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RAQUEL SAGUIER (+)

  LA CARABELA (Cuento de RAQUEL SAGUIER)


LA CARABELA (Cuento de RAQUEL SAGUIER)
LA CARABELA

 
 
 

LA CARABELA
Meses sin conseguir trabajo, y cuando por fin lo consiguió, pasaba esto.
 
Lo dejaron cesante tres días para investigar a fondo el asunto, y después vinieron los dos policías y se lo llevaron.
 
Todo culpaba a Juan Miguel, aunque él lo negó hasta último momento.
 
-Ellos descubren el error en los libros-, dijo antes de irse. Y resulta que como uno es el que está más cerca, tiene que pagar los platos rotos.
 
Claro, él era el contador de la firma y el responsable directo del dinero que faltaba en caja.
 
Así estaban las cosas, y Juan Miguel en la cárcel.
 
Amalia no sabía por cuanto tiempo. Tal vez un buen abogado-, le dijeron, pero eso costaba mucho dinero, y lo primero era sobrevivir.
 
"En la riqueza y en la pobreza", había dicho el padre Romero, el día que los casó . Amaba lo recordaba bien.
 
Esas palabras la conmovieron entonces. Creyó en ellas. Después ya no.
 
Lo de riqueza estaba demás. Siempre fue pobreza y dolor, y ahora humillación con Juan Miguel.
 
Era joven todavía, pero vieja de luchar; de dar sin recibir nada en cambio.
 
En la cocina, el agua se alborotó en la pava. Abrió la lata donde guardaba el café. Las dos últimas cucharadas, y escarbó bien, hasta el fondo. No habla más.
 
Desde mañana, tendría que tomar cocido. Terminó de cebar; guardó la lata vacía en el armario, y volvió a lo que estaba haciendo.
 
Una pila de cuadernos por corregir aún, la esperaban en el comedor,
 
Del cable siempre lleno de moscas, colgaba un foco desnudo, de apenas 25 bujías, que derramaba una luz amarillenta sobre la mesa y el cabello real atado en la nuca.
 
El tema de composición era "La pandorga".
 
Palabras torpes, tiernas, a veces con errores, sembraban sobre las blancas hojas, ingenuas primaveras de sol, viento y sonrisas.
 
Sería lindo volver a ser niña y regresar al ayer feliz, y no estar sentada aquí sola, rodeada de los muebles y los escasos adornos que envejecían como ella.
 
Los miró con tristeza. Algunas sillas, un hombre y una mujer, que levemente sonreían desde sus marcos, el aparador.
 
La carabela era la excepción. Estaba igual, siempre igual. Muy erguida, desafiando al tiempo.
 
Era una carabela hecha a escala y a mano por su suegro, que de joven habla trabajado en un astillero en su país. Una obra de arte, que les dejó como recuerdo.
 
De cincuenta centímetros, más o menos de largo y en madera de cedro. Perfecta. Sólo le faltaban el mar y las gaviotas.
La cubierta, los tres mástiles, las velas blancas, un poco manchadas por el tiempo y la gotera nueva en el techo, que la obligó a correrla más a la derecha.
 
Pero allí estaba, desde hacía años, sobre el aparador. Una de las pocas cosas que valoraba Juan Miguel. Su único orgullo.
 
¿Era la luz tan pobre o eran sus ojos?
 
A ratos, las letras se le amontonaban; iban y venían en un bailoteo constante.
 
Sintió un ligero malestar. Le empezaba a doler la cabeza, como todas las noches, a la misma hora.
 
Era evidente que necesitaba ya anteojos.
 
-Otro imposible-, suspiró; como tener un auto o ropa nueve o el mar de su prima Inocencia, que todos los veranos, la esperaba en alguna playa.
 
Muchas veces, se imaginó el mar.
 
Parada en ese pedazo de arena dorada que era el final de la playa y el comienzo del mar. Inmenso, incomparable.
 
Desprendiéndose de la tierra con ese azul tan azul, que iba más lejos que el cielo. Hasta donde alcanzaba la vista.
 
Y el viento acariciándole la cara y haciéndole volar el vestido y los cabellos.
 
Todo el mar para ella sola. El agua deliciosamente fría, corriéndole por los pies, jugando con sus piernas. Alejándose luego, clara y transparente. Alejándose...
 
Su prima Inocencia sí que había sabido elegir. Ninguna comodidad le faltaba y hasta se podía dar el lujo del veraneo.
 
Mientras ella encerrada siempre. En el ómnibus, en la escuela, en esa pieza calurosa y húmeda, como en una cueva.
 
La vida era otra cosa que pasaba más allá, mucho más lejos de las cuatro paredes de su casa.
 
No era la reja de la cárcel la que los había separado. El alejamiento empezó mucho antes de eso. Tal vez la ausencia de hijos, el peso de la casa siempre sobre sus espaldas, porque Juan Miguel perdía un trabajo tras otro, y se pasaba el día en el bar, con los amigos... Cosas que los años juntaron. Tanto se alejaron, que últimamente ya no tenían de qué hablar, ni nada que compartir. Dos extraños.
 
Daría cualquier cosa porque no llegaran los jueves, día de visita a la cárcel.
 
Precisamente mañana era jueves, pero había decidido no ir. ¿Para qué? ¿Para escuchar siempre lo mismo?
 
-Tengo que salir de aquí cuanto antes, Amalia. Tenés que insistir con el doctor Rodríguez.
 
¿Qué se le podía exigir a un abogado que era para reos pobres, y trabajaba gratis?.
 
Había que tener paciencia. Saber esperar. Ella mejor que nadie conocía el significado de esa palabra. Diez largos años se lo habían enseñado.
 
Muchas veces, se hizo la misma pregunta. ¿Era culpable Juan Miguel? ¿Era inocente?
 
¿Y si era culpable, dónde estaba el dinero? ¿Y si era inocente, por qué esa culpabilidad en sus ojos, muy dentro de su mirada?
 
Cualquier cosa, menos que fuera un ladrón. No quería ni pensar en eso. Le daba miedo.
 
Un trueno sonó allí cerca, y otro enseguida, más lejos. Parecía que iba a llover muy pronto, y lo mejor era tratar de dormir un poco.
 
Tenía que salir temprano. Primero dar clases en una escuela, después, correr a la otra.
 
Años de hacer lo mismo. Con el tiempo justo para respirar.
 
Mientras guardaba los cuadernos, en el descolorido portafolio, escuchó un ruido manso sobre las tejas.
 
Es que había empezado a llover despacito, como si le costara caer al agua del cielo.
 
Debía tomar las precauciones antes de acostarse, por si acaso más tarde, lloviera fuerte.
 
Puso un balde cerca de la puerta del baño, una olla en medio del comedor, y una lona en el pasillo. Después, se acostó.
 
No quedaba otra luz en la noche, que la de los relámpagos, que de tanto en tanto, entraba a su cuarto y lo iluminaba todo.
 
Después, la oscuridad de nuevo, y sus sueños....
 
Era fácil soñar en la oscuridad; la ilusión era más completa, y no costaba nada.
 
Se alejaban las grietas de las paredes, y en su lugar, las calles de Santa Fe, y su amiga Flora, esperándola en la estación.
 
Nunca se habían dejado de escribir; su única confidente, en estos largos años.
 
-Dejá todo y vení-, le insistía Flora, con su letra prolija, de maestra como ella.
 
-Hay ten puesto aquí, que te espera.
 
Pero tenía vergüenza que la viera así. Tan distinta de la otra Amalia, que su amiga conociera. Y llevando nada más que deudas en la cartera.
 
A pesar de todo, le quedaba orgullo. Algo que la retenía siempre. ¿O era tal vez cobardía?
 
Cuando pudo dormir, cayó en un sueño pesado en el olvido.
 
Cerca de medianoche, se despertó sobresaltada.
 
Una lluvia torrencial golpeaba puertas y ventanas. El agua chillaba en el balde y en la olla, y al instante, recordó la gotera sobre la carabela.
 
¡Dios mío! ¡No debía mojarse la carabela!
 
Prendió la luz del pasillo. El lugar más seguro era sin duda, su dormitorio. Sí, la pondría sobre la cómoda; allí, junto a la Virgen. Pero llegó demasiado tarde.
 
La gotera se había agrandado, con semejante lluvia, y el agua por ahí, era un chorro potente. Una verdadera catarata, justo encima de la embarcación, que ni siquiera parecía la misma. Había perdido toda su gracia, su antiguo garbo.
 
La carabela agonizaba en un gran charco de agua. Las velas empapadas, los mástiles rotos. Como si de verdad hubiera atravesado una tormenta.
 
Sintió mucha pena.
 
Y cuando trató de enderezarla fue cuando sus dedos palparon algo que sobresalía cerca de la proa. Con los ojos era difícil, por la poca luz; mejor con el tacto.
 
Sus dedos nerviosos y mojados buscaron.... Algo había, sin ninguna duda. Parecía un compartimiento secreto. Una diminuta escotilla, que no se quería abrir, ávidamente aferrada al pedazo de vida que le quedaba dentro.
 
Un presentimiento la hizo temblar de arriba, abajo.
 
Tiró, poniendo toda su alma en la fuerza. Una, otra vez, hasta que al final, cedió aquello.
 
A duras penas cabía su mano en el hueco abierto.
 
Apresó un bulto apretado y muy bien sujeto por dos vueltas de piolín. Se acercó más a la luz. ¡Un rollo de billetes prolijamente acomodados!
 
Le pareció despertar de un mal sueño. Volver de un viaje larguísimo.
 
La lluvia se oía en la oscuridad tan lejana, y ella misma se sentía tan lejos...
 
Lentamente regresó a su cuarto, apretando en la mano el inesperado hallazgo.
 
Allí todo seguía igual, y sin embargo era como si estuviera viendo las cosas por primera vez.
 
El naufragio había tenido un sobreviviente, y eso cambiaba su vida. Ya no iría a la escuela mañana. Tenía tres cosas más importantes que hacer. Devolver el dinero; vender cualquier cosa, tal vez su alianza; y sacar un pasaje de ida a Santa Fe.
 
Y con estos pensamientos, se durmió rápido, tan profundamente, que parecía haber esperado ese sueño desde hacía años.
 
Ni siquiera escuchó el viento fuerte, que cayó después, que se llevó el mal tiempo y la lluvia y trajo miles de estrellas.
 
Las mismas estrellas de siempre, pero en otro cielo.
 
 
RAQUEL SAGUIER DE ROBBIANI
 
.
 
 

TALLER CUENTO BREVE


Imprenta-Editorial

Casa América,

Asunción-Paraguay1985 (172 páginas).
 
 
 
 
 
 
 

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