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ESTEBAN CABAÑAS

  EL SERRUCHO CALVO - Cuento de ESTEBAN CABAÑAS


EL SERRUCHO CALVO - Cuento de ESTEBAN CABAÑAS
EL SERRUCHO CALVO

Cuento de ESTEBAN CABAÑAS
 
 
 
 
EL SERRUCHO CALVO
 

Se sentó frente a la mesa. Larga, oscura, como un enorme ataúd. Era una mesa para 24 personas, cuyos bordes estaban tallados con cabezas de querubines y alas de terciopelo. Subió los ojos hacia el techo: una araña de 40 focos se derramaba desde el cielorraso inundando el recinto de una luz pegajosa, amarillenta y opaca. Detuvo, al bajar la mirada, la cabeza en dirección al cristalero donde se amontonaba la vajilla para las diarias cenas que realizaba en los 365 días del año, sin parar, sin detenerse, eligiendo los comensales, los platos, los manteles, las copas, flores y adornos que lucirían cada noche, cuando a las nueve en punto llegaban los invitados. Siempre inventando algo para distraerlos. Una música nueva; algún cuadro, un invitado bufón que los motive; alguna señora reventadísima pero que aún conserve los dientes. De todas maneras ese aburrimiento era algo acompañado; pero Roque -el dueño de casa- sabía que todos ellos venían para ver qué nuevo objeto se exhibía en la casa, qué comidas se degustaban, qué nuevos enseres eran presentados sobre la mesa; sabía que al terminar el acto de comer, cada uno corría a despedirse, abandonándolo a esa soledad sin eco, en esa mansión de ridículas habitaciones llenas de estatuas, alfombras, muebles antiguos, cuadros y porcelanas.

Esa mañana Roque había leído en el periódico que las cosas iban a congelarse en una situación estacionaria, y esta frase le recorrió la cabeza danzándole circularmente y se sintió mareado. En las últimas páginas vio una nota que hablaba de un hombre de la Chacarita, que al no tener nada que dar de comer a sus hijos había serruchado la mesa en dos y la había poco menos que pulverizado.

Apoyó los dedos juntos sobre el borde de esta mesa cubierta con un paño de color limón claro. Hizo los toques de una antigua música. Incluso la puso a flor de labios. Entrecerró los párpados, se mezcló en esa casa laberíntica, hecha de añadidos, vericuetos, una casa construida sin orden, sin ganas, remendada como la prolongación de su propio cuerpo. -¡Rafaela!- llamó.

La chica se presentó al instante. Era la misma forma que el patrón la llamaba todos los días, a la misma hora, a fin de ordenar menú, vajilla, manteles y mozos, así como el tipo de flor para el centro de mesa.

Rafaela lo miró. Hoy el patrón aparecía más alegre, casi se podría verlo despreocupado en cuanto a los detalles.

A Rafaela le pareció muy extraño que no hablara del menú y que redujera la lista de invitados a 12 personas.

-¿Y la comida?- preguntó Rafaela incluso a pesar de sí misma.

-La encargaré afuera- le contestó.

Esto acentuó la perplejidad de la empleada, ya que lo que se daba de comer en esa casa era minuciosamente planeado, elegido con sutileza y presentado en una forma tal que era difícil encontrar todo eso aun en lugares especializados.

Al salir Rafaela oyó que la volvía a llamar:

-Traéme el serrucho de mango corto- le dijo.

Roque había pensado todo el día en el menú apropiado para esa noche. Primero recordó un plato de Bahía, con camarones, choclo, arroz, pasas, contenidas en mitades de piñas aromáticas. Se detuvo en un aspic transparente que le habían servido en un restaurante de Túnez. Sintió el olor de carnes salvajes, adornadas con frutas dulces y perfumadas de la India. O un salmón ahumado de Lyon, con peras en almíbar. Un postre como el que preparaba Ña Clemencia, la almacenera de Perú y 22 de Setiembre, hecho a base de huevos y dulce de leche, que había probado el día que se le descompuso el mercedes justo frente a la despensa en una hora inapropiada para la abstinencia.

Todos estos manjares aparecían ante la vista de Roque, verificando su absoluto desinterés a pesar del despliegue de exquisitos platos y postres de su imaginación.

Rechazados -más por esa displicente forma del hastío que por una reflexión demorada y criteriosa-, el espíritu de Roque elabora otras cosas, otras cuestiones.

A las seis de la tarde serruchó la mesa en dos. Mandó que una mitad se instalara en el cuarto de música donde se ubicaría el buffet. La otra quedaría en el comedor siendo pulcramente alhajada por Rafaela, que la cubrió con cierto sentido púdico con un gran mantel, de tal manera que se ocultara la parte serruchada. Se pusieron los platos de borde azul, los cubiertos de plata, las copas de cristal de Fernando VII. Presidió en el centro, una mujer de peltre que derramaba flores en una cesta. Roque colocó en cada sitio la tarjeta con el nombre del invitado. Si Rafaela se hubiera molestado en leer se habría percatado de que su patrón no figuraba en esta distribución de lugares.

A las siete, Roque se metió en el baño. Se entretuvo en la ducha más de media hora de tal forma a repasarse varias veces y liquidar todo resto de olor o posible excrecencia.

Al terminar el baño se dirigió a la sala de música donde había dispuesto previamente todos los elementos para el buffet.

Se tendió sobre un lujoso mantel, y con cierta sabiduría no exenta de pudor comenzó a untarse el cuerpo desnudo con todas las salsas, los jamones, el caviar, las fruslerías que eligió del refrigerador. Oyó el timbre de la puerta indicando la llegada del primer invitado. Tomó las pastillas que había depositado sobre el piano. La ceremonia de tragárselas le pareció muy larga. Sintió pena de no presenciar la sorpresa de sus invitados al servirse la cena.
 
De: PANORAMA DEL CUENTO PARAGUAYO
 
(Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 1986.
 
Prólogo de Elbio Rodríguez Barilari)

 


Ilustraciones: CATITA ZELAYA EL-MASRI

Intercontinental Editora,

Asunción-Paraguay 1999. 433 páginas.

 
 
 

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