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ALFREDO BOCCIA ROMAÑACH

  REMEMORIAS Y SEMIOLVÍDOS - Por ALFREDO BOCCIA ROMAÑACH - Año 2001


REMEMORIAS Y SEMIOLVÍDOS - Por ALFREDO BOCCIA ROMAÑACH - Año 2001

REMEMORIAS Y SEMIOLVÍDOS, 2001

 

Por ALFREDO BOCCIA ROMAÑACH

 

Editorial EL LECTOR

Diseño de tapa: CA´AVO-GOIRIS

Asunción – Paraguay

2001 (85 páginas)

 

 

 

 

INDICE DE CAPÍTULOS

 

1. Bella Vista, Un rincón oculto de la patria

2. La guerra del Chaco. Boquerón. El camión pombero. D. Cristina Marín

3. El río Apa. El paso ña Tuní y los majos desnudos

4. Tradiciones y festejos. Ñatiú y la simbiosis pagano religiosa

5. Una sublevación popular. La ley del Talión

6. La máscara antigás y el soponcio imprevisto

7. Un avión paraguayo. Boletín negro o verde

8. Una operación estratégica

9. El inspector de educación

10. Las galletas con grasa y el vino seco de José T.  Parodi

11. Irrumpe el militarismo

12. 1947 y la ruptura del "contrato social"

13. 1953 y los vampiros del ministerio

14. Mandu’a yma ité guaré. (Añoranzas de un viejo pasado)

 

Glosario de voces guaraníes y modismos locales

 

 

 

PRÓLOGO

 

         Decía el filólogo español Roque Barcia, que «la memoria es una facultad, la reminiscencia, una función y el recuerdo, un estado». Me gustaría agregar «un estado de gracia».

         Conocemos al Dr. Alfredo Boccia Romañach desde hace muchos años y puedo decir, con todo respeto, que siempre ha sido una persona plena de agradables sorpresas. No escapa a quien lo trate con frecuencia, su afición por los libros, por la buena lectura, por el arte: Cada visita a su consultorio, conlleva la gratificación de una charla interesante sobre literatura o historia. A mi esposo y a mí nos llamaba la atención que un profesional de formación científica, dedicado de lleno a una especialidad en la que siempre se estaba actualizando, se interesara tanto y estuviera tan informado de todo lo que se refiriera al ámbito cultural.

         Pero las gratas sorpresas no terminan en sus aficiones sino que continúan en sus acciones. Como resultado de un minucioso trabajo de investigación que lo ocupó por años, lapso durante el cual pudo reunir una valiosa colección de documentos y mapas antiguos, el Dr. Alfredo Boccia ofreció conferencias, textos audiovisuales, y dos enjundiosos libros de historia: Amado Bonpland, Carai arandu (1999) y Paraguay y Brasil - Crónicas de sus conflictos (2000).

         En la presente obra, con el hermoso título de Rememorias y semiolvidos, Alfredo Boccia encara un género distinto y lo hace con singular acierto.

         Si la historia exige un método científico para que la investigación establezca las certezas, la prosa narrativa, por las características del género, tiene otras exigencias. El autor las cumple con habilidad: construye una buena estructura, emplea un cuidado lenguaje, logra la atmósfera de un lugar que existe -o existió- y recrea la acción con densidad impresionista y con verosimilitud. Alfredo Boccia escudriña sus recuerdos y organiza sus memorias, pero deja hablar al corazón. Ese es su mayor acierto.

         El retorno por medio del recuerdo a la región del Amambay y donde el autor nació y pasó su niñez, no es solo un viaje al pasado sino una excursión por la trayectoria de una vida; el mirar hacia atrás, es una aventura más del espíritu.

         Naturalmente, el autor-narrador nos presenta un punto de vista autobiográfico, pero al mismo tiempo se bosquejan muchas historias paralelas, se retratan varios personajes, se describen situaciones no del todo agotadas, que invitan al lector coetáneo a rellenar las ranuras entreabiertas con sus propios recuerdos. Por su parte, un lector ajeno o de otra época, verá en estos relatos un estilo de vida distinto, perteneciente a un pasado tan cercano y tan desconocido, que hallará en ellos una explicación a muchas particularidades de nuestro presente.

         Nada es igual que entonces, porque el decurso histórico concuerda con la misma naturaleza, según su ley inquebrantable, que no es sino la ley del desarrollo biológico con sus cíclicas etapas.

         Aunque en esta evocación de los tiempos de la ingenuidad y la inocencia pudiera infiltrarse cierta nostalgia, no hay tristeza, no hay lamentaciones; todo lo contrario: los relatos son en su mayoría anécdotas alegres, simpáticas, contadas con elegante gracejo y con reflexiones festivamente irónicas. No significa eso que el escritor, ante la pérdida del ayer que ya no existe, adopte una actitud de claudicación resignada. Como tampoco enarbola una protesta rebelde. Por todo el relato transita un justo y difícil balance que el historiador-narrador supo hallar para convertir los relatos en interesantes aguafuertes.

         Como su autor lo advierte en la introducción (una introducción tan esclarecedora que hace innecesario este prólogo) esta obra no es la crónica completa de la etapa inicial del desarrollo de la región del Apa, pero es -nada menos- una colección de estampas que forman parte de la historia mayor, una porción que a veces los historiadores soslayan por no considerarla atinente a la vida política, intelectual, social, moral y económica de una zona.

         En este libro, como Proust que buscaba «el tiempo perdido»; como Hugo Rodríguez-Alcalá que aún hoy anhela recobrar «el país de la infancia»; como Roberto Jorge Payró en su intento por recuperar el alma dejada en su «pago chico», así, el Dr. Alfredo Boccia se asoma a los recovecos de la memoria y nos entrega esta recopilación de instantes furtivos que bien merecen perennidad.

 

         Dirma Pardo de Carugati

 

 

 

INTRODUCCIÓN

 

         Una parte del cerebro del ser humano resiste con mayor testarudez a la esclerosis arterial. Adquirida la titulación de ancianidad, los años han producido huecos en la memoria y descolorido paulatinamente hechos y nombres no demasiado lejanos. Sin embargo, los relumbrones de recuerdos registrados en algún misterioso nicho craneano, proyectan vivamente como en un viejo film en blanco y negro, imágenes nítidas de la lejana juventud.

         Solicitamos la "venia scribendis" para relatarlas antes que se destiñan por completo como las viejas fotografías familiares. Nunca se presenta más claramente la dimensión sobrecogedora del tiempo como cuando afrontamos nuestra infancia desde las sombras de la tarde.

         Son recuerdos de un pueblo con calles cubiertas de verde gramado, el césped bien corto como un campo de golf, gracias a las plácidas vacas lecheras y caballos que allí dormían y pastaban; son instancias de un niño deslumbrado por acontecimientos, a veces pueriles, pero incorporados a su registro mental con la misma energía emotiva de las grandes acciones; son noticias recogidas al acecho de lo poco que podía entender en las tertulias de los mayores, preocupados por la rutina de la vida, la guerra, los cuatreros o el precio del "conto de reís"; son huellas grabadas en piedra en la mente de un chico inquieto y observador.

         Nos preguntamos cómo podemos olvidar con singular ligereza, el nombre de nuestros sobrinos o el cumpleaños de algún compadre, y recordar prístinamente, el tañido del mediodía de la campana de la iglesia o el estruendo del "mortero" de la municipalidad, anunciando las noticias de la guerra del Chaco, o guardar las hazañas del rengo José Morales, el trasegador de caña, o de Juan Ramón, el chalado del pueblo, o el blanco sucio de las barbas de don José Garro, solitario y misterioso anciano que gustaba relatar cuentos de su España natal.

         Es bueno para el alma, soñar con los primeros años de vida, con la gracia de haberlos vivido en plenitud. El hombre maduro intenta valorar con la serena visión de los años, el grado en que esas primeras impresiones ayudaron a conformar su carácter y despertar su sensibilidad. Por tanto, cuando se ha tenido la suerte de una larga existencia, aflora como un imperio instintivo la necesidad de no perder esos momentos casi siempre felices, ya que de los malos, el tiempo se encarga de apagarlos.

         Nadie puede ser ingrato con su pasado ni desperdiciar las dulzuras del recuerdo de sus primeros años de vida. ¿Quién puede olvidar la casona familiar con el embrujo de sus aromas, las voces, los ruidos y el encanto de sus rincones?

         Esta narración es un caleidoscopio de "instantes" mágicos e indelebles, seguramente triviales para el extraño. Si nos produce regocijo evocarlos, tanto más satisfechos nos sentiremos si la lectura de estas líneas pudiera transportar al lector a las lejanas y añejas praderas de su pasado, ayudarle a abrir relicarios de recuerdos, evocar la fragancia de los jazmineros en flor, los amaneceres radiantes y las mañanas soleadas, revivir amores desvaídos o sublimar la magia de viejas amistades.

         Intentamos rescatar el milagro de los recuerdos, pues esos tiempos ya no volverán.

         Es preciso también, identificar a lo largo de las tres décadas que abarca este relato, algunos pasajes históricos, imbricados o concatenados con el tiempo en cuestión. No es posible separar la memoria viva del hombre, de ciertos acontecimientos traumáticos de su pasado reciente: guerra, revoluciones y otras tragedias que han dejado profundos surcos y el salobre gusto de la pesadumbre.

         Estos textos no son una narración cronográfica de hechos y personajes; en ellos corren paralelos lo real y lo imaginativo.

 

 

         1. BELLA VISTA. UN OCULTO RINCÓN DE LA PATRIA

 

         A poco de concluida la Guerra Grande, emprendedores inmigrantes provenidos de diversas regiones de Italia, movidos por algún misterioso impulso, se desparramaron por toda la geografía nacional. La abnegación y la pujanza de esos emprendedores europeos convirtieron las desiertas ciudades en verdaderos centros de producción y mercadeo. Concepción y Pilar, por su situación geográfica y la vecindad del río Paraguay, fueron los asentamientos preferidos de hombres de comercio y navegantes, especialmente genoveses.

         Pocos son los pueblos que no guardan en su acervo urbano alguna fachada de estilo neoclásico italianizante, recuerdo de épocas de recuperación constructiva y de esplendor del comercio. El aporte italiano fue un componente de singular importancia en el rebrote económico del Paraguay.

         Desde antaño tratamos de entender qué insecto habrá aguijoneado a don Gerardo, nuestro enérgico y romántico abuelo, para emprender el viaje, con doña Pepa a cuestas, hacia las desconocidas comarcas del Amambay. ¡Cuántas imprecaciones en el idioma del Dante se habrán oído en los embarrados caminos, enfrentando a los millones de mosquitos, a los sofocones del calor, y a la fastidiosa lentitud de una carreta! ¡Qué lejos habrán quedado la casona y las industrias del comendatore Luigi, el severo padre que no toleró las impertinencias juveniles de Gerardo, único hijo y heredero universal!

         La sangre peninsular corría impetuosa por las venas de los abuelos y tanta energía no podía desestimarse. Se multiplicaron sus esfuerzos y se allanaron las dificultades. Hacia los años veinte se hallaban firmemente instalados en una riquísima comarca, casi despoblada, donde labraron una cómoda situación.

         El pueblo que Gerardo escogió era un antiguo paso del río Apa que daba acceso a enormes extensiones de campos y bosques del Mato Grosso. La población desaliñada y carente, estaba formada por aldeanos rústicos dedicados al comercio, a pequeñas haciendas y al transporte de yerba mate efectuado en largas filas de carretas que se dirigían hacia el puerto de Concepción. La valiosa vecindad con el Brasil fue el origen de poblados como Punta Porá y Bella Vista, parajes obligados de comerciantes y carreteros.

         Se formó un pueblo con las características propias de la frontera. El perímetro ciudadano era muy reducido pues las alambradas de los inmensos latifundios paraguayos comenzaban en los fondos del cementerio y estrechaban en un cerco siniestro a la ahogada población. La distancia y los caminos intransitables hacían muy dificultosa la llegada de viajeros y de representantes del gobierno o de la iglesia.

         Este aislamiento era compensado por la placidez de una existencia sobrellevada con calma y sobriedad. La comunidad acataba, sin oponer mayores reparos, las disposiciones de sus señores naturales: el juez de paz y el comisario, quienes las daban a conocer por medio de edictos, fijados en las puertas de las viviendas más conocidas. La autoridad civil y judicial era la suprema detentora del poder y el orden. Ante su presencia se descubrían la cabeza, tanto lechuguinos de la sociedad como el más humilde y desamparado trabajador del campo.

         No llegaban las modas con la misma presteza que en las calles y clubes de Villa Concepción; todavía se podían observar circulando a jinetes vestidos con vistosos chiripás, fajas coloridas de algodón y pañuelos negros o blancos al cuello. El infaltable cinto doble con su muestrario de petacas, cartuchera, canana y broches, completaba el atuendo y era de gran utilidad: a un solo tiempo hacía oficio de porta documentos, arsenal y guarda monedas, a más de otras utilidades. Las polainas eran parte integral de la vestimenta civil y militar y las relucientes espuelas hacían escuchar sus rítmicos rasgueos en los pisos de ladrillos. La ostentación de revólveres y cuchillos no era ninguna extravagancia, formaba parte del indumento cotidiano. Los señores importantes lucían amplios sombreros de fieltro y sacos de "tricolina" o seda, a rayas y con ojales adornados con alamares.

         Las mujeres se recogían el cabello en apretados rodetes y alguna que otra peineta española, sobreviviente de culturas pasadas, simulaba con los brillos de sus piedras azules y blancas, el boato de las riquezas coloniales. El manto negro era tan común como las zapatillas "para i".

         Las doncellas campesinas guardaban toda su majestad y altiva prestancia cuando caminaban por los senderos de tierra cargando en sus cabezas cántaros de agua o pesados trozos de leña. El esfuerzo físico no aminoraba el hechizo del elegante andar de las graciosas portadoras.

         El pantalón largo representaba el soñado espejismo de los muchachones. Era el reconocimiento tardío del final de la infancia y la ascensión a la categoría de jóvenes mancebos. Los padres eran refractarios a apresurar el mágico momento, quizá, por el precio de las nuevas prendas o por la connotación de la que se revestía este trascendente pasaje a la madurez. Era frecuente observar en las calles o en la iglesia a adolescentes con piernas peludas y rollizas sufriendo la humillación de ser llamados "ta y ra casó". A nadie sorprendía la presencia de estos mozalbetes de calzones cortos, en los trámites de enrolamiento para el servicio militar.

         Con moderación, el pueblo guardaba cierto grado de estima y apego a sus colores partidarios. Se usaban discretamente prendas de color rojo o azul, especialmente en las ropas más íntimas. Era común la afirmación del liberalismo de alguna persona por el hecho de haber usado desde niño camisillas de color celeste. Doña Lorenza Torres, una vieja vendedora ambulante que comandaba en sus correrías callejeras todo un tropel de mujeres de su familia, no tenía mayores reparos en exponer sus rojas bragas cuando irreverentes transeúntes le desafiaban a demostrar su coloradismo.

         La educación escolar representaba una dura prueba para los niños campesinos. Allí se enfrentarían a un idioma casi extraño y a modalidades de disciplina que coartaban su libertad natural. Por lo general eran llevados a la escuela ya mayorcitos y no se demoraban en ella más de tres años.

         Caminaban descalzos docenas de cuadras, las niñas impecables en su pobreza con el delantal blanquísimo y el tintero en las manos. Los varones, menos aliñados dejaban colgar del hombro sus pobres bolsas de útiles que contenían un cuaderno, un lápiz y una lapicera a plumillas de acero.

         Nos quedó desde entonces esta picante curiosidad. ¿Cómo era posible que las niñas no se mancharan con la tinta, los dedos y la ropa, tal como a nosotros nos ocurría con frecuencia desesperante, y cómo los niños caminaban desde tan lejos sin ensuciarse los pies? ¿Sería nuestra blanca piel la delatora de manchas comprometedoras en los tobillos que nos hacían sentir la humillación de ser llamados "gringo py ky á". La condición de "gringo" tenía sin embargo, sus ventajas: nunca llegábamos al recreo sin unas galletas o caramelos, valioso material de canje, que nos permitía obtener a cambio cocos maduros, pindós o mandarinas.

         Nada provocaba tanta batahola como la carnicería. Al romper el alba comenzaba la aglomeración de clientes apretujados ante el sanguinolento mostrador. Mujeres con canastas y niños provistos de ganchos de alambre demandaban a gritos su porción de carne, la que era cortada de los cuartos y costillares colgados de una pértiga. "Con hueso, sin hueso, costilla, pulpa" eran los estridentes pedidos de la desordenada multitud.

         Mientras se esperaba el "despacho", la carnicería oficiaba de agencia de informaciones. Allí Dejesús, nuestra cocinera, se enteraba de los pormenores de un parto, de infidelidades, de serenatas y otras majaderías de menor resalto.

         Cuando la enhiesta figura del venerable don Ángel Moragas abría la puerta de la municipalidad mostrando sus retorcidos mostachos, ya se habían vendido los últimos colgajos de carne y la paz y el silencio volvían a reinar en las vecindades de la plaza.

 

 

         2. LA GUERRA DEL CHACO. BOQUERÓN. EL CAMIÓN POMBERO. ÑA CRISTINA

 

         Éramos muy niños y nos quedan pocas imágenes mentales. Pero las que recordamos han asumido carácter de perennidad, se han convertido en leyendas-recuerdos y en hojas sueltas de una historia cuyo argumento no entendíamos con claridad (ni seguimos entendiendo). Iban los hombres a la guerra, llenos de vigor y entusiasmo y volvían marcados por las penurias, algunos heridos, mutilados y otros enteros hablando de las batallas y la sed. Esa espantosa sed que debe haber sido el mayor suplicio de la tropa, habituada a convivir con el murmullo de los arroyos y la visión de las aguadas resplandecientes.

         La movilización se llevaba a cabo en todo el país. Los hombres iban destinados al frente y las mujeres a las chacras. No era una novedad para la vieja y larga historia colonial del "agricultor soldado".

         A pasos de la frontera, era muy fácil eludir la incorporación. Nada más que bañarse en el río y desaparecer en la orilla opuesta; pero, había que defender a la patria amenazada y rechazar al boliviano intruso. Sonaban nuevamente los clarines del campamento de Cerro León y parecía surgir de las tinieblas la vigorosa figura de José Eduvigis Díaz alentando a sus soldados con la espada el alto, en las trincheras de Curupaity.

         Había comisiones militares con el objeto de arrear contingentes. Aparecían en camiones, también arreados, a los que el pueblo conocía como "pomberos", pues se llevaban a sus hijos para enfrentar una suerte incierta. En la capital las levas estaban a cargo de policías y recibían el remoquete de "yaguá peró". La contienda necesitaba la ayuda y la sangre de los jóvenes.

         Las máximas que se escribían en las pizarras decían: "La Patria te dio la vida, dásela cuando la pida".

         Con emocionadas palabras las maestras de la escuela hablaban de los héroes de la patria y de los halagos que esperaban a los que volvieran de la cruzada nacional, de los honores y premios y de la deuda de la sociedad por el sacrificio de sus hijos...

         En nuestra niñez conocíamos dos clases de expresiones populares, a las que confundíamos por su gran similitud. Había gente de a caballo, estruendo de petardos, cantos y discursos, niños de guardapolvo y mujeres de manto negro portando estandartes y banderas. Eran así las procesiones religiosas y así eran también las manifestaciones cívicas en conmemoración de los grandes acontecimientos guerreros.

         En ambas estaban siempre, en primera fila, unos tres o cuatro desarrapados y descalzos ancianos, ex soldados sobrevivientes de la guerra del Setenta. Estos símbolos vivientes eran homenajeados como las reliquias del pasado glorioso. A "los Loperé" debíamos la existencia misma de la patria.

         A dos de los viejitos los recordamos con exactitud: "Viento norte" y "Viento sur", colorado el uno, liberal el otro, ambos con sus astrosos y desteñidos ponchos de bayeta, rojo el primero y azul el segundo, que más que abrigo servían para ocultar el mísero espectáculo de sus flacas figuras, quijotes con la vista perdida en la desesperanza y la cara trajinada por mil arrugas. Sus ojos oteaban, sin emoción alguna, lo que sobró del Paraguay que habían defendido con tanto dolor. Jamás el gobierno les dio siquiera un par de botines. Al mirarles los pies, con sus dedos en abanico, nos preguntábamos cómo sería posible encajarlos en un calzado. ¡No existían aún en esa época, automóviles que cuidar y se guardaba cierta dignidad para ejercer de mendigo como harían en tiempos futuros!

         Resonaban nombres extraños: Platanillo, Picuiba, Yrendagüe, Garrapatal, Fortín Ballivián, Yujra, etc. Pero fue la conquista de Boquerón en los primeros meses de la guerra, la cristalización de la confianza en la conducción militar y en el coraje del soldado paraguayo que supo mantener a través de seis décadas de paz, sus virtudes de combatiente.

         El largo sitio del fortín mostró a un enemigo tenaz al que no sería un juego de niños desalojar. Boquerón, a la distancia, es la muestra del heroísmo de sus defensores; los cholos bolivianos asediados, aislados y sedientos no entregaron su bandera hasta disparar el último cartucho.

         La caída del fortín, esperada desde mediados de setiembre, dio lugar a nuevas manifestaciones de homenajes y una serie de discursos patrióticos.

         Nos acordamos de aquella noche tan especial, en la que más de medio millar de personas se hallaban congregadas frente a la casa de don Alfredo Perrupato. Este distinguido caballero era poseedor del único receptor de radio de la población, un arcaico aparato con un diminuto dial y una gran bocina en la parte superior. Trabajaba a pilas, de las usadas en los teléfonos de campaña. Debido al alto nivel de estáticas, la onda un poco errática se perdía por momentos. El informativo de las radios de Asunción era aguardado con angustia.

         Apenas un tenue hilo de luz se filtraba a través de las rendijas de la puerta. El jefe político ordenó el más riguroso silencio a los ansiosos concurrentes que esperaban en la oscuridad de la noche. El futuro de la nación estaba en juego. No se oía un suspiro.          Seguida de una tensa espera, de súbito, se abrieron las puertas de la sala iluminada con la Petromax, haciendo su aparición don Alfredo con el anuncio de la extraordinaria noticia: "Boquerón ha caído". Luego de unos segundos de silencio, se hicieron oír las primeras hurras y se vio el fogonazo de un disparo. De inmediato estalló un tiroteo que probablemente haya gastado más balas que la lucha del fortín. Los niños nos apretábamos los oídos, aturdidos por el estruendo de la fusilería y las madres buscaban a sus hijos que corrían entre los jinetes y el público.

         ¡Los hombres expresaban su emoción como se hacía en la frontera - y se haría hasta hoy, si no fuera por el precio de las balas - con tiros al aire!

         Cuando comenzaron a aparecer los primeros tragos de caña, los menores fuimos recogidos a nuestras casas. La "batalla" había terminado.

         Concluida la contienda, se produjo la desmovilización de las tropas licenciadas. Cincuenta hijos del pueblo quedaron para siempre en el lejano Chaco. Los que volvieron, con buena salud y con sus sueldos liquidados, llegaron a pie desde el puerto de Concepción, distante unas cuarenta y pico de leguas: una bicoca para quienes habían marchado combatiendo hasta las faldas de los Andes. Camino al valle todo era alegría.

         Comenzaron a llegar de a montones, con sus ropas verde olivo y sombreros de paño. Los botines nuevecitos que olían a cuero fresco con cordones amarrados uno al otro, colgaban de los hombros de los felices soldados.

         Algunos traían en sus bolsas de víveres, a más de sus medallas y citaciones, el desaliento de enfrentar la vida civil. Se hacía difícil para el campesino convertido en héroe, ascendido a oficial de reserva y con ganado prestigio entre sus iguales, abandonar el uniforme y volver a las limitaciones del proletariado sin futuro. No había más remedio que reemprender la marcha al Mato Grosso en busca de alguna changa. Otra vez lejos del terruño. O tal vez surgiera una revuelta en la que pudiera lucir sus estrellas!

         ¡Mientras tanto, a vivir la alegría del retorno!

         Una tarde, una treintena de ellos, irrumpió en el burdel de la obesa y pintoresca cortesana ña Cristina. La celestina sentada en un sillón cual reina polinésica, fue paseada en andas por las calles del pueblo. Un cortejo de pupilas de labios con colorete y mejillas pintadas de rosado fuerte se asociaba a las hurras y vivas de la exótica e inusual marcha de triunfo.

         Lastimosamente no hemos sabido conservar un par de fotografías que registraban el patriótico acto cívico. Las mismas tomadas por don Bochita, recién desmovilizado, permanecieron guardadas por años en los cajones de un escritorio. De tenerlas, las hubiéramos donado para el futuro museo municipal.

 

 

         5. UNA SUBLEVACION POPULAR. LA LEY DEL TALIÓN.

 

         Si había algo a lo que vivíamos habituados era a escuchar los disparos de armas de fuego. Rompían el silencio de las negras noches y se hacían más preocupantes cuando eran seguidos de gritos y galopes de caballos. Estos llegaban a los oídos como tétricos augurios y repercutían en el ritmo de los corazones asustados. Desde muy niños podíamos identificar el sordo estruendo de una 44, o el ligero estallido de una 32 SW Los tiros de fusil eran fáciles de conocer por el prolongado eco que se perdía entre los montes del Apa.

         Eran épocas de bandas de cuatreros y bandidos con aureola; el pueblo mencionaba las andanzas de Silvino Jacques o de los intrépidos Bahianinos con un sentimiento mixto de admiración y respeto.

         Dejesús, de regreso de la carnicería nos informaría de los acontecimientos nocturnos, algún herido, muertos a cuchilladas, o una Hija de María sorprendida en su buena fe por el pícaro "pombero". Nada causaba más alborozo popular que esta última novedad: la desgracia de una niña, index de las puras virtudes, al ser arrastrada al barro e igualada a la gentuza. Era todo un acontecimiento y ocurría media docena de veces al año. Se tornaba necesaria, por tanto, una nueva provisión de Hijas para substituir a las desdichadas que sufrían el abyecto tropezón.

         Pero el tema que alteraba más a nuestra comunicativa Dejesús era el de los asesinatos. El misterio de la muerte y su culto se mantenía intacto en las arraigadas costumbres del pueblo llano. Era de rigor prenderle un cirio al desdichado difunto, aunque éste fuera un "arribeño" de paso o un desconocido. Aliviaba las penas recitar un Bendito por el alma del finado y según las circunstancias, hacer rodar unos sentidos lagrimones.

         La conmoción mayúscula ocurrió cuando se supo que un carnicero de apellido González, había sido salvajemente acribillado por una patrulla policial, en presencia de su mujer y sus hijos. La víctima había sostenido un enfrentamiento con un sargento de la comisaría local y acosado por éste, buscó refugio en su mísero rancho. Al resistirse a las intimaciones de la autoridad, fue ejecutado de inmediato; por los agujeros del techo, los soldados apuntaron sus armas y fusilaron al pobre infeliz. No hace falta narrar el horror de la viuda y los pequeños niños, milagrosamente ilesos, testigos del alevoso asesinato.

         Los vecinos habituados a hechos de sangre y a los reiterados abusos de la autoridad, se consternaron por la exagerada muestra de prepotencia. Airados, llegaron en rebeldía a la casa de don Sixto, venerable jefe político liberal, exigiéndole medidas punitorias urgentes. Para regocijo general, el sargento fue apresado, engrillado y encerrado en un oscuro calabozo.

         Lo que ocurrió después, es digno de las historias de terror.

         A la mañana siguiente todavía no se había acallado la animosidad popular. No pudimos informarnos bajo qué presiones la multitud obtuvo la llave de la celda y dejó ingresar a ella a un hermano del muerto, quien armado de un cuchillo arremetió contra el infame prisionero, y le dio tantas puñaladas "hasta que se le fue la vida por las heridas".

         Restaurados la tranquilidad y el orden, al fin pudieron dormir en paz, nuestros buenos compueblanos. Había ahora dos viudas que lloraban a sus hombres; pero la vida tenía que seguir y con tal escarmiento era casi seguro que no volvería a repetirse un acto de tanta crueldad. Era un pueblo de justos. El pobre carnicero ya podía reposar en paz.

 

 

         7. UN AVIÓN PARAGUAYO. BOLETÍN NEGRO O VERDE

 

         No se había firmado aún el tratado de paz que debería poner fin al estado de armisticio. En los medios políticos se oían acusaciones graves, unas se referían a la entrega del Chaco y otras a la venta de las armas capturadas a los bolivianos, antes de terminados los ajustes de límites. Los mismos hombres que acudieron en masa a la defensa heroica del territorio nacional, ahora se acusaban entre sí de traidores a la patria.

         En función del pademonium de opiniones y la incertidumbre de los dirigentes, el gobierno optó por someter las cláusulas del tratado de paz a un escrutinio popular. Era toda una novedad. Se hablaba de plebiscito y muy poca gente podía explicar su utilidad y mucho menos las complejidades de la situación nacional. Nunca se prestó atención a lo que pensaba el pueblo. ¿La opinión del electorado? ¡Si todo el tiempo el país se manejó sin conocerla!

         En medio de este desconcierto, un sábado a la mañana oímos un ronroneo muy particular. Se acercaba a mucha altura un plateado aeroplano, en el que se distinguía claramente el escudo paraguayo. Los niños abandonamos la escuela a la carrera, seguidos por las alborotadas maestras, contagiadas por la misma excitación. Al llegar a la plaza, vimos al intendente, al juez y al comisario en las gradas del palacete municipal aguardando el desenlace del acontecimiento. De pronto en un arriesgado sobrevuelo, el "pepó-atá" dejó caer un voluminoso paquete que hizo impacto a corta distancia del juzgado de paz.

         Corrimos los escolares prestos a revisar la encomienda, pero fuimos detenidos por la autoridad; el jefe político ordenó transportarla hasta el salón de la municipalidad y verificado el contenido se exhibieron a los asistentes las papeletas de votación. Unas verdes por la aprobación del tratado y otras negras por el rechazo del mismo. La lectura de los folletos explicativos no ofrecía la claridad suficiente para despejar la ignorancia colectiva. ¿Cómo explicar los argumentos de una y otra parte?

         Convocada la población se comunicó la obligación del voto. Había que acallar las dudas y mostrar determinación. Los entendidos evocaron el destino glorioso de la patria y la responsabilidad de sus habitantes de defenderla (como si no lo hubieran demostrado en tres años de penoso guerrear). ¡Pero ésta era otra lucha y había que vencerla?

         Finalmente, se halló la fórmula adecuada de aclaración: el boletín verde equivalía votar por la paz, el negro, seguir la guerra.

         Abiertas las urnas, el resultado fue abrumadoramente favorable a la paz. 320 a 17. ¿Quién querría volver a la guerra?

 

 

         10. LA GALLETA CON GRASA Y EL "VINO SECO" DE DON JOSÉ T. PARODI

 

         A pesar de la guerra y la inestabilidad política, la región vivía un surtido de bonanza en los negocios y la producción agrícola.

         La población dejaba deslizar sus días en la absoluta inmovilidad de sus hábitos. A la entrada del sol, se sacaban las sillas a la calle y allí se desarrollaba gran parte de la actividad. La vereda servía de recepción y sala. Los respaldos de los asientos producían surcos al ser recostados en las paredes de las viviendas. Se podría decir, que al igual que en otros pueblos, la silla era el elemento de uso doméstico con más horas-hombre de utilización.

         En esas tertulias vespertinas, se recibía a los visitantes a quienes podía ofrecerse una rueda de mate dulce o tereré con cepacaballo, sin descuidar el control del movimiento de las pocas personas que de a pie y a caballo transitaban en la vía pública.

         Eran casi desconocidas las comodidades modernas del hogar, pero el aljibe, los mosquiteros, el cántaro para el agua, la luz de lámparas a petróleo, el gallinero, la cocina a leña y la pantalla de palma suplían regularmente las necesidades primarias de la economía familiar. La imprescindible linterna a pilas evitaba teñir los zapatos blancos con la fresca excreta de las vacas e impedía tropezar con algunas de ellas al caminar por sus oscuras calles y veredas.

         La incomunicación y el alejamiento de los centros urbanos importantes, hacía que no se resintieran las costumbres y se persistiera en el uso de modalidades muy regionales.

         Los caminos eran canales profundos dejados por docenas de carretas y se hacían muy penosos los viajes en automotores. Un viaje en camión hasta la Villa Concepción por caminos secos llevaba de un día a dos, pero en épocas de lluvias podía consumir tanto tiempo como una carreta.

         Las etapas en las estancias del camino eran motivo de amenas charlas y comentarios, pues era costumbre prestar acogida al viajero. El dueño de casa brindaba toda clase de atenciones y apabullaba a sus huéspedes con preguntas sobre lo que pasaba en el mundo. En el largo trascurso entre posadas y partidas - podía ser una semana - se estrechaban vínculos comerciales y sociales. En las extensas tertulias, iban parejos en interés temas como los precios de la harina en el molino de Villagra Hnos., o del cajón de nafta o del tonel de caña, con los acontecimientos políticos en Asunción.

         En las paradas para el almuerzo, a la sombra de algún árbol, eran frecuentes las muestras de camaradería intercambiándose los viajeros, viandas, tortillas y galletas infalibles para una expedición de estas características. A veces se daba el caso de un efímero romance mientras se aguardaba el cruce de un arroyo crecido por las lluvias.

         El tiempo no era motivo de preocupación. No se conocía el apuro. El viaje a Asunción y su regreso, cuando todo corría bien demandaba todo un mes.

         Concepción, capital del departamento, era centro de abastecimiento para el norte y las estancias del Chaco. Su importante puerto hervía de actividad. A poca distancia del muelle se hallaban instaladas las grandes firmas mercantiles, ganaderas o industriales y los despachantes de embarcaciones que llegaban de Buenos Aires y remontaban el río hasta Corumbá. Quedaban en la bella ciudad evidencias de su pasada opulencia en la época de oro de la yerba mate y la madera.

         Nos eran muy familiares los apellidos catalanes o italianos. Podía negociarse con Albertni, Romañach, Miltos, Antonioli, Parodi, Closa, Lailla, Pessolani, Paradeda y otros. "El Nuevo Baratillo de Jerusalén" en las proximidades de la Plaza Carreta era un lugar muy frecuentado por troperos y carreros que allí acudían a comprar baratijas.

         Los carros de bueyes transportaban sal para el ganado brasileño y los materiales de boca para el consumo de alejadas poblaciones como Punta Porá, Campanario y Bella Vista.

         La correspondencia entre los comerciantes de la Villa y los pueblos de la frontera se hacía con la más estricta formalidad. Era imposible hacer un pedido sin el encabezamiento ritual de "Muy Señor Mío" y la despedida de "S.S.S (Su seguro servidor)". ¡O tempora, O mores!

         Don Albertano una de las figuras medulares de la población era el funcionario comisionado del transporte del correo. Cumplía con el encargo con idoneidad y precisión, superiores a las que conocemos con los medios modernos de acarreo de correspondencia. Sus servicios eran hechos a caballo, con dos o más cargueros repletos de encomiendas y bolsas de cartas. No le arredaban al valiente mensajero, las riadas asustadoras, los sofocos del calor ni las heladas de agosto. El correo era sagrado y debía ser entregado. Como no había agencias bancarias, Albertano podía ser solicitado para llevar sumas de dinero a los comerciantes del puerto. Su honestidad no tenía límites y podemos afirmar que consistió en el único caudal acumulado a lo largo de su estoica existencia.

         Las llegadas de las carretas en tropillas de cinco a seis unidades eran razón de jolgorio infantil. Volvían a casa los sufridos troperos después de un "redondo" de casi tres semanas. Sus carros eran el asombro para quien llegaba de otros mundos: una larga pértiga que partía del cobertizo servía de soporte a una enorme picana de tacuara curvada, la que hábilmente manejada por el mayoral, confería a éste el comando de tres yuntas de bueyes. Algunas banderillas, la música de cencerros y los gritos de los picadores daban a las lentas caravanas un toque de originalidad. Los niños conocíamos los nombres de los bueyes, casi siempre identificados por su aspecto: "Rubio", "Negro", "Overo", "Barcino", "Mocho" y así por delante.

         Protegida por un cuero duro, llegaba la preciosa carga: fideos, galletas, caramelos, bebidas en toneles, yerba, combustibles, toda ella con un ligero e inconfundible tufillo de querosén que nada respetaba.

         Las galletas eran un capítulo especial. Las había durísimas, para romperlas había que apretarlas entre la puerta y el marco, con el riesgo de hacer saltar las bisagras. Eran llamadas de cuartel. ¡Pobres los dientes de los uniformados! Las otras, las con grasa, tenían en sus primeros días una dulzura de bizcochos, pero había que comerlas muy pronto, por que el tiempo las desmerecía. Las muy pícaras se convertían en cuarteleras.

         La firma Parodi era fabricante de panificados y bebidas. Su máxima expresión industrial era el llamado "vino seco". Suerte de mejunje dulzón con gusto a tanino y esencias varias que jamás se habrá acercado al aspecto ni a la vecindad de un racimo de uvas. Pero la mercancía como la miel para los osos era la perdición de los brasileños. Ejercía una atracción magnética en los soldados del regimiento de caballería. Llegaban con el ardor del sol de medio día enfundados en sus pesadas chaquetas de grandes bolsillos, calzados con zapatones y polainas, casi todos morenos, a deleitarse con el "vinho do Paraguai". Lo ingerían tibio y en cantidades no recomendadas. Era común verlos al final de sus días francos, tumbados en alguna sombra, esperando despertar del sopor y la tranca, para emprender el regreso a sus cuarteles. Llevaban en los bolsillos un poco de perfume barato, de los de a litro, de la perfumería Iris, de Asunción.

         Eso sí, nunca supieron apreciar el encantador aroma de una galleta con grasa ni el sabor a confites que nos dejaba en la boca el sabroso manjar. En eso los superábamos.

 

 

 

         11. IRRUMPE EL MILITARISMO

 

         Se había desmoronado el gobierno de la revolución franquista. El partido liberal había logrado recapturar el gobierno del país. El eminente abogado y catedrático doctor Félix Paiva, de signado presidente de la nación, no consiguió tranquilizar los ánimos y la situación política ofrecía un panorama desalentador.

         La influencia de los militares era tan alta que las decisiones del poder ejecutivo estaban supeditadas a la aprobación o al rechazo de los gerifaltes de la Caballería o a las amenazas de la Artillería de Paraguarí. El poder civil perdía predicamento a ojos vistas.

         Se creyó que la elección de un militar de prestigio como el vencedor del Chaco, José Félix Estigarribia, podría atemperar los ánimos y restablecer el sosiego para la ciudadanía.

         El nuevo presidente se apoyaba en un gabinete de espectables señores que parecían ser una garantía de supervivencia para el alicaído y desgastado régimen liberal, pero el momento no era propicio para efusiones doctrinarias.

         La propaganda nazi y la dominación de Europa por las nuevas corrientes totalitarias, contaminó rápidamente a casi toda Sudamérica, abarcando no sólo a las camarillas del poder sino a la mentalidad pública dominante. Este movimiento arrastró a varios países americanos a emprender experiencias fracasadas en Europa y de las que algunos demorarían años en alcanzar su recuperación, con retardos dispares y difíciles de explicar en la distancia. En el Paraguay se había empotrado con profundas raíces la ideología totalitaria en desmedro de una creciente desvalorización de los dirigentes políticos moderados.

         Para los nuevos amos, la necesidad de orden -de su concepto del "orden"- era una constante. El ejército tenía entre sus comandantes a conocidos cultores del fascio criollo o a déspotas vocacionales a los que preocupaba poco la ideología.

         La doctrina republicana liberal vivía sus últimos resplandores. Se percibía una consecuente irreverencia hacia los principios básicos de la sociedad libre, considerada viciada por conceptos que serían superfluos ante las brillantes perspectivas que prometía el discurso ultranacionalista o populista. Se había llegado a la era de los prohombres y auténticos autoproclamados sucesores de los manes de la patria.

         En 1940, entró en vigencia una nueva Carta Política suplantando a la "arcaica" y esencialmente liberal de 1870. Muy pronto el partido liberal perdió el control de las acciones políticas y el país se encaminó hacia un rígido orden militar y policíaco. Los movimientos estudiantiles y gremiales fueron reprimidos y sus líderes apresados y confinados.

         La apacible vida de Bella Vista estaba otra vez con novedades. Una mañana hizo su aparición en la loma de la comisaría policial un grupo de jóvenes asuncenos, todos dirigentes de asociaciones estudiantiles de la capital. Llegaron después de un penoso viaje en vapor y en carreta, desterrados por los mandones de Asunción con el objetivo de mantenerlos alejados de toda actividad conspirativa. Los dirigentes de los gremios estudiantiles fueron deportados por el gobierno del General Estigarribia con motivo de la primera intervención universitaria en el Paraguay en enero de 1940.

         Nunca el vocablo "confinamiento" estuvo tan exacto, pues el gobierno nacional había sabido elegir al confín más remoto y aislado de la región oriental.

         Empezaron entonces, a sernos familiares nombres como Fernando Vera, César Garay, Carlos Jorge Freytag, Fulgencio Godoy, Julio Mendoza y otros, que una vez ubicados establecieron los primeros contactos con los habitantes de la localidad.

         El fino trato de los exiliados sedujo en pocos días a los vecinos. Fueron adoptados casi como hijos por las familias bellavisteñas y rodeados de un halo de afecto y simpatía.

         Con el pasar de los días el rigor policial se hizo más flexible. Se logró eludir la diaria presentación de los confinados a la comisaría y obtener licencia para que éstos pudieran visitar la población fronteriza de Mato Grosso donde funcionaba un cinematógrafo. El extrañamiento se tornaba, poco a poco, leve y tolerable. Por otra parte el gobierno se veía sometido a una fuerte presión por parte de la prensa y de la opinión pública exigiendo el levantamiento de todas las sanciones.

         Transcurridos unos cuantos meses llegó por fin el telegrama anunciando la esperada libertad. No hubo decreto ni ley; fue suficiente una orden del doctor Salvador Villagra Maffiodo para poner fin al largo extrañamiento.

         Si el destierro generó en estos jóvenes amargos sinsabores completamente justificados, la sola presencia de ellos suscitó en compensación, un agradable recuerdo en el pueblo que los acogió. El austero comportamiento y la hidalguía de los universitarios, marcó profundamente a la sociedad local.

         Como en todas las épocas, el sufrimiento de unos pocos sirvió para sensibilizar a los ciudadanos sobre el incierto futuro que esperaba al país enfrentado a la intolerancia y el autoritarismo.

         El siete de setiembre de 1940, falleció el presidente Estigarribia en un accidente de aviación. Si algunas reservas de moral y esperanza quedaban en el gobierno; se troncharon entre los retorcidos hierros del Potez, en las vecindades de Altos.

         La trágica desaparición del general Estigarribia dejó el destino del país en manos de los señores comandantes militares. Como por arte de birlibirloque, nos desayunamos de pronto, gobernados por un energúmeno, que emitió su primer mensaje, insulso y trivial, con una singular afición para comerse las eses y provocar lesiones menores al idioma de Cervantes. Su cortedad era también política. El nuevo mandamás, azuzado por tiempistas, colorados y franquistas, declaró por decreto, extinto y fuera de la ley al partido liberal. Comenzó así, una dura puja, entre fracciones de militares, políticos franco tiradores y colorados que esperaban con impaciencia el momento de controlar el gobierno.

         Esta triste etapa de nuestra historia fue conocida como la tiranía de Morínigo. En ella se descubrieron los campos de concentración en el Chaco y se inició la larga e interminable sucesión de destierros, que iría drenando al país de la sangre de sus más preclaros hijos. Se inició el éxodo de gran parte de la población a las provincias vecinas de la Argentina y el Brasil.

         La juventud estudiosa, con el uniforme de sus colegios era obligada a desfilar y participar en festivales de gimnasia colectiva en el estadio de Sajonia, en una clara semejanza a las marchas de la juventud de los regímenes totalitarios europeos.

         Se había copiado a los nazis, su sistema de propaganda oficial que aquí adquirió el nombre de Denapro (Departamento de Prensa y Propaganda).

         La oposición acallada, vio desintegrarse sus estructuras con el destierro y apresamiento de gran número de sus líderes.

         Para fines de la segunda guerra mundial, Morínigo se había vuelto de pronto contrario a los alemanes y declaraba la guerra a Adolfo Hitler.

         Se organizaron vistosas paradas militares con la novedosa aparición de los primeros Jeeps y camiones "Cachascán" recientemente incorporados a nuestras fuerzas por la Comisión de Préstamos y Arriendos del gobierno americano de Harry Truenan.

         Su más triste epilogo sería la guerra civil de 1947, el cisma más trágico que conoció el país desde la Guerra Grande.

         Los amigos del Tio Sam no quisieron consolidar la silla presidencial y con la misma falta de emoción que accedió al poder, Morínigo fue destituido sin ningún miramiento.

 

 

         12. 1947 Y LA RUPTURA DEL PACTO SOCIAL

 

         El pacato ambiente familiar de nuestro pueblo se manejaba con reglas que no eran precisamente muy precisas en cuanto a su modo de comportamiento ciudadano. Bien podríamos decir que se trataba de una sociedad complaciente y permisiva. Los asuntos de la moral privada, considerados casi siempre pecados veniales, no causaban mucha alteración en el tranquilo discurrir de la vida.

         La prepotencia y la descomposición del poder no habían salpicado aún a las instituciones; la honorabilidad de los cargos iba pareja con la sobriedad de los funcionarios. Figuras venerables como las de don Sixto Ocariz o don Victorio Grosso Sosa, eran símbolos de austeridad y señorío. En la modesta vivienda de este último pudimos hojear la enciclopedia llamada "El Tesoro de la Juventud". A pesar de hallarse desteñida por el paso de los años se conservaba completa y era el orgullo de su propietario.

         El juzgado de paz podía arrastrar, impasible, seis meses de retraso en el alquiler de su cuartucho y un par de ellos en los sueldos de la autoridad. Pero quienes usurpaban los lugares más destacados en el atraso dé los estipendios eran las maestras de la Escuela Media N. 66. Dicha escuela no tenía agua de pozo, ni una triste palangana para el aseo de las manos, pero con cuanto orgullo cantábamos en su patio de arena - a grito pelado y descalzos - el himno nacional.

         Había, sin embargo, un tema en el que mis amados compueblanos no transigían, y se trataba de la diferenciación de los estratos sociales de la mujer. La situación era harto compleja y respondía a preceptos y tradiciones de corte colonial - machista y discriminativa. Se respetaban tres clases bien definidas.

         Las familias de primera eran soberanas detentoras del potencial ganadero y comercial y respondían a apellidos de estirpe. Eran conocidas por los vecinos pobres como "familias reales" Sus miembros podían disfrutar de las comodidades del salón municipal, su amplio hall y sus corredores. Allí se hacían los homenajes, recepciones y banquetes "con la presencia de autoridades del Brasil" como era de rigor. Él salón, también despacho del intendente, era suntuoso, pisos de baldosas a dos colores, altas puertas y ventanas, sillas de mimbre, galería de próceres y un dorado espejo de regular tamaño, testigo de pasadas grandezas.

         Los bailes eran organizados por la pomposa Comisión de Fomento a cargo de las damas. Las invitaciones eran prolijamente seleccionadas y distribuidas entre los privilegiados de primera. A los salones de las familias altas, no tenían acceso, por supuesto, las segundonas y ni hablar de las terciarias.

         La segunda clase estaba constituida por empleadas de comercio, hijas de familias "remediadas" no distinguidas socialmente, apellidos desconocidos y sin fortuna, funcionarias menores, ahijadas, etc.

         Y la de tercera agrupaba a las mujeres del pueblo llano, las desheredadas y pobres campesinas de los ranchos marginales, que guardaban ciertamente algún resentimiento hacia sus semejantes de las clases altas. No contra los hombres, por las razones que intentaremos explicar.

         Al hacer el minucioso balance de la sociedad local, hablábamos sólo de mujeres, porque para los hombres, en sentido verticalista y de arriba para abajo, no corrían las tales delicadezas. El galán de sociedad podía asistir con total impunidad y ligereza a cualquiera de los antros de diversión. Era muy común verlo frecuentar a alguna señorita de la sociedad, con intenciones serias de casamiento y seguir disfrutando de algún viejo amorío de los bajos, con el beneficio de varios hijos "naturales". El "fifi" alternaba con el arrabalero, a veces en franca competencia, por el favor de una cortesana y era aceptado por el mujerío con toda naturalidad.

         Este estatus, sólida "entente" social, solamente podía ser modificado por una gran convulsión. Y ese día fatídico llegó en marzo de 1947 con la llamada revolución de Concepción.

         La totalidad de las tropas del norte, rebeladas contra el gobierno, contaba con el apoyo de los oficiales institucionalistas y la aprobación inmediata del partido liberal, atento siempre a recuperar espacios perdidos. La subversión que comenzó en concepción, se extendió a los pueblos de la frontera, donde civiles opositores, liberales y febreristas, organizaron comités revolucionarios.

         No se produjeron en las poblaciones norteñas mayores trastornos, salvo la llegada de algunos rufianes y aventureros que se proclamaron rebeldes y el destierro voluntario de algunos pocos líderes colorados que esperaron el desarrollo de los acontecimientos desde la frontera brasileña.

         Luego de fracasada la guerra civil y derrotado el "ejército de liberación", se hicieron cargo de Bella Vista las tropas llamadas gubernistas. El pueblo completo había buscado refugio en el Brasil; entre ellos los mencionados aventureros, los primeros en desaparecer, no sin antes llevarse la única máquina de escribir de la municipalidad, considerada seguramente de valor estratégico, y esto sin contar otras picardías de menor importancia.

         La entrada de las fuerzas del orden se caracterizó        por un desborde de prepotencia y rapiña. Las casas abandonadas quedaron a merced de marginales amparados por autoridades de baja calificación. Surgió así una nueva profesión, la de los recuperadores: era frecuente la visita de algún carrero ofreciendo la restitución de un ropero o de algún otro útil doméstico, a cambio de unas pocas "piastras", destinadas según el negociador, para su amigo "que tiene vergüenza de venir".

         La persecución política alcanzó niveles antes desconocidos. La intimidación era ejercida en todos los ámbitos; las milicias urbanas del partido oficial, conocidas como comisiones "garrote" eran grupos de civiles armados, casi siempre ebrios, que recorrían las calles a la noche, en busca de algún incauto que se atreviera a salir sin la afiliación colorada, único documento válido en ese entonces.

         El estado de Mato Grosso se vio enriquecido con miles de familias paraguayas expatriadas que optaron por la radicación definitiva en el Brasil. Las condiciones de inseguridad y discriminación reinantes no permitían la reincorporación de los compatriotas exiliados a sus lugares de origen.

         La deserción aumentó la despoblación de las campiñas; en pocos meses nuestros niños estaban hablando portugués y pocos años después, absorbidos por la imposición de un nuevo ambiente, olvidaban sus costumbres y modales tradicionales. La sangría, iniciada con la violencia de la guerra civil, continuaría por mucho tiempo con la misma intensidad.

         En Bella Vista residían pocos extranjeros durante la revolución de 1947 y todos ellos fueron respetados en su integridad y sus bienes. En la casa de don Bochita apareció una vieja y arrugada bandera italiana rescatada del arcón de los abuelos, que una vez amarrada a una verja, fue suficiente para alejar a los malos espíritus.

         Mientras tanto se habían evaporado las convenciones de la sociedad, otrora con tan acendrada vigencia. Se dio una suerte de ecualización social, desapareciendo o atenuando las estrictas diferencias. El salón de doña Zulema, con aires de realeza y olor de señorío, era el "sancta sanctorum" del liberalismo local y en él habían sido acogidos los presidentes José P. Guggiari y Eusebio Ayala. La vivienda desocupada fue avasallada por la plebe. Los nuevos jefes de plaza organizaron en su interior algunos bailes en conmemoración del triunfo de las fuerzas del orden, congregando a las mujeres del pueblo y milicianos de mala facha llegados con las tropas gubernistas. Fue una afrenta sin igual, pero el mundo que conocíamos se había derrumbado.

         De aquí en adelante valieron más las recomendaciones de algún delegado partidario, que los atributos personales o los servicios prestados a la nación. Con tanto "patriotismo", se había olvidado hasta el himno nacional. Ya no era importante. Se impuso en su lugar a la polca partidaria que se escuchaba hasta en los cumpleaños infantiles. Y con provecho para los que se ufanaban de sus acordes...

         El Paraguay entró en un régimen de partido único, apoyado por un militarismo latente, progresivo, y potenciado por una total desorganización política. Cuando el caos se hizo insoportable, el pueblo empezó a clamar por alguien que pusiera fin a tantos desajustes. El eterno drama: buscar un salvador del cual quién nos podía salvar después.

         Pero ése fue el comienzo de otra historia.

 

 

 

         13. EL AÑO 1953 Y LOS VAMPIROS DEL MINISTERIO

 

         Habíamos comenzado a ejercer la profesión en los primeros años de la década del cincuenta, cuando una mañana notamos una gran corrida de gente, en especial mujeres y niños, que marchaban apresuradamente en dirección al paso Macaco. Este vado, el más playo y accesible del río Apa, conservó el histórico nombre en recuerdo del lugar en el que se produjo el pasaje de las tropas de los morenos de Camissâo en el intento de llegar al puerto de Concepción en mayo del año 1867.

         Era grande la inusitada concurrencia, por tanto interrogamos a Dejesús acerca del motivo del éxodo femenino, quien nos respondió sin desparpajo: "¡Es que vinieron los gringos para robar sangre a las criaturas y las mamás les llevaron al Brasil!"

         Venía siendo anunciada por el centro de salud de la localidad, la visita de una comisión sanitaria para proceder a la vacunación infantil contra algunas conocidas plagas. El doctor a cargo del precario consultorio había tratado de dar a conocer la obligación de las madres de traer a los niños a tal efecto. "El servicio es gratuito y la gente podrá retornar a sus casas una vez concluido el registro en las planillas ministeriales", explicaba el facultativo.

         Todo estaba previsto como un operativo técnico de rutina, pero no se contaba con la intervención de comadres alarmistas que echaron al viento la noticia de que los recién llegados venían a extraer sangre de los niños para venderla en el extranjero. ¡La sangre de los niños paraguayos no será entregada al gringo imperialista! Fue el grito de guerra. Corrió como un rayo la noticia del peligro inminente y escucharla y cruzar el río con los hijos y nietos fue todo uno.

         Se levantaban las mujeres en defensa de lo que consideraban sus genuinos y naturales derechos.

         Pasada la amenaza y desaparecido el peligro que resultaba la presencia de los "chupa sangre", estaban las buenas madres prontas a regresar a la paz del hogar. Esa inocente credulidad para las mistificaciones, se interponía a la aceptación normal de algunas verdades que eran ortodoxas e indiscutibles en otras comunidades menos aisladas.

         En el campo de la salud, era donde se enseñoreaban las más desatinadas leyendas aceptadas con el peso de sentencias bíblicas o de axiomas matemáticos. Asuntos referentes al parto, a las reglas o al periodo puerperal o pertinentes a la nutrición y al cuidado de los niños pertenecían a un ámbito cerrado, reforzado por el peso de los años y de las tradiciones ancestrales.

         ¡Cuántas veces hemos oído sesudas opiniones de personas no precisamente incultas, sobre la incapacidad manifiesta de los "doctores" de curar ciertos cólicos intestinales de la infancia. Los célebres empachos, junto a otras extrañas e indefinibles noxas tales como el pasmo, el aire, el "camby ryrú jeré", para la mentalidad vigente sólo podían ser solucionados por la intervención de un "médico".

         Este cuestionado personaje, mezcla de psíquico, naturalista y vidente, era aceptado sin cortapisas por gran número de vecinos y beneficiado por una aureola de curaciones que bordeaban los terrenos de la superstición y la leyenda. Su increíble capacidad de convicción - natural o adquirida - era hábilmente aprovechada en el trato con sus enfermos. No existían razonamientos científicos ni lógica alguna capaces de contrariar las aseveraciones del médico "ñaná" o de alguna parlanchina curandera.

 

 

 

GLOSARIO DE VOCES GUARANÍES Y MODISMOS LOCALES

"Conto de reis" = Denominación de la moneda brasileña equivalente a un millón de reis.

"Mortero" = artefacto casero para detonar petardos consistente en un caño vertical afirmado en un madero.

"Para í" = Así eran conocidas unas zapatillas de bajo costo cuya tela de cuadrículas pequeñas le daban esta denominación.

"Ta y ra casó" = Literalmente, pantalón del hijo. Hace referencia burlona al mocetón que sigue usando calzones cortos.

"Gringo py ky á" = apelativo peyorativo que refiere al hijo de extranjeros con los pies sucios.

"Lope-ré" = ex combatientes del mariscal López en la guerra de la Triple Alianza.

"Niño ara" = día del nacimiento de Jesús. La natividad.

"Mbopí" = se llaman así a los farolillos de latón alimentados a querosén.

"Rapadura" = brasilerismo, sacarosa endurecida en panes, proveniente de la deshidratación del mosto de la caña de azúcar.

"Pombero" = Figura de la mitología guaraní que representa al pícaro ente que se complace en molestar a las damas y a quien se atribuyen injustamente fechorías muy humanas. Por extensión, el hombre que se aprovecha de la ingenuidad fe-menina.

"Cambá raangá" = Literalmente, efigie de negro. Simboliza al bandeirante paulista.

"Ñati ú" = mosquito

"Función" = cualquier celebración en el día de un santo patrono. "Ñemonguetá" = conversación, Específicamente el acto de seducción amorosa.

"Purajhéi ya jhe ó" = canto plañidero de una balada triste.

"Arribeño" = término náutico que se refiere a los llegados de aguas arriba. Por extensión a todo el que llega de afuera.

"Requecho" = requisa. Todo objeto apropiado al descuido.

"Boli"= abreviatura de boliviano. Así eran llamados los combatientes de Bolivia en la guerra del Chaco.

"Pepó atá" = alas duras, avión

"Redondo" = viaje de idá y vuelta. Terminología de los transportistas.

"Cachascán"= deriva de la expresión inglesa Catch as catch can" con la que se conocían a los camiones del ejército norteamericano de la segunda guerra mundial.

"Remediadas" = define a la gente de algunos recursos, no totalmente desprovista.

"Fifi" = galicismo equivalente a petimetre o dandy.

"Mandu á ymá ité guaré" = En guaraní. Recuerdos de tiempos muy lejanos.

"Tuka-é" = Juego a la escondida

"Camby ryrú yeré" = Nombre genérico que se aplica a ciertas molestias intestinales de la infancia.

"Tacurú" = Montículos de tierra de regular altura y de gran dureza hechas por cierto de tipo de hormigas del campo.

 

 

 

 

 

 

 

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