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GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

  RESIDENTAS, DESTINADAS Y TRAIDORAS (3ª EDICIÓN) - COMPILADOR GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 2007


RESIDENTAS, DESTINADAS Y TRAIDORAS (3ª EDICIÓN) - COMPILADOR GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 2007

RESIDENTAS, DESTINADAS Y TRAIDORAS

TESTIMONIO DE MUJERES DE LA TRIPLE ALIANZA

COMPILADOR GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

Editorial Servilibro, (1ª edición: 1989, RP Criterio;

2ª edición: 1991, RP Criterio;

3ª edición: 2007, Servilibro)

Dirección editorial: Vidalia Sánchez

Dibujo de tapa:

“Mujer paraguaya con su niño muerto camino al cementerio”,

publicado en la revista HARPER.

Asunción-Paraguay 2007

 

 

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¡La guerra del 70 relatada por las mujeres que la vivieron como residentas o como destinadas y traidoras!

La distancia entre las realidades históricas y la idealización de tales realidades se hace patente en esta compilación de textos de mujeres que hicieron el penoso camino de la residenta o de la destinada. RESIDENTAS eran aquellas que no habían caído en desgracia con el Mariscal Presidente. DESTINADAS (o TRAIDORAS) eran las mujeres destinadas a los campos de concentración de Panadero o de Espadín. La falta de estas últimas era, mayormente, haber tenido un pariente perseguido por Francisco Solano López, como fue el caso de la señora de Decoud, que tuvo que hacer a pie el camino hasta la cordillera del Mbaracayú.

Sin embargo, tanto las destinadas como las residentas fueron víctimas del furor irracional de la guerra. Perseguidas por el hambre, por los bombardeos enemigos, sin ninguna protección del ejército nacional, las mujeres y sus hijos menores fueron los auténticos héroes de la guerra de 1870, aunque en un sentido muy distinto al indicado por O`Leary y otros fanáticos belicistas.

 

 

 

ÍNDICE:

INTRODUCCIÓN DE GUIDO RODRÍGUEZ-ALCALÁ (SEGUNDA EDICIÓN)

 

 I. HÉCTOR DECOUD: VÍA CRUCIS

II. DOROTEA DUPRAT DE LASSERRE: AVENTURAS Y PADECIMIENTOS DE MADAMA DOROTEA D. DE LASSERRE

 III. SILVIA CORDAL: MEMORIAS

 IV. ENCARNACIÓN BEDOYA: FRAGMENTO DE SUS MEMORIAS

V. JORGE F. MASTERMAN: LOS PROCESOS DE SAN FERNANDO

VI. MATÍAS GOIBURÚ: IMPORTANTE DOCUMENTO

VII. SILVESTRE AVEIRO: IMPORTANTE DOCUMENTO

VIII. PADRE FIDEL MAÍZ: UNA CARTA ACERCA DE FRANCISCA GARMENDIA

IX. HÉCTOR F. DECOUD: LA MASACRE DE CONCEPCIÓN

X. RAMÓN ZUBIZARRETA: DICTAMEN ACERCA DE LAS TIERRAS RECLAMADAS POR MADAMA LYNCH.

 

 

 

LOS PROCESOS DE SAN FERNANDO

JORGE F. MASTERMAN

 

Un alférez me ordenó bruscamente que me levantase; quise hacerlo pero el peso de los hierros me volteó boca abajo; haciendo por último un esfuerzo supremo logré ponerme de pié. A cuatro pasos de allí se hallaba un terrenito cuadrado cercado de huascas; se me mandó que entrase en él; me hallaba demasiado fatigado para observar cómo se trataba á mis desgraciados compañeros de prisión; me eché en el suelo y en el acto quedé profundamente dormido. A la oración me despertaron á palos, y se me ordenó que me levantara y marchara á un montecito de naranjos, que distaba cerca de media milla. Me dolían todos los miembros, pero obedecí inmediatamente, y sosteniendo los grillos con una huasquita, salí con gran dolor y dificultad en la dirección indicada tan apresuradamente como me lo permitían mis ensangrentados y machucados pies. Un cabo, armado de una bayoneta y de un palo me seguía; "¡Camine más ligero!" gritaba á cada instante; quise hacerlo, pero en vano; me apaleaba tan brutalmente por los hombros y los brazos que me derribó; entonces me pegó más cruelmente todavía por haberme caído. Llegué por último contuso y casi exánime á un grupo de tolditos colocados en líneas paralelas y hechos con ramas y cañas. Vi llegar, separadamente a Mr. Bliss y Baltasar. Yo pasé al otro lado, y entré en la cabaña más distante. Encontré sentado dentro de ella á un viejo capitán y á un sacerdote, quien, por lo que supe después, llenaba el oficio de secretario. Aquel me hizo señal para que entrara, y después de examinarme durante algunos minutos, dijo: -¡Ah! por fin lo tenemos; ahora confiese Vd. que Mr. Washburn es el jefe de los conspiradores y que Vd. se refugió en la Legación con el objeto de conspirar contra el gobierno. Contesté que no tenía nada que confesar, que nunca había conspirado contra el gobierno, que por el contrario había hecho cuanto me había sido posible para servir á los Paraguayos: que estaba cierto de que Mr. Washburn era enteramente inocente de los crímenes que se le imputaban, y expliqué en pocas palabras las circunstancias por las cuales había entrado á su servicio. Me escuchó hasta el fin con indicios de gran impaciencia, y cuando concluí me dijo:

-“¿No quiere confesar?” - "No tengo nada que confesar".  –“Confiese, le repito, porque me veré obligado á hacerlo confesar". Entonces dirigiéndose al sacerdote, le dijo, que me sacara y que me aplicara el "potro". Me llevó detrás del rancho, pero tan cerca de él, que Falcón podía oír, desde donde estaba todo lo que sucedía. Imploré silenciosamente á Dios, me diera fuerzas para soportar esta terrible prueba, y después miré á mi alrededor buscando los instrumentos de la tortura; pero vi que estos salvajes, como los de "El último de los Mohicanos" podían lamentar su atraso en punto á instrumentos de tortura. El sacerdote me instó de nuevo para que confesara, pero contesté como antes, que no era conspirador, y que no tenía nada que confesar. Entonces dijo algo al cabo en Guaraní, y este gritó: ¡Traigan aquí la "Uruguayana"! A su llamamiento se adelantaron dos soldados trayendo varios fusiles y muchas huascas. Me dijeron que me sentase en el suelo con las rodillas levantadas, lo hice, y me preguntaron de nuevo -¿Quiere confesar?- No, soy inocente.

Entonces uno de los soldados me aseguró bien los brazos sobre las espaldas, el otro pasó un fusil por mis corvas y apoyando después su pié, en medio de mis espaldas, dobló violentamente mi cabeza hasta que mi garganta tocó en el fusil inferior, me colocaron un segundo fusil sobre la nuca y los ataron con tanta fuerza, que me dejaron enteramente inmóvil. Permanecí así por un buen rato, pero de cuando en cuando daban martillazos en la culata del fusil. El sacerdote entretanto, con voz monótona, como si repitiera una fórmula, que hubiera ya pronunciado muchas veces, se empeñaba en hacerme confesar y aceptar la piedad "del bondadoso y generoso Mariscal López". No contesté nada, sufriendo en silencio el intenso dolor que me infligían: Por último me desataron, y me preguntaron una vez más: -"Quiere Vd. confesar". Contesté negativamente. Me ataron nuevamente como antes, pero agregando dos fusiles más sobre la nuca. Mientras estiraban las cuerdas eché la cabeza hacia adelante para evitar la presión sobre la garganta. Golpeándome contra el mosquete superior me ocasioné fuertes heridas en los labios; la sangre casi me ahogó; por fin, no pudiendo aguantar aquellos atroces dolores, me desmayé.

Cuando recuperé mis sentidos, estaba tendido en el pasto, y tan completamente estropeado, que comprendí que ya no podría sufrir más y que sería mucho mejor, hacer una pretendida confesión y ser fusilado, antes que padecer nuevamente la tortura. De suerte, que cuando me iba á aplicar de nuevo la "Uruguayana", como se llamaba, dije "Soy culpable; confesaré", entonces me desataron inmediatamente. -El sacerdote me dijo: ¿Por qué ha sido Vd. tan imbécil y tan cabezudo? A su compañero Bliss no se hizo más que amenazarlo y confesó inmediatamente. Esta era la verdad, como él mismo me lo dijo después. Había oído varias veces al pobre Baltasar pidiendo piedad á gritos, y en aquel mismo momento el sonido de pesados golpes, seguido cada uno de tremendos alaridos, probaba hasta donde llevarían su crueldad para con nosotros; le azotaron sin compasión y después le aplastaron los dedos á martillazos. Le tenía lástima, porque no sabía absolutamente nada, ni de la pretendida conspiración, ni de las acusaciones contra su amo, y no podía salvarse aun cuando afirmara que era culpable.

Bebí un poco de agua y procuré comer la poca carne que me ofrecieron, pero no pude. Volviendo enseguida al rancho repetí, como me fue posible recordarla, parte de la misma historia que se había arrancado á Carreras, Berges, Benigno López, y á los demás, cuyas declaraciones había leído con Mr. Washburn. No pude remediarlo, pero Dios sabe con cuánto dolor y vergüenza recité aquel miserable tejido de fábulas y mentiras. Pero debe recordarse que había vivido tres meses en la mayor ansiedad esperando diariamente ser arrestado; que sabía la manera feroz como habían sido maltratadas las personas que rehusaban confesar antes de ser ejecutadas; que había hecho un largo y penoso viaje y que había carecido de alimento por casi dos días. Por otra parte no podía hacer á los acusados mucho mal. Mr. Washburn estaba salvo y sano á bordo de la "Waso" (Wasp); habían sido fusilados ó habían muerto ya, Rodríguez, Gómez (el ex-mayor de plazo) Bedoya, Barrios y González; en cuanto á los demás, solo podía mencionar como conspiradores á los que decían serlo por sus propias declaraciones.

Tenía además el permiso expreso de Mr. Washburn, para decir contra él, todo cuanto pudiera. En su declaración ante el comité del Congreso, dice contestando á Mr. Villar.

"Dije a Bliss y Masterman; podéis decir contra mi todo lo que creáis pueda salvaros. Podéis decir, que me visteis robar carneros ó asaltar casas, si con esto creéis poder prolongar vuestras vidas". (Washington, E.U., 30 de Marzo 1869).

Estaba convencido desde el principio, que solo me necesitaban como declarante, y en realidad tal era el caso; y si no hubiese dado el falso testimonio que me exigían, este hubiera sido falsificado, y yo habría sido fusilado para que no lo contradijese. Sin embargo, hice una declaración muy imperfecta aunque no tenía dificultad alguna para repetir las palabras y hasta gestos de Mr. Washburn, demostrando de una manera patente que sus opiniones no eran sino verdaderos actos de conspiración. En cuanto á los demás declaré con toda verdad, que nunca me habían hablado sobre el asunto. Falcón y especialmente el sacerdote, perdieron enteramente la paciencia conmigo; me amenazaron veinte veces con aplicarme el "potro" por segunda vez y estuvieron dos veces á punto de hacerlo, cuando afortunadamente recordé algo que Mr. Washburn había dicho contra López. Creo que el viejo capitán no era mal sujeto; me ayudaba siempre que le era posible, con preguntas hábiles é insinuantes, y logró convertir mi escasa declaración en una imponente exposición; pero, como es de suponerlo, él mismo estaba al borde del precipicio y si me hubiese manifestado alguna simpatía real, ninguna sociedad de seguros habría asegurado su vida por dos horas. El sacerdote por el contrario, me mostraba el más ponzoñoso rencor, se reía de mis "medias revelaciones" é instaba á Falcón á cada momento para "que pusiera á este obstinado á diablo en la "Uruguayana" y acabara con él de una vez.

Durante mi interrogatorio entraron varios oficiales, el mayor Aveiro, el capitán Jara; el coronel Serrano y otros. Jara era hijo y heredero de D. Luis Jara, dueño de la casa que ocupaba Mr. Washburn, y por la cual este último, muy imprudentemente, se rehusó á pagar alquiler, fundándose en que los ministros gozaban de ese privilegio, Jara deseaba mucho saber lo que se había dicho sobre esto. Se lo dije, y contesté a los demás de la manera más vaga posible.

Por la conversación de estos hombres adquirí algunas ideas muy buenas sobre el mejor modo de proceder, y averigüé también incidentalmente, que Mr. Washburn estaba entonces á bordo de la "Wasp", y que por consiguiente no podía ponerle en peligro todo lo que dijera contra él.

A una hora muy avanzada de la noche entró un sacerdote llamado Román y pidió que le entregaran mis declaraciones. Falcón que le tenía evidentemente un gran miedo, se las entregó. Las leyó de cabo á rabo; estuvo á punta de romperlas pero se contuvo y las arrojó despreciativamente sobre la mesa diciendo -"¡qué miserables disparates!" Entonces dándose vuelta hacia á mi, dijo: -“¿Son estas sus declaraciones? Mire, voy a dar un corto paseo á caballo, y si á mi vuelta no ha confesado Vd. sin reserva ninguna que la "gran bestia" de Mr. Washburn, es el conspirador en Jefe que estaba en relaciones con Caxias, que recibió dinero, y correspondencia del enemigo, y que usted lo sabía", le pondré en la Uruguayana" y le dejaré en ella hasta que declare". El capitán Falcón respiró libremente, cuando su terrible colega se retiró. Rogué que me diesen tiempo para reflexionar, prometiendo decirles después todo lo que supiera. Tenía sobrado motivo para pedirlo, me habían interrogado seis horas, y estaba enteramente agotado. ¡Hoy mismo cuando me detengo á pensar en lo que dije, la escena se me presenta en toda su realidad! Un pequeño rancho de diez pies de largo y tres de ancho, con paredes de mimbre y techo de caña, iluminado por las inseguras y caprichosas llamas de dos velas de sebo, expuestas á la corriente del aire, constituía la sala del Tribunal. En el centro se hallaba una mesa con solamente tres patas enteras, la cuarta estaba rota, y un buen pedazo de caña de azúcar asegurado con una huasca, suplía la que le faltaba. Las velas que ardían formaban depósitos de sebo en los candeleros de barro, y su luz daba singular relieve al rostro y á la estrecha y ceñuda frente del sacerdote; su cara baja, astuta y profundamente arrugada, le hacía parecer mucho más viejo de lo que era, sin que mejorara su aspecto el rastrojo que cubría su descarnada y angulosa quijada, que haría como una semana no se habría afeitado; la tonsura parecía un monte recién derribado por el leñador. Se ocupaba en morderse las asquerosas uñas y contemplaba la cara del capitán con aburridas é impacientes miradas, que se convertían en ojeadas humildes y adulonas cuando sus ojos se encontraban.

Su compañero me concedió con gusto el tiempo que le pedí, él mismo estaba cansado y perplejo; fumando su cigarro sin saborearlo, pues más bien lo masticaba que lo fumaba. Era un hombre bajo, grueso y calvo; cuando se quitaba sus enormes anteojos tenía un aire de "bonhomía", que hacía un extraño contraste con su ocupación. Estaba sentado en un cajón lleno de atados de manuscritos, que eran las declaraciones de los acusados; tal vez jamás se haya visto en la historia del mundo tantas mentiras enfardeladas en tan pequeño espacio! Algo más allá estaba su cama, que consistía en un cuero y unos fardos de pasto; no tenía cobijas, á poco rato se envolvió en su poncho y se durmió vestido tal como estaba. Sobre su cabeza pendían la espada, una pistola y la montura, y esto era todo cuanto tenía. Yo estaba sentado en un banquito de forma empozada colocado cerca de la puerta. En la parte de afuera los tres hombres de guardia, estaban acostados en el suelo; uno de ellos tenía el fusil bien asegurado en su fuerte y tostada mano, los de los otros dos estaban apoyados contra el rancho.

El crujido de mis hierros, al estremecerme nerviosamente en la silla, llamó la atención del fiscal, sobre el negocio que tenía entre manos. ---"Vamos Masterman", dijo con cierta ternura, "cuéntenos toda la historia, díganos como era que la "gran bestia" pensaba concluir con todos nosotros". Se puso los anteojos y apuntó y condensó mis contestaciones, en un pedazo de papel, porque le gustaba amplificarlas él mismo, sin prestar mucha atención á lo que se le decía; pero yo estaba demasiado cansado para objetar ó protestar como lo hacía al principio, y tenía la convicción de que era mejor dejarle hacer lo que le diera la gana. "Habiendo el criminal confesado libre y voluntariamente su crimen", empezaba á dictar al secretario echando en olvido mi tortura, "y habiendo sido solemnemente "amonestado" por los señores fiscales para que dijera toda la verdad, á fin de descargar su conciencia, depone, que Mr. Washburn era el inventor y el jefe de la conspiración". Y llenó dos pliegos de papel de oficio menudamente escritos, con extravagancias de este género. Todo iba muy bien hasta que me preguntó cuánto dinero me había pagado Mr. Washburn. –“'Ni un real", contesté enérgicamente y con toda verdad-. -"¿Y cuánto le ofrecieron?"-"Nada, nunca me ofreció dinero, porque yo no podría haberlo aceptado". -"Señor Capitán, dijo, dirigiéndose impacientemente á su compañero y señalándome con dedo trémulo, "ponga á ese "añariú" (ese hijo del demonio) en el "potro", aplástele de una vez; nos está haciendo perder el tiempo con sus mentiras".

Protesté con energía, que decía la verdad, y mientras hablaba me devanaba los sesos procurando inventar algo, que reconciliara mi participación en el crimen, con la declaración que había hecho, de que nunca había sido de los conspiradores, porque lo que me preocupaba más, era que me pidiesen declaraciones contra los Ballesteros, Lasserres y otros -amigos íntimos míos algunos, otros conocidos de nombre solamente- á quienes se había arrestado algunos meses antes, pero que podían estar aun vivos, antes que hacerlo hubiera preferido morir atormentado. Concebí inmediatamente un plan, que sirvió á mis propósitos y que me habilitó para esquivar las terribles interrogaciones que me hacían. Por ejemplo: había tenido muchas disputas con Mr. Washburn sobre asuntos políticos y literarios; él, era demócrata ultra-rojo-republicano por principios, y extremadamente dispuesto á olvidar, en el calor de la discusión, las formas de la sociedad culta, y detestando cordialmente á la Inglaterra, no era persona para convenir conmigo en estas cuestiones y tuvimos muchos altercados de esta clase. Exageré nuestras discusiones hasta hacerlas pasar por verdaderas querellas; y les pregunté si como los hombres racionales, creían probable, que una persona que me miraba como enemigo y que me retenía en su casa sólo porque necesitaba de mis servicios profesionales, arriesgaría su vida confiándome plenamente todos sus secretos. Y agregué, que opinaba, que me había iniciado solamente, en una parte de su crimen, porque temía que por algún accidente descubriera lo que me pasaba y que me vengara acusándole. Mientras que comunicándome una parte de sus proyectos, aseguraba mi silencio por ser cómplice, y además, porque yo consideraría una cuestión de honor, guardar un secreto que tan generosamente me había revelado un hombre que me detestaba y que me había maltratado. Mi historia bastante plausible por sí misma, llevaba suficientes visos de verdad para que la tragasen inmediatamente.

Falcón me escuchó sumamente complacido; y por ser casi media noche, me dijo, que podía acostarme en la arena y dormir; me acosté á corta distancia de la cabaña mientras ponían mis declaraciones en limpio. No podía dormir, y permanecí en la obscuridad repasando en la mente los acontecimientos del día; la noche era borrascosa; oscuras y fugitivas nubes atravesaban en rápida sucesión la iracunda faz del cielo. Transcurrió más de una hora; me llamaron de nuevo, y me leyeron "la primera declaración" á la que autoricé con mi firma. Al salir del rancho, el viejo capitán me dio la mitad de un pan de chipa, donación que le agradecí fervorosamente y me prometió que al día siguiente haría cambiar mis grillos por otros más livianos. Llamaron á los soldados y estos me condujeron de nuevo á la guardia y me ataron por los pies con una huasca. Me envolví en mi poncho, y á los pocos minutos estaba profundamente dormido.

Cuando desperté al día siguiente, me encontré completamente mojado y casi sumergido en un pantano (había llovido mucho durante la noche y hacía un frío espantoso) y me convencí, de que la desgracia nos proporciona extraños compañeros de dormitorio. Atado a un lado yacía el Dr. Carreras, que dormía todavía, y del otro el cadáver del teniente coronel Campos. Este murió durante la noche desamparado y abandonado, no hubo una alma caritativa que lo atendiera; allí yacía con los ojos abiertos mirando fijamente, aunque en vano, los primeros rayos del sol naciente.

A las siete de la mañana desataron una extremidad de la huasca; los presos fueron despertados con una lluvia de palos y cuando nos tocó el turno nos libramos de los lazos que nos aseguraban por los tobillos. El oficial de día preguntó -¿Qué no hay más que uno esta mañana? El cadáver fue enseguida arrojado sobre un cuero, y sacándolo á la rastra lo tiraron al río.

Cerca de una semana después me apartaron de Carreras, colocándome algunas yardas á su retaguardia y ambos nos arrastrábamos y nos metíamos en unos ranchitos de cañas que tendrían cerca de tres pies de alto. El mío había sido construido sobre un campo de piñas silvestres, que con suprema indiferencia ó tal vez intencionalmente, había sido dejado en él sin arrancar. Se lo agradecí en extremo, no solo por la sombra que me proporcionaban, sino también porque me daban ocasión de ocuparme en arrancar la raíz del "Caraguatá"; me puse á trabajar cavando profundamente con un palo puntiagudo, pero apenas había trabajado una hora, cuando recibimos orden de marcha. Nos hicieron salir al sol y tuvimos que esperar algún tiempo, porque estábamos al frente de la triste procesión de aquellos centenares de presos, y costó bastante hacer entrar en fila las guardias y los hombres que llevaban las ollas y las tinas; los enfermos y los rezagados eran apaleados sin compasión.

De una de las próximas chozas salió en cuatro pies D. Benigno López, hermano menor del Presidente: estaba bien vestido, pero sobrecargado de pesados hierros; y de otra, un viejo, fantasma de hombre, que reconocí apenas; era el ministro de Relaciones Exteriores D. José Berges. Se apoyaba débilmente en un palo y era seguido por su sucesor D. Gumersindo Benítez, que iba descubierto, descalzo y engrillado. Luego se presentaron dos viejecitos, evidentemente chochos; no tenían ni un trapo con que cubrir su desnudez; el uno estaba engrillado, y no podía más que arrastrarse penosamente en cuatro pies; el otro, miró alrededor suyo al parecer contento y risueño, y su tímida sonrisa y la imbecilidad de sus facciones, revelaban la satisfacción que le ocasionaba el bullicio, aunque evidentemente no comprendía lo que pasaba á su alrededor. ¿Puede exigirse una prueba más eficaz de la cruel ferocidad de López? Octogenarios engrillados, hombres que hacía mucho tiempo habían dejado de ser personas responsables, de quienes no podía hacerse más caso que de las criaturas recién nacidas, porque con el vuelo de los años habían vuelto al desamparado estado de la infancia; horroriza hasta el pensar que semejantes vestigios de la humanidad, temblorosos ya y cuyos miembros crujían á causa del tormento que habían sufrido en vida, debieran pasar el resto de sus días presos y engrillados. ¿Y cuál sería su crimen? Alguna lastimosa queja por la pérdida de su escaso bienestar, algún apasionado lamento por la muerte de sus hijos ó nietos, alguna vana palabra dicha en la amargura y locuacidad de la vejez y traidoramente interpretada, o quizá no tenían otra culpa que ser parientes de algún desgraciado que había muerto en la tortura ó en el cadalso.

Por último, partimos en dirección al Este, á lo largo de la falda de las montañas y caminamos por un estrecho desfiladero, hasta penetrar en una selva casi intransitable. Al pasar la garganta de la montaña hubo alguna confusión; los presos se estrecharon y se alejaron un poco de los soldados, que los custodiaban con sus bayonetas armadas ó sus sables desenvainados. Esto me dio la oportunidad que deseaba tener hacía mucho; me hallé algunos momentos al lado de Carreras; me preguntó otra vez en voz baja si Mr. Washburn se había ido. "Si, está salvo y sano", contesté con el mismo sigilo, y continué preguntándole si había alguna verdad en sus declaraciones; me replicó con rapidez convulsiva. --"No, no, mentiras, todo es mentira, desde el principio hasta el fin". -¿Por qué las hizo entonces?, le pregunté, tal vez innecesariamente- "Ese terrible padre Maíz, contestó, me torturó en la "Uruguayana" por tres días seguidos, y después me pulverizó los dedos con un martillo". Me miró con la expresión de un hombre completamente agobiado por los sufrimientos, y me mostró sus mutiladas manos en prueba de la verdad de lo que decía. Calló por un rato y me preguntó a su vez: "Ha confesado V." –“Sí, contesté tristemente. -"Ha hecho bien, lo hubieran obligado: Dios nos ayude". Le hablé de la dificultad que había tenido por no poder decir cuánto dinero se decía que Mr. Washburn había recibido de los brasileros, aunque se había mencionado varias veces la suma en las declaraciones, y tratando de averiguar cuánto debía decir -"¿Serían quince mil onzas?", le pregunté y me contestó: - "¡Mentira, todo es falso, todo es mentira!" (...)

Se limpió inmediatamente en la selva un lugar para acampar, porque estaba formada principalmente de arbustos y retoños, y sólo quedaban algunos troncos para demostrar que se habían destruido los árboles viejos. Era ya mucho esperar que nos hubieran dejado alguna sombra; el potrero que se hizo tenía en efecto tanta extensión, que hacía en él un calor asfixiante como el que se sufre en las faldas de las montañas. Se descubrió que los dos ancianos no tenían suficientes fuerzas para caminar y los metieron á ambos en un cuero, que llevaban dos soldados por medio de un palo; cuando hicimos alto los tiraron al suelo á mi lado; sin embargo, dieron las gracias á sus portadores diciendo: -"Dios los recompense, hijos míos. Dios los recompense". Pero al día siguiente se les negó este favor; y fueron horriblemente apaleados por los cabos para que marchasen más de prisa; partía el alma oírlos suplicar con trémulos y bajos acentos, y verlos llegar, una hora después que los demás, cubiertos de tierra y de sangre porque se habían arrastrado á cuatro pies más de una milla. Ese día trajeron varias mujeres; todas, excepto una, me eran desconocidas, pero era evidente que pertenecían á la mejor clase de la sociedad; dos ó tres tenían las chocitas que he mencionado, otras habían formado un toldo tendiendo un chal sobre tres ó más palos; y vi á una pobre niña, que tendría diez y seis años de edad, agachada, acubriéndose con un cuero que se echaba por los hombros; no se movía jamás sino para cambiar su toldito según el movimiento del sol; se sentaba con los ojos clavados en la tierra, y las lágrimas le corrían furtivamente por las mejillas. Una noche los soldados les ordenaron que cantasen; murmuraron apenas un "triste", una de aquellas melancólicas canciones amorosas, que parecen un suspiro de la tarde, y que tanto agradan á los Paraguayos. Escuchando sus plañidos, apenas más fuertes que la brisa vespertina, pensaba que nunca había oído notas tan lastimosamente tristes.

Poco después de nuestra llegada, D. Benigno, Berjes y Carreras fueron llevados á otra parte; á mí me apartaron de los demás y recibí mejor alimento que ellos; si me hubieran puesto á cubierto del sol y me hubieran suministrado más agua, habría podido aguardar pacientemente hasta el fin -ya fuera para recibir la muerte á que me habían condenado, ó para alcanzar mi libertad. Mis sufrimientos por la sed eran intensos; se me reventaban los labios y tenía la lengua seca y mohosa como un enfermo de tifus; para aumentar su cruel intensidad, á pocos pasos de distancias corría un limpio arroyo. Durante todo el día, siempre que pasaba un oficial, se oía el débil grito de -"¡Agua, señor, por amor de Dios; un poco de agua!" Les suplicaban en los tonos más tiernos centenares de personas que se morían de sed. Los que dormían, al oír estas palabras soñaban tal vez, como me sucedió á mi muchas veces, con dulces corrientes y con frescas fuentes, y se despertaban de repente creyendo que la hora en que se distribuía el agua había llegado, al tocar la realidad se dejaban caer en tierra lanzando gemidos, con la amargura del desengaño. Sin embargo, cinco minutos de tiempo y algún trabajo nos hubiera proporcionado el favor que tan inútilmente pedíamos.

Continuaron interrogándome con intervalos; algunas veces me mandaban llamar á media noche, ó al amanecer, y se me interrogaba ocho ó diez horas seguidas. Aun ahora mismo admiro cómo pude hablar tanto y decir tan poco, y no me sorprende absolutamente que el padre Román me amenazara siempre con fusilarme ó mandarme al potro. Pero creo que tenía un amigo secreto en el padre Maíz; este deseaba mucho instruirse, y solía conversar largamente conmigo sobre tópicos que nada tenían que ver con la conspiración, lo que disgustaba grandemente á su irascible colega. Ofrecí también levantar de memoria un piano minucioso de la Legación; eché a perder intencionalmente dos que hice, pero Román me los hizo pagar, deteniéndome toda una noche sin dormir para rehacerlos, tenía por objeto eludir las preguntas que se me hacían sobre mis declaraciones; porque un solo error bastaba para perderme, probando que no era tan criminal como lo pretendía. Vacilé un día en llamarme, "reo confeso"; Román me atacó instantáneamente. -¡Cómo! ¿no es Vd. criminal? ¿Debo mandarle al tormento para poder tomarle la declaración de nuevo? ¿Esa bestia de Washburn no es conspirador tampoco? Protesté que me había comprendido mal, y que yo era el más culpable de los hombres. "¡Ah! dijo, lo verá cuando le mande fusilar". ¡Qué consuelo!

Los vi una tarde ocupándose en poner á un extranjero en la Uruguayana. Vi su cara solo por un momento: estaba mortalmente pálido, y extendía las manos en actitud de quien pide compasión. No he podido averiguar quién fuera, pero estoy cierto de que no era paraguayo.

A retaguardia de mi rancho, estaban encarceladas las dos hermanas de López, doña Inocencia de Barrios y doña Rafaela de Bedoya; cada una estaba presa en una carreta, que tenía cerca de siete pies de largo, cuatro de ancho y cinco de alto. Estas  desgraciadas señoras permanecieron más de cinco meses encerradas en aquellas cárceles portátiles. Las vi á menudo cuando pasaban por delante de mi rancho, con dirección al "Tribunal"; el frente y las ventanas estaban tapadas, y la puerta trasera asegurada con un candado; pero se había practicado una abertura en el frente, que tendría seis pulgadas de alto, por la que, según creo, se les entregaban sus alimentos. He oído muchísimas veces que algunas criaturas lloraban dentro de ella, pero no sé si eran las suyas. Los sufrimientos que soportaron, sobrepasan casi todo lo que se puede imaginar. En Diciembre de 1867, sus maridos se acarrearon el odio de López, según se dice; porque los discursos que pronunciaron al presentarle la espada de honor, no fueron bastante patrióticos; desde entonces fueron detenidos, y sus familias recibieron orden de partir para San Fernando. Se las arrestó á principios del año siguiente. D. Saturnino Bedoya fue acusado, primero de haber robado la Tesorería (era Tesorero general), y después de ser cómplice en la pretendida conspiración. Protestó su inocencia, pero fue puesto en el tormento, y se lo aplicaron con tanta crueldad, que le dislocaron el espinazo y murió con una atroz agonía. El general Barrios, para escapar á un destino tan horrible, quiso suicidarse cortándose el pescuezo, pero la herida, aunque profunda, no lo era suficiente para tener un resultado fatal; se la vendaron y se le fusiló al día siguiente. Su esposa y hermana fueron sacadas de la cárcel y obligadas a presenciar su ejecución. Las infelices, desesperadas y fuera de sí, expresaron como era natural su dolor por la barbarie contra-natura de su feroz hermano; cuando él lo supo ordenó que las azotasen de una manera ultrajante á la decencia y á todo sentimiento de humanidad; y sus órdenes fueron inmediatamente ejecutadas. No quedando satisfecho con esto, las mandó de nuevo á sus cárceles, y las obligó mediante amenazas de un tratamiento peor todavía á dar falsos testimonios contra sus asesinados maridos. En Diciembre de 1868 obligó á su madre á dejar su casa de la Trinidad, en donde había permanecido brutalmente presa por cerca de dos años, e ir a Luque, capital provisoria. Allí, delante del altar de la iglesia, la hizo jurar que ella solo reconocía por hijo suyo á Solano López, y que maldecía á los demás por rebeldes y traidores. Se excusó lastimosamente alegando su ancianidad (tiene más de setenta años) y estar enferma del corazón, para no cumplir con la orden; pero el oficial encargado de ejecutarla, le dijo que tenía que obedecer ó morir, y se vio obligada á mentir. Creo que la triste historia de los crímenes de la humanidad no puede registrar uno que sobrepase éste, por su despiadada crueldad. Era una madre viuda, que había visto ejecutar como criminales á su hijo menor y á sus dos yernos; de los hijos que le quedaban, uno estaba preso, y el otro, por ser un demonio encarnado, era odiado y maldecido por millares de personas; sus hijas estaban ultrajadas y enjauladas como bestias salvajes, y ella en el desamparo de la vejez, se veía obligada, bajo pena de muerte, á pronunciar maldiciones contra los muertos y los vivos, que le eran más queridos, y esto por orden de su hijo mayor, criatura monstruosa que antes había alimentado con tanta ternura. Preferible le habría sido morir; pero mil veces mejor habría sido que su hijo no hubiera nacido.

(El texto reproducido aquí ha sido tomado del libro de Jorge F. Masterman, Siete años de aventuras en el Paraguay (Buenos Aires: Palumbo 1911), páginas 161 a 185. Masterman, que había prestado servicios al gobierno paraguayo, se vio envuelto en sospechas concernientes a su participación en una conspiración, fue arrestado, torturado y, finalmente, puesto en libertad por intervención de la marina norteamericana, enviada al Paraguay para liberar al cónsul norteamericano Washburn, supuesto autor de la conspiración).

 

 

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RESIDENTAS, DESTINADAS Y TRAIDORAS

TESTIMONIO DE MUJERES DE LA TRIPLE ALIANZA

COMPILADOR GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

Tapa: Julio Cacace

RP ediciones – CRITERIO,

Asunción-Paraguay  - 1991 (pp.159)

 

 

 

 

 

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Cándido López, (DETALLE). Pasaje del Arroyo San Joaquín, 16 de Agosto de 1865,

Óleo sobre tela de entre 1876 y 1885, 40 x 103.5 cm. Colección Museo Histórico Nacional - República Argentina

CANDIDO LÓPEZ - EDICIÓN GRUPO VELOX





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