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ESTEBAN CABAÑAS

  JUEGO CRUZADO, 2001 - Cuentos de ESTEBAN CABAÑAS - CARLOS COLOMBINO


JUEGO CRUZADO, 2001 - Cuentos de ESTEBAN CABAÑAS - CARLOS COLOMBINO

JUEGO CRUZADO

Cuentos de ESTEBAN CABAÑAS

Arandurã Editorial,

Asunción-Paraguay, 2001

 

Versión digital:

BIBLIOTECA VIRTUAL CERVANTES

 

 

INDICE DE OBRAS (CUENTOS Y POESÍAS) : LOS DOS SITIOS; LO CLAUSURADO; LA MALETA; LA CASA; LA DANZA; EL CARNAVAL; EL JUEGO; LA MÚSICA; EL TUCA; LOS COMPINCHES; 3 DE MAYO – CURUSU YEGUA; EL CINE PARADEDA; LA ORACIÓN; EL BAILE; RAMÓN CUENTA LO QUE PASÓ EN EL CLUB; EL ALMACÉN; SAN JUAN ARA; OTRA CARTITA; MURTINHO; VICTORIA; LUNES: ALMUERZO; RÍO YPANE; UN MIÉRCOLES DE MAÑANA; LA GRAN CHIMENEA; VIENE DE LORETO; MÁS TARDE; LA PARTIDA; RECUERDO QUE VENDRÁN; EN ANILLO; FINAL DE HOGAÑO; OTRA VEZ; EL BURRO; ÑA CRECENCIA; EL RECINTO ALUCINADO; ENTREACTO FINAL; y EL ÚLTIMO FUEGO.




CUENTOS DE ESTEBAN CABAÑAS


LOS DOS SITIOS

Cuando entré, la sala pareció abrirse a ml paso; engolfarse hacia un lado, crecer, desmantelarse, Había un sonido arrastrándose en el aire, sobre los muebles, bajo el sofá y a lo largo de la hilera de sillas, Al fondo, una ventana desaparecía bajo una cortina totalmente decorada. Una cortina de tela plisada recogida con premura y ajustada con una cinta que disfrazaba su verdadera forma.

El acordeón se expandía en el jardín en un sostenido fuelle, acompañando a una voluta sinuosa casi sobrepuesta al sonido. Todo se deslizaba en un silbido ronco, que ai avanzar hacia el estanque parecía sumergirse y desaparecer. Luego, un tono alto, de fino arrastre, como si emergiera de una sola voz, la misma siempre, inocultable, tenaz,

La persona que abrió la puerta de la casa sonriendo murmuró:

-Pase-, Y quedó muda. Yo no contesté, pero avancé hasta ella y ella se redujo para darme sitio; se acurrucó junto al marco y con el brazo izquierdo se aplastó la falda un poco demasiado amplia, fruncida, llena de volados.

Era una niña rubia, de ojos clarísimos y piel de seda. Al traspasar yo el umbral le escuché decir: Culo. En la galería había cuatro asientos de mimbre con abultados almohadones azules; daban la impresión de haber sido recientemente sacudidos, al acecho de ocasionales ocupantes. Cuatro asientos vacíos aumentaban esa sensación de sala de espera que se respiraba en la estancia. Los parlantes sostenidos desde la viga del techo vomitaban esa estridente música. Pero afuera reinaba un gran silencio, crecido entre los árboles, palpitante en las luciérnagas y casi disgregado en el humo; un silencio cuyo color se percibía en las deshechas hojas de las palmeras, pulverizado en las briznas y el vaho neblinoso,

Giré la cabeza. La niña se había ido. El vano de la puerta era un rectángulo verde, del verde de una fruta de cera rodeada de puntos fosforescentes. Más allá, un animal escondido entre las hojas dormía; respiraba entrecortadamente y, de tanto en tanto, era sacudido por un temblor desde las orejas hasta la cola.

La casa estaba construida con paredes de ladrillos, techos de maderones fuertes, columnas del mismo material, tejuelones de un ocre quemado, piso brillante de cera repasada y huella de mucho fregado. El registro se demoró en la junta de los marcos; en la línea que avanzaba desde las viguetas hacia el cable, de donde colgaba la lámpara cubierta de un cono de pergamino rústico. Me senté. La dueña de casa vagaba por el jardín hurgando entre las plantas. Ni me había recibido; ni yo había preguntado por ella. ** A su vez, no sabía por qué me habían llamado. Sólo después, en el momento de ocuparse el sofá de enfrente, volví a la realidad: se trataba de tía Aleja. Apareció, cual una mala visión, súbitamente materializada. Alzó la pollera dejando ver la raya blanca del calzón, se deslizó por el asiento tomándose de los brazos, alargando el cuello hacia arriba, husmeando algo infinitamente sutil. Prendió un cigarrillo, hizo un rictus pero siguió fumando tranquilamente; por entre el humo escogió una mirada casi inocente dejándola caer al descuido; el humo siguió su camino hasta el único foco de luz que se hallaba cubierto de pequeñas libélulas muertas.

 “-Y qué diablos es esta explicación, ni me interesa nite compete", -dijo alguien. "-No lo voy a repetir". Contestó otra voz. "-Podés tragarte el comentario". Nadie estaba en escena. "- No me siento involucrada ni creo que tenga que escucharte", gritó. Al parecer levantó el lápiz de un cuadernito invisible. "¿Qué escribís?". "-No te incumbe". "-Pero debes saber a lo que nos exponemos aquí” dijo la otra. "~En lo que ya estamos", -contestó la primera voz. "-Octavio fue apresado el lunes. En ese tumulto que se armó frente a la Central de Policía". "-¿Pico?" "Pero no alces la voz; que te pueden oír/' "Yo me siento preparada para lo que fuere y para lo que no fuere, Estoy sintonizada" -añadió.

"-Pero yo no. Nadie me puede pedir que aguante lo que no estoy dispuesta a resistir", -Un portazo hizo temblar los vidrios.Detrás de la persiana se fueron diluyendo las sombras.

Éramos tía y yo completamente ajenos a esta conversación. Nos miramos dentro del gran silencio. Cada cual en su propio cubil. Yo había sacado mis papeles y maquinalmente inicié unos garabatos sobre la hoja numerada. Alguien volvió a repetir: "¿Qué escribís?". Pensé que se dirigía a mí. Me volví bruscamente, las voces continuaron invadiendo la estancia contigua, eran voces airadas. Se repitió el nombre de Octavio» Yo garabateé en el papel la misma palabra, inconscientemente. Escribí "Octavio," En el aire, de nuevo, vi la boca de la chica en el momento de pronunciar aquella palabra.

"-No es conveniente que se quede. ¿Me oís?" Se alzó la voz tras la persiana. Luego un paréntesis, una larga pausa. En ese rato de espera, ahí, en la galería, como dos distantes personajes de opereta, tía Aleja y yo, cada uno mirando un punto en el jardín, sin dejar de observar al otro, espiándonos, ocupábamos el tiempo, yo en pretender no verla y ella como si yo no existiera.

En eso, entró Genaira. La acompañaba la misma muchacha, la de ojos azules y piel de seda que enseguida abrió la boca, frunció los labios, pero esta vez no dijo nada y al punto se sumergió en la habitación vecina. "¿A dónde vas?", le preguntó Genaira. El animal pegó un respingo y se escabulló. "¿Quién está ahí? ¿Qué es lo que se mueve?", me preguntó. "Es sólo un gato, un pequeño gato". Genaira avanzó hasta el tercer asiento, lo miró detenidamente y espantó un mosquito. Entonces, sin hacer caso de mi presencia, se dirigió a tía Aleja: "Ha sido un golpe muy fuerte, una verdadera contrariedad. Atracó el Anita Barthe y ahí nomás le prohibieron zarpar. Debemos contratar una lancha, cualquier cosa, para ir a Murtinho. No queda otra." Su entusiasmo fue creciendo en la medida que cerraba la boca con una especie de beso que contradecía sus palabras: más bien era un gesto de asco, de disgusto. Se dejó caer sobre el asiento. Se oyó un suave sonido, como algo que se desinfla. Tía sonrió.

-A la pucha, hasta los almohadones pedan-, dijo.

Ahí mismo se redujo a un extraño mutismo, se limpió la nariz. Al sacarse una pequeña excrecencia, la contempló en la punta del dedo con verdadera unción. Acarició descuidadamente el brazo del sillón, pero fue evidente que depositó allí lo extraído de la cavidad nasal. Luego se examinó las uñas. -Muy bien, asintió. Como si estuviera admirando el trabajo de una manicura. Se miró una mano, después la otra. Pareció satisfecha. Dijo: —Nei.

La música explotó dentro de una gran burbuja y se apagó en un soplo, agotada. Me levanté, fui hacia la ventana iluminada con sus figuras en continuo movimiento, sombras chinas; me pregunté qué había allí y cuál era la razón de ese alboroto. Fue cuando llegó Guana trastrabillándose y en un jadeo cayó desmadejada, totalmente gris. El sillón la recibió con idéntico aventado resuello. Traía los zapatos hechos mierda. Los sacudió uno contra otro. No convencida, se sacó uno de ellos y lo miró. Hurgó con el dedo buscando algo en su interior.

-No doy más. Qué facha tengo-, resopló.

Llevaba el maquillaje derretido, manchándole el borde superior del vestido. Apantallóse con una mano y con la otra desprendió la redecilla que daba forma a su cabellera. Un suave temblor se le instaló en los párpados. -Cruzar la calle, ahora, es una osadía, Genaira. -Sí-, musitó la susodicha. -Sí, sí, ya no es como en nuestros tiempos-. Con el dedo índice levantó una gota de sudor que estaba a punto de caer, y se la llevó a un pañuelito que colgaba del bolso. --Para más - continuó Guana-, una no puede correr con esta falda; entre ciclistas, carros, vacas y caballos. ¡ Ah! Y los niños con patines y el aro. Encontré a uno de estos pibes, el hijo de Plenaz, enorme. Tan inquieto como siempre. Ha crecido tanto desde la última vez. Dicen que ellos están contra nosotros. ¡Pobre chico! -Se compadeció Aleja. -Sus papas acaban de partir. Lo han dejado solo con la sirvienta. Siguió Genaira. -¿A vos, eso, no te es extraño? La ciudad está que arde de rumores. No es ciudad para dejar, ahora, un niño desamparado. Apenas debe tener catorce años. Concluyó con una especie de flatulencia, sacudiéndose los muslos y luego la cara con las palmas de las manos, en un juego de espantar el calor o los mosquitos,

A continuación se metió dentro de mi cabeza una bullanguería, un ir y venir de frases, una suerte de incomprensibles palabras. Ruidos que, de tan molestos, abarcaban desde la parte frontal hasta la raíz del pelo. Por entre los árboles se abrió una luz instantánea y luego un profundo estruendo invadió la galería. El relámpago apagó las luces. Los rostros aparecieron de pronto desfigurados, blancos, hechos de tiza y humo. Tía Aleja dispensó una sonrisa, alargó su miaño y me tocó la frente, dijo no, con la cabeza. -¿Cuántos son? -preguntó, -Dos niñas y dos varones - contestó tía Aleja. -De otra manera tendrán que continuar en lo de mamá añadió. (Aunque, en honor a la verdad, mi Abuela era su hermana mayor). -Ay, che Dio -cual una jaculatoria repitió tres veces.

-Ni Dios es tuyo ni te va a oír, -Le zampó Genaira.

Sobre Aleja, toda almidonada, con su perfume de jabón Lux y sus talcos, cayó otro espeso silencio. Entre los pliegues de los párpados y las ojeras empolvadas, dejó husmear una pequeña bolita negra, un agujerito.

- Aseguran que están llegando-, dijo, Genaira lanzó una risa nerviosa, poniendo la boca redonda como tosté de gallina. Repitió varias veces un sonido gutural inentendible. -Sirvan el té, ordenó. Una sombra tomó el pedido y se dirigió hacia el fondo, modulando un suave murmullo desde una raya oscura, fabricada de un tajo bajo la nariz. De la ventana iluminada desaparecieron las figuras y las voces. -Che memby, me suplicó Genaira, anda a jugar al patio.

No fui al patio. Las veces que debía desaparecer, desaparecía de veras. En un santiamén estaba instalado en el templo que me permitía sentarme en una de sus esquinas y contemplar el paso de la luz sobre los objetos y el piso. Esa quietud desplazándose tranquilamente, bajo la ausencia de todos los ruidos y de todos los silencios, me daba un cosquilleo en la barriga. En medio de ese aire con sus puntos brillantes suspendidos en la franja de sol atravesando el espacio, y que al menor movimiento danzan y ascienden, uno se imaginaba figuras diferentes, diálogos y situaciones, a veces algo mortuorias.

Antenor se acercó: -¿Estás huyendo?

-No – respondí. Vine para estar solo.

-Es el mejor lugar -afirmó sin mirarme.

-El aire está muy raro.

-No lo creas, adujo. Sólo que lo ves así por el humor. Cada quien mira el paisaje desde su propio ojo.

Lo que es verdad. A veces mi destino era al oeste. Estaba allí el río abierto a la intemperie más absoluta del agua. Su corriente entre esas dos márgenes inventa espejismos azules. La orilla llena de guijarros engarza un camino de piedras infinitas.

Allí, en ese torrente inmenso, discurre la sangre de la tierra hacia el mar. Mar en sí mismo, este río es apaciguador o tormentoso; atrae los truenos arrastrándolos hacia el fondo en tanto que los rayos hunden en su corazón acuoso su flecha enceguecida.

Este lugar abierto se contraponía al otro, cerrado, lúgubre, disponible para mis correrías. El del contacto con el aire, ese espacio transparente y fluido, y ese otro, con sus altas paredes, su techumbre oscura, sus murciélagos y su ahogada lobreguez, me sumía en un sopor de muerte.

Al salir, pude distinguir una sombra en el último canto de la cuadra. Una persona desconocida se detuvo allí un rato; se demoró un minuto antes de doblar. Un rápido movimiento y desapareció. Se le oyó correr hacia Curupayty con un brazo alargado para establecer un equilibrio o tratando de perseguir un objeto volátil Al llegar al Correo se hizo humo. Era un humo de color violeta, con un aroma extraño, de pólvora y aceite de motor quemado; se diluyó muy pronto, espantado por un reguero de insectos que pululaban en los círculos luminosos de las esquinas. La sombra de un brazo se dibujó sobre el muro, unos alargados dedos, unas manos pantallaron un rostro inexistente.

-¿Eres dueño de la palabra? -había expresado Antenor, Yo me atuve a mirarle atentamente.. De algún modo no debía hablar para responderle. También era necesario ser dueño del silencio.



De carne a agua

de piedra a sangre,

el fuego continúa debatiéndose.

Poblando los intersticios,

vaciando la sombra.

El temor se pregunta.

No puede concluir

la quemazón del día.

Lleno de dudas

se acopla en lo oscuro.

El sol manteniéndose

con todos los soles

a la caída de la noche.




LA  PARTIDA

Al sonar el teléfono, tío Adolfo dio cuatro vueltas a la manija antes de alzar el tubo y contestar bajando el tono de la voz. Yo me senté en un banco del jardín y me até los cordones que habían quedado sueltos, colgando a los costados. A través del viento se escuchaba cada tecla del piano arrastrando su sonido en el fondo del silencio. Venía del frente, de la casa de Nelly. El ensayo repetido de la misma pieza. Tío Adolfo cortó la comunicación y corrió a la casa de Abuela. En medio de la música, cada palabra suya semejaba un corte hecho a sablazos. A renglón seguido salió de la casa atravesando el patio en sentido inverso.

-No es una despedida-dijo.

Las palabras sonaban apresuradas, fabricadas de piedra, cortadas por pequeñas pausas. Ordenadas una después de otra, en fila, en un juego de dominó de tabletas negras, de luto.

Tía Helvezia preparó la mochila. Tío Adolfo se enrolló una frazada al cuello. Salió a la calle. Adela, su vecina cruzó la calzada y lo abrazó. Alguien le gritó: -¡Victoria! -Tío alzó el brazo y sonrió.

Vi que, con pasos largos y decididos, dobló la esquina del Correo. Tía Helvezia se refugió en su dormitorio. Sus ojeras se acentuaron tomando un ligero tono liláceo.

Nelly, la vecina de enfrente, la del piano, me trajo el libro “las mil y una noches”, marcó con un señalador el cuento de las odaliscas, el del muchacho desnudo, escondido dentro del ánfora, el de la cabellera del genio y el hada de las estrellas doradas. Por supuesto tomé gustoso el libro pero no le presté la atención que de alguna manera me demandaba. Hojeé el libro sin mirarla. Nelly dejó caer estas extrañas palabras: -Soy inmune a tu desdén-. Frase que, según supe, oyó proferir a su hermana y la remedó perfectamente en esa ocasión.

Cruzó la calle sin volver la vista y se metió en el portón de su casa.

Tía Aleja dijo ese día que éramos víctimas de un error de cálculo. Yo seguí con el libro; no había forma de detenerme. La música era una flauta encantada y la luz emergía de la lámpara de Aladino.

Percibía en mí una vana pretensión de apartarme de lo circundante. De acceder a un nirvana, un Murtinho propio, escondido en la última habitación de una casa destrozada. En el naufragio inminente, con el tablón flotante sin poder decidir qué cosas rescatar, me perdía en un mar de páginas, en las pequeñas letras de los cuentos.

La partida de tío Adolfo sumió a la casa en un pedazo de témpano. A la hora del almuerzo nadie ocupó su lugar. Comíamos sin hablar. Y eran muchas las veces que tía Helvezia permanecía en su habitación. En cuanto la Abuela abandonaba la mesa, nosotros iniciábamos la guerra de la miga de pan.



 

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