niveles temporales: uno que comprende más de cien años y es el tiempo de la historia contenida en la narración (que va desde la dictadura de Francia hasta los albores de la revolución del 47, según se deduce del penúltimo párrafo del texto (Atendiendo a la cronología interna de la obra, es indudable que a esa revolución se está refiriendo Rosa Monzón cuando ya casi al terminar la novela dice: Después de los años, en estos momentos en que el país vuelve a estar al borde de la guerra civil entre oprimidos y opresores, me he decidido a exhumar sus papeles y enviárselos, ahora que él [Miguel Vera] no puede retractarse, ni claudicar, ni ceder...» (p. 221). (N. del A.)), y otro que es el de la narración misma. Constituye este último esencialmente un tiempo vivencial y abarca unos veinte años de la vida de Miguel Vera (Desde aproximadamente 1914-15 (cuando los desterrados como consecuencia de la revolución de 1912 vuelven al país) en que Miguel Vera abandona su pueblo para seguir sus estudios en la capital, hasta 1936-37 en que, terminada la Guerra del Chaco, Miguel se encuentra nuevamente en Itapé con el cargo de alcalde de su pueblo natal, y sufre el fatal «accidente» que le causaría la muerte a los pocos días de haber sido trasladado a Asunción. (N. del A.)).

La multivocidad de la novela, unida a su estructuración episódica, hace que resulte difícil, si no imposible, tratar de resumir en pocas líneas su desarrollo argumental. Tal vez lo dificulte aún más el hecho señalado por Rubén Bareiro Saguier de que «el libro no tiene protagonista sino personajes» (En «Situación de la literatura paraguaya contemporánea», p. 43. (N. del A.)). Entre estos personajes se cuentan Gaspar Mora y Cristóbal Jara, dos de las figuras simbólicas más representativas del espíritu de sufrimiento de un pueblo oprimido y explotado. Aquél, primer Cristo sacrificado, inspirará a éste y a los otros muchos «Cristos» que deberán ser inmolados antes de la redención final. Gaspar Mora sólo entra en la narración a través de la memoria colectiva, mitificado, padre-autor del Cristo tallado de Itapé, inspirador, a través de su obra y de su vida, de un deseo de justicia colectiva, y por lo mismo, raíz-semilla del espíritu de rebelión de generaciones venideras. Cristóbal Jara, por otra parte, entra en el presente de la acción y protagoniza cinco de los nueve capítulos en que se divide la obra.

Hijo de hombre, como las obras de Casaccia, también está lleno de sueños truncos y derrotas. Sin embargo, el ansiar justicia, el no claudicar, el no permitir la muerte de la esperanza, constituyen elementos de optimismo esencial que no encontramos en La Babosa, La llaga o Los exiliados. No se trata -en la novela de Roa Bastos- de una nueva versión del mito de Sísifo, que implicaría la negación absoluta de toda posibilidad de cambio, la condena al fracaso eterno, sino más bien de una aplicación del mito del Fénix a la realidad esencial del espíritu del hombre paraguayo: su persistencia en el camino hacia la salvación, su renacer de las cenizas de la guerra, y su espíritu de sacrificio perseverantes a pesar de las innumerables adversidades.

Mucho se ha escrito ya sobre Hijo de hombre, y tratar de abarcar el panorama crítico constituiría una labor ciclópea. Conviene, sin embargo, apuntar lo que otras voces, más autorizadas en la materia, han señalado como aspectos sobresalientes de la misma. Por otra parte, en casos donde el material bibliográfico crítico es tan abundante, citar cuatro o cinco pasajes indica, necesariamente, una selección muy limitada. Como en estas páginas nos estamos refiriendo a la novelística del exilio en cuanto a su aspecto crítico y de denuncia, los pasajes aludidos están relacionados con el carácter comprometido, con el contenido de protesta social de Hijo de hombre. Dice al respecto la poetisa y escritora paraguaya Josefina Plá: «Este libro es la denuncia, no ya de un ambiente y un momento histórico, sino de toda la trayectoria de un pueblo en el espacio y en el tiempo. Abarca cuerpo y alma nacionales y el final queda dilaceradamente abierto sobre un porvenir en tinieblas» (Citado en Pérez-Maricevich, La poesía y la narrativa en el Paraguay, p. 45. (N. del A.)). Y a su voz se añade la de Rodríguez-Alcalá que declara que «como protesta social, la novela es una vasta epopeya de la maldad del hombre con su prójimo». A continuación enumera algunos de esos hechos de maldad: «hay episodios de guerras civiles; hay traiciones, venganzas, castigos; hay horrores en los yerbales, horrores durante la guerra del Chaco». Sin embargo, el mismo crítico reconoce y señala que «Roa también exalta el heroísmo de los humildes y la solidaridad de los que sufren con los que sufren» (Ver La literatura paraguaya, p. 49. (N. del A.)). Finalmente, Rubén Bareiro Saguier se une al dúo para dar papel estructurador a esa aspiración de justicia que impregna las páginas de la novela. Comenta el conocido crítico que «lo que cohesiona las partes del libro» es, además de la existencia de Miguel Vera como relator único, «el  hondo anhelo de justicia, el desgarrado mensaje de solidaridad, la luminosa denuncia de la injusticia». Y agrega: «Se podría decir que ésta es la historia de un largo infortunio, la del dolor de un pueblo castigado y sufriente» (En «Situación de la literatura paraguaya contemporánea», p. 43. (N. del A.)).

La protesta social toca aquí, como en las novelas de Casaccia, varios segmentos de la realidad nacional, entre los que sobresalen el económico-social, denunciado en los varios episodios de explotación y sacrificios humanos (especialmente en los relacionados con la explotación en los yerbales que protagonizan los esposos Jara); el político, implícito en los desastres resultantes de guerras y revoluciones civiles e internacionales (Debemos apuntar aquí que Hijo de hombre es la primera novela paraguaya que se apodera de esa tragedia histórica que fue la Guerra del Chaco, para reflejarla artísticamente en todos sus alcances: socio-económicos y políticos, humanos y espirituales. Ver especialmente los tres últimos capítulos titulados «Destinados», «Misión» y «Ex combatientes», respectivamente (pp. 135-221). (N. del A.)) ; y el histórico-cultural que, indirectamente, a través de complejos mecanismos sicológicos, influye en la imposibilidad de actuación que caracteriza al intelectual paraguayo representado acá por Miguel Vera, de cuya frustración profunda dan testimonio las páginas de la novela, su manuscrito-confesión. La herencia histórico-cultural de autocensuras y alienaciones varias que pesa sobre él en el momento histórico-político que le toca enfrentar, determina que viviera «intoxicado por un exceso de sentimentalismo», como él mismo le confiesa a Rosa Monzón, y que no supiera «orientarse en nada, ni siquiera en medio de 'las aspiraciones permitidas'», según comenta aquélla en la carta con que concluye la novela y que está dirigida al autor-editor Roa, juntamente con los manuscritos de Miguel Vera, previamente editados, aunque ella quiera convencernos de lo contrario. «Los he copiado» -dice refiriéndose al manuscrito original de Vera- «sin cambiar nada, sin alterar una coma. Sólo he omitido los párrafos que me conciernen personalmente; ellos no interesan a nadie» (p. 220; el énfasis es nuestro).

La intención crítica y el carácter testimonial de la novela, aparte de las declaraciones hechas por el autor al respecto en alguna entrevista, están recogidos, de modo explícito, en las páginas finales de la obra. El porqué del sufrimiento humano -del cual es tantas veces testigo Miguel Vera- sólo parece tener una posible respuesta en el para qué (de una posible salida, de un posible futuro diferente) anhelado en las últimas líneas de su diario-manuscrito. Ambas interrogantes están implícitas en los pensamientos que pasan por su mente al ser testigo-observador, una vez más, de dos seres inocentes, castigados sin embargo por las atrocidades de la guerra:

No pienso en ellos solamente. Pienso en los otros seres como ellos, degradados hasta el último límite de su condición,  como si el hombre sufriente y vejado fuera siempre y en todas partes el único fatalmente inmortal.

Alguna salida debe haber en este monstruoso contrasentido del hombre crucificado por el hombre. Porque de lo contrario sería el caso de pensar que la raza humana está maldita para siempre, que esto es el infierno y que no podemos esperar salvación.

Debe haber una salida, porque de lo contrario...

 

(p. 220)

               

 

Con esa vislumbrada esperanza, con ese posible para qué de salvación futura, termina el manuscrito de Vera. Y si nos referimos al párrafo con que concluye la novela, que supuestamente recoge opiniones de Rosa Monzón, la intención testimonial de Hijo de hombre resulta clara. «Creo [expresa Ro(s)a-Bastos...] que el principal valor de estas historias radica en el testimonio que encierran. Acaso su publicidad ayude, aunque sea en mínima parte, a comprender más que a un hombre, a este pueblo tan calumniado de América, que durante siglos ha oscilado sin descanso entre la rebeldía y la opresión, entre el oprobio de sus escarnecedores y la profecía de sus mártires...» (p. 221). Cerrar el texto con estas palabras refleja, por parte de Roa, una actitud ética conscientemente asumida, implícita además en el tipo de novela por él postulada, id est, teñida por la propia experiencia pero al mismo tiempo caracterizada por un contenido social y humano significativo (Ver «3 escritores: 3 visiones de la novela», p. 3. (N. del A.)).


 

YO EL SUPREMO (1974)

 

La segunda novela de Roa Bastos aparece en 1974, catorce años después de su ya entonces famoso Hijo de hombre. En ese tiempo, se consolida de manera definitiva el compromiso social y artístico del autor cuya última novela, el gran experimento novelesco que es Yo el Supremo, constituye, al mismo tiempo, un nuevo paso en la concepción del papel del escritor frente a su propia obra. La actitud ya reflejada en Hijo de hombre de ver el hecho literario no como una «creación original» sino más bien como un proceso de elaboración colectiva (Elementos que componen dicha creación colectiva en Hijo de hombre son, entre otros, los recuerdos y anécdotas del viejo Macario insertados en el primer capítulo, lo que la tradición oral proporciona al narrador sobre el desastre de Sapukai, las canciones populares contenidas en el texto, el diario escrito por Miguel Vera durante su estadía en Peña Hermosa, la colaboración editorial de Rosa Monzón en el manuscrito de Vera... (N. del A.)), llega a incluir aquí la anulación completa del autor como tal. De editor (o coautor, a lo sumo) que era en su primera novela, pasa ahora a considerarse mero «compilador» responsable de su obra. Explica Roa este cambio en su concepción de la obra novelesca en los siguientes términos:

Basta salir un poco de ese mundo afantasmado en que estamos metidos los escritores -aún los que nos preocupamos de nuestras colectividades- para descubrir que la novela hoy -sobre todo en América Latina- está desplazada a un lugar secundario como medio de comunicación. Necesidades más urgentes constriñen al hombre de nuestro tiempo. Parece más importante, por ejemplo, leer cosas sobre lo que sucede en nuestros países en todos los niveles. Una práctica tradicional de la escritura queda fácilmente desbordaba por la magnitud de esos acontecimientos. Todo eso me propuso necesariamente un replanteo esencial de mis propios métodos de escritor. Creo que, después de un tiempo, comencé a comprender que tal vez no sea la palabra en sí, como función de comunicación, la culpable de esa situación de desentendimiento entre lo que se escribe sobre los hechos y los hechos mismos, sino la propia capacidad de comunicación del autor: su lenguaje no ha avanzado lo suficiente para expresar esa inmensa marca que está llenando todo el marco histórico de nuestro tiempo y ante la cual las palabras parecieran retroceder impotentes. Este convencimiento tal vez debió llevarme a cerrar definitivamente mi actividad como escritor, pero se produjo una extraña paradoja que me hizo persistir: me empeñé en tratar de anular la situación de privilegio del autor en el marco de su obra, en eliminar todos los elementos de autocomplacencia con el mundo individual, de comprender que el escritor -aún en los momentos de mayor soledad, en la profundidad de sus obsesiones, de sus pesadillas, de sus sueños- sigue siendo un ser social (De entrevista publicada en ¡Siempre!, p. 6. (N. del A.)).

Y así, en lugar del papel que tradicionalmente suele corresponder al autor -de inventar una fábula o construir una trama narrativa imaginaria-, se asigna a sí mismo el de «compilador» y como tal su intervención en la obra se limita a la de cualquier lector. «Como compilador», dice Roa, «yo he sido también un simple lector». Y enfatiza categóricamente: «No escribí, entonces, esta novela como autor, sino como lector: como uno que lee el libro que siempre escriben los pueblos». La importancia que para su propia labor novelística significó su última novela, lo expresa Roa Bastos en los siguientes términos: «Yo el Supremo me acercó a uno de los hallazgos más fértiles de mi vida de escritor: el que los libros de los particulares no tienen importancia; que sólo importa el libro que hacen los pueblos para que los particulares lean» (Ibidem. (N. del A.)).

En su elaboración temática, la última novela de Roa Bastos sigue relacionada con ese anhelo profundo de comprensión de la realidad nacional que, como ya se ha dicho, constituye un aspecto recurrente en la novelística del exilio. Yo el Supremo rescata de la historia la figura del doctor Francia y la humaniza. Pero para ello, y para comprender los móviles que lo impulsaron al dictador a actuar como lo hizo, primero se lo debe desmitificar. Se logra eso haciendo que el propio dictador produzca el texto de la novela. Roa deja que aquél se enfrente con los varios documentos y leyendas que sobre él se han escrito o tejido durante el curso de la Historia. Convierte así al doctor Francia en actor y juez de sus propios actos, defensor de su política contra las acusaciones de historiadores futuros y juez implacable de las corrupciones y política entreguista de sus sucesores, especialmente de la dictadura actual. Pero activar la conciencia acusadora del gran magistrado (ya muerto más de un siglo atrás) para proyectar su voz al presente implica congelar el tiempo, y para ello se hace necesario un segundo proceso de mitificación. Al mitificarlo, Roa lo convierte en símbolo de la conciencia nacional. Paradójicamente, el símbolo cobra vida al ser reflejado en la novela, pues ésta sólo recobra lo que en realidad nunca ha muerto. El doctor Francia sigue vivo en la conciencia colectiva. Su vigencia ya lo predice una de las voces recuperadas en el «dictado» del Supremo donde se lee que «hay Francia para rato» (Augusto Roa Bastos, Yo el Supremo (Buenos Aires: Siglo XXI Argentina Editores, 1974), p. 81. Para citas y numeración de páginas, en adelante incorporadas al texto (entre paréntesis), usaremos dicha edición. Ocasionalmente, por razones de claridad, en el paréntesis identificaremos también la obra, pero con el título abreviado a Supremo. (N. del A.)), y el mismo dictador agrega más adelante, «...qué resto de gente viva o muerta quedará en el país, que no lleve en adelante mi marca» (p. 278).

Hay que aclarar, sin embargo, que el aludido proceso de mitificación es muy diferente -literaria e históricamente hablando- al que predominó durante las cuatro primeras décadas de este siglo. Los separa un factor de responsabilidad profesional. Mientras en el período anterior la mitificación iba precedida, en general, de una mistificación (o falsificación) de la realidad, en esta obra Roa Bastos mitifica, desmitificando al mismo tiempo, la controversial figura del doctor Francia. Declara Roa que a lo largo de su vida fue tentado por la idea de convertir en personaje de una de sus novelas al personaje histórico mismo. Pero, explica: «también sentí desde el comienzo que la magnitud  de un proyecto semejante desbordaba por completo mis posibilidades y, sobre todo, las posibilidades del género novelesco». Por lo tanto, sigue diciendo, «preferí, en lugar de traicionar mi oficio de escritor de novelas y afrontar el riesgo de distorsionar la historia, elaborar un mito literario inspirado, eso sí, en la enigmática figura del Supremo Dictador, personaje polémico, discutido, ensalzado» (De la misma entrevista en ¡Siempre!, p. 6. (N. del A.)).

A pesar de que Roa considera que Yo el Supremo es una novela «hecha al modo tradicional, con algunas variantes», se trata en realidad de una obra experimental muy innovadora. En primer lugar, la introducción del documento histórico en sí y de otros escritos extraliterarios como soporte básico de su novela (Además de las varias crónicas de viajes y documentos de época interpolados en la narración, el apéndice contiene una serie de notas, circulares, documentos pasados y presentes escritos sobre el dictador, varios sobre la extraña suerte de sus restos. (N. del A.)), y en segundo lugar, la nueva perspectiva que introduce en la concepción de una novela sobre la dictadura, son llevados a un desarrollo tal que dejan de ser características circunstanciales y pasajeras -o meras coincidencias- para convertirse en coordenadas estructurales básicas. Esto hace que la obra sobresalga no por lo que tiene en común con la novela tradicional sino justamente por lo que tiene de esencialmente experimental. Con respecto al primer punto, señala la conocida hispanista Jean Franco el papel innovador que Roa le asigna al material histórico incorporado en Yo el Supremo, al convertir esos documentos e informes varios -normalmente usados en el discurso histórico- en la infraestructura de su ficción (En «Paranoia in Paraguay», Times Literary Supplement, 15 August, 1975, p. 925. (N. del A.)). Y refiriéndose a su carácter novedoso dentro de la tradición de la novela de la dictadura, comenta Sylvia Wynter, otra conocida investigadora, que la novela de Roa, juntamente con Recurso al método de Alejo Carpentier y El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez, constituyen tres novelas latinoamericanas que están marcando nuevos rumbos -y yendo incluso más allá del boom- en varios aspectos. En cada una de estas obras la conciencia del dictador domina el texto; sus autores han logrado entrar dentro mismo del dictador y esto, según la mencionada crítica, implica un cambio total de actitud en estas novelas (En una conferencia titulada «Ideology and Politics in Latin American Fiction», dada en la Universidad Stanford el 6 de mayo de 1977. (N. del A.)).

Temporalmente, las dos novelas de Roa Bastos son totalizadoras en cuanto ambas abarcan, dentro del marco novelístico, un período de tiempo secular, pero mientras en Hijo de hombre el narrador-escritor Miguel Vera no pasa de «testigo pasivo» y transcribe el hacer y no-hacer de los demás personajes, acá el dictador es al mismo tiempo agente y recipiente, personaje principal y protagonista actuante único. Él hace y deshace la historia que es la novela y comenta, corrige y contesta las varias historias que componen la Historia. Se convierte así en juez, testigo y «revisador» de ésta.

Yo el Supremoconstituye un inmenso y detallado panorama del derrotero histórico-político del Paraguay desde su independencia hasta el presente. A través de los «dictados» de su protagonista, el doctor Gaspar Rodríguez de Francia, dictador perpetuo del Paraguay y uno de los personajes más apasionantes y poco conocidos de la historia americana, desfilan ante el lector elementos del contexto humano, económico y político que configuran la realidad nacional e internacional de la época. Datos varios, recogidos de diversas fuentes -«de unos veinte mil legajos, éditos e inéditos; de otros tantos volúmenes, folletos, periódicos, correspondencias y toda suerte de testimonios ocultados, consultados, espigados, espiados, en bibliotecas y archivos privados y oficiales [...] versiones recogidas en las fuentes de la tradición oral, y unas quince mil horas de entrevistas grabadas...» (p. 467)- e insertados en la novela, complementarios algunos, contradictorios otros, confluyen a reconstruir la difícil circunstancia histórica que le tocó vivir a este primer magistrado paraguayo, para quien los juicios de la historia no han sido unánimes. Si para algunos fue un déspota sombrío y para otros prócer de la nación paraguaya, lo que nadie puede negarle es su calidad de defensor intransigente de la independencia y soberanía nacionales. En su obra Roa lo humaniza, devolviéndole así el derecho al error o al acierto, a juzgar o a defender sus propias acciones, derecho que le había negado la Historia ya sea condenándolo al banquillo de los acusados, sin posibilidad de defensa, o canonizándolo en la perfección del muñeco de cera con la eterna sonrisa congelada, pero necesariamente postiza y falsa.

Aunque Roa se declare mero «compilador», es evidente que su labor de «entresacar» y «sonsacar» de tanto material escrito y oral implica un trabajo de selección y disposición, no sólo del elemento documental, sino también del elemento lingüístico que mediatiza dicha transposición y por lo tanto va más allá de la pura compilación. Se trata sí de una novela en donde la presencia del autor como tal está prácticamente ausente, en especial en lo referente a su situación de privilegio dentro de la novela tradicional.

Las versiones que ha recogido la Historia y las varias historias -las detractoras y las idealizantes- que se han escrito, tejido y especulado en torno al doctor Francia, son versiones que ponen énfasis en la imagen pública de su persona, imagen que debido al misterio que rodeó siempre a su figura, abunda en elementos extraños, contradictorios y ambiguos. Abogado y astrónomo, heredero de las enseñanzas de Rousseau, Montesquieu, Diderot y Voltaire, Francia instauró en Paraguay un régimen paternalista y se convirtió en el defensor número uno de la independencia nacional. Por otra parte, los pocos visitantes extranjeros que llegaron a entrar a la fortaleza en que había sido convertido el Paraguay durante sus veintiséis años de gobierno, dejaron versión escrita de la crueldad extrema que ejerció el dictador para con sus adversarios políticos y enemigos personales. Son justamente esos visitantes, los hermanos Robertson y el suizo Johan R. Rengger, los que dejaron constancia de ciertos detalles de su vida privada y pública: su exagerada puntualidad, sus paseos diarios hasta el cuartel del Hospital, sus siestas en su hamaca de hilo, su celibato, su carácter solitario, el gran cariño que sentía por su perro «Sultán», su famosa casaca azul con galones dorados y sus zapatos con hebillas de oro, su desconfianza extrema hacia extranjeros o desconocidos, su colonia penal de Tevegó y su severidad extrema para amigos, parientes o enemigos. Conocido también es el cautiverio al que el dictador sometió al sabio naturalista Amadeo Bonpland, a quien durante nueve años le prohibió dejar el país a pesar de las amenazas de Bolívar, para expulsarlo después, sin motivo aparente, cuando ya aquél se había encariñado con el Paraguay y no quería abandonarlo. Su actuación pública es también la recogida en los muchos documentos de la época, nacionales y extranjeros, que testimonian entrevistas con emisarios argentinos y brasileros, o su enfrentamiento con Artigas a quien más tarde, cuando éste se lo pide, concede sin embargo asilo político y le permite permanecer en el país hasta su muerte.

Pero todos éstos son datos obtenidos por terceros y nos dan una imagen externa del dictador. Ofrecer una versión íntima del mandatario paraguayo, implica tener acceso a su conciencia personal. Roa hace uso de ambos recursos. Deja que el propio Francia construya la novela y aprovecha creativamente el dato que sobre la hipotética existencia de un diario privado le provee la Historia. Se cree que en 1840, poco antes de morir, el doctor Francia quemó todos sus papeles. De ese dato se vale Roa para reconstruir, a partir de los restos y fragmentos rescatados a las cenizas, el supuesto diario del mandatario paraguayo. Completa así, con una imagen íntima y personal, la pública y exterior que ha sido recogida por un gran número de legajos y documentos varios.

La acción novelesca, que es acción mental pura (Temporalmente, como en el caso de Pedro Páramo, la acción se ubica post mortem. Durante el transcurso de esa «escritura» que es la novela, el dictador prácticamente no se mueve de la silla imaginaria en que dicta, comenta y corrige lo que va escribiendo Patiño. (N. del A.)), se ubica post mortemy se abre con un pasquín que imita la letra del Supremo y anuncia el desmembramiento de su cuerpo después de su muerte (Este pasquín, señala Jean Franco (en «Paranoia in Paraguay»), becomes a metaphor for the treachery of words» ya que «his [la del dictador] fiercest battle is with print itself». Hay que recordar que ese hombre que en vida siempre trató a enemigos, conspiradores y autores de pasquines con severidad inapelable, está después de todo (y ya muerto) luchando contra lo único que perdura: la palabra escrita. Y en este caso particular, el dictador se encuentra finally at the mercy of the words which have been written about him», como apunta la conocida hispanista. Se puede agregar también que el pasquín, en cuanto «imitación» de la letra del dictador y en cuanto «desmembramiento» de su cuerpo después de muerto, puede ser paralelamente metáfora que aluda a las imitaciones distorsionadas y tergiversadas que de su política, doctrina e ideales se vale hoy día la dictadura actual usando la fama, el respeto y la admiración que el pueblo paraguayo aún siente (en su gran mayoría) por el doctor Francia, pero cambiando totalmente el sentido y espíritu de la política gubernativa de éste. (N. del A.)). El  pasquín aparece en un momento en que la salud física del doctor Francia es crítica y éste se siente próximo a morir. Pero su ubicación al principio de la novela es clave ya que desata el «dictado» -hecho a su secretario Patiño- que constituye la novela y cuyas líneas revisarán siglo y medio de historia paraguaya y americana, documentos de todo tipo, batallas de pluma y espada, maquinaciones extranjeras destinadas a anexar a sus respectivos dominios al Paraguay, entonces rico en recursos y económicamente muy próspero. Recoge el «dictado» las amenazas del momento, la constituida por Artigas y la que representan las presiones correntinas cuyos deseos rebotan contra la voluntad férrea de Francia de mantener, a toda costa, la integridad territorial y política de su país. Pero sus recuerdos se dirigen no sólo al pasado o al presente sino que en forma de memoria proyectada hacia el porvenir, también dicta a Patiño sobre las amenazas y los males futuros que acechan al país. Esto lo logra a través de una serie de anacronismos que se justifican temporal y estructuralmente en la anulación del tiempo cronológico a través de la configuración mítica del dictador, cuya memoria transcurre a lo largo de los planos temporales como en un eterno presente.

Novela de múltiples lecturas -como Hijo de hombre-, Yo el Supremo es rica en connotaciones y señalar solamente determinados aspectos sin mencionar otros implica, de manera obligada, una selección previa, que a su vez significa mutilar o a lo menos dejar de lado una serie de interpretaciones posibles. Sin embargo, tal selección se hace necesaria en un trabajo como el nuestro donde intentamos rescatar de la novelística del exilio sólo algunos de sus elementos recurrentes más significativos. Un aspecto predominante en todas estas obras es, como ya lo indicamos antes, su carácter comprometido con la realidad nacional.

En el caso de Yo el Supremo, la crítica y la denuncia marchan paralelas a la meditación y apología que constituye gran parte de la novela. Mientras el dictador narra, cuenta, corrige y se debate luchando contra la imagen que le han inventado sus sucesores y en especial sus detractores, se vislumbran también en el trasfondo -sin que él pueda ejercer su poder contra ello, sin poder controlarlo o corregirlo- las pequeñas y grandes llagas de su régimen. Allí están los arbitrarios arrestos, los fusilamientos, las colonias penales, las crueldades y castigos para enemigos, adversarios y ex amigos. Allí están las contradicciones de su régimen paternalista, sus caprichos, su ambivalente posición para los extranjeros que lograron entrar al país y el injusto cautiverio del naturalista Bonpland.

La serie de anacronismos incluídos en el texto son absolutamente necesarios dentro del proyecto totalizador que constituye la obra. Gracias a ellos puede Roa dar el salto del pasado al futuro, incluir el presente e incluso trascenderlo. Además, es en la inserción de dichos anacronismos donde hallamos las críticas más severas de la obra. Éstas aluden, sobre todo, a la dictadura presente. Por ejemplo, es clara la denuncia contra el régimen entreguista actual cuando el Supremo se refiere a las relaciones paraguayo-brasileras y a la firme política con que él siempre defendió la integridad territorial y protegió la soberanía nacional del Paraguay de toda amenaza imperialista. Pensando en especial en el Brasil y en sus pretensiones anexionistas, declara el doctor Francia, en la circular perpetua: «Gobiernos rapaces, insaciables agarradores de lo ajeno. Su perfidia y mala fe las tengo de antiguo bien conocidas. Llámese Imperio de Portugal o del Brasil; sus hordas depredadoras de mamelucos, de bandeirantes paulistas [...] contuve e impedí seguir bandeirando bandidescamente en territorio patrio...» (p. 85). De allí que cuando proyecte mentalmente la firma del tratado de Itaipú (1973) que resultaría en la ocupación brasilera de extensas zonas fronterizas, y por el cual el Paraguay sería hipotecado secularmente al Brasil, la denuncia vaya directamente referida a la dictadura actual, responsable de dicho tratado. Se lee en la circular perpetua que «el pantagruélico imperio de voracidad insaciable sueña con tragarse al Paraguay igual que un manso cordero [...] Ya nos ha robado miles de leguas cuadradas de territorio, las fuentes de nuestros ríos, los saltos de nuestras aguas, los altos de nuestras sierras acerradas con la sierra de los tratados límites» (p. 85). La alusión a la gran extensión de territorio «robado» pero especialmente la especifica sobre los «saltos» de aguas ubica este discurso en dos niveles temporales: en el pasado de agresión imperialista portuguesa y en el presente de agresión también imperialista, pero brasilera (

Para una comprensión más acabada de las varias alusiones a los saltos y presas del texto, debemos tener en mente los términos del famoso tratado de Itaipú, firmado en 1973 entre Brasil y Paraguay, y donde se detallan los planes para la construcción de la represa hidroeléctrica «más grande del mundo», en lo que respecta a capacidad productiva de energía de ese origen. Debido a que el Paraguay carece del capital necesario para financiar su parte del proyecto, el Brasil le da un préstamo en extremo desfavorable para el país. Por una parte, le obliga a hipotecarse económicamente por muchos años, para amortizar su deuda; y por otra, incentiva el desarrollo industrial brasilero. Finalmente, al no poder absorber la energía producida, Paraguay promete vendérsela totalmente al Brasil, a un precio ridículo. Como diría el Supremo, un trato de verdaderos «bandidescos bandeirantes». (N. del A.)) . Yo el Supremo enjuicia, además, otros aspectos de la actual dictadura que en su arbitrariedad y entreguismo se define por oposición total a la profunda responsabilidad histórico-nacional que siempre caracterizó a Francia (Para más detalles y datos relacionados con una lectura de esta obra como crítica y denuncia de la dictadura actual, ver capítulo 5, pp. 172-75. (N. del A.)).

La lectura de estas cinco novelas en cuanto obras de contenido social, de crítica y denuncia, deja como saldo un par de apreciaciones. Ambos autores crean un mundo novelístico unitario, totalizador, donde sobresale la preocupación por el destino presente y futuro de su   país, y por extensión, de toda Hispanoamérica. Ambos escarban llagas dolorosas: Casaccia buceando en los traumas sicológicos resultantes de la interacción medio-hombre, y Roa remontando el río de la Historia en busca del porqué del angustioso presente paraguayo. En ambos casos, el compromiso social y/o político con la suerte de su pueblo y de su destino es total.

 

 

TRES TEMAS RECURRENTES EN LAS NOVELAS

DE GABRIEL CASACCIA Y DE AUGUSTO ROA BASTOS

 

La experiencia de vivir lejos de la patria, para quien sólo puede o quiere identificarse con ella, necesariamente tiene que dejar rastros profundos tanto en su vivir cotidiano como en su configuración mental. Para el escritor exiliado en particular, su experiencia personal se convierte en materia prima básica de sus obras. Éstas la incorporan a través de una serie de motivos o temas recurrentes, algunos de ellos con carácter obsesivo. Dicha recurrencia temática, su entorno referencial y su tratamiento artístico, dan unidad y coherencia a la producción del exilio. Ambos, Casaccia y Roa Bastos, se refieren en términos sicológicos similares a la influencia definitoria que ha tenido en sus obras su condición particular de exiliados. «Desde el punto de vista de la tranquilidad para escribir, sin problemas políticos ni de otros órdenes» -dice Casaccia-, «el alejamiento me fue beneficioso. Pero me debe haber sido perjudicial perder el contacto directo y permanente con mi tierra y sus habitantes. No obstante, si me hubiera quedado, todo hubiese sido distinto, tan distinto que otra hubiese sido mi creación, yo y mi vida entera» (Citado en Feito, El Paraguay en la obra de Gabriel Casaccia, p. 34. (N. del A.)) (el énfasis es de Casaccia). Roa Bastos, por su parte, comentando sobre la vida y problemas del hombre paraguayo en el exilio como materia novelable, expresa que le interesa «todo lo que esta vida lejos de las raíces, del medio, opera en él». Y agrega: «Este tema, naturalmente es un objeto y un sujeto de mi experiencia personal, puesto que hace varios años vivo en la emigración y ese pulso de una vida tan distinta, tan distorsionada, se me impone como una necesidad temática, probablemente como mecanismo de compensación para la carencia profunda que significa la ausencia» (Ver «3 escritores: 3 visiones de la novela», p. 4. (N. del A.)).

Son estas pautas y comentarios significativos que hacen Roa Bastos y Casaccia con respecto al efecto que el exilio ha tenido en su producción literaria los que nos llevan a aislar en ésta tres núcleos temáticos específicos cuya expresión novelística creemos puede ser atribuible, de manera directa, al hecho de que sus obras han sido concebidas en el exilio, especialmente después de observar que dichos temas constituyen también motivos recurrentes en otras muchas narraciones escritas en el exilio (Están presentes, por ejemplo, en las dos novelas de Lincoln Silva -Rebelión después y General General- y en los cuentos reunidos en Ojo por diente de Rubén Bareiro Saguier, como también en Follaje en los ojos (Los confinados del Alto Paraná) de José María Rivarola Matto, en los cuentos de Hugo Rodríguez Alcalá, y en los de Rodrigo Díaz-Pérez reunidos con el título de Entrevista, respectivamente, todas obras concebidas y publicadas en el exilio. (N. del A.)). Los motivos temáticos a que nos referimos son los siguientes: 1) el exilio de dentro y el exilio de fuera; 2) la obsesión por el pasado; y 3) la problemática nacional presente como rescate de una realidad camuflada. A continuación iremos viendo cómo se manifiestan estos motivos en las novelas en estudio y qué variantes -si las hay- predominan en la novelística de uno y otro autor respectivamente.

 

 

EL EXILIO DE DENTRO Y EL EXILIO DE FUERA

 

En otra ocasión hemos usado estos términos para referirnos en particular a la situación del escritor paraguayo que estando fuera o dentro del país no puede escapar a su condición de «exiliado», en el último caso debido a las limitaciones de carácter político y cultural imperantes intrafronteras. En esta sección ampliaremos el sentido de esos términos para incluir dentro del «exilio de fuera» al millón y más de paraguayos que han debido emigrar del país durante las últimas tres décadas por razones políticas o económicas; y dentro del «exilio de dentro» a la migración interna que también ha aumentado en los últimos años pero cuya cifra numérica es de más difícil determinación.

Como es de esperar, y en especial de estos dos escritores para quienes «lo imaginado en una novela se nutre de lo vivido por uno, pero también de lo vivido por otros» (Citado en El Paraguay en la obra de Gabriel Casaccia, p. 31. (N. del A.)), esa experiencia del destierro vivida por ellos -y por los miles de emigrados que pululan por las calles de las ciudades fronterizas- constituye uno de los elementos generadores de su mundo novelístico. De las dos causas básicas -política y económica- de esta emigración, la política es la más importante y la que lleva el mayor número de gente al exterior. De allí que el «exilio de fuera» entre a la novelística de estos dos escritores representado  por una serie de emigrados políticos como son, por ejemplo, el doctor Brítez en La Babosa, el coronel Balbuena en La llaga, el doctor Gamarra en Los exiliados, la expatriación cíclica a la que se alude repetidamente en Hijo de hombre, y los emigrados varias veces mentados en Yo el Supremo.

Pero también nutre las novelas de Roa Bastos y Casaccia esa otra experiencia de destierro, la de los «exiliados de dentro» que por cuestiones aquí más bien económicas, se ven obligados a dejar su «patria chica» para buscar -en la capital o en alguna otra ciudad- mejora económica y social. De este exilio de carácter interno nos dan cuenta, entre otros, Ramón Fleitas en La Babosa, Gilberto Torres en La llaga, y el éxodo de Casiano y Nati Jara en Hijo de hombre. Dentro de este exilio interno conviene distinguir dos movimientos migratorios básicos: uno -el mayor- que va del campo (o pueblo) a la capital (u otra ciudad), y otro que va en dirección inversa, de la capital (ciudad) al campo (pueblo). En los dos casos, sin embargo, la razón de la migración es de carácter predominantemente económico y ambos reflejan un cambio de estado dentro de la escala social. El primer movimiento (campo a ciudad) implica un ascenso social. Es el caso de Ramón Fleitas mientras puede permanecer en la capital. El segundo (ciudad a campo) significa casi siempre cierta disminución social. Tal es la situación de Ángela y su hermana Clara en La Babosa. No obstante la división en «exilio de fuera» y «exilio de dentro», y la subdivisión de éste en movimiento «campo-ciudad» y «ciudad-campo», ambos tipos de exilio tienen consecuencias sicológicas similares o por lo menos igualmente negativas.

Ramón Fleitas es «el clásico hijo de la campaña venido a la ciudad y no absorbido ni desbastado del todo por ella» (Babosa, p. 10) que tipifica una realidad problemática, la marcada dicotomía campo-ciudad. Leemos en el texto que:

La mayoría de los habitantes de Asunción es como Ramón. Asunción está llena de estos seres híbridos, mitad ciudadanos mitad campesinos que en edad temprana llegan del campo para estudiar y colman el Colegio Nacional, la Escuela Militar y el Seminario. Más tarde ocupan los primeros puestos en la política y se cuelan en el mundo social. Pero siempre queda en ellos, en su espíritu, en su hablar, algo de coiguá [campesino, torpe], que los diferencia del asunceño nativo.

 

(p. 10)

               

 

Esto último crea en ellos un complejo de inferioridad que dificulta su integración en el nuevo medio, cualquiera sea el grado de cultura individual y el medio al que tratan de incorporarse. Esta situación, de raíz económico-social, condena a seres como Ramón Fleitas, Gilberto Torres (Llaga) o Miguel Vera (Hijo) al fracaso, pues ese sentirse diferentes frena y hasta anula sus posibilidades de éxito creando un sentimiento derrotista, cuyas raíces explica un personaje de Casaccia diciendo que «se nace fracasado, frustrado, como se nace con algún defecto físico, porque el fracaso es algo subjetivo, íntimo...» (Exiliados, p. 178). En efecto, muchos son los ejemplos que podrían ilustrar las palabras de esta criatura casacciana.

Ramón, que había nacido en Itacurubí de la Cordillera, un pueblito pobre y triste, «sin luz eléctrica» (p. 11), fue a estudiar a la capital y allí se recibió de abogado. Sin embargo, siempre se sintió inferior a sus compañeros. «Envidiaba a sus amigos que habían nacido en Asunción y que vivían y se movían en ella como en su medio natural» (p. 11). Cuando por fin podía empezar para él el camino hacia el éxito al casarse con la hija del «doctor Félix Cardozo, abogado distinguido del foro del Asunción y cuya familia figuraba en las altas esferas sociales» (p. 11), irónicamente allí comienza su destrucción. Obligado por el suegro a vivir en Areguá, donde Ramón siempre se halló muy a disgusto, poco a poco va perdiendo todas sus esperanzas de convertirse algún día en el gran escritor y prominente abogado que quería ser. Roba primero, va a la cárcel después, para terminar, gracias a la intervención de un amigo, como juez de paz en un perdido pueblito de las Misiones (p. 316).

Similar es la situación de Gilberto Torres (Llaga), alma gemela de Ramón Fleitas, quien empieza con ilusiones de llegar a ser un gran pintor. Enseña dibujo en el Colegio Nacional y su cátedra le da entrada suficiente para vivir y progresar en Asunción. Un día se le ocurre firmar «una nota con otros pidiendo que se dé mejor trato a profesores amigos y estudiantes presos» (p. 46). Eso le cuesta su puesto y su traslado a Areguá. «Todo por culpa de esa maldita nota», le acusa su esposa. «Si no la hubieras firmado, hoy estaríamos en Asunción. [...] No hubiésemos tenido que venir a enterrarnos aquí» (p. 49). De allí en adelante todo le va de mal en peor. Ya sin ideales, más por oportunismo que por convicción política, se mete en un grupo revolucionario que planea un golpe contra el gobierno y que promete darle un cargo en el extranjero si triunfa la revolución. Como ya lo indicamos en el capítulo anterior, éste fracasa, apresan a Gilberto, lo torturan y finalmente lo deportan a la Argentina (p. 184). Así termina su derrotero por La llaga para volver a aparecer en Los exiliados, viviendo de la caridad del doctor Gamarra a quien no puede pagar sus gastos de la pensión porque tampoco puede conseguir empleo. Se siente derrotado. Comenta él que la pintura no le sirve para ganarse la vida y que terminará «como tantos artistas paraguayos por ser un fracasado. Uno más en esa larga caravana» (p. 284). La derrota final llega en la última página de la novela, cuando luego de escuchar el último silbato del tren que partía hacia Asunción y que él hubiera querido tomar, recoge mentalmente la imagen de tantos otros compañeros expatriados, envejeciendo en el exilio. En un desesperante pataleo de rebelión grita para sí: «A mí no me sucederá lo que a ellos. Yo no me pudriré en el destierro [...] Volveré aunque tenga que llegar arrastrándome...». Sin embargo, inmediatamente después, así «como se había levantado, de golpe volvió a sentarse mientras echaba una mirada absorta a su maletín, colocado a cierta distancia, como si fuera un objeto desconocido, que lo viera por primera vez» (p. 303). Estaba atrapado.

Algo diferente es el caso de doña Ángela y su hermana Clara (Babosa), quienes dejan la capital y van a Areguá para «ocultar su decadencia social» (p. 21) después del doble fallecimiento del marido de Clara y del padre de ambas. Pertenecían ellas a una conocida familia de Asunción y eran hijas «de un prestigioso y pudiente personaje ya fallecido» (p. 21). El transplante a Areguá de estos dos seres, acostumbrados y educados en el contorno de la sociedad capitalina, produce en ellos cierto desequilibrio sicológico que se manifiesta en una actitud negativa frente al mundo, en una antisociabilidad de índole «activa» en el caso de doña Ángela y de naturaleza «pasiva» en el de su hermana Clara. Doña Ángela goza sembrando la discordia en el pueblo y arrastrando los chismes de un lugar a otro (p. 21). En vez de sentir piedad o compasión frente a la pobreza de sus semejantes, ella disfruta viendo tanta miseria (p. 24). Con su lengua venenosa destruye a quienquiera se atreva a contrariarla o criticarla, incluyendo al cura del pueblo y a su propia hermana. Aquél osó llamarla «babosa y víbora» (p. 235) y con ello sólo ganó su odio y el lento veneno de su ponzoña que aceleraría su muerte.

Por otra parte, los celos, la envidia, la rabia que desde chica sentía Ángela por su hermana Clara, la llevan a hacerle a ésta la vida imposible hasta empujarla al suicidio. Doña Ángela «la atormentaba y oprimía con celo incansable» y «consiguió convertir su vida en un infierno» (p. 317). Si el cambio de lugar convierte a doña Ángela en un ser dañino, morbosamente malvado, hace de doña Clara un ser cada vez más retraído. Su vida va perdiendo contacto con la realidad circundante para volverse hacia el pasado y permanecer allí, nutriéndose de sus recuerdos y entregándose al alcohol para evadir el presente. Por eso, cuando doña Ángela estrecha más «su vigilancia en torno de su hermana» y la despoja «de todos los frascos y vasos de cosméticos y pomadas» (p. 317), doña Clara acaba por suicidarse (pp. 317-18), no sin antes escribir una nota acusando a Ángela de todas sus desgracias (p. 320).

En La llaga, Atilio y su madre Constancia también se habían trasladado de Asunción a Areguá «hacía alrededor de dos años, poco después de la muerte de su marido» (p. 16) por razones similares a las que llevaron al mismo pueblo a las hermanas Gutiérrez -Ángela y Clara- de La Babosa. Para Constancia, Areguá constituía un escape de la realidad, un escondite donde trataba de protegerse de las acusaciones implícitas en las preguntas que a menudo le hacían sus amistades asunceñas con respecto al «raro suicidio de [su marido] Francisco» (p. 16). Para Atilio, Areguá constituye también un refugio al principio, un lugar donde ambos, él y su madre, podrían llegar a «ser felices y vivir tranquilos» (p. 25). Pero si Constancia puede resistir el poder corrosivo y la influencia negativa de este pueblo triste y monótono, esto es, en primer lugar, porque ella viaja a Asunción prácticamente todos los días para encontrarse con su amante (Gilberto Torres) y en segundo lugar porque en Areguá vive éste, y la necesidad de estar cerca de él es más fuerte que cualquier otro posible sentimiento de incomodidad geográfica. Atilio quiere independizarse económicamente, desea abrir una ladrillería con un amigo (p. 24). Mientras espera que se arreglen los papeles de la sucesión de su padre confía en que su madre lo ayudará en el negocio que le interesa. Poco a poco, sin embargo, va descubriendo las pequeñas «traiciones» de Constancia, sus relaciones con Torres, y sus mentiras con respecto al dinero de la herencia paterna. Atilio se da cuenta de que con ella no puede contar y planea la venganza a través de la denuncia del complot revolucionario. Incapaz de soportar las consecuencias de su acción, avergonzado por el daño que causa a la familia Torres, víctimas inocentes de todo esto, se suicida y termina así su angustioso derrotero por las páginas de la novela. El «exilio de dentro» destruye uno por uno todos sus sueños para terminar destruyéndolo también a él al final.

Miguel Vera (Hijo de hombre) es otra víctima en esta larga lista de exiliados de dentro. Deja su pueblo Itapé y va a la capital cuando aún es niño porque en Itapé sólo tenían hasta el tercero de la primaria y debía terminar el sexto para entrar en la Escuela Militar, su gran sueño dorado (p. 51). A pesar del deslumbramiento que le produce su futuro de cadete -«...el uniforme de cadete, azul con vivos de oro, la gorra y el espadín me deslumbraban» (p. 52)-, el dolor y la dificultad que le causa despedirse de lo suyo son enormes. Lo demuestra la escena en que con mucho sufrimiento logra meter en los zapatos sus «pies encallecidos por los tropezones y las corridas, rajados por los espinos del monte» (p. 51). Eran sus primeros zapatos y dentro escondía ahora sus pies de campesino. Por eso, sucumbir a las limitaciones del calzado y a sus implicaciones inmediatas le hacía sentir traidor: «Yo era un desertor. Sentía tristeza y vergüenza, a pesar de las ropas, de los zapatos, del viaje, de la escuela lejana, del futuro honor de cadete, más lejano todavía» (p. 53).

Destinado al Chaco, Miguel se deja arrastrar por su suerte. Su diario (pp. 135-59) atestigua la agonía espiritual y la total impotencia que lo invaden. Él quiere «quedar al margen» de la historia (p. 107), pero no puede evitar su papel histórico y termina destruyendo sin querer, casi en un estado de delirio, a Cristóbal Jara y su camión aguatero que venían a salvarlo de la sed mortal del desierto. Después de terminada la guerra, vuelve a su pueblo como alcalde. Allí se siente totalmente alienado. Sus amigos de antes habían muerto o habían pasado a integrar la inmensa lista de ex combatientes, mutilados sicológica y físicamente, a quienes como al sargento Crisanto Villalba (pp. 199-216) les «resultaba difícil de verdad reconocer su pueblo al retorno, [...] no porque el pueblo hubiese cambiado mayormente en ese tiempo sino porque los cambios se habían producido [...] en la parte de adentro de los ojos» (p. 199). Miguel «en Itapé estaba solo; sus padres habían muerto, sus dos hermanas estaban casadas, en Asunción» y «al final, la gente simple del pueblo le haría el vacío» (p. 221). La bala que termina con su vida -¿suicidio o accidente?- pone punto final no sólo a su derrotero de pequeñas y grandes traiciones, sino también a la posibilidad de salvación o de una salida viable a corto plazo para el exilio de dentro.

Todos estos personajes, en su individualidad ficticia y en lo que cada uno de ellos tiene de personaje-clase, atestiguan el carácter corrosivo del exilio de dentro. Son víctimas de la migración interna, a su vez producto de la enorme disparidad geográfico-económico-social que existe entre el campo y la ciudad. Cambian el campo por la ciudad o viceversa, en busca de algo mejor, pero al final siempre terminan derrotados.  Los más fuertes -que son los menos- se convierten en seres muchas veces agrios, y hasta peligrosos. Los más débiles -la mayoría- acaban moral y sicológicamente destruidos.

Un caso típico de migración interna dentro del contexto vivencial de la gente del campo es el ilustrado por los esposos Casiano y Nati Jara en Hijo de hombre. Ellos encarnan la situación del campesino pobre, del indio y de una gran parte de la población rural del país que, sin medios de subsistencia, dejan su pueblo y van en busca de mejora económica a trabajar para un «amo» rico en el yerbal, arrozal, en la estancia o en el ingenio (de azúcar), con la esperanza de ahorrar y volver, pero se encuentran que la realidad en que se han metido los va «tragando lenta pero inexorablemente» (p. 69) y que el mismo sistema económico e institucional funciona para destruirlos.

Casiano había participado en la rebelión campesina de 1912 cuyo fracaso obligó a muchos a abandonar el país. Él y su esposa, como todos los que no pudieron huir del pueblo después del desastre, decidieron enrolarse como jornaleros en «La Industrial», que en esos días reclutaba gente para trabajar en los yerbales de Takurú-Pukú. Al principio estuvieron muy «contentos, felices de haber encontrado esa encrucijada en la que a ellos se les antojó poder cuerpear a la adversidad» (p. 68). Sin embargo, muy pronto se dieron cuenta de que se habían equivocado en venir. «¡Erramos, Nati! Caímos de la paila al fuego...» (p. 69), le dijo Casiano a su esposa mientras avanzaban. La idea de que era sólo por un tiempo los consolaba. No sabían ellos aún que de allí no se podía salir muy fácilmente. Nadie había «conseguido escapar con vida de los yerbales de Takurú-Pukú [...] Lo más que había conseguido escapar [...] eran los versos de un 'compuesto', que a lomo de las guitarras campesinas hablaban de las penurias del mensú, enterrado vivo en las catacumbas de los yerbales» (pp. 66-67). Pero por amor al niño que les acababa de nacer, Casiano y Nati decidieron iniciar lo imposible (p. 78), tratar de fugarse de ese infierno humano y salvaje. Después de muchos sufrimientos lograron por fin burlar perros y policías. Sólo por milagro se habían salvado de una muerte segura.

El éxito con que dentro de la ficción se premia el esfuerzo de estos seres refleja, tal vez más que la posibilidad de realización del hecho individual en sí, la encarnación de una característica colectiva, cierta voluntad de sobrevivencia que Roa Bastos ha observado existe en su pueblo. «Siempre que quise recordar y recobrar la imagen esencial de nuestro país» -dice el escritor- «me encontré con esa voluntad de   —103→  resistencia, de persistir a todo trance, a pesar de los infortunios, las vicisitudes en que tan pródiga ha sido nuestra historia» (En «3 escritores: 3 visiones de la novela», p. 4. (N. del A.)). En la lucha indeclinable de Casiano y Nati va implícita una ideología, complementaria y de acuerdo con aquello que dice Kiritó -apodo de Cristóbal, hijo de Casiano y Nati- de que «lo que no hace el hombre nadie más puede hacerlo» (p. 194). La salvación del pueblo paraguayo -léase de todo pueblo oprimido- no va a venir ni de afuera ni de arriba, ni del exterior ni del propio gobierno (Dentro de la novela, la intervención extranjera está representada en la explotación de los yerbales de Takurú-Pukú por «La Industrial» (cuyo dueño es mister Thomas) y también está presente en la Guerra del Chaco, en ambos casos con alcances trágicos para el país y su población. En cuanto a la confabulación gubernamental con estos grandes intereses, y con los terratenientes en particular, recordemos la existencia del articulo 3.º de la ley promulgada por el presidente Rivarola el 1.º de enero de 1871 -incluido textualmente en la obra de Roa (p. 66)- que condena a esclavitud perpetua a los peones del Alto Paraná, y a gente como Casiano y Nati Jara, en nuestra novela. (N. del A.)), sino de adentro y de abajo, de los Casianos, Natis y Kiritós latentes con que cuenta el país. La tarea no es fácil -lo demuestra el penoso éxodo de los esposos Jara- «pero tampoco imposible» parece decirnos Roa por medio de la exitosa huida de los Jara.

Las historias de Casiano, Nati y Kiritó Jara, por un lado, y la de Miguel Vera, por otro, se desarrollan a manera de contrapunto a lo largo de la novela. Mientras Miguel relata su vida en primera persona en los capítulos impares, tanto la historia de Casiano y Nati primero, como la de su hijo Cristóbal después, nos llegan mediadas por un narrador en tercera persona a lo largo de los capítulos pares, que aluden a ellos unas veces directa y otras indirectamente. No obstante, en ocasiones estas historias se intercalan o marchan paralelas en un mismo capítulo, como sucede en el tres, en el cinco y en el nueve, por ejemplo. En estos casos, el contrapunto se hace dialéctico, las narraciones en primera y tercera persona se enfrentan, se oponen, se influyen mutuamente, pero en vez de unirse terminan destruyéndose. Si a nivel estructural existe un constante enfrentamiento, una oposición, una presentación alternada de ambos grupos de historias (en primera y tercera personas, respectivamente), también a nivel temático existe dicha dicotomía. Miguel Vera y los Jara representan dos polos o por lo menos dos sectores económico-sociales opuestos. Mientras el escritor Vera personifica al intelectual de clase media, los Jara simbolizan al campesino pobre. Mientras aquél, voluntaria o involuntariamente, pasa a colaborar primero con el gobierno (al descubrir, en su borrachera, los planes revolucionarios de los campesinos) y luego forma parte del status quocomo alcalde del pueblo de Itapé, los Jara permanecen fieles a los deseos de redención y justicia social de su clase y participan de manera activa en el cambio. El espíritu de lucha y la solidaridad humana de los Jara contrastan con la pasividad y cobardía de Miguel. Aquéllos encarnan al elemento activo, vivo, sacrificado y heroico, a través de cuyo esfuerzo se puede esperar, en un futuro cercano o lejano, la salvación del hombre por el hombre. Miguel Vera, por el contrario, representa al elemento pasivo, cobarde, antiheroico, aliado permanente de las fuerzas conservadoras, responsable de la crucifixión del hombre por el hombre.

Dentro de la obra corresponde a los Jara protagonizar esta historia cíclica de crucifixión entre hermanos, resultante del choque de clases de una sociedad donde existen explotados y explotadores, víctimas y victimarios. El éxodo -ayer como hoy- es una de sus primeras e irremediables consecuencias. En el caso de Casiano y Nati, la importancia temática del éxodo se ve primero en la recurrencia del motivo de su huida a lo largo de varios capítulos, y luego en su estructuración central dentro de la obra. De los nueve capítulos en que ésta se divide, cuatro (capítulos 2, 3, 4 y 5) lo aluden en forma directa y el capítulo final lo contiene de manera indirecta (El éxodo de sus padres está implícito también en la larga travesía de Cristóbal Jara y su camión aguatero por el desierto chaqueño. La escena culminante de dicha travesía, en que el camión incendiado parece avanzar solo, inmediatamente nos trae a la mente aquel otro vagón abandonado en que Casiano y Nati se habían refugiado después de escapar de los yerbales, y que, al decir de la gente, avanzaba por las noches como un fantasma nocturno. (N. del A.)). Además, el núcleo temático de los tres capítulos centrales de la obra (capítulos 4, 5 y 6) gira en torno a la historia de los Jara. Mientras el cuarto detalla los pormenores del éxodo de los esposos Jara y el sexto hace otro tanto con la huida de su hijo Cristóbal (como consecuencia de la traición de Miguel), el quinto contiene a los tres, estableciendo asimismo un reconocimiento que va más allá del mero parentesco familiar: se identifica a Cristóbal como heredero directo de los ideales humanitarios y de justicia social de su padre.

En cuanto al exilio de fuera, esta novelística capta el que resulta del carácter endémico de la migración paraguaya, pero especialmente se concentra en la última manifestación de lo que Rivarola y Flores Colombino denominan «crisis epidémica» (Citado en Bareiro Saguier, «El tema del exilio», p. 80. (N. del A.)) de dicho ciclo, es decir en el exilio como consecuencia de la emigración masiva posterior a los años cuarenta. Del aspecto más general de dicha emigración, de su carácter cíclico, nos hablan los varios seres que han tenido que dejar el país porque un cambio de gobierno o de partido los ha puesto en desgracia y van al extranjero en espera de que otro cambio los vuelva a traer a la patria. Allí están, por ejemplo, esos «tres hombres flacos y uno con facha de estanciero» (Hijo, p. 55) que fueron al destierro entre los muchos que huyeron «hacia el sur, en busca de las fronteras argentinas» (p. 68) como consecuencia del levantamiento agrario del año 12, y que ahora volvían a la capital pues el panorama político había cambiado otra vez. Allí está también el doctor Eleuterio Brítez (Babosa) que empezaba a adquirir fama de jurista cuando «el remolino de la política lo cogió entre sus aguas turbulentas y lo trajo y lo llevó» (Babosa, p. 58). La inestabilidad política que caracterizó al Paraguay durante la primera mitad de este siglo se ve recuperada en la ficción a  través de estos exiliados de turno que -como el doctor Brítez- son deportados o «reimportados» según soplen los vientos de la política interna. El exilio de Brítez duró casi dos años (p. 58), al término de los cuales se le permitió volver al país gracias a la intervención y «muchos azacaneos de amigos y parientes de un ministro a otro» (p. 59). Aunque en esa ocasión debió prometer que no se metería más en la política de su país, al final de la novela ya lo vemos nuevamente en el gobierno y sacando partido de su nueva situación pues «la política en Asunción había sufrido uno de esos cambios trimestrales» (p. 315) y «la rueda de las componendas y traiciones en su continuo girar había llevado arriba al doctor Eleuterio Brítez» (p. 315).

El carácter permanente, casi irreversible, de la emigración que se inicia en la década del cuarenta choca contra la calidad de transitoriedad que atribuye el exiliado a su permanencia en el extranjero. Ambas realidades, la histórico-objetiva y la psicológico-vivida, entran en conflicto y van «marcando» mentalmente a sus «víctimas», convirtiendo al desterrado -más a menudo en el caso del exiliado político- en un ser fracasado o espiritualmente derrotado, si llega a aceptar la irreversibilidad de su situación; o en un ser anacrónico, alimentado del glorioso pasado o de un futuro puramente ilusorio, si no la acepta.

Tanto el doctor Gamarra como el doctor Andrada (Exiliados) tipifican el drama del exilio sin término, pero en especial la situación del profesional en el destierro. Ambos han dejado su país hace muchos años y los dos todavía viven «transitoriamente». «Hace diez años que estoy en Posadas» -dice Andrada- «y cuando llegué pensé que estaría aquí unos meses y que en seguida volvería a nuestro país...» (p. 281). Sin embargo, aún no ha podido establecerse. «En cuanto reúna unos pesos» -le dice al doctor Gamarra- «voy a alquilar una pieza en el centro para instalarme allí con mi escritorio» (p. 281). Mayor es la experiencia en el exilio del doctor Gamarra ya que él «había sido deportado veinte años atrás de su país, el Paraguay, al caer su partido, por un golpe revolucionario» (p. 8). Como Andrada, él también es abogado y durante varios años trató de conseguir un empleo compatible con su profesión sin conseguirlo (p. 9). Por eso no tuvo más remedio que abrir una pensión para mantener a su familia. De lo anterior se puede ver que la marginación profesional de estos personajes resulta también en su marginación social y económica. No pueden integrarse al nuevo medio en que han sido transplantados.

La vida en el exilio es una vida precaria, vivida especialmente en espera del futuro deseado, alimentada por el pasado, pero en donde el presente no es más que un puente hacia lo que el exiliado más desea: volver al país. «Los exiliados siempre están por volver, pero no vuelven; siempre a un paso de volver, pero no vuelven», dice un personaje casacciano (Exiliados, p. 303). Como el presente sólo cuenta en función del futuro, el texto refleja esta orientación temporal incorporando en el discurso narrativo los proyectos y sueños -a corto y a largo plazo- de las distintas criaturas que pueblan la novela. El lector llega a saber más sobre los planes y deseos de dichos personajes, sobre lo que querrían hacer en el futuro, que sobre lo que en el presente de la acción son y hacen. El carácter funcional del presente puede ser percibido tanto a nivel individual como colectivo. Para Etelvina, la esposa del doctor Gamarra, el presente sirve un fin futuro específico. Así, «en cuanta coyuntura se le presentaba mandaba a Graciela [su hija] a Asunción, a casa de su hermana Juliana, para que conservase las amistades asunceñas de su edad y se la conociese en el ambiente mundano en que actuaría alguna vez» (p. 20). A su vez, la condición funcional del presente está implícita en las reuniones ocasionales o charlas políticas regulares de los exiliados en que el tema de conversación se proyecta, de manera indefectible, hacia el futuro retorno a la patria.

La reunión-charla política es la actividad de grupo más común y regular entre los exiliados. El porqué de estas reuniones lo da el ex capitán Machado cuando explica que «es la política la que nos ha echado de nuestra patria y la política la que nos hará volver» (Exiliados, p. 87). Entre los varios para qués posibles, el carácter sublimatorio y el sentimiento de unidad derivados de tales discusiones constituyen consecuencias sicológicas positivas y necesarias para el equilibrio mental del exiliado, especialmente en el caso del exilio sin término. En esas reuniones hablan de «política [...] como si en el mundo no hubiese otro tema» (p. 94). Se sienten hermanados en una causa, unidos por un deseo común. Allí resuelven los problemas de la patria, proyectan y planean para el futuro. Se sienten útiles y, cada uno a su manera, necesarios dentro del esquema de reconstrucción nacional. Además, a través de ellas pueden desprenderse del presente en que están inmersos y flotar en un espacio independiente, alejados del mundo cotidiano. El discurso narrativo capta esto al interrumpir la descripción de algún acontecimiento en marcha para instalar a los exiliados en su «isla» temporaria. En medio de una cena cualquiera, por ejemplo, éstos se separan sin darse cuenta casi de quienes no son, como ellos, desterrados. Valentina -una argentina en cuya mesa a menudo se reunían los exiliados- «ya estaba harta de escucharlos. Muchas veces en medio de esas largas y enredadas discusiones en guaraní, que no entendía, sentíase mareada como si estuviese perdida en otro país, oyendo discutir en lengua extraña y misteriosa» (p. 94). Para estos seres, en contraste con la situación que se considera «normal», lo planeado, proyectado o imaginado es primario y lo vivido y experimentado cotidianamente es secundario y está en función de aquello. Se da en el exiliado esa inversión de valores común a algunos conocidos personajes literarios como son, por ejemplo, Don Quijote o Madame Bovary. Aquél sería, entonces, una subclase de esta última especie.

Función de escape similar al de las reuniones políticas tienen los sueños, proyectos, planes para el futuro, de toda esa gente. Lo primero como lo segundo anula el presente o tiende hacia ello y evita así, para el exiliado, la angustia que de hecho sigue al vislumbre de que no existe salida posible al exilio. Trasladarse mentalmente a ese sitio ideal -que a menudo es la tierra lejana ya idealizada con el tiempo y la distancia, como es el caso del padre Rosales cuando trata de visualizar cómo encontrará su pueblito gallego a su regreso (Babosa, pp. 163-64)- es el escape más común del exiliado. De allí que la realidad imaginada pase a dominar y a ocupar primacía dentro del mundo vivencial de esos seres desterrados y por lo tanto dentro del discurso narrativo que la recobra. La vida resulta soportable mientras cuentan con ese mecanismo de escape. El doctor Gamarra cobra vida cuando al principio de la novela está convencido de que «esta vez la caída del general Alsina es segura» (p. 7), pues eso significaría su vuelta. Su escape son los noticieros radiales. Vive esperando noticias. Gilberto Torres sueña con el día en que podrá pintar su obra maestra, aquélla que ya ha construido mentalmente y que algún día se hará realidad en el lienzo. Zabala logra escapar no sólo de la realidad del exilio sino también de la del calor infernal en que vive por medio de su pasión por el hielo y la nieve. Se ha leído y sabe todo lo referente a ese su pasatiempo favorito. Él es también quien teoriza sobre la necesidad del escape y quizás por boca de él Casaccia expresa sus ideas al respecto. «Yo con estos entretenimientos no me preocupo sino que me despreocupo de la rutina y del tedio de la vida», explica Zabala. «Me traslado a otro mundo con la fantasía, escapándome de éste. ¡Sueño! Hay que soñar mucho, como quien se droga, para que el corazón no se nos rompa al chocar con este mundo duro y vacío» (p. 158). Por eso, cuando ya no se puede escapar, cuando ya no se puede soñar y llega el momento de la verdad, de la aceptación del presente como tal, entonces llega también el momento de la destrucción definitiva para muchos. Tal es el caso del doctor Gamarra, que se da cuenta de que aunque pueda volver a su país después de tantos años de ausencia, ya no podrá retomar su vida de antaño, ya jamás podrá borrar esos años de distancia. Lejos o cerca, su vida y la de su familia no tienen salida. Comentando sobre la posibilidad del regreso, le dice a su esposa: «...qué voy a hacer allí, en qué voy a trabajar. Vivir en un hotelucho como aquí no puedo. Ahora se me perdona esta tarea denigrante porque soy un exiliado» (p. 210). Le recuerda que salió del país con cuarenta y siete años y que ahora tiene sesenta y siete. «¿Qué puedo hacer a los sesenta y siete años en Asunción con el general Alsina en el Gobierno...? Empezar, ¿qué?» (p. 210), se pregunta angustiado. Y como su marido, y como otros exiliados, la esposa se da cuenta «con el corazón oprimido, que ya no podían volver a Asunción [...] De golpe, el destierro dejaba de ser un episodio transitorio para convertirse en un hecho irreversible y definitivo» (p. 210).

Roa Bastos y Casaccia aíslan y enfocan diversos aspectos de las causas y consecuencias del exilio e incluyen en el texto elementos significativos del contexto histórico-político-social que alimenta su ficción. También ambos, en mayor o en menor grado, tratan de rescatar una imagen fiel del paraguayo en el exilio, pero mientras Roa subraya la influencia determinativa del factor histórico, Casaccia enfatiza la configuración sicológica que resulta de la experiencia del destierro. De ahí que las novelas de Roa Bastos abarquen en su totalidad la historia del Paraguay independiente (1811-presente) y que allí abunden las fechas y datos históricos varios, mientras que la alusión directa o el dato concreto es la excepción en la novelística casacciana. En Hijo de hombre se menciona varias veces el exilio resultante de la rebelión fracasada de 1912 y se lo ve como un fenómeno histórico recurrente que se manifiesta en períodos de crisis como el del año 12. Ya esta relación de causa-efecto está establecida en el texto narrativo cuando al final se alude también a la emigración-éxodo resultante de la revolución de 1947. En Yo el Supremo se explica y justifica la emigración producida durante la dictadura del doctor Francia como consecuencia de la voluntad absoluta, arbitraria o justificada, del Supremo; y con ello queda contenida, en forma implícita (por medio de la connotación alusiva múltiple que caracteriza a los hechos y dichos del texto y a la cual complementan los anacronismos históricos y prospecciones varias por parte del Supremo), la emigración del último tercio de siglo, también resultante en gran parte de la voluntad arbitraria del dictador de turno.

En las novelas de Casaccia, el dato histórico o político se agrega a otros elementos del contexto para explicar, más que el porqué del exilio, su proyección sicológica en el individuo. En este caso el acondicionamiento resultante afecta a ambos, al exiliado de dentro y al de fuera. Así, el ambiente de intranquilidad crónica y falta de seguridad en todos los órdenes perjudica tanto a los personajes de La Babosa y La llaga (con mayoría de «exiliados de dentro») como a los de Los exiliados (mayoría de «exiliados de fuera»). El rítmico vaivén político que lleva arriba a unos hoy para volver a echarlos mañana, y viceversa, daña tanto al que quiere hacerse camino por esfuerzo propio (Ramón Fleitas, Gilberto Torres) como al oportunista que espera la ocasión política para aprovecharse de ella (Marty). En ambos casos la frustración es un subproducto normal y ninguno está exento de la posibilidad de ser desterrado. Esa inestabilidad política es un ingrediente de influencia básica en la configuración sicológica derrotista que Casaccia observa en el paraguayo.

En resumen, Roa Bastos ve y trata el exilio como una realidad de origen histórico, pero lo ve como una trampa con salida. Proyecta la solución al «exilio de dentro» en el esfuerzo individual, en la voluntad campesina, en la sed de justicia del pueblo, en la solidaridad de todos. Para el caso del «exilio de fuera», la salvación estaría en la unión de los exiliados. Por el contrario, cualquiera de estos dos exilios son, para Casaccia, verdaderos infiernos, trampas fatales que cogen definitivamente, para siempre. Su pesimismo emana de su poca confianza en la solidaridad humana. De allí que no vea él la solución a este problema en la unidad de la gente sino en la posibilidad de «aislarse de este mundo lleno de hombres», como lo dice por boca de Espinoza (Babosa, p. 259). Parece confirmarnos que el egoísmo predomina sobre todo sentimiento de hermandad o sacrificio (por y para los demás) posible. Es justamente fruto de una desilusión hacia esa posibilidad de concordancia humana lo que lo hace expresar por boca de Torres, con respecto al «exilio de fuera», de que si ya «la expatriación es una pena muy dura; [...] lo terrible de la expatriación es tener que vivir entre otros expatriados» (Exiliados, p. 153).

 

 

LA OBSESIÓN POR EL PASADO

 

El dominio del pasado -personal o histórico- sobre el presente, su peso e influencia determinantes, constituyen otro motivo temático recurrente en las novelas de Roa y Casaccia en particular, y en la novelística del exilio en general. A nivel personal, el pasado es algo del cual no se puede escapar. Persigue -como a Ramón Fleitas (Babosa)-, obsesiona -como a Atilio (Llaga)-, o sirve de escape, como sucede en el caso de Clara (Babosa), del padre Rosales (Babosa) o del doctor Gamarra (Exiliados). Infierno omnipresente o paraíso perdido, en cualquiera de los casos el pasado marca, deja su huella y coexiste en el presente de estos personajes. A nivel histórico, el pasado determina, explica, predice o contiene el presente. Allí están la dictadura de Francia, la guerra de la Triple Alianza (Supremo, Hijo), los varios conflictos internos, la rebelión agraria del año 12, la guerra con Bolivia (Hijo), la revolución del 47 (Llaga, Exiliados, Hijo), que dan cuenta del porqué de la migración tanto interna como externa y al mismo tiempo son datos básicos para la comprensión del proceso histórico-político actual del Paraguay. En el análisis que sigue nos detendremos primero en la recurrencia del tema del pasado en cuanto fantasma personal, problema individual, para luego señalar otra variante del mismo tema: la obsesión por el pasado histórico-político en sus coyunturas significativas.

En general el personaje típico de esta novelística es un ser insatisfecho, profundamente descontento con el presente que le toca vivir y en el cual se encuentra inmerso sin remedio. Se trata de un ser ansioso de que las circunstancias que lo rodean cambien para poder vivir de acuerdo a sus deseos. Mientras tanto trata de eludir el presente haciendo planes futuros o volviendo mentalmente al pasado. Aunque estas dos formas de evadir el presente se repiten en todas las novelas estudiadas, es el predominio del pasado en la existencia cotidiana de sus diversos personajes -y por lo tanto en el discurso narrativo- lo que llama la atención por su carácter obsesivo en la novelística del exilio. Dicho predominio, no obstante, puede manifestarse de varias maneras: a través de una interacción dialéctica entre pasado y presente, como sucede con Clara y Ángela (Babosa), por ejemplo; anulando totalmente el presente, como en los casos de María Regalada (Hijo), Atilio (Llaga) y Ramón Fleitas (Babosa); o sirviendo de alivio, escape momentáneo del presente, como ejemplifica la situación de Miguel Vera (Hijo).

Tanto en La Babosa como en La llaga el pasado invade el presente, se incrusta en él a través del contorno físico. El discurso narrativo se detiene en describir detalladamente esta coordenada externa. Testigos de otros tiempos son los muchos edificios en ruinas que integran lo narrado. Allí había «chalets, abandonados y ruinosos, con sus verjas de hierro rotas y caídas» (Llaga, p. 21). Similar aspecto de dejadez tenían las casas habitadas. Dicha decadencia general no puede dejar de ejercer influencia en el ánimo de sus habitantes. La casa donde vive Gilberto Torres (Llaga) es una de ellas, una de esas casas que en la noche oculta sus grietas y se destaca «engañosamente blanca, espaciosa, señorial [...] como un espectro de otras épocas, como un aparecido de cincuenta años atrás, cuando Areguá era un pueblo veraniego de moda y atraía a lo más selecto de la sociedad asunceña» (p. 43). Similar es el aspecto de las casas de las Gutiérrez, de Ramón Fleitas, del doctor Brítez y del mismo padre Rosales, todos personajes de La Babosa. Por fuera y por dentro estas viviendas presentan «un triste aspecto de abandono» (p. 33), «una impresión de vejez y pobreza» (p. 37). No es ya sólo la dicotomía campo-ciudad la que aísla a los habitantes de estos lugares. Se agrega aquí la influencia alienatoria de habitar estas ruinas históricas cuyos fantasmas y espectros son los de otros tiempos y cuya permanencia dificulta la integración de estos habitantes en el presente, condición necesaria para su progreso espiritual, humano y material.

La persistencia del pasado material en el presente está también en los muebles, en la ropa, en todo el entorno físico que rodea y atrapa a esa gente. Así, las hermanas Clara y Ángela logran revivir días más felices, instalarse en aquel pasado asunceño en que económica y socialmente estaban bien, todo a través de esos restos de opulencia que trajeron consigo al venir a Areguá. Su sala, por ejemplo, estaba «rodeada, como una expositora, de sus viejos sillones, de sus jarrones, de su piano, de toda esa multitud de muebles y objetos antiguos e inútiles, y de los que ella [Clara] estaba tan orgullosa, porque creía que eran una prueba de su abolengo...» (p. 168).

A veces, un objeto material asociado con el pasado o una situación presente vagamente familiar a otra anterior sirven de vehículo o trampolín para el salto hacia el pasado, estableciéndose entre ambos niveles temporales una interacción dialéctica que termina modificando, y hasta anulando, la realidad del momento de la acción,  como resultado de la interpolación del pasado. No hay en el texto una diferenciación tipográfica o gramatical que establezca esta división. Sin embargo, las invasiones del pasado cortan el hilo del presente y se establecen en el discurso narrativo por medio de la descripción de un objeto o de una situación pasada, introducidos por ciertos verbos de valor retrospectivo como «rememorar», «recordar», «venirle a la memoria», etc. La interpolación constante del pasado en el presente de la narración, expresa, a nivel estructural, la dependencia de éste con respecto a aquél, en forma similar a la que en otras ocasiones se establece con relación al futuro. En ambos casos el presente se encuentra absorbido o invadido por otro entorno temporal.

En varias ocasiones Clara y Ángela (Babosa), por ejemplo, sienten el deseo de borrar el odio que las separa, se necesitan mutuamente, pero el recuerdo de momentos amargos en esos instantes de ternura incipiente anula toda posibilidad de comunicación o entendimiento. Una vez, mientras Clara miraba la vieja cómoda,

… rememoró que su madre, cuando niñas, les asignó a cada una sendos cajones de aquella cómoda, para que guardasen su ropa, y que Ángela y ella riñeron porque ambas querían el primer cajón. Aquellos menudos recuerdos infantiles vividos con Ángela hasta los once años, eran los solos que enternecían a doña Clara. Transcurridos los años de la infancia, ya todo fue distinto. Sus recuerdos eran dolorosos y amargos. Ángela se transformó en una muchacha perversa y burlona. Vivía persiguiéndola, riéndose de ella y poniéndola en ridículo a cada paso...

 

(pp. 44-45)

               

 

Son recuerdos de esa época los que hacen del presente, entre ambas, un verdadero infierno. Éste se ha convertido para Clara en el tiempo y espacio de la venganza. Logra esto haciéndole sentir en todo momento a Ángela su dependencia económica y su condición de solterona. Vemos con este ejemplo que la posibilidad de reconciliación presente se ve rota por la intervención del pasado en la línea del momento actual.

La irrupción del pasado puede anular o absorber el presente, en cuyo caso éste pasa a ser una mera proyección o función de aquél. El caso de María Regalada en Hijo de hombre o el de Atilio en La llaga ejemplifican este grado, más extremo, de la interrelación pasado-presente. Para aquélla, el pasado desplaza o reemplaza al presente. No  ve la realidad tal como es ahora sino como era antes, cuando el doctor Alexis Dubrovsky -de quien ella se había enamorado- aún no había desaparecido. Lo que queda de él -su perro, su rancho con los bustos de santos destruídos- son los trampolines por medio de los cuales ella se instala en ese pasado, y logra que los recuerdos dominen totalmente su presente e incluso su futuro. Al ver pasar a aquel perro, que persiste en la rutina de ir diariamente al boliche del pueblo como cuando vivía su amo, María Regalada experimenta el pasado como presente y «detrás del perro ve la sombra alta y delgada, que para ella no es sombra. Como tampoco para el perro. Pero no hay sombra. Va el perro solo...» (p. 37). El doctor Dubrovsky ya no estaba pero María Regalada seguía experimentando la realidad como si él viviera. Por eso, cuando el perro solitario retorna del boliche, la mujer lo acompaña y juntos caminan hacia la vivienda abandonada, pues «ella siente, como el perro, que el Doctor está con ellos, que puede regresar de un momento a otro y saborea su esperanza [...] Esto es lo que hermana a la muchacha y al perro y los identifica en eso que se parece mucho a una obsesión...» (p. 38).

La obsesión por el pasado familiar es lo que en última instancia lleva al suicidio a Atilio (Llaga). El porqué de la muerte de su padre es un misterio que lo acosa día y noche y el descifrarlo se le torna imperiosa necesidad. «Para mí es vital descifrar ese misterio», le dice a una amiga de su madre. «Yo creo que si llego a conocer la causa de la muerte de mi padre, me apaciguaré, conseguiré vivir con más calma, y ya no habrá secretos entre mamá y yo» (p. 111). No sucede así. Descubre en cambio las relaciones entre su madre y Gilberto Torres. Cree que éstos son los culpables del suicidio de su padre y decide hacer justicia por sus propios medios. Es allí cuando se le ocurre el castigo ideal que dirigido hacia Torres alcanzará también a su madre. Esto lleva a la denuncia que hace del complot guerrillero, a la detención de Torres, al injusto sufrimiento de la esposa e hijos de éste, a un creciente sentimiento de culpa por parte de Atilio y finalmente a su propio suicidio.

El pasado invade el presente, pero sólo por breves instantes, en el caso de Miguel Vera (Hijo). En su diario personal recoge éste sus impresiones de cuando estuvo confinado en Peña Hermosa primero y destinado en el Chaco después. Allí anota el inmenso contraste que puede existir entre dos situaciones aparentemente similares pero separadas por un mundo de tiempo:

El agua fría me ha quitado el dolor de cabeza pero ha aumentado mi flojera [...] Mejor se está soltando el cuerpo sobre las toscas hasta no sentirlo, como cuando de chico me tumbaba cabeza abajo en las barrancas del Tebikuary [...] Pero éste no es el río de mi infancia, rápido, sinuoso, familiar, con su playa que a esta hora solía estar llena ya de [...] gritos, de voces [...] Éste es el hierático Río-de-las-Coronas, que los guaraníes endiosaron y acabó en bestia de carga, dando su nombre a la patria.

 

(pp. 136-37)

               

 

El escape es aquí muy pasajero; el alivio, apenas perceptible. Dura lo que la vuelta a la realidad, su situación de preso en Peña Hermosa, de la cual Miguel está dolorosamente consciente y a la que acepta, no obstante, como a algo ineludible, impuesto por el destino.

Cuando el escape hacia el pasado se da como resultado de un rechazo del presente, especialmente si a éste se lo considera -consciente o inconscientemente- irreversible, como es el caso de los exiliados de fuera, entonces se acelera el proceso de idealización implícito en el acto de recordar o rememorar hechos pasados. Dicho proceso idealizador es obvio, por ejemplo, en la revaloración de Areguá cuando ya lejos de ella, Gilberto Torres la recuerda. Mientras estaba allí (Llaga), él no veía la hora de abandonarla, ya que ahí no tenía futuro para su profesión (la pintura). Sin embargo, ya en el destierro (Exiliados), no ve la hora de volver a ella. En Posadas (Argentina) no encuentra trabajo y cada día le resulta más difícil conseguir quien le preste dinero. Ésa era su situación cuando un día cualquiera «se le presentaron de golpe sus mañanas de Areguá, cuando descalzo y en calzoncillos sentábase en el patio de tierra de su casa [...] Pensó que jamás fue tan feliz como en esos días en Areguá, en que apenas tenía para comer [...] Y Gilberto sintióse dominado por unas ansias inmensas, angustiantes, de volver a su país, a su patria, a ese 'agujero de Areguá'...» (pp. 289-90). La irreversibilidad sospechada de la situación real como factor importante en el proceso de idealización acelerada, está ejemplificada en el debate que Espinoza sostiene consigo mismo antes de su partida. «Espinoza se puso a pensar que dejaba Areguá para siempre, que nunca más volvería a contemplar su loma y sus verdes calles de yerba, y un ahogo de tristeza le oprimió el pecho [...] Su vida reciente en Areguá iba transformándose para Espinoza en un pasado irreversible, definitivamente perdido, y por eso comenzaba a añorarla» (Babosa, p. 294).

El aspecto negativo de la recuperación de una época lejana a través del recuerdo radica en que se trata de un proceso de idealización acumulativa -que crece en proporción directa a la distancia temporal existente entre el presente y el objeto de recordación- que termina por reemplazar la «realidad pasada» por una «irrealidad total». Tal es la naturaleza tanto del Paraguay recordado por el doctor Gamarra (Exiliados) y congelado en lo que era hace veinte años -más todas las deformaciones de su memoria- como la del pueblito gallego añorado por el padre Rosales (Babosa). Para éste, su Arine natal seguía como siempre.

Todo estaba allí igual, invariable, como cuando él era un adolescente [...] El Padre Rosales no podía pensar en Arine y en sus recuerdos familiares sino como los había dejado al venirse al Paraguay, sin ocurrírsele que el tiempo tampoco se había detenido para ellos y que podían estar más cambiados y envejecidos que él. Para él todo aquel mundo querido y familiar seguía tal cual lo dejó.

 

(p. 163)

               

 

Allí justamente está el peligro. La novela capta y da expresión a la total desincronización de estos personajes absorbidos u obsesionados por el pasado. Viven con la mirada hacia atrás o en función de un deseado retorno a ese pasado que en realidad ya no es tal. Cualquiera sea el desenlace en este caso, se produzca o no el retorno al «pasado», el resultado final es el mismo: desilusión, desubicación, derrota. No hay salida posible.

En todas las novelas estudiadas es palpable el peso del pasado histórico o político como factor determinante del presente vivencial de los habitantes de esos mundos ficticios. De manera implícita muchas veces -especialmente en la novelística de Casaccia- o explícita otras -más a menudo en las obras de Roa Bastos-, la gravitación del pasado colectivo es obvia en cualquiera de los casos. Se deduce entonces que son dos los fantasmas que acosan y limitan el entorno presente de estos personajes: la herencia familiar, el fantasma del pasado individual a que nos hemos referido hasta ahora, y el fantasma del pasado histórico-político o el de la herencia colectiva, en que nos detendremos ahora.

Las dos técnicas -más recurrentes en estas obras- de transposición del pasado histórico-nacional al presente novelístico son: a) la alusión pasajera del dato histórico y b) su inclusión como elemento significativo dentro de la ficción. En el primer caso el pasado entra de manera indirecta en la narración pero no obstante está allí. Éste es un procedimiento muy repetido en las novelas de Casaccia, donde las alusiones corresponden a hechos que por su importancia permanecen en la memoria colectiva -la dictadura de Francia, el gobierno de los dos López, la guerra de la Triple Alianza- o a episodios relativamente recientes, de los últimos treinta o cuarenta años de historia política nacional, datos, en ambos casos, que forman parte del contexto mediato o inmediato en que se mueven los personajes casaccianos y la gran mayoría de sus posibles lectores. En las novelas de Roa, sin embargo, el pasado histórico entra a menudo de manera directa, explícita (Explícitas y directas son, por ejemplo, las poco menos de cien páginas dedicadas a la Guerra del Chaco (capítulos VII, VIII y IX respectivamente) en Hijo de hombre y las casi quinientas páginas de Yo el Supremo sobre la dictadura del doctor José Gaspar Rodríguez de Francia y otros hechos históricos que entran a la novela por medio de los varios anacronismos insertos en el texto: la presidencia de don Carlos Antonio López (1841-1862) y la de su hijo Francisco Solano López (1862-1870); la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870); la anarquía interna de los primeros años de este siglo, y las varias revoluciones que entre 1909 y 1912 mantuvieron al país en un constante vaivén de rebeliones y severas represiones; la Guerra del Chaco (1932-35); la Guerra Civil de 1947; la dictadura actual (1954-presente), la problemática con Brasil en torno a la represa de Itaipú (1973-presente), etc. (N. del A.)). La mera alusión histórica es acá la excepción; su descripción o alcances, la regla, probablemente debido a que el eje histórico-político temporal y espacial incluido es ya mucho mayor: abarca, en ambas novelas, todo el derrotero histórico del Paraguay independiente, desde principios del siglo pasado (1811) hasta el presente (1947 en Hijo de hombre y 1973 en Yo el Supremo).

El pasado político inmediato como el histórico mediato, ambos pasan a definir, o por lo menos acotar, la situación presente de gente como el doctor Brítez, Paredes o Quiñones de La Babosa; Gilberto Torres o el coronel Balbuena en La llaga; o el doctor Gamarra y otros muchos personajes en Los exiliados. Dicho pasado se filtra en estas novelas de manera indirecta. Y así una época lejana, la de la controversia ideológica «lopizmo-antilopizmo» que ocupó a la élite intelectual del país a principios de este siglo (y a la que nos referimos en el primer capítulo de este trabajo), llega a afectar las relaciones interpersonales del presente entre el doctor Brítez y Paredes o entre Ramón Fleitas y Quiñones, el maestro de escuela (todos de Babosa). En ambos casos, la discrepancia ideológica sobre la valoración de una figura histórica nacional (Francisco Solano López) causa resentimientos personales. El doctor Brítez «le tenía ojeriza a Paredes por ser lopizta...» (p. 52) y viceversa, éste «le tenía tirria al doctor Brítez por ser antilopizta y pertenecer a un partido político contrario al suyo» (p. 58). Similar es la situación entre Ramón Fleitas y Quiñones, como se puede deducir del párrafo que sigue:

Una tarde en que Ramón se encontraba de visita en casa de Quiñones, y habían bebido bastante, a éste le dio por defender a Francisco Solano López, diciendo que era una de las personalidades más grandes del mundo y que como  guerrero estaba a la altura de Napoleón, y que el partido colorado se llevaba todo el honor de haberlo rescatado del olvido y de haber borrado de su tumba el juicio infamante, que la falta de patriotismo del resto de los paraguayos aceptó por largos años. Sin dejarlo terminar de hablar, Ramón [...] le replicó que López fue un infeliz y un fatuo, y que los colorados se habían apropiado de su figura histórica para hacer propaganda política, como hubieran podido utilizar como emblema una cabra o un mono.

 

(p. 200)

               

 

La intensidad posible con que directa o indirectamente puede influenciar el pasado histórico-político a nivel personal, se puede deducir de la reacción de Ramón en esta escena, quien en medio de la discusión sacó el revólver de la cintura diciéndole a Quiñones que si le volvía a sostener que López era un gran hombre, y a hablar mal del partido liberal, le acribillaría a balazos (p. 200).

Por otra parte, hechos histórico-políticos más recientes son los que determinan que el doctor Brítez se encuentre en Areguá (Babosa), que el coronal Balbuena (Llaga) sea perseguido en su propio país, que Gilberto Torres (Llaga) tenga que irse a la Argentina y que el doctor Gamarra o el doctor Andrada (Exiliados) estén viviendo en Posadas. La difícil situación económica en que se encuentra Gilberto Torres en La llaga primero, y después en Los exiliados, es también resultado de altibajos histórico-políticos nacionales relativamente recientes. Como vimos, Gilberto en la ficción -como muchos en la realidad del contexto referencial- pierde su puesto de profesor de dibujo por haber firmado una nota a favor de profesores y alumnos presos (Llaga, p. 46). Después se ve obligado a vivir en Posadas por haber conspirado contra el general Alsina (El fracaso guerrillero rescatado en La llaga apunta hacia una serie de represiones guerrilleras que tuvieron lugar en la realidad del referente, en el Paraguay real, especialmente durante los años 1959-61. (N. del A.)).

Casaccia no alude directamente a los grandes hechos o figuras históricas cuya influencia ha sido enorme en el ámbito cultural del país. Sin embargo, todas las coyunturas históricas decisivas entran de manera indirecta al discurso narrativo a través de alusiones significativas. Los personajes son lo que son o actúan como lo hacen debido, en primer lugar, a sus respectivas herencias familiares, pero también influenciados por el pasado colectivo, histórico-político. «Desde el dictador Francia hasta ahora siempre nos han estado gobernando con riendas y dándonos patadas en el culo...» (p. 226), dice un personaje de Los exiliados. Paralelamente, los diversos personajes son juzgados de acuerdo con su participación en la historia nacional o con su posición ideológica frente a ciertas figuras históricas claves. En La llaga, la Guerra del Chaco está incorporada al texto como parte del pasado experiencial del general Alsina. En dicha guerra «su instinto le advertía por anticipado de una batalla para que ella lo encontrase en un servicio de retaguardia, o con permiso» y ahora «ese mismo instinto le sirve para sostenerse y no caer» (p. 68). En la misma novela, el doctor Rosendo Barreiro es considerado «pelotudo» y «pusilánime» (p. 69) porque «la revolución del 47 fracasó por su culpa» (p. 70).

En Hijo de hombre y Yo el Supremo el pasado histórico se integra en forma más explícita a la novela y pasa a ser parte del discurso novelesco ya sea, en el primer caso, como «historia oral» recogida, transmitida y retransmitida, o en el caso de Yo el Supremo, como «documento» incluido dentro mismo del texto. No hay momento histórico de importancia nacional que no esté incluido, cuestionado, discutido o aludido en estas dos novelas (Los hechos históricos más importantes incluidos en ambas novelas corresponden a los ya señalados en la nota n.º 130. (N. del A.)).

El primer capítulo de Hijo de hombre empieza con una apertura hacia el pasado nacional. Se remonta a los orígenes del Paraguay independiente donde domina la figura del doctor Francia. Lo que el discurso narrativo de estas primeras páginas recobra es el recuerdo vivo que de él queda a través de la transmisión oral. La memoria colectiva está personificada en Macario Francia, ese «viejecito achicharrado, hijo de uno de los esclavos del dictador Francia» (p. 13) que aunque parecía más bien «una aparición del pasado» (p. 13), era no obstante «la memoria viviente del pueblo» (p. 15). Macario rememora y le transmite a Miguel Vera lo que recuerda de la época del doctor Francia. Miguel recoge así lo escuchado de boca de Macario y lo vuelve a transmitir al lector, quien a su vez podrá retransmitir lo leído-escuchado y mantener de esta manera viva la visión o un momento del pasado. Se trata del mecanismo de la transmisión oral que perpetúa una cierta imagen colectiva en sus líneas esenciales pero que al ir pasando de generación a generación sufre necesariamente modificaciones, deformaciones, idealizaciones, como toda transmisión basada en el recuerdo. Pero aunque lo recogido, lo perpetuado, no corresponda exactamente a la realidad pasada (tal como en su origen se diera), aunque lo que nos llega sólo sean «ecos de otros ecos. Sombras de sombras. Reflejos de reflejos. No la verdad tal vez de los hechos» (p. 16), es sin embargo «su encantamiento» (p. 16), su esencia, su impacto en la memoria colectiva. De ahí que, a un siglo de distancia temporal, Miguel Vera pueda recrear visualmente la imagen del Karaí-Guazú (= el gran señor) a medida que Macario la va rescatando del recuerdo  y se la va describiendo. Macario les contaba -a Miguel y a los otros niños del pueblo- que el Supremo «quería verlo todo [...] Los movimientos y hasta el pensamiento de sus contrarios, vendidos a los mamelucos y porteños. Conspiraban día y noche para destruirlo a él [...] Por eso él los perseguía y destruía» (p. 16). Y ellos (los niños) lo escuchaban «con escalofríos» y «veían» al doctor Francia en sus cabalgatas nocturnas recorrer solitario las calles de la ciudad:

Lo veíamos cabalgar en su paseo vespertino por las calles desiertas, entre dos piquetes armados de sables y carabinas. Montado en el cebruno sobre la silla de terciopelo carmesí con pistoleras y fustes de plata, alta la cabeza, los puños engarfiados sobre las riendas, pasaba al tranco venteando el silencio del crepúsculo bajo la sombra del enorme tricornio, todo él envuelto en la capa negra de forro colorado, de la que sólo emergían las medias blancas y los zapatos de charol con hebillas de oro, trabados en los estribos de plata. El filudo perfil de pájaro giraba de pronto hacia las puertas y ventanas atrancadas como tumbas, y entonces aun nosotros, después de un siglo, bajo las palabras del viejo, todavía nos echábamos hacia atrás para escapar de esos carbones encendidos que nos espiaban desde lo alto del caballo, entre el rumor de las armas y los herrajes.

 

(p. 16)

               

 

El recuerdo del doctor Francia sigue vivo en la memoria colectiva. Se podrá negar o cuestionar la veracidad de algunos detalles, como lo hace el propio Francia convertido en narrador en Yo el Supremo (pp. 100-102), pero no así el hecho en sí, la realidad esencial perpetuada a través del tiempo. Esto se mantiene, aunque las variaciones de detalles pueden modificarse con los años. Roa, por medio de Miguel Vera (Hijo), describe cómo se verifica ese proceso aleatorio del recuerdo transmitido. Según éste, Macario, al relatar sus historias, las contaba cambiándolas «un poco cada vez. Superponía los hechos, trocaba nombres, fechas, lugares, como quizá lo esté haciendo yo ahora sin darme cuenta...» (p. 19). Pero no obstante estos pequeños cambios, lo esencial de esas historias seguía incuestionablemente real, vivo, verdadero: veintiséis años de poder absoluto, veintiséis años de temor al Supremo.

Acá también el pasado está presente en los objetos que de alguna manera lo contienen: está en «ese hebillón de plata» que había pertenecido al Supremo, «único despojo que había conseguido salvar» el viejo Macario de sus andanzas por la historia patria (pp. 18-19); está en un libro, en las memorias del padre Maíz en donde «intenta justificar su conducta durante la Guerra Grande, conciliando las actitudes del sacerdote y del fiscal de sangre en los campamentos de López» (p. 138), a quien lo pinta como al Cristo del pueblo paraguayo, pero también, ocasionalmente, como juez implacable; está en un vagón abandonado porque «ese vagón transportado sin rieles, hace veinte años, por Casiano Jara, el padre de Cristóbal, es el recuerdo de la otra insurrección» (p. 115). Un pasado ya más reciente, el de la Guerra del Chaco (al cual se dedican los tres capítulos finales), está contenido en otro texto, el diario de Miguel Vera (pp. 135-39) escrito durante sus nueve meses en Peña Hermosa y en el Chaco. Estos objetos son testigos presenciales de la circunstancia histórica de la que han sido rescatados y a la cual trascienden.

En el caso individual de Miguel Vera, su pasado personal se entremezcla con un pasado colectivo que lo abarca, y de esa amalgama de recuerdos y vivencias surge un texto, la novela, que al mismo tiempo que tiene a Miguel como conciencia generadora de la acción novelesca, lo proyecta, sin embargo, como atrapado en un laberinto donde tendrá que estar aunque no quiera, y del que no podrá salir aunque quiera. La textura de lo vivido o recordado está constantemente en su discurso. El «yo recuerdo» recurrente en los capítulos impares en que él se identifica como narrador, no hace más que enfatizar el «material» con que se construye la novela. «Ahora mismo, mientras escribo estos recuerdos» -nos confiesa-, «siento que a la inocencia, a los asombros de mi infancia, se mezclan mis traiciones y olvidos de hombre, las repetidas muertes de mi vida. No estoy reviviendo estos recuerdos: tal vez los estoy expiando» (p. 15). Su pasividad en cuanto guía de su propio destino, su incapacidad para decidir su suerte, pueden ser interpretadas, a nivel individual, como síntomas de una excesiva debilidad de carácter, pero a nivel colectivo, podrían ser expresión, en grado máximo, del carácter envolvente y definitorio del contexto histórico referencial. A muchos años de su primera noche en Sapukai, confiesa Miguel que dicho pueblo seguía obrando sobre él «un extraño influjo» (p. 102). Recuerda detalles, sensaciones. «Aquella noche lejana estaba viva en mí», nos dice. Fue la noche de su primera experiencia sens(sex)ual, cuando «entre la muerte y el recuerdo del horror», robó  la leche del niño enfermo que dormía apretado en los brazos de su madre que traicionaba «también a medias al marido emparedado en la cárcel» (p. 103). Ya hombre, este incidente le hace pensar que tal vez en aquel mismo momento, aunque en otro lugar, el Cristóbal Jara que ahora caminaba a su lado, quizás «buscaba entonces con sus primeros vagidos la lecha materna, mientras el cuello del padre se hinchaba en el cepo de la comisaría» (p. 103). He ahí dos hechos paralelos, aunque aislados e independientes, pero que desde la perspectiva presente parecían predestinados por una voluntad superior a unirse indefectiblemente. «A veinte años de aquella noche», reflexiona Miguel, «después de un largo rodeo, podía completar el resto de una historia que me pertenecía menos que un sueño y en la que sin embargo seguía tomando parte como en sueños» (p. 103).

Incluso quien creía hacer la historia -«Yo no escribo la historia. La hago», dice la voz del doctor Francia en Yo el Supremo (p. 210)- e hizo de su voluntad ley incuestionable, se da cuenta de que el pasado -y no necesariamente tal como se dio en la realidad sino como fue recogido e interpretado- constituye el gran problema con el cual debe enfrentarse antes de poder rectificar las malas interpretaciones de que acusa a sus detractores. «La quimera ha ocupado el lugar de mi persona [...] Tiendo a ser 'lo quimérico' [...] Eso voy siendo en la realidad y en el papel» (p. 15), le dice el dictador a su secretario Patiño. Documentos varios, algunos contradictorios, otros erróneos, intervienen en la configuración de la imagen que el presente tiene de su figura, de su gobierno y de su tiempo. Su «apología» -Yo el Supremo- no podrá ser más que una (aunque sí la única contada por el «hacedor» de esa historia) de dichas versiones. En vano tratará él de corregir lo ya escrito. Ni siquiera podrá evitar que su figura permanezca en la memoria colectiva asociada a su capa negra, sus medias blancas y sus zapatos de charol con hebillas de oro, aunque él niegue que fueran de oro. «Todos se fijan embrujados en las inexistentes hebillas de oro, que apenas fueron de plata» (p. 102), le comenta a Patiño. Muy grande es el influjo del pasado para que una sola voz -por muy suprema que sea- y una sola versión -por correcta que pretenda ser- puedan corregir o suprimir las opuestas. Inexistentes o no, las hebillas que adornaban los zapatos del Supremo permanecerán «de oro» en la memoria del pueblo.

Como en Hijo de hombre, la textura misma del relato denuncia el dominio del pasado. Es la memoria del Supremo la que hace y deshace el texto. Notemos, al respecto, que en las primeras cinco páginas, la palabra «memoria» -sin contar sus derivados y compuestos- está repetida veintidós veces. Y como en Hijo de hombre, acá también el narrador transita por el pasado, lo revive, guiado por el marco mental del «yo recuerdo». En cuanto al contenido histórico, mientras en Hijo de hombre el núcleo predominante corresponde a este siglo -la Guerra del Chaco- y hacia allí convergen los demás motivos temáticos, en Yo el Supremo sobresale el de la dictadura de Francia, a principios del siglo pasado. Todo lo demás -incluso la proyección al presente novelesco y al del lector- tiende hacia dicho entorno temporal-histórico y desde allí avanza dialécticamente hacia el futuro.


 

 

 

LA PROBLEMÁTICA NACIONAL PRESENTE:

 

RESCATE DE UNA REALIDAD CAMUFLADA

 

«¿Vos vas a creer lo que dicen los diarios?», comenta un personaje de Los exiliados (p. 222), cuestionando con esa pregunta, en primer lugar, la seriedad de un suelto periodístico, y en último término la posibilidad misma de obtener información correcta y objetiva sobre determinados asuntos o problemas nacionales en un medio donde la prensa está, en su mayor parte, regimentada. De los varios periódicos que llegan al público, ninguno infunde confianza, ya que «unos, vendidos al Gobierno, y otros, cagados de miedo, publican lo que les ordenan desde el Ministerio del Interior» (p. 222). Hay en esto una significativa similitud con la situación de la narrativa paraguaya intrafronteras. No se trata aquí de establecer paralelos específicos entre el periodismo y la literatura, ni de enjuiciar éticamente la producción periodística o literaria de dentro del país. Sólo tomamos el ejemplo del periodismo como caso análogo al de la literatura, en cuanto el contexto circunstancial -la censura interna- en ambos casos determina, o por lo menos influye de manera decisiva en el contenido de dichos productos. A las omisiones o falseamientos periodísticos (deliberados o no) del material informativo, frecuente en los países de gobiernos totalitarios, corresponden también las omisiones obligadas de los núcleos temáticos que implican denuncia, directa o indirecta -como sucede con el tema de la dictadura-, por parte de los escritores que permanecen dentro del país.

La narrativa escrita en el exilio se nutre, temáticamente, de la realidad paraguaya actual y, en el proceso de transposición literaria, rectifica la imagen falsa -o por lo menos incompleta- predominante intrafronteras para la promoción interna e internacional del régimen dictatorial presente. Los escritores exiliados rescatan la otra cara de la moneda, la realidad invisible, escondida o camuflada, y hasta olvidada, por no corresponder a los patrones idealizados que constituyen herencia, hoy día ya indeseable, de una tradición romántica hace tiempo superada en el mundo de las letras. Recobrar el presente nacional y sus muchas fases problemáticas tiende a ser, de manera consciente o inconsciente por parte de sus autores, uno de los objetivos básicos de la novela paraguaya del exilio. Entre aquéllos, los problemas relacionados con la dictadura acusan prioridad en el escenario nacional, y, consecuentemente, en la narrativa.

Roa Bastos cree que los conflictos existenciales del Paraguay contemporáneo constituyen, en alto grado, problemas «de tipo histórico» (Se trata, entonces, de problemas que según Roa Bastos resultan de «...la situación histórica concreta del Paraguay: su atraso material y cultural, su régimen de clausura concentracionaria con toda la gama de restricciones y bloqueo, que asfixia, en una actitud inconsciente de autocensura, en un proceso de desintegración y esterilización, de repliegue y de incomunicación ante el temor, que ni siquiera tiene la ventaja de la reconstrucción de una arcaica conciencia tribal donde fuera posible recobrar cierta unidad de sentimientos sobre la base de la comunidad oral». En «Autocrítica: reportaje [de David Maldavsky] a Augusto Roa Bastos», Los Libros, 12 (1970), p. 11, citado por Gifford, «Myth and Reality in Hijo de hombre, a Novel by Augusto Roa Bastos», p. 97. (N. del A.)). De ahí su tendencia a aproximarse al «ser» y al «existir» de su patria por medio de metáforas históricas. En Hijo de hombre, la insurrección de 1912 -recuperación novelística de un año trágico para el país, pródigo en funestos y amargos enfrentamientos bélicos (Para más información y detalles sobre los varios conflictos internos, enfrentamientos ideológicos y rebeliones armadas que tuvieron lugar durante ese año, ver las secciones tituladas «Año clave: 1912» y «El 'tren' circular» en Epifanio Méndez, Lo histórico y lo antihistórico en el Paraguay (Buenos Aires: Artes Gráficas Negri, 1976), pp. 158-167. (N. del A.))- proyecta, desde los hechos históricos evocados, toda una serie de insurrecciones similares posteriores. Aquélla se convierte en un símbolo de un mecanismo histórico-político repetitivo: el de la militancia y la represión, traducidos en el deseo de cambio social vis-a-vis las fuerzas que lo dificultan. En Yo el Supremo la dictadura del doctor José Gaspar Rodríguez de Francia llega a convertirse en la gran metáfora nacional. Sus veintiséis años de gobierno proyectan el siglo y medio del Paraguay independiente y contienen -a través de sus prospecciones y anacronías, que son parte del discurso narrativo- incluso la dictadura actual que, aunque parezca mentira, tiene hoy día más de treinta años de existencia.

Gabriel Casaccia, por su parte, parece pensar que la problemática del ser paraguayo tiene raíces en el propio ser, en su herencia étnica, origen éste de proyecciones sicológicas más difíciles de «curar». De ahí su pesimismo esencial sobre una solución futura a dicha problemática. Según este escritor, el «indio» que cada paraguayo lleva en sí es el causante de su eterna condición de esclavo; y esa misma parte «india» es la que lo lleva a aceptar resignadamente su suerte y a perpetuar, por lo tanto, el estado de injusticia social del que, por su innata mansedumbre, no podrá escapar jamás. Señala una de sus criaturas, en Los exiliados, que «esa parte de indio que tenemos nos ha hecho obedientes y respetuosos a las órdenes y al látigo» (p. 266), y comenta, enseguida : «Siempre nos han estado mandando dictadores y tiranuelos, y nosotros, como 'güeyes', mansamente agachamos la cabeza y arrastramos la carreta, desde donde nos picanean» (p. 266).

Aunque Roa Bastos y Casaccia difieran en su interpretación de las causas básicas de los problemas nacionales, ambos coinciden en que la dictadura constituye hoy día el problema más grave con que se enfrenta el Paraguay. Sus obras así lo atestiguan, como también lo corroboran las de otros compatriotas y colegas en el quehacer literario -Rubén Bareiro Saguier, Lincoln Silva, Rodrigo Díaz-Pérez, Hugo Rodríguez-Alcalá, etc.-, cuyas narraciones han sido concebidas y/o publicadas en el extranjero. El tema de la dictadura se ha incorporado a la ficción del exilio y ha pasado a constituir uno de sus motivos característicos y recurrentes. Creemos que, para nuestro propósito, un ordenamiento cronológico de las cinco novelas escogidas no sólo puede lograr destacar la íntima relación «realidad histórica-recuperación artística» existente entre estas narraciones, sino que también tiene validez crítica debido a que el proceso de desarrollo del tema en la ficción es en estas obras generalmente homologable al de su referente real: la dictadura imperante. De allí que hayamos optado por comentar dichos textos según las fechas en que han sido publicados y dentro del contexto histórico-político pertinente para cada caso.

Cuando en 1952 aparece La Babosa, la dictadura actual todavía no existía, pero ya se la podía vislumbrar en la inestabilidad política y en la corrupción generalizada vigentes en la realidad del referente, transpuesta o parcialmente recobrada en esta novela. Hijo de hombre sale en 1960, a sólo cinco años del establecimiento de la actual dictadura del general Alfredo Stroessner. No obstante la brevedad del plazo y a pesar de que en esta primera novela de Roa el tiempo de lo narrado no va más allá de 1947, la represión y el control totalitario del régimen presente están contenidos en aquella otra dictadura, la del doctor Francia (1814-40), que sirve de marco referencial de apertura a la obra. La llaga (1963) y Los exiliados (1966), respectivamente, captan a la dictadura ya establecida, después de ocho y once años de existencia (real) y en plena época de política dictatorial abierta: represión, persecuciones, torturas, confinamientos y destierros en masa. Es así como la recuperan estas dos novelas. Cuando en 1974 se publica Yo el Supremo, ya la dictadura de Stroessner estaba terminando su segunda década de existencia. Para quien como Roa encuentra que la problemática paraguaya es de origen histórico, nada más lógico que escarbar en el pasado nacional para buscar allí una posible explicación del «hoy». Al hacerlo, de pronto el presente se vislumbra con nitidez, contenido ya en los mismos orígenes del Paraguay independiente. Yo el Supremo establece un nuevo sentido -de alcance histórico- a la idea de que el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de su creador. El marco dictatorial es perfecto: a aquella dictadura sigue ésta. Y entre las dos engloban el resto de la historia paraguaya.

Al llegar a la última página de La Babosa, el lector se encuentra con un dato temporal específico -pero de considerable importancia textual- que apunta hacia un par de relaciones significativas: a) la correspondiente a la distancia en años que media entre el presente del narrador-autor y el tiempo de lo narrado, y b) la establecida entre «mundo imaginario» y «mundo referencial» o consabida relación entre literatura y sociedad. Leemos, en el último párrafo de la novela:

Doña Ángela [...] todavía vive en Areguá en este año de mil novecientos cincuenta y uno, y en la misma casa con techo de pizarra, que aún tiene el pararrayo que tanto asustaba al doctor Brítez en los días de tormenta. Hoy doña Ángela cuenta setenta y cinco años, pero continúa igual, flaca y envarada, como si en todos estos años el tiempo se hubiese detenido en su rostro seco y color de ceniza...

 

(p. 321)

               

 

Si recordamos que la novela se publica en 1952, podemos deducir que la fecha inserta en ese último párrafo -1951- corresponde, probablemente, a la fecha real de elaboración -o quizás de conclusión- de la obra. Dicho dato temporal cumple un doble propósito: el de introducir en la ficción el tiempo real del proceso de la escritura (De esta manera se incluye en el texto mismo de la narración el presente del narrador, que es aquí igual al del escritor. Diferente sería el impacto que la obra tendría en el lector si aquél simplemente hubiera fechado su novela al final del texto, pero sin incluir dicho momento en la obra: el presente del escritor estaría excluido de lo narrado. En el último párrafo el narrador se identifica como autor al dar aquél la fecha en que termina su narración, fecha en que también éste completa su obra. Casaccia y su entorno temporal pasan entonces a integrar el mundo de la narración misma. (N. del A.)), y el de establecer la relación narrador (o voz narrativa) = Casaccia, al incorporarlo a éste en el texto en su calidad de narrador-testigo. El sentimiento de «confianza» creado de esta manera ayuda si no al «realismo» de la obra, sí a su «credibilidad» por parte del lector. Por otro lado, resulta obvio que el último párrafo constituye un salto temporal de varios años con respecto al resto de la narración. Se nos cuenta allí que doña Ángela tiene ahora setenta y cinco años y se alude al tiempo transcurrido entre el presente -1951- y lo narrado en términos de «todos estos años». Ubicar cronológicamente el entorno de lo narrador, de ese «mundo imaginario», es ubicar su referente real, su «mundo referencial», ya que ambos, en la geografía casacciana, son mundos o realidades homologables. Con esto en mente, podemos situar la acción de lo narrado a principios de la década del cuarenta y deducir que median de 8 a 10 años entre los hechos narrados en la novela y ese «ahora» explícito en su párrafo final. En efecto, la inestabilidad y el fanatismo políticos de la realidad transpuesta a la ficción -y que eventualmente desembocan en la Guerra Civil de 1947- también apuntan hacia esos mismos años.

Para el Paraguay, los años cuarenta constituyen, en todo sentido, una década trágica y difícil. Ésta se inicia con un golpe de estado y se cierra con una guerra civil fratricida que culmina con un éxodo masivo.

Alrededor de esos años traumáticos se ubica la novela. En ésta, el exilio y la vuelta «condicional» del doctor Brítez (pp. 58-59), la renuncia de los dos ministros y la subida de Marty (p. 77), son hechos que aluden a la inestabilidad política de esos años. Igualmente, la depresión anímica generada como consecuencia de la guerra entre hermanos se traduce en ese hondo pesimismo que irradia toda la obra y que hace que se llegue a creer que «el único sentimiento verdaderamente humano y sincero es el odio» (p. 274).

La Babosacapta la atmósfera de corrupción y deshonestidad que afecta a todo el aparato administrativo de esos años. Aquélla alcanza tanto a los simples empleaditos públicos como a los más importantes ministros de gobierno. Si moralmente ambos grupos merecen el mismo repudio, la estrechez económica de los primeros casi los obliga a recurrir al fraude para seguir viviendo. No es tal la situación de los últimos, y es hacia ellos donde recae la denuncia de la obra. El lector llega a justificar el delito de los policías cuando simulan ignorar la existencia (ilegal) de la «casa de juego que funcionaba [...] en la calle Perú» (p. 89) en base a lo miserable de sus sueldos. Por otra parte, la corrupción a gran escala está más arriba y la política parece ser su campo más apropiado. «Tendré que hacerme de un lugar en la política y luego complicarme en algún chantaje» -piensa Ramón-, «porque en este país no hay otra forma de ganar dinero rápido» (p. 16). Lo prueba el caso de Marty, «un tipejo inculto [...] que, por vaivenes de la política, llega a un cargo de relativa importancia, se llena de aire, se hincha y busca de pisotearte» (p. 77).

Eacute;sa es la situación política de corrupción generalizada de esa trágica década que aparece tan crudamente retratada en la novela de Casaccia y cuyas lamentables consecuencias aún las sentimos. A su prolongado alcance parecen referirse las últimas palabras del narrador-testigo cuando ya desde el umbral de una nueva década mira hacia el pasado, proyectándolo al futuro, y allí divisa a doña Ángela, símbolo  de la década anterior, igual que antes, igual que siempre... «El único cambio que se advierte en ella es que desde la muerte de su hermana, ha mudado su vestido de sarga color verde botella por uno de luto riguroso» (p. 321). La principal herencia que ha dejado una década tan llena de sangre entre hermanos es justamente el luto por los que han muerto y el llanto por los que se han ido.

Los años cincuenta sólo agregarán dolor al pueblo paraguayo. Quizás los dos hechos de mayor trascendencia histórico-político-cultural de este período son, en primer lugar, el encumbramiento definitivo del general Stroessner en 1955, a través de quien culmina y se afianza en el gobierno la preponderancia militar. Y en segundo lugar está el levantamiento obrero de agosto de 1958, uno de los más grandes que registra la historia paraguaya. Miles de trabajadores fueron apresados y torturados. A partir de esa fecha la represión se ahonda dentro del país y la ensañada persecución alcanza incluso a quienes están fuera. Tenemos aquí dos datos importantes del contexto real que, de manera consciente o inconsciente, se filtran en la narrativa escrita a fines de esa década y a principios de la siguiente, ya que el hecho cultural es necesariamente posterior al histórico-político o social que lo inspira.

Hijo de hombre adquiere una nueva dimensión semántica si nos acercamos a su lectura desde la fecha de su elaboración, y tenemos en cuenta para su análisis, además del contexto histórico-político al que apunta el texto (la década del cuarenta), el del entorno temporal de su producción. Resulta entonces casi natural que, viendo a su país dominado por una nueva dictadura y a poco de ser reprimido un levantamiento obrero, le venga a la memoria -de quien ha elegido al Paraguay como tema narrativo- el recuerdo de otra dictadura y de otros levantamientos obreros anteriores, imponiéndosele temática y estructuralmente. Sólo han cambiado nombres y fechas: la sombra de la dictadura del doctor Francia ha encontrado una nueva reencarnación en la actual y el deseo de justicia social implícito en las sublevaciones de 1912 -correlato histórico de «la insurrección del año 12» en la novela de Roa- había vuelto a rebrotar y acababa de ser reprimido una vez más.

El tema de la dictadura entra aquí, por consiguiente, como dato histórico necesario dentro de la visión totalizante y diacrónica que se hace en la novela del derrotero histórico nacional. Sin embargo, los veintiséis años de la dictadura de Francia han predeterminado la vida nacional futura; de allí que las cuatro páginas que en el primer  capítulo (pp. 15-19) los recogen, vayan a marcar también, de manera homóloga, todo el resto de la novela. Después de un siglo de la muerte de Francia, Miguel recuerda que cuando él y sus amigos escuchaban al viejo Macario, la figura del Supremo se recortaba imponente ante ellos «contra un fondo de cielos y noches, vigilando el país con el rigor implacable de su voluntad y su poder omnímodo como el destino» (p. 16). Aquella dictadura ha dejado una herencia triste para el futuro: un sentimiento de impotencia básica para cambiar tanto el destino individual como el nacional. Nada más lamentable para los herederos de quien castigaba de manera implacable «la más mínima mota de rebeldía» (p. 17) y de cuyo control absoluto no escapaba nadie, ni el peor enemigo ni el más fiel de sus sirvientes (p. 17). Sus métodos -la represión, la persecución, el confinamiento y el exilio- todavía siguen vigentes.

En la década del sesenta aparecen La llaga y Los exiliados, dos obras que forman entre sí una secuencia coherente y constituyen un mundo ficticio en todo homologable a su correlato real, el Paraguay de esos años, de dentro y del exilio. En el panorama nacional, los años sesenta corresponden a los del afianzamiento de la dictadura actual. Se solidifica el mecanismo represivo y continúa la emigración masiva ya iniciada mucho antes, a partir de la Guerra Civil de 1947. Son también años -especialmente durante la primera mitad- de rebeldía militante. Abundan las guerrillas que serán una y otra vez masacradas por el régimen. Crece la población del exilio y crece también, por parte de este grupo, el sentimiento de orfandad, de alienación, de pesimismo. Ése es el mundo brillantemente captado en ambas novelas de Casaccia. Mientras La llaga presenta, cuestiona, disecciona y mira desde varios ángulos la actividad guerrillera dentro del contexto temporal escogido, Los exiliados hace otro tanto con respecto al cotidiano existir de la población de exiliados en Posadas.

En La llaga se establece el escenario político-gubernamental que servirá de fondo a la acción de esta novela (como también a la de Los exiliados). Allí está la dictadura del «general Raimundo Alsina, quien desde hacía diez años, arbitrariamente y con mano de hierro, gobernaba el país, acompañado por un grupo de militares obsecuentes» (p. 55). Y allí está su reino de terror y miedo canalizado a través de ese Departamento de Investigaciones donde «residía toda la fuerza tenebrosa y omnipotente del general Raimundo Alsina» (p. 171). Si el dictador Francia «dormía con un ojo abierto» (Hijo, p. 16) para que nadie lo pudiese engañar y para controlar personalmente a sus «dominados»,  en el Paraguay del general Alsina «nadie daba un paso, nadie hablaba, nadie pensaba sin que de inmediato lo enfocase y analizase aquel ojo invisible e implacable [Departamento de Investigaciones] que, como el de Dios, atravesaba muros y llegaba a los rincones más ocultos y lejanos» (pp. 171-72). La persecución y la represión se llevan a cabo con la crueldad e inhumanidad concebibles sólo en el elemento policíaco que sirve al dictador, «esos policías del general Alsina, siniestros y sin ley, reclutados entre antiguos delincuentes y otros deshechos sociales» (p. 151). Resulta claro entonces que los personajes de este mundo se mueven bajo un gobierno dictatorial, absoluto y arbitrario, como lo hacen los del mundo real que corresponden al contexto histórico de gestación y escritura de la obra.

A pesar de dicho control policíaco, y seguramente debido a la arbitrariedad represiva, nace y se extiende la actividad guerrillera. La conspiración que se llevaba a cabo en casa del doctor Alejo Osuna con el objeto de derrocar al general Alsina por medio de una revolución armada resume y recobra, a nivel ficticio, una serie de movimientos guerrilleros que tuvieron lugar en el Paraguay a principios de los años sesenta. En la realidad del referente se temía la irrupción guerrillera en cualquier momento. Esta situación es la captada en la novela en torno al caso específico del coronel Balbuena (p. 83). En la ficción, como en la realidad, la represión termina con la conspiración. Ésta es denunciada y a la denuncia siguen los arrestos, las torturas, los destierros. Recordemos que en La llaga la víctima es Gilberto Torres, quien luego de apresado y desterrado, pasa a integrar el mundo de la próxima obra de Casaccia.

A sólo tres años de la publicación de La llaga sale a luz Los exiliados, novela con escenario en Posadas, ciudad argentina fronteriza y uno de los puntos de concentración de los paraguayos exiliados. Para los habitantes de este espacio novelesco ha transcurrido una década más de dictadura. Ahora hace veinte años que el general Alsina está en el poder. Entre los exiliados en Posadas hay gente que había emigrado en aquella época -como el doctor Gamarra, protagonista principal de la obra, y su familia- y otros que habían ido saliendo después, por razones políticas o económicas diversas o a consecuencia de golpes fallidos, como sucedió con Gilberto Torres.

Por una parte, Los exiliados sirve de eco a los sucesos de La llaga: se comenta y discute en aquélla la actuación de varios personajes de ésta. Por ejemplo, se cuestiona la culpabilidad o inocencia de Torres en el fracaso guerrillero, y se expresan las varias versiones del final de Atilio (¿suicidio o asesinato político?), quien denunciara la conspiración en La llaga. Por otra, Los exiliados presenta un mundo similar y complementario al de la novela anterior. Varios de los habitantes de La llaga vuelven a reaparecer entre los exiliados en Posadas. Y la militancia revolucionaria va dirigida, desde ambos lados de la frontera, contra el gobierno del general Alsina. Como en el caso del complot fracasado que encontramos en La llaga, el «armamento para los guerrilleros, [...] que había sido transportado durante varios meses por la noche desde la costa argentina» (p. 221), y del que se habla en Los exiliados, también recupera, en la ficción, el contexto político real de esos años de efervescencia guerrillera.

La persecución del general Alsina no respeta fronteras internacionales. Su sistema de control es tal que «no hay complot que preparemos aquí [Posadas] que no se conozca al minuto en Asunción...» (pp. 220-21). De ahí que aquél envíe al propio Jefe de Investigaciones, primero a Encarnación y luego a Posadas, con el propósito de «investigar y desbaratar el plan de los exiliados de invadir con guerrilleros la frontera» (p. 220). Logra su cometido y dicho éxito corresponde, naturalmente, al fracaso de las guerrillas de esos años.

En 1973 se firma el famoso tratado de Itaipú -entre Paraguay y Brasil- que provee la construcción de la represa hidroeléctrica «más grande del mundo» y cuyo aprovechamiento a corto y a largo plazo sólo beneficiaría el secular deseo expansionista del imperialismo brasileño en detrimento de la soberanía nacional y económica paraguaya (Con referencia a los términos del tratado de Itaipú, ver nota n.º 119 del capítulo 3. (N. del A.)). Como diría el Supremo, la formulación de este proyecto constituye un trato de verdaderos bandidescos bandeirantes, de «insaciables agarradores de lo ajeno» (p. 85). En efecto, Yo el Supremo recoge en su discurso la controversia generada en torno a los términos de dicho tratado y hace que el mismo doctor Francia, defensor tenaz de la soberanía de su país, ubique el presente documento dentro de un contexto histórico, invariable e inconfundible, de agresiones imperialistas que ha sufrido el Paraguay desde sus orígenes (pp. 118-121; 253-256). Entre ellas, el imperialismo británico tuvo un papel decisivo en la firma del tratado secreto de la Triple Alianza que llevó al desastre de la Guerra Grande (1865-70); intereses petroleros norteamericanos, por otra parte, gravitaron enormemente en el conflicto paraguayo-boliviano que también desembocó en otra guerra internacional (la del Chaco en 1932); y actualmente, el imperialismo brasileño, parafraseando al Supremo, prácticamente se está tragando al Paraguay igual que a un manso cordero (p. 85). Dentro de esa perspectiva  histórica, el discurso de Francia constituye al mismo tiempo una apología de su dictadura y una condena de la política entreguista, antipatriótica, de la actual.

En esta novela el tema de la dictadura domina todo el Texto (Usamos la mayúscula para aludir a la totalidad de la novela, id est, Texto = conjunto de «textos» que forman la obra. (N. del A.)). Es, por otra parte, la única obra -de las cinco estudiantes- en donde la presencia física del dictador se manifiesta en la ficción. Si en Hijo de hombre la dictadura alcanza el presente a través del recuerdo, y tanto en La llaga como en Los exiliados aquélla está implícita en la arbitrariedad represiva recreada en sus páginas, en Yo el Supremo el dictador en persona está presente en su calidad de generador-comentarista del Texto. Sin embargo, la objetividad y verosimilitud ganadas con esta perspectiva narrativa, la dimensión humana que cobra la figura de Francia, la comprensión de sus móviles e intenciones por parte del lector, no impiden el juicio condenatorio del compilador-autor que lo juzga desde una perspectiva histórica y lo hace responsable de la situación del Paraguay contemporáneo. Así, cuando aquél expresa el deseo de no querer asistir al derrumbe total de su nación, le responde la voz reprobatoria del compilador:

Dices que no quieres asistir al desastre de tu Patria, que tú mismo le has preparado. Morirás antes [...] Creíste que la Patria que ayudaste a nacer, que la Revolución que salió armada de tu cráneo, empezaban-acababan en ti [...] Te alucinaste y alucinaste a los demás fabulando que tu poder era absoluto. [...] Te convertiste para la gente-muchedumbre en una Gran Obscuridad; en el gran Don-Amo que exige la docilidad a cambio del estómago lleno y la cabeza vacía [...] Un siglo atrás, la Revolución Comunera se perdió cuando el poder del pueblo fue traicionado por los patricios de la capital. [...] Leíste mal la voluntad del Común y en consecuencia obraste mal; [...] la verdadera Revolución no devora a sus hijos. Únicamente a sus bastardos; a los que no son capaces de llevarla hasta sus últimas consecuencias [...] Tú vacilaste. Estás igualmente condenado [...] Para ti no hay escape posible. A los otros se los comerá el olvido. Tú, ex Supremo, eres quien debe dar cuenta de todo y pagar hasta el último cuadrante...

 

(pp. 454-455)

               

 

Es obvio que para esta voz acusadora la proyección histórica de la dictadura de Francia -y el peso que en el presente nacional aún ejerce aquélla- elimina, o por lo menos disminuye, el alcance apologético y personal que adquiere el Texto escrito desde la perspectiva del Supremo.

La obra constituye un cuestionamiento profundo de la dictadura en sí, y no sólo de la del doctor Francia en particular. La autodefensa que hace el Supremo de su gobierno no constituye más que un elemento a favor de la «víctima» que es la «dictadura» misma en este gran proceso a-través-del-tiempo que a ella le hace la historia desde las páginas de Yo el Supremo. Los varios textos que componen la novela reúnen todas las partes necesarias para el proceso. Por un lado tenemos la víctima; por otro, los elementos a favor y las pruebas en contra. Del lado de la defensa está la apología de Francia, su dictadura vista como una necesidad histórica para la defensa de la soberanía nacional (p. 320). Del lado acusador están los abusos de aquélla, los apresamientos y persecuciones políticas, el penal de Tevegó, etc. En cuanto a un veredicto final, si bien el compilador-autor nos adelanta el suyo con respecto al gobierno de Francia (pp. 454-55), es el lector quien, convertido en juez, deberá -en último término- justificar y, por lo tanto, absolver los abusos dictatoriales o repudiarlos y, consecuentemente, condenar la existencia misma de la(s) dictadura(s) que los origina(n) y practica(n).

El análisis de esta triple temática recurrente en las novelas en estudio, descubre una posición ideológica y una actitud literaria semejantes y complementarias por parte de Roa Bastos y de Casaccia. Para ambos, el compromiso con la realidad paraguaya -con el presente y el futuro nacionales- es cuestión indiscutible y sobresale en todas sus obras. Si bien el tratamiento particular de cada uno de estos temas en las novelas escogidas revela una serie de matices diferenciales, tanto uno como otro escritor responden a una ideología básicamente humanista, a la que se agrega una indagación histórico-política en el caso de Roa Bastos, y otra de carácter sicológico-social en el de Casaccia. Para éste, la realidad observada -y transpuesta a su ficción- constituye una situación de hecho y hay que sufrirla y aceptarla. Sólo así se está dentro de la realidad y desde allí podría encontrársele, tarde o temprano, alguna salida viable. «Hay que ponerse dentro de la realidad» -dice alguien en Los exiliados- «y comprender que los tiempos han cambiado» (p. 93). Roa, por su parte, ve la situación actual como parte de una realidad en movimiento, que hay que conocer  para cambiar. Y el lector debe reconocer en los varios «Cristos» que pueblan sus obras la encarnación de la voluntad del pueblo por mejorar, cambiar paulatinamente esa realidad.

El pesimismo aparente en las novelas de Casaccia traduce, no obstante, un íntimo deseo de hermandad entre su gente. Y la solidaridad desinteresada de tantos personajes roabastianos más parece expresar los anhelos íntimos de su autor que características dilucidables en la realidad del referente. La denuncia está presente en ambos escritores, pero ni uno ni otro aconsejan la vía violenta. Por el contrario, Casaccia la condena al dejar al descubierto los intereses personales ocultos detrás de los comprometidos en el golpe fallido en La llaga, y al señalar el móvil de venganza personal, en nada compatible con un acto de solidaridad humana, que concluyó en el asesinato de Cáceres en Los exiliados. De manera similar, Roa Bastos denuncia una estructura económico-política injusta, pero quiere encontrar la solución por medios pacíficos. Sostiene él que «el pueblo paraguayo debe recomenzar la tarea de su liberación [...] ahorrando la sangre que era el combustible de las viejas revoluciones...» (En «Crónica Paraguaya», Sur (enero-junio de 1965), p. 111, citado por Dobrila Djukich de Nery, «La insurrección: concepto central en la arquitectura de Hijo de hombre de Augusto Roa Bastos» (M. A. thesis, Stanford University, 1971), p. 38. (N. del A.)). Observa en Hijo de hombre que no se pueden solucionar los problemas por medio de las balas, ya que una de ellas bien podría ir contra el propio padre (p. 118). Más vale meter «bala en el estero» o disparar «todos los tiros hacia arriba» (p. 118) que matar inútilmente a un hermano. Es la solidaridad y no el aislamiento o los odios entre hermanos lo que en última instancia traerá el cambio deseado.

Si bien la crítica y la denuncia van a menudo acompañadas de un profundo pesimismo en uno y de un optimismo básico en el otro, tanto Casaccia como Roa sueñan con un Paraguay muy diferente al actual, quizás ya vislumbrado -o parcialmente realizado- en una época anterior. Es irónico observar al respecto que, aunque Roa condene la dictadura de Francia, parecería que encuentra el paraíso perdido en ese Paraguay autosuficiente logrado bajo su gobierno. A través de la voz del mandatario paraguayo en Yo el Supremo, es también la del compilador-autor la que escuchamos en una pequeña lección informativa:

Aquí en el Paraguay, antes de la Dictadura Perpetua, estábamos llenos de escribientes, de doctores, de hombres cultos, no de cultivadores, agricultores, hombres trabajadores, como debiera ser y ahora lo es [...] Aquí es más útil plantar mandioca o maíz, que entintar papeluchos  sediciosos; más oportuno desbichar animales atacados por la garrapata, que garrapatear panfletos contra el decoro de la Patria...

 

(p. 38)

               

 

Lo que el país necesita, hoy como ayer, son «buenos aradores, carpidores, peones, en las chacras, en las estancias patrias...» (p. 30). En fin, gente que trabaje la tierra y aproveche de ella todo cuanto pueda darle para el engrandecimiento y progreso nacionales. Casaccia también tiene un sueño similar. En su narrativa se nos habla de la necesidad del autoabastecimiento como requisito previo al logro de una independencia básica. «El hombre debe bastarse a sí mismo. Depender lo menos posible de los demás», dice uno de sus personajes y comenta, como también lo hiciera el Supremo, que «lo que este país necesita son artesanos...» (La Babosa, p. 262). A pesar de que ni Roa ni Casaccia predican la abolición de la propiedad privada, ambos recobran -e implícitamente denuncian- en sus obras las injusticias sociales, la explotación de los trabajadores, las luchas fratricidas, la violencia inútil y, repetidamente en estas cinco novelas, la represión y los abusos de los gobiernos dictatoriales.

Si fuéramos a investigar el porqué de la recurrencia de estos tres temas -el exilio, la problemática nacional (id est, la realidad de la dictadura) y la obsesión por el pasado-, y no otros, en esta novelística, nos encontraríamos con que los dos primeros responden a un deseo consciente por parte de ambos escritores de elaborarlos temáticamente. Por otra parte, creemos que aunque no existiera tal intención, el exilio y la dictadura -que constituyen constantes en el contexto circunstancial y vivencial que rodea al escritor exiliado- llegarían a la ficción, aunque fuera de modo inconsciente, bien sea canalizados temática o estructuralmente, o a ambos niveles, si las otras coordenadas (literarias y extraliterarias) que influyen el producto final así lo permitiesen.

En cuanto al tema del pasado, éste se impone como una necesidad metodológica en el caso de Roa y técnica en el de Casaccia. Dentro de la perspectiva histórica que domina las dos novelas de Roa, no se puede concebir el presente -ni personal ni colectivo- aislado u omiso de su pasado. Para Casaccia, éste constituye el área de acción del escritor. Es en dicho pasado donde se debe buscar el material de trabajo. En La Babosa nos da -por boca de Ramón- lo que podría llamarse su posición literaria con respecto a la relación escritor-escritura. Leemos allí que «un escritor, pasados los treinta años, debe  dejar de mirar a su alrededor y sentarse a escribir los otros treinta restantes aquello que ha observado en los primeros treinta» (p. 97). Es muy probable, entonces, que el dominio que ejerce el pasado en la novelística de Casaccia responda, por lo menos parcialmente, a esta convicción más de una vez expresada por el propio escritor.

 

 

 

 

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PARAGUAY: NOVELA Y EXILIO

 por TERESA MÉNDEZ-FAITH

 Intercontinental Editora S.A.,

 www.libreriaintercontinental.com.py

 Tel.: 595 21 496.991

 Asunción-Paraguay 2009

 (Edición aumentada) (279 páginas)

 

 

 

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