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RAQUEL SAGUIER (+)

  ESTA ZANJA ESTÁ OCUPADA, 1994 (Novela de RAQUEL SAGUIER)


ESTA ZANJA ESTÁ OCUPADA, 1994 (Novela de RAQUEL SAGUIER)
ESTA ZANJA ESTÁ OCUPADA
 
Novela de RAQUEL SAGUIER
 
Edición digital: Alicante :
 
 
N. sobre edición original:
 
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
 
Aguilar y Céspedes, 1994.
 
 
 

ESTA ZANJA ESTÁ OCUPADA

 

A mis seres queridos y con especial gratitud a mi hijo Mauricio, quien supo encontrar la zanja adecuada y ocuparla en calidad de muerto durante el tiempo que hizo falta para que el arte fotográfico de Alexa lo fijara no sólo en el recuerdo, sino en la escena que ilustra la portada de este libro.



     Ni siquiera Lumina Santos hubiera podido reconocer en aquel sujeto allí tendido, con la mirada sin rumbo y el pecho cortado en dos por una raya oscura y tambaleante de sangre coagulada, al mismo Onofre Quintreros que durante un año corrido la había hecho gritar de clandestino placer. Grito que siempre se prolongaba más de lo necesario porque era el modo más directo de glorificar la virilidad del amo; y sobre todo porque ese aullido visceral y espeso, de torturado a quien extirpan confesiones, era el único en su género que se cotizaba en verdes.

     Según su intensidad y su longitud de ondas, cada uno valía una joya, este abrigo de leopardo para que nunca te me apartes del buen clima, querida, o la pundonorosa envidia que suscitaba entre sus amigas el departamento último modelo. La compra del cual Onofre había resuelto de una vez y sin más trámites, después de haberla considerado un soberano disparate, primero; una pésima inversión propia de eunucos y dominados, en segundo lugar, dando finalmente aquel giro prodigioso que sobrepasó todos los ángulos habilitados en geometría, y que ningún conocido suyo acertó a explicarse muy bien.

     Aunque lo más probable es que, al cabo de cuarenta y seis días de sitio, a él no le quedó otra salida que capitular, arrebatado por la dulce perspectiva con que lo venía acicateando ella: la de transformar aquel pisito algo neutro, demasiado convencional para su gusto, en delicioso antro de perdiciones mutuas, donde podrían amarse sin retaceos, hasta la consumación de sus fuerzas, en lugar de recurrir a estratagemas y de tener que delinquir eternamente con el Jesús en la boca.

     Para que los cuerpos se explayen a conciencia y demuestren el preciosismo de que son capaces, lo fundamental es contar con el sitio adecuado, solía murmurar ella, pasándose los labios carnosos por la golosa lengua, procurando convencerlo de que el tal desembolso no sólo resultaría altamente rentable, desde un punto de vista que él ya tendría ocasión de comprobar, sino que únicamente así, habitando un techo nuestro, decía, nos veremos libres de la coacción ambiental inevitable, y de los infundios malignos de las beatas y los enemigos políticos, siempre dispuestos a profanar la intimidad ajena en beneficio propio.

     Y como eficaz ilustración de esto último, bastaba mencionar al flamante Director de los Servicios Sanitarios y de Fumigación Estatal, que era lo mismo que decir Recaredo Anodino Flores, o ese hijo de una gran floresta que lo floreció, quien aprovechándose del revés político sufrido por Onofre, y tras haberse proclamado su incondicional amigo del alma (de esos que están prontos a batirse con cualquier arma y sobre el terreno que fuese, en salvaguarda de una amistad que en este caso llevaba veinte años de existencia), dio un vuelco inesperado, haciendo que aquella demagogia de fraternidad barata se convirtiera en una encarnizada lucha, donde el adversario no sólo desconocía lo que era tregua, sino que debió ser enfrentado en todas direcciones y con los mismos proyectiles que él utilizaba.

     Y de socio en juergas, gallos y trasnochadas, y en la prosperidad miti miti de sus tres más florecientes empresas, Flores pasó a ser el dueño absoluto de la torta y, en consecuencia, el único beneficiario de la destilería San Cristóbal, del negocio de la exportación de whisky, y de los copiosos dividendos aéreamente dejados por las dos pistas de aterrizaje.

     Así es la vida, mi estimado, le dijo el día que Onofre, descompuesto por la indignación, se presentó en su despacho para exigirle explicaciones. La vida se lo pasa dando vueltas. A veces te toca estar arriba y a veces estar fregado, de manera que lo más prudente será que te mantengas en el molde, sin levantar demasiada polvareda, ni olvidar que ninguna canonización de los más estrepitosos santos hubiera sido posible sin una perseverada sobredosis de resignación cristiana.

     Y ahora, como si el triple despojo no le fuera todavía suficiente, pretendía arrebatarle el monopolio de los videos franja verde y de las películas ginseng. Llamadas así porque restauraban en un tramo de tiempo igual al que requería su proyección, la virilidad perdida a consecuencia de la edad o de lo que sería una imperdonable infidencia que se divulgara aquí.

     Lo único que al muy canalla le restaba por hacer era inmiscuirse en los asuntos internos de Lumina, esa verdadera joyería carnal, esos panales, esa piel en constante ebullición, ese chisperío, ese néctar que parecía fluir al calor de sus más íntimos rincones. Allí donde Recaredo hubiera dado cualquier cosa por estar y donde sólo estaría pasando sobre su cadáver.

     Después de haber tenido que afrontar un año con muchas más oscuridades que brillos, Lumina era algo así como ese toque de sol que tanta falta le hacía a su momentánea penumbra, y no estaba dispuesto a cederla por ningún dinero.

     En ese tema nunca habría vacas flacas para Onofre, ni resbalones políticos, ni nada caído que sirviera para hacer leña. En el rubro sexo débil, él mandaba con plenitud de poderes, así le tocara estar arriba o estar fregado o donde fuese. Y si alguien necesitaba comprobarlo, no tenía más que remitirse a las pruebas, y a las tantas veces por semana que, con el júbilo repartido por igual entre las dos partes, dichas pruebas se venían realizando.

     Pero entonces, en una cama todavía convulsionada por el continuo cambio de posiciones, Lumina Santos y Onofre se hallaban en puntos equidistantes de esa muerte tersa que sobreviene luego del amor saciado, o por lo menos así se lo imaginaban ambos.

     Mientras que Onofre ahora espera; estaba aguardando el auxilio de nadie en ese despoblado al pie de la miseria, donde la ciudad había perdido sus atuendos de etiqueta y se oxidaba entre charcos, exhalaciones hediondas, objetos en ruinas, una colina de escombros que parecía reírsele en la cara:

     Hasta aquí hemos llegado, Onofre Quintreros; se nos ha vencido el permiso para seguir conduciendo. Estamos juntos en esto, los dos cautivos de la misma trampa y en cumplimiento ambos de idéntico suplicio. Dicen que por haber pretendido dar un salto mayor al empuje de nuestras piernas. Aunque te llevo una apreciable ventaja: yo he alcanzado una altura a la que tú, desde la inmovilidad de tu zanja, no te atreverías a aspirar siquiera. Y nada hace dudar de que aquí nos quedaremos, demasiado lejos de todo para valernos de señas. Tú, con esa asfixia en el pecho, que no es aún la definitiva pero sí el primer impulso hacia ella, y yo, con mis nostalgias y mis demoliciones a cuestas.

     Tuvo la sensación de despertar de una pesadilla que seguía cumpliéndose en la realidad, con los ojos desorbitadamente abiertos a lo que le estaba sucediendo, y a lo que sin duda habría de venir después.

     Porque no soñaba, no, ni debía hacerse ilusiones. Estaba aquí y ahora. Era este hombre que respiraba jadeando, este despojo inútil reducido al tamaño de una zanja, que más bien semejaba una mortaja confeccionada a su medida. Era esta camisa de seda italiana, ahora irreconocible bajo el maquillaje de sangre. Estos brazos que habían sido capaces de instrumentar tantos abrazos, de levantar pesas de vértigo, que le habían ayudado a sacudirse de los hombros la pobreza, y que así, repentinamente, parecían haber cortado toda vinculación con su cuerpo para yacer distantes junto a él, en la nueva dimensión de su impotencia.

     Era estos labios azulosos, empeñados en capturar un aire cada vez más enrarecido y flaco, y poco a poco aquella sed devoradora plantándole un desierto en los repliegues de la boca, calcinándolo por dentro. Acaso la piedad de alguna nube le proveyera de una limosna de agua, de una tajadita al menos, pero la oscuridad empezaba a deglutir las nubes y el cielo quedaba reflejando el mismo gris harapiento que le circulaba en la cara.

     Una cara roída por la intemperie, ligeramente inclinada hacia adelante, como si estuviera examinando las heridas de pistola en su propio cuerpo, o la angustia de unos dedos que apretaban ciegos aquí y allá, tratando de taponar la muerte que le fluía de algún lado. Y que seguía fluyendo aunque Onofre permaneciera quieto, con el mismo apuro lento y pertinaz de aquellos astros que se ven como enclavados en su sitio, y sin embargo ruedan, obstinada e infatigablemente hasta completar su rutina.

     Era esta atroz ausencia de reflejos que le dejaba un largo espacio vacío donde debían estar los pulmones, el corazón, los deseos. Qué se había hecho de aquellos deseos que avanzaban insaciables, eliminando una tras otra las barreras que obstaculizaban sus proyectos, y haciendo que a su paso todo adquiriese fantástica existencia. La misma que sentía languidecer ahora en las venas, en idéntica medida en que se sucedían los instantes y empezaba otra vez la confusión, otra vez lo ganaba aquel mareo con el que también se mareaban los contornos de su historia.

     Porque entre tanta incertidumbre, ya no había un hoy del cual poder aferrarse, sino esa masa huyente y gelatinosa que su cerebro sólo receptaba a medias. Mientras que el ayer resultaba todavía más remoto que la cada vez más remota posibilidad de acceder a algún mañana.

     De qué le había servido tanta euforia, tanta avidez de poder, tanta codicia, si todo lo hecho hasta entonces y por lo que tanto había luchado, terminaba siendo apenas los fragmentos inconexos de un pasado vivido por otro.

     Estaba allí, en la trastienda de un mundo en decadencia, como observándose desde su propia lejanía, todavía preguntándose quién, cómo, por qué, luchando por disipar de su interior aquel biombo compacto que le distorsionaba los hechos, hasta no saber en cuáles había participado y cuáles eran meros inventos de su delirio. Luchando porque se quedara quieto ese minuto de gracia concedido a su memoria, ya que de pronto algo se insinuaba con relación a Lumina, una especie de sonido intermitente que parecía arrojar la basura, o quizá fueran los movimientos escabullidos de una manada de ratas repercutiéndole en las sienes.

     Sí, algo pendiente que jamás le sería revelado, porque el sopor lentamente oscurecido de una laguna se le instalaba ahora en la mente, interponiéndose entre su afán por recordar y sus recuerdos.

     Mientras la soledad crecía hasta no caber casi en sus ojos, y se juntaba al dolor sordo y universal del abandono, ése que va corriendo apareado a las gastadas luces que la tarde reclinaba sobre el suelo. Y en medio de todo aquello, la convicción de que no podía hacer nada. Sólo era cuestión de horas, de minutos, de segundos, que se iban destiñendo al compás de sus latidos, si tal nombre merecían esos menudos titubeos, imperceptibles casi, que avanzaban más bien reculando, bajando y bajando de tono, hasta que uno de ellos quedase interrumpido en sus comienzos. No por fallas técnicas, como se habría de asegurar después, sino por no haber podido completar el recorrido que hace falta recorrer para seguir viviendo. Y la idea retumbaba en sus oídos como una paradoja enloquecida.



***



     Porque precisamente para seguir viviendo se había pasado la vida cuidando el frente y la retaguardia. Onofre venía tomando esas precauciones desde la época de sus penosos comienzos, cuando todavía era pobre pero ya soñaba con hacerse rico.

     Despierto se soñaba poseyendo una cuantiosa fortuna, un Rolls Royce encarnado y a la gringuita Leonor. Aunque la hija de don Walter, su germánico patrón, ocupaba el palco oficial de su sueño, porque allí, en aquel recinto encantado, en lugar de rechazarlo y de mostrarse esquiva, ella se tendía abierta en la hierba y se dejaba hacer. Era una cueva abrigada y húmeda dentro de la cual él apaciguaba los primeros reclamos de su hombría.

     Sus dieciséis años forjados a soledad y machete soñaban que tarde o temprano cruzaría esa tremenda injusticia, y se pasaría, carajo, como había Dios que se pasaría hacia el bando de los ricos.

     Y las manos de Gumersinda ya no tendrían que lavar ropa en el puente, y podré pagarte la operación de cataratas con el mejor oculista, y no sé si alguna vez pueda pagarte el que le hayas servido de cuna, Gumersinda, y de techo y de esa sombra donde encontraron alivio las ardientes escaldaduras de su orfandad primera. Ni habrá dinero que abarque la inagotable ternura con que le hiciste de madre, Gumersinda. Su única, su verdadera madre, porque la puta que lo había parido se fue sin dejar dicho adónde ni si pensaba volver.

     Eso rumoreaba la gente: que no bien se deshizo del estorbo, y sin que el remordimiento le voltease ni una sola vez la cara, ella partió en busca del autor de su embarazo. Un tal Cándido Bienvenido Rotela, quien para nada hacía juego con ninguno de sus nombres ya que a su vez se había marchado tras los amores de otra, y cuya captura era solicitada en varias dependencias policiales de la zona, así fuese vivo o muerto, por tratarse el individuo de un resbaladizo cuatrero que periódicamente visitaba las haciendas para robar ganado.

     En medio de una gruesa polvareda, dicen que llegaba, profiriendo palabrotas y rubricando su presencia con una rociada de tiros al aire.

     ¡Ábranle cancha a Bienvenido Rotela y sus jinetes del Apocalipsis, que vienen a festejar el juicio final de sus vacas y el bautizo de sus hembras!, exclamaba entre relinchos y risotadas que hacían circular el pavor y lo aumentaban en la misma medida en que cristianos y hasta perros desaparecían con la terrorífica expresión de haber avistado al Maligno.

     Porque la verdad es que nadie se atrevía con aquel hombre de entrecejo arrugado y ojitos donde la lascivia parecía arder bajo los meros auspicios del infierno. Ni nadie lo hubiera delatado por temor a sus represalias, que solían cobrarse más vidas que el hambre y los impuestos, y a las cuales se sumaban también las de su banda: forajidos todos de la peor ralea que al dos por tres estaban volviendo: o para reprisar la fechoría, o para exhumar alguna cuenta pendiente, o para demorarse hasta el alba en el catre de alguna Antonia, o Rosalía, o vaya a saber si de la tal Clemencia que resultó siendo después la misma de la huida.

     Lo cierto es que así fue como Onofre, a quien naturalmente hubiera correspondido apellidarse Rotela, tuvo que soportar la vergüenza del sobreapellido Quintreros, debido a que éste, como acontecía a menudo entre los lugareños, una vez que se puso a echar raíces, desplazó sin miramientos al apellido verdadero. Para todos era y sería siempre no Rotela, sino Quintreros, por esa rima infamante de haber nacido quinto entre los hijos de un cuatrero.

     Oye, Onofre, le decían, si te hubiera tocado nacer de la tercera de aquellas demoras forajidas, te habrías tenido que llamar Tertrero, y si de la sexta Sextrero, y conforme las demoras fueran creciendo se enanizarían tus posibilidades de llamarte de algún modo. Así es que debes estarle agradecido al ciudadano ése, no sólo por el entusiasmo que mostró al hacerte, con todas tus partes en regla y muy bien proporcionadas por cierto, sino por el orden en que te hizo. Pues lo que mejor le combina a tu nombre es sin ninguna duda, Quintreros, por haber nacido quinto entre los hijos de un cuatrero.

     Últimamente ya no podía soportarlas: esas burlas dolían igual que la propia orfandad, o la desarrapada miseria que venía entorpeciéndole los pasos y engrillándole los sueños. Por eso, para no verse obligado por la herencia a repetir el cariado prontuario de su padre, con alguna paliza bien dada o alguna bala bien puesta, juntaría sus escasas pertenencias y se borraría del pueblo, emprendiendo el mismo trayecto de tantos otros antes que él: el de ir a probar fortuna a la capital, allá donde no existieran vientos cotorreros que divulgaran su origen. Pero principalmente donde a fuerza de sudor consiguiera desprenderse hasta del último vestigio de aquellos que lo habían engendrado. Y no habría barreras ni lamentos de Gumersinda capaces de detenerlo.

     Porque la vieja, como si hubiera poseído el don de acertarle el pensamiento, se pasaba el santo día con la misma cantinela:

     Que tu ambición ya no cabe en este rancho ni en el negocio de hacer dulce. Que te has dejado encandilar por ella, y debes tener mucho cuidado, mi hijo, porque esa ambición te está creciendo deforme, y algún día, si no la frenas a tiempo, acabará también por deformarte el alma.

     ¿A cuál alma se estaría refiriendo Gumersinda?, cuando lo único que él sentía allá en el fondo, a varias leguas de sí mismo, era una especie de puntada intermitente, como si en lugar de alma le estuviera supurando un susu'a. Y, para ser sincero, lo único que él notaba que se le iban deformando eran los huesos, y no precisamente de la ambición que preocupaba a Gumersinda, sino de tanto estarse agachando para recolectar guayabas.

     Todas las que haya en el vecindario, le recomendaba ansioso don Walter, sin hacer discriminaciones, tanto las pintonas como las pasadas, que el verano dura poco y ningún paladar es tan exigente como para advertir la tramoya.

     Y también las de piel fina, e incluso las chamuscadas, hasta llenar todas las bolsas que te aguante el espinazo, y te permita esa lomada mal nombrada «Cuesta dulce». Seguro por algún despistado que sólo habría tenido con ella un trato superficial, porque los otros, que la conocían a fondo, juzgaban que mucho mejor «Arisca» la hubieran debido llamar, por el hecho de que así, prácticamente de entrada, te ponía cara de Gólgota y apenas se dejaba subir. Por cada seis intentos que uno daba hacia adelante, la maldita te estiraba dos y medio para atrás.

     Era un tire y afloje desigual y fraudulento, que siempre terminaba con Onofre arrojando la toalla, y aquel sabor amargo, como de pasto molido, que le amargaba primero la boca, y un rato después las rodillas, al comprobar que el viento, su cómplice, el mismo que le había enseñado las ventajas de ser libre, hasta ese viento algunas veces se pasaba al enemigo.

     De llegar llegaba, pero a duras penas, con el tanque seco y la fuerza justa para volcar su acalambrado botín en aquellos tachos cobrizos donde, bajo el atento control del tirano y sobre el temblor de las brasas, debía hervir durante horas enteras, junto a la mitad de su peso en azúcar y al doble de su volumen en agua.

     ¡Vamos, repítelo!, y jamás lo olvides ni lo comentes con nadie, ni siquiera con tu almohada, y con la Gumersinda menos que con nadie, que es información ultra secreta, y como tal deberá ser archivada como se archivan los muertos, con dos vueltas de soplete y tres remaches de estaño, para asegurar el soldaje por un lado, y por el lado más triste, el encierro.

     ¿Y todavía me preguntas que archivarla dónde, so animal? Pues en el único escondite al que no acceden los espías: en la memoria. ¡Anda! ¡Vamos! Memoriza bien y repite: del estricto cumplimiento de la fórmula depende el éxito de la empresa. Del estricto cumplimiento de la fórmula depende el éxito de la empresa&

     Confidencia de la que también participaba una espátula de madera, que si seguía en vías de tan notable crecimiento, ninguna oposición hubiera encontrado para ascender a la escala superior de ser un remo. Un remo hecho y derecho, al que ni por un instante debes dejar de moverlo. Ni tú apartarte del tacho, ni al remo dejar de moverlo. Aunque aquella mezcolanza comience a dar muestras de querer impacientarse y después vaya en aumento, y al final no se contenga y se ponga a maldecir con un ploc ploc alarmante.

     Pero tú no le hagas caso. Pon los oídos bien sordos y tú sigue adelante que para eso te pago. Revuelve como te lo estoy mostrando, sin desviarte del rumbo en que se desplaza el tiempo. Siempre detrás del movimiento horario. Todo lo cual sin apartarte del tacho, ¿me entiendes? Aunque sospeches que el volcán algo se trae entre manos (sí, algo sucio está tramando), y aterrado lo veas crecer, detenerse a tomar aire y de nuevo crecer&

     Pero tú no te resbales de ti mismo ni cometas la gallinada de defecarte encima. Mentalízate en positivo y mantente firme en tu puesto, que cualquier subversión se reprime aplicando una receta muy simple: rasurar los impulsos primero, y después bloquearles la salida.

     Entonces, ¿qué te detiene? Por más hora de ir saliendo que sea, por mucha oscuridad, prosigue. Aunque sepas que el volcán no tardaría en soltar sus amarras, rebasar su orilla y en cuestión de unos pocos segundos empezaría a reventar en cráteres, engendrando mil infiernos por cada uno de tus temblores. Entonces serías tú, pobre infeliz, el blanco perfecto contra el cual se pondría a afinar su puntería.

     Así y todo, persiste. No abandones la contienda. Aunque se te acribillen los brazos con balas incandescentes, y el dolor te anestesie la sensación de dar vueltas. Y de pronto no te sientas revolver, porque a partir de ese momento será la inercia y no tú quien realice la tarea. Ella, automáticamente, irá ordenando las atropelladas indicaciones en que se ha enredado don Walter, las registrará en sus respectivas casillas y sin un error empezará a ejecutarlas. Apenas le da caza al vocablo remar y revuelve, hasta que lo remado experimente un tangible viraje de color y consistencia. Vale decir, que se vuelva sangre espesa. Pese a lo cual debes seguir revolviendo y revolviendo, porque del número de quemaduras depende el éxito de la empresa.

                                  Tres quemaduras en un brazo son pocas                                  
  cuatro formando una cruz en el otro mejora  
  doce entre ambas mejillas excelente  
  y allá abajo ninguna  
  allá abajo sólo Leonor le dolía&  

     Pero a don Walter no le gustaba que él la anduviera rondando. ¡Apártate de ella!, le decía, y lo mismo le decía Gumersinda, que la gringuita no era para él, que por varios cielos le quedaba grande, y que ya no malgastara saliva intentando conquistarla.

     Entonces, en vista de que no podía tenerla de otro modo, optó por idear lo de los sueños. Cada uno de los cuales formaba un espacio hermético, un verdadero mundo aparte donde no cabía el tiempo, ni don Walter, ni nada que no fueran sólo ellos.

     Tampoco debía esperar a estar dormido para soñar. Bastaba mantener los ojos prendidos a un objeto cualquiera durante no más de tres minutos, pasados los cuales, algo principiaba a saberle dulce en la punta de la lengua, a la vez que lentamente, como si de aquella dulzura se descorriera un telón, el sortilegio se ponía en marcha.

     Todas las veces comenzaba igual, con un gran fuego en el centro de una habitación tapizada de hierbas frescas y tupidas, y otro que sin descanso subía y bajaba de un espejo circular, de una de cuyas esquinas, formando una leve y dorada angulación, y como creados por las llamas, uno tras otro iban surgiendo los primeros esbozos de Leonor, y de inmediato una Leonor tan íntegra y cabal, que todo a su alrededor mudaba de perspectiva, todo ardía luminosamente.

     Pero lo realmente increíble radicaba en el hecho de que estando fuera del sueño, verlo y echarse a correr eran ejecutados por ella en un solo acto, veloz e instantáneo. En cambio en su interior permanecía quieta, dócil, accesible. Los dos salpicados de reflejos, allí mirándose y oyendo sin oír el eco del aullido de don Walter extinguiéndose a lo lejos.

     Mirándose a través del crepitar del fuego, cuyo rojo sangre hacía que la piel de ella pareciera aún más blanca, y sus ojos aún más claros, y más apetecibles aún sus pecas.

     Ambos atrapados por el hechizo in crescendo de un deseo que latía más a prisa que ningún pulso, que ningún corazón de galopar tendido. Cuando de pronto ellos mismos eran las llamas que veían subir y bajar y entrar y salir desde el fondo tumultuoso del espejo. Hasta que todo se volvía incandescente, estallaba en mil pedazos, para finalizar sumido en untuosa somnolencia.

     También el fuego había cesado, y en su lugar sólo quedaba un efímero aleteo desvaneciéndose y desvaneciéndose cristal adentro. Y al cabo de un rato, la habitación entera se iba como diluyendo, como replegándose sobre ese tono macilento de las fotografías viejas, hasta desaparecer por completo.

     Entonces Leonor era otra vez la de la cabeza llena de humos, y Onofre otra vez la suma de sus miserables restas, y érase ahí otra vez don Walter, que para recuperar el capital que él había dilapidado en ensoñaciones vacuas lo ponía a revolver más de prisa y más de prisa, sin importarle que las quemaduras fueran pasando de grado a medida que se hacían más profundas, porque precisamente esa era la mixturación perfecta con la cual se exorcizaban los problemas financieros.



***



     Y al mismo tiempo que soñaba y se perdía entre ambiciosos rascacielos, Onofre era consciente de que para llegar a rico y ocupar un lugar de privilegio había muchos trámites que cumplir, muchas reglas que debían ser transgredidas.

     Empezando por la promesa hecha a Gumersinda de visitarla tan pronto hallase algún empleo seguro, al cual desde luego accedería mediante la oportuna intervención de aquel que, además de Benemérito del Transporte e Hijo Dilecto del Barrio, era considerado como el auxilio de todos los desprotegidos que se aventuraban en la capital: el generoso compueblano don Eusebio Sotomayor. Hombre semianalfabeto pero de una capacidad inventiva tan prodigiosa, que en poco tiempo supo amasar una considerable fortuna construyendo carrocerías para ómnibus, camiones, camionetas, o «cualquier bicho que anduviera sobre ruedas», como él mismo se jactaba en afirmar. Y a cuyo nombre iba dirigida la recomendación, que según el parecer de Gumersinda, le abriría todos los portones de la gran ciudad, y que le fue cosida dos veces en el bolsillo trasero, para que no la pierdas, le dijo, al menos mientras no pierdas el pantalón.

     En seguida vinieron los llorados adioses que, con intervalos de varios silencios, se fueron superponiendo al adiós de los grillos y las súplicas a San Onofre, patrono de lo imposible, a cuya devoción debía Gumersinda una hilera impresionante de milagros, y a la que Onofre quedó debiendo, no solamente el nombre, sino la cura de tres dolencias infantiles, tenidas por aquella época como parientas muy cercanas de la muerte.

     Yo te lo entrego, santito, se la escuchó rezar cuando alguien pasó con la orden terminante de abordar sin más dilación el vehículo. Pongo en tus manos a tu tocayo. Presérvalo de todo mal y de todas las acechanzas del Maligno&

     No te preocupes, en cuanto consiga algo te vendré a ver, la interrumpió Onofre, sin lágrimas y sin imaginar siquiera que, mucho antes de lo pensado, apenas la ciudad comenzara a perfilarse tras la cresta de los cerros, un impulso incontenible lo llevaría a hacer añicos la carta, y a cambiar su reciente juramento por la decisión irrevocable de no volver jamás.

     Él sabía a lo que se estaba exponiendo: acaso a la peor de las soledades, ésa que no se deja oír en mitad del despoblado, y a medida que el gentío aumenta, también crece y va creciendo hasta volverse insoportable. Pero cualquier cosa hubiera sido mejor que contraer deudas con santos, así fueran los de esta tierra, o de los que vivían inquilinando el cielo. Ni a don Eusebio, ni a San Onofre. Prefería debérselo todo a sí mismo.

     No le quedaba por lo tanto ninguna otra salida: tendría que resistir sin doblegarse los rigores del comienzo, y las tantas humillaciones que le impone la ciudad al pajuerano, las cuales no siempre se encuadraban en los marquitos dorados de barrer las escaleras o higienizar retretes. Muchas veces, como bien lo pudo comprobar Onofre, el hedor de las letrinas resultaba ampliamente superado por la pestilencia que exudaban aquellos puestos degradantes, de ínfima categoría, donde nadie sabía a ciencia cierta quién era el jefe.

     Aunque demasiado bien se sabía a cuáles requerimientos estaban subordinadas las solicitudes de ingreso. Era indispensable manejar con encomiable destreza las diferentes corrupciones y los diversos tipos de sobornos, de adulaciones y de coimas, a todo lo cual se llegaba luego de un exhaustivo aprendizaje en esa universidad a tiempo completo que es la calle, y que ofrece al educando -previo test vocacional obligatorio ya que el mismo permitía descubrir a cuál corrupción cada quien era propenso- una extensa gama de recursos para aprender no sólo a defenderse, sino para saber también cómo atacar.

     Algunos demostraban una notable inclinación hacia las aguas fangosas, otros se diplomaban en todo lo concerniente a albañales, cloacas y derivados, otros se hacían peritos en un sinfín de triquiñuelas para desviar los fondos públicos hacia rumbos más privados, y otros en adulteraciones y fraudes.

     Y tanto unos como otros salían aprobando con óptimas calificaciones el difícil arte de borrar, en apenas contados segundos, toda clase de evidencia que hubiera podido alertar al olfato policíaco.

     Salir adelante a cualquier precio y a costa de quien fuera, era la consigna, el único escape para que esa logia hermética denominada sociedad jamás fuera a apartarlo de su seno, ni le dedicara esa mirada desdeñosa y fría que reserva a quienes no se ajustan a sus normas.

     «La sociedad no hace trato con los débiles sino con los audaces», había leído Onofre en alguna parte, y la experiencia le fue enseñando que para obtener el título de audaz y las subsiguientes condecoraciones, de ninguna manera había que apresurarse, sino trepar con callado aguante por la estrechez de esa escalera relegada a la servidumbre, hasta encontrar su lugar en el ascensor.

     Los años más duros fueron indudablemente los primeros, cuando trabajaba al por mayor, encadenando una tarea con otra y cumpliendo aquel horario demente de casi dieciséis horas por día. Aunque eso no era lo peor. Lo peor era saberse miserablemente explotado y no poder hacer nada al respecto, porque cualquier entrenamiento hubiera sido demasiado blando si no lo reforzaba una buena explotación. Y una excelente explotación era aquel mal chiste de los tres billetes chiflados, que no tardaban en sucumbir ante la brutal intransigencia de los precios.

     Por una semana completa de romperse «aquello» podían adquirirse siete días infectados de alimañas de un cuartucho de pensión, veinticuatro cigarrillos directamente importados del suelo, y dieciocho cervecitas nacionales y calientes, porque si se las pretendía a otra temperatura, pues entonces, vaya, elemental mi querido Watson, ese lujo se marcaba con un precio diferente.



***



     Así, pulgada tras pulgada, se fue ganando un espacio, a fuerza de transar, de arreglarse con las sobras rechazadas por los otros, y de aprender, a fuerza de vivir a la espera de instrucciones, que la vida es un gigantesco trueque donde nadie da nada a cambio de nada que no vaya en proporción directa de su angurria personal.

     Si yo pongo la orientación técnica, tú corres toda la cancha y empapas la camiseta. Si nosotros ponemos el capital, tú, que no tienes más capital que el pellejo, no sólo lo pones sino además lo expones. Puesto que yo soy el astro rey, tú debes girarme en torno sin perderme jamás la distancia, ni hacerme perder la paciencia, como un aplicado satélite, ¿me entiendes?

     Siempre la balanza actuando en desnivel. Siempre con ostensible ventaja hacia el platillo contrario. Porque nivelar una balanza lleva su tiempo, y también rupturas, injertos, trasplantes, y por cada trasplante un rechazo que termina introduciendo otro hombre dentro del hombre.

     Unos cuantos semestres le tomaría, por ejemplo, el ir mudando de piel, y durante todo ese lapso tuvo la impresión de estar viviendo una experiencia extraña, completamente inédita para él. Algo como un descascararse gradual y progresivo, que lo despojó primero de la envoltura externa, y luego de la que sangró más, porque con ella también se perdieron las distintas capas de recuerdos que se habían venido acumulando en etapas sucesivas de aquel entonces y ahora.

     Y aprovechar el dolor para acabar de una vez para siempre con la indiscreción de aquella pigmentación verdosa, que no dudaba en exhibir ante cualquiera el cercano parentesco que él tenía con el monte.

     Claro que para la siguiente reforma era preciso acudir al artista plástico de más renombre, hipocráticamente hablando, ya que sólo aquél que luciera un prestigio sólido, conseguido a través de una larga trayectoria, sería capaz de practicarle al mismo tiempo, y sin ulteriores desgracias que lamentar, una triple lipoaspiración: del yo antiguo primero, de las marcas de su pasada pobreza después, y finalmente de la doble papada.

     Y con anestesia local someterse a la cirugía de aquellos vicios que, pese a ser tachados de menores por la ciencia, debían necesariamente extirparse, al menos si uno pretendía no estar en desacuerdo con las elementales normas de cualquier urbanidad, tales como el hábito privado de usar escarbadientes en público, o hablar exagerando las eses, o ponerlas al mayoreo en los lugares proscritos. En pocas palabras, terminar con todo aquello que pusiera a ventilar su heredada propensión al conventillo.

     Aunque lo más difícil de todo, y lo que le gastó más energía fue aprobar la asignatura de mantener bajo control las emociones, liberándolas sólo de a una, con preferencia durante las horas de sueño, en forma de sacudidas, de calambres, de lamentos, de llorosas pesadillas que lloraban por haber extraviado el rumbo de volver a la realidad.

     Eso de noche, cuando lo oscuro atenúa la falsedad de las cosas y hace que incluso lo blanco se vea como ennegrecido. Porque bajo esa luz que no miente, había que permitirles la fuga sólo en dosis muy restringidas y bastante mineralizadas por cierto.

     Vale decir que cualquier emoción, por intensa que fuera, antes de ser expulsada debía quedar reducida a su mínima expresión, limitándose a transmitir por intermedio del rostro exactamente lo mismo que hubiera trasmitido una piedra, si una piedra hubiera podido transmitir algo, desde luego.

     Acto seguido venía el capítulo referente a domar los sentimientos, y someterlos periódicamente a toda clase de torturas y vejaciones sin límites, haciéndoles probar inclusive el inefable sabor del orgasmo eléctrico, sitial al que se llegaba copulando con esa hembra insaciable y tristemente conocida bajo el nombre de picana.

     Ninguna traición sobrevivía a la muerte líquida que arrojaban aquellos grifos minuciosamente extendidos a todo lo largo del cuerpo, aunque con especial hincapié en las zonas donde el dolor se hace más vivo. Grifos que al recibir la orden de abrirse, obedecían todos en bloque, produciendo algo así como una marejada, como una devastadora y eléctrica inundación.

     Los resultados eran por demás efectivos: casi ningún sentimiento volvía a ponerse de pie, y los pocos que lograban hacerlo adquirían con el tiempo una extraña cualidad de manifestación invertida, ya que les era dado comunicar por el lado de afuera precisamente lo contrario a lo que acontecía por dentro.

     Entonces, aunque se te estuviera achicharrando la casa con la familia entera incluida, en lugar de recurrir a los bomberos o de gritar ¡auxilio!, había que improvisar una careta de aquí no pasa nada, compañero, rematando con aquella frase célebre que cimentó la inmortalidad de Carlos Quinto, y que fuera utilizada infinidad de veces por los otros tantos carolingios: nada por aquí, nada por allá, y por acullá todo bajo absoluto control.



***



     Y cuando a la última imagen de Gumersinda, que él había venido guardando entre las dos o tres chucherías de su equipaje primero, con el correr de la vida, se le hubiese disecado el llanto. Y cuando la víspera de su partida, impresa con rosados indelebles contra las convulsas variaciones de un azul crepuscular e intenso, el mismo que vio retorcer su adolescencia sobre el rechazo instintivo de otro cuerpo que también se retorcía, ondulaba, gemía, tratando de impedir que aquel objeto punzante consiguiera introducirse entre sus piernas. Y toda esa larga escena, repentinamente alumbrada por el chicotazo brillante que sobrevino después, se volviera, al deslizarse los años, sólo un vago remordimiento, cada vez menos preciso, más frágil, y Onofre se alegrara de que así fuera, porque no pensando más en eso tampoco estaría pensando en los capítulos iniciales de su propia historia. Y cuando de su antiguo yo no quedara sino un minúsculo terrón de barro que rara vez daba señales de vida, entonces había llegado el momento de construir un nuevo yo para reemplazarlo.

     Un yo más suelto, más agresivo, con más ínfulas mundanas, más swing, y una mirada atrevida que iba ganando cada vez más cantidad de distancia. Aunque estratégicamente escondida tras el luto cerrado que guardaban sus lentes, a fin de descubrir sin ser descubierto, no sólo el lugar de las ganancias inmediatas, de esas que se van multiplicando solas, sin el concurso de nadie, sino el de las mujeres más atractivas, económicamente hablando. Para de inmediato escoger una cualquiera, porque las propietarias de ese tipo de atracción, salvo muy honrosas excepciones, son casi todas lo mismo: adolecen de una falta de armonía irreversible.

     Por lo tanto se vio obligado a dirimir tan engorrosa cuestión recurriendo al conocido acertijo de con esta sí, con esta no, con esta cuenta bancaria me caso yo. Después de un muy breve noviazgo, que por lo mismo dio lugar a toda clase de especulaciones, morbosas conjeturas, y cálculos de últimas fechas que pusieron en rápido movimiento unos cuantos meses del año sobre la yema de varios dedos.

     Algo que por su magnitud llegó a opacar incluso a los recientes destapes de ollas, porque imagínense, Sofía Bernal se casa con él a espaldas de su familia. Un padre, una madre, tres hermanos, y una extensa variedad de consanguíneos, quienes acababan de celebrar su quinto centenario de prosapia ininterrumpida, ya que la misma quedó oficialmente instaurada en época de las carabelas. Y desde tan memorable fecha, no hubo uno solo de sus integrantes que no viviera con un Diploma del Desembarco colgado al cuello, y la mirada desasida del contorno, como en perenne regresión hacia un pasado donde todo era definitivamente mejor, hasta la calidad de los trinos.

     De manera que resultó muy comprensible aquel rechazo instantáneo hacia un sujeto con un apellido tan poco elegante, un nombre tan de almanaque Bristol, y quién sabe cuántas otras ordinarieces aparte de las captadas a simple vista. Y durante varios días el bloque Bernal se ocupó muy especialmente de hacer toda clase de averiguaciones, que al final nadie logró responder: ¿Quién era el tal Onofre Quintreros? ¿De cuál confín procedía? ¿Qué propósitos abrigaba? Aunque sobre esto último ya no cabía ninguna duda: él quería abrigarse con el dinero de ella, y con tanta prisa por cierto, que a lo único que conducía esa urgencia era a confirmar lo que ya estaba en boca de todos: la novia pretendía calzar en los nueve meses canónicos los cuatro meses de adelanto que tenía su gravidez.

     Está bien que su apuro sea justificado, pero eso no le confiere el derecho de apurar a los demás. Especialmente a las sacrificadas modistas a quienes ni siquiera les alcanzó el tiempo para recargarlas de bordados a sus clientes, señoras todas ellas de alto vuelo que, a pesar de vivir sobrealimentando el guardarropa, cuando para tal ocasión tienen que abrirlo, nunca encuentran allí nada ponible.

     Porque no sé si se dieron cuenta, pero el dieciocho del corriente no cae dentro de un mes sino de poquísimas horas. Para ser más precisos y de acuerdo a lo que informa en dorado una graciosa tarjeta, la boda se realizará a la hora nona, en la Basílica Nuestra Señora Alcurniosa, durante una misa concelebrada por la investidura de tres Obispos y tres Acólitos por cada Obispo.

     Lo cual vino a generar un lamentable entrevero de preguntas sin responder, respuestas que no contestaban al eco de ninguna de las preguntas, extraviadas tal vez, entre los tantos campanillazos y las paces sean contigo que se dieron a destiempo.

     En fin, esos pequeños desajustes muy propios de cuando hay un solo altar para tanta cantidad de santos, que no opacaron sin embargo el brillo de la ceremonia. Todo lo contrario. Ella se desarrolló dentro de un marco de gran emotividad, hasta arribar a feliz término, al compás de violines, sonrisas, las mismas «demoradas» de siempre que, arrimándose lo más posible, se tomaban todo el tiempo que les hacía falta para evaluar los detalles y accesorios del vestido, entre arroces, disparos de flashes, tintineos de joyas y criticheos, vale decir la crítica mordaz expresada a través del cuchicheo, y algunas contusiones morales que tampoco hubieran podido faltar.

     Debido a que los novios tuvieron sumo placer en recibir sólo a la porción más empinada de la alta sociedad, con los bombos y platillos retumbando en esos casos: una fiesta descomunal donde corrió libremente el vino, corrieron los licores, fue corrida la cerveza por no pertenecer al linaje de la mayoría, corrió el champagne de las viudas más recientes, corrieron los manjares nacionales e importados, y detrás de estos se pusieron a correr los comensales, corrió el libre albedrío como antes nunca lo hizo, se corrió el cierre de varias durante el infaltable intercambio de parejas. Sin olvidar un montón de correrías todavía más audaces, cuyo estallido coincidió con los primeros disparos de una orquesta, que luego de desenfundar sus instrumentos y alinearlos en orden de ataque, emprendió una guerra frontal de saxofones, clarinetes, platillos, maracas, timbales, flauta dulce y la amarga arremetida de un cantor que parecía estar dispuesto a no dejar oído en sus cabales ni tímpano que sirviera.

     Mientras que la porción en el exilio tuvo que conformarse con saborear ese inmenso despilfarro desde la resignación de sus termos cebadores de tereré, y sus respectivos aparatos televisivos, dado que la fiesta fue íntegramente filmada, desde el cabo San José hasta el escotado rabo de cada una de las ampulosas damas. Y per sécula seculorum, a los apartheid les cupo la maravilla de volver a agotarse viendo lo visto y volverse a plaguear en diferido.



***



     Sin embargo, el tiempo que los otros malgastaban en lamentaciones estériles, lo fertilizaba Onofre consiguiendo ascensos. Él avanzaba, ajeno a todo lo que no fuera el siguiente escalón de la próxima escalera, sólo avanzaba. Sin errores y sin pausas y sin haberle errado ni una sola vez al peldaño, en impecable ascensión avanzaba. ¿Hacia dónde? Hacia el viaje de bodas: un crucero afrodisíaco que en su triple vuelta carnero alrededor del globo iría tocando un poco de esto y un poco de aquello, haciendo luego un brevísimo paréntesis de cuarenta y tres días escasos entre los verdores de esas playas que se hicieron tan famosas por llamarse una Poder y la otra por denominarse Gloria.

     ¿Y después?, se interrogaban con los ojos, mientras que con la boca guardaban silencio. Un silencio expectante, suspendido del más silencioso suspenso. Después hacía trocar en realidad aquel sueño que los llevó en seguida a investigar: ¿cuál sueño?, ¿soñado cuándo?, ¿originario de dónde? Un sueño soñado tan lejos que nadie podría nunca ni siquiera arrimarse a él.

     Fue entonces cuando se dejó oír una voz potente, que no era sino la de su propia adolescencia dándole forma y color y un par de alas a aquella ilusión secreta, que seguía manteniéndose joven a pesar del tiempo. Y hágase el Rolls Royce encarnado, se lo escuchó ordenar, y el Rolls Royce encarnado fue hecho, para que el club de la cuota inicial más vaporosa, al verlo aparecer en tan relevante compañía, le abriera de inmediato sus portones, sin que ningún desubicado se atreviera a formularle la perimida pregunta de ¿dónde están sus pergaminos? laterilerilerón, ¿dónde están sus pergaminos? laterilerilerón pon pon. Sino todo lo contrario. Nos es muy grato comunicarle, señor Quintreros, que la Comisión Directiva reunida en magna asamblea se complace en poner a la entera disposición de sus caudalosos bolsillos todas las instalaciones de nuestra entidad sin excepción alguna: los versallescos campos de golf, la dicharachera cantina, el salón de los cristales bifurcándose de tal manera que permitía verse a los calvos con pelos y a los congresistas sin liberación de impuestos; el empedernido salón de los fumadores, que tenía proscrito echar el humo para donde se dirigía el viento, ya que éste había adquirido el mal hábito de dirigirse hacia el salón de los no fumadores; el de los masajes intergalácticos a cuyo través se apreciaban las estrellas dolorosas y también las preferidas, con la engañifa ocular de tenerlas al alcance de las manos; los renombrados gimnasios donde se levantaban pesas a ritmo de valses, y ensanchando un poco la respiración y apurando un tanto el paso se podía concretar otro tipo de levante.

     Aunque todavía estaba faltando lo que invariablemente era dejado para el final: muchos placeres por los cuales no había transitado todavía. Faltaba el rubro sexo débil. Y para que la cosecha de mujeres nunca se acabara, era preciso ir sembrando en cada surco la semillita de ¿se enteraron féminas casadas o solteras o en el estado en que se hallaren al recibir el mensaje?, ¿se enteraron de lo buen fornicador que es Onofre, de lo bien que se comporta en la cama? Se rumorea que en ese sitio tiene el récord de permanencia, a juzgar por el renovado desfile de visitantes que pasa por su departamento, donde es rarísimo ver dos veces la misma cara. Ese es un sentido en el cual ha logrado superar las mejores marcas, y ante cualquier comparación, no te quepa la menor duda, saldría siempre ganando, y quién sabe si hasta por varios cuerpos.

     Por supuesto, mi estimado, el marido tiene ciertos deberes de fidelidad para con la esposa, pero los deslices no registrados tampoco pueden considerarse «cornadas», ¿no te parece? Por otra parte, ¿de qué sirve la honradez del cuerpo si el pensamiento es ladrón por naturaleza? Y todavía digo más, mejor dicho, pregunto: ¿cuándo se ha visto que el sexo admita riendas? El sexo es intrínsecamente ingobernable, compañero, nunca va para donde debería sino para donde se le antoja. Era su tesis. Y se recibió de doctor en trasnochadas, y obtuvo el máster en canas al aire y en esclavo de Lumina Santos, su más reciente y oxigenada adquisición, la cual, para ser honestos, empezó como simple relleno, o acaso para parchar los claros que su señora dejaba, y de pronto sucedía que se estaba convirtiendo en lo mejor del espectáculo.

     Pero el Gran Cambio no se detuvo allí. Todo su empeño se concentraba ahora en elegir los más originales disfraces, con los cuales podría ingresar en cada una de las comparsas del permanente carnaval político, y ser a veces Arlequín y a veces Epaminondas, y de tanto en tanto Lobo Feroz con antifaz de los Tres Chanchitos.

     Si uno quería llegar a político de primera línea, con activa participación en la cosa pública y activante cúpula, tenía que transformarse a cada rato con tanta rapidez, que ni el mismo transformado podía establecer con claridad sobre qué personaje estaba instalado en el momento de la actuación.

     Ya no faltaba dar sino un paso muy corto hacia la misión cumplida, siempre acordado a un ritmo vertiginoso, absolutamente contrario a aquel otro, demorado y lento, que lo habría de conducir después, aunque no demasiado después, a protagonizar el drama entre cuyos bastidores ya empezaba a insinuarse el brutal advenimiento de su propia muerte.

     Pero a quién podría amedrentar la muerte, ¡zape muerte!, en una hora así, tan hinchada de espejismos, con tantos rayos y centellas proyectándolo hacia alturas hasta entonces ignoradas.

     Morir era una palabreja absurda, una incumbencia de otros que no estaban como él, afanados en abarcar el control de todo, ni pretendían levitar al mismo Olimpo de esa gente en la cual se había inspirado la homilía de Pa'i Gervasio, pronunciada algunas horas antes de que lo destituyeran, precisamente por haber dicho lo que decían que dijo en su última homilía: «esa gente, mis queridos feligreses, que se yergue aquí y allá como si hubiera sido transportada en zancos», finalizando luego con aquel remate histórico, que cumplió la función de fosforito haciendo estallar la bomba, con el saldo de un cura inexorablemente expulsado y una parroquia navegando a la deriva: «esas gentes, mis queridos feligreses, con altivez de rascacielos e ínfulas catedralicias, y que a los ojos de Dios no pasan de ser simples pigmeos coloreados a brochazo limpio y con apenas una mera zoncerita de barniz».

     Sus queridos feligreses, como era de esperarse, pusieron sus amotinadas voces en el cielo y su cuartel general en el atrio, emprendiendo lo que consideraron una genuina guerra santa, realizada a través del campanazo, ya que cada cuarto de hora, un muchacho contratado para tal efecto, sacudía el aire ciudadano echando a volar la campana mayor de la torre, hasta que ésta arrojaba chispas y a aquél se le acalambraba el brazo. En airada señal de protesta ante semejante atropello que lesionaba, en lo más profundo, sus derechos de católicos, apostólicos, romanos. Negándose además, y de un modo terminante, a participar de cualquier liturgia presidida por alguien distinto de Pa'i Gervasio, quien con tanta generosidad y durante tantos años había sabido ser el mejor consuelo para sus peores congojas.

     ¡Él y ningún otro!, coreaban exaltados. Y para que lo sepan de una vez, queremos advertirles que el tercer mandamiento está a partir de hoy en rigurosa huelga y lo seguirá estando mientras Pa'i Gervasio no sea debidamente reivindicado e inmediatamente restituido en su puesto.

     Muy pronto se caldearon también las plumas de los periodistas, quienes acusaron como únicas responsables de que el religioso en cuestión estuviese ahora oficiando misa para las tunas del Chaco, a aquellas personas que se calzaron tan bien el sayo, que nadie hubiera podido decir que no se lo hubieran confeccionado a medida.

     Por arribar al Olimpo de esa gente es que Onofre se había extenuado durante años y años. Él quería, lo que más quería, era formar parte del Grupo, moverse en su misma órbita, compartir sus reuniones, sus santos y señas, el aire que respiraban sus cumbres. Para luego, como colofón a tan tesonera labor, poder estrechar las manos del empresario Fulano, del hacendado Mengano, del industrial Perengano, del uniformado Yogano, del diputado Nogano; y estrecharlas en un mismo y mancomunado abrazo a las amantes multiuso, intercambiables, rotativas, con inclusión de aquellas que podían ser manejadas a control remoto. Tan necesarias todas ellas con sus tantas martingalas, para robustecer el debilitado sistema y debilitar las robustas cuentas bancarias de quienes solicitaban sus artes.

     Era un sacrificio económico que valía la pena realizar, aunque a veces se pasaba de cruento, y otras veces precisaba ser sufragado, parcial o íntegramente, por los Fondos del Socorro del Erario Municipal.

     Pero devolvían en pepitas lo que en billetes pesaban, sobre todo cuando se las ponía a comparar con esas esposas exangües, más empeñadas en buscarse una pierna timbera que en cumplir con su deber. Tan parecidas por eso a ciertos discursos rayados, que vivían jorobando la paciencia, dale que dale, eternamente varados sobre la misma oratoria.

     En tanto que las orfebres del placer, como ellas mismas se hacían llamar, por la filigrana de su labor, explicaban, tenían plena conciencia de que para retener la clientela e impedir que se pasara a la vereda de enfrente debían ofrecer un producto que combinara de manera tripartita el talento natural, el talento adquirido y el currículum renovado, por lo menos cada tanto.

     Porque era primordial que se superaran constantemente, incluso a ellas mismas, para poder superar después a la competencia. Podría decirse, sin temor a equivocaciones, que ellas conocían todo lo que al sexo de este mundo se refiere, poseyendo asimismo algunas nociones rudimentarias, pero nociones al fin, sobre sexo extraterrestre.

     Lo cierto es que disponían de una extensa gama de piruetas para antes de entrar en materia, y sabían acomodar el lenguaje a las exigencias del usuario, y al ritmo de cada quien su inagotable repertorio lúdico, de manera que cada quien pudiera marcharse a los acordes de su propio arroz con leche. Y gracias al fraternal convenio de lo tuyo es mío y lo mío es mío, entronizado por el «Merquemos todos juntos», practicaban con pasmosa habilidad y sin ningún tipo de rechazo, los últimos avances importados, ya que podían ejercer su profesión horizontal, vertical e inclinadamente, hasta los ciento ochenta grados centígrados sobre sus ejes de gravedad.



***



     Hasta que un día cualquiera el espejo le devolvería la imagen de un Onofre que por fin había alcanzado las proporciones exactas: autoridad, audacia, cinismo y aquel cebo provocador de tantas ronchas femeninas, que tantos habían intentado sin éxito imitar: su total dominio de saber ser seductor, a toda hora y en toda ocasión, al punto de que no parecía existir, sobre un radio aproximado de cien kilómetros a la redonda, ninguna otra seducción por encima de la suya. Era el seductor número uno.

     Pero aún le quedaba algo pendiente. Algo que había venido postergando, y que debía aguardar alguna noche sin luna, de modo que ninguna mirada pudiera asistir a la realización de un acto con el cual quedaría definitivamente sellada una etapa de su existencia.

     El acto de cavar un pozo lo suficientemente profundo a fin de guardar en él sus propios pozos y deslizamientos, y aquellos pasajes secretos para que nadie supiera llegar adonde ellos llevaban. Y aquellas grietas internas, rebosantes de abandono, y todos y cada uno de sus atajos y de sus recónditas guaridas, que hubieran dejado entrever lo que tan celosamente había venido escondiendo.

     ¿Quién lo hubiera sospechado, no es cierto?, que Onofre Quintreros no fuera en realidad el que todo el mundo creía, sino nada más y nada menos que un cabal almacén de complejos, con varios gramos de cobardías, muchas docenas de miedos, y un estante repleto de las dudas que cada uno prefiera. Por lo tanto, sí señor, un firme candidato a la siquiatría.

     No, nadie lo hubiera dicho contemplando aquella figura altanera de mirar insondable, ese hijo del arroyo que por fin estaba llegando adonde se había propuesto. Se levantó en su propia estatura, decían unos, y todavía sigue creciendo, opinaban otros. Y en política, ni te imaginas, hizo meteóricos progresos. Yo diría más bien que hizo lo que le convenía hacer: alianzas por ambas puntas. Pero todo sin dejarse invadir el territorio. Desde el vamos conservó su independencia, para evitar en lo posible cualquier intermediario. O por temor quizá a que cuando estuviese comiendo alguien fuera a birlarle la mejor presa.

     Todos coincidían en lo mismo: Onofre Quintreros no tiene límites. Parece estar embarcado en un viaje sin fondo. Es un vulgar andinista. Aunque no me discutan que también es un gran estratega, y perseverante como ninguno, y tan increíblemente atractivo a pesar de ser tan feo, que todas sus oscuridades se blanquean por adelantado.

     Claro que ha dejado de ser lo que era antes. Ahora está atravesando una angina política que lo tiene bastante postrado. Se diría que volvió otra vez a la llanura. ¿Y a quién podría importarle la llanura cuando ya la cumbre le otorgó el alpiste necesario para disfrutar el equivalente de tres vidas sin obligación de mover un solo dedo? No te lo discuto: podrían haberlo acusado de esto y de aquello y de cien mil fechorías, si quieres, pero lo que ocurre es que a nadie le conviene remover demasiado el fango. Quién más, quién menos hizo sus formidables agostos antes del dos de febrero. Y lo continúan haciendo. Total, después se procede a hacer tres cosas: arrepentirse con vehemencia, abjurar de los pecados con voz lo suficientemente estentórea como para que llegue sin tropiezos a los oídos de la prensa, y por último organizar un propósito de enmienda con tres mil invitados en un club social de alto rango, y los turnos de cinco orquestas ejecutando las preferencias caribeñas del momento.

     Aquella fue sin duda su mejor época. Se paró frente a la maquinita y ésta le empezó a soltar plata a raudales. Y puesto que al dinero hay que lucirlo, de ahí en más se dedicó a saturar su guardarropa con confecciones de marca, inaugurando la moda de las camisas llovidas, con motivos espaciales, y los pantalones inspirados en el protagonista masculino de «Los pobres también ríen», para que incluso extraterritorialmente se le apreciara la facha. Y hasta consiguió que lo nominasen para los diez más elegantes del año.

     Todo lo cual en modo alguno le atenúa los defectos. ¿O todavía no se han dado cuenta de que es un tipo reversible? Onofre Quintreros puede ser usado de los dos lados, en el buen sentido del uso, desde luego. Observen lo rápido que se está poniendo a tono con Doña Transición Democrática. Sólo falta que la reconozca como única mujer de su existencia. Es evidente que tiene una tenacidad a toda prueba y una vocación de poder indomable. Y nada me extrañaría que pronto se encuentre instalado en la misma poltrona de la que tuvo que apearse urgentemente por las razones de todos conocidas. Está tratando de recuperar a grandes zancadas la titularidad perdida. Dicen que tiene muy buenos contactos, y muchas afinidades deportivas con gente importante. Y hasta se murmura que deja que el Supremo le coma los puntos en los partidos de paddle.

     Claro que sí, que los demás hablen, comenten, hagan conjeturas, indaguen. Que se vayan atorando con su propia bilis. Total, era él quien llevaba la sartén por donde debía llevarse. Pero no por eso iría a perder la cabeza. No, señor. Ahora era cuando más debía estar prevenido porque si el número de sus conquistas iba en aumento, igual cosa ocurría con la envidia de sus adversarios. Cuando se es atractivo y se tiene plata y leyenda, de todos lados brotan peligros, por lo tanto su propósito inmediato fue encontrar la forma de neutralizarlos. Y sólo al cabo de agotadores días de concentración y análisis dio exactamente con lo que debía hacer: encajarse como una cuña entre los varios peligros que lo cercaban, en una posición donde ninguno podría alcanzarlo.

     Por otra parte, Onofre no compartía la creencia bíblica según la cual, luego de haber trabajado seis días completos, al séptimo le corresponde un recreo. De ninguna manera. Él había necesitado muchos años de sufrimiento y miseria para obtener los privilegios que ningún descanso del séptimo día le vendría ahora a desbaratar.

     Mucha vida se había pasado cuidando el frente y la retaguardia, durmiendo con el arma puesta, pese a las quejas superadas de sus anteriores amantes, pero sobre todo pese a las actuales y cada vez más reiteradas quejas de Lumina Santos, quien opinaba que el hombre debía presentarse al amor sin más armadura que la que Dios le había otorgado en su inmensa sabiduría.

     Pero entonces me quedaría casi indefenso, tan destechado como arribé a este mundo, le replicaba él, y seguía durmiendo con el arma puesta. Seguía con el oído y el olfato a tal extremo sin descuidar la guardia, que llegó inclusive a percibir el menudo rumor de una mariposa al posarse sobre el aire, y a detectar una tormenta a varios cielos de distancia, y a presentir desde lejos, no sólo cualquier conspiración que se estuviera fraguando en su contra, sino en qué fase del crepúsculo conspiraban aquellas sombras que él llevaba consigo mismo.

     Sin embargo no fue capaz de adivinar que nada de lo hecho anteriormente había tenido objeto, ni sus miserias, ni sus ascensos, ni el haberse rodeado por una fortaleza que él había creído inexpugnable. Multitud de cosas construidas a cambio de un montón de nada.

     No supo percatarse de que aquel terreno que pisara con tantas precauciones iba mostrando cada día una grieta diferente, un nuevo deslizamiento, rajaduras por tantas partes que amenazaba convertirse en la trampa más siniestra de cuantas él había tratado justamente de evitar.

     No quiso darse cuenta de que el escenario ya estaba preparado, las salidas a escena ensayadas, la emboscada lista, los actores elegidos y, entre ellos, uno en especial confabulando a sus espaldas. Alguien encargado de ejecutar una fatalidad que lo estuvo rondando desde siempre, porque ella había estado desde siempre incorporada a su destino. Aquel oscuro personaje maquillado de verdugo, que con una mano parecía rogar silencio, y con la otra principiaba lentamente a descorrer el telón.

     Absolutamente todo había sido en vano&



***



     Porque de golpe alguien elabora un plan maestro, se esmera en bosquejar sus horarios, en hacer un croquis de su rutina, en diseñar uno por uno sus movimientos, marcando con cruces rojas sus lugares vulnerables, con negras sus actividades políticas, con xx las extramatrimoniales, con ocre intenso las clandestinas. Ensayándolo todo hasta en sus últimos detalles, hasta la minucia de que no debe morir de inmediato, tal como señalaría más adelante el informe del forense: «sino paso a paso, debido a que ninguno de los dos proyectiles le interesó partes vitales. Aunque de seguro el primer disparo, el que le había entrado por el pecho y salido por la espalda, a la altura de la espina del omóplato derecho, ya debió haberlo diezmado, dejándole pocas fuerzas para el segundo, que le pulverizó prácticamente la pierna. De haber llegado en el momento exacto, quizá hubiera sido posible aplicar un torniquete para contener la hemorragia y de ese modo impedir que se fuera en sangre».

     Pero así como estaban las cosas, el destacado profesional ni siquiera tuvo que recurrir a la avizora idoneidad de su ojo clínico, sino a un elemental olfateo de practicante, para determinar que el ciudadano en cuestión llevaba días enteros de haberse pasado a la otra orilla.

     «La verdad es que ya no había nada que hacer. Ya no era un asunto mío sino de la autoridad celestial. A ese despojo humano lo único que le seguía latiendo era el anillo».

     Aquel rubí cuyos destellos parecían fraccionarse en menudos arcoiris al ser tocado por la última llamarada de sol. Y que estaba allí, absolutamente ileso, sin siquiera haber sufrido un rasguño, como vivo testimonio de vaya a saber qué ascenso de categoría y poder.

     Lo que escapó sin embargo al control facultativo fue, por un lado, el calibre del arma con que se habían inferido tales heridas y que sólo un perito en balística hubiera podido esclarecer, y por el otro, la real identidad del fallecido, cuyas características se avenían a las de Onofre Quintreros en cuanto a edad, sexo y altura, pero también podían ser aplicadas a cualquiera de los tantos advenedizos rematados diariamente en los zanjones.

     Un último párrafo agregaba luego, y sólo a guisa de observación, que «aparte de los dos balazos ya descritos y que fueron los que a la larga le ocasionaron la muerte», el forense sospechó un tercero, «aunque éste disparado a quemarropa por esa madre desnaturalizada que resulta a veces la naturaleza, en forma de lo que en medicina se conocía como aneurisma de la aorta, pero que en realidad no era más que una fiera solapada aguardando el menor descuido para devorar al amo. Si bien se volvía casi imposible establecer un diagnóstico certero, teniendo en cuenta los síntomas de avanzada descomposición y rigidez que presentaba el cadáver en el momento de redactar este informe».

     Sobre todo lo cual estampó un intrincado firulete con pretensiones de firma, donde lo único discernible eran los tres puntos suspensivos colocados inmediatamente después del aforismo final: «quienquiera que haya sido, el pobre desgraciado debe haberse ido extinguiendo con los mismos pataleos de una lámpara sin querosén».

     Exactamente del modo en que se ha urdido la trama: un desenlace al que se avanza a cuentagotas, con interminables deterioros que a su vez irían naciendo de renuncias sucesivas, por la sencilla razón de que ambos proyectiles parecían haberse confabulado para no dañar centros vitales. Y porque el asesino sabe que a mayor cantidad de agonía le corresponde un mayor número de muertes.

     Ha organizado la estrategia como esas guerras de trinchera en que el enemigo está invisible pero está, y espera, a escasos diez metros de aquel edificio gris de departamentos, que Onofre Quintreros recupere sus fuerzas devastadas por el ritual amoroso de todos los jueves.

     Quizá sea una forma ambigua, todavía en la etapa de silueta, que lentamente va cobrando movimiento, se agita, se despereza las manos, escupe, se va y vuelve, en una monótona e inagotable sucesión de pasos, repetitivos, casi simétricos. De manera que uno tras otro van rebotando contra un silencio en que el sonido choca y se apaga, choca y se apaga. Como si anduviera reconociendo un territorio en el que más tarde se habrían de efectuar operaciones decisivas, o como si se limitara a cumplir una consigna que había empezado a gestarse mucho antes del amor de aquellos adolescentes que al dos por tres se detienen para besarse a conciencia.

     Espera que el trajín de la calle vaya amainando despacio, que el último rezagado termine de pasar y después ya no pase absolutamente nadie, y sólo quede, allí flotando, aquel lamento desbordado en el que confluyen miles de perros ladrando su platónico romance de adoradores lunares.

     Quizá se interrumpa de tanto en tanto para encender un cigarrillo o espiar la hora en su muñeca, desde la luz de alguna esquina deshabitada y honda. Quizá prosiga luego, acariciando siempre la pistola enfundada en su costado, sin apartar los ojos de la ventana aquella, apenas iluminada, tras la cual hay una figura vaga que gesticula, completamente ajena a las intenciones de quien la mira.

     Una espera que se inició con bastante posterioridad a la cautelosa disciplina adoptada por Lumina Santos de bajar ella primero, para impedir el cotorreo vecinal de las solteronas ociosas. De esas que engordan con la desgracia ajena y se precian siempre de saberlo todo: cuáles son las fortunas sospechosamente aumentadas en menos de lo que dura un parpadeo y cuáles las derruidas durante el mismo espacio de tiempo. Cuáles matrimonios viven en sórdida incompatibilidad y cuáles transcurren los fines de semana gritándose improperios. Si la señora de los balcones verdes o si aquella otra de la muralla tupida de obscenidades siguen conservándose tan sin tacha como al principio. Quiénes son los más corruptos, por qué y a cuáles corrupciones son afines.

     Tanto es así, que quien desea conocer los traumas, las culpas, las dudas y deudas, las apetencias, los rechazos, las virtudes y propensiones, los vicios, el árbol genealógico o el debe y haber del primer infortunado que pase, no tiene más que preguntárselo a ellas, y aquello que por casualidad ha escapado a su registro, lo pueden averiguar en segundos solamente.

     Para evitar todo eso es que Lumina Santos baja primero, y aquel gato errabundo de mirar electrificado ni siquiera se inmuta cuando la ve indignada, echando el riñón por la boca, y el hígado y los intestinos, junto a las abominaciones más gruesas que es capaz de ofrecer el idioma, al tiempo que descarga esa furia contra la puerta de su Mercedes:

     ¡Qué se habrá creído ese excremento de puta, que soy un estorbo cualquiera del que puede desprenderse cuando él lo disponga! No te hagas ilusiones, Onofre Quintreros, que todavía no engendraron al valiente que se atreva a deshacerse de Lumina Santos. Y antes de que eso suceda, te lo juro por el reuma de mi madre que primero se lo cuento todo a tu esposa, y después de que ella te mate, te remato yo con mis propias manos.

     Menos mal que la noche estaba vacía, sin nadie que no fuera aquel viento colándose furtivo entre fantasmagóricas presencias inventadas por las sombras, porque de lo contrario todas las cabezas se hubieran volteado para individualizar al dueño de semejante responso. Lo cierto es que Lumina continuó gritando hasta que voces y automóvil se extinguieron en el fondo de la calle.



***



     Mientras, Onofre seguía tumbado en la cama, planeando entre bostezos una campaña gracias a la cual podría reingresar en la actividad política por otro punto de la circunferencia. Ya verían sus detractores, los mismos que en un ayer todavía no muy bien cicatrizado se hubieran dejado amputar los dedos por él, para ofrecérselos luego en bandeja a fin de reforzar los lazos de una imperecedera amistad.

     Flores, Osorio, Leguizamón, Benegas y aquel grupito de falsetes, que le habían conferido por aclamación la Vicepresidencia del Partido, y ahora, por aclamación otra vez, le achacaban todos los descalabros ocurridos en el país.

     Parecía cosa de chiste, pero de todos y cada uno de los incendios, de las huelgas, de los desfalcos, de los desvíos de dólares y de ríos, de la escasez o exceso de lluvias, de los robos, de la deuda externa, de la crisis interna, del lamentable estado de la educación, la salud, las rutas y hospitales, de las violaciones, los cuernos y demás catástrofes vernáculas, era él el único responsable, en opinión de aquellos camaleones que no tardaron en investirse con los colores partidarios y acomodar sus posaderas a la renovada derecha de Dios, para desde allí juzgar a los vivos del pasado por las mismas irregularidades cometidas por ellos en presente.

     Ya verían cómo Onofre, sin dejarse amedrentar por nadie (que para eso era bien macho y bien reconocido además), tenía cuerda suficiente para salir de aquel eclipse momentáneo, y de inmediato ir a ubicarse al calor del nuevo sol.

     Sólo era cuestión de táctica, de afinar serenamente los detalles del retorno, y de un retorno triunfal, si fuera posible. Previo pago, desde luego, del reenganche pertinente, y de un blanqueo general de sus negocios, así como de todo cuanto le pertenecía en realidad, aunque estuviese registrado bajo el nombre de terceros, con mucha discreción y abundante talco, para sacarles la suciedad anual que se les había quedado pegada.

     Ya que no existía negociado al cual Onofre no hubiera estado prendido: el de las operaciones comerciales de extramuros, realizadas en pistas clandestinas, el de las vitaminas impúdicas simuladas en espigados frascos del mejor café soluble, el de los polideportivos con masajes vibratorios, baños turcos, saunas órficas, casas de empeño y préstamos prendarios, y de timbas nacionales e importadas que, al estar terminantemente prohibidas por la ley, hacían aún más llevadero el tedio de las noches ciudadanas; el de fascículos de desnudos que llegaban camuflados a veces de gacetilla ecuestre, y a veces de manual filatélico, y eran vendidos furtivamente en inocentes locales de todo lo que el bebé necesita: chupones, mamaderas, baberitos, sonajeros, bacinillas y un sinfín de trucos angélicos destinados a aplacar los extemporáneos berrinches del recién nacido; el que atentaba directamente contra la ecología nacional, ya que estaba relacionado con el asesinato masivo de infortunados caimanes, para contrabandearles luego el pellejo en una flota de camiones, que ostentaban los enigmas siguientes: S.V.E.C. bis S.V.P.L.F., y de los cuales se sospechaba que no eran sino las siglas de aquella canción legendaria que más de algún entonado habrá entonado alguna vez: Se va el caimán, se va el caimán. Se va para la frontera. Y de varios otros por el estilo que en poco tiempo le permitieron reunir una fortuna de proporciones grotescas, además del coraje suficiente para emprender el negocio más lucrativo y enternecedor que se había dado sobre la tierra: Lumina Santos.

     O mejor dicho, el que en algún momento creyó el más lucrativo, porque de un tiempo a esta parte y de acuerdo con un meticuloso cálculo mental, la relación llevaba varios meses arrojando sólo pérdidas. Y si alguna vez hubo ganancias, éstas se volvieron tan flacas, tan desnutridas, que terminaron desapareciendo en el alud del despilfarro.

     Lo urgente, lo imperioso era entonces gritar ¡basta!, y aplicar los frenos, y para hacerlo necesitaba deshacerse de Lumina. Estaba harto de sus protestas, de sus deseos jamás satisfechos que resonaban con el fragor de verdaderos edictos. Siempre andaba exigiendo cosas que había de procurarle en el acto, de modo que él tenía que inventar nuevas fórmulas de crear billetes a medida que ella más exigía.

     ¿Para qué otra cosa sirve el dinero si no para gastarlo y darse la gran vida y todos los atracones que se te vayan poniendo a tiro?, exclamaba festejándose a sí misma con su horrorosa carcajada de flamante nueva rica.

     Pero lo que en verdad lo irritaba era haber descubierto que el contrato de amante firmado con tanta lucidez, casi como un embarque de pieles, resultó ser con el tiempo mil veces más opresivo que un anillo de bodas.

     Esa mujer se le había convertido en una enfermedad no solamente crónica sino además progresiva, que corroe mi bolsillo, pensaba, acapara mi tiempo y ha infectado mi espacio de toxinas. Por lo tanto era preciso someterla a la acción de un bisturí bien afilado y si te he visto me he olvidado. Una epidemia a la que debía ponerle fin cuanto antes, que termina ahora, y repitió con lentitud: que termina ahora. Pero ya no pudo pensar largo rato en Lumina ni en nada porque, algo aturdido por las tres copas de cognac que se tomó de un solo trago y la mucha altitud que fue ganando su sueño, terminó por quedarse irremediablemente dormido.



***



     La relación de Lumina Santos y Onofre, como toda relación prohibida, empezó siendo de una precisión pitagórica. Desde la primera vez que se vieron ella comprendió que aquel hombre de cuarenta y seis años todavía espléndidos, atlético, bien proporcionado, dueño de sí mismo y de un irresistible encanto financiero, era el pez gordo con el que siempre había soñado. Máxime si se tenía en cuenta que de un buen tiempo a esta parte su pesca no había ido más allá de unos pocos bagres insípidos, sobre cuya insignificancia jamás hubieran podido asentarse los fundamentos nupciales de un genuino amor.

     En cambio Onofre era harina de otra bolsa. Un hombre elegante, imaginativo, audaz y no sólo muy bien dotado, en más de un sentido, (había escrito sobre él una notable periodista, de quien se dijo que fue su querida) sino caballero como no hay otro, fotogénico como ninguno, y cuyo único defecto, al parecer incorregible, en realidad era su esposa.

     Pero en los planes de Lumina los atributos de Onofre proyectaban extenderse todavía hasta más lejos. Para ella él representaba algo así como una suerte de inversión, un capital del que esperaba recibir no sólo un interés determinado, sino un interés incalculable. Y llevada por esas motivaciones se consagró en cuerpo y alma a la tarea de atraparlo, arreglando encuentros que parecieran casuales, concertados por el destino, empleando la estrategia más seductora para atraerlo a sus mieles.

     De una manera u otra, así o asado, Lumina Santos se las ingenió para estar siempre entre el público de los pubs de moda, exposiciones, vernissages o cinematógrafos que solía frecuentar Onofre. Improvisó una abultada agenda con reuniones y citas de su exclusiva invención que la pusieron en su inmediata cercanía. Entonces, bajo cualquier pretexto, lo retenía más de la cuenta, prodigándole todas las atenciones que le escatimaba su esposa, desviviéndose por anticiparse a sus deseos y alimentar esa necesidad de fantasía que en todo varón normal se agudiza al trasponer los cuarenta.

     Y como ésa era también la edad del infarto y de la temible apoplejía que, cuando no ocasionaba la muerte ocasionaba el castigo de que medio cuerpo se quedara sin memoria, entonces la sagaz Lumina se vio forzada a resolver aquel embrollo mediante dos estratagemas diametralmente opuestas: la de estimularlo por un lado, desplegando todo su ingenio a fin de hacer esto y también aquello, y hacer mil cosas menos una, no tanto para que Onofre fuera feliz, como se lo hizo creer a él, sino para irlo llevando arrolladoramente hasta que la pared se encargara de hacer el resto. Y por el otro, la de mantenerle la vida entre mullidos algodones y cotidianas sobredosis de mimitos, evitándole cualquier tipo de sobresalto que alterara el ritmo normal de su coronaria.

     Lo fue gradualmente envolviendo con palabras lánguidas terminadas en una especie de susurro, con miradas huidizas y a la vez certeras, en las que se escondía ese sigiloso matiz de serpiente que ha localizado a su presa; con cada uno de aquellos tentáculos invisibles que emanaban de su cuerpo.

     Era un remanso de placidez y afecto. Era tierna como un caracol de la playa, tan leve, tan curtida y hábil en sus maniobras, que apenas si dejó entrever la carnada que Onofre debía ir mordiendo despacio, en la dichosa ignorancia de que a medida que aumentaban los bocados, aumentaba también el peligro del anzuelo.

     Empezó a tocarlo con los ojos, a dejarse mirar con los dedos, a permitirle que él la desvistiera prenda por prenda y llegara a todos los extremos con el pensamiento, pero en realidad sin otorgarle licencia para ir más allá de la barbilla. Y con la estricta obligación de que hubiera entre ambos cuerpos una luz separatoria de por lo menos diez centímetros. Porque sin tentación ninguno es ladrón, decía, o porque la que empieza dando un beso acaba por ceder también el queso.

     De modo que Onofre tuvo que ajustarse al consuelo de emergencia de ver, tocar y sentir circunscrito al pensamiento, cuyo punto de ebullición llegó a superar incluso al de la ebullición del agua, arrojando por los aires todo aquello que pudiera interponerse entre la lúbrica ansiedad de él y la ardiente desnudez de ella.

     Puras divagaciones oníricas a las que se entregaba Onofre, cada vez con más frecuencia, tratando de resistir al acoso de sus instintos, los cuales, no pudiendo manifestarse por la vía que les era habitual, recurrían a la astucia incomparable y tan gastada como el mundo, de que a falta de pan una opción es hacer dieta.

     En tanto Lumina, con el propósito evidente de apuntalar sus cimientos a medida que se desbarataban los de Onofre, proseguía con el mismo plan socavador del kupi'i, apelando durante todo el proceso a la fórmula excitante de te doy y no te doy, o te doy un poquito y después te lo quito, o lo que te muestro es una pálida muestra de lo que te oculto.

     Pequeños sorbitos de Lumina Santos, minúsculos anticipos, una magra semientrega inicial y en seguida pretextos, demoras, reticencias de último momento que no tenían otro motivo que acrecentarle el deseo. Porque ella sabía que por cada negativa su posición se iría fortificando, se ensancharían sus dominios. Y que una vez ganada la batalla del primer round, lo demás quedaría expuesto a la misma atracción magnética de una avalancha hembra, que precisamente por serlo, no persigue otra ambición que despeñarse cuanto antes en la erguida masculinidad del insondable abismo.

     Porque cuando la imaginación ha trabajado durante un breve espacio de tiempo, fluye sin detenerse ni conocer riberas. Se vuelve un telar entretejiendo sueños; es inconmensurable y por lo mismo no empieza ni termina jamás. En pocas palabras: entran a funcionar ciertos mecanismos poéticos y la ficción acaba superando por varios cuerpos a la empobrecida realidad.

     Y al cabo de dos semanas, Onofre ya no pensaba sino en Lumina, ese nombre iluminado a cuya dueña nadie le daría más de veinte bien cumplidas primaveras, cuando en verdad empezaba a alejarse de los treinta. Ni nadie hubiera podido calificarla de bonita, al menos en el sentido clásico de la palabra. Pero tenía la belleza distribuida en otra parte: desde esa manera tan suya de entreabrir los labios, el inferior adelantado apenas sobre el temblor del otro, en una mezcla de queja y un no sé qué distraído que propendía al bostezo, hasta la soberana amplitud de sus caderas. Desde la insinuación turgente de los senos, hasta los interiores febrilmente imaginados bajo la pollera estrecha.

     Toda ella componía un voluptuoso laberinto en que predominaban las líneas curvas, los ángulos perplejos y tanta variedad de geometrías que bien merecía los descarrilamientos pasionales del señor Quintreros.

     Pasión que en un principio fue tratada por Onofre como una debilidad transitoria, una especie de brotación eruptiva que lo atacaba preferentemente de noche, pero que tarde o temprano superaría como había superado tantas otras en circunstancias similares. Porque este incomparable planeta, se jactaba, está repleto de mujeres de toda condición y laya, y lo mejor es que se vayan alternando, ya que la única receta para que el hombre se mantenga afinado siempre es cambiar de guitarra a cada rato.

     Pero muy pronto tuvo que rendirse ante una evidencia que no admitía réplicas ni ninguna excusa tonta: la deseaba sin ir más lejos o dar más vueltas, y con tanta intensidad, por lo demás, que ese deseo había inmovilizado su vida en un punto incandescente alrededor del cual giraba, pálido de insomnio y con una barba de semanas. Completamente ajeno a la realidad exterior, al tránsito de la calle y de los días: lunes y martes que no se diferenciaban sino por la ansiedad extenuante de apresurar el reencuentro. Las horas eran simples oquedades entre ausencias de Lumina.

     Aunque en realidad quien se ha ausentado del planeta es Onofre y hace ya unos cuantos días, comentaban sus amigos, la mayoría de los cuales, desestimando que estuviese poseído por una rara fascinación de índole financiera, como estimaron los menos, llegó a la conclusión sencilla de que la transformación mental de Onofre se debía lisa y contundentemente a un asunto de polleras. Sólo que esta vez dicha prenda se le había convertido en una obsesión apocalíptica que, por su estridencia misma, parecía orillar continuamente el brocal de la locura.

     Asustaba verlo fijar la mirada, sin pestañear siquiera, en algo que sólo él percibía; encerrado en sí mismo, alunado, esquivo, impermeable incluso al repentino jaque mate que estremecía el tablero de la Junta de Gobierno. Ni aquel puntapié bajo que acababa de asestarle la política le había causado semejantes estragos: se le trascordaban los negocios, se le enredaban las citas, se le esfumaba el don Juan que había sido, se le desvanecía todo menos ella. Hasta el proselitismo y el fútbol, que eran sus dos pasiones gemelas, lo tenían sin cuidado. Su único puente con el resto del mundo lo constituía Lumina, y el cálculo constante de los milenios que faltaban para verla.

     Y fue tal su desvarío que varias veces lo llamó Lumina a Marcial, el portero, al chofer don Brizuela y al ordenanza Juan Ángel. Y una sola vez, por fortuna, a su legítima esposa, la que a partir del bautismo quedó parroquialmente registrada bajo el nombre de Sofía.

     Hasta el punto de que su presencia se le hizo indispensable, tal como más adelante a ella se le haría indispensable contar con el nidito propio, ya que no era especialmente devota del amor en cautiverio, sin otro horizonte visible que el de las cuatro paredes de un reservado, el piso y el techo, y se lo alquilaban como si hubiera estado tapizado en oro.

     Con el agravante de que era tanta su aversión hacia el encierro (porque por mucho lujo de cama redonda, sábanas enlutadas y humareda de ficción, y por más innovaciones que ofrecieran a sus clientes y favorecedores: la flor y nata urbana, aquellos lugares no dejaban de ser finalmente un encierro) que de seguro sería atacada por los constrictores síntomas de la claustrofobia. Enfermedad sicosomática que la había atormentado desde niña, dejándola sin oxígeno en los cinematógrafos y con la ingrata sensación de no saber quién era en los ascensores.

     Te juro que estando allá arriba no me acuerdo ni del nombre con que fui empadronada, ni del estado civil en que me encuentro. ¡Son tremendas las crisis de personalidad! ¡Una puede ser de repente cualquiera!

     Además, siempre tomando la precaución de deslizarse entre las sombras, o de vestirse con los tonos del follaje, para no ser reconocidos por alguien que pudiera sospechar la verdad de sus incursiones, porque como expresaba a menudo su madre con su habitual clarividencia: «la honra de las amantes es muy frágil y requiere una atención permanente». Siempre restringiendo los gritos que no debían ser escuchados en los aposentos vecinos, dado que el más leve suspiro en este país de tantas y tan variadas resonancias, podía desatar un escándalo de padre y señor mío. Al cual cada quien iría añadiendo un toque personal y un pincelazo obsceno, hasta convertirlo en el Jesús, José y María de las señoras mayores, y en la callada aunque tenaz envidia de los caballeros.

     Imagínate a tu esposa descubriendo horrorizada que su imagen del espejo ha empezado a criar cuernos, acusándome ante el mundo de destruir un hogar que, si bien no había tenido hijos pese a haberlos deseado tanto, estaba asentado sobre bases profundamente cristianas. Justamente la semana próxima estarían cumpliendo dieciocho años de matrimonio estable.

     O lo que todavía era peor: anónimos de venganza, de muerte, empujados por debajo de la puerta o surgiendo de las fauces del teléfono; amenazas de suicidio por envenenamiento o quizá por inmersión. Y ni qué hablar de los consabidos lloriqueos en el diván sicoanalítico, donde te desmenuzan el cerebro a preguntas, y hay que recordarlo todo, hasta lo que se ha olvidado.

     Lumina Santos, aparte de ser alérgica a las violencias y sicoterapias de cualquier tipo, aborrecía el aire claustral. Ella quería la vida ancha del amor sin alambradas. Tenía sed de libre albedrío, de divulgar su placer a los cuatro vientos, de mañana, de tarde y de noche, en la cama más cercana y, si se diera el caso, también en el suelo pelado, porque lo mismo sirve un catre que una cama cuando se está en vena, según sus palabras textuales.

     De cumplir un horario y ajustarme a un presupuesto he tenido ya bastante, decía, por lo tanto nada de fijar encuentros sobre horas ya marcadas de antemano, que generalmente tienden a cortar el apetito y a truncar la inspiración, sino dejarlos fluir espontáneamente, sin frenos ni ataduras, conforme a las naturales demandas de sus hormonas. Así es que a partir de hoy deberemos adecuar nuestros amores a las alocadas sugerencias del deseo. A partir de hoy sólo se hará lo que él disponga. Todo eso previo pago del arancel correspondiente, que estaría avalando en cierto modo la legitimidad del «negocio». Y no habría razón ni sinrazón en este mundo que hubieran podido doblegar su intransigencia.

     Demasiado conocía Onofre a las mujeres para darse cuenta de que Lumina no daría un paso más mientras él no diera el paso definitivo.



***



     Sería pobre pero honrada, era su argumento irrevocable. Apenas una maestra -sección primaria- de una escuela del Estado, que vivía apretadamente de su magro sueldo, en una casita alquilada, allá por donde el diablo había perdido la osamenta, entre las últimas piltrafas de los últimos arrabales.

     Era un trayecto largo que se hacía tomando primero un ómnibus y después aquel otro que nunca llegaba a horario. Siempre lleno hasta la coronilla y aun sobre la coronilla, en cuyo interior el calor parecía freírse, en medio de pisotones, codazos, y ese vaho rancio de catacumba que la transpiración adquiere en los lugares cerrados.

     Todo el viaje tenía que hacerlo de pie, abriéndose camino a través de una muralla de cuerpos confundidos, buscando alguna brecha que le permitiera tomar un poco de aire, o acercarse a la ventanilla por donde la ciudad se iba perdiendo, retrocedía, casi al mismo compás en que aumentaban su dolor de piernas y su varicoso resentimiento contra aquellos que se hallaban ubicados demasiado cómodamente en la vida.

     En tanto que ella ahí, en esa prisión ambulante, viendo por una estrecha rendija cómo los brillos de las mansiones coloniales y de los soberbios edificios se balanceaban todavía un momento antes de acabar en el gris de siempre.

     Entonces, sin ninguna transición, comenzaba el pobrerío, con su hacinamiento de casas resquebrajadas echándose a la cara el aliento, zozobrando a veces en épocas de crecida, cuando el río abandonaba sus orillas arremetiendo con tal furia, que no tardaba en despegar las paredes de sus cimientos, los árboles de sus raíces y las progenitoras de sus críos, llevándose como objetos navegantes puertas, catres, tejados, animales, cosechas, incluso familias enteras, hacia los barrancos.

     Pero después de la inundación se instalaba otra vez la sequía y la vida continuaba igual, con ese calor que era como para desanimar a cualquiera, y aquel armatoste sacudiéndose tan aparatosamente que a ratos parecía que iría a desintegrarse.

     Por fortuna, lo peor ya había pasado. Ahora debía respirar profundo, enderezar el ánimo y descender en la mínima terminal del Bar y Copetín Las Tres Marías, infalible escenario de trifulcas, amoríos, y roñosas partidas de truco, que la saludaba con los tres piropos obscenos de los tres borrachos de siempre. Y desde allí andar lo menos diez cuadras, sobre calles sin pavimento, devoradoras de calzados y devoradas por los yuyales, dar largos rodeos para eludir charcos que juntaban las lluvias de meses. Y al llegar a aquella zanja, doblar por el único camino que se abría a la derecha, hasta toparse con una casa de paredes chorreadas de goteras, un sofá en carne viva, y una máquina de coser pedaleada sin descanso por la madre.

     También figuraba, claro está, el anciano aparador que cumplía al mismo tiempo la triple función de cómoda, biblioteca y escritorio, en donde ella se desvelaba sobre una constelación de sumas, multiplicaciones y faltas de ortografía, para que los demás durmieran tranquilos.

     A todo lo cual debían agregarse las vicisitudes por las que atravesaba el gremio: hombres y mujeres anónimos que tan sufridamente veían caer sus penurias en el saco desfondado de la humillación cotidiana, de las prórrogas y los aplazamientos, de las edulcoradas mentiras de que estaba casi aprobado el aumento salarial y podía hacerse efectivo aquella misma semana, o en su defecto, la próxima, o la próxima de la próxima y así sucesivamente. Sin que tampoco a las huelgas les tocara mejor suerte, a pesar de haberse ganado numerosas y sinceras adhesiones de la Banca, la Industria, el Comercio, y el Hombre de la Calle en general, y de que además fueran motivo de largos y apasionados discursos en ambas Cámaras, que nunca pasaron de eso; sietemesinamente abortadas por aquel aviso conminatorio publicado en los ocho periódicos del país, donde se hacía notar a todos los maestros, con suficiente capacidad para entender, que quienes no acudieran a dar clases en sus respectivas escuelas, con alumnos o sin alumnos, serían inmediatamente removidos de sus cargos y obligados a pagar una multa escarmentaria cuya monta quedaría supeditada al arbitrio de la esposa del Poder Ejecutivo.

     En resumidas cuentas, Lumina estaba harta de hacer lo máximo con un salario mínimo, que ni siquiera cubría sus necesidades básicas, ya que lo único que ella veía crecer eran los precios. Y no sólo crecer sino erizarse de infinidad de púas, que parecían programadas para agredir únicamente el pellejo de los más pobres, puesto que los otros estaban como inmunizados contra cualquier afrenta exterior por una gruesa costra de indiferencia que se les iba anquilosando año tras año.

     Tanto, que la clase menos favorecida, que cada vez contaba con más adeptos y más socios vitalicios también, empezando por ella misma, entraba a un supermercado con la definida impresión de entrar a una joyería. Y a una joyería sólo se la visitaba a las horas más nocturnas, cuando el sueño cerraba los ojos y los oídos del durmiente y lo ausentaba de este mundo, del demonio y del ladrón introduciéndose con una agilidad felina, después de haber desactivado la alarma principal o de haberse descolgado por alguna claraboya.

     Es que la lucha por seguir respirando se había puesto brava en estos tiempos en que las tasas, gravámenes e impuestos aumentaban sin recato ni medida, en proporción directa al interés gubernamental por rellenar aquellos claros sospechosos, productos sin duda de las depredaciones antiguas. Y tal era el drama existencial del contorno, que el que no podía remar contra la corriente, ningún problema: se dejaba ir a pique, sin que los demás vecinos reparasen que andaba faltando uno, ni se cuestionaran para dónde fue, ni el porqué de las burbujitas, ni nada.

     Ya era hora de que alguien privatizara sus privaciones, y conmutara su condena a vivir remendando el presupuesto, apuntalando lo de aquí para que lo de allá no se le viniera encima, podando no sólo los días de postre en la casa, sino teniendo que podar también sus ilusiones.

     Como aquella, por ejemplo, de comprarse ese vestido bordado en sus tonos predilectos, que flotaba en uno de los tantos escaparates de su diario trajinar hacia la escuela; y recostado contra aquel verde esmeralda, y casi como al descuido, un precio risible con ribetito dorado, que haciendo un rápido cálculo, a ella le hubiera servido para comer diez meses, plato único, sin repetición por supuesto.

     Ya llevaba demasiado tiempo sometida a aquel horario implacable, que la tenía corriendo desde la seis de la mañana, a merced de esa jauría de cincuenta alumnos y otros tantos progenitores, a los que había que imponer una disciplina castrense si no quería terminar como su colega Ofelia, internada de por vida en un loquero, y perseguida hasta en la demencia por el sentido del deber, puesto que repetía durante horas y horas, con aquel timbre pedagógico tan característico en ella, que los reinos de la naturaleza son tres: el mineral, el vegetal, y el animal. Aunque negando a grito pelado y con bastante lucidez por cierto, que cualquier similitud entre sus alumnos y el último de los grupos mencionados, se debía a una simple y fortuita coincidencia.

     No sería justo continuar soportando una estrechez que no daba a ninguna puerta, ni ventana, ni a otra diversión que no fueran, por razones obvias, las estrictamente domésticas: alguna vez al cine, a comer alguna pizza, y las vacaciones sentaditas en casa, frente al televisor sin colores.

     Así que la irrupción casi sobrenatural de Onofre fue para Lumina lo más parecido a la jubilación a que tenía derecho después de haberlo dado todo a cambio de vivir hipotecada siempre.

     Convenía sin embargo reiterar en este punto su propósito invencible de no ceder ante los embates carnales, porque no estamos preparados, le decía, sabiendo que si dejaba calentar un rato más el motor, se tornaría infinitamente más suave el andar del vehículo. Aunque eso sólo se lo conversaba a sí misma, mientras a él volvía a repetirle que no y no, porque aún era pronto para jugarse a fondo: a nuestros sentimientos les falta maduración. Pero sobre todo porque era honesta y se había jurado no dejar de serlo en tanto su deshonestidad no fuera debidamente recompensada.

     De modo que hubo que abordarla derechito y por las buenas, y Onofre terminó comprándole un departamento, que es enteramente tuyo, amor, aunque por razones de seguridad no esté registrado a tu nombre, ¿me entiendes?

     Excelente idea, por otra parte, no sólo para formalizar el compromiso e imprimirle un toque de legalidad a la situación clandestina, sino a fin de que él dispusiera de un lugar apartado y tranquilo para sus elucubraciones políticas.



***



     Desde el primer día, Lumina se mostró inflexible en la determinación de no permitir que Onofre interviniera en la decoración del mismo. Se había propuesto decorarlo a su manera, y su manera, aparte de un inmisericorde atentado contra el buen gusto, resultó siendo marcadamente acumulativa.

     Fueron jornadas de permanente acarreo, de billetera abierta y amoblamiento encarnizado, durante las cuales ella no sólo revolvió cuanta tienda se le puso a tiro, sino que en todas encontró algo que le venía bien al departamento. De modo que en pocas semanas éste quedó convertido en un auténtico cambalache persa, con un apretujamiento de muebles de un indefinido estilo internacional, de cuadros crucificados a diferentes alturas, evocando mezquitas nevadas, o rollizas pastoras entregadas a inocentes pasatiempos sobre campos de gladiolos. O aquella Mona Lisa presidiendo majestuosa el comedor, aunque tan alejada de la original por las múltiples reproducciones de que había sido objeto, que la sonrisa de ahora nada tenía de enigmática, sino más bien parecía que la hubieran sorprendido en la frugal digestión de una matrona que acababa de comerse a su marido; y de otros de abstracción tan complicada como de dudosa estética, que mirados sin embargo con profunda atención podían interpretarse como el vejamen a que fueron sometidos los colores en las distintas secuencias de una explosión nuclear; de una profusa variedad de ceniceros, lámparas, objetos indescifrables, relojes de toda forma y tamaño que anunciaban la hora en exacto desacuerdo, alfombras persas dispersadas aquí y allá, en los lugares menos pensados, para serle fiel a su teoría de que la desnudez del piso es mil veces más ofensiva que la desnudez humana; de sauces lacrimógenos, palmeras enanas y oscilantes helechos que a las iracundas brisas del este y el oeste balanceaban sus melenas en distintas direcciones. Estorbos vegetales que no creaban ilusión de verde, como aseguraba ella, sino aquella acuciante opresión selvática donde se perdía todo contacto con la realidad, dentro de una especie de tergiversación, de estrabismo mental.

     Fue entonces cuando consideró que la sala era demasiado estrecha y que había que aumentarla con espejos, así que instaló tantos y los ubicó de tan diversas maneras, que en lugar de repetir la imagen más allá del infinito, lo único que conseguían era atorar peligrosamente el espacio transitable. Como él acababa de comprobarlo en una espectacular caída que tuvo, fielmente remedada ocho veces por cuatro espejos de dos lunas cada uno, aunque con ligeras diferencias de enfoque.

     Una vez que el escenario estuvo dispuesto, Lumina Santos se sacó de adentro todos los apostolados de su magisterio y se fue mutando en alguien distinto: sólo fuego, uñas y dientes, instinto y piel. Tenía un talento volcánico para manejar las manos: curiosas, salteadoras, audaces, que repentinamente olvidadas de pizarrones y tizas, sabían hacer exactamente lo debido y de la manera precisa.

     Siempre se las arreglaba para tener una caricia y una botella de champagne a mano, cuyo contenido bebía a sorbos cortos pero sin darse tregua, ya que ambas cosas, según decía: una pizca de embriaguez antes de irse a la cama y un constante suministro de caricias mientras se estaba en combate, eran requisitos primordiales para alcanzar la gloria plena.

     Lo barnizaba de cuerpo entero con ungüentos afrodisíacos de virtud fosforescente, para no perderte en los apagones, filosofaba, extraídos de un manual titulado: «Diversas maneras de fundirse en el crisol de un alquimista», y del cual había obtenido gran parte de su sapiencia. Ya que contenía toda clase de artificios amatorios a base de yerbas, elixires, filtros, aderezos y demás menjunjes destinados a enderezar todo aquello que tendía a curvarse con los años, así como extrañas invocaciones para conjurar cualquier tipo de hastío, incluyendo también el doméstico. Y sobre todo consejos infalibles y prácticos a partir de los cuales los sedentarios pasaban a ser activos, los comedidos a desaforarse, los místicos a ser libertinos, los raudos a amodorrarse y cada quien a encontrar el reverso de sí mismo. Y que gozaban de gran predicamento, dicho sea de paso, entre todos los varones del país, desde el más encumbrado hasta el último.

     Eran fricciones trashumantes con itinerario de ida y vuelta, que mantenían a Onofre en permanente cocción, derramándole un vaporoso incendio en todo el torrente sanguíneo, en las sinuosidades hepáticas, en el enredo de los intestinos, en los muros del esófago, en las glándulas suprarrenales. Hasta las islas del cerebro parecían sancocharse a fuego lento.

     Lo recorría con los labios, haciéndolos rodar suavemente primero, sin mostrar ninguna prisa ni olvidar ningún resquicio, diciéndole te voy a absorber como caramelo, como melocotón en almíbar, empezando por cada uno de los dedos de los pies, mis adorables enanitos, como los había bautizado ella, y de inmediato, siempre en línea ascendente, le escalaba las rodillas, deslizándose por cada saliente o concavidad en un reiterativo vaivén de caricias, sucesivas, hondas, avanzando perezosamente por aquí, retrocediendo a fin de cerciorarse de que iba por el camino correcto. Tomándose todo el tiempo que le hacía falta para establecer con precisión cuáles ciudadelas había que embestir, cuáles fortificar y cuáles debían ser tomadas por asalto con sus torres, sus cúpulas y puentes.

     Sólo vestida con los cabellos y una respiración pegajosa, se adueñaba de cada porción de su cuerpo, deteniéndose en sus puntos vulnerables, en el Amazonas del pubis, en el farol del ombligo, en sus incontables taloncitos de Aquiles.

     Porque no quería dejar pasar nada por alto. Todo será visto y probado para poder ser aprobado, exclamaba a la par de investigarlo con admirable impudicia, destruyéndolo sin piedad para fundarlo de nuevo, debido a que en el amor hay mil recomienzos, querido, de manera que nunca terminaremos.

     Y así diciendo, acababa por internarse donde nadie se había atrevido, en los escondites del diablo, allí donde el placer se articula con el vértigo, y a las cortinas les brotan alas, y las luces piden auxilio porque la noche se está incendiando tras la ventana.

     Hasta culminar el recorrido en una frente tensa, despoblada de cualquier pensamiento que no fuera el de perderse indefinidamente en aquel matorral de sensaciones.

     Y desde allí el mismo itinerario pero en sentido inverso y a un ritmo también diferente, de cientos de manos en celo, de miles de bocas caníbales multiplicando los besos. Entonces Onofre olvidaba la política, sus proyectos de organizar el núcleo electoral del municipio, olvidaba las preocupaciones pedestres y esa maldita tonsura que empezaba a insinuársele en la parte posterior de la cabeza.

     Con Lumina, Onofre tenía muy poco que hacer. Casi todo lo hacía ella.

     Tú no debes intervenir, le exigía, poniéndole una mano caliente sobre la boca para sofocar sus protestas, ni decir una palabra, ni respirar siquiera. Debes limitarte a estar aquí, acostado, simplemente contemplando el espectáculo, como lo haría un sultán. Mientras el cuarto pasaba a convertirse en una cámara resplandeciente de oro y pedrerías, intoxicada de luces que irían variando noche a noche en combinaciones distintas, altos pebeteros elevándose en las cuatro esquinas y difundiendo una grata polvareda de jazmines, mirra, incienso y demás activadores lúbricos, con los cuales primero enloquecían las narices, después los bajos instintos, para terminar con cada uno de los poros desquiciándose al unísono.

     En tanto que ella era la odalisca dispuesta a profanar todas las reglas, a desempeñar en simultáneo la labor de seis esclavas, y prometerle tantos goces como meses tiene el año, con tal de hacerlo feliz.

     Y de pronto ya no era una profusión de manos que lo cercaban voraces, sino una avalancha de muslos espesos, de caderas barrocas que parecían estar hechas de material elástico, flexibles, adaptables, colaborando tumultuosas con los balanceos de codos y rodillas.

     Era increíble, pero sabía darle ocupación a cada parcela de sí misma. La totalidad de su cuerpo ondulaba a un ritmo que hacía perder los sentidos, uno tras otro, comprendidos el del deber, la orientación y el equilibrio, en ese orden.

     Desenfrenadamente se movía, en forma de marea que avanza gradual y progresiva hacia la playa, y la ocupa, y la palpa para saber si todavía existe. Y la playa inexistente era Onofre: apenas un estertor agonizando por la herida.

     Hacían el amor y lo deshacían en una sincronización perfecta, como siguiendo los acordes de una sola sinfonía, ambos sometidos a la misma ley ya derogada que los volvía ingrávidos, sin más conciencia que aquella dulce y algodonosa sensación de estar flotando en el fondo de un estanque. Tan livianos y sin peso que hasta el más mínimo aliento era capaz de transportarlos, ingresándolos al azul convulso de las órbitas astrales, en giraciones cada vez más rápidas, más audaces. Hasta que de pronto, como en una sublevación de estrellas, como en una expulsión de la matriz, sobrevenían la compulsión final y el abismo.

     Una especie de cordón umbilical unía a los dos placeres, los hacía participar de idénticos temblores, de gorjeos y aleluyas gemelos, de explosiones conjuntas de júbilo indecible que extendían sus reflejos por todo el vecindario, y estallaban con la misma contundencia tanto a las cinco de la tarde como a las dos de la mañana.

     Mediante esas pruebas, por demás irrefutables, los trasnochados habitantes de las inmediaciones calcularon que la pareja llegó a concelebrar el acto con una asiduidad de doce veces por semana durante más de doce meses. Un año entero con yapa de fornicaciones frenéticas, que lo dejaban a él entre la muerte y la submuerte, consumido, maltrecho, sin saber cómo evadirse, ni por qué la antropofagia de esa mujer no se aplacaba nunca.

     Toda ella era un deseo no sólo interminable, sino también intermitente, y cada contacto, en lugar de apaciguarla, parecía incrementar su lujuria, de modo que la distancia entre contacto y contacto se fue decididamente angostando, y todavía el primero no se hallaba bien terminado cuando ella, sin revelar trastorno alguno, ni el más leve signo de cansancio, ya estaba preparándose de nuevo.

     Reavivar el fuego sobre las cenizas aún calientes, monologaba entonces, además de economizar energías, economiza ese tiempo tan inútilmente gastado en volver a ponerlo a punto cuando se lo deja apagar del todo.

     Y es una verdadera lástima, concluía entre suspiros, no encontrar la forma de seguir incendiándonos después en el mismo sueño.



***



     Tan diferente a su esposa Sofía, cuyo desinterés hacia todo lo que significara sexo y sus turbias implicancias rayaba el límite de lo absoluto, dándole en ese sentido estrictamente lo necesario para no morirse de hambre.

     Nunca le parecía la hora apropiada ni el lugar correcto, ni disponía de tiempo suficiente, empeñada como estaba en conseguir donativos para por lo menos seis comisiones de las que era socia firmante del acta fundacional, miembro activo, y tenaz e incansable colaboradora: El hogar del desvalido, La cuna del lactante abandonado, El acelerado fomento de las vocaciones tardías, El amparo de las solteras sin techo, El refugio de huérfanos y viudas, El auxilio de los desposeídos.

     Hasta las mesas de poker, los té-canasta-bingo, las kermeses, los desfiles de modas, y los remates de todo tipo eran organizados por ella en beneficio de algo: o para levantar una pared o para tirarla abajo, ya que poco importaban los medios siempre y cuando a través de ellos se lograran objetivos puramente humanitarios.

     Todo lo cual le absorbía gran parte de sus fuerzas, y con las restantes, bastante disminuidas por cierto, pretendía hacer efectivo el mandamiento nupcial que la obligaba a cohabitar con Onofre al menos una vez por semana.

     Practicaban un amor de salón, apto para todo público, incluso los menores hubieran podido presenciarlo y continuar arrastrando, una vez finalizado el acto, la desprestigiada creencia de que el único pajarraco interviniente en la procreación humana es la cigüeña.

     Onofre no recordaba desde cuándo Sofía había empezado a adquirir aquellas manías litúrgicas, de hecho incompatibles con cualquier confianza en la cama. Pero desde unos cinco años atrás, ella había establecido dos marcas de pudor y buenas costumbres, entre las cuales a Onofre le estaba permitido moverse, aunque siempre sometido a las temperaturas de su aprobación o desaprobación.

     Ya que las cosas no podían hacerse de cualquier manera, sino de la manera que ella quería y la Santa Tradición Familiar hubiera aprobado de antemano y sobre tablas: sólo de noche, en una oscuridad tan absoluta que Onofre apenas si alcanzaba a distinguirla: el busto exiguo, las caderas rocosas, neutra desde cualquier perspectiva, en la luz o en las tinieblas, por donde se la mirara, neutra. Y enteramente vestidos, por si acaso sonara el timbre o el teléfono con algún mensaje urgente para ella. En cuyo supuesto, la función se interrumpía ipso facto, cuando Onofre se encontraba casi en mitad del recorrido, despachándolo con cuatro frases incomprensibles, y sin ninguna conmiseración por su estado.

     En otra oportunidad continuamos, le decía. No sé cómo pude haber olvidado que hoy es día de hacer el balance del Hogar de los desposeídos, o la hora de tomar mi medicina contra la acidez de estómago.

     Eso cuando se sentía locuaz, porque casi siempre le daba la espalda por respuesta, y allá él, que se las arreglara solo, con sus propios recursos que son, en última instancia, los únicos con que en realidad se cuenta, y lo demás son figuraciones chinas.

     Tampoco quería que le respiraran cerca, ni que él emitiese ningún comentario de lo que estaban haciendo. Todo lo más concreto y sintetizado posible, directo al grano, como quien dice, con la estricta prohibición de que se tomaran rumbos imprevistos o se rebasara la línea.

     Ya que a Sofía le aterrorizaba la idea de introducir novedades que pudiesen contravenir aquellas reglas tradicionales a las que debían ajustarse un hombre Bernal para serlo y una mujer Bernal para parecerlo. De manera que unos y otros conformaron un apretado clan cuya prosapia quedó inaugurada allá por el tiempo de los virreinatos, con don Manuel de Bernal y Saavedra, y cuyos integrantes, obedeciendo a la consigna familiar de que el mundo culminaba en la puerta de calle, se recluyeron con tranca en el interior de su abolengo, y no se mezclaron con nadie que no diera fehacientes pruebas de encontrarse al nivel de sus quilates.

     Y nadie supo cómo ni en virtud de qué sortilegio Onofre Quintreros, cuya sangre no se articulaba precisamente con la de ningún conde, consiguió burlar aquella cerrazón establecida desde tiempos inmemoriales, y terminó por vincularse a la Dinastía Bernal.

     En una palabra, Sofía había crecido en un invernadero, al amparo de otras plantas tan selectas como ella, recibiendo la exacta cantidad de sol, de luz, de viento, de frío y de calor, a fin de que su carácter no sufriera alteraciones ni en las mejores ni en las más duras circunstancias, guardando siempre un equilibrio que jamás fue quebrantado, ni por la dicha del exceso ni por el dolor de lo que falta.

     Lo cierto es que Sofía vivía en una sola dimensión, en un mundo sin matices y, por ende, sin ninguna magia. De ahí que su estilo espartano y cauteloso prescindiese de adornos y floreos, repitiendo repeticiones pasadas, cada vez la misma historia con casi imperceptibles variantes: dos o tres movimientos endebles, oxidados por la rutina, eran todo su repertorio.

     Podía decirse que hacía el amor en la misma forma pausada y razonable en que les hablaba a los empresarios para sacarles donativos, en metálico, en favores o en lo que fuera. Y las pocas veces que parecía llegar a destino, primero aspiraba largamente y después se detenía en seco, porque de pronto le venía al recuerdo algo importante que olvidó decirle a la secretaria de Las desposeídas solteras, o del Amparo de las viudas endémicas, o de la homérica confusión que se armaba por tantos compromisos contraídos al mismo tiempo. Algo así como si se hubiera echado sobre los hombros el fardo de la caridad mundial.

     De manera que Onofre tuvo que resignarse a recibir de Sofía el mismo afecto esporádico y casi ausente de palabras que les concedía a las plantas. Aunque con ellas a veces dialogaba mientras les ponía abono, o al suministrarles su ración cotidiana de agua.

     En cambio a Lumina la ofendía verlo concentrado en algo que no guardase estrecha relación con ella. Pretendía llevarlo como medalla, siempre colgado al pecho, tenerlo a su santo servicio, endulzarle los oídos con palabritas tiernas como mi papi, mi único líder, mi emperador, mi carpa de oxígeno, mi obelisco.

     Quería que él la considerara su norte, el único sur de su vida, su región oriental tan equitativamente soleada y húmeda, y que su deseo por ella se extendiera hasta los confines más apartados de todos los occidentes unidos. Quiero beberme tus ojos, desayunarte con mermelada y manteca, comerte en la pre y la poscena, en el aperitivo y almuerzo, en cada merienda un poquito. Quisiera morirme en tus brazos, ahogada en tus besos, matarte de amor.

     Y en lugar de martes y jueves, se verían todos los días, incluidos fiestas patrias y vísperas de feriados y jueves y viernes santos y miércoles de ceniza, sin contemplaciones de horario ni atender razones de que nos pueden estar viendo, Lumina, que los del piso de al lado son compadres de mi suegra. ¡Tranquila!, que tus caricias retumban en todo el edificio, que ya no sé qué pretextos inventarle a Sofía. Que ni siquiera sé si mañana estaré vivo.

     Aunque últimamente ya no se amaban con la misma intensidad ni la frecuencia de antes, de manera que la relación fue adquiriendo ese tono desabrido de las sopitas en sobre, de los calcetines con agujeros y los ojales sin sus correspondientes botones, que más parecía de esposos que estuviesen celebrando sus honorables bodas plateadas.

     Porque a Lumina Santos se le agotaron muy pronto sus ardores iniciales; súbitamente la mujer real apareció, pasando del arrumaco a las contiendas verbales, y de la propuesta amorosa a la explotación financiera. Se ascendió a sí misma hasta el grado de general en jefe y se dispuso a comandar el batallón.

     La mayor parte del día se lo pasaba en ruleros y alpargatas, embadurnada de cremas para ahuyentar las arrugas, ya que a nada le temía tanto Lumina como al envejecer antes de tiempo.

     Debe ser horrible que la piel se te vaya desmoralizando, decía, andar con la cara drapeada de arrugas, llevando gruesos bolsones debajo de cada ojo, y en cada una de sus esquinas un gallinero completo.

     A tal punto la trastornaba el tema que su última frase del día era siempre la misma:

     Dime la verdad, ¿represento la edad que tengo?

     Para decirlo francamente, Lumina no podía tener cualquier edad, sino los treinta y seis años acabados de cumplir por la primera planta eléctrica instalada en su pueblo natal, puesto que dicha planta y doña Concepción Pereira de Santos, como si hubieran firmado un acuerdo, parieron el mismo día, del mismo año, y hasta llegando al colmo de coincidir también en la hora: 8 a.m., tal como quedó después registrado en las respectivas actas de nacimiento.

     No es que me quiera mandar la parte, pero ambas dimos a luz dos luces, exclamaba con orgullo la feliz nueva mamá. De ahí que a ésta le pareció muy oportuno bautizar a su primogénita con el nombre de Iluminada, en homenaje a aquel milagro del progreso, el cual, gracias a unos cuantos cables amarrados a otros tantos postes, fue distribuido a todo lo largo de las cinco perdularias cuadras que en aquel entonces conformaba el pueblo. Y una vez pasado el tiempo y ya establecidas en la capital, la afectada creyó muy conveniente practicarle al nombre una buena poda, dejándolo en Lumina, por traerle quizá reminiscencias foráneas, y como justo homenaje al buen gusto y la armonía.

     Armonía habrá existido al principio, solía meditar Onofre, cuando aquella especie de complicidad que parecía haber entre ambos se cumplía con la exacta sincronización de un violín y una guitarra, un piano y una trompeta. Pero ahora que cada instrumento desafinaba por su lado, ¿qué armonía hubiera podido encontrársele a un nombre cuya dueña llevaba año y medio de no hacer otra cosa que estar sentada a la bartola en algún sofá de la sala leyendo y releyendo «¿Qué tal?». Una revista de lo más indiscreta donde se comentaban con lujo de detalles y a todo color los dimes y diretes quincenales de la mejor sociedad.

     Era adicta a perder soberanamente el tiempo y a empacharse de «¿Qué tal?». Se agotaba descifrando las componendas reales y los amoríos entrecruzados de príncipes en el exilio con estrellas de la pasarela, y ministros gubernamentales con esposas descuidadas de dirigentes deportivos. O resolviendo el crucigrama gigante del concurso auspiciado por la mencionada revista, cuyo premio mayor era un viaje de ida y vuelta a las islas antillanas, y cuyo premio consuelo era la misma travesía pero realizada a través de cuarenta y seis postales correctamente diferenciadas entre sí por un número estampado en la esquina superior derecha del dorso respectivo.

     Se recomendaba mucha introspección, luz tenue y música indirecta, trilogía que era casi una receta mágica para crear el ambiente y hacer que el interesado entrara en rápida sintonía con las ondas del prodigio. El cual se iniciaba con los trámites de la Aduana y el adiós de los pañuelos, y producía una ilusión tan verdadera de estar viajando, que uno podía percibir el salado roce de la brisa, los arañazos verticales del sol, la sempiterna cadencia de las olas, y todas las maravillas de esos lugares sin necesidad de trasponer las fronteras de su casa.

     Mientras, el polvo iba nublando los espejos, la telaraña festoneaba las sillas, se hospedaba en los rincones, colonizaba los techos. Hasta que resultó literalmente imposible moverse en aquel ámbito colmado de ropa sucia, de hamburguesas picoteadas, de esqueletos de cigarrillos y otras basuras coetáneas que, al irse sumando a la lista, confirmaban la presunción de que por allí no había pasado ni un plumero, ni una escoba, ni ningún otro utensilio de limpieza en por lo menos mes y medio.

     Es muy cierto que del polvo hemos salido, le advertía disgustado Onofre, pero a este paso acabaremos volviendo al polvo mucho antes de lo previsto.

     No hay por qué alarmarse tanto, le replicaba ella, ni darle al polvo excesiva trascendencia. Un día de estos llevo el departamento a la tintorería y sanseacabó el problema.

     Últimamente aún le otorgaba el cuerpo, toda vez que la dación no interrumpiera sus sacrosantas horas de no hacer nada, ni estuviese en disonancia con su hábito recreativo de lectura concentrada. Y siempre a cambio de algo que se traducía en el enriquecimiento ilícito de su guardarropa, o en el engorde sistemático de su crédito bancario.

     Estaba allí, a todas horas, entregada a una total holgazanería, esperando entre bostezos que Onofre llegara para arrojarse sobre él y desplumarlo con sus feroces exigencias de dinero. No sólo para ella, sino para sus parientes voraces que acudían en fila india, y entre consanguíneos y políticos, apócrifos y reales, varones y mujeres, urbanos y campesinos, conformaron un abigarrado clamoreo de incalculables personas. Las cuales, como bien lo pudo comprobar Onofre, inauguraron un vampirismo casero mil veces más alarmante que el registrado en ganadería, ya que estos quirópteros, además de ser inmunes a cualquier ataque de vampiricida, se multiplicaban como hongos, de la noche a la mañana.

     En mayor o menor grado, todo contribuyó para que la relación se fuera deteriorando, hasta alcanzar un punto tal de agresividad recíproca que Onofre optó por darle un corte definitivo.

     Esto tiene que terminar de una vez, le manifestó aquel jueves fatídico, y ella se echó a reír, al principio con risa incontrolada, esas carcajadas fuera de contexto con que se responde a lo inesperado. Después pareció calmarse.

     Y lo más honesto es que cada quien se evapore por su lado, continuó diciendo Onofre con voz pausada pero terminante, y se puso a monologar respecto a la urgencia de un viaje de negocios al primer país que se le ocurrió a su mente, dándole un plazo que venía a coincidir exactamente con los días de su estada en Venezuela (primer país que se le ocurrió a su mente), para que ella y todo cuanto fuera suyo se ataran en un paquete con moño y se pusieran de patitas en la calle.

     Sin embargo, los últimos zarpazos de la fiera acorralada son los más temibles, porque Lumina, acusando en pleno orgullo el impacto de tan certera como fulminante embestida, dio un paso atrás, y mascullando venganzas le arrojó a la cabeza un cuadro y un florero, errándole ambas veces por un margen de milímetros.

     ¡Miserable! ¡No creas que todo te va a resultar tan fácil! ¡Canalla! ¡Maldito canalla!, insistió como no encontrando el calificativo que estuviese a la altura de su rabia, reiterándole de paso su decisión inquebrantable de no salir del departamento aunque Onofre se fuera a donde se fueron muchos y ninguno había vuelto.

     La palabreja se esfumó con ella y con el ruido de sus pisadas alejándose por el pasillo, y en el silencio que sobrevino después pudo oírse el reloj, el vecinal zumbido de alguna radio, y el chisporroteo de su cerebro que continuó hilvanando cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su plan emancipador.

     Esto sin embargo duró muy poco, porque una profunda necesidad de paz, acaso exacerbada por el efecto aletargado del alcohol, empezó a subirle por las piernas y lo fue tibiamente adormeciendo.



***



     Mientras no lejos de allí, emboscado en las tinieblas, alguien continuaba aguardando, quién sabe desde hacía cuánto tiempo, con todos sus sentidos concentrados en la espera.

     Por momentos tenso, inmóvil, como si en mitad de la noche hubiera germinado una estatua, y por momentos yendo de aquí para allá, pateando el silencio de esa calle solamente transitada por sus pasos. Familiarizándose con la ubicación de los árboles, de las cinco o seis estrellas titilando allá en lo alto, con la distancia exacta entre ambas bocacalles pero, sobre todo, con el punto aquel por donde tarde o temprano emergería el objeto de su espera.

     Largas horas (que bien pudieron ser meros segundos) permaneció al acecho, ávido, anhelante, repasando por centésima vez la escena que debía desarrollarse con la misma precisión con que se la había diagramado. Y cuando finalmente lo vio aparecer, con el pelo revuelto y la ropa en desorden, esperó todavía algunos minutos antes de disparar. Esperó que Onofre concluyera el bostezo, se arreglara la camisa y se recompusiera el pelo. Esperó que el blanco de la pierna se agrandara, entonces, imprimiéndole un impulso acumulado en eternidades de espera, curvó el índice sobre el disparador e hizo fuego.

     Obediente, emitiendo un chasquido breve y seco y describiendo la ensayada, medida y calculada trayectoria, la bala se desplazó sin resistencia hacia su meta. Atravesó el espacio, atravesó el eco ya extinguido del disparo, cruzó el último cuarto de hora de aquel jueves siniestro y fue a culminar allí, donde empezaba a nacer la muerte, en aquel surtidor manando incesantes bocanadas de vida aún espesa, pero que pronto se iría como aguachando, como desmoronándose, por así decirlo, sobre los escombros de sí misma.

     El asalto había sido tan rápido y lo tomó tan de sorpresa que ni siquiera le dio tiempo a reaccionar. Bamboleante, sintiéndose seguido por su propia sangre como una huella delatora a través del suelo, caminó todavía algunos pasos en inútiles esfuerzos por acercarse al único punto de salvación que era su auto. Si pudiera llegar al auto, rogaba. Pero esa distancia y el dolor parecían irse agrandando conforme se encogían sus piernas y sus esperanzas.

     Luego, rescatada por la luna de esa noche, la figura aquella que durante horas no pasó de ser sino una mancha, un bulto apenas ovillado entre las sombras, fue cobrando vida, movimiento, haciéndose más y más precisa, como se precisan las fotografías en la cubeta de revelar. Tenía un rostro, una pistola en la mano y atacaba:

     Abría la puerta del auto o lo cosía a balazos. Y por cada intento de fuga recibiría un disparo. Y si no se corría ya mismo hacia el asiento trasero lo agujereaba sin asco. Después se le incrustó en el pecho la segunda acometida roja, cuyo trazado él trató de desviar levantando instintivamente una mano. Pero no tuvo tiempo de llegar: renunció al intento. Entonces fue desplomándose despacio, pesadamente, como a desgana, hasta que vencido por su propio peso se perdió en un abismo sin fondo.

     Por un plazo indefinido no hubo más que quietud y negrura, de tanto en tanto disueltas por las precipitadas luces del alumbrado, apareciendo una tras otra para espiar dentro del auto el zarandeo de un cuerpo que ya no era consciente de sí mismo.

     A partir de ese momento todo quedó envuelto en niebla, de cerrazón implacable al principio, desgarrándose luego aquí y allá para dejar entrever un lugar tan apartado que a él no llegaban ni los vientos, ni el progreso, ni ningún otro signo viviente. Donde sólo podía verse una zanja, distinguiéndose también que la zanja estaba siendo ocupada por alguien extrañamente inerte.

     Un personaje en mutación continua, sobre el cual irían cayendo los soles, muchos soles, negros o violetas, lánguidos o agresivos, muchas estrellas arañándole sus luces, respirándole sus brillos, muchas lluvias que lo harían gotear igual que los matorrales, un ejército de nubes prosiguiendo imperturbables sus giras, sus trifulcas y amoríos, mucho cielo acercándose lo más posible para espiar sin interferencias los perennes altibajos de su múltiple agonía: esas interminables zambullidas en la nada, alternando con breves espacios de lucidez por los cuales volvía a ascender a la superficie, y a encontrarse en la misma pesadilla de la que creía haber escapado.

     A su alrededor todo era difuso, insustancial, ajeno, una realidad tan deformada que daba la impresión de llegarle como a través de un filtro. Algo, sin embargo, era seguro: moriría, en cualquier momento y de cualquiera de las muertes allí rondándolo, minuciosamente elaboradas por cada una de las dos balas, que cometieron la deliberada torpeza de no dañar centros vitales. Las dos balas conjuradas para dilatar el fin y repetirlo tantas veces como ecos albergase el infinito.

     Porque ellas también formaban parte de la trama: ellas debían retener a Onofre y no dejarlo salir de esta vida hasta no haber pagado la última deuda.

     Y parece ser que estaba bastante endeudado, por la cantidad de esfuerzo que le acarreó morirse. Y de pronto era como si esas muertes ya lo hubieran estado habitando, y a él no le restara otra salida que permanecer allí, sintiéndolas bajar palmo a palmo por cada rincón de su cuerpo, sembrándole tanta destrucción mientras pasaban, tanto cementerio en lugar del hígado, el corazón, los pulmones, que podría decirse que lo único que a Onofre le continuaba viviendo era la muerte.

     A muchos ocasos y amaneceres quedaría expuesto, a mucha intemperie cumpliendo sin un error su corrosivo papel, a una inmensa soledad cubriéndolo con su manto de óxidos y herrumbres, hasta que la tierra, luego de absorberle la totalidad de su sangre, lo abandonaría convertido en una escoria sin ningún parentesco humano.

     Un humilde vendedor de golosinas lo hallaría varios días después, en algún atardecer del más remendado de los suburbios capitalinos, cerca de donde se aligeran de su inmundicia los camiones municipales, tan tapado por la oscuridad, los yuyales y una gruesa costra como de este tamaño, que bien podía ser lodo, o tal vez sangre, según declaró el muchacho, que nunca lo hubiera encontrado de no haber sido por los faros de uno de los mencionados vehículos que rociaron con un chorro de luz aquel hedor persistente, como el que despide un animal con varios días de muerto.

     Durante algunos minutos el muchacho se dejó guiar por él, fue pisándole los talones, como quien dice. Así pudo localizar su origen, a la vez que pudo verlo, pero tan desfigurado que costaba trabajo relacionar aquella suerte de engendro invadido de alimañas con el Onofre Quintreros al cual casi todos conocían, incluso sin haberlo visto nunca.

     Al día siguiente fue posible asimismo comprobar que, aparte de estar tan frío como de hielo, y de aquel como achicamiento que lo hacía verse tan estragado, tan reducido a poquita cosa, el difunto, quizá llevado por un oscuro instinto de refugio, o por su misma condición de huérfano, no sólo daba inequívocas señales de haberse encariñado con aquella zanja, sino que el tal sentimiento trasmitía la insólita noción de ser correspondido, fundamentando sus razones en la apremiosa necesidad que mueve a los desamparados a querer ampararse mutuamente.

     Lo cierto es que oponía tanta resistencia a abandonar lo que sin duda había llegado a constituirse en el abrigado sustituto del útero materno, que los hombres de la autoridad tuvieron que lidiar denodadamente con él para desalojarlo de allí.

     Se necesitaron ocho brazos primero, después otros dos de refuerzo, hasta que al final alguien solicitó la urgente intervención de los bomberos, porque el fallecido, pese a lucir aquel aire acartonado y sumiso de las figuras de cera, en apariencia al menos, pareció volverse de roca, y como dispuesto a no permitir que lo removieran del sitio, así tuviera que dejar en él su última gota de muerte.

     De dónde le vendría al colgajo aquel semejante fuerza hercúlea fue algo que, por muchas vueltas que dieron, nadie se pudo explicar. Ya que luchando contra él se tenía la impresión de estar luchando contra un tractor con medio cuerpo en la vida y el resto sólidamente empacado en el más allá.

     De ese modo, aquel lugar apacible y tranquilo, sólo habitado por desperdicios y los retazos de un hombre, trocó su inicial revuelo de moscas por otro de iguales proporciones, que lo dejó convertido en el punto neurálgico de la invasión colectiva.

     Convocada por el espectacular trascendido, de aquí y allá salía gente, y con la gente un nutrido intercambio de opiniones, comentarios, conjeturas, juicios, pareceres y hasta insidiosas hipótesis de tortura. Todo lo cual fue enredando y desenredando un inacabable argumento con los más exóticos matices y las más execrables variaciones en torno del mismo drama, de cuya verdad cada cual creía ser el único depositario y cuyo sabor fue sazonado por cada quien según su esotérica, irónica, sardónica y sadomasoquista manera de asimilar el problema.

     La verdad es que jamás se había observado un apretujamiento tan representativo ni tan variado. Ni siquiera un cantautor de los nuevos hubiera podido congregar a tantos. Allí no faltaba prácticamente ninguno: vendedores ambulantes sin otra ambición que poner al día sus alicaídas ventas a costillas del occiso, policías sin otra ambición que estrenar sus flamantes cachiporras en el insubordinado trasero del primero que pasara, estudiantes y amas de casa sin otra ambición que adjudicarse un merecido miércoles de asueto, políticos sin otra ambición que un puesto en el gobierno que les asegurara vivir a lo magnate, radios a todo volumen informando desde sus centrales lo que los comunicadores sociales trasmitían desde el lugar mismo del hecho.

     Y, por supuesto, un efervescente racimo de fotógrafos y periodistas, cuyas tintas y cuyos flashes, durante tanto tiempo, habían rivalizado en obtener los mejores ángulos y las más resaltantes aristas de lo que en algún momento conformó el universo diario del señor Quintreros, se afanaban ahora en rescatar una frase, un pensamiento, algún gesto de los instantes postreros que fueran a garantizarles la exclusividad de su muerte.

     Una vez superado el torbellino inicial, y tras haber sido reconocido como el difunto más comentado, polemizado e investigado de dos semanas corridas, un acontecimiento cualquiera llegaría a tiempo para difuminar la actualidad de su figura, hasta hacer que sin pena y ninguna gloria, Onofre Quintreros por fin terminara siendo el muerto más olvidado del año.



***



     En este negocio de la investigación se necesita mucha mística, decía con su dicción pedregosa el comisario Reinaldi, quien se pasó una semana completa interrogando a cuanta persona estuviese o no estuviese relacionada con el caso. Porque también ahora, como tantas otras veces en los largos años de su diario batallar contra el delito, se había propuesto descubrir al asesino aplicando su indemostrable teoría de que nunca el inocente es tan inocente ni el culpable tan culpable, sino todo lo contrario. La cual, luego de afectar por contagio a todo el pelotón bajo su mando y a los civiles de las zonas aledañas, terminó siendo incorporada por derecho propio al folklore uniformado.

     Sin embargo, antes que definir algo concreto, la tal teoría planteaba un intrincado revoltijo, a cuya comprensión ni la más esclarecida inteligencia había logrado acceder, en parte por resistirse a cualquier análisis lógico, y en parte por presentar incongruencias y contradicciones tales que la acababan llevando hacia una ineluctable oscuridad.

     Y precisamente para disipar tan ingrata confusión, donde los únicos confundidos en realidad eran los otros, el comisario Reinaldi se había tomado la molestia de preparar muy cuidadosamente, no sólo las preguntas sembradas de sutiles trampas con que habría de abordar al interrogado, sino también su propia escenografía: vestido de impecable uniforme caqui, charreteras flecudas y en todo iguales a las que solía verse en los hombros del portero de un hotel pentaestrellado; tantas y tan variadas condecoraciones que tras ellas desaparecía casi toda la región nórdica de su adiposa humanidad; gafas al estilo investigador privado; escritorio, sillón principal y taburete subalterno colocados de tal manera que los muebles perdían su carácter transitorio y pasaban a adquirir la fantasmagórica identidad de cuatro ángulos rectos. Y por último, la estrategia militar de sentarse dándole el pecho al peligro y las espaldas al amplio ventanal que atisbaba, entre el cuádruple recogimiento de sus lánguidos visillos, el indeclinable llanto que lloraba una fuente, vaya uno a saber si como expresión metafórica de la continuidad nacional o como qué otro simbolismo patrio.

     Aunque por esta única vez, las comparaciones parecían salir sobrando, ya que el hecho de que el chorro nunca hubiera sufrido interrupciones se debía a que nunca había estado bajo la obediencia de ninguna administración pública, sino que ocurría por mera decisión privada, siendo el mismo directamente importado por una bomba desde las profundas sonoridades de un pozo artesiano.

     Lo cierto es que así parada, en medio de una orfandad sin el más mínimo verdor, ni tan siquiera una sombra, aquella fuente más bien semejaba estar cumpliendo alguna insolación perpetua.

     Todo lo cual había sido dispuesto de antemano a fin de que la luz cayera, con esa impiedad tan propia de las diez de la mañana, sobre el encandilado rostro de cuanta persona estuviera o no estuviera relacionada con el caso.

     Desde Lumina Santos, la principal sospechosa, que conociendo el efecto demoledor de sus atributos carnales sobre todos los hombres en general y ciertos generales en particular, entendió que aquella era la mejor ocasión de medir esos alcances, presentándose a la audiencia con un atuendo lila obispo de cuando tenía algunos kilos menos, un bamboleo afrocubano en las caderas y los tres primeros botones de la blusa, de tal suerte desprendidos, que por ahí asomaba la entrega inicial de sus colosales senos, e iban a perderse las libidinosas intenciones de periodistas, fotógrafos, reporteros y curiosos en comandita, quienes hubieran dado la vida por practicarle un registro a fondo y por despojarla también.

     Pero Lumina sonreía inmutable ante la avalancha entrecruzada de miradas y deseos, y posaba para los estallidos de una cámara que la requería aquí y la otra más lejos, siempre desde su mejor angulatura y su perfil más impostado.

     Acto seguido, se instaló en el taburete subalterno, gentilmente ofrecido por ese humilde servidor que, con todas sus fuerzas bien armadas, se complacía en ponerse a su más entera disposición. Parpadeó repetidas veces, no para acusar recibo ni responder al enfático galanteo del comisario, sino para ajustar su mirada al intempestivo ataque solar.

     Y durante los minutos siguientes, no pareció existir otro encandilamiento fuera del experimentado por él, en tanto que ella se mantuvo letárgica y esquiva, actuando como si lo ocurrido a Onofre perteneciera a una época tan distante como ajena con la cual ella nada tenía que ver.

     A la amable pregunta de si acaso no sabía quién lo había matado, contestó con un leve fruncimiento del entrecejo que, por supuesto, no lo sabía, ni tampoco sabía por qué debería saberlo, por cuanto que su relación con el occiso jamás había pasado el plano meramente administrativo, y de ahí en más, cada cual vivía por sin cuenta y riesgo, y en existencias netamente divergentes.

     Ella era apenas quien llevaba la contabilidad de casi todas sus empresas, trabajo que había desempeñado con dedicación y esmero, guardando siempre esa prudencial distancia que, de acuerdo con los impulsos de una moral que le fuera inoculada junto a la leche materna, debía guardarse entre un jefe casado, elegante y por demás ansioso de probar sabores nuevos, y una digna secretaria sin otra ambición que la de mantenerse digna siempre y, por ende, sin la más mínima esperanza de trasponer los linderos de una beatífica insolvencia.

     El resto eran habladurías sin fundamento de maliciosos vecinos, cuyas mentes estaban pobladas de sexo y de todo lo que a esa parte del cuerpo se refiere y que, dicho sea de paso, en el varón se inicia en el ombligo, terminando mucho antes de haberse extinguido la rodilla, y en la mujer se extiende de la garganta al cementerio.

     Entonces, y volviendo al tema, ¿ni siquiera imaginaba de quién podría tratarse? Ni siquiera. Aunque cualquiera pudo hacerlo, murmuró en tono ambiguo, pero dejando bien expresa la posibilidad de que el «cualquiera» tuviese la necesaria amplitud como para incluir también al comisario.

     Conservó, no obstante, la suficiente cordura de no mencionar la discusión desatada entre ella y el difunto aquel jueves memorable o fatídico, según fuera mirado desde su propio cristal o desde la mirada póstuma, cuando Onofre, sacando a relucir una crueldad que rebasó sus propios límites y por el mero placer de humillarla, cometió la osadía de confiscarle el auto, el crédito bancario, el usufructo departamental con todo lo allí plantado, desde pieles, joyas, cuadros, equipo de sonido, y cualquier otro ornamento de índole personal o doméstica, hasta el último y desarrapado alfiler.

     Pero sobre todo llegando al colmo de ponerla otra vez y sin más trámites en la misma enseñanza del principio, el mismo pizarrón, la misma alergia provocada por el aserrín de la tiza: la monocorde rutina girando en torno de una lección archisabida de memoria.

     Todo eso después de un año entero de amores forzados, ya que él disponía del cuerpo de ella conforme a su propia y soberana voluntad, sin recordar lo mucho que le gustaba a Lumina ser seducida y no asaltada. Desde que su gusto comenzó a salir de su virginal letargo y a tener uso de razón, en la avezada compañía de un Onofre muy distinto al que terminó siendo después, a ella le había gustado que la volvieran dúctil y maleable, y la pusieran a rodar en la primera pendiente cuyo final fuera el territorio aquel, tornasolado, en que ambos se veían como entre hilachas de sueños, como desde alguna ensoñación remota donde él inventaba para ella caricias de diferentes sabores y texturas.

     Caricias blandas, de seda, espesas, azules, de menta, aterciopeladas, crocantes, que a la par de ir transcurriendo, convocaban en su piel un no sé qué todavía indescifrable. Una especie de brote de pequeña algarabía en el cual participaban todos los sentidos, y que se iniciaba apenas, con movimientos torpes, inseguros, hilvanando un placer desdibujado aún pero cobrando lentamente impulso. Hasta que así, de pronto, al doblar aquel instante, se hacía más lúcido, más intenso en la medida en que el cuadro con las tres momias egipcias, la cortina verde musgo, todo lo existente fuera de ellos daba un paso hacia el costado y después desaparecía.

     Entonces no quedaba otra cosa que abandonarse al placer, remontándolo de a poco, sin pensar en nada, solamente sintiendo, o tal vez sólo pensando que lo venido a continuación era el mismo fogonazo con salpicaduras rojizas, seguido del destellante apagón que debían percibir los que morían de un síncope.

     En cambio el Onofre actual parecía estar cosido a un orden inmutable, casi demente, donde cada cosa debía ir en su lugar y a su debido tiempo.

     Lo primero es lo primero, decía, mientras se despojaba de un zapato, y antes de emparejar el despojo del siguiente al exacto nivel del anterior, consultaba el reloj de la mesita para cerciorarse a qué hora se había verificado la largada.

     Lo segundo era tratar de embocar en el cesto de la ropa sucia -y así ahorrarse el tiempo que le tomaría su peatonal traslado al mismo- la camisa y el par de calcetines, cuidándose de imprimir a cada gesto y a cada pausa, entre gesto y pausa, el ritmo correspondiente y la glorificación a que él tenía derecho por ser el celebrante oficial y ella una simple mantenida, de cuyos servicios, llegado el caso, lo más bien podría prescindir, teniendo en cuenta la cantidad y calidad de oferta existente en el mercado.

     Lo tercero, terminar de desnudarse él, instándola a ella a que fuera haciendo lo propio. Cuarto intermedio que desde luego sería aprovechado para realizar un cómputo parcial de todo lo hecho hasta ahora y de lo que aún quedaba por hacer. Como si en lugar de hacer lo que seguía siendo un proyecto, estuviera honrando automovilísticamente a los héroes en la tradicional competición del rally chaqueño.

     Tanto se le había agudizado aquella obsesión, que al cabo de un año para Onofre no existía más ayer que el mañana, ni más hoy que el día siguiente. Todos sus actos eran ejecutados en función de un intangible e hipotético futuro, cuya influencia llegó a ser tan perniciosa y a anticiparlo de tal modo a la realidad vigente, que al final nunca estaba donde estaba ni donde creía estar, sino en la concentración política o en cualquier otra emergencia, a la cual, si no se apuraba ahora, llegaría después con retraso, y si se apuraba ahora, llegaría con tiempo sobrado, lo que a su vez le daría otro margen de tiempo para volver a ensartarse en el redondel vicioso.

     Así, hasta que su placer cerraba el ciclo con un click tan insignificante, que se lo podría haber confundido con el que emitiese una llave al recluirlo nuevamente tras los barrotes de sí mismo.

     Una vez finalizado el acto, y mientras se iba vistiendo en el orden inverso en que se había desvestido, se ponía a controlar si la diferencia cronológica entre la primera y la última secuencia no había sobrepasado los ocho minutos y medio, ya que en el caso de existir un excedente, aunque más no fuera de segundos, entonces sucedería que todos los ejes, los apoyos, los soportes, las columnas y pedestales que guardaban el equilibrio terrestre se resquebrajarían al mismo instante, con el mismo y espantoso descalabro de una conflagración mundial.

     Era como si ciñéndose a aquel orden enfermizo hubiera podido corregir el caótico desorden que llevaba dentro. Lo cierto es con Onofre nada podía alterarse porque cualquier mudanza, cualquier desplazamiento mínimo del curso previsto tendría el poder de desencadenar un verdadero cataclismo.

     Y analizando ahora las cosas, con esa perspectiva nueva que le otorga el tiempo, Lumina no entendía cómo había hecho para resistir tanto. De qué guayacán sacó el aguante y de cuál roca la paciencia para no claudicar ante sus manías, sus abusos, sus reiteradas maldades, sus burlas, su avaricia, y como si eso fuera poco: su desmesurada colección de cuernos.

     Ni el comisario Reinaldi, ni nadie de los allí presentes, hubieran podido imaginar que, por debajo de su aparente dulzura, en ella hervía un profundo rencor, que todas esas ignominias habían ayudado a criar, reclamándole una muerte así para ese hombre desde hacía rato. Una extinción tan espectacularmente lenta que debió haberse cumplido con los mismos pataleos de una lámpara sin querosén, tal como expresara el informe del forense y como en verdad él se lo merecía, por su arrogancia, por andar de picaflor, y por cada una de sus muchas mezquindades.

     Ni era tan tonta para ignorar que no habría salvación alguna y que lo mismo hubiera sido enterrarse a sí misma si decía una palabra de cómo, en un descuido de Onofre, aquel último jueves, ella se llevó consigo el arma. Esa pistola de cuyo contacto él jamás se separaba, ni para ir al baño, ni para hacer el amor, ni para nada, por ser lo que siempre había dicho que era: su única familia. Algo así como la encarnación del padre, de la madre, y de aquel espacio vacío donde tendría que haber estado el cariño que le negó la ingratitud de ambos.

     ¿Acaso era posible que también esa pistola lo hubiera traicionado, quitándole la misma vida que por tanto tiempo le había ayudado a cuidar?

     En boca cerrada no ingresan moscas, ni de ella salen evidencias que más adelante podrían comprometerme, pensó, y hasta arruinarme la vida irremisiblemente. Se abstuvo por lo tanto de hacer ningún comentario respecto a que desde el fondo de su corazón ella celebraba que Onofre Quintreros estuviese muerto, y lo seguiría celebrando mientras hubiera un asqueroso gusano alimentándose de su asquerosa muerte.

     Podían someterla a cuanto interrogatorio quisieran, que no lograrían quebrantarle la decisión de callar, ni el deseo, cada vez más apremiante, de retornarlo a la vida para volver a experimentar el placer de rematarlo de nuevo.

     Había no obstante que proseguir con la farsa, y murmurar compungida que era absolutamente incapaz de explicarse cómo ocurrió esa desgracia que enlutaba la sensibilidad de propios y extraños, a tanto había llegado el carisma de ese hombre. Y entre varios hipos fraguados asegurar que tampoco sabía en qué forma había ido a parar a la zanja aquella, que de sólo pensarla tan solitaria y circunvalada de tanta inclemencia, le repito, señor comisario, que se me pone la piel de gallina. Ya ha pasado un mes casi y, créame, todavía se me revuelven las tripas.

     ¡Por favor!, no se altere. El malestar quizá se le vaya si le ofrezco un poco de gaseosa. ¡A ver, sargento Romero!, acérqueme un vaso para la señorita. En verdad lo lamento. Le pido un millón de excusas por esta desagradable demora. Pero ya puede quedarse tranquila que ahora mismo termino. Esto es nada más que simple formalidad. Un poco de papeleo para cumplir con la rutina. Sólo me falta tomarle las huellas dactilares y alguno que otro dato sin trascendencia, le dijo el comisario Reinaldi, visiblemente desencantado de tenerla que soltar tan pronto. Y lamentando en voz que al punto se volvió muchísimo más íntima, no haberse enterado antes de que Lumina vivía en su mismo barrio. ¡Qué desperdicio!

     A menos de doscientos metros el uno del otro y no haberlo descubierto con la antelación debida. Mire usted lo que son las cosas: estando tan cerca tuvimos que tomar tanta distancia para conocernos. Bueno, desde luego, hubiera preferido que no fuera un muerto lo que la trajera por aquí. Lo cual tampoco le saca que sea una dichosa coincidencia, en todo merecedora de un festejo especial. ¿Y qué le parece festejarlo esta misma noche y en una buena parrillada? Conozco una con música folklórica, un chopp que ninguno podrá decir que no lo importaron de Alaska, y una pista de baile que tan pronto usted la ocupe, va a sacudir su oscuridad para quedar completamente alumbrada con el candil de sus ojos. ¿De acuerdo? Entonces la absuelvo de culpa y pena. Pero conste que me estoy refiriendo a la libertad condicional, puesto que pasaré a buscarla a las nueve en punto.

     Y con un leve ademán más de complicidad que de saludo, la encaminó hacia la salida.



***



     De inmediato le tocó el turno a Recaredo Anodino Flores, flamante Director de los Servicios Sanitarios y de Fumigación Estatal, quien alegó haberse enterado por los periódicos, durante su frugal desayuno, y de primera intención, señor comisario, le juro que se me pararon los pelos.

     Resultaba no solamente algo siniestro sino un real contrasentido venir a morirse así, cuando hacía tan poco el médico lo había felicitado por sus excelentes reflejos, y porque en el horizonte de su orina no se vislumbraba ni el más leve asomo de diabetes o de albúmina.

     Cuando en realidad lo que debieron haber detectado era un alto porcentaje de contaminación alcohólica, dada la perniciosa inclinación al trago que caracterizaba al occiso. Y de la que yo no sé si usted habrá tenido noticias, comisario Reinaldi, pero lo cierto es que Onofre Quintreros bebía más de la cuenta, aunque nunca llegando a perder el tino.

     Y mire si no seremos transitorios, que a todo esto que le estoy contando no le sobrevive ahora sino el recuerdo, y como muy bien acaba usted de señalarlo, también le sobrevive el asesino, cuya deplorable acción de ninguna manera deberá quedar impune.

     Yo soy el primero en reclamar justicia y en pedir un castigo ejemplar para el responsable, pese a que nuestras relaciones ya no tenían la fluidez de antes. Porque si bien es cierto que practicábamos el mismo deporte, pero entiéndase letra por letra: diferentes ideologías, no menos cierto es que la suya venía mudando de paradero con bastante frecuencia.

     Quién no sabe que Onofre Quintreros era colaborador activo del antiguo desorden y que andaba buscando alguna brecha por donde ingresar como colado al festival del nuevo orden. Quién no sabe que tras haber escupido públicamente la mano que le dio de comer, se había puesto como felpudo del actual gobierno en esta hora fraterna de alfombramiento patrio. En cambio mi fidelidad no ha conocido grietas, señor comisario. Soy y seguiré siendo leal a una sola bandera.

     Y la palabra bandera permaneció un rato allí, ondeando junto al dilatado silencio que sobrevino después, precedido por aquel olor a desperdicio que aparecía siempre que la investigación tendía a complicarse en demasía, y que empezó a socavar la metálica paciencia del comisario Reinaldi.

     Ya casi dos semanas habían pasado y él sin haber podido pasar el cabo de las mismas dudas, atascado como estaba, en la desesperante escasez de resultados concretos, sin disponer más que de unos pocos datos, mortecinamente alumbrados, de eslabones inconexos que al unirse tal vez resolverían esa copiosa oscuridad que afectaba el panorama. Por el momento, al menos, sólo Dios poseía la totalidad de los hechos. Sólo Él abarcaba la historia en toda su extensión, con todos sus pormenores, y desde los mismos pañales de aquel remoto principio.



***



     Porque Onofre y Recaredo se conocían desde hacía media vida. Ambos habían nacido el mismo año bisiesto y con el mismo vicio insaciable de ganar dinero. En todo lo demás resultaban tan dispares, que acaso fuera eso precisamente lo que acabó creando tanta afinidad entre ellos.

     Onofre poseía a manos llenas lo que Recaredo siempre quiso: una alquimia natural para seducir a las mujeres que, si bien no ofrecía dudas en cuanto a su contundencia, ya que con sólo semblantearles las nalgas podía saber qué era lo primero y qué lo último que debía hacerse con ellas, encerraba sin embargo la nebulosa de que cuando más se la analizaba, menos se distinguía respecto a su procedencia.

     Aunque tal vez la explicación radicara en el hecho de que Onofre no fuera dueño de nada que pudiera destacarse como verdaderamente notable, por lo menos a simple vista. Vale decir que todo su atractivo se centraba en su falta de atractivo, y si se lo hubiera tenido que definir por algo, sería más bien por aquello que no era: ni rubio ni moreno, ni tan alto ni tan bajo, ni muy joven ni muy viejo.

     Un ni fu ni fa que en lugar de situarlo en desventaja ante los demás mortales, le otorgaba aquel extraño magnetismo al que ninguna mujer se resistía, y aquel brillo especial que terminaba opacando a todo el que se le ponía enfrente.

     Y con mucha más razón a su lado se opacaba Recaredo; se volvía tan poquita cosa que ni su prodigioso aumento de miope conseguía prestarle algún relieve. Y lo que todavía era peor: se le agudizaba en forma alarmante aquel otro defecto que le transfirieron sus mayores por vía maternalmente intravenosa, suscitando las bromas de quienes lo descubrían. Cosa que, por otra parte, no requería ningún esfuerzo ya que bastaba la presencia de cualquier mujer para que Recaredo Flores se ruborizara como un adolescente. A la par que se le iban enredando a tal extremo lenguaje con lengua, que decidió no dirigirles la palabra sino en casos indispensables. Entonces daba la neolítica impresión de estar volviendo a la edad del balbuceo.

     No te desanimes, Floripondio, le decía Onofre. Últimamente te ruborizas con tanta frecuencia que esos tornasoles ya han pasado a confundirse con tu crédito bancario. Además, a las mujeres hay que voltearlas una y otra vez, sin pedirles permiso ni darles explicaciones. Sólo descórreles el cierre y después embiste, para lo cual ellas no precisan demasiada oratoria. Los únicos idiomas que mejor entienden son: el garrote de pegar, el garrote de pecar, y de tanto en tanto y para alternar un poco, el garrote del silencio que es, en definitiva, el que más les duele.

     Así fue como, luego de haber comprobado que cada uno poseía lo que el otro ambicionaba poseer, los dos tomaron conciencia de que separados seguirían malversando un potencial que, de estar unidos, no sólo aumentaría considerablemente, sino que hasta podría volverse riqueza.

     Te imaginas, Recaredo, tapizarnos de billetes, tapizar de lingotes nuestros sueños, y que todavía nos salga sobrando para retapizar el mundo. Convendría juntar nuestros talentos, compañero, porque cuando se está entre dos se resiste mucho más que estando solo.

     Y aquel brindis, con el champagne burbujeando en las alturas, selló el inicio de una sociedad donde Recaredo puso lo único rescatable que le legaron sus ancestros: el capital; y a la que Onofre aportó, además del muestrario de mujeres del cual Recaredo pudo surtirse como si fuera propio, aquella especie de oráculo al que parecía estar cosido, y que lo fue guiando, sin vacilaciones ni dudas, hacia donde estaban las ganancias más jugosas.

     Desde entonces quedaron establecidas tres florecientes empresas, cuyos dividendos fueron compartidos por ambos en partes rigurosamente iguales. Y asimismo le insuflaron a Onofre el oxígeno suficiente para asumir el mando de su propia autonomía, con la inauguración de otras cuatro, que siguieron multiplicándose con el favor de Dios y la aplicación de la fórmula de que el ojo del patrón es la mejor proteína del ganado: fundamento indiscutible de su caudaloso poder financiero.

     También en política marchaban a pasos desacordados, porque mientras Recaredo se perdía por caminos que no llevaban a ninguna parte, Onofre iba subiendo, sin errores y sin pausas, el Sinaí de los ascensos. Hasta que de golpe se encontró encaramado a esa gloria a la que tanto había soñado encaramarse alguna vez, sosteniendo en una mano las vice-riendas del partido, y organizando con la otra las concentraciones, los mítines, y las diversas teorías que debían ser practicadas en tal o cual circunstancia.

     Como la novedad de aquellos discursos que venían ya acoplados al triduo de hurras, cada tanto, y cada tanto a sostenidos aplausos cuya duración excedía con mucho los niveles más elevados de las más encumbradas paciencias.

     O impartiendo desde sus alturas, bendiciones con indulgencia plenaria a quienes, por sus buenas obras, se habían hecho acreedores de ellas. O señalando con dedo inflexible esos pequeños disturbios que él en legítima representación del gobierno, resolvía cortar por lo sano, para impedir que la infección derivase en la temible gangrena, cuyo avance ni siquiera amputando se lograba muchas veces detener.

     La política es como el ajedrez, solía repetir Onofre: una telaraña de cambios realizados con las mismas piezas en torno al cuadriculado antagonismo con que se enfrentan dos colores. Y donde los vaivenes del juego no dependen de otra cosa que de la habilidad con que cada contendor organiza la estrategia. Ese internarse de a poco en el terreno adversario, esas emboscadas determinantes para los sucesivos avances o retrocesos, ese zarpazo final que acaba volcando la suerte hacia el que cometió menos errores. Ya que si las jugadas son previstas de antemano, las posibilidades de triunfar aumentan en la medida en que disminuyen las de equivocarse.

     Precisamente por eso, en política Onofre todo lo había calculado, salvo que la tortilla se le diera vuelta, como por una de esas fatalidades en efecto vino a ocurrir. Porque cuando menos se lo esperaba, y sin que el Servicio Meteorológico lo hubiera detectado siquiera, aquel tornado político se presentó el mediodía de un jueves, con vientos arrasadores de hasta ciento veinte kilómetros por hora.

     Los cuales, al no encontrar resistencia, se internaron en las calles ciudadanas, recorriéndolas en sus cuatro direcciones y haciendo con ellas y con todo lo plantado sobre ellas, lo que mejor les vino en ganas.

     ¡El huracán ha desmantelado los cimientos del antiguo régimen y se lo está llevando a pedazos!, exclamaba la gente, a cuya gran mayoría no le alcanzaban los años naturalmente cumplidos, ni las treinta y tantas velitas de la paz y del progreso obligadas a apagar por decreto, como para haber presenciado un temporal de semejante envergadura, y se escondía por lo tanto, temerosa de correr ella también la misma suerte.

     Ya que cada vez soplaba con mayor ferocidad aquel viento, empujándolo todo para donde fuera, con tal de que ninguna cosa conservara su lugar de antes, cercenando por aquí, decapitando por allá, sembrando tanta confusión mientras pasaba, que nunca pudo saberse el número de sus estragos.

     Aunque su víctima más notable fue sin lugar a dudas Onofre Quintreros. Porque cuando el viento cesó de pronto, así como había empezado, el día se volvió tan manso y lo cubrió una piel tan transparente, que por allí fue posible divisar a Onofre aferrándose al soberbio pedestal con incrustaciones de nácar, que por tanto tiempo lo había venido encumbrando. Pero fue inútil: de un plumazo lo barrieron de ahí, y el pedestal se desmoronó con él, arrastrando por los suelos su prolongada y maldiciente agonía.

     Entre la polvareda que impedía ver más allá de unos cuantos metros pretendió aferrarse a sus ganancias, pero fue igualmente inútil, dado que las muy traicioneras, aprovechando la promiscuidad y el desorden, no tardaron en sucumbir a las libidinosas succiones del vendaval, y juntos huyeron en busca de nuevos horizontes donde asegurar sus pariciones futuras.

     Entonces Onofre quedó allí, con esa aridez en la boca de tanto moler su impotencia, el instinto vanamente al acecho y los ojos como entumecidos por la horripilante visión de su propia ruina.

     No, ni él mismo podía reconocerse en aquella figura de repente envejecida, que giraba sobre un desastre tras otro, agachando de tal modo la cabeza, que se diría iba midiendo la magnitud de sus incontables pérdidas. De la solidez de aquellas empresas con sus rimbombantes sistemas de previsión para contrarrestar los siniestros, apenas si quedaba el bulto. Sin paredes ni puertas algunas, otras con los techos de tal suerte arrancados, que dejaban los túneles de la evasión y las tripas de las componendas a la vista de cualquiera.

     Era una triste experiencia verse las propias arterias desgañitándose por el monumental esfuerzo de transportar el fardo de su propia muerte. O contemplarse rodeado de una tambaleante constelación de velas y pedigüeñas letanías reclamando por la salud sempiterna de su alma, debiendo soportar, por un lado, la abrasante dictadura del cajón, que lo hacía sentir como en el mero internado de un infierno. Y por el otro, la minuciosa revisión de que era objeto por parte de hombres y mujeres que se iban inclinando sobre él con algún luctuoso comentario, o simplemente para observar qué encontraban por ahí mal puesto.

     Filas y filas de curiosos cuyas miradas él iría devolviendo a través de ese cristal que le dejan al finado con el fin de averiguar cuáles de sus muchos conocidos, que se habían deslomado por honrarlo en vida, cometían la suprema ingratitud de no asistir a su muerte.

     Para de inmediato, una vez resucitado de entre toda esa manga de atorrantes, pasar a encabezar la llorosa comitiva de su entierro, llorando por contagio él también al comprobar que de su pasada grandeza la mitad eran destrozos y se hallaban diseminados en un espacio tan vasto, que después de haber doblado la primera lejanía, continuaban proyectándose hacia otra más lejana.

     Y de la mitad restante sólo Dios tendría noticias. Aunque lo más probable es que ya estuviese retoñando en el remozado pectoral del sucesor más inmediato. Y si alguien hubiera querido saber de sus prebendas, sus privilegios, sus comisiones, sus tanto por ciento, con el desengaño de sus bolsillos él le respondería que eso fue antes. Un mundo antes. La vida anterior.

     Ahora irse era lo más prudente. Arremangarse los pantalones para correr a todo lo que le daban las piernas y& desaparecer por algún tiempo. Hasta que se calmaran los ánimos y las cosas retornaran a su cauce habitual. Mañana ya vería cómo recomponer sus fragmentos. Hoy era inútil lamentarse por lo que el viento se llevó.



***



     En cambio, esta vez la suerte se volcó a favor de Recaredo, por la sencilla razón de que un pariente suyo había actuado como inductor, promotor y comandante en jefe de la reciente sublevación telúrica. Para ser más precisos: ambos eran yernos de la misma suegra, de modo que el ventarrón aquel, de cuyos despojos no acababa aún de reponerse Onofre, tuvo la virtud de despojar a Recaredo también, pero de todo resto de timidez.

     Al punto de que quienes lo conocían desde aquel oscuro anonimato en que parecía estar envuelto, se asombraban de cuánto y con cuánta rapidez había crecido bajo la influencia del tornado. Es como si en lugar de destruirlo, decían, lo hubiera parido de nuevo, y al revés de lo que era: más afirmado en su personalidad, más creativo con las mujeres, luciendo una voz que adquirió de pronto una decidida entonación de superioridad sobre todas las demás voces. Y una manera tan categórica de conducirse, de caminar y hasta de comer, que ni por un instante nadie dudó que la restaurada versión de Recaredo Flores llegaría sin inconveniente alguno a donde se había propuesto.

     En una palabra, se volvió mandón y prepotente, y alrededor de su persona fue tejiéndose un impenetrable abejeo de secretarios, guardaespaldas y adulones siempre listos a inclinarse hasta donde se les inclinaran los huesos, con tal de conseguir aunque más no fuera la última de las migajas que sus espléndidos favores dejaban caer al suelo.

     Pero sobre todo, gracias a los felices resultados de una cirugía ocular, pudo ver lo que su miopía de antes sólo le había permitido entrever. Con absoluta claridad vio que se le estaba presentando en bandeja la ocasión anhelada durante quién sabe cuántos insomnios, de vengar cada una de las múltiples afrentas que le hiciera padecer Onofre a lo largo de los años.

     Con pasmosa frialdad empezó por ubicar aquellos puntos comerciales donde la sensibilidad de Onofre cobraba la impresión de estar bordada al realce, y tras una rápida clausura del método senil de las reparticiones gemelas, dispuso una nueva división de las ganancias, loteándolas como si fueran galletitas y llevando las cosas a tal extremo, que Onofre se vio prácticamente forzado a aceptar la parte más pequeña. Que fue haciéndose más y más pequeña hasta reducirse casi a cero. Entonces se la compró a precio de liquidación, gesto que, a pesar de todo, sometía a Onofre a un endeudamiento de por vida con respecto a Recaredo, ya que éste podía habérsela comprado al precio de lo que era en realidad: chatarra pura.

     Y aquello no fue sino el principio. Su próxima venganza sería perpetrada desde su flamante puesto de Director de los Servicios Sanitarios y de Fumigación Estatal, creado especialmente para él por resolución del Poder Ejecutivo. Cargo que dada la inestabilidad en que toda transición por lo general se halla inmersa, venía desempeñando con mano ágil y la patriótica satisfacción de haber sido él quien concibiera y dirigiera en persona la estrategia terapéutica de sanear la ciudad.

     Esa noble madrina de tantas ciudades ahijadas, a la que treinta años de inmundicias habían dejado convertida en un inmenso basural, según rezaba el recalcitrante fragmento de un discurso pronunciado por él mismo (aunque redactado por un tío que cobraba por reglón) el día Mundial de la Salud, ante los saneados representantes del Honorable Congreso.

     Un doble acordonamiento del espacio que ocupaban las otras empresas de Onofre, decidió como primera medida, porque, tal como lo señalara por cuanto medio de difusión se le puso a tiro, eran los puntos cardinales donde se iniciaba la misma corrupción que él pretendía erradicar.

     En consecuencia, ordenó lo que se ordena en esos casos: su inmediata cuarentena, de modo que nadie pudiera trasponer sus límites, ni por un lado ni por el otro, hasta tanto se ubicara la manzana descompuesta.

     Así fue como Onofre perdió tres de sus más florecientes empresas, y habría seguido perdiéndolas todas si no hubiera resuelto acceder a las exigencias de ese hijo de una gran floresta que lo floreció, en el sentido de compartir con él todas sus ganancias sin excepción, incluyendo las de aquellos negociados con los cuales Recaredo nada tenía que ver. A su buen criterio dejaba librada la elección: o le aceptaba sin chistar la oferta, o los cordones sanitarios continuarían manteniendo su impertérrito bloqueo.

     Y cuando Onofre se presentó a su despacho para reclamarle lo que él consideraba un brutal ataque a quemarropa, Recaredo lo atendió de pie, sin siquiera invitarlo a entrar, y sólo el tiempo necesario para expresarle sus más sentidas condolencias, ya que por orden superior el caso debía darse por terminado.

     No te queda otra salida que admitirlo y sin andar levantando polvareda, le dijo en el tono arrogante del que se sabe con el timón entre las manos. ¿No te enteraste, acaso, de que al nuevo jefe se le alergian las narices de sólo oír la palabra polvo? De manera, mi estimado, que lo más razonable será que el mismo camino que te trajo te vaya llevando de vuelta. Y ojalá no se te olvide el consejo, porque entonces tendría que volver a aconsejarte, pero ya empleando otro sistema.



***



     Trastornado por una rabia creciente, Onofre pasó el resto de la semana al borde del colapso, tratando de ahogar en alcohol las ruines palabras de Recaredo, las cuales, pese a haber alcanzado un punto de saturación etílica digna de los más consagrados beodos, prosiguieron taladrándole el cerebro con esa persecución sin respiro con que persiguen las sombras. Y si el corazón no le reventó en el pecho fue porque primero se le reventó aquella úlcera sangrante que casi lo llevó a la tumba.

     Ocurrió al promediar la tarde y mientras se hallaba en cumplimiento de la rutinaria aunque no menos tediosa disciplina de afeitarse, cuando su cara rebosando espuma fue arteramente desplazada del espejo por la imagen carcajeante de Recaredo.

     Debe ser un caso de alucinación alcohólica, trató de engañarse al principio, pero en seguida desechó tal cosa. Esta es mi oportunidad, dijo después para corregir lo antes dicho, de acabar con ese reptil inmundo, con el asqueroso gusano que una vez más volvía sin haberse ido.

     Nunca aquella garganta había estado tan cerca de su rencor, tan al filo de su navaja. Y ya estaba adelantándose para saborear mejor el tajo cuando lo percibió por primera vez. Era un dolor nítido y punzante, de tenaz acometida y, sin embargo, no sabía muy bien dónde ubicarlo puesto que se parecía a Dios: se hallaba en todas partes. Un solo Dios verdadero, memorizó a duras penas, con varias naturalezas distintas. Porque de pronto, ya no era ningún dolor sino aquella sensación quemante como de estar expulsando una hoguera.

     No sólo lo comido ayer y anteayer y hasta la famélica desnutrición que asoló su infancia iba arrojando con cada una de las puntuales arcadas, sino que al mismo tiempo sentía verificarse dentro de él una extraña transubstanciación del calor en frío. A un punto tal que la respiración, hasta hacía poco semejante al resollar de una caldera, se le helaba ahora en las narices, y aquello que se le endurecía en la piel con una constancia mortuoria era el sudor que, al ser bajado de cero, se le había vuelto escarcha.

     Mientras todo lo demás se iba como enmoheciendo, como permutándose en baldío. Incluso el rencor aquel que de tanto acumularse había adquirido la potestad de una montaña, hasta ese rencor empezó a perder soberanía y a desvanecerse sobre los residuos de sí mismo.

     Entonces, antes de que aquella especie de envoltura gris cegara la luz de su entendimiento, supo sin la menor duda que no se iría de esta vida mientras no fueran saldadas todas las cuentas pendientes.

     No sería fácil acomodar su venganza al minucioso trazado de un plan, pero ahí, sobre esa mullida somnolencia que lo iba ganando despacio, tuvo la fugaz convicción de que no habría nada imposible.

     Cuatro días con sus noches se estancaron en un solo día deformado y tenso, entre prolongadas crisis de niebla y breves contactos con una realidad extendiéndose a veces hasta los ojos policíacos de médicos y enfermeras, que lo mantenían bajo un control permanente. Y otras veces hasta una mujer que, cuando no lloraba, dejaba caer la viscosa letanía de que si sigues bebiendo de esa forma no durarás ni mes y medio.

     Era tan oficial su manera de llorar, tan traslúcida su condición de esposa dirigiendo hacia el consorte tenebrosas profecías, que hasta con luxación de memoria hubiera podido reconocer a la Sofía Bernal junto a quien, en virtud de una pública condena voluntariamente asumida al pie del altar, debía vivir engrillado por el resto de su vida.

     En cuanto a la mancha negra que se inmovilizaba a su izquierda, por el tamaño y la forma, parecía ser Lumina guardando luto cerrado. No desde luego por él, ni por su paseandera fama de mujer ligera, sino porque el balón de oxígeno le entorpecía la combinación de la única caja fuerte que había logrado sobrevivir a la masacre, ya que las otras siete habían sido saqueadas a cuatro manos por la dupla sinvergüenza de los «Santos» y las «Flores».

     Para poder acogerse a los beneficios del borrón y la cuenta nueva, debía deshacerse de ambos. Para aplacar los comentarios clínicos escurridos por debajo de la puerta de: perdió las vice-riendas del partido, perdió la mayoría de sus empresas, y dicen que está a punto de perder la vida, había que acelerar los trámites de la emboscada, discutir consigo mismo algunas fechas probables y encerrar entre corchetes el día señalado: el domingo tres de setiembre, una vez concluida la misa de once a la que acostumbraba asistir Recaredo, más por alarde social que para afirmarse en los viejos postulados de la fe católica.

     Tres de sus más calificados secuaces irrumpirían a la salida, y tras haberlo sujetado por las manos y la cintura, lo invitarían muy cordialmente a que por su bien guardara silencio y a hacer todo lo que se le ordenaba, porque aquello no era joda sino un asalto de los grandes. Mientras el cuarto hombre, apodado el Rengo, estaría a la espera de instrucciones con el motor del auto en marcha.

     Todo encajaba armoniosamente. Hasta las nubes de la hora cero, adhiriéndose al acto, permanecían fijas, sin trasponer la rectangular vigilancia de una ventana que, al abrirse, hacía entrar cataratas de aire nuevo en reemplazo del viciado, a la vez de alargar hasta su cama una doble hilera de cipreses y un menudo tajamar de cielo.

     Lo único que a Onofre se le escapó del engarce, quizá por alguna rendija que algún descuido suyo dejó sin controlar, fue que el quinto hombre, en lugar de actuar como campana, prefirió, por razones económicas, hacerlo como soplón.

     Y el propio Recaredo recibió el compungido mea culpa de todos, ya que con lujo de detalles y bajo lujosa tortura, todos confesaron que, efectivamente y a instancias del señor Quintreros, pensaban secuestrarlo, y cuando estuvieran bien lejos, de modo que la distancia adormeciera el reverbero de las balas, pensaban disparar contra él y dejarlo por allí tirado para que se lo disputaran los buitres, los cuervos y los&

     Y la frase quedó inconclusa, abruptamente quebrada por el telón que se precipitó sobre la escena, con un aletear de olores rancios y una ligera ráfaga de sueño, que de nuevo lo invitó a seguir soñando.



***



     Nada de excesos, le advirtió el doctor Paredes el día que le dio de alta, y que bien mirado tendría que haber sido de baja, a juzgar por la lista impresionante de «nadas» que por nada del mundo Onofre debía transgredir. Al menos si se recogía cada noche con la secreta aspiración de amanecer al día siguiente.

     Y, desde luego, nada de alcohol.

     ¿Eso significa absolutamente nada, doctor? ¿Ni siquiera alguna gota de vez en vez para despabilar al ser abúlico que cada cual lleva consigo?

     Ni siquiera eso, ya que un trago invita al otro y el siguiente a la botella y de ahí en más es cuando empieza a redactarse la invitación para el sepelio.

     Estoy viendo que pretendes chantajearme con el asunto del sepelio&

     Estás viendo mal y pronto verás peor. Por eso, ahora que aún sabes oírme, y aunque te parezca una lata, debes gravarte bien gravado que nunca más ni el olor del cigarrillo, las salsas o los picantes. Nada de abusar del sexo y, por sobre todo, nada de preocupaciones, porque si esta vez la muerte te pasó rozando el travesaño, quién te asegura que habrá una próxima para poder rememorar la historia. Y aunque me digas que con tanta restricción te estoy saboteando el aire y mutilando el cuerpo, esta experiencia que he reunido a lo largo de los años es la que me obliga a repetirte que cualquier mutilación es preferible a ser cadáver, ¿me entiendes? De manera que vete en paz y no te extralimites más. Que era lo mismo que echarle los Santos Óleos, junto a algo que sonaba como el formolizado lamento del clarinete final: a partir de hoy te estará vedado respirar en vivo y en directo y tendrás que conformarte con hacerlo en diferido.

     Pero él no era hombre de retirarse, en plena eclosión primaveral, a esa soledad que otoñalmente se injerta en los cuarteles de invierno. Ni había vencido a la adversidad en el Gran Combate que libró su existencia desde el vamos, para venir a amedrentarse ahora con rencillas secundarias.

     Al mal tiempo buen semblante, aconsejaba el refrán con su experiencia de siglos, y en lo que a política se refiere, fue eso precisamente lo que Onofre resolvió hacer: corregir el sentido a contrapelo en que marchaban sus pasos, adecuándolos con algunos pocos ajustes al riel mayoritario.

     Y tanta modorra trasmitía aquel untuoso deslizarse a favor de la corriente, que llegó al extremo de olvidar las sucesivas hincadas al rojo con que venía hostigándolo Flores: este es mi espacio, compañero, y como puedes comprobarlo, es un espacio pequeño donde en modo alguno caben dos. No incurras en el delito de atentar contra la propiedad privada, ni cometas la valentía de acercarte demasiado al puma, que sólo en fracción de segundos podrá diezmarte el rebaño.

     Insensible sin embargo a sus amenazas, y lo que todavía era peor: desafiándolas, Onofre seguía abriéndose camino entre toda clase de obstáculos, eludiendo por un lado las zancadillas enemigas, que eran muchas y de hechuras muy variadas, y por el otro las zancadillas partidarias, de cuyas feroces caídas podía dar testimonio una hilera infinita de hombres metidos en yesos muy blancos y negros silencios.

     Con tal prisa y tanto misterioso ajetreo estaba intentando reconstruir su paraíso perdido, que más de un avispado se atrevió a afirmar que la repentina desaparición de aquellas manchas que tan ostensiblemente revelaban su enlodamiento anterior, se debía a que las mismas sucumbieron bajo la limpieza en seco de una sigilosa tintorería.

     Y se lo volvió a ver en las audiencias, en las fiestas de tal o cual aniversario, decidido a acortar el tranco a su rehabilitación honorable. No solamente rezando en el transfigurado altar, y siéndole fiel a la interminable fila de renovados santos, sino con grandes comilonas a mandíbulas batientes, donde asistían los más conspicuos ejemplares del buen comer civil y uniformado.

     Y algo que valía más que todos los novenarios juntos: se pasaba los fines de semana practicando paddle con el Deportista Máximo. Lo que a partir del lunes amanecía funcionando con la magia de un conjuro ante el cual se doblegaban los más enhiestos espíritus y las naturalezas más bragadas.

     Hasta que un mal día, Recaredo cayó en la cuenta de que a medida que Onofre se afirmaba en la determinación de volver a ser lo que había sido, él existía cada vez menos. A medida que Onofre atraía la atención del mundo ostentando una altivez reverdecida, él se tornaba transparente; volvía a reasumir sus funciones de mediocre sin arreglo. Y ese era un precio por demás costoso que de ninguna manera estaba dispuesto a pagar.

     Al fin y al cabo, era él quien se había jugado a fondo cuando hubo que jugarse, en tanto que Onofre se mantuvo a la expectativa, atisbando primero a un lado, después al otro, y finalmente hacia cuál temperatura se curvaba el termostato, para entonces proceder en consecuencia.

     En aquella ocasión Onofre desapareció cuando tuvo que haber gritado ¡presente!, y he aquí que de pronto aparecía sólo para avivar en Recaredo esas ansias cada vez más apremiantes de hacerlo desaparecer del todo.

     Aunque lo hubiera querido no habría podido negarlo: por años había deseado la eliminación de Onofre, pero nunca con aquella efervescencia. Ponía a sus insomnios por testigos de cuánto y con cuánta intensidad la venía cultivando. Se la había prefigurado incluso, hasta en sus últimos detalles, dándole mil formas distintas, las más horribles, las más tenebrosas, que acababan siempre por ser nada frente al descomunal tamaño que había llegado a adoptar su odio.

     Infinidad de ocasos y amaneceres, multitud de hechos se habían aglutinado entre los pliegues sucesivos de aquel entonces y ahora pero, sobre todo, había acontecido Esa Muerte y seguiría aconteciendo tantas veces cuanto más rencor y más alivio y más liberación él fuera extrayendo de ella.

     Era preciso sin embargo, no perder el equilibrio en medio de aquel borrascoso mar de averiguaciones donde, con hábiles argucias, el comisario Reinaldi pretendía naufragarlo, cuidando muy bien de ocultar tras la careta indicada aquellos golpes de felicidad que le encarnaban el rostro, cada vez que le tocaba responder sobre la vida del occiso, sus preferencias, sus gustos y los posibles disgustos que hubieran podido afectarlo en un lapso retrospectivo de tres meses más o menos, porque esas benditas preguntas no hacían otra cosa que convalidar de manera irrevocable la veracidad de su muerte.

     Y a la par de recibir las respuestas, el comisario Reinaldi las sometía a un riguroso análisis, las auscultaba, las revisaba del revés y del derecho, las husmeaba en pos de alguna evidencia o de esas típicas contradicciones que terminan dándole un giro inesperado a la dirección del proceso.

     Descubrir la verdad era su meta, y la buscaba con un frenesí apenas comparable al homérico esfuerzo que estaba realizando Flores por mantenerlo bien alejado de ella.

     Por lo tanto, se lo vuelvo a repetir, señor comisario, eran marcadas las diferencias entre el finado y un servidor, lo cual no es motivo suficiente para dejarlo en ese estado lamentable. En mi modesta opinión, detrás de todo esto hay una amplia confabulación política, o tal vez algún ajuste de cuentas, considerando que su fortuna fue haciéndose a punta de negocios sucios, y una evidente complicidad con personajes tan oscuros como poderosos, de cuyos nombres lo mejor era olvidarse.

     Y aquí lo que decía sufrió un ligero desperfecto, una especie de afonía en que la voz se le fue como marchitando, como echándosele a perder garganta abajo.

     Es el asma, musitó a duras penas. Esta maldita asma que me ataca siempre en los lugares cerrados.

     Durante algunos segundos pareció vacilar ante la copita de caña que le estaba ofreciendo el comisario, como el remedio más santo, a su juicio, para destrancar todo aquello que estuviese en relación directa o con las vías respiratorias o con cualquier otra cañería.

     No gracias, iba a decirle: nunca bebo alcohol entre semana, pero la aceptó agradecido, porque acaso fuera precisamente esa la clase de ayuda que necesitaba para salirse del enredo.

     Después se levantó sin prisa, abotonándose el chaleco que siempre se soltaba para que la emancipación de sus pulmones fuera completa.

     Creo haberle proporcionado suficiente material de donde podrá sacar usted sus propias conclusiones, le fue dictando el alcohol a modo de despedida. Y ahora, si me lo permite, tengo que retirarme, pero antes ya lo sabe: para cualquier otra información me pongo a sus gratas órdenes.

     No, ningún asesino se pondría a caminar con esa placidez vacuna y así de erguido, pensó el comisario viéndolo alejarse por un pasillo que empezaba siendo de muy angostas pretensiones, e imprevistamente se ensanchaba luego.

     Pero lo que entonces no supo, ni habría de saberlo nunca es que aquel modo de andar fundamentaba su prestancia sobre un aplomo absolutamente mentido, porque la única verdad pasaba por el hecho de que Recaredo Anodino Flores sólo recuperó el aliento cuando estuvo fuera.



***



     Se armó un ligero barullo a continuación porque ahí estaba nada más y nada menos que la flamante viuda, Sofía Bernal de Quintreros, dentro de una dignidad severamente enlutada: negro el trajecito de dos piezas, negros los zapatos, negra la cartera, renegrido el peinado, y llorando a lágrima viva todas las infidelidades que le adornaban la testa, y de las que prefiero no hablar, señor comisario, al menos por el momento.

     Después, de acuerdo con la discreción que le habían inculcado desde niña, se interrumpió bruscamente, enterrando la cara entre los vapores gálicos de un menudo pañuelito, no para reanudar el llanto, como lo supusieron todos, sino para sofocar en privado su primer grito de independencia.

     Ya que entre las tantas vueltas y revueltas conyugales, había reinado de todo, salvo unión e igualdad. Y si ahora lloraba y se cubría de negro lo hacía por ella misma, por haber arruinado sus mejores años junto a un hombre que la engañó hasta muy pocas horas antes de su muerte. Como la había engañado a todo lo ancho de aquel siniestro paredón contra el cual ella vio morir desangrados, uno a uno, los instantes de aquellos dieciocho años largos que duró su matrimonio.

     Un hombre que apareció en escena cuando a Sofía se le había agotado el cupo de pretendientes, y todo hacía pensar que sólo algún milagro podría salvarla del resbalón cada vez más presuroso hacia una ineluctable soltería.

     De modo que el amor fue para ella una conmoción instantánea, un flechazo a primera vista, no previsto sin embargo en el programa. Y desde aquel día en que él se presentó con una ampulosa reverencia y aquella voz pegadiza diciendo algo que, tal vez por ser tan tonto, ella hubiera querido alargar indefinidamente:

     Soy apenas un esclavo cuyo único deseo es postrarse a los pies de vuestra señoría.

     Desde entonces ella se convirtió en su acompañante incondicional, sin importarle los comentarios adversos que corrían sobre su persona, ni preguntarse por qué en lo tocante al ayer y a otros temas vecinos, él parecía estar como a la defensiva, como no dejando ni el menor resquicio para que nadie intentara al respecto ninguna aproximación.

     Mi pasado no va más allá de donde va mi nombre, repetía constantemente, ni de la circunstancia de ser uno más de los tantos Huerfanitos que habitan el universo.

     Pero si era en realidad lo que decía, debía serlo de una orfandad absoluta, puesto que nunca se le conoció pariente alguno, ni se supo de nadie que pudiera dar sobre su origen una noticia cierta. Y esto se transformó con el tiempo en casi un dogma de fe, en el que había de creerse sin escarbar demasiado.

     No te das cuenta de que su interés no apunta hacia tu persona sino hacia tu dinero y el lugar privilegiado que ocupas en la sociedad, le advertía en vano su familia, cada uno de cuyos rancios exponentes se había pasado la vida proclamando el orgullo de su estirpe, y no iban a permitir, desde luego, que un Juan de los Palotes sin filiación conocida se presentara con el supino atrevimiento de quererles aguachar la crema. Y como era de esperarse, recorrieron cuanto argumento hallaron a mano para convencerla: que ese nombre tan agreste no llegaba sino a provocar la risa generalizada, que no tenía pedigree y jamás lograría tenerlo, porque todo en él era falso, todo sonaba a postizo, y un monumento a la ordinariez resultaba esa manera suya de comer izando el dedo meñique; que no tenía roce ni finezas y ninguna posibilidad de adquirirlos en ofertas ni remates, porque ciertas cosas, o ya se vienen mamadas o lo mejor es que no vengan; y hasta en el lenguaje que usaba se podía constatar aquel barro de segunda con que le habían dado molde. Y si al final su espíritu no era el de un pobre vergonzante, poco le estaría faltando.

     Sin embargo, y contraviniendo toda lógica, al sumarse aquel tendal de imperfecciones sucedía que la carencia final era también afortunada. Y por más méritos que le restaran, y más defectos que le añadieran, algo de él había llegado sin lugar a dudas a donde debía, porque desde las mujeres más ilustres (que por lo general se cotizaban en relación inversa a la polarización del día), hasta las venidas a menos, se disputaban la gloria de estrenar algún pecado con él.

     Aunque por el momento, exclamaba con esa ironía tan suya que parecía tener pegada a la lengua, me encuentro en exclusividad reservado para lo que mande su señoría Bernal, a quien, atendiendo a la media semana que tenemos de conocernos, le concedo una semana completa con todos los minutos y segundos que en su interior tengan cabida, como plazo no prorrogable para pensar en mi propuesta formal de un matrimonio monógamo, que sólo habrá de extenderse hasta que el aburrimiento lo disuelva.

     ¡Por favor, no bromees!, le rogó entonces ella, deseando con todo el virginal empuje de sus níveos veintinueve años que no fuera una broma, que por Dios no lo fuera. Y él le devolvió el aliento al decirle que nunca en su vida había hablado más seriamente, y que en lugar de tanta lata se pusiera de una vez a cursar el petitorio, porque el plazo ya corría y con el plazo iba corriendo la semana.

     Todo anduvo sin tropiezos durante los dos meses que duró el viaje de bodas, al cabo de los cuales, aquel cielo al parecer tan diáfano empezó a mostrar los primeros signos de turbulencia. Pequeños nubarrones aislados, los retorcimientos rojizos de alguno que otro relámpago, que no dejaban entrever todavía lo que más adelante iba a ser el verdadero mal tiempo.

     Entonces, con la secreta esperanza de que las cosas volvieran a su primera armonía, ella trató de refinarlo, de limar sus asperezas. Quiso despistar a la realidad idealizándolo, atribuyéndole valores que sólo respiraban por el pulmotor de sus mentiras. Luchó, en una palabra, por elevarlo a su nivel, pero muy pronto se dio cuenta de que sus propósitos eran tan inútiles como cándidos por una simple razón, que había sido también la divisa familiar por excelencia: el que nace bastardo, muere expulsando el alma como cualquier otro cristiano, pero nunca la abyección de haber sido un bastardo.

     Nadie se imaginaría cuánto le hubiera gustado que, en lugar de responder a este aluvión de preguntas con las cuales, en opinión del comisario, quedarían definitivamente alumbradas las muchas oscuridades cernidas en torno del Onofre muerto, alguien, alguno, acaso el mismísimo Reinaldi, le dijera al mirar retrospectivamente, dónde estaban las tantas y tan conversadas exclusividades del Onofre vivo. Dónde sus célebres artificios en virtud de cuya magia las mujeres se sentían transportadas hasta la otra orilla del éxtasis. Dónde sus filtros de amor haciendo que una noche abarcara muchas noches. Dónde esas manos especialmente diseñadas para prodigar caricias, cuando ante ella se mostraba como alguien inseguro, adoptando para todo una posición intermedia de bandera a media asta, y tan hondamente marcado por aquel terror a la oscuridad y a cuanto se relacionara con ella, que incluso para esos menesteres que por su misma intimidad requieren un silencio y una concentración especiales, él ordenaba que estuvieran todas, pero absolutamente todas las luces encendidas.

     Un hombre, en resumidas cuentas, cuya única actividad consistía en andar corriendo tras el dinero fácil y el placer barato y, por consiguiente, nunca había hecho nada que mereciera destacarse, ni siquiera un hijo.

     Y así como antes ella había burlado la vigilancia familiar reuniéndose con él a escondidas, ahora se sumergió de lleno en cuanta obra de beneficencia encontró a su paso, ejecutando esa tarea con una dedicación casi demente, para que ningún espejo fuera a copiarla como lo que había llegado a ser en realidad: el ornamento social de un hombre que sólo aparecía en la casa para mudarse de ropa.

     Organizaba fiestas, tómbolas, kermeses. Hacía y deshacía comisiones. Robaba horas a las horas, al sueño, a las comidas, para no enfrentarse a la magnitud de su propio engaño, ese que con infinitos riegos y con mimos y fertilizantes, ella misma había ayudado a criar.



***



     Era increíble, pero otra vez, al cabo de tanto vivir con mordaza, de tanta ilusión fallida, la asaltaban unas ganas irreprimibles de cantar, y lo hubiera hecho sin dudas, de no haber sido porque el comisario Reinaldi le estaba pidiendo el favor de serenarse, señora, comprendo que su desgracia ha sido horrible, pero como le vengo diciendo desde que comenzó la audiencia, sólo si deja de llorar y de reír al mismo tiempo, y me concede un poco de su atención, podré dar inicio al interrogatorio, que dicho sea de paso, ya lleva una interrupción de por lo menos dos horas&

     Estoy lista, le replicó ella, y volvió a cantar en secreto ante la pregunta que acababa de formularle el comisario, a propósito de si ella le conocía enemigos a su difunto esposo, que Jehová lo amarre a su santa gloria. Y mientras su cabeza se movía negativamente, su pensamiento lo hizo de norte a sur: no le quepa a usted ni la menor duda. Todos los hombres eran sus enemigos y todas las mujeres sus queridas.

     Así fue siempre y lo hubiera seguido siendo de no haber pasado lo que a Dios gracias finalmente pasó. Ya que desde que Sofía tenía memoria Onofre había militado en filas de la superstición machista, la cual sintetiza su doctrina en que el varón mejor dotado y con más rating de cama es fundamentalmente reconocido por el número de sus amantes, desmintiendo de esa forma la patraña feminista según la cual la mantenida regula la cantidad y calidad de sus caricias en relación directa al poder adquisitivo del mortal que la mantiene, y no con el poder de su libido, como al pobre credulario se lo daban a tragar.

     Sea como fuere, lo cierto es que hasta un no vidente hubiera podido advertir que Onofre andaba en asuntos extramatrimoniales, los cuales fueron subiendo de tono, y con Lumina Santos no sólo superaron sus propias obscenidades, sino que llegaron a alcanzar su punto más esplendente.

     Esa perdida estaba en el sudor de su ropa, en su respiración anhelante, en aquellos hiatos mentales que lo dejaban largo rato como en trance de Mongolia. Sin hablar de las múltiples contradicciones confirmando otras tantas evidencias que últimamente él ni siquiera se preocupaba en borrar.

     Pese a todo, Sofía continuó haciéndose la desentendida, sabiendo por un lado que debía esperar, aunque por el otro no tuviera ni la menor idea de lo que en realidad estaba esperando. Alguna ocasión propicia, tal vez.

     Entonces, como llovida del cielo, ocurrió, cuando buscaba en la guía telefónica algún insecticida que salvara a sus helechos de morir aniquilados por un hongo asesino, y así, de pura casualidad, sus ojos tropezaron con un aviso que pedía a gritos ser leído:

     ¡Interesante para quien precise un detective!

     Y luego:

     Si desea una investigación prolija, rápida y discreta, recurra a los servicios de Wenceslao Mendieta.

     Su impulso inmediato fue acudir prestamente a la dirección indicada, quizá por aquella especie de connubio celestial que ella creyó percibir entre su actual desdicha y aquel anuncio que, justamente por ser tan fortuito, no podía provenir de nadie que no hubiera sido agraciado con el soplo vivificante del fluido pentecostal.

     Sin embargo, tres días con sus noches permaneció indecisa, oscilando entre la creciente ansiedad que la incitaba a ir y la decreciente dignidad que le aconsejaba no ir. Hasta que al final, luego de haber arrojado la dignidad para donde le estorbara menos, pudo acceder a una verdad sin pinturitas ni ninguna parralera en hojas, gracias al relato pormenorizado del detective Mendieta, quien logró el prodigio de calzar en el reducido estante de apenas tres entrevistas, todos los entremeses de un adulterio que llevaba casi un año de goce ininterrumpido.

     De un solo disparo que la mató dos veces, Sofía supo de la compra del departamento. Supo que el desvelado vecindario se vio urgido a elevar ante las autoridades comunales una formal protesta, redactada por el representante barrial más ilustrado, cuya encendida pasión por la política y las enrevesadas maneras de cometer poesía era conocida de todos, denunciando muy enérgica y textualmente aquellos alaridos in fraganti que provenían de sus aquelarres amorosos y prohijaban ecos por bandadas y por los rincones encariñándose de tal suerte que de infantes consumían las etapas y a volverse alaridos nuevamente picoteando los oídos trasnochados con rechifla mundial de gol en contra.

     Esto lo escuchó Sofía sin haber entendido ni papa. Aunque tal vez fuera mejor así. Al fin y al cabo, lo que hubo de saber bien sabido que lo supo y, sobre todo, permitió que el detective supiera que ella no podría aguardar por más tiempo, y por razones de edad lógicamente, que la justicia divina acelerara la burocracia pertinente y de una vez intercediera en favor de su desdicha. Motivo por el cual estaba pensando procurarse una solución más acorde con la justicia ordinaria, cuyo atortugamiento sería siempre más rápido que someterse sin condiciones a lo que Dios quisiera, agradeciéndole de paso y desde el fondo de sus tinieblas, cualquier orientación al respecto.

     Para el sagaz Mendieta, cazar la metáfora e interpretarla al vuelo, fue todo uno, manifestándole en contrapartida, que con un trabajo breve y pulcro y el pago por adelantado de una suma que jamás excedería la suma de sus quebrantos, la causa de estos últimos sería borrada no sólo de su existencia, sino de la tozudez de aquellos recuerdos que se empeñaran en recordarla.

     Es lo menos que se merece una mujer consagrada en cuerpo y alma al servicio de los oprimidos, le expresó con voz palpitante, asegurándole, además, que la operación sería muy simple: todo consistía en apostarse frente al edificio gris de departamentos, dejando que los hechos se cumplieran al compás del tereré, la radio portátil, los cigarrillos, y cuantas cosas de comer él juzgase necesarias para resistir con decoro el suplicio fascinante de los malos pensamientos, a propósito de las más exóticas posiciones adoptadas en tal o cual momento por los laboriosos amantes, quienes a escasísimos cien metros se estarían divirtiendo de lo lindo. En cambio él, sin poder asumir otra posición que no fuera la de acatar estrictamente el cronograma, de modo que la nave consiguiera sortear sin mayores contratiempos las distintas obstrucciones tan frecuentes en periplos de esa índole.

     Por un mismo precio le estaba ofreciendo dos cosas a la angelical señora: un remedio para su desventura y la oportunidad de exterminar esa maraña impenetrable que le negaba a su destino la esperanza del más mínimo horizonte.

     Fue entonces cuando a Sofía le empezaron aquellas ganas homicidas de gritar una y mil y un millón de veces que sí, detective Mendieta, que acabara de una vez por todas con la raíz de sus quebrantos, que se la extirpara sin anestesia y la arrojara bien lejos, para cualquier lejanía. Pero no se atrevió a admitirlo por fuera. Por fuera dijo simplemente que lo pensaría, que nada definitivo podía responderle ahora, por hallarse aún muy confundida, aún bajo los efectos del shock.

     Y se despidió alargándole una mano cuyo temblor fue retenido entre las manos del detective Mendieta todo el despacioso rato que a éste le hizo falta para susurrar: desde ahora estaré aguardando su respuesta.

     Pero apenas traspuso la oficina, Sofía tomó dos decisiones que debían ejecutarse de manera simultánea: dejar al detective Mendieta la entera responsabilidad de restañar sus heridas, y nunca, jamás volver a manchar su apellido con la despreciable cercanía del agregado: «de Quintreros».



***



     Por eso, cuando se escuchó llamar de ese modo, tuvo que recurrir a todo aquel magnífico desdén con que su familia desdeñaba al mundo, para esconder allí su repentina turbación. No sería justo que las cosas se echaran a perder cuando estaban a punto de&

     Relájate. Respira a fondo. Tranquila. Ya nadie podrá lastimarte ahora, Sofía, y por fortuna, al insistente Reinaldi parecen habérsele agotado no sólo las preguntas, sino el tiempo que lo apremia desde el rectangular encierro de su reloj a cuarzo. Porque se está levantando ahora, y a medida que lo hace, recupera cuanto es suyo esa cara que por un lapso incalculable no fue sino una masa etérea donde tú, ex señora de Quintreros, dejaste puestos los ojos, pero sin ver nada como ven los ciegos. Mientras con esos ojos que posee el pensamiento detrás de los que tú dejaste puestos, huiste para razonar más allá de este ahora, de esta oficina policial ahogada en humo, de este techo vigilando a su eterno contrincante que es el piso, de estas cuatro paredes que se dieron a la fuga llevándose consigo sus tonalidades chillonas, sus retratos oficiales, sus tenaces rajaduras, que a lento paso de insecto se esfumaron por el amplio ventanal blandamente recostado contra un atardecer color sepia.

     ¿Cuánto duró aquella huida? Todos los recuerdos que tardó el tiempo del uniforme caqui en retornar al dueño, y las palabras en recuperar su sentido, y en llamarse otra vez Reinaldi este humilde servidor de la justicia, que a pesar de estar tan cerca, sintoniza su decir allá a lo lejos: volviendo al malestar que la aquejó hace un rato, mi distinguida señora, casi podría afirmar que el mismo fue debido a lo que en medicina se nombra como hipoglucemia emotiva. Yo conozco algo de eso y le aseguro que todo se soluciona tomando un vaso de agua con tres cucharadas de azúcar. En cuanto a lo otro, no se preocupe, que aunque de momento me vea obligado a operar en el vacío, tarde o temprano prenderemos al culpable, así se esconda en el fin del mundo, ya que en los años que llevo de vestir este uniforme, nunca la verdad ha dejado de imponerse.

     ¿A cuál verdad se estaría refiriendo el comisario?, dado que entre la verdad militar y la civil parece haber la misma enemistad de las imágenes proyectadas por antagónicos espejos. Por no rebajarlas hasta don perro y don gato con diferentes sistemas de atacar el mismo hueso.

     En cualquiera de los casos, siempre será un detalle nimio que en nada alteraría la situación, ni afectaría tus previsiones, pues la única verdad que se te impone ahora es que tú te has salvado, mientras que Onofre está muerto. Aunque parcialmente salvada. Cuando el comisario te acompañe hasta la puerta y la traspongas para aspirar a todo pulmón la plenitud del cielo, sólo entonces entenderás que superaste otra barrera. Apenas te faltan dos metros de disimulo. Sólo tu más compungida ficción de viuda reciente para volverle a dar las gracias, comisario, cuando él por cuarta o quinta vez te reitere su pesar por algo que para ti hace un siglo ha dejado de tener peso. O mejor: por algo que te ha sacado un enorme peso de encima, obrando el milagro de hacerte sentir suelta, trashumante, migratoria, con unas ganas locamente irreprimibles de asirte a lo primero azul que encontrases vivo. Que se iría haciendo más vivo y más azul a medida que el azul de Onofre se fuera como ennegreciendo, hasta el extremo de dejarlo aún más acabado que aquella vez en la morgue cuando tuviste que reconocerlo y decir por triplicado que era él ese rostro sin facciones, esos ojos en menguante, esas dos cuevas nasales. Que al pie de tanto naufragio, era él la desesperación de aquel anillo tratando de encontrar alguna piel sobreviviente con la cual poder salvarse. Que seguía siendo él aquel horrible bostezo de aquella boca perpleja, tan de par en par asombrada que a través de aquel asombro parecía estar contando uno a uno los visajes de su múltiple agonía. Boca, ojos, manos, brazos, todo tan distintamente abierto al cariñoso horizonte que a ti se te irá abriendo despacio, para darte en un racimo sus rosados y celestes y la violácea intromisión de una pizca de amarillo morosamente extinguido entre sus ensangrentados verdes.

     Y retornando al comisario, hazle pasar gato por liebre, háblale de bueyes perdidos, escúrrete por la tangente. Que sólo vea espejismos. Que no se entere todavía que sus sinceras condolencias no se avienen para nada a la granizada de luz que te encandila por dentro. Disimula aunque ya no seas capaz de contenerla. Finge ese raudal de libertad que te acomete porque ese como gatear que escuchas es tu respiración iniciándose otra vez en sus primeros pasos. Tú empiezas a exhalar de nuevo, y él no tiene otro futuro que ser los despojos de un ayer golosamente ocupado por sus congéneres sin tierra.

     Devuélvele el saludo a este humilde servidor de la justicia que se despide con un aplauso de talones y entrechocándose las venias. Dile adiós al comisario, a cuya mente ni siquiera se le cruza lo que para ti está tan claro como lo están aquellos fotógrafos navegando su impaciencia en torno a un convulso maremágnum de colillas. En espera de esa foto que quizá los haga célebres, donde tú dejarás que la posteridad te vea como corresponde verse a una viuda tipo: deshecha en los amargos crespones de un llanto que aplazará un instante más el agasajo que te estás debiendo. Para el cual escogerás tus manteles más bordados, tu más heredada vajilla, y con todas las copas de tu recuperación en alto, y desde mareadas burbujas que cosquillosamente irán dulcificándote la herida, brindarás y seguirás brindando porque Onofre Quintreros logró ubicarse por fin donde siempre debió estar: otra vez en la llanura, pero ahora cultivado entre silencios, dos cipreses y una solitaria corona que a pesar de haber ajado ya sus flores, sigue intacto el rencor de sus palabras. Y, según puede apreciarse, tampoco se han secado sus mentiras. Continúan siendo cuatro, y de un modo bien legible: CON AMOR TU ESPOSA.



***



     Era tan poco lo que la investigación había avanzado al cabo de tres semanas, que solamente algún testigo podría haber dado la clave que sin duda andaba faltando para resolver el enigma. Pero los testigos, desde luego, estaban espectacularmente ausentes, y una vez prestadas las declaraciones por parte de Lumina Santos, Recaredo Flores y la hiperbólica viuda, lo único que logró sacarse en claro fue superponer nuevas oscuridades a las muchas anteriores.

     Mediante dos o tres esbozos de una rápida tangente, cada quien se aseguró una veloz escapatoria, y de los otros preguntados, ni uno solo consintió en arriesgar una respuesta, amedrentados quizá, por los mismos miedos a los temores de siempre.

     Lo cierto es que no hubo quien abriese la boca sino para responder bagatelas. Con abrumadora unanimidad nadie sabía nada de nada, en una ciudad donde todo estaba en boca de todos, desde las conversaciones más íntimas, telefónicamente hablando, hasta los arrullos de alcoba, y donde las cosas no sabidas eran inventadas por adelantado para que circularan como primicias de sí mismas.

     Una ciudad con tal receptividad, tal acústica, y tal equipo amplificador de sonidos, que bastaba con que una noticia ganara la calle para que de inmediato pasara a vestir el tricolor ropaje de Chimento Nacional. Y donde a falta de entretenimientos al alcance de sus desmembrados bolsillos, la gente se entretenía hablando, los unos de los otros y de lo que se hallaba a la orden del día: esos afiebrados romances de señores otoñales, reciclando su potencial amatorio con muchachas de mucho menos edad que la de sus hijas mayores. Sin olvidar, por supuesto, a sus correspondientes esposas que, para no quedar rezagadas o ejercitando su derecho a la réplica, se complacían en embadurnarse la honra nada más y nada menos que, ¿con quién ustedes se creen?: con los compañeros de estudios de sus hijos primogénitos. Todos ellos pertenecientes a las familias más conspicuas y más caudalosas del reino.

     O se daban a quemar sus calorías existenciales comentando sobre las célebres auditorías practicadas en esas empresas homéricas, en donde hasta el sacrificado sereno, de cuyo sacrificio nada sabía la noche ni tampoco el día, cumplía con especial dedicación su labor de planillero.

     O sobre algo especialmente divertido, a saber: hágase billonario contestando la pregunta del trillón, ¿sabe usted señorita, señora, señor, cuántas mostacillas, lentejuelas, canutillos, perlas de cristal de roca, lágrimas de ajo invertidas, chispitas de palaciego diamante, y cuanto estuviese dotado de brillo propio o ajeno, daba igual, contenían los atuendos femeninos de las tres últimas recepciones?

     Con todo, ninguno de aquellos inconvenientes consiguió menguar el entusiasmo del comisario Reinaldi, que a ratos creía estar en la pista y a ratos se despistaba de nuevo en un berenjenal de ambigüedades, cerebralmente empeñado como estaba en un método rastrillo de su exclusiva invención, consistente en extraer de la lista sospechosa uno por uno los nombres allí consignados, adicionando a la natural suspicacia que cada cual trasmitía, la inducida calificación de: ¡asesino!, para ver qué tal sonaba.

     Y les sonaba tan bien a tantos, que el comisario resolvió darle al asunto un corte definitivo. En parte porque al no encontrar razón alguna para hacer una excepción consigo mismo y en consecuencia ordenar su no inclusión en la tal lista, corría el serio peligro de salpicarse él también con la culpa de los otros.

     Y en parte porque había llegado a la caleidoscópica conclusión de que no parecía haber uno solo, sino seis y hasta dieciséis responsables directos de la misma fechoría.

     Una vez decantada la polvareda y partiendo del supuesto de que el público es mentalmente minusválido, y hay que entretenerlo con menudencias, falsificados oasis o lo que fuese, con tal de que el apetito colectivo no entreviera la verdad de la milanesa, el comisario Reinaldi desarrolló ante cámaras la telenovela de que el occiso en cuestión se había autoeliminado, a causa de una crisis progresiva de saturación amorosa.

     La cual no podría ser debidamente entendida, explicó con su habitual parsimonia, si antes no se ilustraba a la teleaudiencia con una recapitulación pormenorizada de las aventuras sexuales del señor Quintreros. Asimismo conocido bajo los seudónimos de Barba Azul y Chapulín Colorado, por su vocación perniciosa, obviamente, ya que no había mujer soltera o casada, veterana o quinceañera, viuda o por enviudar, que esa fogata arrasadora no se hubiera llevado por delante.

     Así fue como, buscando algún antídoto que paliara aquel incendio femenino que él mismo había ayudado a extender, se encontró con que quizá una paz negociada con la muerte a cambio de la ansiada paz eterna, fuese la solución más elegante a sus múltiples enredos.

     También su sicólogo fue terminante. Más que advertirlo lo exhortó a no seguir en aquella carrera alucinada hacia lo que tarde o temprano culminaría en su propia aniquilación.

     Las mujeres son como las drogas, le decía sin saber ya qué decirle ni cómo encarar el asunto, tomándolas en dosis restringidas te transportan a la sede del delirio, pero una sola sobredosis es capaz de liquidarte la existencia en poco más de media hora.

     Todo fue sin embargo inútil. Luego de haberlas complacido con tanto fervor y tan honda y meticulosamente, prefería dar su cuerpo a la rapiña antes que consentir el delito inconcebible de negarse a las mujeres. Sería como negar su condición de macho, o contradecir su destino irrevocable de seductor empedernido.

     Y entre tantas renuncias en carpeta, empezó por renunciar a la ilusión estéril que, como última tabla ofrecida a un ahogado, le propuso el buen sicólogo, a propósito de suplantar su concupiscente vicio por la no menos viciosa voluptuosidad del poker.

     Pero una vez más sus intentos fueron nulos, y resignado Quintreros volvió a pensar entonces que el único puerto de consolación al que podía ya acogerse en esa hora de naufragio y pesadumbre, era con seguridad, la muerte.

     De manera, señoras y señores, que un buen día el atormentado hombre gritó ¡basta!, tal como lo demostraba el siguiente esquema elaborado por Reinaldi, sólo en base a conjeturas, es cierto, pero que luego, con la eficaz intervención del instinto premonitorio de que siempre hizo gala, esas suposiciones se fueron ordenando, hasta lograr una tan verídica reconstrucción del hecho que nadie hubiera podido decir con certeza cuál era el real y cuál el que mentía.

     Sea como fuere, mediante indagaciones emprendidas por acá e informaciones recogidas por allá, pudo arribar a la conclusión de que los distintos pasajes del drama no pudieron haber discurrido sino de la manera que estuviese más acorde con lo que a él le convenía:

     El pasado nueve de enero, el occiso se hallaba en su domicilio legal, para ser más precisos, en aquel dormitorio donde no había llegado a dormir ni la mitad de las noches de los casi dieciocho años que llevaba de casado.

     Sin embargo, estaba allí, en entera posesión de su realidad, tal vez mirando sin ver la intrusión en jirones de aquel sol que, no por ser estival era menos mañanero, atascado el pensamiento en la insalubre y nunca superada desgracia de haber nacido hijo de puta y de tener que morir siendo lo mismo.

     Inmóvil, con los músculos como doblegados por el peso excesivo de la fatal autodeterminación, sin más compañía que el tic tac de aquel cucú cancerbero que, acompasadamente, con morbosa exactitud, lo iba acercando a las 10 horas a.m., punto a partir del cual el tiempo empezaría a caminar en reversa, a fluir reculando, a transcurrir para atrás, pasando del diez al nueve, al ocho, al siete, hasta llegar, por eliminación, a esa cifra tan contaminada de nulidad, como sin duda lo es el cero. La que marcaría el último renglón de su último capítulo, la que acabaría de redondear el plan laboriosamente hilvanado por la multitudinaria desesperanza de un solo hombre.

     Honda repercusión debieron tener en el occiso los últimos instantes que precedieron a su muerte. Una y otra vez habrá creído escuchar aquellos terribles gorjeos picoteándolo, trabajándolo de esa manera progresiva y lenta en que suelen operar las pesadillas. No desistas, tal vez le habrían dicho: es menos duro apresurar un desenlace que postergarlo indefinidamente.

     Y tal vez en aquel instante de locura en que su pasado y presente se unieron, fue cuando el cucú puntualizó su sentencia. Diez sentencias arrojadas una tras otra, tremendas, espasmódicas, instándolo por diez veces consecutivas a rehusar la salvación y a cumplir con una cita que se había vuelto ineludible.

     Entonces, con lo que aún le quedaba de fuerzas, caminó los tres pasos cansados que lo separaban de la cómoda en cuyo cajón su revólver reposaba casi tanto o más difunto de lo que pronto estaría él mismo. Aspiró largamente, los últimos sorbos de vida, y luego de centrar su imagen en la luna del ropero, que remedó horrorizada sus macabras intenciones, se encañonó primero la sien derecha, pero era tanta la vacilación acusada por el pulso, que la bala, desviándose algunos grados a estribor del blanco enrojecido en redondel desde la noche antes, y describiendo una elipse algo achatada en los polos, terminó por incrustarse unos centímetros debajo de la desprevenida oscuridad velluda en que por la izquierda se va encuevando la axila.

     ¡Qué mediocre! ¡Qué chambón! ¡Qué mil veces hijo de puta! No podía no matarse después de tantos preparativos, debió reprocharse entonces, y con tal vehemencia al parecer, que el tiro de gracia destinado al corazón, tras un brusco viraje al sesgo, fue finalmente a parar donde la rodilla derecha cambia de articulación y también de nomenclatura.

     Se calcula que fue entonces cuando su boca dejó escapar aquel tropel de palabras tan pero tan tenues, que ni siquiera al cristal le alcanzó lo que dijo. E inmediatamente después de haber visto a su reflejo moribundo manar abundante sangre, e irse apagando despacio a medida que despaciosamente caía, un profundo vacío abatió al espejo, impidiéndole ver más nada en absoluto, como si todas sus antiguas impresiones hubieran sido tragadas por la hambruna incontenible de un monumental silencio.

     En cuanto a lo de morir en una zanja rodeada de carroña y no en la cama rodeada por el cálculo aproximado de lo que le tocaría a cada uno de los herederos que cariñosamente se turnaban en montarle guardia, es sólo una cuestión de preferencia, señoras y señores, y de las garantías ofrecidas por la democracia del actual gobierno, en virtud de cuyos dones y de cuya benevolencia, cada cual es muy dueño de pernoctar por última vez donde le plazca, y de establecer su postrer morada en la zanja que mejor se avenga a su carácter, su tamaño, su status, sus condiciones físicas y climatológicas, etc., etc., etc.

     Algo pareció cambiar entonces, no sólo en su actitud sino en su tono de voz, porque al cabo de la tremenda burla diaria del brevísimo corte comercial y después volvemos, el comisario se dirigió a la teleaudiencia con la altivez de alguien a quien acaban de otorgarle el ascenso a Mariscal.

     Si la patria le impusiere otro destino, exclamaba con un sonsonete algo ronco y algo impostado, les prometía que sabría merecerlo, y si alguno de ellos preguntara sobre las virtudes cardinales por las que se le reconoce la calidad a un comisario, ni un instante vacilaría en responderle que la primera virtud y también la última era saber que la verdad es como un cielo al cual sólo se accede mediante el uso compulsivo del olfato.

     Y seguidamente inició un presuroso y pendular descenso hacia ese otro cielo terrenal que es el pasado, cuyos pletóricos anales no registraban la existencia de ninguna intriga ni complot que Reinaldi no hubiera husmeado de antemano, gracias a la brújula infalible del olfato. Ni había subversión, según su versión oficial del caso, que él, guiado por su prodigioso don de discernimiento olfativo, no hubiera conjurado en menos de lo que tarda un coito, a condición de que el mismo fuera oficiado por oficiantes legales, desde luego, porque tratándose de los otros, la cosa habría tenido vaya a saberse para cuánto.

     Lo cierto es que esa insondable capacidad de ver con las narices lo llevaba a detectar hasta cinco conspiraciones simultáneas, sin perderle el hilo a ninguna, ni hacer una ensalada con todas. Siempre y cuando estuviesen comprendidas en un radio no mayor de seis kilómetros y medio, y tras haber ubicado su inspiración en los historiados pasillos del Cuartel Central de Policía.

     Y no desaliñadamente, como tantos hubieran querido, sino tomándose la molestia de agruparlas sin otra prioridad que la que le fuera imponiendo el calendario, y sin más orden que el que le fuera dictando el alfabeto. Sacrosanto orden que por nada de mundo debía alterarse y que invariablemente estaba dado por la primera vocal o consonante con que el apellido conspirador ya empezaba a fraguar su delincuencia. Alvarenga Manuel, encabezaba el padrón de sus hazañas, el cual, de haber seguido, podría no tener fin y por lo mismo ser tildado de soberbio y petulante.

     Cabía, sin embargo, aprovechar la ocasión que tan gentilmente le brindaban por igual los dos canales, para acercar nuevamente a la memoria de aquellos desmemoriados que se pasaban la vida pastoreando olvidos, los indiscutibles éxitos que él se había apuntado en muchas y relevantes cuestiones en que había intervenido el olfato. Esta era la primera vez que había dejado de consultar ese sentido.

     Aunque tampoco hacía falta, distinguida teleaudiencia, en parte porque Onofre Quintreros ya estaba muerto y enterrado políticamente, de modo que en cierto sentido resultaría melodramático decir que alguien lo mató, o que incluso existe el delito.

     Ningún delito, señoras y señores, ninguna víctima ni victimario, ni autopsia post mortem, ni exhumación del cadáver, ni discursos elegíacos que no son sino manifestaciones levantiscas amparadas por el luto, ni cajón de primera con incrustaciones de peltre, ni niño envuelto de soja: esa engañifa telúrica de la vaca inabordable, ni darle a este asunto excesiva trascendencia, ni que se vuelvan a escuchar esos lloriqueos inútiles por alguien que sí o sí tenía que irse en interés de la armonía.

     Y en parte (si es que la primera parte aún no se les había perdido); en parte, insisto, porque esa fórmula harto conocida de manejar el percance, con la repetición monocorde de los mismos artilugios, los mismos sofismas, los mismos trucos verbales de tiempos que creímos idos, presuponía otros treinta años de paz y ningún problema de extremismo en casa.

     De manera que todos a callarse, ¿me entienden?, que lo mejor es que esta historia sea olvidada cuanto antes. Por aquello de que las reverberaciones políticas empañarían la manoseada y menoscabada transición hacia la democracia, y los bla bla bla subsiguientes que durante largo rato continuaron quebrándole todo lo quebradizo que le faltaba aún por quebrar a la distinguida teleaudiencia.



***



     Lentamente se fue eclipsando la voz del comisario cuando la mano de alguien, cuyo nombre ignoro, apagó el televisor. Entonces yo, que atravieso como adormilada los días, sin poder establecer quién soy de entre todas estas presencias errabundas, y menos aún quién voy a ser dentro de un rato; yo, con mediana convicción supe que no habría autoridad capaz de rastrear mis huellas, ni descubrir el sitio en que había venido a esconderme.

     Un lugar de contornos tan inciertos, que a ratos se me figuraba estar recluida en el mismo campo de concentración donde se inició el extravío de mi abuelo, un centímetro cúbico del cual pasó sin mayores contratiempos a extraviar la intachable cordura de mi padre y, al parecer, la mía propia a través del cordón hereditario.

     Y a ratos retornaba al encierro de una sala cuyo aspecto, elegante y sobrio, se hallaba en total correspondencia con la ilustre condición de los internos: gente distinguida por su genio artístico, o por haber contraído el «mal de la azotea» estando en misión diplomática, o al ritmo del electrizante merecumbé político. Y aunque estuviese cercada por la respiración de muchos, y ululantes sirenas se afanaran en mi búsqueda, estos y cualquier otro peligro acabarían siendo anulados por una superficie lisa y sin término más allá de la cual toda persecución era imposible.

     He de moverme con gran cautela, sin embargo, para no rebasar los límites de la realidad y caer de nuevo en esa incoherencia donde todo es desorbitado y denso. Todo es este vertiginoso paredón embotándome el cerebro y proyectando figuras etéreas en actitudes de danza, que a veces enrojecen y se agitan como soles hipertensos, y otras parecen haber quedado suspendidas sobre una partida inconclusa, en cuyas implicancias inesperadamente me encuentro.

     Un juego, que si bien me ofrecía la posibilidad de ser alguien distinto cada día y de albergar cuerpos y personalidades ajenas, me iba desvinculando a tal punto de mi propia identidad, que llegaba un momento en que dejaba de ser yo misma y no sabía quién era.

     Por eso detesto los espejos que se empañan y no quieren revelarme mi rostro verdadero. Eres apenas el eco distorsionado de un espectro, me decían, y los elementos que te constituyen nunca serán más sólidos ni más reales que los componentes de una sombra.

     Hay demasiadas falsificaciones dentro de ti, demasiados encapuchados interceptándote el reflejo, para que podamos definirte como ésta o como aquélla, cuando lo más apropiado sería conjeturar que acaso seas las dos, o acaso nadie.

     Por eso acabé refugiándome en los sueños, porque ellos eran el hilo tenue pero indestructible que cosía mis fragmentos, hasta hacerlos coincidir con la imagen de mi vida tal como yo hubiera querido que fuese, a la par de devolverme a un espacio que demasiado conocía por haberlo transitado diariamente. Y una vez despejada la niebla, podía retroceder paso a paso en el camino del recuerdo, hasta que de pronto, en una de sus tantas vueltas y revueltas y cuando más lo presentía, me encontraba con mi pueblo.

     ¡Ahí está!, exclamaba alborozada, semejante a una estatua que se hubiera mantenido joven contra la voracidad del tiempo. Ese pueblo cuya única riqueza consistía en abrirse ante los ojos como una ilimitada extensión de cielo libre, sin cercados que lo apresaran, ni progreso que fuera a contaminarlo.

     Ahí están las calles enhebrando sus subidas y bajadas con serpentinas de polvo, ahí la Virgencita dando su recorrida anual, escoltada por el espigado rezo de los cañaverales, la envolvente sinfonía de los perros, y aquel como garuar gangoso con que las beatas desgranaban el rosario.

     Ahí el aire tibio que ha resuelto descalzarse en las alturas para vencer de un solo impulso las habituales trapisondas perpetradas por don Cerro, aquel gigantesco promontorio sin cabeza donde se apretujan los verdes. Todo él espalda y tórax, y haciendo que junto a su magnificencia la pobre colina de enfrente padeciera de una especie de raquitismo avanzado.

     Ahí aquellas guayabas con su aroma tan querido almibarándose en los tachos. Ahí el retrato de mi madre muerta, y ahí mi padre haciéndome de padre y madre, y eso es mucha responsabilidad, me decía, y todavía más en esta época con todas esas ocurrencias progresistas trastornando a las mujeres, hasta el extremo que lo de coser y bordar y ser diligente y sumisa parecen cosas de la prehistoria.

     Pero tú, Leonor, serás diferente. Con tu gringa dignidad te sabrás mantener en el molde, entre los barrotes ancestrales de un encierro que fue pasando de jaula en jaula, hasta cumplir la pesadilla de la jaula propia y, además, portátil.

     ¡Pobre mi cándido padre!, el inflexible, totalitario don Walter, quien debió haber inmigrado con una treintena de ojos que suplieran a los ya inservibles de mi madre muerta, y a los longevos de mi abuela asomándose al recuerdo algo miope de sus anacrónicos quevedos.

     Ojos a mansalva, por cada diente y por todas partes, para no perderme de vista a mí ni a mis escolares tareas, ni a que descuide yo mi higiene ni mi examen de conciencia, que por la noche borraría con el codo las matutinas infracciones cometidas con la mente.

     Una lupa por faena le haría falta a mi padre, para seleccionar las semillas y vigilar la siembra, y a pantallazos ahuyentar la desidia de ese pueblo de haraganes, de la que se han contagiado hasta las gallinas.

     ¡Gallinas anarquistas!, les gritaba, que ya no paren los huevos con la religiosidad de antes, y los perros que ya no señalan la luna con su infalible brújula de ladridos, y los cerdos a los que de un tiempo a esta parte se les da por bostezar como vulgares cristianos, y hasta esa huerta insidiosa que eternamente anda en problemas, o con los soles de más, o con las lluvias de menos, o con las plagas de siempre. A las cuales, después de todo, habría que sacarles el sombrero, por ser las únicas que en realidad trabajan, incluso en horario nocturno y con tal pernicioso virtuosismo, que para no ser descubiertas han logrado adaptar sus furiosas dentelladas a la casi imperceptible ondulación del sueño, adelantándose a comernos las lechugas y los tomates que, juntando amor con amor, mi padre y yo habíamos criado.

     Ojos para ver en lo oscuro y para de día ordeñar las vacas y reunir sus celos vacunos con los torunos del toro, de modo que éste desposara a aquélla como Dios y su fauna lo mandan. Ojos con tal prodigioso alcance que podían traer del futuro ese tan anhelado día en que tú vas a la ciudad a escribir los mismos poemas que ya llevas escritos en cada pliego de sangre salvado del genocidio. Y todos los ojos posibles para que nunca fuera a secarse nuestra principal fuente de ingreso, que es la fábrica de dulce.

     ¿Fábrica de dulce?, se mofan los vecinos. Pretencioso nombre para lo que no pasa de ser un galpón más sostenido por la inercia que por aquellos postes endebles, que si no se vienen abajo es gracias a una ley celestial de gravedad invertida, actuando por la atracción que lo de arriba ejerce sobre lo de abajo, exactamente al revés de lo que la maestra pregona, no por haberlo experimentado en lo personal, desde luego, sino por lo que Newton dejó establecido en su frutal teoría de la gravitación terrestre.

     Un galpón que por más humedad que juntara y más coronado de cinc que estuviese deberá ser gobernado como si fuera un país: con la rienda corta e interminables decretos prohibiendo esa dolencia tan arraigada en la clase trabajadora, que es la malversación del tiempo.

     Y ahí está entonces mi padre, gobernando su país de hojalata como el mejor de los dictadores: a punta de recorrer su territorio a un ritmo firme y parejo, que jamás decae, como tampoco decaen las instrucciones impartidas en el momento justo, y que tras haber cumplido las consabidas tres vueltas, van a parar al crisol donde entre improperios, muecas y retorcijones, a todo trapo se funde el endiablado brebaje.

     A brazo partido y crujiente pulso hay que luchar para vencer a la fiera, solía repetir mi padre, refiriéndose a las guayabas. Pero al final, después de un paciente proceso de ablande, siempre termina cediendo, convertida en dócil y acariciante jalea.

     Lo cierto es que nada se le olvida nunca a don Walter, y menos aún lo que sistemáticamente transcurre al transcurrir el paseo: su inveterada rutina de controlar, reloj en mano, la cantidad de revoluciones por minuto con que revuelve el empleado. Ese tal Onofre, en cuyo estrafalario apellido que más parece un trabalenguas, convergen oscuras historias de bandidaje y cuatrerismo. Y al que me lo paso espiando sin que mi padre lo sepa, para ver si de una vez se me va encendiendo la luz con respecto a esos encantos masculinos que dicen que a manos llenas emergen de su persona. Y que son al parecer los mismos por los que suspiran las tres cuartas partes de la población femenina que el último censo contabilizó en el pueblo, con exclusión sólo de las muy muy viejas y de una que otra impedida.

     Alarmante porcentaje que obliga a mi progenitor a extremar las medidas de seguridad para conmigo, haciendo que mi breve porción de libertad quede aún más restringida. Entonces, a los efectos de que la tierna Caperucita no estimule la voracidad del Lobo, debo pasar a su lado sin decirle buenos días, ni buenas tardes, ni esta boca es mía. En resumen: infringiendo las más elementales normas de una buena urbanidad.

     Y a toda costa impedir que me hable, para que su voz cavernosa no sepa encontrar las galerías inexploradas de mi infantil corazón. Sin olvidar de poner entre mi persona y la suya una distancia igual al grandor de los cinco continentes estudiados en geografía. Por temor, quizá, a que su preciosa hija termine siendo ese cuarto que aún le falta al entero para completar la totalidad suspirante de una comunidad de mujeres, con tan pocas distracciones, aparte de sentarse en las atardecidas veredas a ver pasar su juventud, que Onofre Quintreros resultó unánimemente elegido como el nuevo pasatiempo que se inventaron ellas para conjurar sus horas muertas.

     Todos los consejos que me da mi padre son sabios, sin duda, pero a la vez tardíos, porque además de diecisiete años curtidos por la intemperie y una bien ganada fama de rebelde y pendenciero, él tiene dos pupilas hondas que están en todas partes y parecen acercarme al borde donde mi niñez culmina y empieza la adolescencia a alborotar mi sangre. Este gentío que es mi sangre entre tantas sensaciones contrapuestas: por un lado me intimida a la vez de complacerme hasta tal punto esa manera casi táctil que tiene de mirarme, que por las noches trato en vano de encontrar una frase perfecta que la refleje exactamente, alguna emoción rimada que en su plenitud la contenga. Y por el otro, lo desprecio por pensarlo tanto a pesar de ser tan poco, y por reírse de que sea yo tan blanca y tenga un marcado acento extranjero y cuatro mil trescientas veinticinco pecas.

     Vaya a donde vaya, ahí está él con su mirada espinosa que me busca y me persigue rasguñándome la piel como otra piel mal afeitada, perforando con tal saña la madera de los días, las semanas y los meses, que todavía hoy, sin importar cuánto tiempo haya pasado, todavía hoy me continúa mirando.

     Todo ha envejecido, se ha gastado, se fue yendo, salvo esa mirada. Ella perdurará incorrupta aunque su recuerdo tienda ya a resquebrajarse. Igual como perdura el montecito que ahora mismo vuelve. Por detrás del cortinado de este lóbrego submundo, de este divagar en cadena, con toda precisión lo estoy viendo. El implacable montecito bajo cuya vegetal techumbre acostumbra a oscurecer mucho antes de que el sol capitule ante el poniente.

     Ahí está su soledad habitada únicamente por fantasmas y por aquel lenguaje sigiloso con que se conversan los muertos. Ahí por donde se va y se vuelve de la escuela y el desprevenido delantal revolotea alrededor de una chiquilla que no debe tener más allá de doce años. Delante de los cuales abruptamente truena el oscuro azul de un pantalón, al que sucede una camisa que más es una cebra gigante a rayas tensas, cada vez tensándose a mayor distancia a medida que se acercan y a la vez desaparecen. Hasta que de pronto ya no hay rayas ni hay camisa; al final sólo está él ocupando toda la escena.

     Todo comenzó en aquel momento con aquella voz diciendo algo como: ¡No te muevas y no grites!, y de inmediato el inútil forcejeo y el muchacho que con una mano le silencia el grito, que de cumplirse, en nada habría alterado el curso de los acontecimientos, ya que sólo el montecito lo hubiera recogido. En tanto que con la mano libre la obliga a dar un giro sobre sí misma y otro más, hasta que brutalmente la derriba.

     Lo que ella ve venir se le atraganta en los ojos, en la impotencia de saberse tendida en cruz, a la completa merced del enemigo. Pero ya no se defiende. Ha quedado lacia, con la fuerza justa para percibir cómo el retumbo de su corazón le atraviesa las costillas. Después ya no escucha nada.

     Apenas, con una lucidez como a intervalos, razona que el suelo está duro, está seco, está caliente. Tiene sed y fiebre, igual a la enorme bestia que entra y entra, sin término, imponente. Una y otra vez rebota contra algo que se crispa, se debate, cruje, se debilita y cede. Entonces sobreviene la fractura, el desgarramiento sordo, visceral, definitivo, que la ha dejado partida en dos, de par en par abierta a un dolor incandescente.

     Y mucho tiempo después de que la horrible ceremonia hubiera terminado, ella permanecerá todavía inmóvil, con ese latido allí, y ese calor allí, y la afrenta siempre allí. Y mientras viaja en las tinieblas ve, intuye la cara que pondrá su padre, intuye su reto. Debe borrar las evidencias, envolver sus despojos aún sangrantes en el pañuelo con el mismo festoncito picudo que le ribetea la enagua. Y para distraerlo le preguntará cuántos grados alcanzaría a tener la tierra si se dejase poner el termómetro.

     El suelo se cura de su fiebre cuando llueve, dice don Walter, y a mi cuerpo, ¿quién lo cura?, ¿quién apaga este ardor que a veces me atormenta durante tantos días seguidos, que habrían podido computarse por toda una vida entera? Hasta que regreso al montecito para volver a padecer ese goce y esa muerte siempre demasiado breves.

     Vuelvo a ovillarme entre los matorrales, manchándome de sangre verde el vestido lila y el rosado y el celeste, y todos los colores que vistieron esa especie de locura que empezó a desnudárseme por dentro. La misma que me hará escribir sonetos en los que me consumiré esperando, pero él no vendrá.

     Se ha apartado de mi vida dejándome con esta continua e irremediable sed que no se aplaca con nada. Esta aridez que se inicia en un costado de la boca y espesa y terca crece y crece, adquiere volumen, se redondea, se hace adulta extendiéndose más allá de lo más hondo, del largor de muchas estaciones, a todavía más distancia de cuando me alejé del pueblo, que se fue quedando solo con su ranchería, sus ensueños suicidados con las cuerdas de tender ropa, sus aspiraciones tan famélicas como el lloro de sus perros. Porque todos nos fuimos entonces, unos a probar fortuna, yo, a la facultad de Letras y a un sinfín de autores que me asomarían, entre otras cosas, a las excelencias de la lengua castellana.

     Si, se habían ido todos definitivamente, salvo ese calor que se me congeló en el cuerpo, sin permitir que ningún otro calor se me anidara. Mis abismos interiores, mis caminos de abrojos y pantanales les desatinaron el rumbo e impidieron la llegada.

     Veo un placer que germina a lo lejos, que se va acercando despacio, y cuando mi piel trata de asirlo, él retrocede, se me escurre como lluvia entre los dedos. Es un efímero transeúnte como el viento, como el humo y los Pedros y los Luises y los Juanes que recorrieron mi vida sin que ninguno me dejara un solo recuerdo válido.

     Para ser feliz aquel contacto me bastaba, y yo desconocía otros sabores que justificaran el olvido. Bastaba acurrucarme junto a aquel día inacabable y único, para pasar con él las noches, orientando la cabeza hacia un punto desde el que me era dado contemplar, con una perspectiva que fue variando con los años, el mismo acontecimiento que se repetía una y otra y otra vez.

     Sí, aquello estaba en todas partes y había llegado a sucederme tanto, que ya no me quedaba sitio para ninguna otra experiencia. Entonces, muchas personas alarmadas ante mi creciente desvarío, opinaron al respecto:

     Sabemos que te dolerá arrancarlo, que te arrancará incluso trozos de piel, pero si quieres salvarte tendrás que hacerlo como parte del proceso curativo; debes abrirte y extirpar cuanto de él haya quedado en ti. De lo contrario, ya no podrás deshacerte de su influjo, y hasta a pérdidas aún mayores quedarás expuesta a menos que&



***



     Y fue eso exactamente lo que hice: destruir veinte años de recuerdos antes de que ellos me destruyeran. Para lo cual era preciso tender a Onofre la misma trampa que una vez él me había tendido, a fin de cobrarle con impuestos e intereses la exorbitancia que desde entonces me quedó debiendo. Una emboscada que tuviera el efecto de catarsis y en cuya elaboración no sólo he consumido varias horas de mi vida, sino varios gramos de una cordura que debió habérseme gastado sin que yo me diera cuenta.

     Comencé así por localizar a mi víctima, cosa que me resultó harto difícil, porque yo conservaba un dibujo muy vago del Onofre Quintreros de entonces, y si al final conseguí identificarlo, fue gracias a que su mirada me sirvió de guía. Seguía teniendo la dureza del acero, y desparramándose como el mercurio, en mil direcciones opuestas.

     Una vez superado ese primer escollo y valiéndome de algunos trucos aprendidos a lo largo de un intenso tutearme con la magia, fui haciendo que él se acercara al podio en que yo había establecido mi puesto de comando. Allí desde donde puedo obrar con plenitud de poderes, y hacer que nada sea lo que parece, y hablar un idioma cifrado cuya clave solamente yo poseo.

     Y puedo deslizarme sin sombra y seguirle sigilosamente los pasos e invadir su intimidad tal como él invadió la mía. Pero, sobre todo, allí donde él será mi presa, y tendré ciertos derechos sobre su vida, entre ellos el de terminarla, de la misma forma empalagosa y lenta en que él terminó conmigo.

     Porque, aunque parezca mentira, fui yo quien lo aguardé aquellas dos larguísimas horas, con una ansiedad acumulada en veintinueve años de espera. Yo quien urdió la trama y le fui dando, no una sola, sino todas las muertes que cupieron en la ficción de una novela. Para ver si con cada una de ellas consigo eliminar esta sensación de hastío que rodea a casi todo lo que hago.

     Porque también con el idioma se pueden armar trampas. También a los personajes se los puede dejar prisioneros en situaciones herméticas sin paredes por las que trepar, ni puertas que posibiliten la huida. Y si no lo creen, pregúntenle al ciudadano Quintreros, a quien tuve durante tres dilatados años encerrado en un juego de palabras, que algunos críticos, todavía con reflejos medievales, intentarán inútilmente descifrar. Pero cuya expresión autorizan las leyes gramaticales y la mayor parte de las que no lo son.

     Por lo demás, se trataba de un juego no solamente inocuo, desde todo punto de vista, sino que ofrecía protección suficiente, ya que durante su decurso mi verdadera identidad se mantendría en el más oscuro anonimato. Quizá para no verme enredada en la inverosímil telaraña de tener que dirigir yo misma el operativo de mi propia captura.

     Qué fácil sería capturar a la que en este sitio reconocen bajo el nombre de «Vejiga», se me da por pensar de repente, sin detenerme a pensar que lo estoy haciendo en voz alta. No se tendría sino que seguir la infalible dirección de la flecha: ahora gire a la izquierda, ahora voltee esa doble curva en extremo peligrosa, después prosiga sin desviarse hasta llegar al charquito castaño que siempre está por debajo de donde está ella.

     No siempre, me contradice «Vejiga», mientras la veo avanzar hacia mí con paso inseguro, cruzando los desolados islotes de esa jungla humana, cuya presunción de que pronto habrá divertimento gratis, los lleva a suspender su vagar sin rumbo y a quedar como paralizados, mirándonos expectantes.

     No siempre chilla la ofendida mujer dando manotazos al aire. Sólo cuando la ansiedad me llena a un punto tal la vejiga, que al menor movimiento, el líquido rebosa y se me escurre entre las piernas. Además, cada quien es muy dueño de orinarse donde mejor le plazca, ¡gringa de mierda! E inmediatamente, como respondiendo a una señal convenida, todas las fauces se abren juntas salpicándome la cara con un monumental ¡gringa de mierda!

     Entonces, para evitar más exabruptos, me acojo a la intimidad de mi propia isla y desde allí regreso al deslumbrante territorio de las palabras. Las cuales, van costureando los distintos episodios hasta darles naturaleza tangible. Al tiempo que se crispan, se persiguen, se amotinan, llegando a salirse incluso de entre los renglones, con el hocico exacerbado por el olor de la presa.

     Y aunque esa etapa de mi novela no hubiera sido prevista, de pronto me ganó una irreprimible curiosidad por asistir, lo más de cerca posible, al proceso que conduciría a Onofre Quintreros a la muerte, y a mí, quizá, al primer éxito o fracaso como escritora. Necesitaba verlo y que me viera con su última mirada consciente. Necesitaba presenciar cómo crecía su estupor en el momento de enterarse o al menos de sospechar que era yo quien era.

     Entonces, en vista del poco tiempo de que disponía, y tras haber eludido diversos controles y otras tantas interferencias, me escurrí por esa puerta que daba primero a un pasillo y de ahí directamente al crepúsculo, sin importarme que estuviese envuelta en una de esas batas tipo sotana con que ciertas clínicas mentales etiquetan a sus enfermos.

     No me resultó difícil localizar la zanja que yo misma había cavado algunas semanas atrás, y a la que me fui aproximando lentamente hasta quedar a escasos centímetros de aquel hombre que aún después de muerto y enterrado se resistía tenazmente a morir. Uno por uno estudié sus rasgos, sin encontrar en ellos absolutamente nada que dejara vislumbrar siquiera al Onofre tal y como lo guardaban mis recuerdos. Durante un minuto largo él me miró también, y por el modo medio ausente en que lo hizo, comprendí que no me había reconocido.

     Onofre Quintreros, lo llamé por dos veces seguidas, para refrescarle la memoria. Tú y yo, ¿no nos habíamos visto antes? Un atardecer hace exactamente veintinueve años con ocho meses y diecisiete días. Entonces me aferrabas las muñecas diciéndome algo como: ¡no te muevas y no grites!&

     Me volvió a contemplar, con curiosidad primero, después con asombro, quizá también incrédulamente.

     ¿Tú? ¿Eres acaso tú? Tú quien lo planeó todo, ¿verdad?

     Sí.

     Te pido que me saques de aquí antes de que sea demasiado tarde. Te ruego que me liberes.

     Sabes muy bien que eso es imposible, no sólo porque a un escritor nunca se le dice lo que debe hacer, sino porque desde que el mundo es mundo, a cada hombre se le asigna por escrito, una aurora, una cumbre y un ocaso. Las dos primeras etapas ya las has superado, Onofre Quintreros, y nada significativamente por cierto. Y en cumplimiento de la última es donde te encuentras ahora: a sólo pasos de tu extinción definitiva y a unas pocas bocacalles del olvido.

     Esto pareció apresurar los hechos, a juzgar por la desgana que empezó a mostrar de repente y que lo llevó a respirar cada vez con menor energía, con menos convicción, hasta sacudirse dos o tres veces seguidas y quedar por fin inmóvil, mirando obstinadamente el mismo punto inencontrable del espacio.



***



     Después no sé si lo que verdaderamente empieza es el final, o el siguiente capítulo de la próxima novela. Y si a algún encuestador se le antojara investigar sobre los motivos por los cuales estoy aquí, varada, sin vacilaciones le respondería que por varios, pero antes que nada por solidaridad con el ambiente. Sin embargo, pese a tener ciertas nociones bien definidas, otras se me aneblinan de tal modo que dudo a veces hasta del simple hecho de haber nacido.

     Tampoco me es posible discernir si formo parte del jurado que enjuiciará mi propia obra, o si soy apenas un seudónimo: Vengativa, y sólo recuperaré mi identidad en el supuesto de que la misma saliera premiada. Cosa por otra parte improbable ya que habría de pasar al menos por siete manos, y sufrir siete exámenes semejantes a siete hachazos que acabarían dictaminando su deceso inapelable.

     Así me transcurren las horas, entre morosas y estrafalarias divagaciones, o con la mente estacionada sobre cuentas regresivamente domésticas, o preguntándome al igual que un disco rayado, si a la postre debo verme como autora de una novela o como autora de un crimen. Hipótesis esta última, que de confirmarse, no haría ningún favor a mi reputación literaria y promovería, en contrapartida, el unánime regocijo de mis afectísimos colegas.

     O tal vez mi delito se reduzca a haber tratado de llenar un vacío imaginario con el nombre de una persona que no existe ni existió nunca, salvo en las páginas de este relato que les estoy ofreciendo a ustedes con mi mejor buena voluntad.

     Porque entre tantas y tan variadas conjeturas cabe también la de que Onofre no pase de ser pura fabulación mía, o de un ardid para distraer esa idea que ha empezado a acosarme con tal insistencia en las últimas semanas, que hasta se me quita el sueño pensando que yo no soy yo, sino un horrible simulacro, un mero personaje de ficción vaya a saber por quién inventado y, sobre todo, con qué fin.

     Entonces, para salir de dudas, le averiguo a esa interna medio sorda que a ratos se hace llamar condesa y a ratos su alteza real. Pero lo que ella discurre, lejos de procurarme algún alivio, me precipita a un abismo mental aún mayor.

     No te das cuenta de que estamos rodeadas de enemigos, me dice en el colmo de la exaltación. Todas estas mujeres todas vestidas iguales no solamente nos han robado la biografía, sino que ahora pretenden traficar con nuestro yo. Por eso debemos permanecer alertas y redoblar la vigilancia&, y recurrir a los disfraces, agrego, para ocultar tras ellos este vértigo, esta alucinación de estar viviendo en las afueras de mí misma, sobre una región tan alejada que me resulta imposible distinguir si en el caos dentro del cual estoy inmersa, interviene solamente el factor hereditario, o también es consecuencia de la rebelión urdida contra mí por las palabras.

     Un ejército de sustantivos, de verbos y de adjetivos, cuya única finalidad es destruir mi entendimiento y saquearme la razón. Envidiosos de que la locura me haya hecho sabedora de lo que a ellos les estará vedado siempre, y que apunta a una estrecha relación con los secretos escondidos en las entrañas del lenguaje.

     Y de un extremo salto al otro, porque cuando no me asedian los vocablos, me acorrala una fila inagotable de los más filosos miedos. Miedo de terminar sin nombre y con la memoria virgen. Miedo de que estas paredes que ahora son mi única familia, dentro de un rato sean como si nunca hubieran sido. Miedo de buscarme y no hallar sino deshechos que la mujer de la limpieza barrerá al día siguiente. Miedo de que el Capataz me arrebate el puesto, enviándome a cumplir otro destino, pero sin que me sea dado revertir mi condición de nadie.

     De cualquier manera, y si en verdad soy la que sospecho, necesitaré obrar con prisa, porque se aproxima la palabra FIN y con ella se habrá extinguido ese menudo andarivel de luz que todavía me queda.

     Entonces, a pesar de mi fatiga y de haber roto con todo, debo levantarme, guardar bajo triple maquillaje mis múltiples averías, y con la fe puesta en la esperanza de que alguna vez alguien me resucite, debo salir a ganarme la muerte y la vida perdurable. Amén.


 

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