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LUIS VERÓN

  EL SERVICIO DE SANIDAD (TRIPLE ALIANZA) - Por LUIS VERÓN - Año 2013


EL SERVICIO DE SANIDAD (TRIPLE ALIANZA) - Por LUIS VERÓN - Año 2013

EL SERVICIO DE SANIDAD (TRIPLE ALIANZA)

Por LUIS VERÓN

Colección 150 AÑOS DE LA GUERRA GRANDE - N° 08

© El Lector (de esta edición)

Director Editorial: Pablo León Burián

Coordinador Editorial: Bernardo Neri Farina

Director de la Colección: Herib Caballero Campos

Diseño y Diagramación: Denis Condoretty

Corrección: Milcíades Gamarra

I.S.B.N.: 978-99953-1-427-9

Asunción – Paraguay

Esta edición consta de 15 mil ejemplares

Setiembre, 2013

(112 páginas)



CAPÍTULO I

LAS VÍSPERAS

La medicina así como conocemos -fuera de los conocimientos aborígenes, que como se sabe eran amplios- tiene su origen en nuestro país en los primeros tiempos de los años coloniales, cuando en las capitulaciones entre la Corona española y los empresarios de las aventuras descubridoras, conquistadoras y colonizadoras, se estipulaba taxativamente la inclusión en las expediciones de médicos, cirujanos y boticarios, luego de rigurosos exámenes de aptitudes.

Aquellas capitulaciones y las consiguientes cédulas reales, leyes y pragmáticas, también dispusieron la creación de hospitales en los centros poblacionales a crearse.

Han venido a América y, específicamente al Río de la Plata, muy competentes médicos y cirujanos, como Pedro de Mesa, el maestre Juan, Sebastián de León, Hernando de Zárate o los cirujanos Fernando de Molina, Hernando de Alcázar, Pedro Genovés o Blas de Testanova.

Cuando el segundo adelantado, don Alvar Núñez Cabeza de Vaca, vino al Paraguay, también trajo un médico cirujano, Pedro de Sayús o Pedro de Zayas.

Las disposiciones que debía observar Núñez Cabeza de Vaca no solo eran las de traer profesionales médicos, sino que, también, fundar hospitales para el tratamiento de los enfermos. Y no solo eso. En ciertas instrucciones, el rey también recomendaba que "las medicinas que fueren necesarias y los ungüentos que fueren menester, como sean nuevamente hechas, se saquen de la botica, y el boticario las provea a costa del Príncipe o del Señor que envía este ejército formado, porque los soldados que tengan algún refugio y ayuda, con algún alivio que sea bueno".

 

 

Dos décadas después, en 1575, un nutrido grupo de médicos llegó a Asunción: Andrés Arteaga, Luis Beltrán, Juan de Córdoba y Diego Valle. Años después, con la expedición de Ortiz de Zárate, llegó el italiano -de Parma- Lorenzo de Menaglioto -maese cirujano-.

Además de estos profesionales, no eran pocos los misioneros, especialmente jesuitas, que ejercían la medicina con verdadero acierto.

Si bien la Ley 1 de las Leyes de Indias del 7 de octubre de 1541 establecía "que se funden hospitales en todos los pueblos de Españoles e Indios. Encargamos y mandamos a nuestros Virreyes, Audiencias y Gobernadores, que con especial cuidado provean, que en todos los pueblos de Españoles e Indios de provincias y jurisdicciones, se funden hospitales donde sean curados los pobres enfermos, y se ejercite la caridad cristiana...", durante mucho tiempo en Asunción, el principal centro poblado del Paraguay, y otros puntos fundados desde dicha ciudad, no existió lo que mínimamente podía considerarse un hospital.



LA MEDICINA EN LA INDEPENDENCIA Y LA DICTADURA

Por otra parte, a los pocos médicos que se aventuraban por estas tierras, les era muy difícil vencer la competencia de frailes y curanderos, quienes les disputaban la clientela.

Además de las personas con conocimientos empíricos, he-rederos de la sabiduría indígena en materia de profilaxis y tratamiento de las afecciones, en los días en que el Paraguay se desembarazaba de la metrópoli española, varios eran los médicos que actuaban en el país.

Entre aquellos podemos mencionar a Domingo Carrera, médico español, llegado al Paraguay con las expediciones demarcadoras de 1785. Fue médico militar y como tal actuó integrando las fuerzas invasoras paraguayas del fuerte portugués Coimbra y en las batallas de la Independencia y en el Cuartel general de Yaguarón.

Otro médico de esos días fue Vicente Verduc, español que actuó en el Paraguay a principios del siglo XIX; vino al país integrando la comitiva del demarcador Félix de Azara, en 1785; además de poseer una botica, fue cirujano militar.

Un importante médico que actuó a caballo de los siglos XVIII y XIX fue don Juan de Lorenzo y Gaona, español y precursor de la Independencia nacional; vino al Paraguay en 1787 con el gobernador Joaquín Alós y Brú y fue médico y secretario de este funcionario; además de sus actividades profesionales se dedicó al comercio y fue médico militar durante las batallas por la Independencia nacional; fue médico del dictador Francia, pero, en 1821, fue encarcelado junto con 300 españoles y se le liberó luego del pago de un jugoso rescate, pero sufrió la confiscación de sus bienes; actuó hasta su muerte, en 1847.

Aimé Bonpland fue un médico y botánico francés, egresado de las universidades de La Rochelle y de París, quien vino a América acompañando al alemán Alexander von Humboldt, en misión de exploración y estudios. Luego de recorrer gran parte de Suramérica y una breve estancia en Europa, regresó a América, específicamente en el Río de la Plata, el 1817, instalándose, primero, en Buenos Aires, de donde pasó la zona misionera, dedicándose a la agricultura, cultivando yerba mate y otros rubros. En 1821, acusado de espía, fue secuestrado por orden del dictador Francia de su establecimiento de Santa Ana, cerca del río Paraná, y confinado en la localidad de Santa María de Fe, donde prosiguió sus estudios. Numerosas personalidades del ámbito científico y político intercedieron para conseguir su libertad, que recién le fue concedida muchos años después, en 1829.

Fruto de su experiencia, publicó numerosas obras científicas y fue admitido como miembro de la Academia de Cien- das de París. Falleció el 11 de mayo de 1858, en Santa Ana, Misiones, Argentina. Años después, sus restos fueron repatriados a su país natal.

En los años de la dictadura, otros médicos europeos actuaron en el Paraguay, como el suizo Juan Rodolfo Rengger o su colega Marcel Longchamp quienes vinieron a Suramérica y, en Buenos Aires conocieron a Aimé Bonpland.

Rengger, llegado al país en 1819, fue comisionado por el dictador Francia a ejercer medicina en los cuarteles militares y prisiones, además de atender a la población civil. Realizó numerosos estudios sobre diversos aspectos del país: cultura, naturaleza, política, etc. Publicó con su compañero Longchamp un interesante Ensayo histórico sobre la revolución del Paraguay. Retornó a su país en 1826 y, víctima de la tuberculosis, falleció en el 9 de octubre de 1832. Escribió Viaje al Paraguay en los años 1818 a 1826.

 

 

EL MÉDICO ESTIGARRIBIA

El médico compatriota Juan Vicente Estigarribia fue, sin dudas, una de las personalidades de la historia paraguaya que mereció el mayor respeto de los que conocieron de su existencia, en el siglo XIX.

Luego de la expulsión de los jesuítas, sus conocimientos fueron recogidos por algunas personas, entre ellas el guaireño Juan Vicente Estigarribia. Tampoco faltaron extranjeros que se ocuparon de las observaciones del hermano Pedro Montenegro, entre ellos el francés Aimé Bonpland y, años después, el médico compatriota de Bonpland, Luis Barrandon.

Sobre el médico Estigarribia no hay mucha información. Parece haber nacido el 22 de enero de 1778.

Juan Vicente Estigarribia vivió su niñez en el Guairá -al parecer nació en Yataity, aunque otras fuentes señalan a Villarrica como su cuna-. Sí, estudió en Villarrica, con el maestro Ruperto Medina, y se destacó por su inteligencia, que le deparó la consideración de sus compueblanos. De esa época data su interés por la naturaleza, en especial por los atributos curativos de las plantas.

El contacto con el conocimiento de los aborígenes mbya ayudó a su formación, que, luego, enriqueció bebiendo de las fuentes de estudiosos, como los jesuítas Montenegro, Asperger, Lozano, Guevara, Suárez, Sánchez Labrador y otros.

Sus conocimientos -y la puesta en práctica de ellos- le valieron merecida fama, que pronto trascendió su comarca guaireña. Eran conocidos su capacidad y su desprendimiento para tratar a los dolientes, no le importaba la capacidad económica de sus pacientes, a todos trataba por igual y, a los que no tenían cómo pagar sus servicios, les trataba gratis.

Su fama llegó a oídos del dictador Rodríguez de Francia, quien le convocó a Asunción en los primeros años de la Independencia, para ejercer la medicina en el Hospital Militar. Pero no fue sino hacia 1820, en que el médico Estigarribia se instaló definitivamente en Asunción, ganándose la simpatía del huraño dictador, su amistad y su confianza tal, que le designó médico de cabecera.

Pero no solo al dictador atendía Estigarribia. Era común para los asunceños de aquellos oscuros días, la menuda figura del médico, que, cubierto con un viejo sombrero, recorría las arenosas calles para atender a los pacientes que requerían de sus servicios.

Como médico personal del dictador Rodríguez de Francia, era el único que no necesitaba autorización del tirano para acceder a sus alcobas privadas en la casa de Gobierno.

Fue él, quien, el 20 de septiembre de 1840 certificó la muerte del anciano dictador y fue él, quien, al día siguiente, convocó a los cuatro comandantes militares y a las demás autoridades civiles para integrar el Gobierno provisorio conformado a la muerte de Rodríguez de Francia.

Cuando don Carlos asumió la Presidencia de la República, eligió a Estigarribia como médico familiar, cargo que siguió ejerciendo con su sucesor en la Presidencia de la República, el general Francisco S. López. Cuando este se ausentó para marchar al frente de batalla, Estigarribia, ya anciano, se retiró a residir en Villarrica. El Gobierno, en reconocimiento a sus servicios, le otorgó una merecida pensión vitalicia.

Pero cuando en 1866 el mariscal López enfermó gravemente en Paso Pucú, en el único en cuya capacidad confiaba ciegamente fue en Juan Vicente Estigarribia. Meses después, cuando se declaró la epidemia de cólera entre los combatientes, le cupo preparar un medicamento que demostró ser eficaz para el tratamiento de la enfermedad y muchas vidas -entonces de vital importancia para la defensa nacional- pudieron salvarse.

Así actuó, en momentos en que otras afecciones hacían su aparición en la sociedad paraguaya, llámese sarampión, llámese escarlatina. Las sabias manos y el profundo conocimiento que tenía le posibilitaron poner a disposición de sus compatriotas, medicinas de fácil acceso y no tan caras como las adquiridas en las boticas de entonces.

Generoso, y con la humildad que caracteriza a todo sabio, Estigarribia compartía sus conocimientos con otros estudiosos que llegaron al país en su época: Bonpland, Munck de Rosenschold, Meister, Demersay.

Los últimos años de su larga vida los vivió en Villarrica, posteriormente se trasladó a Ajos (hoy Coronel Oviedo), donde, según algunos autores, murió el 15 de julio de 1869.

Según la tradición familiar, los restos del médico Estigarribia fueron sepultados en Ajos, pero, años después, fueron trasladados y sepultados en el cementerio del Mangrullo.

Un día, según su descendiente y tocayo Juan Vicente Estigarribia, en una gran tormenta producida años más tarde - ¿1905? -, los raudales removieron las tumbas de ese camposanto, y el féretro del médico Juan Vicente Estigarribia fue arrastrado hasta el río, perdiéndose para siempre.


 

 

 

CAPÍTULO III

LA SANIDAD EN LA GUERRA

El conflicto bélico conocido como Guerra de la Triple Alianza o Guerra del Paraguay, que enfrentó al Paraguay con sus vecinos Argentina, Brasil y Uruguay, entre 1864 y 1870, fue, conjuntamente con la Guerra de Crimea (1854-56), las guerras de unificación alemana (tres guerras en siete años), y la Guerra de Secesión norteamericana (1861-1865), uno de los hechos históricos más importantes del siglo XIX. Fue, como las otras, un extraordinario campo de experimentación en conducción bélica, armamentos, transportes -terrestres y navales-, sistemas de abastecimiento, transportes, comunicaciones y sanidad. Indudablemente.

En su conducción tetrapartita, se capitalizaron las enseñanzas de los conflictos anteriores mencionados. Recordemos que el horror de la contienda entre Francia y el Piamonte contra los austríacos, en 1859, llevó a Henry Dunant a concebir la idea de crear la Cruz Roja para la atención de las víctimas de futuros enfrentamientos bélicos.

Estos conflictos modificaron los conceptos que hasta entonces se tenían de la estrategia, además de producir modificaciones sustanciales en la tecnología de la maquinaria bélica "condicionando enseñanzas que serían puestas en práctica más adelante durante la Primera Guerra Mundial'', al decir del argentino Marcelo Gabriel Rodríguez.

Al inicio de la contienda, la Argentina se encontraba en pleno proceso de organización nacional iniciado en 1852, luego del derrocamiento de la dictadura de Juan Manuel de Rosas. Buenos Aires había retornado al seno de la Confederación Argentina, pero con el franco propósito de mantener su autonomía comercial con respecto al resto de las provincias, restringiendo y controlando el tráfico comercial desde el interior del país hacia el puerto de Buenos Aires -y vice versa lo que generó un permanente conflicto con dichas provincias.

Con respecto al Brasil, estaba regido por una monarquía constitucional y que se presentaba como un país progresista, pero manteniendo vivas sus viejas pretensiones hegemónicas, lo que le había llevado en un pasado reciente a invadir al Uruguay y crear la República Cisplatina, a librar una guerra con la Argentina y a plantear pretensiones hegemónicas en el Paraguay.

Al inicio del conflicto de la Triple Alianza, el Brasil poseía un considerable ejército de unos 30.000 hombres y una poderosa flota con modernos acorazados.

El tercer país integrante de la alianza, el Uruguay, venía soportando los permanentes enfrentamientos entre conservadores y liberales, los cuales fueron la chispa del incendio que devoró al Río de la Plata durante cinco años, entre 1865 y 1870.

El Paraguay era por entonces un país con una situación económica y social ordenada y homogénea, con una economía basada en un régimen de producción primaria, pero autosuficiente.

El Gobierno paraguayo supo mantenerse prescindente con respecto a los conflictos internos que se desarrollaban en los países vecinos y supo mantener una política firme frente a las presiones mercantilistas de algunos países europeos y de los Estados Unidos.

El agravamiento de la situación interna uruguaya y la notoria influencia brasileña en los conflictos internos uruguayos llevaron a la Argentina a involucrarse, a su vez, en dicha situación. Esta realidad que derivó en una lucha por parte de ambos estados por mantener una influencia política y económica en la cuenca del Plata, llevó al gobierno paraguayo a erigirse en calidad de árbitro y protector del derrocado gobierno uruguayo y decidió operar militarmente en contra del Imperio brasileño y del nuevo gobierno de la Banda Oriental.

El Gobierno argentino en un intento por mantenerse neutral negó a uno y otro bando en pugna la autorización de utilizar su territorio para el desplazamiento de los ejércitos, por lo que, el gobierno paraguayo le declaró la guerra e invadió el territorio de Corrientes, en abril de 1865.

Si bien el Paraguay contaba con un respetable ejército, distaba mucho de ser una potencia militar, pues sus hombres, aunque constituían una fuerza bien disciplinada, estaba mal armada y con armamentos obsoletos e ineficaces.

El 1 de mayo de 1865, los gobiernos de la Argentina, el Brasil y el Uruguay firmaron una tratado de alianza contra el Paraguay y se desbocaron los caballos apocalípticos en la región.

La heterogeneidad de las tropas, las desinteligencias de los altos mandos y el total desconocimiento del escenario de la guerra (por los cuatro países en conflicto) conspiraron contra la rapidez de las operaciones bélicas.

El Paraguay había tenido las primeras iniciativas ofensivas, pronto los aliados recuperaron el terreno perdido y avanzaron contra el Paraguay, asestando rotundos golpes a su sistema defensivo y avanzaron hacia el territorio paraguayo, librando sangrientas batallas hasta que derrotaron al ejército paraguayo y, con la muerte del mariscal Francisco S. López, impusieron la paz a su medida, luego de un sangriento lustro que puso a prueba la capacidad de sobrevivencia de los involucrados en el conflicto.


LA SANIDAD EN EL FRAGOR DE LA GUERRA

Una constante en la organización sanitaria -que es el tópico de nuestro interés en este trabajo- fue la carencia y precariedad de los recursos sanitarios de los ejércitos involucrados. Ni el ejército paraguayo ni los de los aliados contaban con un aparato sanitario castrense preparado y organizado adecuadamente para la contingencia, con un mínimo de eficacia en la atención de heridos y damnificados.

La rapidez con que se desencadenó el conflicto fue un obstáculo para la buena preparación de un eficiente apoyo sanitario.

Si bien el Ejército paraguayo tenía un excelente plantel de médicos europeos, carecía de muchos elementos y recursos sanitarios. Los aliados, sin embargo, tuvieron que recurrir a la buena voluntad de los médicos residentes en las ciudades, tanto de Buenos Aires como de las ciudades del interior -y se han dado casos de malas voluntades-, para la atención de las víctimas.

En ambos bandos, al inicio de las hostilidades no había ni instrumental ni ambulancias ni suficiente experiencia para la profilaxis, el tratamiento de las heridas ni las técnicas quirúrgicas, que solo se limitaban a la extracción de balas, amputaciones y "rudimentarios procedimientos de sutura cutánea”.

Para el tratamiento de afecciones clínicas agudas, los procedimientos se limitaban a la administración de purgas y las sangrías por medio de sanguijuelas. "Las medidas preventivas que comenzaban a dominar los círculos médicos europeos eran totalmente desconocidas", señala el argentino Marcelo Rodríguez.


EXPERIENCIAS AJENAS, REALIDADES PROPIAS

Cuando empezó la Guerra de Secesión en 1861, el ejército de los Estados Unidos contaba solo con un cirujano mayor, treinta cirujanos y ochenta y tres asistentes. Al finalizar el conflicto, ambos bandos movilizaron un total de once mil médicos.

Al iniciarse la guerra, una rápida tarea de movilización posibilitó una eficiente asistencia a los heridos y damnificados de la contienda, si bien los médicos carecían de experiencia en la atención de heridos de guerra y, refiere Rodríguez, "ni siquiera sabían cómo realizar los pedidos de insumos necesarios para su desempeño", lo que fue salvado en parte por las autoridades médicas de la Unión al instaurar tempranamente un rígido sistema de admisión para el personal sanitario y, por otra parte al permitir la colaboración de la Comisión Sanitaria de los Estados Unidos, una entidad civil que se creó siguiendo la experiencia de la Comisión Sanitaria británica que tuvo una brillante actividad durante la Guerra de Crimea".

Ambos ejércitos en conflicto invirtieron un considerable esfuerzo e importantes recursos en materia de sanidad militar; además de organizar complejos sistemas de evacuación sanitaria, se "diseñaron modelos hospitalarios de variable complejidad y gran capacidad de desplazamiento de acuerdo a los periódicos cambios de frentes de batalla".

Se realizaron innovaciones en técnicas quirúrgicas y se organizó un eficaz cuerpo de enfermeras y auxiliares médicos. Estas medidas permitieron que la mortalidad calculada en esta conflagración (alrededor de 600.000 hombres) estuviera, en opinión de observadores contemporáneos, "bastante por debajo de lo que debió haber sido en función de la magnitud de las operaciones bélicas desarrolladas".

Además, los ejércitos en pugna en la mencionada guerra tuvieron bien equipados hospitales y recurrieron a diversos establecimientos sanitarios de las ciudades cercanas al escenario de las batallas. En el conflicto de la Tríplice, otra era la realidad: los hospitales estaban a mucha distancia del frente de batalla: Corrientes, el más cercano, Rosario, Buenos Aires, Asunción...

Ambos ejércitos instalaron en las cercanías de los campos de batalla numerosos hospitales de campaña (field-hospitals), que se desempeñaron como "la primera línea de evacuación y atención de los heridos en combate y tenían amplia capacidad de desplazamiento con los cambios de frente de batalla. Por otra parte se procuraba que tuvieran un fácil acceso a vías férreas o a cursos navegables para lograr una rápida evacuación de heridos a los hospitales generales luego de habérseles realizado los primeros tratamientos".

En el caso de la Guerra de la Triple Alianza, no había ferrocarriles ni flota naval apropiada para el transporte de las víctimas hasta los lejanos centros de atención.


EVACUACIÓN DE HERIDOS

Hasta la Guerra de Secesión, la evacuación de los heridos hasta los improvisados puestos sanitarios de socorro en la retaguardia se realizaba en literas o "a hombros" de sus propios compañeros, muchas horas después de terminados los combates.

Para facilitar el traslado de heridos, el Ejército de la Unión creó un cuerpo de ambulancias y se planificó un sistema de evacuación efectiva con un número específico de ambulancias por unidad militar.

Cada ambulancia contaba con un conductor y dos camilleros. Su construcción, escribe Marcelo Rodríguez:

"era liviana, de cuatro ruedas, tirada por un caballo y con capacidad de transporte de uno o dos soldados heridos. Las ambulancias se desplazaban en conjunto aun durante la batalla desde el hospital de campaña hasta el frente. Recogían los heridos y los transportaban nuevamente al mencionado hospital. El sistema resultó ser muy eficaz y en 1864 el Congreso autorizó la creación del Cuerpo de Ambulancias del Ejército de la Unión".

"La cadena de evacuación del soldado herido se completaba de la siguiente manera: Se le brindaba la asistencia inicial en el hospital de campaña. Los cirujanos habían aprendido por su previa experiencia en la guerra con México y por su experiencia inicial en el presente conflicto que las primeras 24 horas eran decisivas en el tratamiento de las heridas de combate por lo que rápidamente se realizaba el lavado de la herida o la amputación de un miembro. Estabilizada y curada la misma el soldado era trasladado por ferrocarril o por embarcaciones fluviales hasta el Hospital General”.

Por otro lado, la Guerra de Secesión norteamericana fue la primera contienda bélica en la historia en la que se emplearon “trenes hospitales" para la evacuación de heridos. Estos trenes contaban con "vagones transformados en quirófanos, cocina, sala de internación y dispensarios por lo que eran en el estricto sentido de la palabra “hospitales de evacuación”. Además, fueron creados buques hospitales, con capacidad de transportar y atender a más de mil heridos.

Por el otro lado, se había incorporado personal femenino para el cuidado de las víctimas.


 

 

 

 

 

CAPÍTULO VI

ENFERMEDADES DURANTE LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA

Numerosas fueron las enfermedades sufridas por los combatientes de ambos sectores en pugna durante la guerra que el Paraguay sostuvo con sus vecinos, desde los meses iníciales de la contienda.

Según versión de los aliados, en agosto de 1865 se declararon casos de disentería, luego de la batalla de Yata'i, que causó estragos entre los prisioneros paraguayos de esa batalla y entre los que fueron tomados en la acción de Uruguayana.

Cuenta el doctor Víctor I. Franco, que según los médicos aliados (Golfarini, Del Castillo y otros):

“la enfermedad, a veces se presentaba con síntomas generales, pero comúnmente, desde el comienzo, con síntomas locales. Cuando aparecía, estaba precedida de pródromos que consistían en cefaleas, más o menos intensas, escalofríos, suciedad de la lengua, aversión a los alimentos, vómitos, aumento de calor en la piel, frecuencia del pulso y una discreta diarrea, agregándose a todo esto, los verdaderos síntomas de la disentería, es decir, deposiciones con sangre, pujo, tenesmo, dolores del tipo cólico, evacuaciones de naturaleza mucosa, mezcladas con sangre y cuyas expansiones ocasionaban ardor en el ano".

Siempre según los informes de los médicos aliados:

"los deseos de deposición se sucedían con frecuencia; el olor era 'sui géneris', declarada la enfermedad las evacuaciones se hacían más frecuentes, los retorcijones del intestino y los pujos, sumamente considerables; las evacuaciones se sucedían 20 o 30 veces en 24 horas; en ocasiones las deposiciones eran sangre pura, al parecer sin mezcla de otras sustancias, coaguladas o líquidas. En otros casos, menos frecuentes, evacuaban con mucha bilis o una materia verdosa o         heces de color vinoso, o semejantes al lavado de carne. Evacuaban materia en forma de copos o pedazos de membranas que parecían verdadera mucosa intestinal".

‘‘A medida que la enfermedad avanzaba -decían los informes- las evacuaciones venían mezcladas de pus y el olor de una fetidez insoportable: el tenesmo era constante y doloroso y obligaba al enfermo a mantenerse largas horas en actitud de defecación".

 

 

"En todos los periodos de la afección era el último síntoma que dejaba de aparecer; si el tenesmo era de mayor intensidad producía desmayos, temblor en las extremidades inferiores, ruidos molestos en los oídos, convulsiones y hemorragias nasales muy profusas. Debido a la continua evacuación, el orificio anal se volvía rojo, con escoriaciones, acompañadas a veces de relajación del esfínter, produciendo la procidencia del recto; estos tenesmos se propagaban a la vejiga y entonces se producía un dolor vesical que desesperaba al enfermo.

"Los pacientes perdían el apetito; tenían una sed devoradora por la deshidratación, la piel se ponía caliente y seca, enfriándose las extremidades, pulso frecuente y duro; el enfermo perdía peso, enflaquecía, aumentaba el frío de la piel, las lipotimias se hacían frecuentes y la debilidad cardiaca sobrevenía así como el hipo y meteorismo. Finalmente el enfermo moría, unas veces en estado de estupor y otras conservaba su lucidez. Cuando mejoraba el cuadro disentérico para su curación, se iban atenuando todos los síntomas".

Realmente vivo y dramático este relato de los padecimientos de los enfermos de disentería como los hubo miles en los campos de batalla, en el sur del país. Sumémosle a ello las penurias sufridas por los médicos y enfermeras ante la escasez de recursos, la acumulación de pacientes y las duras y miserables condiciones de vida ya en las trincheras, ya en los campamentos.

El tratamiento dado a esta enfermedad consistió en la reducción de la dieta, el uso de cocimiento blanco de Sydenham, solo o asociado a láudano, que es una medicación anti- espasmódica; bebidas mucilaginosas, lavativas con almidón laudanizado y cataplasmas sobre el abdomen rociado de láudano; al disminuir los síntomas -dice el doctor Franco- se le administraba ipecacuana asociada al opio, cocimiento de simaruba, de ratania o su extracto, el ácido tánico, cáscara de granada, lavativa de almidón con láudano y nitrato de plata cristalizado.

Todas las sustancias administradas eran de tipo astringente, o "trancativo" como se les llamaba vulgarmente.

El doctor Juan Angel Golfarini, de la Sanidad argentina durante la contienda, señaló varios elementos que tenían relación con la aparición de las epidemias. En ese sentido señala la alimentación, los alojamientos, los vestuarios y equipos, el clima, los ejercicios y las impresiones morales.

En cuanto a la alimentación, dice: "El soldado era alimentado con dos ranchos al día. La dieta se basaba fundamentalmente en productos animales y en menor medida de harinas. Prácticamente no hubo consumo de vegetales y frutas. En ocasiones hubo escasez de alimentos, hubo dificultades en el transporte de los mismos y, hubo sustitución de la dieta habitual por alimentos extraños al soldado".

Según el doctor Lucio del Castillo, las causas de la epidemia (disentería) de Uruguayana fueron hacinamiento y la cantidad de materias en descomposición.

“La falta de alimentación llegó a tal extremo que los soldados comían pieles de caballos. Otros hacían hervir garras de cuero seco. Cuando la enfermedad empezó a invadirlos estos infelices trataban de curarse amasando cal de las paredes de los edificios con grasa o sebo, usando de esta mezcla como remedio y alimento a la vez”.

La segunda epidemia afectó a las baterías de Tuyutí antes del ataque del 22 de septiembre en Curupayty. Fue autolimitada.

El mecanismo de contagio de la enfermedad no fue pro-fundamente estudiado por los médicos de entonces, manteniéndose el concepto de los miasmas.

"...Llegada cierta época, ¿No es posible considerar a cada enfermo rodeado de una atmósfera de emanaciones corpóreas de las que exhala su propio organismo y en las que vayan los miasmas que se desprenden, capaces de comunicar la enfermedad a un individuo sano?

Sin embargo, Del Castillo hizo evidente la posibilidad de que la enfermedad se contagiase por contacto directo con enfermos o, con utensilios relacionados a estos:

"También se ha dicho que la disentería esporádica no se comunica por contagio, pero son tantos los hechos que prueban este medio de transmisión que hasta las personas más ignorantes del vulgo saben cómo la dolencia se propaga de un individuo a otro en una familia por el solo hecho de sentarse en el bacín donde había evacuado un disentérico... Yo he presenciado este hecho en los hospitales de campaña que he tenido a mi cargo. La escasez de bacines en las salas de los enfermos daban lugar a que los que acababan de ser usados por enfermos de disentería eran llevados sin lavarse debidamente por imprevisión de los asistentes a otros enfermos que no la padecían, y estos, al poco tiempo se veían atacados por la enfermedad".

El tratamiento de la disentería en campo aliado se basaba en la combinación de diversas modalidades terapéuticas: Cocimiento de Sidenhan, lavandas, cataplasmas, opio, astringentes (ratania, tanino). En casos graves se hacían sangrías aplicando sanguijuelas al vientre y al ano.

Al mejorar el paciente se administraba ipecacuana asociada a opio, cocimiento de simarruba y extracto de ratania.

"Debo hacer mención aquí -dice Del Castillo- de un enema preconizado por el distinguido Cirujano Principal del Ejército, el

Dr. Molina, en los casos de mayor crudeza de la enfermedad y, que nos producía magníficos resultados. Este se componía de tres onzas de agua, en la cual se disolvía un escrúpulo de ioduro de potasio y otro de tintura de yodo...".

Con respecto a los vestuarios y equipos, Golfarini señaló:

"El equipo y vestimenta del soldado era excesivamente pesado, lo que generaba dolores y disfunciones musculares. La cama de campaña se tendía sobre el suelo. Era sucia y abrigaba mal".

Referente al alojamiento: "Durante la campaña del cuadrilátero, un ejército de 50.000 soldados debió vivir por más de dos años en un campamento muy reducido (dos leguas de extensión de piso). Los soldados estaban amontonados en cuadras incapaces de contener un gran número de individuos y respiraban un aire continuamente viciado por sus propias emanaciones. La higiene era totalmente descuidada".

Sobre el clima y el terreno: “El clima en el territorio donde se desarrollaron las operaciones era extremadamente cálido y húmedo. El terreno era pantanoso y las aguas estaban en constante estado de putrefacción".

Sobre el mismo tópico, otro médico, el doctor Lucilo del Castillo, escribió: "Rodeados de aguas infestadas, la mayor parte de ellos pisando un terreno que vertía humedad, circundados por un sin número de animales que se morían por falta de pasto, grandes montones de osamentas de las carneadas, más tarde, después de las primeras batallas, ese mismo estaba sembrado de más de 30.000 cadáveres, una gran parte de ellos insepultos en aquellos puntos que habían sido considerados campo neutral".

Sobre los ejercicios, Golfarini escribió: “Los ejercicios y marchas causaban un fuerte estado de agotamiento no recuperado por el mal descanso y escasa alimentación".

El personal sanitario, consciente de estos factores predisponentes, tomó medidas preventivas a fin de minimizar el número de bajas por "enfermedades mórbidas".

Algunas medidas tomadas, fueron:

"Se prohibió la permanencia voluntaria y forzada de los soldados en los puntos pantanosos, se trató de establecer una buena moral permitiendo a la tropa distracciones que hicieran olvidar la impresión que el mal pudiera ocasionar. Se suspendieron los ejercicios doctrinales y se permitió a los soldados que no estaban de servicio pasear, sin salir del campamento a las horas más convenientes del día, esto por la mañana y la tarde. Se les proporcionó, en cuanto era posible, la mezcla de sustancias animales y farináceas para la alimentación, con privación de todo abuso y desarreglo en el régimen.

"Las horas de repartición del rancho eran las mismas, previniéndose que no se tomasen alimentos fríos y mezclados con sustancias que puedan hacerlos indigestos. Se les prohibió que comieran en otras horas que las acostumbradas en las dos veces al día en que se repartía el rancho. Se los proveyó de una ración de café y de caña para que tomaran todas las mañanas antes de levantarse de dormir. Se les prohibió el exceso de vino y la abstención absoluta de los licores espirituosos, reduciéndolos a la ración que se les daba, y para el efecto se mandó suspender en el comercio la venta de licores y de toda clase de frutas. No se permitía a la tropa la permanencia en lugares donde hubiera corrientes de aire húmedo, ni beber agua fría estando dudada, se impedía a los soldados que durmieran al aire libre, salvo los centinelas que podían permanecer en él, pero bien arropados con su capote y caperuza. Se recomendaba, más que nunca la limpieza y ventilación de las cuadras y sus dependencias sin permitir la defecación fuera de las letrinas. Se mandaba lavar al soldado todos los días por la mañana, la cara, el cuello, brazos y manos y se le hacía mudar la ropa que tenía puesta inmediatamente que llegara a mojarse. Se exponían al sol y al aire las mantas y objetos que servían de cama. Se mandó, por último, que en los hospitales se observasen todas las reglas de ventilación, aseo y limpieza que prescribe la buena higiene, que los alimentos de los enfermos fuesen de la mejor calidad posible, que las salas de estos se regasen dos veces por día con cloruros destinados para ello.

"Se mandó construir un lazareto a una distancia lejana de los otros hospitales y del centro del Ejército, provisto de todo lo necesario para el buen servicio".

Otra afección que acompañó a miles de combatientes, de uno u otro sector en pugna, fue la que dieron en llamar fiebre intermitente o paludismo. Existieron diversas variantes de esta enfermedad, determinada por la duración de las fiebres.

El 16 de abril de 1866, el ejército aliado atravesaba el río Paraná para adentrarse en territorio paraguayo.

Las naves brasileñas cañonearon las defensas paraguayas y, a pesar de los grandes esfuerzos de nuestras tropas por evitar el tránsito aliado, ellas fueron vencidas, cayendo en poder de las tropas argentinas la batería de Itapirú.

El 1 de mayo, por la madrugada el mariscal López ordenó incendiar el pueblo de Itapirú y retroceder para así poder re-concentrar su ejército en Estero Bellaco, de donde fue empujado por las tropas aliadas hasta Tuyutí.

El campamento argentino se estableció en las inmediaciones de Itapirú y allí aparecieron los primeros casos de fiebre intermitente (paludismo o malaria).

El cuerpo médico aliado tenía el claro concepto de que la enfermedad se relacionaba con la permanencia en terrenos rodeados por aguas estancadas y pantanos. La enfermedad apareció súbitamente a los pocos días de haber acampado el ejército en Itapirú y afectó a las dos tercias partes de cada regimiento.

Para su tratamiento, los jefes aliados comenzaron mandando a todos los enfermos a los hospitales de campaña, pero, pronto, estos se vieron desbordados y solo eran admitidos los casos más graves. Entre los aliados la enfermedad prevaleció durante toda la campaña del Paraguay, agravándose cada vez que el ejército cambiaba de campamento.

Si bien se sabía que la enfermedad se desarrollaba en ambientes húmedos y con terrenos pantanosos, no se proyectaron obras de ingeniería tendientes a mejorar las condiciones del terreno. Los médicos tenían conocimiento que varias comunidades habían descendido la prevalencia de la enfermedad canalizando los terrenos anegados y dando curso a las aguas estancadas hacia los ríos cercanos.

El tratamiento de la fiebre intermitente, también llamada fiebre recurrente o paludismo, se basó en la administración de quinina en forma de píldoras o en solución diluida en una mezcla de agua de cebolla. Se administraban tres dosis, por la mañana, luego del acceso febril y por la noche.

Otro procedimiento profiláctico fue hacer marchar a los soldados con todo su equipo durante un tiempo prolongado, hasta producir cansancio y fatiga. Luego se les permitía a los hombres descansar en sus campamentos e ingerir infusiones tales como té o mate para provocar sudoración. En opinión de los médicos, esta medida evitaba que las personas libres de paludismo se contagiaran.

 

 

Como si no bastaran tantos padecimientos, además de las enfermedades, el agotamiento, el hambre y otros flagelos, el 4 de abril de 1867 llegó un visitante inoportuno: el cólera.

Efectivamente, ese día llegó al campamento aliado de Tuyutí la noticia de que en Corrientes se había declarado una epidemia de cólera y que hacía estragos en la población civil.

La epidemia de cólera de 1867, en realidad fue un coletazo de una pandemia iniciada en Europa hacia 1865. Según informaciones, el mal llegó a bordo de un buque proveniente del Brasil -un vapor brasileño llamado Texeira de Freitas, que zarpó de Río de Janeiro en febrero de 1867-, en el que venía enfermo el capitán de la embarcación, quien al llegar al puerto de Goya, había fallecido. El buque siguió viaje hasta Corrientes, donde la peste se propagó rápidamente.

Como Corrientes era la ciudad más cercana al escenario de la guerra, de donde se proveían los ejércitos aliados, en poco tiempo la enfermedad hizo su trágica entrada triunfal en el lugar donde estaba el grueso de los combatientes de la Alianza: Tuyutí.

Los individuos de distinta clases sociales, particulares, militares, proveedores, comerciantes y vivanderos "poseídos de gran temor -cuenta el doctor Víctor I. Franco- a causa de la mortandad que ocasionaba, no tardaron en llevar la enfermedad al puerto de ltapirú, en donde se hallaban instalados hospitales argentinos y brasileños".

El primer caso registrado en ltapirú fue en el hospital argentino, el 10 de abril de 1867. Ese mismo día se registraron otros cinco casos en el hospital brasileño. Era el principio de la calamidad.

Rápidamente y con una intensidad asombrosa, la plaga se propaló entre los combatientes sin distinción de clase ni jerarquía. Las principales víctimas fueron los hospitalizados y convalecientes de heridas y otras enfermedades.

Las primeras medidas tomadas por las autoridades y jefes fue ordenar la abstención absoluta de licores, cuya libre comercialización se prohibió, además de las frutas. Aún así, el mal causaba, cada día, más y más estragos, a tal punto que se instaló un lazareto en ltapirú.

Según descripciones de la época, la enfermedad aparecía de manera virulenta, con desórdenes de las vías digestivas, vómitos, diarreas, acompañados de dolores, que eran las características principales de la enfermedad.

En muchos casos las manifestaciones de la enfermedad estaban precedidas de continuas náuseas que fatigaban a la víctima, produciéndole una considerable ansiedad. Las materias fecales tenían un olor repugnante y los vómitos semejaban al agua de arroz; eran de color opalino, grisáceo o blanquecino, con cuajadas de grumos.

La lengua del enfermo se presentaba fría, húmeda, pegajosa y con una subida coloración azulada. Las deposiciones eran parecidas al vómito, serosas, blanquecinas y con una capa albuminosa y acompañada de atroces dolores abdominales y calambres, lo que desesperaba a los enfermos hasta la locura: "los calambres de los músculos abdominales y del diafragma eran de una intensidad extrema que no les permitía respirar ni acostarse, haciéndose en forma flexionada y acercando la cabeza a la rodilla; el ritmo respiratorio difícil, en extremo irregular, la voz apagada y debilitada, afónica y, a veces, se producía la pérdida total de la voz".

Muchos morían en esa posición de flexión, a lo que los paraguayos llamaban "cha'i" (arrugado). Algunos estaban lúcidos y conscientes de que nada podía hacerse para ayudarlos. Otros perdían la visión, la sensibilidad cutánea; se mostraban embotados y sumidos en un estado de postración de todos los sistemas; tenían dolorosos calambres de las piernas, brazos y manos, que les arrancaban atroces gritos de sufrimiento. Estos calambres, en muchos casos, duraban hasta el desenlace final.

En el estado agudo de la enfermedad, se suprimía la micción y recién aparecía de vuelta cuando la enfermedad iba retrocediendo o en el periodo de reacción.

La enfermedad mataba a las víctimas a las 30 o 40 horas después de su aparición. Cuando se hizo más virulenta, mataba a solo dos horas de aparecida.

Una historia clínica de aquella época, publicada por el doctor Víctor I. Franco, refiere:

‘‘Juan Rosales, soldado de Infantería, de nacionalidad argentina, de 23 arlos de edad, de estado soltero, temperamento sanguíneo, constitución robusta, entró en el lazareto con todos los síntomas de cólera, tenía vómitos, evacuaciones albinas que al principio habían sido ligeramente biliosas y degenerando más tarde en blanquecinas y acompañadas de materiales grumosos coleriformes, sufría una sed devoradora, tenía un dolor profundo en el epigastrio acompañado de hipo, fuertes calambres en las extremidades de los dedos de las manos, el pulso bastante deprimido, pues era casi imperceptible; una frialdad casi generalizada reinaba en todo el cuerpo, las uñas lívidas, casi negras, los ojos hundidos, las facciones cadavéricas. El cuerpo estaba cubierto de manchas equimóticas, sufría de extrema agitación, la respiración era angustiosa, el aliento y las extremidades frías. Una sensación de constricción comprimía la garganta y la voz sumamente apagada, un copiosísimo sudor viscoso bañaba el rostro y el cuerpo del enfermo. Tratamiento: fricciones con escobilla empapada en una mixtura compuesta de cloroformo, alcohol alcanforado y láudano y después se le cubrió todo el cuerpo de sinapismo, se le dieron infusiones calientes de menta con un poco de cognac y se le pusieron lavativas amiláceas laudanizadas".

Con esta descripción se tienen los síntomas de la enfermedad y el tratamiento dado. Por otro lado, no fueron pocas las complicaciones, degeneradas en fiebre tifoidea y afección cerebral, como meningitis, etc., lo que indefectiblemente derivaba en la muerte del paciente.

Un segundo brote epidémico apareció en septiembre de 1867 y entre los muertos estuvo el general argentino Cesáreo Domínguez, sobreviviente del combate de Boquerón y otros jefes.

A fines de octubre los casos de cólera comenzaron a disminuir y el 24 de ese mes, el general Bartolomé Mitre le escribió al vicepresidente Paz:

"En esta gran batalla de la vida, mes es grato anunciarle otro triunfo más grande y más consolador: el cólera ha desaparecido casi completamente. Ayer cumplió desde el día de su aparición en el Ejército Argentino, y ayer solo hubo una defunción de los primeros casos y solo cuatro casos nuevos sin gravedad. El honor de esta victoria comprende sobre todo a Dios, y después, a nuestro benemérito Cuerpo Médico que ha trabajado con la mayor abnegación, a lo que debe agregarse el cuidado verdaderamente paternal de los jefes y oficiales de cuerpo que han atendido a los enfermos en todos los momentos, velando por la higiene del Ejército y, confortando siempre a los sanos y a los enfermos

A pesar de las alentadoras noticias provenientes del campamento aliado, el vicepresidente Paz recibió fuertes presiones de diversos sectores que lo llevaron a decretar la cuarentena en la provincia de Buenos Aires.

Al enterarse Mitre de las medidas adoptadas por el gobierno reaccionó violentamente, por considerarlas excesivas y tendientes a afectar la moral de las tropas a su mando. Pero, poco tiempo después se dio cuenta de que estaba equivocado: la enfermedad llegó a Buenos Aires provocando una considerable mortandad. El 28 de diciembre el vicepresidente Paz cayó enfermo, y falleció el 2 de enero de 1868.

Dice Marcelo Rodríguez: "Los médicos atribuían como causas del cólera a los mismos factores etiológicos del paludismo y la disentería, es decir los miasmas presentes en ambientes húmedos y terrenos pantanosos dando una importancia etiológica especial a la moral del soldado.

Hacia la época en que se desató el cólera era casi desconocido. Se sabía que la aparición de enfermedades contagiosas estaba asociada a menudo con condiciones de vida insalubres, y, desde el tiempo de Hipócrates se había transmitido la creencia de que el ambiente físico decidía la salud de una comunidad. En el caso puntual del cólera se conocía bien su evolución natural.

La enfermedad se iniciaba con unas pocas víctimas, generalmente viajeros que al ponerse en contacto con las comunidades extendía la enfermedad entre estas, alcanzaba su apogeo en unas pocas semanas matando a la mitad de las personas que ataca y luego declina hasta unos casos esporádicos hasta desaparecer tan misteriosamente como vino por un plazo de tiempo que no puede predecirse.

En 1854 el médico inglés John Snow determinó claramente la relación entre la aparición de la enfermedad y la ingesta de agua contaminada con desechos cloacales; sin embargo, estas observaciones no fueron tomadas en cuenta ni aún en el continente europeo hasta 1883, en que el doctor Walter Koch aisló el vibrión colérico.

Los métodos terapéuticos instaurados en los enfermos de la epidemia de cólera fueron sumamente diversos. En el campo aliado se recurrió a lavativas amiláceas laudanizadas; al opio a altas dosis para combatir específicamente la diarrea, al subnitrato de bismuto, bicarbonato de soda, poción antiemética de Riviere, diaforéticos energéticos, ponche de coñac caliente, infusiones de té, tilo y menta con coñac, friegas excitantes con una mezcla de cloroformo, alcohol alcanforado y láudano, sinopismos de mostaza y agua de arroz para beber.

Una observación del doctor Damianovich, de la Sanidad argentina, refiere que:

"Después de que ha pasado aquella época, me he dado cuenta que el mate ha salvado muchos hombres que hubieran sido víctimas del paludismo u otras infecciones febriles. Como el soldado era racionado con yerba, el agua caliente con que tomaba el mate lo protegía de ingerir agua infecta y, a la vez saciaba su sed".

Otra afección que atacaba a los combatientes aliados y paraguayos fue el tétanos, aunque no con la severidad que en un principio se esperaba; hubo casos de sarampión, viruela, fiebres diversas.

¿Por qué tantas enfermedades se cebaron contra paraguayos, argentinos, brasileños y uruguayos? Según el cirujano argentino Lucilo del Castillo la zona de Itapirú, Paso de la Patria y toda el área de operaciones, era terreno pantanoso:

"cubierto de esteros de aguas estancadas, han sido endémicas las fiebres intermitentes en general, y tomaron más incremento en su desarrollo y propagación desde que comenzaron a aglomerarse las tropas en tan pequeño espacio de terreno, agregando a estos los miasmas metificos, que complicaban la atmósfera ya contaminada, y luego rodeada de aguas infestadas, la mayor parte de ellos pisando un terreno que vertía humedad, circundado de un sinnúmero de animales que morían por falta de pasto, grandes montones de osamenta y de carneadas, mas tarde después de las primeras batallas. Ese mismo terreno estaba sembrado de más de 30.000 cadáveres humanos, una parte de ellos insepultos en aquellos puntos que habían sido considerados como neutral".

La aglomeración en un terreno de apenas dos leguas de extensión de piso firme de 50.000 personas, lógicamente tuvo como consecuencia la aparición de muchas de las enfermedades citadas. En el campo uruguayo, las cosas no eran diferentes.

 

 

Según el coronel español al servicio del Ejército oriental, León de Palleja, los combatientes se estaban llenando de "enfermedades de fiebre intermitente y de pujos con sangre; ambas enfermedades postran a los hombres en tres días, y eso que todavía no ha llegado la sazón de las lluvias; qué será el día que estas lleguen", escribió en su diario de guerra.

En el campo brasileño, no solo a los combatientes de tierra firme atacó el cólera. También a los hombres destinados a la escuadra naval brasileña. Y no solo en las acciones del sur, sino también en las campañas del norte y en la célebre retirada de Laguna, causando gran mortandad.

Entre los paraguayos muertos de cólera se puede citar los nombres del coronel Francisco Pereira, jefe de la Caballería de vanguardia; el coronel Francisco González, del Batallón 6; y el poeta Natalicio de María Talavera. El mismo mariscal Francisco Solano López cayó víctima de la enfermedad, pero pudo salvar su vida, no así, meses después, su hija Adelina, quien falleció en Tobatí.

Al inicio de las hostilidades, el Paraguay contaba con al-rededor de 600.000 habitantes. Un cálculo aproximado de las víctimas de la guerra, los muertos por el lado paraguayo fue de 160.000 personas, de los cuales, 35.000 murieron en los campos de batalla, 115.000 en los hospitales de sangre, de hambre, de miseria y de las pestes, y unas 600 personas ejecutadas.

No solo a los heridos y enfermos trataron los médicos de la Sanidad Militar. También trataron y dieron el diagnóstico de los muertos en los campos de batallas y los caídos en las ejecuciones, ordenadas por los tribunales de sangre, como los casos, por citar solo algunos, del general Vicente Barrios: "fue atendido en el Cuartel de Sanidad, presentando una herida longitudinal profunda en la aorta, provocada por elemento cortante que luego formó una apoplejía general con parecía, alcanzó la muerte por derrame cerebral. Mejoró y fue fusilado".

De otro ejecutado, el general José María Bruguez, dice: "Falleció en este Cuartel de Sanidad de una afección pulmonar, aso-ciada a la gangrena de sus heridas que siendo tantas, le produjeron desde tiempo atrás un estado comatoso. Fue fusilado".

Del coronel José Vicente Mongelós, dice: "fue pasado por las armas en fecha que en este momento no preciso, y la bala que le produjo la muerte estaba asentada en el fin de la aorta y que produjo primero el derrame fulminante de la vena cava superior y el plexo cardiaco".

El firmante de todos estos informes fue el doctor Skinner.

La leva masiva hacia el frente sur desocupó los numerosos pabellones del campamento Cerro León, y los mismos fueron destinados a hospital de enfermos y recuperación de heridos.

En 1866 a poco de iniciarse la contienda otros ingredientes se sumaron al conflicto, como el caso de la disentería, luego el cólera, muchas veces más implacables que las propias balas enemigas.

A raíz de estas situaciones, solo en el campamento Cerro León más de 3.000 enfermos eran atendidos. Para la manutención de estas personas -anteriormente los soldados instruidos-, se faenaban 23 reses diarias y se consumían más de 2.000 kilos de maíz. Caravanas de carretas traían hasta el campamento mandioca de Pirayú y naranjas de Itá, Yaguarón y Piribebuy.

Las diarreas mataron en solo un año a 2.261 personas. Parece ser que en aquella oportunidad ningún médico académico actuó en aquel hospital, como sí lo hicieron más de un centenar de mujeres, casi en su totalidad, lugareñas.

Estas mujeres y otras que fueron sumándose, como las conocidas como las residentas, conformaron la heroica legión de enfermeras durante la contienda. Sobre ellas recayó la atención de las víctimas de las importantes epidemias, de los heridos y, sobre todo, luego de la campaña de Pikysyry, en que el Campamento recobró su papel de hospital de sangre. Poco después, sin embargo, el hospital tuvo que ser trasladado a Piribebuy, para dar lugar nuevamente a lugar de acantonamiento militar.

 


UN CAPÍTULO TRÁGICO: EL INCENDIO DEL HOSPITAL DE PIRIBEBUY

Cuenta el varias veces mencionado doctor Víctor I. Franco, que cuando, para vengar la muerte del general brasileño Mena Barreto, en la batalla del 12 de agosto de 1869, el príncipe francés y yerno del emperador Pedro II, Luis Gastón de Orleans, conde D'Eu, ordenó incendiar el hospital de sangre de Piribebuy.

En sus habitaciones había numerosos heridos convalecientes, enfermos, niños, ancianos, mutilados, lisiados y algunas personas que se refugiaron en su interior.

Terminados la batalla y los asesinatos de muchos de los sobrevivientes, el conde D'Eu mandó cerrar puertas y ventanas e hizo prender fuego a la casona de techo de paja, muriendo calcinados todos los ocupantes. El colmo de la barbaridad y crueldad insana.

Según testigos de aquella tragedia, una vez terminado el incendio, se podían ver en las paredes internas del edificio, pedazos de piel de las manos de los desgraciados “que ardían como piras y que en la desesperación de la muerte, se estrellaron contra las paredes en los instantes finales de su vida".

 

 

 

 


CAPÍTULO VIII

MÉDICOS PARAGUAYOS EN LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA

Además de los médicos europeos que actuaron en la Guerra de la triple Alianza, algunos de los médicos compatriotas que actuaron en el conflicto bélico fueron: Esteban Gorostiaga, director del hospital de Piribebuy; Justo Pastor Candía, médico cirujano del Ejército paraguayo durante la Guerra de la Triple Alianza; nació en Pilar, se formó en la Escuela de Medicina de Humaitá y actuó como practicante de sanidad, cayó prisionero, fue llevado al Brasil y, a su regreso, en la posguerra fue propulsor de la creación del Hospital Militar, cuya dirección ejerció, además fue, durante 25 años, director de la Sanidad Militar; fue mayor del Ejército, luego coronel de Sanidad; falleció en Asunción.

 

 

JUAN VICENTE ESTIGARRIBIA, médico de importante actuación desde la primera mitad del siglo XIX; nació en Villarrica, el 22 de enero de 1778. En su juventud trabajó en los yerbales y obrajes del Alto Paraná (aunque esto es negado por sus descendientes), época que aprovechó para estudiar profundamente la flora de esos parajes; también estudió la obra de varios naturalistas jesuitas y estuvo en contacto con los conocimientos de pueblos guaraníticos de la zona; sus conocimientos sobre medicina pronto le valieron la fama y fue contratado por el gobierno del dictador Francia para ejercer como médico militar, llegando a ser médico de cabecera del gobernante; a la muerte de este, fue Estigarribia quien convocó a los comandantes militares para la formación de un nuevo gobierno; durante la Guerra de la Triple Alianza, actuó en el frente de batalla y ayudó a combatir la epidemia de cólera que se declaró en esos días; a lo largo de su carrera, estableció relaciones con varios científicos llegados al país, como Bonpland, Munck, Meister, Demersay y otros. Publicó Vocabulario en varios idiomas de algunos vegetales medicinales y Resumen de instrucción metódica para curar algunas enfermedades epidémicas muy frecuentes en la República del Paraguay. Falleció en Ajos, el 15 de julio de 1869.

FRANCISCO LUIS BARRANDÓN fue un médico de nacionalidad francesa, egresado de la Universidad de Francia. Se radicó en Asunción y fue médico de la Sanidad Militar en el puerto de Flumaitá. Sobrevivió a la guerra de la Triple Alianza y fue miembro del Consejo de Medicina e Higiene. Falleció en Asunción a finales del siglo XIX.

FRANCISCO CAMPOS, nacido en San José de los Arroyos, en 1848. Estudio en el Colegio Seminario de Asunción y durante la Guerra de Triple Alianza actuó en la Sanidad Militar, tanto en Asunción como en varias unidades de combate. Dirigió el hospital de la planta siderúrgica y pudo escaparse para comunicar al presidente López el ataque brasileño a ese lugar. En Piribebuy le cupo, no solo actuar como médico, sino como combatiente. Herido, fue hecho prisionero por los brasileños. En la posguerra fue uno de los protagonistas de la reconstrucción nacional y convencional constituyente, en 1870. Posteriormente ocupó bancas en la diputación y el Senado. Fue ministro de Hacienda durante la presidencia de Emilio Aceval. Fue uno de los financistas de la revolución de 1904. Años después, nuevamente ejerció como senador. Falleció en Asunción, hacia 1915.

EBERHARD MUNCK AF ROSENSCHOLD fue un botánico nacido en la ciudad de Lund, Suecia, el 11 de julio de 1811. Desde niño se inclinó por el estudio de la naturaleza (fauna y flora). Se graduó de médico y ejerció la profesión en Estocolmo. Cerca del hospital donde trabajaba se encontraba el Museo de Ciencias Naturales, donde el joven médico pasaba horas ordenando y catalogando el acervo de la institución. Hacia 1840 viajó a Suramérica como médico de una expedición militar, quedándose a vivir en la Argentina, con esporádicas incursiones en el Uruguay. Vino al Paraguay, residió un tiempo en Pilar, de donde pasó a Asunción, estableciendo estrecha amistad con la familia Rivarola (se casó con Marcelina Riva- rola) y ganándose el aprecio del presidente Carlos A. López, de quien fue médico de cabecera hasta su muerte en 1862. En nuestro país, el naturalista Munck reunió una importante colección de plantas, pájaros e insectos, además de dedicarse a actividades pecuarias. Realizó expediciones científicas por el interior del Paraguay y el Mato Grosso. Hombre de gran talento, políglota, aunque tímido y reservado; se decía de él que "conocía mejor el Paraguay que cualquier otra persona viva". Muy amigo de los hermanos del mariscal López, fue arrestado a finales de 1868 y murió lanceado en Caacupé a mediados de 1869. Parte de sus colecciones fue recuperada por el conde D'Eu y enviada a la Universidad de Upsala, en Suecia, por el cónsul sueco en Buenos Aires, Wilhelm Christophersen.

DIEGO DOMINGO PARODI fue un farmacéutico y botánico. Nació en Génova, Italia, en 1823. Su familia emigró al Uruguay en 1833. Estudió y trabajó en boticas montevideanas y en 1843 se graduó de farmacéutico. Se destacó como un importante químico médico y fue miembro de la Sociedad de Medicina del Uruguay. Además de sus actividades académicas, se dedicó al comercio entre la Argentina, el Uruguay y Paraguay, comercializando cueros, yerba mate y otros rubros, lo que le llevó a amasar una interesante fortuna. Estas actividades le llevaron a radicarse en el Paraguay, en 1856. Instaló una botica en Asunción y un establecimiento de tratamiento de cueros en el barrio Santísima Trinidad. Realizó estudios de suelos de diversos lugares del país e introdujo la fotografía, la lotería y fue pionero en la importación de máquinas para producir hielo en el país. Conoció al naturalista sueco Eberhard Munck de Rosenschold, con quien trabajó para recolectar un importante herbario. Luego de la muerte del sueco durante la Guerra de la Triple Alianza, se apropió de dicho herbario hasta que estudios posteriores aclararon el origen de la colección. En la posguerra se radicó en Buenos Aires, donde se dedicó, entre otras cosas, a la cátedra universitaria y al comercio. Enfermo, viajó a tratarse a París, donde falleció, el 1 de diciembre de 1889. Realizó importantes estudios sobre la flora paraguaya y publicó varios artículos periodísticos y libros sobre botánica.

FREDERICK SKINER, médico nacido en Inglaterra, donde realizó sus estudios profesionales. Vino al Paraguay en 1861, contratado por el Gobierno. Durante el conflicto contra la

Triple Alianza, actuó en la Sanidad Militar durante toda la guerra. Estuvo presente en la última batalla y fue testigo del asesinato del mariscal López por las fuerzas brasileñas. Falleció en Asunción en los años de posguerra.

 

 

CIRILO SOLALINDE GONZÁLEZ, médico nacido en Asunción, el 10 de julio de 1824. Se inició como práctico farmacéutico en la Sanidad Militar, estudiando, luego, un curso de Medicina dictado por los doctores Stewart, Skinner, Fox y Barton. En 1862 fue nombrado director del Hospital Militar de Asunción. Durante la Guerra de la Triple Alianza fue jefe de los servicios médicos del Gran Cuartel General. Fue condecorado con la Orden Nacional del Mérito. En Chirigüelo cayó prisionero de las fuerzas aliadas. A su regreso en la posguerra, fue convencional de la Asamblea Nacional Constituyente de 1870, luego senador, con memorables intervenciones en las sesiones de su época. Falleció en Asunción, el 10 de enero de 1923.

WILLIAM STEWART, médico nacido en Pitcairn, Escocia, el 6 de agosto de 1830. Estudió en la Universidad de Edimburgo, egresando como médico. Antes de venir al Río de la Plata, participó como médico de la guerra de Crimea. Contratado por el Gobierno paraguayo, llegó a nuestro país en 1857, empeñándose con otros colegas a organizar la Sanidad Militar. Fue jefe del servicio sanitario hasta su apresamiento por las fuerzas brasileñas. También creó y dirigió una escuela de Medicina, y en la posguerra organizó el hospital y fue catedrático de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional. Mantuvo un largo pleito con Elisa Lynch, por unos fondos confíadoslé. Falleció en Asunción, el 16 de junio de 1916.

Otros médicos fueron el doctor Castillo, quien estuvo involucrado con el intento de envenenamiento del mariscal López en Curuguaty. Fue fusilado a orillas del arroyo Tandey, cerca de dicha ciudad.

JULIÁN VALIENTE fue uno de los tres médicos que llegaron con los restos del Ejército nacional a Cerro Corá.

JUAN CRISÓSTOMO RUIZ, médico. Actuó desde principios de la contienda hasta Acosta Ñu, sucumbiendo mientras atendía a los heridos en aquella desigual batalla.

Gaspar Centurión nació en Santísima Trinidad, en 1843. Sus estudios los realizó en una escuela de su barrio y en el Aula de Filosofía. Al estallar la guerra, se enroló en el ejército nacional y actuó en la Sanidad Militar en Tuyutí, Paso Espinillo, Ytororó, Avay, Lomas Valentinas y Acosta Ñú. En el primero lo hizo como ayudante del coronel Luis González; en Lomas Valentinas al lado del coronel Manuel José Montiel y del comandante Patricio Escobar. Acompañó al mariscal Solano López hasta las cercanías de Cerro Corá. En la posguerra desempeñó importantes funciones públicas. Fue parlamentario y ejerció la presidencia de la Cámara de Diputados. Escribió Recuerdos de la Guerra del Paraguay. Falleció en Asunción, en 1898.

IGNACIO ALVISO. Fue uno de los practicantes formados en la Escuela de Sanidad de Humaitá. Fue uno de los médicos que llegó a Cerro Corá y sobrevivió a la guerra.

 

 

CIRILO ANTONIO RIVAROLA. Practicante de la Escuela de Sanidad de Humaitá, cayó preso en Cerro León y fue principalísimo protagonista de la reconstrucción nacional, como presidente de la República.

Estos son algunos de los médicos que actuaron en la Sanidad Militar durante la Guerra contra la Triple Alianza.

Muchos otros fueron los practicantes, varios de cuyos nombres ya hemos mencionadose incluso, cinco llegaron a ejercer la presidencia de la República del Paraguay: Cirilo Antonio Rivarola, Juan Bautista Gilí, Juan Bautista Gaona, Juan Gualberto González y Juan Bautista Egusquiza.

 

 

Otro recordado médico que actuó en la Guerra de la Triple Alianza en la Sanidad Militar argentina fue el doctor FRANCISCO MORRA CHIOMENTI.

Nacido en Cerignola, Italia, el 27 de mayo de 1841. Estudió Medicina en la Universidad de Nápoles, de donde egresó el 7 de junio de 1866. A poco de graduarse como médico, don Francisco, como tantos otros compatriotas y contemporáneos suyos, vino a América y se estableció en Buenos Aires y, poco después, se había alistado como voluntario en el Ejército argentino y destinado al frente de guerra.

Luego de la sangrienta batalla de los siete días -Itá Ybaté-, le cupo actuar curando a los heridos sin importar que fueran argentinos, brasileños o paraguayos. En los dolorosos días de posguerra, su condición de médico fue de suma utilidad en aquellos aciagos días en que la sociedad paraguaya se debatía en las más miserables penurias como consecuencia de la guerra; hambre, desnudez, epidemias, etcétera.

 

 

En Asunción, la tarea del doctor Morra fue ingente. Con sus conocimientos médicos auxilió, junto con otros profesionales colegas, a la angustiada población que venía llegando desde los campos de batalla: combatientes aliados y paraguayos, desertores, gente de pueblo, la mayoría mujeres desamparadas y miles y miles de huérfanos. Establecido el Gobierno, dentro de sus penurias económicas, se preocupó de la suerte de los miles de víctimas de la guerra. Falleció en Asunción el 19 de diciembre de 1904.


ANEXO

TESTIMONIOS

DEL GENERAL ARGENTINO JOSÉ GARMENDIA:

"Partía el corazón ver en aquel campo de sangre, una multitud de niños muertos, y heridos en un estado lamentable. Algunos que ya habían vivido parecían dormidos con esa inocencia de la edad temprana; otros con las facciones contraídas tenían el sobresalto reflejado del último pavor de su agonía., y algunos con barbas postizas (el marqués de Caxías vio muerto un niño de once años, con una amputación reciente en un brazo y que a pesar de su estado se le había dado un sable para que peleara), más parecían víctimas de un carnaval que de una batalla: ya que no podía apresurar los años, el dictador, les daba al menos el aspecto de hombres a esa última generación desventurada, ocultando con una máscara ridícula la debilidad de los primeros suspiros de la vida.

[...].

"Cerca de allí, en el hospital, que tomamos a la bayoneta, vi amontonados como 500 heridos que eran los que hasta ese momento habían podido ser conducidos hasta aquel punto; en esas cobrizas facciones se distinguía perfectamente el sufrimiento. ¡Infelices! En silencio, sin murmurar un gemido, acurrucados, envueltos en sus ponchos acribillados, a balazos, y en sus trapos repugnantes, parecían una majada de ovejas defendiéndose de un sol de verano.

"Recostado contra el pie de un árbol próximo a esta población contemplé conmovido un anciano sexagenario: estaba muerto con una expresión feroz, y al ver el apretamiento de sus dientes bañados en espuma, cualquiera hubiera dicho que había muerto mordiendo como un perro hidrófobo: recordé entonces que este empecinado había sucumbido en mi presencia a mano del asistente del coronel Morales, jugando sus armas hasta el último momento.

"Próximo a este desgraciado se encontraba un muchacho paraguayo con las piernas destrozadas de un terrible metrallazo; y una herida de punta en la espalda ¡vivía aún! Mirándome con los ojos empañados, e hizo un ademán para que me aproximase, y con voz entrecortada por la fatiga, exclamó en mal español:

"¡Dame agua che, que me voy a morir... no ves que estoy j...!

"Estos hermosos ojos de largas pestañas ya no lloraban y sus labios sin sangre estaban secos. ¡Pobrecito! Tan niño y ya iba a morir por su patria, tal vez a la hora en que su madre en mortal congoja, sentada a la puerta de su humilde cabaña solitaria, con ansia suprema al dilatado horizonte extiende la pupila húmeda, esperando en su ilusión agitada que el bulto lejano que se acrecienta al aproximarse, se transforme poco a poco en el hijo querido.

[...].

"Volviendo a mirar al infortunado niño y haciendo una pausa mortal me dijo_

"¡No has oído vos!

"Le hice dar el agua que me pedía y me alejé rápido".

Del médico uruguayo Juan Ángel Golfarini:

"Los médicos patentados, los farmacéuticos y todo lo que se relaciona con el arte de curar, se negaron a prestar sus servicios, siendo necesario echar mano de un personal desconocido y extraño de la Facultad de Ciencias Médicas [...]. Podríamos citar nombres propios de médicos distinguidos que prefirieron abandonar sus puestos públicos antes de prestar servicios patrióticos a la vez que humanitarios, a los servidores en defensa del honor nacional [...]. En la primera batalla que tuvo lugar el 25 de mayo de 1865, en la ciudad de Corrientes, sólo el doctor Pedro Mallo era médico patentado; los demás que lo acompañaban eran practicantes o profesores desconocidos de extranjeras universidades

Carta del general argentino Wenceslao Paunero al ministro de Guerra Gelly y Obes:

"El Hospital ambulante es una de mis más grandes dificultades porque sea por efecto del clima, del agua o de qué se yo qué, tengo con ciento cincuenta enfermos y no tengo más que dos médicos cuando debería tener seis u ocho. Lo que suplico a U. es que tenga presente para remitirse los médicos que pueda porque éstos revientan, y qué sucederá luego que tengamos otro combate o batalla".

Carta del médico argentino doctor Almeyra al vicepresidente Marcos Paz:

"No sé qué vamos a hacer en el momento en que tengamos dos o tres mil heridos [...]. Desde el Paso de los Libres acá se han recibido cuatro a incorporarse al Cuerpo Médico; el doctor Durand de Cassis, que trabajaba como albeitar (veterinario) en Buenos Aires y el doctor Mac Donald no sabía una sílaba en español; el doctor Berutti, que carece totalmente de la práctica necesaria para el servicio de los heridos, fuera de los médicos ingleses que fueron separados ya por inútiles; y el doctor Bergeire, de cuyos estimados servicios se ha visto privado el Ejército por su solicitud de baja que le fue concedida

"Soy pues, de opinión, señor presidente, que todos los médicos que se mandan en la condición de esos extranjeros o inútiles, no tienen más misión en el Ejército que contribuir a las erogaciones perjudiciales. Si esos médicos que vendrán (se refería a un envío de profesionales que le anunciara Paz) no están, pues, en condiciones más favorables, deseo que el señor presidente no se tome un trabajo ímprobo con su remisión.

"La tarea de nuestro reducido cuerpo no se alivia de ese modo, y el tesoro se compromete en estériles negociaciones".

José Garmendia recuerda que en Tuyutí "los hospitales estaban atestados de heridos y muertos gloriosos", y agrega:

"Biedma, Bedoya y todos los distinguidos médicos que hemos nombrado antes [...] después de combatir como soldados, trataban de arrancar a la muerte vidas preciosas, y cuando todos dormían el cansancio de la batalla, ellos velaban el sueño de sus enemigos sufrientes, y consolaban su aflicción derramando la piedad de las almas generosas en esa hora tan triste.

"[...] La entrada de los heridos enemigos a los hospitales era interminable: los pescaban en los pantanos y en los esteros...".


 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

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Domínguez Molinos, Rafael: Historias extremas de América. Plaza & Janes Editores. Barcelona, España, 1986.

Franco, Víctor I: Historia de la Sanidad Militar en el Paraguay. Anales de Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Asunción. Asunción, Paraguay, 1984.

Furlong, Guillermo: Historia social y cultural del Río de la Plata (Transplante Cultural. Ciencia). Tipográfica Editora Argentina. Buenos Aires, Argentina, 1969.

Garmendia, José: Recuerdos de la Guerra del Paraguay. Editora Jacobo Peuser, Buenos Aires, Argentina, 1891.

Crónica de la Medicina. Plaza & Janes Editores. Barcelona, España, 1993.

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González Torres, Dionisio: Aspectos sanitarios de la Guerra contra la Triple Alianza. Asunción, 1968.

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Montalto, Francisco Américo: Proceso deformación y evolución cultural del Río de la Plata y Paraguay en lo que toca a los fines alimentarios. Asunción, Paraguay, 1989.

Pérez Maricevich, Blas Rafael: La medicina empírica en el Paraguay. Suplemento Antropológico. Universidad Católica, Asunción, Paraguay, 1972.

Rodríguez, Marcelo Gabriel: La Sanidad Militar argentina durante la Guerra de la Triple Alianza (enfoque médico y social). Buenos Aires, Argentina, 2004.

Rodríguez Doldán, Sinforiano: Medicina indígena, medicina folklórica y medicina científica. Suplemento Antropológico, Universidad Católica. Asunción, Paraguay, 1983.

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Verón, Luis: Diario histórico del Paraguay. Inédito.

Verón, Luis: Diccionario biográfico paraguayo. Inédita.

Verón, Luis: Ilustres desconocidos. Inédito.

Wisner von Morgenstern, Franz: El dictador del Paraguay José Gaspar de Tracia. Instituto Cultural Paraguayo Alemán. Asunción, Paraguay, 1996.



EL AUTOR

Luis Verón nació en San Miguel, Misiones, el 30 de abril de 1960. Sus estudios los realizó en su ciudad natal y en San Lorenzo del Campo Grande, donde su familia se radicó en 1971.

Se dedicó a la ilustración gráfica y al periodismo en el diario ABC Color publicando artículos costumbristas e históricos. También se dedicó a la docencia y la cátedra universitaria. Con su trabajo documentó diversos programas radiales, televisivos y cinematográficos nacionales. Fue creador de la Galería de Ministros del Ministerio de Hacienda y del Museo de las Telecomunicaciones "Saturio Ríos" de la Comisión Nacional de las Telecomunicaciones.

Fue denunciante de la destrucción del patrimonio religioso nacional, por lo que fue condenado y sentenciado por la Justicia paraguaya. Por otra parte, fue honrado como ciudadano ilustre de la ciudad de Piribebuy, Hijo Dilecto del Departamento de Misiones y condecorado con la Orden de Mayo al Mérito por el Gobierno argentino.

Fue admitido como miembro de la sociedad científica del Paraguay, miembro de número de la academia paraguaya de la historia, de la academia paraguaya de la historia y geografía militar y miembro correspondiente del instituto histórico y geográfico brasileño

Publico varios libros, entre los que destacan pequeña enciclopedia de historias minúsculas del Paraguay, la ciudad de asunción y sus intendentes, rio rebelde y contumaz, de oído y de memoria, las tintas del tintero, heraldos y pregoneros, la guerra del chaco, enciclopedia paraguaya, el pájaro verde, Rafael Fuller – Un genio olvidado, enciclopedia biográfica paraguaya, entre otros.


 

 

ARTÍCULOS PUBLICADOS EN EL DIARIO ABC COLOR SOBRE EL LIBRO



HOY APARECE EL LIBRO DEDICADO A LA SANIDAD EN LA GUERRA GRANDE

Los hombres y las mujeres que compusieron la Sanidad Militar de nuestro país durante la contienda contra la Triple Alianza dejaron “una profunda lección de humanidad”, de acuerdo con lo señalado por Luis Verón, autor del libro “El servicio de Sanidad”, octavo título de la colección “A 150 años de la Guerra Grande”.

 

El conde D’Eu, verdadero criminal de guerra.

Mandó incendiar el hospital de Piribebuy con todos los heridos./ ABC Color

 

Dicha lección se dio en el marco de atroces crímenes de guerra como el que promovió el comandante de las fuerzas aliadas, Luis Gastón de Orleans, conde D’Eu, príncipe francés y yerno del emperador Pedro II, quien ordenó incendiar el hospital de sangre de Piribebuy, con todos los heridos dentro.

Lo hizo para vengar la muerte del general brasileño Juan Manuel Mena Barreto, abatido por el balazo de un joven soldado paraguayo en la batalla de Piribebuy, el 12 de agosto de 1869. El general abatido y el conde tenían relaciones sentimentales.

Mandó cerrar puertas y ventanas del hospital e hizo prender fuego a la casona de techo de paja. Allí murieron calcinados todos los ocupantes. En sus habitaciones había numerosos heridos convalecientes.

Entre los médicos paraguayos, es memorable la figura de Juan Vicente Estigarribia (1778 - 1869), quien había atendido a Francia, a don Carlos, al Mariscal y luego en plena guerra, y ya con cerca de 90 años de edad, se desempeñó en el frente y le tocó atender a los enfermos de cólera.

En cuanto a los aliados, Verón destaca que ha habido actitudes mezquinas, como la de los médicos brasileños que se negaban a atender enfermos y heridos de otras nacionalidades, o casos de admirable sentido de conmiseración hacia el semejante, como el del médico Francisco Morra, al servicio de la Sanidad argentina, que no tuvo reparos con las nacionalidades y socorrió abnegadamente a muchísimos heridos paraguayos luego de las últimas batallas de la zona de Villeta.

Tras la guerra, el doctor Morra, de origen italiano, se radicaría definitivamente en el Paraguay, país al que tanto amó. Un importante barrio asunceno lleva hoy su nombre.

Por otra parte, fueron varios los excombatientes que protagonizaron la reconstrucción nacional. Entre ellos, cuatro que integraban la Sanidad Militar llegaron a ser presidentes de la República, en orden cronológico: Juan Bautista Gill, Juan Gualberto González, Juan Bautista Egusquiza y Juan Bautista Gaona.

Publicado en fecha: 27 de Octubre de 2013

Fuente en Internet: www.abc.com.py


EN LA GUERRA, LA SANIDAD MILITAR SE VALIÓ DE CONOCIMIENTOS GUARANÍES

La Sanidad Militar paraguaya tenía una buena base al iniciarse el conflicto contra la Triple Alianza, gracias a la organización que le habían dado el Dr. Francia y don Carlos. Se valió tanto de la ciencia como de los conocimientos botánicos indígenas. Todos estos aspectos están revelados en el libro “El servicio de Sanidad”, de Luis Verón.

El libro aparecerá mañana domingo con el ejemplar de nuestro diario, como octavo título de la colección “A 150 años de la Guerra Grande”, de ABC Color y El Lector.

Verón se refiere al contenido de su obra.

–¿Cuál era la situación de la Sanidad Militar en el Paraguay antes de la guerra?

–Podemos considerar que la situación era aceptable, si bien nunca, en una situación bélica, se puede decir que suficiente.

–¿Qué factores fueron importantes para nuestra Sanidad?

–Los conocimientos populares de origen indígena fueron muy útiles, además de la presencia de un calificado grupo de médicos y farmacéuticos ingleses, contratados por el Gobierno, y la creación de una Escuela de Medicina que funcionaba en Humaitá fueron de gran utilidad para enfrentar las circunstancias de un estado de guerra.

–La botánica guaraní fue una contribución importante.

–Indudablemente. Cuanto más se prolongaba el conflicto, las carencias fueron suplidas por el saber popular heredado de los indígenas.

–En el tema sanitario, ¿estaban mejor los aliados o el Paraguay?

–El Paraguay tenía una mejor organización de su Sanidad, con profesionales e idóneos de excelente formación, hospitales y centros de tratamiento ubicados en el frente y hospitales de sangre en Asunción, ciudades vecinas y en cuarteles de reclutamiento. Los aliados estaban supeditados a actuar en territorios alejados de sus centros y sus heridos y enfermos graves, previos primeros auxilios, debían ser evacuados a Corrientes, Rosario, Buenos Aires o Montevideo. En el caso argentino podemos afirmar que su ejército tuvo un excelente sistema de atención y evacuación por medio de coches ambulancias.

–¿Qué política implementó el gobierno paraguayo en materia sanitaria?

–Fue de suma utilidad la contratación de profesionales europeos –ingleses, sobre todo; franceses, suecos–, así como la formación de unos 150 jóvenes adiestrados en los rudimentos del tratamiento de enfermos –muchos se destacaron como importantes cirujanos–, así como la oportuna creación de hospitales, antes y durante la guerra. Paraguay tenía, entre médicos, idóneos y practicantes, unas 230 personas, más unas 200 enfermeras. A esto hay que agregar las mujeres que acompañaban al Ejército, las Residentas.

 

Publicado en fecha: 26 de Octubre de 2013

Fuente en Internet: www.abc.com.py


HASTA LA ESTACIÓN CENTRAL DEL TREN SE CONVIRTIÓ EN HOSPITAL

Durante la Guerra de la Triple Alianza, en Asunción funcionaron varios hospitales de sangre. La Estación del Ferrocarril fue conocida entonces como Hospital del Estanco, y albergó a muchísimos combatientes heridos provenientes del frente de batalla.

 

La Estación Central del Ferrocarril sirvió también de hospital durante la Guerra contra la Triple Alianza,

así como varios edificios de la época./ ABC Color

 

Esto es narrado por Luis Verón en su libro “El servicio de Sanidad”, que aparecerá el domingo 27 con el ejemplar de nuestro diario.

Este será el octavo título de la Colección “A 150 años de la Guerra Grande”, de El Lector y ABC Color.

En su libro, Verón señala que otros locales habilitados como hospital fueron el Colegio Nacional, hoy desaparecido, ubicado sobre Eligio Ayala, entre Yegros e Iturbe, y el convento de La Merced, en la manzana ahora ocupada por el Hotel Guaraní y parte del Colegio Presidente Franco.

En Trinidad, en la Casa Baja, propiedad de Carlos Antonio López –hoy Museo de Ciencias Naturales– fue ubicado el Hospital de Caridad. La mansión de Venancio López, actual Asunción Palace Hotel, en Estrella y Colón, ofició también como centro asistencial y después se convirtió en hospital argentino tras la ocupación de Asunción.

La residencia particular de Francisco Solano López, edificio ubicado en Palma y Nuestra Señora de la Asunción, y el Club Nacional, en Palma entre Alberdi y Chile, también fueron destinados para la atención de heridos y enfermos.

Había igualmente un Hospital de Mujeres, costeado por el Estado, atendido por el cirujano Wenceslao Velilla y varios practicantes.

La atención médica se hacía con los pocos medios disponibles, los cuales eran cada vez más escasos según se prolongaba la guerra. Allí también eran internados y recibían atención muchas de las víctimas de las diversas pestes que acosaban a los combatientes.

En el frente de operaciones existieron hospitales en diversos puntos: Paso Pucú, Humaitá, además de otros pueblos y ciudades, como Concepción, Villarrica, Luque, Villeta, Cerro León, Encarnación, Piribebuy, de trágica historia cuando el Conde D’Eu ordenó su incendio con todos los heridos, enfermos, médicos y enfermeras dentro del recinto, en un crimen de lesa humanidad que nunca fue reclamado.

Durante el conflicto siguió funcionando el hospital de Humaitá, establecido algún tiempo antes del inicio de la guerra y de donde salieron la mayoría de los médicos y cirujanos que tan heroica actuación tuvieron en la atención de los heridos y enfermos. Este hospital atendía al cercano campamento de Paso de Patria, donde llegaron a revistar 12.000 hombres.

En varios pasajes de su libro, Luis Verón recuerda que mucho antes de la contienda, aún en la era del Dr. Francia, cuando se formó, la Sanidad Militar tenía a sus cirujanos, anestesistas, cortadores, suturadores, expertos en asepsia y encargados de la dieta, prácticamente todos formados y entrenados por Aimé Bonpland.

Tras la muerte de Francia, y para reforzar el sistema sanitario del país, Carlos Antonio López contrató en el exterior los servicios profesionales de muchos médicos extranjeros, químicos, clínicos, cirujanos, farmacéuticos.

Si bien vinieron connotados profesionales, su distribución en la época lopista fue diferente a lo impreso por el dictador Rodríguez de Francia, quien asignó a los profesionales médicos en distintos puntos del país. Bajo el gobierno de don Carlos, todo estuvo centralizado en Asunción.

Publicado en fecha: 25 de Octubre de 2013

Fuente en Internet: www.abc.com.py


DON CARLOS IMPULSÓ LA SANIDAD MILITAR

“El servicio de Sanidad”, de Luis Verón, es el próximo libro de la colección “A 150 años de la Guerra Grande” y aparecerá el domingo 27 con el ejemplar de nuestro diario. El autor detalla aquí cómo nació, en torno a la milicia, durante el gobierno de Carlos Antonio López.

 

(Atención medica de enfermos en Asunción, por médicos aliados)

La sanidad militar no solo tuvo que cuidar a las tropas, sino también a la sociedad civil,

antes y durante la guerra./ ABC Color

 

Don Carlos Antonio López decidió la contratación de médicos europeos, para lo cual emitió el decreto del 16 de marzo de 1844, que dispuso, además de dicha contratación, el envío a Europa de jóvenes paraguayos para estudiar medicina, cirugía y obstetricia.

En 1849, en Paso de Patria, funcionó “la primera escuela nacional organizada de enseñanza del arte de curar en nuestro país”, de acuerdo con lo que consigna Verón en su libro. El 15 de setiembre de 1848 se había firmado en Río de Janeiro un contrato entre Juan Andrés Gelly, encargado de negocios del Paraguay en esa ciudad, y Juan Federico Meister, doctor en Medicina y Cirugía, natural de Alemania, para trasladarse al Paraguay con el compromiso de servir de médico y cirujano en el Ejército de la República, enseñar a los asistentes, etc.

En 1855, el presidente López resolvió organizar la Sanidad Militar y la enseñanza del arte de curar sobre bases más firmes y comenzó a contratar médicos ingleses. La enseñanza se impartía en el viejo Hospital Militar. Allí el doctor John Fox enseñaba anatomía; el farmacéutico George F. Mastermann, materia médica y microscopia; los doctores George Pegote Barton, Guillermo Stewart, Frederick Skinner, cirujanos, enseñaban medicina y práctica de cirugía.

Estos médicos contratados por el Estado, ingleses la mayor parte, constituyeron la Sanidad Militar y en 1858 formaron una Escuela de Cirugía que prestó importantes servicios al país por los muchos practicantes que de ella egresaron. En esta escuela, anexa al Hospital Potrero o Militar, se daban las clases, se practicaba la clínica y “se hacía a hurtadillas una que otra anatomía”, según asevera Verón.

Durante el gobierno de Carlos Antonio López se estableció una Escuela de Medicina en la sureña localidad de Humaitá, para la instrucción de jóvenes aspirantes a profesionales de la salud. La misma estuvo dirigida por el médico inglés William Stewart.

Verón rememora en su obra que unos 140 jóvenes fueron alumnos de este centro de enseñanza, mientras en Asunción funcionaron varias escuelas de enfermería.

Publicado en fecha: 24 de Octubre de 2013

Fuente en Internet: www.abc.com.py



MEDICINA EN PARAGUAY, DESDE SUS INICIOS HASTA LA GUERRA GRANDE

El domingo 27 aparece el libro “El servicio de Sanidad”, como parte de la colección “A 150 años de la Guerra Grande”, escrito por Luis Verón.

Esta nueva obra es una verdadera historia de la medicina en nuestro país, desde la colonia hasta la contienda de la Triple Alianza.

En cuanto a la etapa misma del conflicto bélico, Verón relata la actuación del colectivo sanitario en las diversas epidemias que causaron estragos no solo entre los combatientes sino también en la población civil, sobre todo en la paraguaya, que se vio diezmada ante el avance del sarampión, el cólera y otros males que aquejaron a una población que cada día se alimentaba menos, debido a los estragos de la guerra.

El autor complementa este libro con los datos biográficos de los principales médicos que actuaron en el Servicio de Sanidad paraguayo, tanto los extranjeros como los paraguayos que con mucho ingenio, abnegación y una gran pericia lograron en muchos casos salvar la vida de los heridos tras las cruentas batallas.

Este libro brinda a los lectores conocimientos sobre un aspecto que pocas veces es tenido en cuenta en las obras históricas que se ocupan de aquella tremenda guerra en la que más de las 3/5 partes de la población paraguaya pereció.

La formación de la Sanidad Militar data de la época de la dictadura francista. En un auto con número 122 del 20 de mayo de 1819, el supremo dictador del Paraguay creó la Dirección de Sanidad Militar “cuyas funciones han de ser la de mantener sanas y arregladas las tropas, de cualquiera de las enfermedades propias de este trópico y afines, y además, cuidar la rehabilitación, resolución, etc., de bebidas, golpes, magulladuras y otros menesteres propios a su carrera. La Dirección de Sanidad Militar dependerá de este propio gobierno y el sueldo correrá por gastos de esta Tesorería”, según decía el decreto respectivo, firmado por el dictador Rodríguez de Francia.

El médico Juan Vicente Estigarribia tuvo a su cargo la formación del cuerpo médico, compuesto por enfermeros idóneos para dichas funciones. Las drogas, terapias, toxicologías conocidas en la época fueron tomadas de publicaciones extranjeras que esporádicamente caían por estos pagos o procuradas en el extranjero.

Por otro lado, se recurrió a los remedios yuyos y se aprovechó la presencia en el país del sabio francés Aimé Bonpland, para un asesoramiento sobre este tema.

Publicado en fecha: 23 de Octubre de 2013

Fuente en Internet: www.abc.com.py

 

 

 

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