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ESTEBAN CABAÑAS

  HUMO SOBRE HUMO, 2006 - Novela de ESTEBAN CABAÑAS - CARLOS COLOMBINO


HUMO SOBRE HUMO, 2006 - Novela de ESTEBAN CABAÑAS - CARLOS COLOMBINO

HUMO SOBRE HUMO

Novela de ESTEBAN CABAÑAS

Diseño de tapa:

OSVALDO SALERNO

Obra: “LIBRO FORRADO DE PIEL”, objeto, 1996

Colección del artista.

Arandurã Editorial,

Asunción-Paraguay 2006

 


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ESTEBAN CABAÑAS (CARLOS COLOMBINO)

(Enlace a datos biográficos y obras

en la GALERÍA DE LETRAS del

www.portalguarani.com )

 

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- I -

 

Un paisaje extendido bajo la ceja del viento que oculta la línea líquida, sumergida en el verdor, encerrado en sus tres costados, eludiendo la dirección de los vientos fríos y las tormentas eléctricas. Allí, en ese cañadón, está mi casa, instalada en medio de un conjunto de árboles reducidos y piedras rojizas. Rocas de un lecho hídrico, cantos rodados y poliedros superpuestos en una innumerable sucesión de barras, una encima de otra sin ninguna cohesión, salvo el apareamiento soportado desde hace millones de años. La casa se fue levantando con los cuidados de no obstruir raíces ni árboles que hundieran los cimientos de esas torres que atravesaban amplios cubos con aberturas, suspendidos en el aire. Un aire claro de vidrios tibios traslúcidos, depositaba sobre el pasto un vestigio de sudor. Los cambios eran constantes. Si el aire cálido se enreda en un eje líquido blancuzco, inmediatamente se enturbia y la bruma se instala al apagarse el fondo de los árboles. Busco siempre a través de la superficie de los cristales la separación de lo exterior. Veo cruzar, así, un lampo entre los cerros, la parte inferior de una luna, y el silencio. Todo el silencio atrapado suavemente en esa ausencia. En el destello del río, que al pasar se borra y alarga una raya azul casi horizontal que cruza el agua. En el patio, asteriscos blancos puntean el pasto. Petunias silvestres. El cielo cae sobre la tierra y las flores titilan. Y en esa pendiente se abre, cruza en un tajo el verde amontonado, en un declive de piedras sosegadas, y lentamente se absorbe una densa tranquilidad que toma la forma de pétalos blanquecinos, estriados, que levanta en el centro un punto de luz. Aquí atravesamos una situación nueva: esa que da la sensación de que otras historias se están gestando en el mismo lugar. Escenas que se abren en una sucesión sin movimiento. Una forma insidiosa de la espera de un acontecer que se conoce de antemano. Algo va a suceder y no acaba de suceder.

Las señales habían estado, sin embargo, a la vista. Durante semanas se ha acumulado alrededor de la casa una verdadera montaña de piedras. Piedras desperdigadas en pedazos ariscos, transportadas por enormes máquinas manejadas por hombres torvos, ausentes de sí mismos. Estos camiones depositaban, con una estruendosa caída, toneladas de material pétreo. Pero aun asediado por ese mundo atronador, cuando ese trajín arreciaba y los detritos y el polvo pululaban, yo me permitía el deseo de apaciguar el temor, atrapar el sosiego, el temblor de las hojas y los ruidos vegetales, mas aquel zumbido de motores instalado dentro de mi propia cabeza no me dejaba respirar. Se hallaba contaminado por un sistema ensordecedor. Sólo leer o hacer largas notas me calmaba el tumulto interior. O la música, que modifica el aire. Enterrado en un cansancio crepuscular, me puse a escribir frente a la tronera que había construido en el dormitorio. Luego de trancada la puerta de un tirón bien dado y bajo una iluminación exigua, me iba cerniendo en esas elucubraciones frívolas, cuando oí el timbre. En medio de la oscuridad, el portón difundía una luz inmóvil. Escruté a través del pequeño ojo de buey, y no vi a nadie. Los perros tampoco se dieron por enterados, sumidos en el oneroso sueño de la noche.

Me dejo llevar por esta lasitud nocturna. Desde el sillón de la terraza veo desmadejarse en el cielo una lluvia sosegada de partículas cósmicas. No quise pensar. Aun así escudriñé la entrada. Nadie. No había nadie. No pretendía esperar. La intuición impugnaba cualquier necesaria espera. Las amenazas que recibí durante la semana preparaban una sesión angustiosa. El espacio estaba intacto, casi congelado dentro de esa luminosidad cálida. Volví a escribir discurriendo con la pluma un enorme aburrimiento, buscando en el hilo de la escritura un vericueto interior que se pareciera a esas estrías antiguas que ya no se pueden descifrar. El plano del estanque relampagueó en un centro rojo que atravesó la carretera. Un sonido de motor expurgado en asmático resuello. Otra tonelada de piedra, sin duda.

Me acurruqué en el borde de la cama y tomé un libro. Una novela tediosa, un fardo literario. Me aparté de la lectura con el fastidio y el asco rutinario que acompaña la defecación. Algo vibró en el silencio. Volví a oír el timbre. Esta vez el sonido fue dado con una presión instantánea del dedo índice. "No habrá nadie otra vez", me dije. Y, en efecto, no me molesté siquiera en constatar el hecho. Dejé el libro y apagué la luz. Cerré también la mente y me introduje en una sombra movida por grandes telones o espesos fangos untuosos, dejándome llevar por una ola que deposita en la playa el cuerpo de mi propio molusco.

En el recinto contiguo, la música naufragaba en un mar de lamentos. La música recorriendo escalones en el vacío, adelgazando el tono de melaza calentada por un sol frío. Pero, eso sí, se desplazaba bajo las mantas del sueño con el leve movimiento de peces moribundos y se detenía un rato para regresar en medio de una copa de cristal herida por un badajo o de anillos en un solfeo cada vez más abierto, en cierres sostenidos de pequeños serruchos en el tiempo. Y después, con igual ritmo, solventado por una voz de vientos, un toque de campana en tupidos bosques. Susurros de cuerda entre la niebla. Una nota alta con una frecuencia de pisadas en el timbal oculto. Vientos, ráfagas, algo que se alarga hasta la última oscuridad. No intenté escanciar esa gota final. Pues el sonido giraba repitiendo sin cesar la misma sílaba, el texto era imitado con esa monotonía atroz, constantemente. Y cuando alguna letra se descuidaba, caía en el silencio; entonces, todo retomaba idéntico sendero casi al borde del precipicio convertido en un témpano sumergido.

Sentí encogido el corazón, apretujado; casi un papel arrugado a punto de tirarse al cesto. Esa era la locura, más real que los objetos de la casa. Incluso más presente. Las cosas que anuncian un destino aciago suelen diluirse en el espacio. Pero lo que se halla dentro de uno aparece como un ahogamiento de piedra.

El piano repetía una misma fraseología en la fatiga del pentagrama; un sonido que se desprende y empuja a otro descendiendo cada vez más abajo hacia esas sesiones de vigilia, en las que la cabeza apenas puede mantenerse enhiesta y se adormece y se inclina sobre el pecho doblegada por compases que el canto arrastra hacia el vacío.

Entonces el témpano, que no había cambiado de lugar, comenzaba a derretirse inundando la casa, inundando el pastizal más allá de los vidrios y los reflejos cambiantes de las hojas. Y las luces sobre el río, luces que trepan la línea ondulante de los cerros, repitiendo en un Amarcord petrificado su paso deslumbrante.

Y de nuevo el timbre. Despegado de la presencia de la música. Un timbre irreal. Que busca ocultarse en otra cosa. Quizás en un instrumento de algún poema o una sonata. Porque, además, reniega de esos otros ruidos. No hay manera de sofocarlo sin aferrarse al sueño, tabla de náufragos. De pronto, pude escribir estas frases como conversando con las sombras:

"Sabrá usted que no pude conciliar el sueño. Me arrimé al vidrio que disponía dentro del amplio espacio un escenario espectral: al fondo, el portón de entrada que aún con su luz, la cual no se extinguiría hasta el amanecer, establecía una suerte de imagen carcelaria; corría, movido por un motor a control remoto, pero en ese momento permanecía inmóvil". Se había convertido, con sus barrotes paralelos, en algo tenebroso. Un perro blanco a la izquierda. Otro, marrón, en el extremo sur. De allí surgió una figura gris que lentamente avanzó hasta ponerse debajo de esa claridad suspendida. Se intuía un ir y venir de esa muchedumbre que trabajaba en los muros de los cuatro costados, un hormiguero de rostros sin rasgos precisos. Se les habían borrado las caras y por un agujero emitían un carraspeo gutural.

Alguien dijo que el tiempo no es lineal y que se halla en una suerte de capas aisladas. La una desconoce la existencia de la otra, y a través de un contacto, la presión exhuma las últimas señales de los recuerdos. -Hay canales -me dije- en cada lugar del tiempo. En ese momento apareció una figura humana totalmente azul. De un azul acuoso. Tocada por algo trasparente, produjo con su mano derecha la aparición de círculos concéntricos multiplicados sobre el cuerpo de un hombre torturado. Un cuerpo que emergió de la tierra, casi vomitado a través de una rajadura.

Arriba se agregaron ventanas. En una de ellas apareció un reloj callejero, el enorme pico de un tanque biselado emergiendo detrás de la floresta y también un mórbido cráneo bajo un fascinante juego pirotécnico. Algo que suele suceder en los sótanos de la fiebre.

Pero todo se apagó después. Decidí salir al patio en la oscuridad total; avancé hasta el portón. Vi aparecer frente a mí a un militar. Lo supe más por el tono de su voz que por lo que tenía puesto. Era alto, de torso corpulento, amplio, semejante a esos juguetes de plomo. De su boca colgaba un labio inferior muy desarrollado hacia abajo, gordo con aspecto repugnante. Dijo: "Tendrá que abandonar su casa". "Sé -al observar mi casa actual- que no se trata de esta casa en la que vivo ahora y que yo, como interlocutor del personaje, me había convertido en mi padre". De alguna manera, en un camuflaje del rostro de mi padre. Una cosa que advierto cada mañana al mirarme en el espejo. Cada día voy acercándome al rostro de mi padre y en ese instante que estoy frente a la reja, ya soy mi padre, el rostro de mi padre muerto. El militar no espera la respuesta. Exige una acción determinada. "Esta casa nos la regaló mi cuñado, no tengo derecho a disponer de ella". Me oigo decir con la voz de mi padre refiriéndome naturalmente a la casa familiar antigua. "Usted no va a disponer nada. El que dispone aquí soy yo". Lo miré: "Déjeme consultarlo, Coronel", dije, más para tomarme un tiempo que para pensar sobre el asunto. El militar a quien le di el rango de Coronel por las preseas que llevaba no tendría más de cincuenta años, se despidió con brusquedad. "Mañana espero tener la casa vacía", dijo. El traste que surgió al darse vuelta era inmenso, cuadrado, cubierto por una prolongación de la chaqueta cortada por un tajo. Se ilumina el espacio y es el día siguiente. Una adolescente rubia de la cuadra vecina llamada Leonor contó que ese Coronel le compraría esta casa. "La quiero para mí sola", lo que me obligó a imaginar la casa de mis padres. Esa casa construida detrás del recuerdo. Julia, que era una de mis hermanas, al enterarse de semejante situación, enfrentó a todos con la furia de mil demonios. O sea, enfrentó a mi padre. "¿Qué significa eso de vender la casa?", gritó. "Si es por darle gusto a ésa me corto el cuello. No me importa ese Coronel ni su pretendida". Se trataba pues de Leonor, la chica de catorce años, al gusto militar, rubia, de cabellos lacios, desparramados sobre los hombros. Era la querida del Coronel. Decir querida es un pleonasmo, una forma sarcástica que la realidad introduce en esos vocablos.

Ella tenía, sin embargo, una forma de ser que animaba el deseo. Una natural picardía le afloraba en la boca, en la que jugaba un brillo resbaloso que aludía a fruta, a carne dulce, de donde no había que esperar ninguna inocencia.

El militar la visitaba a menudo y en esas trasnochadas visitas cerraba las calles con sus guardias, de tal modo que uno debía aguardar a que todo terminara para llegar a casa. En otro lugar, detrás de la verja, se puede distinguir una habitación miserable donde el militar procede a tapar los ojos de la niña que miran un espacio vacío mientras el hombre escarba brutalmente en el pozo infantil de su entrepierna la raíz de su deseo, al que ella no responde como él quisiera.

-El deseo es la forma de anunciar el placer. Su consumación, sin embargo, es poco plausible y desabrida. Ni siquiera adopta en el ansia la necesidad, salvo el fastidio y la parquedad. Algo que debe obviarse.

Más tarde, la jovencita se acercó a Julia, camino a la iglesia. Dijo muy quedo: "La verdad, estoy buscando otra casa mejor". No se sabe si para tranquilizar a Julia o porque algo de la casa no le pareció de su completo gusto.

Julia, que en aquella época tendría la edad semejante a la de Leonor, apresuró el paso, no fuera que se le escapase la palabra inoportuna atrapada en su garganta, con unas ganas tremendas de escupirla. Se sentía repleta de todos los vientos de la furia. Fantaseó aplastarla de un sopapo. Con un rayo, con el picaporte, con el mazo del mortero. Todavía le vinieron ganas de mover el culo o gritarle: las uvas están verdes. Las represalias vinieron enseguida. La primera fue la desaparición de mi padre. Un día no volvió del trabajo y no se lo vio más. Otra consistió en apresar a Mario, mi hermano. El acto se presenta con la vaguedad de una fotografía opacada. Al cruzar la esquina, un policía echa a Mario de una zancadilla. Otro, con un alambre, le azota la espalda que se le llena de rosetones de sangre. Corre sobre el borde de la vereda seguido del policía con su rebenque de púas. No se detendrá hasta encerrarlo frente a la comisaría, en un patio cuadrado de tierra apisonada que huele a orín. En medio del corralón, arremeten contra él a la mañana y a la tarde siempre a la misma hora, días enteros con el sol que sale y se pone, en igual simetría para acercar en el aire un manual aritmético alimentando extrañas constelaciones. Aquí la escena se va desdibujando.

En ese momento llegó hasta la verja un hombre vestido de negro. Me entregó un sobre. Un pequeño sobre blanco que llevaba mi nombre conteniendo dentro una advertencia:

"Renuncie a imaginar el pasado". Escrito en letras de imprenta sobre un papelito cuadrado que había sido manoseado hasta el cansancio.

Regresé a casa caminando muy despacio. No quise pensar en el papel que acababa de recibir. Ni en esa amenaza. Tampoco me percaté de lo que estaba sucediendo. Ni siquiera levanté la vista para observar el rostro del emisario. De todas maneras, no lo hubiera reconocido. Algo anónimo en la oscuridad que se desvanece prontamente. Sentí que la ausencia de respuesta me otorgaba cierta libertad. Eludiendo la relación espontánea; imponiéndome un mirarme hacia adentro; llevando los ojos hacia atrás, no al pasado que ya no podía modificarse sino dentro de mí mismo, a fin de encontrar las piedras que me podrían devolver al camino.

Apuré el paso. Una forma trapezoidal de luz me acompañó anticipándose a mis pisadas, recortando su recorrido hacia una profunda ensenada. Pude esquivar esa insinuación, enfrentarme a ese plano lunar que se hallaba derramado sobre el pasto. Encontré la puerta a ciegas, tanteando el aire.

La música no había concluido, aún reptaba por el interior de la casa, en un suave filo, deshilachando una bruma extraña que imponía desde adentro un repetido suspiro. Afuera, el picar de las piedras, con ese retumbar insistente, acabó por inundar el tiempo.

 

 


 

ENLACE EXTERNO A LA EDICIÓN DIGITAL

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 HUMO SOBRE HUMO

(PDF 502 Kbytes)

Edición digital: Alicante :

BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2009

N. sobre edición original:

Edición digital basada en la de [Asunción (Paraguay)],

Editorial Arandurã, 2006.

 

 

 

Para compra del libro debe contactar:

ARANDURÃ EDITORIAL

www.arandura.pyglobal.com

Asunción - Paraguay

Telefax: 595 - 21 - 214.295

e-mail: arandura@telesurf.com.py

 

 

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