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JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO

  MI CAPITÁN - Cuento de JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO


MI CAPITÁN - Cuento de JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO

MI CAPITÁN

Cuento de JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO

 
 
 
 
 
MI CAPITÁN

El silbido intermitente de un ynambú-guasú se acercaba como enarcando el paso. Quedé quieto, al acecho, hundido en la hojarasca. Era un bosque sin trinos, algazara de loros ni aullar de carayaes. Como cobriza curiyú reptaba a mi lado un arroyuelo entre el verde oscurecido de culantrillos lánguidos. Me afirmé en las manos y moví lenta, muy lentamente la cabeza. Estaba allí, a tres pasos, grande, como un gallo. Contuve el ciego impulso de saltar. Se aireó las plumas; silbó, mostró el trasero. Lo vi alejarse en la claridad violeta del crepúsculo, Dejé caer la cabeza sobre el brazo, Sentí el gusto salado de mis lágrimas.

Había corrido atropellando la maleza hasta caer extenuado. En el apuro, dejé caer mi fusil en el maizal. Desperté cuando la oscuridad comienza a salir de entre los árboles como un fantasma mudo. Tuve ganas de aullar de miedo y hambre. Pero al clamor acudirían demonios armados de cuchillos. Me sacarían los ojos y los dientes; me arrancarían el corazón; me arrojarían al río para derivar como escarmiento crucificado en maderos de jangada. Si me quedaba quieto me confundiría con la tierra hasta que me absorbieran las raíces y me llevaran poco a poco en la sangre de un árbol hasta alcanzar el sol. Sentí un inmenso alivio. Hasta que con el ynambú volvió silbando la esperanza. Era demasiado joven para aceptar la muerte, esa cosa absurda incomprensible, que le acontece a los demás.

-¡Virgen de Caacupé, hazme que vuelva el condenado bicho!

No volveré a dudar del poder de la oración. Otro silbido me anunció la inminencia del milagro. Mi fe se acrecentó al verlo multiplicado en un casal. El macho escarbaba y se apartaba cortés. Una prieta dama lo seguía picoteando la tierra en el sitio despejado. Estaban cerca, pero aún fuera de mi alcance.

Me tuve que mover para afirmar el salto. El macho, alerta, hizo con el cogote un retorcido signo de interrogación. Algo le dijo a su pareja porque ella, dando un rodeo, se fue a beber en el arroyo mientras su concubino no me perdía de vista.

Ni me recuerdo cómo fue que le agarré. Casi le clavo los dientes. La viuda escapaba en aspavientos, tratando de volar en su desesperación. Tuve ganas de gruñir. Sentí que odiaba al desgraciado ynambú que ya daba en mis manos sus postreras pataletas.

Desplumé mal que mal al pobre bicho, lo destripé en el arroyo con el filoso cuchillo que aún conservo; lo atravesé con un palo; junté leña; cavé con el machete un pozo al pie de un árbol de salientes raíces para esconder lo más posible el fuego. Entonces me acordé de que no quedaban fósforos, pero sí algunos cartuchos de máuser en la bolsa de víveres. Los conté maquinalmente vaya uno a saber por qué. No alcanzaban a veinte. Eran todo mi parque. Aunque ya no tenía fusil me pesó malgastar uno. El capitán no lo hubiera permitido así tuviéramos que comer la carne cruda. Pero ahora estaba fuera de su alcance, libre por fin de la pesadilla de aquel hombre. Le saqué a un cartucho el proyectil; volqué la pólvora sobre un puñado de ramitas y hojas secas; golpeé el cuchillo en el machete hasta que salió una chispita y estalló la llamarada. Fue un momento feliz de mi existencia.

El ynambú se asaba despidiendo un delicado olorcito. Sentado a la turca sobre mi manta extendida, disfruté de mi hambre como ante una mujer desnuda que nos pertenece. Ahí nomás se secaban mis destrozados zapatones reyunos. El fuego oreaba el tronco del árbol y chamuscaba las raíces. Alrededor, la oscuridad más negra. Me sentía contento y seguro. Era el comienzo del fin de la aventura. Meses y meses de derrota en derrota, de hambre en hambre; tiritando de frío, reventando de calor, comidos por garrapatas, uras, piojos, tábanos y mosquitos; acosados como bestias detrás de un loco empecinado sin qué ni para qué. Algunos desertaban o se pasaban al enemigo para servir de vaqueanos, pero eran los menos. Sabía muy bien que mientras viviera mi capitán me sería imposible abandonarlo. Muchas veces tuve ganas de pegarle un tiro. Pobre mi capitán tenía el vicio de .fumar y yo era propietario de una pipa. Cuando no había cigarros la llenaba con picaduras de puchos mezclados con espartillo y me acercaba a convidarlo. Se ponía contento como un chico. Pasando de boca a boca aquella porquería amanecíamos charlando. Así llegué a sentir su pensamiento, tal vez mezclado con saliva, pero no alcancé a comprenderlo hasta mucho después. "Si algo me pasa, quédate con mi libreta -me decía, golpeándose el bolsillo-; puede que tú la entiendas, conoces el contexto".

Pasamos lo peor cuando nos embretaron entre un cerro y un pantano. Nos hicieron pedazos con morteros y aviones. Mandaron a la carga arruinados conscriptos reclutones, torpes y caprichosos. ¡Cuánta madre llorando en esos campos de Dios! Nos abrimos paso con granadas, tiros a quemarropa, enredados en lianas, macheteando tacuapíes, revolcados en la sangre y el horror en una suerte de locura entusiasta, embriagados con el frenesí de la batalla. Escapamos doce hombres, incluyendo a Pabla, que no tenía dos huevos sino cuatro. Pues bien, al capitán se le antojó mandar carnear un buey ajeno para celebrar el triunfo.

-Compañeros, los dejamos atrás a esos hijos de la diabla. Necesitan tiempo para desplegar un nuevo dispositivo de cerco. Entre tanto nosotros marcharemos sobre la capital. ¡Animo muchachos, la victoria está cerca!

¡Hurra'aa!- gritamos, levantando los fusiles!

¿Quién se iba a animar a decirle que estaba más loco que una cabra? Así fue como vinimos a parar a la cordillera de Altos, a unas ocho leguas de Asunción, hambrientos y extenuados, mientras el enemigo nos buscaba en los confines del Amambay. El capitán ordenó un día completo de descanso antes de emprender las acciones decisivas que, según nos dijo, tenía planeadas. Nos mandó a Pabla, al viejo Atalaya, a Lucas Portillo y a mí a buscar choclos en un maizal que habíamos divisado desde un cerro. El sembrado estaba entre el monte y una huella de carretas. Lo prudente hubiera sido esperar que oscureciera, pero el hambre era mucha. Portillo y Atalaya se quedaron en el linde para vigilar, mientras Pabla y yo, con una bolsa de arpillera cada uno, nos arrastramos por los surcos. Eran crinudos choclos, de rozado, gordos, tiempos, olorosos. Como el fusil me estorbaba, lo dejé en el suelo para llenar mi bolsa lo antes posible.

-No dejes tu fusil -me advirtió Pabla-, que si nos salen los fuerzas vas a correr en vez de usarlo.

 -¡No ha de!- le dije alegremente, pensando solo en la comida!

Me rebatió una línea de tiradores que se levantó de repente hacia el borde del camino y atropelló el maizal soplando fuego “¡Que los degüellen por la nuca!”, oí que bramaban entre la gritería. Para qué discutir con los maleducados. Salí inflando camisa sin sentir los talones.

El pajarraco sin sal se me antojó delicioso. De sobremesa, cargué mi mixtura en mi cachimbo y me puse a reflexionar como un burgués ante la chimenea. Estaba solo, perdido, desarmado, pero dueño por fin de mi albedrío. A pocas leguas del lugar donde me encontraba según mis cálculos debía estar Caacupé. Con un poco de suerte muy pronto me hallaría a salvo en casa de mi hermana Ana María. Me imaginé bañado, despiojado, metido en una cama limpia, con el buche lleno de manjares exquisitos. Pero la conciencia, que no entiende razones, me dictaba otra cosa: buscar a Feliciano Palacios y acompañarlo hasta el límite de su locura. Fue lo que hice finalmente. Pero no tuve suerte. Cuando encontré el campamento mi capitán ya se habla ido.

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Hamacaba a uno mi hermanito que estaba en un canasto colgado del techo -me dijo Martina y evoqué a una niña de ojos asombrados-. Madre había prendido una vela a los santos del nicho. Una hilera de chiquilines se chupaba los mocos. Madre los había echado muchas veces. Ellos volvían como alunados a mirar por la mujer tendida en la cama grande. Más que una mujer parecía un indio de tetillas chupadas como hollejos vacíos o un Cristo de palosanto recién bajarlo de la cruz por María Magdalena. "Le dije bien -decía y decía- no vaye, no vaye a dejar que tu fusil". La trajeron unos zaparrastrosos llenos de llagas y tumefacciones, meados por los zorrinos, que para nada ponderaban por los ladridos del perro. Tenía un agujerito en el pecho y un agujerote en la espalda. La bala la bandeó. Madre le limpió la mugre, le lavó las heridas con tapecué y salmuera, las cubrió con papel de astrasa y miel de abeja, la vendó con lienzos calentados con la plancha. Enseguida después le hizo tomar cocido azucarado, con aspirina adentro. La enfermera, más aliviada, siguió retando a alguno que dejó su fusil.

Éramos pobres pero nada nos faltaba. Pobres pero delicados. Taitá trabajaba su cocué y Dios miraba por nosotros.

-Se va a sanar si no se pasma- le dijo Madre a un hombre todo arrugado al que le decían Atalaya. Su aspecto era espantoso, pero ni al perro espantaba. Barcino le hociqueó por todos lados y se tendió a sus pies como si lo hubiera reconocido. Atalaya estuvo todo el tiempo como un santo de palo, con las manos agarradas al caño de su fusil. Taitá mateaba en el solero con un hombre parecido a San Ignacio.

Atalaya y Portillo regresaron al campamento trayendo a Pabla gravemente herida. Mientras Atalaya se ocupaba de ella, Portillo fue a informar al capitán. Lo encontró en la cima de un cerro, recostado en un árbol. Media legua más abajo, el incendio del sol que se hundía en el horizonte se reflejaba en el lago Ypacaraí. El verde de los bosques y el rojo de los caminos se iban diluyendo en una luz morada. Tenía los ojos tristes, perdidos en el vuelo de un solitario tuyuyú que cruzaba el cielo naranja hacia los esteros del Salado. Portillo procuró mostrar las cosas por el lado risueño.

-Lo ví correr sobre el maizal, pasó volando por el monte, las balas perdieron el aliento en su persecución.

El capitán Palacios sonrió. Portillo continuó, más animado.

-Pensaban comer de balde y atropellaron a lo toro. Atalaya entabló a dos fuerzas y yo creo que zambullí a algún otro. Esto les sentó cabeza. Se tendieron a jugarle a Atalaya que quebraba espoletas saltando de un lado a otro, mientras yo iba a sacar a Pabla. De paso me traje una bolsa de choclos.

-Que los cocinen enseguida con los restos de chataca. Y trata de descansar. Cuando sea de noche, caminamos.

Lucas Portillo vaciló.

-¿No lo vamos a esperar? Lo conozco, va a volver cuando se aplaque. Lo puedo ir a buscar, soy perro baqueano y no ha de andar muy lejos. El guazú cuando se asusta corre derecho.

El capitán le apoyó una mano en un hombro.

-¿Para qué? -Le dijo, sonriendo.

¡A la orden! -exclamó Portillo, cuadrándose con la mano en la visera. Habían abandonado esa costumbre. Ambos se echaron a reír. Pabla estaba sentada en un tronco. Tenía el torso desnudo. Le habían taponado las heridas con hojas mascadas, ceniza, y trapos chamuscados. La vendaban con tiras de arpillera. Con las manos apoyadas en las rodillas, miraba el fuego, pensativa.
-¿Qué tal Pabla, cómo te sientes? -le dijo en guaraní, ella no hablaba castellano.

-Te dije bien, mi hijo, no dejes tu fusil. Estaba delirando.

El pantalón de soldado verdeolivo ceñido con cuerdas a las canillas, era un harapo de sangre y tierra colorada. Tenía los pies pequeños, negros, duros. La melena enmarañada, cortada a cuchillo, le daba un aspecto bárbaro, cerril. Imposible calcular su edad. Vino con su compañero. El hombre resultó un inútil, desertó enseguida. Se acompañó con Atalaya, acaso para que no la molestaran los demás. Formaban al dormir un desolado bulto quieto.

-Pabla- insistió el capitán -¿no me conoces?

-Lo puedes precisar, si lo dejas no te darán tiempo de usarlo.
-De balde, mi capitán- dijo Atalaya poniéndole a Pabla una casaca en los hombros -ella no está en su juicio.

Se tragaba la voz el pobre viejo. Tenía el aspecto de un buey manso, pero era un formidable combatiente veterano de la guerra y de tres revoluciones.

-Procura que descanse, y tú también; saldremos de aquí a un rato.

Encontraron junto al lago una canoa sin remos. Buscaron un palo para botador. Cargaron en ella ropas y armamentos. Portillo se hizo cargo de la vara. Se embarcaron el capitán, Pabla y Atalaya. El resto cruzó a pie, agarrándose a la borda en las partes profundas. A Pabla le subía la fiebre. Más allá del lago comenzaban los pirizales y el estero. Hacia el amanecer pisaron tierra firme. Cuatro hombres se turnaban para llevar a Pabla en una manta. No pesaba mucho, pero estaban agotados. Vieron una locomotora que pasaba pitando más allá de unos montes. Un perro ladró. Un hombre de sombrero de paja, azada al hombro y machete en la mano, los observaba en silencio, con la cabeza levantada y la frente fruncida. Su ropa, llena de remiendos, era de una admirable pulcritud. Más allá de una tranquera, escondida entre los árboles, se veía una blanca casa de adobe y techo de paja.

-Buen día -dijo el capitán adelantándose.

El hombre tardó un momento en responder. Buen día.

-Traemos a una mujer herida, ¿nos permites llegar?

-¡Cómo no!

Tres hombres se apostaron afuera con orden de no dejar salir a nadie de la casa. La patrona, bajo la vigilancia de Atalaya, se ocupó de Pabla.

Mientras el resto de la tropa preparaba en la cocina, reviros y cocidos, el capitán se puso a matear con el labrador. Le explicó algunas cosas y le hizo algunas preguntas, que el hombre contestó con buena voluntad y buen criterio.

-Veo que estamos en casa de un señor, -le dijo el capitán- Vamos a pasar enseguida. No podemos llevar a la mujer. Si la entregas la matarán. Queda a tu cargo.
-Así es- asintió el hombre.

El Capitán se asomó a la habitación.

-Atalaya, nos vamos.

-¡Listo!

Se echó el fusil al hombro y salió sin mirar atrás.

El plan de Feliciano Palacios era internarse de nuevo en el estero, hacer un rodeo y salir más allá del arroyo Yuquyry. En esa forma, si el labrador delataba, sería posible despistar al enemigo. Atalaya caminaba algo rezagado. Barcino lo acompañó por largo trecho. Cuando entraban a los pirizales, se detuvo. Ladró para decirle que Pabla quedaba en buenas manos y regresó al trotecito con el hocico por el suelo.

Madre se acercó a Taitá, que recostado en un horcón del solero, mascaba su naco y escupía.

-¡Mi señor! -¡Mi señora!

-Hay orden de dar parte.

-¡Que haiga!

Madre corrió a prenderle otra vela a los santos.
 
 
 
Fuente: 25 NOMBRES CAPITALES DE LA LITERATURA PARAGUAYA.
 
Compilación y selección: SUSY DELGADO.
 
Editorial Servilibro, Asunción-Paraguay,
 
2005 (389 páginas).

 
 
 
 
 
 

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