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SUSANA GERTOPÁN

  TODO PASÓ EN SETIEMBRE - Novela de SUSANA GERTOPÁN - Año 2019


TODO PASÓ EN SETIEMBRE - Novela de SUSANA GERTOPÁN - Año 2019

TODO PASÓ EN SETIEMBRE


Novela de SUSANA GERTOPÁN

 

Editor: EDITORIAL SERVILIBRO

ISBN: 978-99967-931-9-6

Descripción: 267 páginas; 21 cm

Año: 2019

Asunción - Paraguay

Libro Paraguayo

 

 

Novela donde la autora plasma todas las vicisitudes propias del exilio, las relaciones familiares, la melancolía, y la observación del mundo a través de la búsqueda de una mujer que quiere reconstruir su historia y la de su familia.  

 

 


 

TODO PASÓ EN SETIEMBRE

(Fragmento de la novela)

Capítulo 7

-¿Y Jacobo?

Cuando el zeide terminó de formular la pregunta, todas las miradas se entrecruzaron, menos la de mi baba. En ese momento ella tomó con el tenedor uno de los varéniques y lo llevó a la boca como si estuviera sola en la mesa, o no hubiera oído aquella pregunta.

-¿Hace frío hoy? ¿No tienen un saco?

-No hace frío papá– le respondió mi madre.

-¿Y Jacobo?

Entonces el tío Elías intervino.

Tote! ¿Por qué preguntas por Jacobo?

-Porque me escribió una carta y ella, señalándome con el dedo, no me quiere dar, me esconde.

-Yo no tengo ninguna carta tuya, zeide.

Pero el abuelo continuó insistiendo. Repetía una y otra vez aquella queja.

-Jacobo me escribió una carta, y yo quiero esa carta, y nadie me da.

-No hay ninguna carta –dijo mi madre.

Entonces el abuelo la miró, y no volvió a preguntar ni a hablar. Había retornado a su estado de olvidos, extraviado en su laberíntica memoria. De nuevo se encontraba atrapado en el vacío, en un presente sin historia.

La baba no agregó ni una sola palabra, ni siquiera me miró, en realidad a nadie, continuó comiendo sin inmutarse mientras yo sentía por primera y única vez su rechazo.

Estábamos en pleno verano. Diciembre se presentaba como siempre, caluroso. Me encontraba contenta, época de vacaciones, de festejos, de ir al club, nadar, tomar sol. De caminatas por la costanera a mirar el río en días luminosos. Las noches eran claras, el atardecer se prolongaba en las copas de los árboles, en los tejados. Mientras, en los patios, la luna se reflejaba radiante, cómplice de serenatas. Las casas olían a jazmín y las veredas a flor de coco. Disfrutaba ayudar en casa de Marianita a desenvolver las figuras de barro que iban en el pesebre, también a armar el árbol de navidad, colgar las guirnaldas, las estrellas de cartón y la purpurina, focos multicolores cuyas luces guiñaban igual a ojos incandescentes. Y aunque los judíos no celebráramos dicha festividad, igualmente me sentía parte de ciertas costumbres del Paraguay.

De niña, cada cinco de enero yo dejaba en casa de unos vecinos mis zapatos con la intención de recibir algún obsequio; ya de adolescente, abandoné esa tradición, pero adquirí otras como ir a las kermeses en diferentes iglesias, colegios, o escaparme a reuniones que mis padres me prohibían ir porque sabían que me encontraría con el noviecito de turno. Me encantaba transgredir los mandatos impuestos por ellos sobre todo cuando no estaban bien fundamentados y para encubrir aquellas desobediencias estaban Azucena y Marianita, mis fieles compinches. También durante esos años se había decretado en el país el estado de sitio, existían persecuciones, prisión y tortura para los que se rebelaban, a todos los que manifestaban sus “ideas subversivas”. Por ello, la preocupación de mis padres no era solamente que me escondiera para ir a un baile, o a encontrarme con algún joven, sino que formara parte de estos grupos. Mi papá siendo profesor de la Cátedra de Clínica Médica en la facultad de Medicina estaba al tanto de los movimientos rebeldes porque en esa universidad, funcionaba un centro de estudiantes que activaba contra el sistema político.

No debíamos olvidar que estábamos gobernados por un régimen despótico. Vivíamos bajo una dictadura.

Aquel día íbamos caminando Marianita, unas vecinas y también Joaquín por el centro de Asunción. Los sábados a la mañana nos reuníamos algunos amigos en una cafetería conocida, eran muy agradables esos encuentros, a veces llegábamos hasta la costanera, o nos quedábamos a comer empanadas en algún bar o sencillamente recorríamos las calles a modo de diversión, pero de pronto aquella mañana se escucharon unos silbatos, también disparos y gritos. Miré a mi alrededor. Era la policía montada que perseguía a un grupo de jóvenes.

Permanecimos juntos aterrorizados y curiosos por ver qué pasaba, pero de pronto Joaquín comenzó a gritar y a insultar a los represores; entonces se acercó un par de policías a golpearlo con cachiporras. Por suerte dos jóvenes lo ayudaron, y finalmente los tres consiguieron escapar de aquella golpiza, pero en la vereda habían quedado manchas de sangre. Marianita y yo permanecimos quietas, tomadas de la mano. Cuando la gente comenzó a dispersarse regresamos a toda prisa. Apenas entré a mi casa fui directo a buscar a la abuela. Pasé por el zaguán, caminé por el corredor largo de baldosas negras y blancas. De un lado de aquella galería estaban los dormitorios y del otro, un pasillo angosto que también comunicaba a la calle. Atrás del patio se encontraba el baño, la cocina y la pieza de Azucena. Y por último, solitario, estaba el cuarto de mi baba como desprendido del resto.

Me sorprendió encontrar su puerta abierta, como si me estuviera esperando.

Ella estaba cosiendo y escuchando música.

-Hola, baba.

Movió el dial de la radio para bajar el volumen.

-Hola, Freidele. Volviste temprano, ¿qué pasó?

-Hubo una manifestación en la calle, sentí miedo, la policía se encontraba reprimiendo a un grupo de jóvenes en la explanada de la Catedral, por eso todos volvimos.

– El país no se encuentra en un momento muy tranquilo, toda Sudamérica está en manos de gobiernos de derecha, militares, hay que cuidarse, sobre todo ustedes, los jóvenes.

¿Cómo fue tu adolescencia, baba?

Ella levantó los pies del pedal y los apoyó en la baldosa. Se sacó los anteojos, miró la pared y me dijo:

-Triste, lo que acabaste de ver en las calles es muy penoso, nosotros vivíamos a diario persecuciones, represiones. Acá el frío no es desalmado como lo era en mi ciudad. Había días que no teníamos para comer ni con qué abrigarnos, no disponíamos de medicamentos, además del miedo que padecíamos. Entonces, los soldados cuando encontraban a algún judío en la calle lo mataban sin ninguna razón o lo castigaban sin piedad; podía tratarse de jóvenes, mujeres, ancianos, niños, total para ellos era igual, lo único que les importaba era “matar un judío”.

-¿Y tu familia?

-Ellos también sufrían. Ser judío allá y en esos años era muy difícil de sobrellevar.

Los pies de la baba de vuelta comenzaron a pedalear. Y ella, dejó de hablar.

-Cóntame, ¿cómo fue tu vida en Vilna?

No respondió.

Continuó cosiendo.

Me acosté en su cama y miré el techo, también en silencio. Me sentía igual a un ladrón aguardando el castigo por haber cometido un delito. Yo estaba ahí resignada a escuchar la reprimenda de mi baba por haber tomado sin permiso la carta, el boleto y la fotografía. Aunque tampoco tenía la certeza que ella se hubiera dado cuenta de aquel robo. No porque el zeide haya nombrado a Jacobo ella tendría que descubrir mi travesura, aunque no se trataba del juego de una niña, sino del capricho y del enojo de una adolescente tras un ataque de celos.

Estaba aguardando el momento en que ella me manifestara su enojo. De pronto se oyeron unos ruidos extraños que llegaban de la calle. Era la sirena de la camioneta de la policía. Entonces mi baba se levantó de la silla y se acostó a mi lado.

Baba, ¿qué está pasando?

-No sé, debe ser que la policía está buscando a alguien.

– Me da miedo lo que pueda pasar.

-Ya no depende de vos ni de mí lo que vaya a pasar.

-¿Quién fue Jacobo, baba?

-Mi marido.

-¿El papá de mi papá?

-Así es, Freidele.

Escondí las manos debajo de la colcha. La miré. Su rostro reflejaba serenidad.

Baba! Te diste cuenta, ¿verdad?

-En esa carta él me contaba que ya había comenzado la guerra. Que Shimon y él nos extrañaban mucho, a tu padre y a mí. Que ya se encontraban dentro del ghetto.

-Pero no fue eso lo que me leyó el zeide.

– ¿Él te leyó la carta, así como estaba escrita, en yiddish?

-Primero la leyó en yiddish y luego la tradujo.

-¿Y qué decía la carta según tu zeide?

-Hablaba del frío, del hambre, dijo algunos nombres que yo no conocía, y que en la calle había muchas frutas, y que Jacobo estaba en una fábrica. En realidad, no era muy claro su relato.

La baba me acarició el pelo y rio.

-Ah, sabés mi tesoro, aquel boleto era de una entrada al cine, y en la foto está mi familia, fue durante un pesaj, el último que pasábamos juntos.

-¿Quiénes?

-Mis padres, mi marido y mis hijos. En esa fotografía tu papá aún no había cumplido el año y Shimon tenía tres añitos.

-¿Y después qué pasó, baba?

– Luego, tu papá y yo nos escapamos de Vilna.

-¿Solo ustedes?

-Sí. No le conté a nadie del viaje.

-¿Por qué, baba?

Permanecimos acostadas, en silencio, mirando las paletas del ventilador dando vueltas y vueltas. Luego escuché mi nombre. Era mi mamá que me estaba llamando. Me levanté y salí del cuarto. Regresé a visitar a mi baba en la noche. La habitación estaba a oscuras y ella se encontraba en un rincón, meciéndose en el sillón de mimbre.

-No prendas la luz, Freidele.

-¿Baba?

-Sí, meidele

-¿Me perdonás?

Se puso de pie y encendió la luz del velador. Volvió a sentarse en el sillón con la mirada puesta en el suelo y sin levantar la vista, me preguntó.

-¿Por qué? ¿Qué tengo que perdonarte, Freidele?

-Que te haya robado la carta, el boleto y la foto.

-¿Qué cosas?

-Las que estaban guardadas en un sobre amarillento dentro de uno de los cajones de la cómoda.

Ella no respondió. Continuó meciéndose, mientras observaba con ojos lánguidos la noche apagada. Noche insomne que acompañaba el trajín de su vida.

Aquel verano, además de haber cometido un robo, me había enamorado.

Por primera vez sentía deseos, quería estar, encontrarme con Vicente. Era ese joven el que despertaba mis ganas de amar.

Cuando mi madre se enteró de mis encuentros con Vicente, además de castigarme, me habló de los peligros del enamoramiento a mi edad, de las consecuencias que podrían acarrearme un encuentro íntimo con un hombre. Me recitó todos los peligros que se corren al tener sexo, comenzando en el desnudo. Recibí amenazas de mi padre; los dos argumentaban que yo era muy joven para tener novio, además y sobre todo porque Vicente no era de la comunidad, que era apenas un adolescente. Sin embargo, cuando le conté a la baba aquel sentimiento, ella me habló de lo hermoso que es amar, que las experiencias íntimas son eso, íntimas, solo se viven de a dos y que a nadie debía confiar mis emociones ni mi sentir, solo debía disfrutarlas. Me dijo que no temiera al desnudo, ni al mío ni al del otro. Que solamente sin ropa uno se conoce.

Luego de un par de días me regaló un libro de poemas de Gustavo Adolfo Bécquer. No llevaba dedicatoria porque mi baba no había aprendido a leer ni a escribir correctamente en castellano.

Poco tiempo disfruté de los encuentros con Vicente, pronto llegaría la fecha de nuestra partida. Se trataba de una determinación, incuestionable.

A pesar del disgusto que la futura mudanza ocasionara a mi madre, de sus permanentes negativas por tener que irnos, abandonar todo, de las miles de razones que argumentaba para evitar aquel traslado, mi padre hacía caso omiso a sus reclamos y continuaba con los trámites para aquel exilio.

Mi madre padecía con solo pensar que debía abandonar a la baba, a su padre, al tío Elías.

Mi hermano se oponía férreamente a ese cambio, los motivos con que justificaba su negativa eran válidos: se encontraba cursando el segundo año de ingeniería, no tenía ninguna intención de abandonar la carrera ni continuar en otra universidad y mucho menos en otro país. Yo expuse mi rechazo por tener que dejar la casa, los amigos, al zeide, que se había puesto muy viejo y con una salud extremadamente deteriorada, al tío Elías y sobre todo a mi baba. No podía aceptar por ninguna razón separarme de ella. Era inconcebible.

Mi padre no escuchó ningún reclamo, ni tampoco quejas. Igual nos fuimos.

Los días previos a la mudanza y los meses que le siguieron fueron para mí los más tristes que recuerdo haber vivido. No entendía cómo mi padre podía abandonar a mi baba. A esa mujer mayor, a su madre que no tenía parientes en Asunción. Ni en ningún otro lugar.

Pero no hubo argumentos que lo hiciesen reflexionar y desistir.

La decisión estaba tomada.

Nunca logré superar aquel dolor, como tampoco la baba consiguió superar los suyos.

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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