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JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO

  EL SANTO DE GUATAMBÚ, 1988 - Novela de JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO


EL SANTO DE GUATAMBÚ, 1988 - Novela de JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO

EL SANTO DE GUATAMBÚ

Novela de JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO

Edición digital: Alicante :

 
N. sobre edición original:
 
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
 
Intercontinental Editora, 1988.
 
 
 
NOTICIA SOBRE LAS FUENTES

No por mera presunción algunos personajes de esta novela llevan el mismo apellido que el autor. La historia, que presumo verídica, llegó hasta mí por tradición familiar.

Mi objeto es modestamente literario; pero, como la imaginación que no se afirma en la realidad corre el riesgo de volatilizarse en el delirio, para unir datos dispersos y fragmentarios recurrí a la bibliografía existente y al Archivo Nacional. Son particularmente interesantes los volúmenes 331, 333 y 334 de la Sección Histórica. Contienen detalles de la conjura tendiente a impedir que Francisco Solano López fuera elegido presidente de la república. El tema sólo ha sido tratado marginalmente por los historiadores. Entre otros documentos, cabe mencionar el doble proceso político y eclesiástico a que fueron sometidos, por la misma causa, el presbítero Fidel Maíz y varios sacerdotes y seminaristas.

Conté además con la valiosa y desinteresada ayuda del Dr. José Antonio Vázquez, quien soportó pacientemente el fastidio de mis preguntas. Espero que con la misma generosidad me perdone algunos plagios. Si una idea está clara y bellamente expresada en una frase, no veo la necesidad de cambiarla por una paráfrasis, que oculta el robo pero no lo invalida.

Lectores del manuscrito manifestaron haber quedado con las ganas de saber qué fue de Inocencio Ayala. Ocurre que le perdí el rastro en el momento en que se interrumpe el relato de sus peripecias. No sé si por casualidad o por vericuetos de la sangre y la historia, su pueblo natal, Barrero Grande, se llama ahora Eusebio Ayala.

Espero que Carlos Alberto Pusineri Scala, en una de sus excavaciones arqueológicas, encuentre la prueba material de la veracidad de este relato desenterrando, del campo en que se libró la batalla de Acosta Ñu, al Santo de Guatambú.
 
 
 
 

A don Francisco Franco, un padre que no me otorgó la naturaleza sino la amistad.

A Chichita y Orlando Rojas, quienes hace diez años alentaron los primeros

balbuceos de este libro.

 

 

- I -

 

     Inocencio Ayala regresaba a su valle después de haber cumplido, durante cinco años, el servicio militar obligatorio en la fortaleza de Humaitá. Era de Barrero Grande, o Yukytyguasú, que significa lo mismo, en la región conocida como la Cordillera, que en la época en que se desarrolla esta historia era la más poblada y rica del Paraguay.

     Formalmente los conscriptos debían ser dados de baja a los dos o tres años, pero siempre pasaba algo que prolongaba el servicio. Inocencio había relevado a los que aguardaron que se marchase la expedición naval brasileña al mando del almirante Ferreira de Oliveira; después, cuando ya era tiempo de volver a casa, tuvo que esperar que se fuese la expedición norteamericana, fondeada como la primera en son de guerra cerca de la confluencia de los ríos Paraná y Paraguay. En ambos casos hubo movilización de reservistas y fue inminente el inicio de las hostilidades. Luego el conflicto entre la Confederación Argentina y Buenos Aires hizo que se quedara un año más.

     Los pleitos eran cosa de nunca acabar, como si todo el mundo estuviese empeñado en agotar la paciencia de los paraguayos. El gobierno había evitado hasta entonces el choque atinado, pero se pensaba que, tarde o temprano, éste se produciría. Muchos querían arreglar las cuentas de una vez, para que se respetase al Paraguay y se dejaran de andar provocándole a cada rato y molestando a la gente.

     No había varón cumplido que, en reiteradas ocasiones, no hubiera tenido que dejar su valle, así fuera en tiempo de cosecha, para regresar, al cabo de meses o de años, sin que hubiese pasado nada.

     El viejo presidente Carlos Antonio López siempre llegaba a un arreglo a última hora. Las personas mayores aprobaban su prudencia y las madres lo bendecían. En cambio los jóvenes la consideraban excesiva. Si no fuera por el inmenso respeto que les inspiraba don Carlos, la hubieran considerado lindante con la cobardía. Estaban seguros de que el general Francisco Solano López no se andaría con muchas vueltas para curar de antojos a quienes se prevalecían de la aparente mansedumbre de los paraguayos.

     Los jóvenes concebían a don Carlos como un patriarca severo y providente, prolongación mitificada de las relaciones patriarcales que regían en sus propios hogares. En cambio, quien más quien menos había conocido de cerca al general López. Francisco Solano era como ellos, y acaso sometido como ellos a una autoridad venerable, inapelable, que ponía freno a sus ímpetus juveniles.

     Así pensaban los jóvenes, e Inocencio Ayala era muy joven: tenía veinte años.

     Había padecido por su valle una nostalgia animal. La rudeza cuartelera le hizo echar de menos la serena y protectora autoridad de su padre, el plácido amor de su madre, la jocunda alegría de sus hermanos. Viviendo entre esteros y tierras anegadizas, evocaba la cerranía donde muere el sol y nacen las estrellas; las praderas en flor, los arroyos que se deslizan brincando entre las piedras, las surgentes azules brotando en la fresca sombra de árboles benévolos. La monotonía del rancho le hacía añorar la variedad y la abundancia de la cocina familiar; los trabajos, la holganza; los galones, la igualdad; las órdenes, la libertad. Soñaba y fantaseaba el momento del regreso al hogar.

     Desde Humaitá pudo haber ido en barco hasta Asunción; de allí en ferrocarril hasta Paraguarí, subiendo la Cordillera por el paso de Azcurra, en una jornada más llegar a su casa sin fatiga en cuatro o cinco días a lo sumo.

     Fue lo que le aconsejó el alférez pagador cuando le entregó, fuera de sueldo, la fabulosa suma de cien pesos como premio por su ejemplar comportamiento en el servicio, y para ayudarle a ser tan buen ciudadano como había sido buen soldado. Le dio también una carta para el juez de paz y otra para el jefe de las milicias urbanas, con rúbrica del general López, en las que se recomendaba al soldado licenciado Inocencio Ayala.

     En el momento de partir le dio quebranto separarse de sus compañeros. Decidió hacer el camino a pie con un grupo de licenciados como él, oriundos de las Misiones, Carapeguá y Paraguarí. Tenía una vida por delante para disfrutar de su valle y conocer la Asunción.

     Valió la pena.

     Desembarcaron en la Villa del Pilar, siguieron por el camino que cruza los esteros del Ñeembucú; en los antiguos pueblos de las Misiones Jesuíticas, Inocencio vio enormes edificios de piedra, los más de ellos en ruinas. Vadearon a nado el río Tebicuary. A medida que avanzaba el grupo se iba desgranando. Con cada amigo quedaba un trozo del alma de Inocencio, pero también se llevaba un pedazo, porque eran angyrú, almas compañeras, que por alejadas que estén nunca están del todo separadas.

     Al cabo de un mes de la partida de Humaitá, Inocencio se despidió en Paraguarí del último de sus camaradas. Habían tardado tanto porque cada vez que arribaban a la casa de alguno de ellos se armaba una fiesta como para vivir contándola. Había carneada, sonaba el turú, acudía el vecindario. La farra duraba tantos días como los de más aguante tuvieran ganas de farrear. Al son de arpas, rabeles y guitarras, marcando el ritmo con tamboriles, mimby y gualambáu, los mozos hacían gala de vigor en el ñembopé-mbopé, de ingenio en las relaciones, que pícaramente retrucaban alegres mozas de typoi acampanado. Bailaban viejos y viejas, y hasta el cura, si lo había, bajo la complacida mirada del buen Dios.

                     

   Ahí sale la vieja que quiere bailar,

 

de tanto que es chusca se pone a brincar,

 

no vale que sí, más vale que no,

 

que la uña de vieja te hará un rasguñón.

     Salían de llegada o serenata. Cantaban «tristes» desgarradores, poéticas vidalitas para hacerse compadecer de las mujeres, poniendo una nota de humor y de ironía en los versos y el rasgueo de las guitarras.

     Cuando no había más remedio que seguir andando, el que debía quedarse no se resignaba y se comedía a acompañarles unas cuantas leguas. Se separaban sollozando. No se avergonzaban de llorar cuando les mandaba el corazón.

     En alguna parte Inocencio tuvo una noche y un adiós, con la promesa de volver, que fue sincera. Era demasiado joven para saber que todo regreso es imposible.


 

- II -

 

     Inocencio se había hecho soldado antes de tiempo, entre otras causas, porque desde niño los mayores le atribuyeron más edad de la que tenía y le pusieron en compromisos por encima de sus años. La madre procuraba protegerlo, el padre dejaba que se las viera. Así ocurrió cuando el celador Pablo Odriozola se apeó frente a la casa de don Melitón Ayala para recordarle la obligación de mandar a su hijo Inocencio, que ya estaba bien crecido, a la escuela pública del pueblo; o en alguna otra de su preferencia, si tenía con qué pagar. Doña Robustiana quiso objetar que la pobre criaturita no había cumplido siete años. Don Melitón le mandó que se callara. Así fue como Inocencio fue a parar, con otros chicos que el celador había reclutado en los alrededores, a la escuela del famoso maestro don Severo Acosta.

     Inocencio se iría enterando poco a poco de muchas cosas acerca del maestro, oyendo aquí y allá la charla de las mujeres, las cuales, a diferencia de los hombres, no se cuidaban de mantener cerrada la boca. No había autoridad que se animase a meterse con ellas. No se tenía noticia de mujer libre o esclava metida en el cepo por deslenguada. «Kuñá» significa «lengua del diablo»; «kuimbaé», varón, «dueño de su lengua». Fue lo que replicó el maestro Severo Acosta a un alumno que quiso saber demasiado sobre los tiempos del Dictador Perpetuo.

     Estaba prohibido hablar ni en favor ni en contra del Dr. Francia, para evitar la repetición de los disturbios que se produjeron inmediatamente después de su muerte. Las pocas veces que se lo nombraba, los hombres se descubrían, respetuosos o asustados. Las mujeres se persignaban; algunas para que Dios lo tuviera en su Santa Gloria; otras, para que el diablo en lo más profundo del infierno.

     No se olvidaba que suprimió el diezmo y casi todos los demás impuestos, amén de librar absolutamente de ellos a los pobres. Y también de la obligación de servir la mitad del año en las milicias, acudiendo con armas, caballos y avíos propios a guarnecer lejanos fortines o a pelear en guerras que nada tenían que ver con ellos. Formó el ejército regular con gente paga, que se encargaba de cuidar el país mientras los pacíficos se dedicaban tranquilamente a lo suyo. Por eso no todos estuvieron conformes cuando se organizaron las milicias urbanas y se estableció el servicio militar obligatorio, y hubo frecuentes levas y movilizaciones. Pero, de ley pareja nadie se queja.

     Don Severo Acosta había sido alumno del Colegio de San Carlos, en la Asunción, y profesor del mismo hasta que el Dictador cerró el único instituto de enseñanza media que existía en el Paraguay. Fue compañero en el aula y en la cátedra de don Carlos Antonio López. Don Carlos se refugió en una estancia de su esposa, cerca de Villa del Rosario; don Severo en Barrero Grande. Se dedicó a la lectura y la enseñanza para entretener el ocio, en vez de pasarlo como tantos jugando barajas con naipes fabricados del papel de los libros.

     Cuando el maestro de la escuela pública se retiró de puro viejo, el Dictador nombró a don Severo en su lugar, con veinticinco pesos de sueldo. No los necesitaba. Era hijo del portugués Acosta Freire, el ganadero más rico de la región, que se había salvado de multas y confiscaciones.

     No era un pobre de solemnidad como muchos linajudos de la región cordillerana, que quedaron en la calle con la supresión de las mercedes reales otorgadas durante la época colonial, mediante las cuales unos pocos privilegiados se habían adueñado de casi todo el país. Los agricultores dejaron de pagar arrendamiento por tierras que habían cultivado desde tiempo inmemorial, y los más se hicieron propietarios de alguna parcela.

     Don Melitón Ayala era dueño de la tierra que cultivaba. Tenía una sólida y amplia casa de adobe, una carreta, varias yuntas de bueyes, unas cuantas lecheras y algunas cabezas más de ganado que pastaban en los campos comunales. Y un esclavo, taitá Simón, santero y ebanista, que tallaba santos milagrosos y los instalaba en nichos primorosamente labrados. Taitá Simón tenía rancho y taller aparte, comía a costa de los Ayala, sin que a éstos se les ocurriera sacar sisa de las ganancias del negro o pedirle que colaborara en las tareas agrícolas con abandono de su arte. Sea como fuere, no era poca cosa tener un esclavo de la calidad de taitá Simón.

     Murmuraban las mujeres que el presidente Carlos Antonio López, tan falto como estaba de personas instruidas, no había llamado a don Severo Acosta a la capital porque era cuñado de don Juan Bautista Rivarola. Había intentado éste presentar en el primer congreso que se reunió después de la muerte del Dr. Francia, un proyecto de Constitución que no fue del agrado de don Carlos, y en el que se sospechaba había metido mano el maestro de escuela.

     Sin embargo, don Severo gobernaba su escuela del mismo modo que don Carlos el país. No se le escapaba detalle, en todo intervenía. Exigente, despótico, implacable, no dejaba al alumno más opciones que estudiar o morir molido a palos. Usaba el método por el cual los más antiguos enseñaban a los más nuevos. «Qui docet, dicit. Sólo sabe el que ha enseñado», era la máxima del maestro. Hubo una ocasión en que se pusieron a prueba las ventajas y defectos de su pedagogía.

     A poco de ser elegido presidente, don Carlos mandó a los pueblos del interior del país una circular ordenando que fuesen enviados a la capital los jóvenes que supiesen un poco de latín. Se trataba de remontar con ellos, en el menor tiempo posible, el raleado clero nacional. En un cuarto de siglo de Dictadura no se había ordenado un solo sacerdote. Lo más expeditivo hubiera sido traer curas del extranjero, lo mismo que se importaban ingenieros y técnicos. Pero, seguramente esto fue algo que a don Carlos ni se le pasó por la cabeza.

     El partido de Barrero Grande envió una docena, todos alumnos de don Severo Acosta. Lastimosamente se comportaron de un modo poco acorde con la vocación sacerdotal. En castigo el Presidente de la República los enroló en el «cuerpo privilegiado de la marina». Los más de ellos se hicieron oficiales.

     La mayoría de los chicos dejaba la escuela al cabo de un año o dos, después de haber aprendido a leer y escribir, sumar y restar, y no todos a multiplicar y dividir. En cuanto al catecismo, que lo aprendieran en la iglesia.

     A los más despiertos don Severo los obligaba a quedarse o los mandaba a la escuela de artes y oficios que dirigía un inglés contratado por el gobierno. No atendía a los ruegos de las madres, que decían necesitar a sus hijos para que ayudasen en las tareas agrícolas. Inocencio tuvo esa desgracia.

     -No, la señora -le dijo riendo don Severo a doña Robustiana, que suplicaba plañidera- tendrá que estudiar quiera o no quiera, le guste o no le guste, para que el Paraguay deje de ser un país de pura gente idiota, como decía el Dr. Francia, o de rústicos imbéciles, como dice el presidente López.

     Si había algún prófugo, lo iba a buscar el celador Pablo Odriozola y lo traía de la oreja. La distancia o la falta de recursos no valían como pretextos para la deserción. Los indigentes eran alojados, alimentados y vestidos por cuenta del Estado. En Barrero Grande había muy pocos en esa situación. En cuanto a los útiles y textos, eran totalmente gratuitos.

     Tuvo pues Inocencio que continuar la rutina de caminar media legua de ida por las mañanas, y regresar del mismo modo por las tardes, todos los días, salvo los domingos y fiestas de guardar y unas cortas vacaciones en lo más duro del verano y del invierno. La inasistencia injustificada y la impuntualidad eran castigadas con azotes.

     Con dictados del maestro y textos que pasaban de mano en mano o se leían en grupo, en la escuela se estudiaba geografía, historia profana, gramática y latín. A unos pocos voluntarios, don Severo enseñaba francés.

     Además de estas materias, había que aprender el «Tratado de derechos y deberes del hombre social», escrito por don Carlos Antonio López, que decía en uno de sus párrafos:

     «Desdichado el pueblo que ignora que la soberanía reside en él; pero desgraciado también el que no conoce la necesidad de someter su propia fuerza por su propia felicidad y por el bien común. En el primer caso será su destino el de la más despiadada esclavitud, en el segundo de la más insoportable y horrorosa anarquía... Hemos adoptado el sistema republicano. Llamamos a nuestro estado república y cada uno lleva el nombre de republicano. Bien, pues no nos hemos de contentar con los nombres sino con la realidad de las cosas. El sistema republicano es el resultado de las virtudes civiles y de las luces... Jóvenes, el tiempo es nuestro. No tenemos tiranos que nos aflijan ni privilegios con que luchar, ni clases que destruir; puede entonces la ilustración conducirnos en brazos de la prosperidad...»

     También se usaban como texto artículos seleccionados de «El Paraguayo Independiente», los más de ellos salidos de la pluma del mismo don Carlos:

     «La independencia de la República del Paraguay es la base y condición indispensable para la felicidad de sus hijos; casi todos ellos vieron la luz del día en los brazos de su patria soberana, libre de toda sujeción extranjera. Sin independencia ya la verían subordinada a una voluntad lejana e improvidente cuando no hostil, y sus costumbres, opiniones y destinos esclavizados al arbitrio ajeno: basta la sola idea para excitar la indignación.»

     El maestro Severo Acosta ponía especial empeño en que sus alumnos leyeran, copiaran y retuvieran en la memoria algunos párrafos en los que don Carlos Antonio López se refería a la Dictadura Perpetua. Como por ejemplo uno, extractado de «El Paraguayo Independiente»:

     «Una de las grandes dificultades que el Gobierno nacional ha encontrado, y encuentra en sus trabajos, y empresas de mejora y adelantamiento, está en los hábitos de inercia, en esa falta de espontaneidad, que ha arraigado tan profundamente en el espíritu de nuestros conciudadanos la Dictadura tan larga y tirante, que ha tenido el país. Parece que nadie tuviera inspiraciones y voluntad propia. Se quiere y se espera que el Gobierno lo haga todo, y se halla el Gobierno en la penosa necesidad de hacerlo todo.»

     Y otro, tomado de «El Semanario»:

     «No ha habido entre los paraguayos quienes aclamasen, ensalzasen y victoriasen a su Dictador; que le tributasen la más pequeña demostración de afecto público; o le ahogasen, y embriagasen insensándolo todos los días. Ese Dictador tan severo y temido, no logró jamás ver a su alrededor más que un silencio sepulcral y una soledad espantosa; signos inequívocos de la dignidad y elevación que mantenía ese pueblo al que algunos pretenden pintar degradado en su especie.»

     La lectura del periódico oficial «El Semanario» era habitual no solamente en la escuela, sino también en la iglesia, en las reuniones de las milicias urbanas, en las pulperías, en los cuarteles. De este modo la población estaba al tanto de cuanto hacía el gobierno, de los progresos del país y de la continuamente tensa situación internacional.

     De vez en cuando, a pedido del maestro, el naturalista sueco Eberhard Munck, que había venido en viajes de estudios al Paraguay en 1841 y se quedó para siempre, les hablaba de plantas y animales. Don Cirilo Antonio Rivarola de unas leyes de Partidas que era preciso derogar antes de que a algún loco se le antojase aplicarlas. Lo más entretenido era cuando venía de visita el presbítero Fidel Maíz, párroco de Capilla Duarte, distante unas diez leguas de Barrero Grande. Una vez les contó la divertida historia de un tal Cándido, que vino al Paraguay en compañía de Cacambo, su sirviente. Cándido tenía una novia llamada Cunegunda; y un maestro, Pangloss, que en nada se parecía a don Severo Acosta.

     A pesar de tan beneméritos servicios, no se libraba don Severo de las murmuraciones. Había quienes maliciaban que era apóstata y luterano; otros aseguraban que escondía libros heréticos. Y en verdad el maestro iba poco a la iglesia. Lo hizo el día en que un cura de paso, llamado Manuel Antonio Palacios, alertó en un sermón virulento a los buenos cristianos para que se cuidasen de cierto «rusoniano», que envenenaba las almas puras de los jóvenes inocentes con ideas anarquistas. Satanás se viste con diversos ropajes, sin desdeñar los hábitos del cura ni la toga del letrado, como el lobo se cubre con una piel de oveja para devastar el rebaño de Nuestro Señor.

     Inocencio era obediente, aplicado y nada tonto, pero no se hallaba en la escuela. Poco de lo que le enseñaban tenía sentido para él, que no aspiraba a otra cosa que ser un labrador como su padre. Debía hacer grandes esfuerzos para retener materias tan abstrusas. En cambio le encantaba ayudar a taitá Simón, que era una especie de mago para él, y de él aprendió la habilidad de labrar retablos con la Virgen y el Niño, San José y los pastores, serafines y querubines, el burro y la vaca y los tres reyes magos montados en briosos parejeros.

     Se libró del suplicio de gramáticas y latines cuando don Melitón recibió una mala cornada de un novillo que estaba amansando para buey, y su madre logró persuadir a don Severo de que a Inocencio, que ya era un muchachón de doce años, se lo precisaba en su casa.

     Volvió a ser un campesino, mas no por mucho tiempo.


 

- III -

 

     La casa de don Melitón Ayala no estaba en el pueblo o capilla de Barrero Grande, sino a media legua de éste, lindando con Acosta Ñu. Se llamaba así el paraje porque perteneció al portugués, o más exactamente brasileño Acosta Freire, padre del maestro Severo Acosta y suegro del capitán Juan Bautista Rivarola, ya fallecido, que casó sucesivamente con las dos hijas del rico hacendado, las cuales heredaron las dos terceras partes de los bienes de su padre. Como don Severo, solterón empedernido, vivía consagrado a su escuela, la casona y los campos de Acosta Ñu quedaron en posesión exclusiva de los hijos y nietos de don Juan Bautista.

     Los Rivarola eran muchos y había de todo en la familia; pero tenían algo en común: eran sumamente engreídos y presumían de abolengo.

     En réplica, los que entroncaban con las veinte familias godas y patricias que habían estado en el candelero bajo la soberanía de España y se creían los verdaderos aristócratas, aseguraban que los Rivarola fueron unos pobretones, sin figuración ni relevancia en la sociedad colonial, y sólo uno de ellos, Juan Bautista, adquirió cierto renombre, como otros de su laya mediopeluna, por su participación en los disturbios de la independencia; y acceso a la fortuna por sucesivo casamiento con dos ricas herederas.

     Solía decir el maestro Severo Acosta que estas zonceras de linaje nunca se tomaron en serio, y citaba a Félix de Azara, quien, en las postrimerías de la época colonial, describía al Paraguay como «el país de los iguales». La revolución acabó de nivelarlos.

     El Dr. Francia persiguió, empobreció y degradó socialmente a godos y patricios. Los Rivarola afirmaban, con dudoso fundamento, que habían sido declarados por el Dictador mulatos hasta la quinta generación. En verdad, murmuraban lenguas viperinas, el bando respectivo había sido firmado por el cónsul Fulgencio Yegros, que se preciaba de ello, y afectaba a los españoles de alto coturno. Mal podía alcanzar a los Rivarola, que eran de origen genovés, marranos seguramente, y con siglos de arraigo en la provincia. Acotaban malignamente que si bien había entre los Rivarola algunos rubios de ojos azules, por misterios de la naturaleza o diabólicos efluvios del Dictador Perpetuo, que era un mulato hecho y derecho, predominaban los de piel oscura, con motas en la cabeza. Inmunes a la maledicencia, ellos, y ellas sobre todo, continuaban pregonando su linaje y su limpieza de sangre en un país gobernado por el hijo de un sastre, que muy poco se fiaba de la gente de cuna.

     Don Juan Bautista había sido sin disputa el más ilustre de los Rivarola. Siendo estudiante del Colegio de San Carlos tuvo que cambiar varias veces la pluma por la espada. Combatió en Montevideo y Buenos Aires contra las invasiones inglesas. Se distinguió en las batallas de Paraguarí y Tacuary peleando contra los porteños. Fue herido en la última. Jugó un papel decisivo en la preparación y ejecución de la revolución de mayo. Se mostró desde el principio partidario decidido de la independencia y la república. Fue diputado en todos los congresos que siguieron y alcalde de primer voto en el Cabildo de Asunción. Apoyó la dictadura temporal del Dr. Francia, inspirada, como el consulado, en idealizadas instituciones romanas. Se opuso abiertamente, con Mariano Antonio Molas, a la dictadura perpetua, por considerarla violatoria de los principios republicanos. No quiso participar en la conspiración de 1820 contra el Dictador Perpetuo, pero no delató a los conspiradores, que eran sus amigos o parientes, o habían sido sus condiscípulos o compañeros de armas. Por este crimen iba a ser fusilado. Lo salvó su hija María Inés, que suplicó al Dr. Francia, padrino de la niña y compadre de don Juan Bautista, que le perdonara la vida. Puesto en libertad, continuó desempeñando algunas funciones públicas, para retirarse finalmente a la estancia de Acosta Ñu. Muerto el Dictador, intentó proponer al congreso una constitución liberal. Don Carlos impidió que los soldados lo mataran allí mismo, y le mandó que se callara la boca. Pocos años después, sus amigos quisieron proponerlo candidato a la presidencia de la república. Respondió con las mismas palabras que usó don Carlos para rebatirle en el congreso: no se debe aspirar a más de lo que se puede.

     Paradójicamente, el orgullo de una familia tan infatuada era un hombre sencillo, bondadoso, desinteresado. Ejecutaba sin vacilar, asumiendo los riesgos, lo que consideraba su deber. Luego se hacía a un lado, sin resentimientos y acaso con alivio, para que otros cargasen con el mérito. Murió de viejo. Los representantes del gobierno en Barrero Grande no creyeron necesario rendir honores oficiales a un prócer de la independencia.

     Don Severo Acosta aludió a ello sobre la tumba de su cuñado y amigo. Mentando a Plutarco, dijo que la ingratitud hacia los grandes hombres es una característica de los pueblos fuertes; pero Dios le había dado en cambio a Juan Bautista la felicidad, el premio consuelo que concede a las personas generosas.

     Los alumnos de la escuela asistieron al entierro.

     Los hijos varones de don Juan Bautista eran tanto o más leídos de lo que había sido su padre. En tiempos de la Dictadura, entraban al país herméticamente cerrado algunos libros por la estrecha rendija abierta en Itapúa. Pero ninguna gaceta. Se vivía en la feliz ignorancia de cuanto acontecía en el mundo. Y en el propio país, abajo de la Cordillera. Un solo hombre se informaba, pensaba y decidía por todos sus compatriotas. Lo hacía con absoluta integridad, abnegación sin límites e indudable amor a la Patria y al pueblo. Aniquiló a la clase dirigente, que había medrado en desmedro de la Provincia, pero que poseía cultura europea y había aprendido a gobernar en trescientos años de ejercicio. Los estancieros y yerbateros medianos que habían iniciado la revolución, pronto se vieron enredados en mandonismos, rencillas e ineptitudes. Empezó a agitarse peligrosamente la campaña, o el «común» como se decía en aquel entonces para referirse al pueblo. Llamaron al Dr. Francia no una vez sino dos para que se hiciera cargo de un poder que ellos eran incapaces de controlar. Pronto mostraron su índole levantisca, que amenazaba sumir al país en el caos y la anarquía, como el que asolaba las provincias de costa abajo. De allí la dictadura perpetua, que dejó por mucho tiempo resuelto y fuera de discusión el problema del poder político. Aplicó como principio rector que se asegura la paz pública gobernando al servicio del pueblo, entendiendo por pueblo justamente al común. Hubo que aplastar sin piedad a quienes intentaron revelarse afectados por aquel principio. Tuvo que cerrar el Cabildo de Asunción, en el que cacareaban sus gallos, y el Colegio de San Carlos donde afilaban las espuelas sus gallitos. «Minerva duerme mientras Marte vela». Los campesinos que lo apoyaban eran demasiado atrasados y estaban demasiado dispersos para participar directamente en el poder o influir sobre éste. Se vio obligado a servirse de oficiales modestos y de funcionarios mediocres, personas sin gravitación propia ni amor a la responsabilidad, incapaces de hacer o proponer nada por propia iniciativa. El común, libre de cargas y alborotos, llevó una existencia casi idílica, como habitante de una ínsula fantástica. Pero, el discípulo de Rousseau, de Voltaire y de Raynal; el estudioso de la gran revolución francesa, el émulo de Robespierre; el lector de la Enciclopedia, el matemático y el naturalista, el astrónomo que exploraba el universo con un teodolito; el ateo doctor en teología que quiso reemplazar a Dios, acabaría quejándose de que el Paraguay fuera un país de pura gente idiota. Sintiéndose morir quemó los papeles que seguramente contenían el resultado de sus estudios y meditaciones, y provocó un incendio en su casa. Se negó a designar un sucesor que tutelase a un pueblo al que dejaba en la orfandad. ¿Creyó tal vez que había fracasado? La Dictadura Perpetua había sido instituida en un congreso, veinticuatro años atrás, «con calidad de ser sin ejemplar». Y en efecto, no recuerda la historia del mundo un ejemplo parecido, una tragedia semejante.

     Don Carlos Antonio López jubiló a los viejos funcionarios, pasó a retiro a los viejos soldados. Introdujo sangre nueva en el anquilosado organismo del Estado. Movilizó a los más capaces, pero conservó el poder absoluto y puso buen cuidado en dejar al margen a aquellos que pudieran alborotar. Entre éstos estaban los Rivarola. No dejaba de encargar a las autoridades de la campaña que no perdieran de vista a los patricios. La Dictadura Perpetua se perpetuaba en don Carlos y en el alma de sus compatriotas.

     La vida de la nación cobró de inmediato nuevo ritmo, cada vez más acelerado. Las energías acumuladas por el común bajo la Dictadura Perpetua se desplegaban con vigor, con paso seguro, sin vacilaciones; pero cargando sus estigmas.

     -Se diría que Minerva está saliendo de su letargo -comentaba el maestro Severo Acosta-, pero Marte continúa velando.

     Había hambre de saberlo ocurrido en el mundo durante los treinta años que el Paraguay estuvo ausente. Llegaban libros en cantidad, y no pocas gacetas que corrían de mano en mano. Proliferaban las escuelas de idiomas, como si el pequeño país buscase trascender los límites de la hispanidad. Y las escuelas privadas de señoritas, porque también las mujeres querían leer y escribir, sin miedo de recibir recados del demonio. El gobierno no consultaba al pueblo, pero lo mantenía informado como jamás lo había hecho gobierno alguno en parte alguna. El periódico oficial llegaba hasta los más alejados rincones del país y era leído con avidez por todas las clases sociales. Se apelaba a la conciencia de los ciudadanos para sostener la independencia y construir el porvenir. La enseñanza se hizo tan obligatoria como el servicio militar. Los jóvenes talentosos eran movilizados para que continuasen sus estudios por cuenta del Estado. Y no había más que obedecer. Se privilegiaba a los de modesto origen y escasos recursos, con el pretexto de que los ricos podían pagar su educación. La imprenta nacional imprimía textos y cartillas, los cuales eran distribuidos gratuitamente en las escuelas, y también algunos libros de cultura general. Una vez llegó a don Severo una carretada de libros venidos del extranjero y pagados de su peculio. El maestro perdió completamente los estribos. Suspendió las clases, reunió a los escueleros y mandó abrir en presencia de ellos los cajones de embalaje.

     Inocencio, que tenía entonces ocho años, se asustó al ver aquel hombre alto y flaco, de tez oscura, melena y bigotes blancos, que echaba fuego por los ojos y agitaba los brazos como un energúmeno.

     -¡Pe poko hesekuéra, pe ñe mona heseve! -gritaba con voz de trueno, olvidando que estaba prohibido hablar en guaraní en la escuela-. ¡Tóquenlos, embadúrnense con ellos!

     Entre multitud de libros de historia, geografía y matemáticas aparecieron títulos como «Ivanhoe», «Los tres mosqueteros», «Oliverio Twist», «Robinson Crusoe»... bellamente encuadernados y con asombrosas ilustraciones en daguerrotipo. Don Severo los hojeaba, los olía, se reía señalando los dibujos con su índice sarmentoso. Los chicos se amontonaban a sus espaldas y a su alrededor armando alboroto. Le habían perdido el miedo porque don Severo se había transformado en un niño como ellos. Es que el viejo maestro también veía esas cosas por primera vez en su vida.

     Inocencio vio y oyó mucho en la escuela, el pueblo y la casona de Acosta Ñu, donde solía ir de vez en cuando. Pensaba poco en ello no solamente porque entendía sólo a medias sino porque le interesaban otras cosas. Tendría unos diez años de edad cuando una vez, mientras cuidaba unas vacas y tallaba una vaquita en un pedazo de palo de guayabo, sentado bajo un árbol, apareció Eberhard Munck, que por entonces residía en casa de los Rivarola. Andaba como de costumbre buscando yuyos, haciendo apuntes y dibujos en un cuaderno. El sueco se sentó a su lado y le preguntó si conocía el nombre de algunos pájaros. Inocencio le nombró de corrido alrededor de ciento. El sabio tomó nota y le pidió que los describiera. Lo hizo sin vacilar, de la manera más exacta. No contento con eso, para regocijo de Munck, imitó trinos, silbidos, chistidos, graznidos, parpidos y gritos y le contó lo que con ellos querían decir los pájaros en guaraní. El sueco quedó tan asombrado que le cambió un hermoso cortaplumas de acero de su país por la vaquita que acababa de terminar. Inocencio quedó igualmente sorprendido de que ponderara tanto una zoncera, y que Munck se la comentara al maestro, quien tampoco le dio ninguna importancia. De habérselo pedido, el niño pudo haberle contado también la historia de cada uno de los pájaros, que, como los otros animales y las plantas, tienen su leyenda respectiva, ocurrida en tiempos del Cura Mono.

 

- IV -

 

     Inocencio había pasado de aburrido escuelero a feliz agricultor, al menos hasta que su padre acabara de convalecer de la cornada o al maestro se le antojase llamarlo de nuevo a filas. A él no le tocaba decidirlo, y a los mayores ni se les ocurría preguntarle cuál era su preferencia. Sospechaba que su padre procuraba adivinar las inclinaciones de su hijo; pero, ni el sargento veterano de artillería licenciado Melitón Ayala se iba a animar a llevarle la contra a don Severo, tal era el respeto y hasta el miedo que inspiraba a quienes fueron sus alumnos.

     Inocencio se sentía a gusto en el campo. Disfrutaba del gozoso despliegue de la energía en el trabajo. Veía cosas mucho más interesantes que el contenido de los libracos que le habían obligado a estudiar. No tenía ganas de volver a la escuela. Sin embargo, en los años que asistió a ella se había hecho un poco capillero. No perdía ocasión de ir al pueblo. Curioseaba por la plaza, charlaba con los amigos, empezaba a mirar a las muchachas con más gusto que a los caballos.

     En tales ocasiones el jefe de urbanos le solía preguntar, como quien no quiere la cosa, si había visto por ahí al padre Maíz paseando con don Cirilo Rivarola. Sin atreverse a mentir del todo a un autoridad, Inocencio procuraba hacerse el tonto y contestaba con evasivas. No se daba cuenta de que don Porfirio Quiñones era demasiado astuto para dejarse engañar. La reticencia del muchacho era un valioso indicio para él. Otros ya le habían ido con el cuento sin que les preguntase.

     Inocencio había oído murmurar a las mujeres, que estaban al tanto de cuanto ocurría en el Paraguay, que al presbítero Fidel Maíz lo habían hecho párroco de Capilla Duarte para alejarlo de Asunción, donde era demasiado asiduamente visitado por una señorita de buena familia. Y también porque en sermones, conferencias y tertulias se expresaba de un modo demasiado atrevido al referirse a cuestiones religiosas y asuntos de gobierno.

     En cuanto a don Cirilo, tenía la costumbre de hablar con una libertad rayana en el libertinaje. Practicaba la abogacía y era defensor de pobres y esclavos. Debía este nombramiento a su hermano Manuel María, juez de primera instancia en la capital, que gozaba de la confianza del Presidente de la República. Don Cirilo había heredado el carácter de su padre. Era muy estimado en la Cordillera.

     Nadie iba preso por sus opiniones, pero el gobierno estaba al tanto de las andanzas y habladurías que pudieran alucinar a los «inocentes paraguayos», como los llamaba «El Semanario».

     Capilla Duarte distaba unas diez leguas de Barrero Grande, esto es, una cabalgata de casi todo un día. El padre Maíz la hacía a menudo. Rara vez llegaba hasta el pueblo. Paraba en Acosta Ñu, en la casona de los Rivarola. Del mismo modo don Cirilo solía ir a verlo a Capilla Duarte. Ambos, por su sus respectivos oficios, tenían pasaporte que les permitía transitar libremente en la región.

     Inocencio iba a la chacra cuando empezaba a clarear. Generalmente volvía a su casa a media mañana, cuando apretaba el sol. Regresaba al trabajo después de almorzar y hacer la siesta, para seguirlo hasta el oscurecer. Don Melitón, que ya se levantaba pero no podía hacer fuerza sin sentir agudos dolores, estaba satisfecho de su hijo y empezaba a tratarlo como a un hombre. Al percatarse de ello, Inocencio, en vez de pasar al fondo donde estaban su madre y sus hermanos menores, se quedaba con su padre en la fresca sombra de un frondoso yvapovó, árbol que por lo general hace de sala en los hogares campesinos. Bajo el yvapovó no acecha el diablo, y en su intrincado ramaje anidan los querubines.

     Se sentía sumamente halagado porque don Melitón no le hacía preguntas acerca de los sembrados ni le daba consejos, prueba de que lo consideraba capaz de arreglárselas solo. Hablaban poco, pero era lo mismo que si charlaran todo el tiempo. Don Melitón inspiraba a su hijo un profundo respeto. No le sería posible hacer nada que avergonzase u ofendiese a ese hombre, o tan siquiera algo que no mereciese su callada aprobación.

     Una mañana al regresar de la chacra, Inocencio reconoció a dos caballos ensillados frente a la casa. En efecto, estaban con su padre, sentados a la sombra del yvapovó, don Cirilo Rivarola y el presbítero Fidel Maíz. Inocencio, con el sombrero bajo el brazo, se acercó a saludar y pidió la bendición. A don Cirilo, porque era su padrino; a Fidel Maíz, porque era sacerdote. Cuando iba a retirarse, le dijo don Melitón en guaraní, con una leve sonrisa socarrona y un tono veladamente irónico:

     -Siéntate, hijo, y escucha lo que dicen estos sabios señores.

     Don Cirilo era un hombre delgado, pura fibra, rostro triangular y mejillas hundidas; tez oscura como cuero sobado, corta melena y grandes bigotes. Vestía con cierto desaliño ropas de tropero y estaba descalzo. Fidel Maíz era alto, de anchos hombros, trigueño, rasurado, lo que las mujeres dirían todo un buen mozo. En vez de sotana vestía casaca negra de capellán. Colgábale del cuello una cadena que sostenía sobre el pecho un crucifijo de plata. Calzaba altas botas charoladas, que azotaba jugando con un largo mboreví, el terrible látigo de cuero de tapir. Inocencio, que nunca lo había visto tan de cerca, quedó muy impresionado. El padre Maíz era tenido por uno de los hombres más inteligentes e instruidos del Paraguay, sobrino de otro eminente sacerdote, el padre Marco Antonio Maíz.

     Como la generalidad de los paraguayos de la época, que conservaban la tradición de la Conquista, se expresaban, en tono mesurado y señorial, en castellano o guaraní según viniera al caso. A diferencia del resto de la América española la categoría de gran señor no comprendía exclusivamente a los poderosos, y era, antes que nada, un concepto moral. Las paraguayas, en cambio, como sus tatarabuelas indias, hablaban casi exclusivamente en guaraní.

     El tema de conversación eran las tensas relaciones con el Brasil, de que informaba «El Semanario», y la posible movilización general.

     -Espero estar bien para ese día -dijo don Melitón-, lo que ha de pasar que pase de una vez.

     Desde hacía años la guerra se insinuaba como refusilos sin trueno más allá del horizonte. Don Melitón expresaba el fastidio de la gente por un amenazo de tormenta que no acaba de desencadenarse.

     -Dios no permita que ocurra, al menos todavía -replicó el padre Maíz-. Con un poco más de tiempo nuestro magnífico ejército estará listo para hacer pedazos a los macacos, vengan solos o acompañados.

     Don Cirilo se rió:

     -Te dejas alucinar por las puras apariencias, y mi compadre no sabe lo muchos que son los negros: veinte veces más que nosotros. Por inútiles que sean no acabaríamos de matarlos nunca. Por suerte don Carlos sí lo sabe, y evitará la pelea mientras el fuego no queme.

     -Y así tiene que ser -aprobó don Melitón-, no hay que descomponer el baile como un raído borracho, por ganas de alborotar; pero si nos atropellan, por muchos que sean los negros, van a saber quiénes son sus verdaderos padres. Hay que esperarlos aquí, no hay que salir del Paraguay. Así pensaba el Gran Señor -se refería al Dr. Francia-, y se lo recordamos a don Carlos cuando nos mandó a Corrientes.

     Inocencio se acordó de que su padre había sido uno de los soldados que se sublevó en Payubré exigiendo regresar y reunir «junta» para que el común decidiera si debían salir o no a combatir en el extranjero. El joven general Francisco Solano López se adelantó solo a enfrentar a los escuadrones rebeldes que avanzaban desplegados en batalla. Les afeó su conducta y exigió que declarasen quiénes eran los cabecillas. Cuatro cabos fueron pasados por las armas, y perdonados los demás. Entre estos estaba Melitón Ayala. Continuó en el ejército hasta que fue licenciado con jinetas de sargento de artillería.

     El gobierno, lejos de ocultar aquel escándalo, lo condenó en las columnas de «El Paraguayo Independiente», pero nunca más un soldado paraguayo fue enviado más allá de las fronteras.

     -Por sabio que sea don Carlos -dijo don Cirilo-, no es eterno y también se puede equivocar. Hace falta una constitución, una ley que nos permita decidir entre todos en vez de que lo haga por nosotros una sola persona. ¿Cómo evitar de otro modo que nos manden hacer algo que no queremos, o que consideramos contrario a nuestros intereses?

     -Eso dije una vez, y casi me fusilan -respondió don Melitón-, pero así y todo, con constitución o sin constitución, puede ser que no me dejen hacer lo que quiera, pero nadie me va a obligar a hacer lo que no quiero. Y esto también, les aseguro, lo sabe el presidente López.

     Don Cirilo y el padre Maíz escuchaban a don Melitón como a hombre de consejo. Los tres tenían aproximadamente la misma edad, pero don Melitón parecía el mayor de todos no tanto por su rostro curtido de labrador como por su carácter ponderado y sereno.

     -Con respecto a la constitución, los argumentos que expone «El Semanario» son por lo menos atendibles -dijo el padre Maíz-, y expresan cabalmente la manera de pensar de don Carlos, para quien lo que importa no son las palabras sino la realidad de los hechos. De México para abajo todos los países tienen constituciones que sólo rigen en el papel. El nuestro es el único donde las leyes se cumplen, porque responden a nuestras necesidades. ¿Qué persiguen quienes reclaman una constitución liberal para un pueblo que, en su mayoría, no tiene la ilustración necesaria para aplicarla? ¿No será para usarla contra ese mismo pueblo cuyas libertades dicen defender? En el mejor de los casos, sólo aprovecharía a unos pocos; en el peor, debilitaría al Estado, dividiría a la nación, y de este modo, abriría las puertas a las potencias extranjeras y pondría nuestras riquezas en subasta pública, nos endeudaría hasta la coronilla y nos dejaría a merced de los prestamistas. Es lo que ocurre en toda la América que fue española y también en el Brasil, con la sola excepción del Paraguay. El gobierno debe ser fuerte, afirma don Carlos, a condición de que emplee esa fuerza para preparar y educar al pueblo para la libertad. Esto se logra no con constituciones sino con escuelas, estimulando la prosperidad fundada en el trabajo y el mérito, y condenando el privilegio.

     -La única forma de aprender la libertad es ejerciéndola -replicó don Cirilo.

     -Estoy de acuerdo, pero, ¿quien ejerce la libertad en Buenos Aires, Montevideo y Río de Janeiro? Unos pocos privilegiados. El pueblo, presunto depositario de la soberanía, no cuenta para nada. Es más, se lo desprecia. A mí no me preocupa don Carlos, que es un viejo muy coherente. El peligro está en cómo será usado un poder no limitado por la ley por quienes le sucedan.

     -Entonces ya veremos, pues si hay muchos maestros ni la polenta se cocina -opinó don Melitón-; por ahora es mejor dejar las cosas como están, sino queremos que mientras pleiteamos los negros se prevalezcan por nosotros.

     El padre Maíz, que había estado observando a Inocencio, le preguntó:

     -¿Y tú qué opinas?

     Tomado de sorpresa, el muchacho se volvió hacia su padre. Don Melitón le hizo una seña para que respondiese.

     -Yo voy a hacer lo que me manden, ¿o qué otra cosa debo hacer?

     -¡He aquí el porvenir de la patria! -exclamó don Cirilo, y se echó a reír mirando triunfalmente al padre Maíz.

     La conversación tomó otros rumbos. Al cabo de un rato, el padre Maíz volvió a dirigirse a Inocencio.

     -Necesito un paje, ¿te gustaría pasar un tiempo conmigo en Capilla Duarte?

     Al mozo le encantó la idea, porque nunca había salido de su valle, y sería una gran cosa servir a un hombre tan notable como Fidel Maíz. No respondió. Su padre lo hizo por él:

     -Cuando me alivie un poco más voy a mandártelo, pero sólo por un tiempo.

     Las visitas se levantaron para irse. Habían venido, explicaron, para sentirlo un poco a don Melitón, que estaba herido. Se iban contentos por haberlo encontrado casi restablecido.


 

- V -

 

     Pasaron meses. Don Melitón había vuelto al trabajo. Él y su hijo recogieron algodón, maíz, porotos, tabaco, cañadulce. Fabricaron miel. Ayudaron a los vecinos y fueron ayudados por éstos, en el sistema de la minga. El dueño de la chacra hacía el gasto de la comida. Al terminar el trabajo en cada una, había baile y comilona. Los Ayala marcaron ocho terneros. Seguían siendo pobres, por lo cual, exentos de otras cargas, sólo tuvieron que entregar el diezmo a Eberhard Munck, quien lo recaudaba por cuenta del Estado. Almacenaron suficiente para el consumo familiar. Parte del resto lo vendieron al almacén del Estado, parte al pulpero Odilón Núñez, según cuál ofreciese mejor precio. A igualdad de oferta, tenía privilegio el gobierno. «El Semanario» advertía que no se presionase en modo alguno a los productores. Don Melitón no quiso hacer lo que otros, que llevaron sus productos en carreta a la capital. La ganancia, según él, no justificaba el trastorno y el cansancio de los bueyes, que eran tratados poco menos que como miembros de la familia. Les sobraba para vivir, y esto era suficiente. Se aprovistaron de lo que no producían en casa, que no era mucho. Compraron algunas ropas, herramientas y lujos. Inocencio fue obsequiado con un traje de marinero, de tela y confección inglesas, y un par de botines, de industria nacional. Doña Robustiana pudo guardar en su carameguá, que era un cofre de madera forrado de cuero repujado, un buen montoncito de monedas de plata y una que otra onza de oro. Como la generalidad de los padres de familia, don Melitón, que no se entendía con el dinero, dejaba el tesoro a cargo de su mujer, lo cual le daba a ella un poder tan sólido como imponderable. Él era manirroto; ella avara como una rata vieja.

     Fue un buen año. Seguramente el juez de paz Ovidio Ferreira escribiría en su informe al Presidente de la República:

     «...hasta la fecha no ha ocurrido acontecimiento alguno digno de elevarse al conocimiento de V.E. pues según la razón que me han dado los Sargentos, Cabos y Celadores, a más de otros informes que he tomado, no hubo en todo este tiempo intruso, vago ni mal entretenido alguno, ni amancebados públicos sobre que tomar conocimiento y providencia, ni vecino alguno enteramente pobre dado a todo género de vicios, acreedor de una sujeción, poniéndose su persona a cargo de un hombre que lo sujete, y lo haga trabajar y esté a la mira de su conducta.»

     Doña Robustiana y sus tres hijas, menores que Inocencio, además de atender las tareas domésticas comunes y de criar a dos varoncitos más pequeños, atendían los cultivos de bastimento, tales como mandiocas, batatas, zapallos, locotes, melones, sandías y algunas otras cosas que los varones plantaban en poca cantidad y lo dejaban después al cuidado de las mujeres. Cuidaban las gallinas, los patos, los pavos, los cerdos, las cabritas, las ovejas; pisaban maíz en el mortero, preparaban almidón; ordeñaban las vacas y heñían quesos; hilaban, tejían y bordaban; y todavía les quedaba tiempo para mimar amorosamente un abigarrado jardín con toda clase de flores, helechos y enredaderas, cada uno de lo cuales tenía personalidad propia y merecía consideraciones especiales. No se daban tregua de la mañana a la noche. Parecían hacerlo sin esfuerzo, pero doña Robustiana, que no había cumplido treinta años, parecía tener más de cuarenta.

     Aunque pobre, se sabía una gran señora, esposa legítima de un gran señor, con el que formalizó matrimonio cuando el Presidente López mandó perseguir a los amancebados públicos y metió en el cepo a quienes osaron tomar a la chacota tan insólita medida. Su conocimiento pormenorizado de la genealogía familiar se remontaba a la época de la conquista. Dominaba la trama y la urdimbre de los parentescos, cuya tela envolvía al Paraguay entero, e incluía a los López y a los Carrillo, familia de don Carlos, quien, por lo demás, de un modo u otro, estaba emparentado con casi todos sus gobernados.

     Doña Robustiana estaba al tanto de los chismes de la Cordillera, de Asunción, del resto del país y aun más allá. Sabía lo que pasaba en la Residencia Presidencial, en la quinta de Trinidad, en la estancia de Mbopicuá. Ponderaba el modo absolutamente genial como don Carlos se mantenía informado de las opiniones y sentimientos del común: todas las madrugadas recibía a un barbero parlanchín al que dejaba hablar sin interrumpirle mientras éste le afeitaba. Era una lástima que Panchito -como ella llamaba familiarmente al general López-, se dejara crecer la barba en las Europas, como sabía de buena fuente.

     La casa de los Ayala era de adobe, techo de paja y piso de tierra apisonada, con un alero en el frente, blanqueada a la cal e inmaculadamente limpia. Tenía dos cuerpos, unidos por un espacioso solero en el centro. Las habitaciones principales eran el dormitorio de los esposos, con una enorme cama con sábanas y almohadas con encajes a la aguja y perfumadas con pacholí, y cubierta con una colcha de algodón de tejido basto, borlas y flecos; y el comedor, con una larga mesa y sillas de cuero repujado. Había allí un nicho empotrado en la pared, en el que estaban instalados la Inmaculada Concepción y el Niño Jesús en su cunita. Debajo, en un altar, el Señor San Francisco, con un séquito de santos y santas de todo tamaño y catadura y especialidad de milagrero.

     San Francisco era objeto de la especial devoción de doña Robustiana, que lo colmaba de regalos, lo adornaba con flores y lo alumbraba con velas. Don Melitón parecía tenerle cierta inquina. Cuando su mujer se dirigía al «seráfico» para agradecerle la abundancia de la mesa familiar, él solía decir con ese gracejo que suelen tener las personas habitualmente serias:

     -¿Por qué no das las gracias a tu pobre marido? ¡Ahechasetépa Señor San Francisco ojehevipearö okaapi kokuépe! ¡Quisiera ver al Señor San Francisco con el trasero abierto carpiendo en las sementeras!

     Los hijos dormían donde mejor les acomodase, en las dos habitaciones restantes, bajo el solero o afuera, entre los árboles, en hamacas o en catres de tiento.

     La cocina era una dependencia un tanto precaria adosada, en el fondo, al cuerpo principal del edificio.

     En el patio trasero estaban el horno, un cobertizo que servía de granero, el rancho y taller del esclavo taitá Simón. Una surgente brotada entre unas piedras por antiquísimo milagro de Paí Chumé, en pago de un servicio que le hiciera un remoto antepasado de don Melitón, les daba agua fresca y pura en abundancia.

     En el horno residía Pombero, un duende travieso y bonachón quien, si se disgustaba, sabía malograr la parición de las vacas, extraviar a las gallinas, [27]cuajar la leche. Se lo propiciaba con una diaria ración de tabaco, caña y miel de abeja, dejados sobre una viga del solero y que el duende invariablemente consumía. Don Melitón maliciaba que el provecho lo birlaba Che'olo, el loro que decía zafadurías, se mezclaba en las conversaciones y perpetraba la maldad de morderle la cola a Barcino cuando pillaba al perro durmiendo descuidado. So Perú, el burro de taitá Simón estaba tan viejo como el esclavo, pero seguía tan enamoradizo como en los tiempos en que salían a vender santos milagrosos por las quebradas de la Cordillera.

     Inocencio había olvidado su afición infantil de tallar madera, y como el resto de la familia, apenas tenía presente la existencia del santero, quien solitario en su taller seguía tallando imágenes milagrosas.

     La familia comía habitualmente en la cocina, o bajo los árboles, cada cual con su cuchara, directamente de la olla. Lo hacía con ellos taitá Simón. El comedor sólo se usaba en ocasiones especiales, en la que salía a relucir la platería heredada de los mayores. No había modo de convencer a taitá Simón para que se sentara con ellos.

     -Cambá ha olla cocináme -decía el esclavo-, el negro y la olla, en la cocina.

     De un tiempo a esta parte, según doña Robustiana, taitá Simón se había vuelto hipocondríaco, esto es, melancólico, malhumorado, caviloso. Con frecuencia no aparecía a la hora de comer. Entonces doña Robustiana iba a ver qué le pasaba. Lo encontraba tendido en su hamaca, con las manos bajo la nuca, los ojos muy abiertos, como recordando. Decía que estaba bien, que simplemente no tenía apetito. Ella le obligaba a tomar un poco de caldo y a beber alguna pócima de yuyos. Una tarde lo fue a ver don Melitón. El negro salió con la ocurrencia de que quería comprar su libertad.

     -¡Taitá Simón, si tú has sido siempre el más libre de nosotros! Pero, si es tu gusto, mañana mismo iré a la capilla para que el juez te dé el certificado de manumisión. No es preciso que pagues ni un real.

     -Ya es tarde para eso, quiero comprar mi libertad. Algo ha de valer todavía este viejo esclavo.

     -Para mí no tienes precio, taitá Simón.

     -¿Te parece suficiente diez onzas de oro?

     -Vales mucho más, pero por ser a ti voy a hacer la rebaja.

     Taitá Simón sacó de un cofre, una por una, diez monedas de oro relucientes, con el perfil de Carlos III en una de sus caras, y las fue poniendo en manos de su amo Melitón Ayala.

     Días después se le entregó el certificado en el que constaba, a su pedido, que había comprado su libertad, y que adoptaba el apellido que su madre obtuvo antes de morir, junto con la manumisión. Ya hombre libre, taitá Simón dispuso que vinieran a verle, a su costa, el juez de paz Ovidio Ferreira y don Cirilo Rivarola. Quería dictar su testamento. Don Melitón Ayala sería su albacea.

     El documento empieza así:

 

¡VIVA LA REPÚBLICA DEL PARAGUAY!

¡INDEPENDENCIA O MUERTE!

 

     «Yo, Simón Cuquejo, ciudadano paraguayo, en pleno uso de mis facultades, y en ejercicio de los derechos que me otorga la ley...»

     Dejaba sus instrumentos de trabajo, tintes, maderas estacionadas, retablos e imágenes terminadas y a medio hacer al santero Hermenegildo Araguá, indio de Tobatí.

     El resto, una pequeña fortuna en monedas de plata y oro, para comprar la libertad de tantos esclavos a que diere lugar, a elección del albacea, su amigo Melitón Ayala, en consulta con el defensor de pobres y esclavos don Cirilo Antonio Rivarola. «Dispongo y mando -dice en uno de los párrafos finales- que lo dispuesto en este testamento sea mantenido en reserva hasta después mi muerte.»

     Nada para su entierro, nada para la iglesia, nada para una misa en sufragio de su alma. Nada para los Ayala que lo habían alimentado y atendido durante una parte de su vida sin pedirle nada a cambio.

     Al día siguiente taitá Simón no se presentó a comer en la cocina. Doña Robustiana fue a llevarle un poco de caldo. Lo encontró, como solía, tendido en su hamaca, las manos en la nuca, los ojos muy abiertos. Estaba muerto.

     A Inocencio se le grabó para siempre el gesto duro de aquel rostro, la expresión altiva de aquellos ojos que parecían pintados en un diablo de palo negro.

     El féretro se instaló sobre la mesa del comedor. Acudió al velorio mucha gente: libres y esclavos, pobres y ricos. En la iglesia de Barrero Grande se cantó una misa de cuerpo presente. Una multitud siguió a la carreta que lo llevó al cementerio. Las plañideras, en sus lamentaciones, iban narrando los recuerdos que el santero había dejado en el pueblo.

     Al enterarse del contenido del testamento, doña Robustiana se dolió, no por el dinero sino por la ingratitud.

     -No hay que quejarse, mi señora -le dijo con Melitón Ayala-, don Simón Cuquejo dejó su herencia a los suyos.


 

- VI -

 

     A todo esto Inocencio seguía creciendo fuerte como un lapacho, sano como los aires de la Cordillera. Llegaron los primeros fríos. Los naranjales desbordaban de frutos. Las mujeres preparaban conservas, que envasadas en vasijas de alfarería las compraba don Odilón Núñez para enviarlas a la capital, desde donde se exportaban a las repúblicas de costa abajo y a Europa. Para hacerlo se juntaban las vecinas y la ocasión era propicia para hablar como cotorras. Para los hombres era tiempo de holganza. Con los pretextos más diversos don Melitón enjaezaba su caballo con arreos chapeados con platería acumulada durante generaciones, vestía sus mejores galas, calzaba espuelas de enorme rodaje que lo hacían andar en puntas de pie o arando en el suelo y levantando polvareda, y se iba a chusquear un poco por las estancias y pulperías donde se jugaba a la taba, se apostaba a los gallos, se corrían cuadreras y sortijas, y solía haber zambas complacientes, espigadas y jugosas como la cañadulce. En ocasiones regresaba a los dos o tres días con expresión culpable, tambaleándose un poco, y del dormitorio salían los apagados ecos de una disputa conyugal.

No se había vuelto a hablar del traslado de Inocencio a Capilla Duarte, hasta que un día le dijo don Melitón, que acababa de regresar de la estancia de Acosta Ñu, donde había ido a visitar a su compadre:

     -Ya es hora de cumplir con paí Maíz. Irás mañana con tu padrino don Cirilo.

     Doña Robustiana, a sabiendas de que seda inútil contradecir a su marido, plagueando entre dientes preparó a su hijo un atado de ropas y unos avíos para el camino. Al día siguiente, de madrugada, pasó a buscarlo don Cirilo. Le acompañaba un peón indio montado en una mula, que traía del cabestro un caballo ensillado para Inocencio.

     En vez del camino real tomaron un atajo para salir directamente a Tobatí y desde allí dirigirse a Capilla Duarte. Hacía un frío glacial. Abrigados con el poncho, embozados con el pañuelo, el sombrero calado hasta los ojos, cabalgaron por sendas estrechas que serpenteaban trepando los cerros, entre bosques de árboles gigantes con colgaduras de lianas, en los que aparecían, de tanto en tanto, como espíritus tentadores, inquietantes orquídeas de fascinadora belleza. Pasaron arroyos que volcaban cascadas cristalinas en remansos azules. Siguieron el curso de uno de ellos, entre paredones de basalto encortinados de helechos. Curiosos venaditos de grandes ojos mansos levantaban la cabeza para verlos pasar. Tribus de monos saltaban de rama en rama, chillando y mostrándoles los dientes como si los llenaran de improperios. Ya sobre la meseta cordillerana se abrieron ante sus ojos extensas praderas en las que pacían millares de vacunos. Don Cirilo le dijo a Inocencio que pertenecían a una Estancia de la Patria.

     -Hay también algunas haciendas de particulares; pero, de un modo u otro, al Estado es dueño de todo el Paraguay... y de toda la gente que hay adentro.

     Cerca del mediodía entraron al antiguo pueblo de Tobatí. Era grande y hermoso, pero parecía desierto. Sólo se veían algunas indias viejas, como petrificadas bajo recovas en ruinas. Tenía un no sé qué de fantasmal que impresionó a Inocencio.

     Según don Cirilo, Tobatí había sido una reducción de indios regida por los franciscanos de la época. Fueron vasallos al servicio de los encomenderos hasta poco antes de la independencia. Vivieron en comunidad y sometidos a tutela hasta que en 1848 el presidente López lanzó el memorable decreto de disolución de las comunidades.

     -A los indios, convertidos en ciudadanos paraguayos, se les repartió en parcelas individuales las tierras de la comuna; pero ellos, sometidos a tutela durante siglos, en su mayoría se mostraron incapaces de valerse por sí mismos y se mandaron a mudar para hacerse peones. La libertad no es nada fácil, mi estimado Inocencio.

     Pasaron frente a una iglesia apuntalada con pilotes como si estuviera apunto de venirse abajo. Inocencio y el indio que les acompañaba se sacaron el sombrero y se persignaron. Don Cirilo no lo hizo.

     -Allí vive la Virgen de Tobatí -dijo don Cirilo, señalando la iglesia-, gemela de la Virgen de Caacupé, que le ha pisado el manto. Le han construido un santuario, recibe ofrendas de los ricos, entre ellos de las hijas del Presidente de la República. Aunque igualmente milagrosa que su hermana, la Virgen de Tobatí ha de conformarse con las velas de cebo que le ofrendan los indios.

     Inocencio se rió. Su padrino lo observó sonriente, y soltó una carcajada.

     El indio, montado en la mula, metido en su poncho de muchas listas blancas y negras, seguía con el sombrero apoyado en el pecho. Tenía la cara de piedra, absorto seguramente en una de esas oraciones en guaraní tan cerrado que sólo ellos comprenden lo que significan.

     Se detuvieron frente a un caserón de piedra con recovas. Tenía un escudo de cerámica, muy bien dibujado y pintado, que mostraba un león custodiando una pica que sostenía un gorro frigio en la punta, y una leyenda que decía «PAZ Y JUSTICIA».

     Era la escuela, de momento sin alumnos por las vacaciones de invierno.

     Les recibió el maestro Victoriano Yaguareté. Saludó parcamente y les convidó a pasar. Llevaba puesto un poncho de bayeta colorada y estaba descalzo. Era bajo, gordo, de cabellos lacios, renegridos, piel cobriza, cara redonda, ojos achinados, labios gruesos, manos y pies pequeños. Inocencio lo conocía de mentas. Había sido condiscípulo de don Severo Acosta en el Real Colegio Seminario de San Carlos. Su escuela era famosa en la Cordillera.

     Los tres pasaron al despacho del maestro. Los muebles eran viejos y destartalados, pero de buena factura. Había una enormidad de textos, cartillas, cuadernos y hojas sueltas en una abarrotada estantería, sobre una mesa, las sillas y en el suelo; todo en desorden, cubierto de polvo e impregnado de un fuerte olor a indio.

     Se acomodaron como pudieron en tanto don Victoriano Yaguareté sacaba la cabeza por una puerta que daba al fondo y lanzaba un rugido. Al rato apareció una muchacha rechoncha con un mate espumoso, que pasó a don Cirilo. Luego, yendo y viniendo hizo la rueda una y otra vez, paciente e incansable, hasta que uno tras otro fueron dando las gracias. Don Victoriano, don Cirilo y el peón encendieron sus cigarros y al punto estaban escupiendo a diestro y siniestro, salpicando los papeles que estaban en el piso.

     El tema del momento era la escuadra que se preparaba en el Brasil para castigar la insolencia de los paraguayos, que habían sacado a patadas al encargado de negocios Pereira de Leal. El peón, que era sargento de infantería licenciado, y veterano del asalto y ocupación del fuerte Pan de Azúcar, construido por los brasileños en territorio en litigio, opinaba que los coludos monos negros no se animarían a pelear cuando la cosa fuera en serio.

     -Los monos gritan de balde. Si no consiguen espantar a su contrario, se pichan y se van.

     La muchacha anunció que la comida estaba lista. Pasaron al fondo. En una mesa un tanto grasienta había una fuente de cerámica llena de locro y otra de mandiocas. Sentados en bancos, don Cirilo y el peón de un lado, el maestro e Inocencio del otro, comieron con sendas cucharas de madera. Luego echaron manos y dientes a soquetes de hueso y carne. Se limpiaron con un único repasador de lienzo. Después, uno tras otro, metió una calabaza con mango dentro de un cántaro, se enjuagó la boca, escupió hacia el patio y bebió hasta saciarse. Don Cirilo no aceptó el ofrecimiento de que se echaran una siestita en hamaca. Quería llegar a destino antes del oscurecer. Se despidieron, montaron y siguieron camino un tanto amodorrados por la comilona.


 

- VII -

 

     Inocencio creía que de haber venido a pie se hubiera cansado menos. Aunque era buen jinete nunca había hecho una larga jornada a caballo. Apenas se sostenía en el recado cuando su padrino dispuso hacer un alto a la vera de un arroyo. Se dieron un baño. Don Cirilo cambió sus ropas de tropero por camisa de seda, chaqueta de cazador, bombachas y botas. Aliviados y contentos siguieron cabalgando por el camino que bajaba suavemente de la Cordillera en tanto el sol iba cayendo.

     Don Cirilo contó que cuando el padre Maíz vino a Capilla Duarte, hacía diez, años que había muerto de viejo el último párroco. Era un paraje perdido, estancado en el tiempo. Al verlo llegar montado en caballo blanco muchas mujeres cayeron de rodillas creyendo que era el arcángel San Miguel. Salió a recibirlo el juez de paz, vistiendo levita, calzones a la pantorrilla, medias blancas, con el tricornio bajo el brazo y luciendo una larga trenza. La gente del lugar se dedicaba a la cría de ganado y sólo cultivaba para bastimentos. Los chicos iban a la escuela, pero no había nada que leer y ninguna necesidad de hacerlo. Ya entonces, sin embargo, se venía formando hacia el paso del río Manduvirá, junto al camino que bordea el pueblo y se dirige a los yerbales, un rancherío llamado Minero-cuá, habitado por arribeños de índole muy distinta a la de los pobladores originarios.

     De esto hablaban y estaba oscureciendo cuando se les cruzó una patrulla a caballo. Eran tres soldados indios al mando de un sargento tan indio como ellos. Los viajeros se descubrieron respetuosamente. El sargento le preguntó a don Cirilo si el muchacho que le acompañaba tenía pasaporte. Respondió que era su ahijado, y lo traía para paje del párroco Fidel Maíz.

     -¡Cómo te llamas! -dijo el sargento, de mal modo, dirigiéndose a Inocencio.

     -Inocencio Ayala, para servirle, señor.

     -¡Jhu'm! -gruñó el sargento, y la patrulla siguió de largo.

     Inocencio se enojó, y una vaga inquietud le quitó en parte el contento del viaje y de la novedad de la aventura. No estaba acostumbrado a que lo trataran de este modo. En su valle las relaciones se basaban en el mutuo respeto.

     Pasaron de largo, dejándola a la derecha, en una loma, la cabecera de Capilla Duarte, donde estaban la iglesia y la casa parroquial en que vivía el padre Maíz. Don Cirilo explicó que quería llegar primero a la «Posada de la Viuda», en pleno Minero-cuá. Ya era de noche y hacía mucho frío.

     La «Posada de la Viuda» era una casa grande, con corredores en el frente. Los ventanales, protegidos por rejas, de un gran salón que había en el centro, estaban abiertos de par en par, lo mismo que una puerta. El peón indio llevó los caballos para el fondo. Don Cirilo e Inocencio subieron unas gradas de ladrillos, cruzaron el corredor y entraron en la sala.

     Había una cantidad de hombres bien vestidos, de aspecto vigoroso, sentados en torno a mesitas, que jugaban a las barajas, charlaban, gritaban, reían a carcajadas, bebían, fumaban y escupían con mala puntería hacia unos salivaderos puestos en el suelo. En uno de los extremos de la sala había un mostrador, y detrás de éste, una estantería repleta de una notable variedad de botellas, seguramente conteniendo diversas clases de bebidas. Despachaba un negro vestido de blanco.

     Al ver entrar a don Cirilo todos se levantaron a saludarlo y estrecharle la mano. Entre ellos estaba el presbítero Fidel Maíz. De Inocencio no hicieron el menor caso. El muchacho fue a sentarse en el alféizar de una ventana, arropado en su poncho. Estaba muerto de sueño y de cansancio, pero la curiosidad por lo que estaba viendo pronto lo despabiló.

     Como sabría después, los más de aquellos hombres eran patrones habilitados para beneficiar la yerba. Daban la impresión de ser individuos formidables. Lanzaban alaridos que hacían bambolear las botellas de la estantería.

     Enterada de que acababa de llegar don Cirilo, la dueña de la posada hizo su aparición. Se llamaba doña Carmen Montiel. Era blanca, de rostro ovalado, colorete en las mejillas y carmín en los labios. Más bien baja, rellenita, con los cabellos color de miel de abeja peinados hacia arriba y sujetos con peinetón. El vestido era rojo, de seda seguramente; acampanado, con volados, encajes y lentejuelas. Llevaba sobre los hombros un rebozo celeste que jugaba con la luz. Calzaba dorados y puntiagudos zapatitos de taco alto. Resplandecía de oros y pedrerías. A Inocencio se le antojó que esa belleza no podía ser de este mundo. Muy amable con todos, doña Carmen mantenía a distancia a aquellos brutos. A don Cirilo trató con familiaridad, hablándole en fluido castellano, cosa poco común en las mujeres de cualquiera condición. Enseguida descubrió a Inocencio que la miraba embobado.

     -¿Y este mozo, quién es? -dijo, acercándosele y fijando en él sus hermosos ojos azules, a un tiempo fríos y amistosos.

     -Es mi ahijado -explicó don Cirilo-, lo he traído para paje del paí Maíz.

     Entonces el sacerdote advirtió la presencia del muchacho.

     -¡Ah, así que por fin viniste! -exclamó adelantándose a darle palmaditas en la espalda-. ¡Cuánto me alegro, de veras! Ten un poco de paciencia, que luego iremos a casa.

     -¡Qué esperanza, eso será mañana! -declaró la señora-, el pobre ha de estar cansado y hambriento... Ven conmigo para que te den de comer y una buena hamaca para dormir.

     Inocencio la siguió dócilmente, sintiendo por primera vez en su vida la dicha y el tormento de un amor desesperado.


 

- VIII -

 

     Inocencio Ayala había aprendido en la escuela de don Severo Acosta que, hasta las últimas décadas de la época colonial, sólo había en el Paraguay pueblos de indios y de negros y mulatos libres. Los paraguayos propiamente dichos eran, en su mayoría, agricultores que vivían como sembrados en los campos. En los distintos «valles» o parajes había siempre una capilla en la que se congregaban para rezar, celebrar juntas, partir para la guerra o para guarnecer los fortines, llamados presidios, de las fronteras. Con el tiempo se formaron en torno de algunas capillas poblaciones estables. De allí que «capilla» y «capillero» equivalgan a «pueblo y «pueblero» en el habla popular.

     En Capilla Duarte había un fortín que cerraba el paso hacia la Cordillera a los formidables indios mbayá, que bajaban desde el norte alentados por los portugueses, y a los guaicurú del Chaco hasta que el Dictador Perpetuo logró expulsar a los primeros más allá del río Apa, a ochenta leguas de allí, e hizo la paz con los segundos. Desde entonces los duarteños vivieron sin sobresaltos como el resto de sus compatriotas.

     A Inocencio le pareció Capilla Duarte poca cosa comparada con Barrero Grande y Tobatí. Sólo tenía unos cuantos caserones con recovas y tejas. La iglesia estaba en lo alto de una loma desde la que se divisaba el río Manduvirá, cubierto de camalotes e irupé, que se perdía hacia el poniente en esteros y marjales. Era pequeña, de adobe, rodeada de corredores sostenidos por horcones en bruto. Enfrente había una gran cruz de madera, y, colgando de un travesaño apoyado en dos postes con horqueta, una campana de bronce que al repicar se hacía oír desde muy lejos.

     La comandancia de urbanos estaba sobre la misma loma, en un fortín de piedra con almenas y un cañón asomando por una de sus troneras. A diferencia del de Barrero Grande, el jefe de urbanos tenía a su disposición una docena de soldados del ejército regular, bien montados y armados de sables y tercerolas, indios en su totalidad, al mando del ceñudo sargento Ceferino Mbyasá, el mismo a quien conoció Inocencio la noche de su llegada.

     En la ahora apacible Capilla Duarte no parecía haber nada que justificase tal despliegue de fuerzas. Sin embargo, separado de ella pero dentro de su perímetro ideal, estaba el rancherío conocido como Minero-cuá («guarida de los mineros»), donde se guarecían las peonadas en espera de conchabo y desde donde partían las caravanas hacia las «minas» o yerbales de los grandes bosques del este.

     Salvo la «Posada de la Viuda» y unos cuantos ranchos de aspecto espacioso y confortable, las más de las viviendas eran precarias chozas tan miserables [35]como Inocencio no había visto ninguna en su valle. Bajo las enramadas de las pulperías los raído-poty, de casó-mbocá, camisá-pará, faja negra de lana de la que asomaba el mango de un cuchillo, pañuelo de seda y sombrero de fieltro adornado con toquillas multicolores, jugaban a las barajas, a la taba, apostaban a los gallos, cantaban, guitarreaban, chusqueaban con mujeres de bronce o palosanto, typoi acampanado y peinetones de oro. Había mestizos, indios, negros, zambos y mulatos. En algún momento tendrían que partir hacia lejanos montes infestados de alimañas y de indios salvajes, donde les esperaba un trabajo bestial, en condiciones infrahumanas, y despilfarraban alegremente el anticipo que habían recibido de los patrones yerbateros habilitados por el gobierno.

     Ésta había sido la práctica corriente en la época colonial. Bajo la Dictadura Perpetua fue abolida al permitirse solamente beneficiar la yerba a los productores directos, que podían venderla en el país, o, sin intermediarios, a los mercaderes brasileños que arribaban al pueblo de Itapúa. La alcabala era tan insignificante que acabó por suprimirse. No justificaba los trabajos y gastos de recaudación de tantas y tan pequeñas partidas de yerba. Las licencias para beneficiarla en los bosques del Estado eran otorgadas por autoridades subalternas, que se limitaban a certificar que sería realizada por los propios trabajadores, en su exclusivo provecho, y no por cuenta de terceros. De este modo el usufructo de los yerbales pasó a ser un derecho de todo el pueblo, y un golpe bajo a los antiguos patrones yerbateros.

     Muerto el Dr. Francia, el gobierno decretó el monopolio. Se reservó en exclusividad el privilegio de otorgar permiso para faenar en los yerbales. Estableció altos impuestos que privaron a los pobres de la posibilidad de labrar su propia yerba.

     Al reanudarse el comercio exterior en gran escala, la demanda aumentó de tal manera que la búsqueda de nuevas «minas» provocó choques armados con los guaraníes monteses, que luego degeneró en una horrible matanza de indios ordenada por los Cónsules «con exclusión de criaturas y mozas». Se amonestó a los campesinos paraguayos por su desgana en participar en aquella cacería de seres humanos, siendo que ésta era «su propia causa».

     Se volvió al sistema anterior de contratar jornaleros, endeudarlos y obligarles, así sea con el auxilio de la fuerza pública, a pagar con su trabajo. La lucrativa intermediación entre la peonada y los almacenes del Estado cayó de nuevo en manos de una minoría de pudientes de prosapia explotadora.

     No se usaban esclavos. El trabajo en los yerbales sólo podían aguantarlo hombres libres empeñados en conservar su libertad.

     En Minero-cuá y sus alrededores se construían carretas, se criaban mulas, se adiestraban bueyes, se preparaban cueros para hacer sobornales, y todo lo [36]necesario para el beneficio de la yerba. La población fluctuaba según las épocas del año. Gente de paso las más, sin arraigo en el lugar ni en parte alguna. En bailes y pulperías a menudo saltaban de la vaina los cuchillos para jugarse por el suelo y cortar en una danza frenética. El sargento Seferino Mbyasá salía frecuentemente en comisión a perseguir homicidas. Los cepos de la Comandancia no andaban sin inquilinos. El látigo se descargaba en espaldas desnudas. Abundaban los intrusos, vagos, mal entretenidos, amancebados públicos, así como vecinos enteramente pobres dados a todo género de vicios. Si don Ovidio Ferreira, juez de paz de Barrero Grande lo hubiera sido de Capilla Duarte, no hubiese podido enviar informes edificantes al Presidente López. Y tampoco don Carlos hubiera podido hacer mucho al respecto. Del monopolio y la exportación de yerba mate provenía la mayor parte de las rentas del Estado, que la compraba por uno y la vendía por cinco. La yerba financiaba la defensa nacional, las obras de progreso, la instrucción pública, y, sobre todo, libraba de cargas a los inocentes paraguayos que, como don Melitón Ayala, vivían tranquila y dignamente de lo suyo. Eran razones más que suficientes para hacer la vista gorda a algunos desahogos del raidaje proletario, que no servía para otra cosa, y al cual, después de todo, le gustaba ese género de vida.

     Además de los señorones que conseguían licencias y financiaban el beneficio, había una capa media de patrones yerbateros que dirigía directamente el laboreo de la peonada en los bosques. Hombres de pelo en pecho, mujeriegos, bebedores sin segundo que raras veces se embriagaban, podían perder en el juego, en una noche, la ganancia de un año. Ésta solía ser considerable, pero a ellos nunca les quedaba un real en el bolsillo y debían plata a todo el mundo. Al igual que sus peones, partían para el infierno de los yerbales retozando de júbilo, como escapando de algo que los oprimía el corazón. Si por algún motivo no podían ir, les alunaba la nostalgia. Se tomaban pendencieros, irascibles, andaban de un lado a otro como buscándose a sí mismos.

     Uno de los primeros patrones yerbateros que se afincó en Minero-cuá fue don Teodoro Montiel. Con las ganancias del primer año de beneficiar la yerba construyó una hermosa casa, digna de su joven y delicada esposa, doña Carmen de la Peña de Montiel, y la trajo a vivir en ella.

     La familia de doña Carmen era de rancio abolengo, y había sido muy rica hasta que fue despojada y humillada por el Dictador. Él era hijo natural de un estanciero mediano, partidario del Dr. Francia. Teodoro se estaba enriqueciendo rápidamente con el beneficio de la yerba porque era un mozo equilibrado y trabajador, muy querido por sus peones. Y además porque adoraba a su esposa y había jurado devolverle la opulencia a que era acreedora por su nacimiento.

     La casa parroquial estaba ubicada detrás de la iglesia de Capilla Duarte. Era un rancho confortable, sombreado por una hermosa arboleda. La había reconstruido [37]el presbítero Fidel Maíz a poco de llegar, con la ayuda de sus feligreses. Entre tanto se alojó en casa de su amigo y ex condiscípulo Teodoro Montiel, en Minero-cuá. Estuvo poco tiempo, sólo algunas semanas. Ya estaba instalado en su domicilio permanente cuando Teodoro partió hacia los yerbales.

     No había pasado un mes cuando volvió un peón con la mala noticia: toda la noche lloró un urutaú llanto que pasma la sangre y mata al corazón; tres veces se oyó el fatídico chistido del diabólico suindá; don Teodoro Montiel no amaneció en su hamaca. Ni baqueanos ni descubierteros habían hallado el rastro. Si le hubiera matado un tigre o picado una víbora hubieran encontrado el cadáver. Restaba la posibilidad de que lo secuestraran los cayguá, pero don Teodoro se había ganado la voluntad de los indios, que colaboraron en la búsqueda. Desconcertados por el misterio, los mineros no se animaban a andar solos por las picadas por miedo a Caa-yaryi, la hembra insaciable que acecha al hombre en la espesura. Suspendieron el trabajo y querían regresar. El capataz pedía instrucciones a la patrona doña Carmen.

     Ella le hizo decir que por motivo alguno se movieran de su sitio. Teodoro, tal vez desatinado por uno de esos repentinos ataques de locura que suelen aquejar a los individuos en el monte, atinara de repente sin recordar adónde se había ido. Si cumplían el compromiso, se los daría doble paga; si se marchaban, se les exigiría la devolución de lo que cada uno de ellos había recibido como anticipo.

     La señora no se dejó abatir por la desgracia ni se entretuvo en lloriqueos. No llevó luto, porque no era seguro que su marido hubiera muerto. No obstante, puso frente a su casa un cartel que decía: «POSADA DE LA VIUDA».

     Ganaba mucho dinero. Hacía préstamos a interés, invertía en el beneficio de la yerba, financiaba a los patrones que habían quedado sin capital e iba con ellos a medias en las ganancias. Se proponía reunir lo suficiente para radicarse en Buenos Aires, no como parienta pobre de unos tíos que allá estaban, sino como una dama de su alcurnia y condición. Quienes conocían su fuerza de carácter estaban seguros de que lo conseguiría.

     Pasado un tiempo ya nadie se acordó del desdichado Teodoro Montiel, figura desvaída frente a la dominante personalidad de doña Carmen. Una mujer hermosa y sola, que alojaba en su casa a yerbateros, daba lugar a habladurías. Tenía muchos pretendientes. Le llevaban serenatas. Se componían para ella tiernas endechas de amor. En la «Posada de la Viuda» se hacían bailes para despedir a los que partían a los yerbales, para recibir a los que regresaban; o con cualquier otro pretexto. Los parroquianos podían traer a sus preferidas, con la sola y curiosa condición de comprarles zapatos, así ellas fueran negras o mulatas del cercano pueblo de Emboscada. Doña Carmen solamente intimaba con su confesor, el padre Fidel Maíz, lo cual, desde luego, en nada contribuía a su buena fama. A ella le importaba un comino. Como diría don Cirilo, en Minero-cuá se habían liberalizado la costumbres.


 

- IX -

 

     La iglesia de Capilla Duarte tenía una sola nave, y al fondo una pequeña sacristía en la que el párroco guardaba bajo llave los ornamentos del culto para evitar que en su ausencia el sacristán se disfrazase con ellos para hacer exorcismos o librar de encantamientos a los enamorados haciéndoles vomitar y expeler por las narices gusanos y lagartijas. Inocencio la encontró restaurada y embellecida. Según le contaron, al arribo del padre Maíz era un lugar siniestro. En ella se enterraban los muertos en violación de la ley. Por la noche rondaba el diablo con su séquito de condenados. Se oían lamentaciones de ánimas del purgatorio.

     Las paredes de adobe estaban tiñosas, con huecos que mostraban el esqueleto de tacuaras; el techo de tejas rotas se llovía por todas partes; las imágenes y el altar, comidos por comejenes y roídos por las ratas. En tal estado se encontraban muchas iglesias a la muerte del Dictador Perpetuo, que había suprimido el diezmo y las órdenes religiosas, cerrado los conventos y confiscado los bienes de la iglesia, que era bastante rica en la época colonial. El gobierno se hizo cargo del sostenimiento del culto; pero, en la práctica, dejó librados a los curas a la caridad de los fieles, que por lo visto no era tanta.

     La devoción de don Carlos Antonio López, sumada a su formidable energía, puso las cosas en su lugar. No devolvió los bienes a la iglesia, pero restableció el diezmo y se encargó de administrarlo. Quedaban pocos sacerdotes y ninguna monja en el Paraguay. En cuanto a los primeros, indujo expeditivamente a la vocación sacerdotal a un buen número de jóvenes brillantes. En lo segundo, dejó las cosas como estaban. El presbítero Fidel Maíz pertenecía a aquella primera camada. Confinado a la parroquia de Capilla Duarte, olvidada hasta entonces, ejecutó resueltamente la política del Estado.

     La casa parroquial experimentó idéntico remozamiento. Tenía cuatro habitaciones: el dormitorio del párroco, su pequeño estudio, el comedor y el cuarto de los cachivaches, que miraba al patio del fondo. En este último fue instalado el paje Inocencio Ayala.

     Allí se guardaban arreos y monturas, herramientas, muebles rotos, santos mutilados, pinceles y pinturas que sobraron al santero de Tobatí que restauró el altar y las imágenes del templo. Había también un cofre grande, que pesaba mucho y tenía candado. Una mesa, una silla, un carameguá para guardar la ropa hacían el mobiliario en uso. Para dormir había una hamaca.

     En el patio del fondo había otro rancho que hacía de cocina y vivienda de Ramona, una esclava cedida en préstamo a la parroquia. Era una negra muy habladora. Por ella se enteró Inocencio de la triste historia de don Teodoro Montiel y de los entretelones de la no atribulada existencia de su viuda. Ramona lo sabía de buena fuente. Solía visitarla su amiga Vitó, esclava que servía en la «Posada de la Viuda».

     Ramona se encariñó con Inocencio y lo cuidaba como a un hijo. No así el sacristán, que detestaba al paje como seguramente odiaba a todo el mundo. Con motivo o sin él le atizaba un garrotazo a traición cuando no había testigos y lo tenía a su alcance.

     Se llamaba Filomeno Alcaraz. Había quedado al cuidado de la iglesia a la muerte del párroco anterior, quien, según Ramona, se maliciaba era su padre. Hasta el arribo del padre Maíz combinó sus funciones de sacristán con las de rezador, brujo y sepulturero. Flaco, alto, encorvado, ágil, caminador, saltarín como una langosta, tenía la cara roja, abotagada, picada de viruelas, cubierta de pelusa y una costra de mugre; ojos saltones, dilatados y malignos. A su pelambre hirsuta sólo le faltaban los cuernos. Dormía echado como un perro al pie del altar, único sitio a cubierto de los espectros que le atormentaban.

     Era un misterio por qué el padre Maíz conservaba en su puesto a este espantoso individuo.

     Inocencio cuidaba los caballos. Aprendió a ayudar misa y se hizo monaguillo. Acompañaba al cura haciendo sonar la campanilla cuando éste llevaba el Santísimo para una extremaunción. Solían cabalgar leguas tierra adentro. En ocasiones llegaban a Emboscada, que era pueblo de negros. Como algunos de estos hablaban con un acento extraño, el padre Maíz le explicó que habían sido esclavos escapados del Brasil. El Dr. Francia les daba asilo, los recibía, hablaba con ellos, los enviaba a algún pueblo de gente de color y les asignaba tierras para cultivar. El presidente López se negó a devolverlos a sus amos, que los reclamaron después de la muerte del Dictador, pero suspendió la antigua costumbre de dar asilo a desertores y esclavos fugitivos. Los negros eran muy divertidos. Se pasaban bailando y cantando al son de sus tamboriles.

     Es una verdadera lástima que no se haya suprimido la esclavitud -decía el padre Maíz-, y sólo se decretase la libertad de vientres. Hubiera perjudicado a pocos y honrado al país. Pero don Carlos prefiere hacer las cosas poco a poco.

     El único lugar adonde el párroco nunca llevaba a su paje era la «Posada de la Viuda». Él iba todas las tardes a jugar al tresillo y se quedaba a cenar.

     De lunes a sábado, muy de madrugada, tomaban unos mates y se iban a la iglesia para celebrar la Santa Misa. El párroco despertaba de una patada al sacristán. Afuera el monaguillo hacía sonar la campana, lo cual le producía exaltado goce. Sólo acudían algunas viejas. El sacerdote oficiaba lo más rápidamente posible. En casa les esperaba un desayuno que, en su momento, fue una novedad para Inocencio: café con leche, pan recién horneado, manteca y dulces, servido en la mesa del comedor, sobre un mantel de encajes y en vajilla de porcelana.

     Mientras desayunaban, tomándose su tiempo para hacerlo, conversaban acerca de las lecciones que Inocencio había estudiado el día anterior, y se le asignaban otras nuevas para el día siguiente. No eran muchas, y como el mozo tenía excelente retentiva, ejercitada bajo la vara de don Severo Acosta, no le costaba aprenderlas. Luego el padre Maíz sacaba una llave del bolsillo, abría la puerta de su estudio, entraba, llaveaba de nuevo y se quedaba encerrado hasta la hora de almorzar. Lo hacía con su paje. De paso le indicaba cómo debían usarse los cubiertos y el modo de comportarse en la mesa. Después de hacerla siesta enseñaban el catecismo a una veintena de chiquillos, que debían aprenderlo de memoria por el sistema de preguntas y respuestas:

     -¿Quién pues es el origen del Supremo Gobierno?

     -¡Dios mismo, de quien se deriva toda potestad! -berreaban las criaturas.

     -¿Quién es superior al Gobierno?

     -¡Sólo Dios en lo civil y tempora'aal!

     -¿El Gobierno está sujeto al pueblo?

     -¡No'ooo, que esto sería dejar sujeta la cabeza a los pies!

     Si el padre Maíz no estaba de humor o tenía otra cosa que hacer, delegaba la tarea de enseñar el catecismo a su paje Inocencio.

     Después se bañaba, se afeitaba, vestía en vez de sotana el elegante traje de capellán, y, montando el caballo que Inocencio le tenía ensillado, se iba a la «Posada de la Viuda». A partir de ese momento el paje podía hacerlo que se le daba la gana, sin excluir la de colarse en una pulpería de la plaza a escuchar los relatos cantados por los compuesteros.

     Filomeno Alcaraz se marchaba a hacer brujerías o a visitar a alguna de sus amantes.

     Inocencio cenaba con Ramona en la cocina, sentado en un apycá, junto al fogón, metiendo directamente la cuchara en la olla. Brillaban los ojos de la esclava al evocar su niñez, cuando servía en casa del buen amo don Bernardo de Velasco, el último de los gobernadores españoles. La transfirió a los Machaín junto con otros bienes, para ponerlos en recaudo. Los Machaín tuvieron que venderla a los Caballero para reunir el importe de una multa impuesta por el Dictador. Los Caballero cayeron en desgracia y se refugiaron en el campo cuando Pedro Juan se suicidó en la cárcel dejando escrita con sangre una leyenda en el muro de su celda: «No saciaré con la mía la sed de sangre del tirano de mi Patria». Ramona pasó por testamento a los Cabañas, de la Cordillera; por trueque a una pulpería; por embargo, a una estanciera devota; por préstamo, al padre Maíz. La revolución significó para la esclava, igual que para sus amos, una caída sin término. Sólo aspiraba a ser libre antes de morir:

     -Si los esclavos van al cielo, Dios los reparte entre sus santos favoritos; si van al infierno, el diablo les hace hacer los trabajos más sucios y les obliga a atormentar a quienes fueron sus amos.

     Tenía tres hijos, esclavos como ella, nacidos antes del decreto de libertad de vientres.

     Según Ramona, el padre Maíz estaba estudiando para un cargo que el Presidente López le tenía reservado en el Colegio Seminario de Asunción, si moderaba sus ideas, sujetaba su lengua y dominaba su afición por las mujeres.

     La negra mostró los dientes, y ambos se echaron a reír.

     Los domingos y fiestas de guardar, patrias o religiosas, había dos misas. Una de madrugada; otra, a las nueve de la mañana. A esta última asistía mucha gente, vestida con sus mejores galas. Unos venían a pie, otros a caballo, algunos trayendo en ancas una linda muchacha. Venía también doña Carmen Montiel, con escolta de caballeros. Montaba un moro ricamente enjaezado. En manita enguantada sostenía una sombrilla de seda. Sonreía al deslumbrado gentío con la distraída condescendencia de una señora muy principal, haciendo girar la sombrilla que jugueteaba con el sol. A algunos saludaba con una inclinación de cabeza, diciéndoles con voz cantarina, «buenos días, señor don Fulano; cómo está usted, doña Fulana».

     El sermón era esperado con expectación. Muchos venían desde muy lejos sólo para escucharlo, porque el padre Maíz era un famoso orador sagrado. En castellano o guaraní, o usando alternativamente uno y otro idioma, pero sin mezclarlos jamás, hacía llorar o reír según le diera la gana. Invocaba al Dios de las naciones para que velase por la República y la librase de las acechanzas del Imperio esclavócrata y de las pérfidas intrigas de los anarquistas porteños, empeñados en envolver a los pacíficos aunque valientes paraguayos en una guerra cruel y estúpida, como son todas las guerras, al decir del Padre de la Patria don Carlos Antonio López. Él la había conjurado una y otra vez con prudencia y sabiduría inspiradas por el Espíritu Santo, contando siempre con la unidad de la nación y la cristiana obediencia del pueblo al Supremo Gobierno que vela por la paz y la felicidad de los ciudadanos. El Paraguay desea la prosperidad y la felicidad de todos los pueblos de América y del Mundo. El Paraguay no quiero nada de nadie, no amenaza a nadie, no es enemigo de nadie, no debe nada a nadie. Los paraguayos sólo irán a la guerra en defensa del honor y de la integridad de la Patria inviolable.

     Después de misa se armaba una colorida y alegre romería frente a la iglesia. Solía ser amenizada por la banda de indios de Tobatí o la de negros de Emboscada; o por músicos voluntarios del lugar, que siempre eran muchos.

     Los domingos eran los únicos días en los cuales Inocencio veía a doña Carmen Montiel. No era su culpa si no se la podía sacar de la cabeza. Seguramente lo pasaba lo mismo a su admirado patrón y entrañable amigo el presbítero Fidel Maíz, a pesar de lo mucho que con ello arriesgaba.


 

- X -

 

     Al presbítero Fidel Maíz no le gustaba que lo interrumpieran cuando estaba estudiando. Lo hacía por las mañanas. Había corrido la voz, y aquellos que tenían asuntos que tratar con él lo dejaban para la tarde, por urgentes que fueran. Una mañana vino llegando al galope el jefe de postas en persona a la casa parroquial. Sin apearse le entregó un sobre a Inocencio, que había salido a recibirle, y le dijo boqueando para recuperar el aliento:

     -Hay que entregar enseguida, es del excelentísimo señor Presidente de la República.

     -Así lo haré, señor -respondió el paje, sintiendo que el sobre le quemaba como si tuviera al diablo adentro.

     Golpeó tres veces la puerta del estudio. Como no le respondieron, llamó a voces. Entonces oyó al padre Maíz que decía irritado:

     -¿Qué diablos pasa? Si alguno está por morir que espere hasta la tarde; estoy muy ocupado.

     -Perdóneme, señor, le trajeron una carta del presidente de la República.

     La puerta se abrió como soplada por el viento.

     El padre Maíz tomó la carta y se metió para adentro, olvidando cerrar la puerta. Muerto de curiosidad, Inocencio se quedó en el comedor. Al rato su patrón le llamó a gritos:

     -¡Inocencio!

     -¿Señor?

     -¡Ah, conque estabas ahí?, ¡entra, muchacho!

     Inocencio lo hizo por primera vez en casi un año que oficiaba de paje.

     La habitación era pequeña, penumbrosa. Un ventanuco enrejado dejaba entrar un poco de luz. Había un armario, una biblioteca, un par de sillas de cuero y un escritorio cargado de libros y papeles, detrás del cual estaba sentado el padre Maíz, en mangas de camisa, sin afeitar, con el cabello revuelto, como solía estar hasta la hora en que se iba a la «Posada de la Viuda». Se lo veía excitado pero no muy contento.

     -Siéntate -ordenó-, tengo que hablar contigo.

     Inocencio obedeció.

     El Presidente me ordena que vaya a la Asunción para hablar con él. Saldré enseguida, a ver si llego a la capital esta misma noche. Me llevo el tordillo. Cambiaré de caballo en Emboscada y Limpio.

     -Si va a galopar, es mejor el overo.

     -Está bien, ensíllame el overo -dijo el cura, sonriendo-. Ponle la montura inglesa, es más liviana.

     Inocencio iba a levantarse. El padre Maíz lo detuvo con un gesto.

     -Espera, tengo que hacerte otros encargos. En mi ausencia serás dueño de casa. Te dejaré algún dinero. Si tardo en regresar, cosa que no creo, pide lo que necesites al juez de paz. Esto no le va a gustar al sacristán. Ten cuidado con él, es un espía. No se te ocurra hacer alguna zoncera de muchachos que le dé pie para denunciarte a las autoridades. Sigue con la historia sagrada y con la historia profana, que son muy entretenidas; y no dejes de repasar el latín y la gramática, que son muy aburridos pero que no hay más remedio que aprender. Continúa enseñando el catecismo a esas pobres criaturas. Te dejaré la llave de mi celda, pero ni tú ni nadie deben entrar aquí en mi ausencia, ¿has entendido?

     -Sí, señor.

     -Confío en tu palabra.

     Quedó callado, como entristecido, Inocencio se fijó en un retrato colgado en la pared, detrás del sacerdote. Sin duda no era un santo. Era un señor un tanto gordo, de cara redonda y mofletuda, corta melena y una boina en la cabeza. Miraba medio de costado de una manera burlona e inquietante. Tenía un cierto aire de familia con el padre Maíz. A sabiendas de que no era oportuno hacerlo, preguntó señalando el retrato:

     -Ese que está ahí, ¿es su señor padre?

     El párroco se volvió. Al ver el retrato se echó a reír.

     -¡Dios me libre, ése es Martín Lutero, el peor enemigo de nuestra Santa Madre Iglesia! Seguramente ahora está ardiendo en lo más profundo del infierno.

     -¿Por qué entonces lo tiene colgado ahí?

     -Buena pregunta, y seguiré tu consejo, ¡lo sacaremos ahora mismo! Lo tenía como simple curiosidad, y también como recordatorio de que no debo ceder a la más artera de las tentaciones de Lucifer, la misma por cuya causa lo expulsaron del cielo cuando se llamaba Luzbel y era el arcángel favorito de Dios.

     -¿Qué hizo don Martín?

     -Se le antojó pensar con su cabeza y armó un lío tan fenomenal que mató más gente que la peste negra.

     Se puso de pie, descolgó el retrato, sacó una llave de uno de los cajones del escritorio y le dijo a Inocencio:

     -Ven conmigo.

     Entraron al cuarto de los cachivaches, dormitorio del paje. El padre Maíz: se acuclilló junto al pesado cofre que allí estaba y lo abrió. Estaba lleno de libros.

     -Éstos son libros cuya lectura está prohibida por la Iglesia -explicó-. Tengo licencia especial para leerlos, pero hace mucho que no lo hago. Están aquí presos para que no contaminen a los libros santos que estudio en mi celda de penitente, pues ya me han causado demasiados trastornos. Encerremos también a don Martín, ¡que se vea con ellos!

     -¿Qué dicen esos libros?

     -No hay dos que digan lo mismo; no tienen la certidumbre de la religión católica y el Supremo Gobierno.

     Dicho lo cual cerró de nuevo el cofre y lo aseguró con candado.

     -Vete a ensillar el overo. Dile de paso a Ramona que nos sirva algo que comer mientras yo me preparo.

     Aunque faltaba un par de horas para el mediodía el padre Maíz quiso que el paje le acompañase en la mesa. Como era su costumbre, se sirvió una copa de vino. Esta vez llenó otra para Inocencio.

     -Te has portado muy bien y no tienes pelo de tonto -le dijo, mientras bebían-, y algunas cualidades propiamente populares: no eres ambicioso y en vez de orgullo tienes dignidad... ¿te gustaría ser sacerdote?

     Inocencio no respondió.

     -Está bien, admito que no es una profesión muy honorable desde que el Dictador Perpetuo convirtió a los curas en empleados públicos de última categoría. Sin embargo, tiene sus ventajas y un buen sacerdote puede hacer mucho por nuestra patria... Ya hablaremos de eso.

     Hizo encargos al sacristán para que mantuviese limpia la iglesia y rezara alguna cosa con las viejas devotas, pero que no se le antojase hacer una parodia de la misa, con o sin consagración. Se despidió cariñosamente de Ramona. Inocencio le acercó el caballo ensillado. Antes de montar, el padre Maíz le dijo en voz baja:

     -Vas a hacerme un favor: ve a ver a doña Carmen Montiel y dile, sin que otros te oigan, que estaré ausente unos días; pero, ni a ella ni a nadie le dirás adónde he ido ni llamado por quién. No le mando una esquela porque la gran señora no sabe leer ni escribir... ¡Hasta pronto, mi amigo!

     Montó al overo, salió al paso, anduvo un trecho al trote y luego picó espuelas lanzándose al galopo tendido loma abajo.


 

- XI -

 

     Inocencio se dispuso a cumplir el encargo del padre Fidel Maíz esa misma tarde, después de dar la clase de catecismo. Se dio un baño. Usó un peine en vez de los dedos para echarse el cabello para atrás, y lo hizo frente a un espejito que le birló a la cocinera. Se puso una marinera encarnada sobre una camiseta de frisa, y acampanados pantalones azul marino. Con gran trabajo y no pocos sufrimientos logró calzarse unos pesados zapatones sin estrenar. Completó su tocado una boina colorada con un pompón negro en la coronilla. Todo eso le habían comprado sus padres en la tienda de don Odilón Núñez con el producto de la última cosecha, pero hasta ahora el muchacho no se había animado a usarlo. Aprovechó un momento en que Ramona entraba a la cocina y se escabulló por el fondo para que no le pillara el sacristán.

     Los preparativos le habían llevado más tiempo del previsto. Había entrado el sol, empezaba a oscurecer y la «Posada de la Viuda» quedaba bastante lejos.

     Inocencio andaba calzado por primera vez en su vida. Caminaba torpemente, le dolían horriblemente los pies. Recordó que a esa hora la «Posada de la Viuda» estaría llena de talladores yerbateros, que notarían el traje nuevo y los zapatos del paje del cura párroco. No perderían la ocasión de divertirse a su costa diciendo que se quemó la chipa y cosas por el estilo. Con este atuendo le sería imposible pasar desapercibido y muy difícil transmitir discretamente el mensaje de que era portador. No había pensado en ello; sólo quiso representar dignamente a su mandante. Ya era tarde para echarse atrás, pues no podía dejar para mañana el cumplimiento de la misión que le encomendaron. Si de obedecer se trataba, Inocencio era mozo decidido que podía llegar al heroísmo, como si lo impulsara algo más fuerte que su propia voluntad.

     Salió al ancho y arenoso camino que, bordeando la lomada donde se encontraban la iglesia, el fuerte y las casas del pueblo viejo, se dirigía hacia el paso del río Manduvirá. Entre cocoteros, pastizales y arbustos achaparrados se insinuaban en la luz crepuscular ranchitos de palo y paja. A medida que avanzaba hacia el corazón de Minero-cuá oía más nítidamente gritos, música y cantares.

     Ya era de noche cuando llegó a un lugar donde el camino desembocaba en una extensa explanada en la que había, formando un círculo, una cantidad de carretas con toldo de cuero. Junto a ellas, hombres emponchados, de gran sombrero caranday, calentábanse en torno de fogones en los que hervían ollas negras. En el centro del círculo, una gran fogata alumbraba a gente bailando como sombras desprendidas de las llamas. Lo hacían al son de arpas, rabeles y [46]guitarras. Un pausado tambor marcaba el ritmo. Inocencio cruzó la cancha y entró al patio arbolado de la «Posada de la Viuda».

     Como temía, el salón principal estaba lleno de ruidosos patrones yerbateros. Entonces tuvo una inspiración. Rodeó la casa y entró por el fondo, donde encontró la cocina, en la que había varias negras trajinando. Reconoció a una de ellas, llamada Vitó, amiga de Ramona. Entró resueltamente y la llamó aparte. Las otras esclavas lo miraron con furtiva curiosidad.

     -Anda a decirle a doña Carmen que tengo un encargo para ella -ordenó Inocencio, autoritario.

     -Enseguida, mi amo -respondió la negra, sonriendo astutamente.

     Al momento regresó y le dijo que la siguiera.

     Pasaron por un largo corredor que daba a un patio, y al que miraban las puertas y ventanas de las habitaciones de huéspedes, todas a oscuras. Doblaron por un pasillo y entraron a una salita lindamente amueblada. El ventanal tenía cortinas de encaje. Sobre una ménsula que sostenía un espejo, había un candelabro de bronce con velones de cera. Doña Carmen de la Peña de Montiel le aguardaba sentada en un sofá de madera labrada, cojines y espaldar rojos, bordados de oro. Vestida de miriñaque, parecía una de esas preciosa muñequitas de porcelana que vendían en la tienda de don Odilón Núñez, y que algunos ponían en los pesebres de la Navidad bajo glorietas de caaroveí entre santos, sandías, piñas, melones y racimos de uva.

     La señora le tendió su gordezuela manecita ensortijada y le mandó que se sentara frente a ella en una silla del mismo juego que el sofá.

     Tras recibir el mensaje la señora quedó un momento pensativa. Inocencio creyó ver cierto rencor en el gesto. Finalmente doña Carmen le dijo, mirándole a los ojos como un gato ofendido:

     -El señor cura, tu amo, ha sido muy amable al comunicarme su partida. No tenía necesidad de hacerlo, aunque lo esperábamos a cenar, ¿sabes adónde fue?

     -No me lo ha dicho, señora -mintió Inocencio en su mejor castellano, procurando imitar en todo al padre Fidel Maíz.

     La dama lo observó con sonriente curiosidad. Inocencio comprendió que no le había creído. No acostumbraba mentir, debería estar alerta aunque estuviera fascinado.

     -Eres un joven muy bien educado. Sin embargo... ¡A ver las manos!

     Inocencio las mostró. Ella las tomó entre las suyas, las volvió hacia la luz, le pasó dos deditos por las palmas.

     -Manos fuertes, callosas, cuarteadas, manos de labrador -dijo con voz cantarina, acariciante-, pero tú serás un caballero. Te daré un remedio para que se vuelvan suaves como estos cachetes ¡tan colorados! -exclamó pellizcándole en las mejillas.

     Inocencio se asustó: en la mirada y el gesto de doña Carmen Montiel relampagueó algo maligno que sólo había visto en las serpientes.

     -Cenarás con nosotros -dispuso ella, levantándose-, ocuparás el lugar que tu amo ha dejado vacío... Espérame un momentito...

     Entró a una habitación contigua y volvió con un potecito de cristal labrado que brillaba en mil colores a la luz de las velas. Levantó la tapa y puso un poco de pomada en la palma de las manos de Inocencio.

     -Todas las noches antes de acostarte te frotas así... y así... y así... ¿me lo prometes?

     -Sí, señora, muchas gracias.

     En el comedor privado de doña Carmen Montiel, tan lujoso como la salita, había otros tres comensales. Se presentó a Inocencio como ahijado de don Cirilo Rivarola y secretario privado del presbítero Fidel Maíz. El mozo puso en práctica sus lecciones de buena crianza con una desenvoltura que a él mismo le sorprendió. Pudo observar que, por lo menos, se comportaba mejor en la mesa que los otros convidados, que hacían ruido al sorber la sopa y no sabían usar los tenedores. Uno de ellos le produjo una vaga inquietud. Joven, muy apuesto, su intrépida mirada se posaba en doña Carmen como si fuera a comérsela. Era Miguel Ángel Moreno, el hijo descarriado de un hacendado de la zona. Expulsado de la marina se había hecho yerbatero.

     Se bebió vino en abundancia. Para no pasar por un palurdo, Inocencio hizo lo mismo que los demás. Hubo una larga sobremesa. Habló solo cuando le dirigieron la palabra y lo hizo con propiedad y discreción. Se sirvió café y una copa de coñac. De despedida, le dijo doña Carmen, que lo había acompañado hasta la puerta:

     -Ven a visitarme cuando quieras, y sin falta el mes que viene, en mi fiesta de cumpleaños. ¿Te vas a acordar? Es el 25 de agosto, el día que el diablo sale solo... ¡Ah, y no te olvides de tus manos!

     Era tarde. En la explanada había terminado el baile. De la gran fogata quedaban solamente brasas próximas a extinguirse brillando en la oscuridad. Inocencio se sentó en el primer lugar que halló adecuado, se sacó los zapatos suspirando con alivio, los unió con los cordones, los colgó de un hombro y se echó a andar descalzo y feliz hacia la casa parroquial.

     Iba a meterse en su cuarto cuando le atizaron un garrotazo en la cabeza. Esquivó el siguiente, escapó al patio y se refugió detrás del horno.

     -¡Bandido, sinvergüenza! -vociferaba Filomeno Alcaraz agitando el garrote-, apenas se ausenta el amo y ya sale a farrear por ahí como un raído cualquiera. ¡Vas a ver cuando lo sepa el juez de paz!

- XII -

 

     Don Francisco Olavarrieta, juez de paz de Capilla Duarte, era un hombre de mediana estatura, rostro moreno y afilado. Su amplia frente estaba coronada de cabellos blancos que acababan en una trenza que le caía sobre la espalda. Vestía levita verde con botones de oro, camisa de hilo con encajes en el cuello y en los puños, ajustados calzones que le llegaban un poco más abajo de las rodillas; calzaba medias blancas y zapatos con hebillas de plata y altos tacones. Seguramente era muy viejo, pero se mantenía erguido y estaba en sus cabales. Casi todos los nativos de Capilla Duarte eran hijos, nietos o bisnietos suyos. Ya no desempeñaba tareas administrativas propias de un juez de paz, que era el poder civil en la campaña. Se limitaba a ejercer su autoridad moral.

     Su despacho tenía pesados muebles de la época colonial, sobriamente labrados por artífices. En un anaquel había unos cuantos libros encuadernados en cuero, y, sobre el escritorio, al alcance de la mano, un ejemplar de «Gil Blas de Santillana» y otro de «Don Quijote de la Mancha», por lo que pudo haber dicho, como Bolívar, del hombre como es y del hombre como debiera ser.

     Don Francisco Olavarrieta recibió a Inocencio como lo hacía con todos: de pie en el centro de su despacho, apoyado en un bastón de empuñadura de plata, pues cojeaba de una pierna consecuencia de una herida que recibió en la batalla de Tacuary, cuarenta y cinco años atrás. Si el negocio a tratar merecía tiempo, se sentaba en uno de los sillones de cuero de alto y tieso espaldar, e invitaba a su interlocutor a hacer lo mismo. Su voz era grave y rotunda, pero no inspiraba temor porque todos sabían que era un hombre justo y bueno. Habló breve y concisamente, seguro de que sería escuchado y obedecido:

     -De hoy en más, y hasta el regreso del padre Maíz, no volverás a poner los pies en Minero-cuá, guarida del raidaje arribeño mal entretenido que se aquerenció en mi Capilla. Si por mí fuera los confinaría al Tavegó, como en la época del Dictador, para que se pudrieran a su gusto sin contaminar a los decentes. Pero, tal como están las cosas, alguien tiene que beneficiar la yerba, indispensable para el sostenimiento del Estado. Tú, quédate en casa, estudia, no salgas de noche; y si precisas algo, ven a verme.

     Inocencio sabía por Ramona que don Francisco Olavarrieta estimaba al padre Maíz. Lo defendía de las calumnias que los enemigos del sacerdote hacían llegar a oídos del Presidente de la República a pesar de que no aprobaba sus visitas a la «Posada de la Viuda».

     En cuanto al sacristán Filomeno Alcaraz, a pesar de su facha era leído. Ladraba por carta a las autoridades de la capital cuanta maldad podía acerca de la gente de la Capilla, y especialmente contra el cura párroco.

     Inocencio pensaba noche y día en doña Carmen Montiel. Se moría de ganas de verla, pero no se le pasaba por la cabeza desobedecer al juez de paz. Antes de acostarse se frotaba las manos con la pomada que le diera la señora, y se acurrucaba en la hamaca, con la cabeza bajo el poncho, a oler aquel perfume rancio y mujeril. Le fue imposible concentrarse en el estudio; después de unas cuantas infructuosas tentativas lo abandonó por completo. Por las tardes cumplía escrupulosamente la obligación de enseñar el catecismo:

     -¿Para que obliguen las leyes es menester que el pueblo las acepte?

     -No; porque ésta sería más gobernarse por su voluntad que la del Supremo Gobierno.

     -¿Está obligado el ciudadano a aceptar las penas?

     -Sí, porque son justas y establecidas por la ley. Además, debe subir la escalera si lo ahorcan o aplicar la garganta al cuchillo si lo degüellan por sus delitos.

     Los chiquillos eran despiertos, memorizaban con facilidad, pero no hacían preguntas. Esto era un alivio para Inocencio, al que embargaba una inquietud que le hacía barruntar que algo no estaba bien en todo aquello.

     El padre Maíz tardaba en regresar y no se tenían noticias de él. Inocencio había vuelto a su afición de tallar madera, aprendida de taitá Simón. Usando el cortaplumas que le regalara Eberhard Munk se puso a hacer un retablo de la Navidad, con la secreta esperanza de poder regalárselo a doña Carmen Montiel el día de su cumpleaños.

     No había perdido la habilidad, pero en vez del goce que experimentara en otro tiempo, trabajaba con dolor. Persistió en la tarea. Acabado el trabajo de tallista, echó mano a los tintes y pinceles que había en el cuarto de los cachivaches. Pintó las figuras y el pesebre, les dio un baño de cera y contempló la obra terminada.

     Era perfecta, digna de un aventajado aprendiz de taitá Simón. Sin embargo lo desconcertaba. No era esto lo que había querido hacer. Ni los santos eran tan santos, ni los ángeles angelicales, ni los animalitos ingenuos. La Santa Virgen tenía un evidente parecido con doña Carmen Montiel, lo cual se le antojaba un sacrilegio. Era como si sus manos hubieran sido manejadas por el diablo, quien, como todo el mundo sabe, el 25 de agosto sale solo.

     Llegó la fecha señalada sin que Inocencio hallara modo ni pretexto para llevar el regalo a la destinataria. Pensó por un momento pedirle a Ramona que lo hiciera llegar por intermedio de su amiga Vitó, esclava de doña Mercedes, pero lo descartó enseguida como una impertinencia. Ensombrecido por la frustración escondió el retablo entre los otros cachivaches de su cuarto, y se dispuso a pasar una jornada de amargura. Encargó a Ramona que diera asueto de su parte a los chicuelos del catecismo y se fue al potrero comunal a ver cómo andaban los caballos del párroco. Regresó ya bien entrada la noche. Ramona lo recibió llorando a mares. La fiesta de cumpleaños de doña Carmen Montiel había acabado en un desastre.

     Ya la noche de la víspera habían llegado serenatas, una detrás de otra, hasta el amanecer. El baile comenzó por la mañana. Los patrones en la casa, junto con sus amigas; el raidaje en la explanada, donde se habían carneado unas cuantas vaquillonas y hubo vino argentino en demajuanas. En farrear los yerbateros son espléndidos, no ponderan por nada. En lo mejor de la fiesta, ya cerca del mediodía, doña Carmen Montiel bailaba graciosamente un cielito con el joven Miguel Ángel Moreno. De repente, como diablo en un velorio, apareció el padre Maíz abriendo cancha a latigazos. Llegándole a los músicos, con un largo facán cortó las cuerdas de los instrumentos. Después atropelló, jugando por el suelo su cuchillo, hacia Miguel Ángel Moreno. El mozo le dio pecho, diciéndole: «¡Clave, paí, clave sin miedo, aunque usted sea un mal sacerdote yo soy un buen cristiano y no voy a pelear con usted!»

     -¡Dios nos guarde, el paí le largó nomás la puñalada! -continuó Ramona, entre sollozos-, que si el sargento Seferino Mbyasá no la saca pegándole un planazo en la muñeca, ahí nomás se desgraciaba el reverendo. Entre muchos apenas pudieron sujetarlo. «¡Puta, puta!», gritaba echando espuma por la boca. Los soldados lo trajeron maniatado arriba de una mula, paseándolo por la Capilla como si fuera un criminal, entre la mar de curiosos que le seguían riendo y haciendo burla de él. En la Comandancia lo metieron en el cepo, pero enseguida lo fue a sacar don Francisco Olavarrieta, que lo llevó a su casa, escoltado por amigos, bajo su responsabilidad.

     Enseguida se supo por qué el paí Maíz había perdido la chaveta. Vino matando caballos desde la Asunción para asistir a la fiesta de cumpleaños de doña Carmen Montiel. Dicen que lo traía un espléndido regalo. Poco antes de llegar, se detuvo en casa de un amigo para bañarse y cambiarse de ropa. Allí le anoticiaron que Miguel Ángel Moreno se aprovechó de la ausencia del confesor de la viuda.

     Ramona se enjugó las lágrimas con la punta de su rebozo, y siguió algo más calmada:

     -Seguro que esa bruja le echó un maleficio con uno su remedio para enloquecer a los hombres y que desatinó a su marido don Teodoro Montiel. Mi amiga Vitó me contó que es grasa de víbora mezclada con extractos de Francia, que ña Carmen esconde en limetitas de cristal.

     Tragó saliva Inocencio, se miró furtivamente la palma de las manos y las frotó en los pantalones.

     Al día siguiente por la tarde le hizo llamar don Francisco Olavarrieta. Inocencio encontró al juez de paz muy abatido, sentado en uno de los tiesos sillones de su despacho.

     -El padre Maíz está muy enfermo -le dijo-. Te hace decir que te regala, por tus leales servicios, el caballo tordillo, con el recado y los arreos que más te gusten, para que en el mañana mismo regreses a tu casa.

     El rostro del muchacho estaba bañado en lágrimas.

     -Estas cosas ocurren a veces a los hombres -continuó don Francisco, con la voz algo tomada-, y no olvides, mi hijo, que a pesar de lo ocurrido el padre Maíz es un gran hombre.


 

     Al único que Inocencio informó, en pocas palabras, el motivo de su regreso fue a su padre. Don Melitón no hizo comentarios, pero, cosa rara en él, suspiró como si le faltara el aire.

     La noticia voló por la Cordillera. Dio lugar a regocijados, interminables comentarios en la pulpería de don Odilón Núñez. En opinión de los notables, el orgulloso, el ilustrado presbítero Fidel Maíz no era más, había sido, que un raído pendenciero. Estaba liquidado.

     Causó enorme sorpresa la aparición en el periódico oficial de la noticia de que el sacerdote había sido nombrado por el Presidente de la República, don Carlos Antonio López, rector del Colegio Seminario de Asunción. Venía después un extenso comentario de los méritos, la capacidad, la ilustración y el talento del presbítero Fidel Maíz, y del acierto de haberlo elegido para dirigir la formación de las futuras promociones del clero nacional.

     No se volvió a hablar del escandaloso episodio, como si jamás hubiera ocurrido.

     Poco después don Severo Acosta puso en conocimiento de don Melitón Ayala que su hijo Inocencio había sido seleccionado, por orden del Supremo Gobierno, entre los jóvenes que el maestro debía preparar para su ingreso al Seminario.

     No había nada que discutir. Inocencio recordó aquello de «subir la escalera si lo ahorcan o aplicar la garganta al cuchillo si lo degüellan por sus delitos».


 

- XIII -

 

     En uno de los lados de la plaza del pueblo de Barrero Grande había tres inmensos caserones unidos por una recova sostenida por sólidos pilares, sobre una plataforma de ladrillos. Los techos eran de tejas ennegrecidas por el tiempo; los reboques de adobe blanqueados a la cal. Las amplias habitaciones que daban a la calle tenían ventanales protegidos por rejas de hierro forjado o de madera tan dura como el hierro. Las enormes puertas con talladuras solían estar abiertas de par en par durante todo el día, y también por las noches si hacía mucho calor.

     Cada uno de los edificios tenían detalles que lo diferenciaban y daban carácter. Habían sido construidos en épocas distintas, por diversos propietarios y cumplían funciones diferentes.

     La primera era sede de la Comandancia de las Milicias Urbanas; la segunda, escuela pública, con una sala destinada a despacho del juez de paz; la tercera, pulpería de don Odilón Núñez con el aditamento de un almacén de ramos generales.

     En la Comandancia de Urbanos residía el jefe de la misma, don Porfirio Quiñones. Al cuerpo de urbanos pertenecían todos los varones libres del partido, de dieciséis a cincuenta años de edad. En la Comandancia se guardaba una porción de fusiles de diverso calibre y procedencia; mosquetes, tercerolas, pistolones, un arcabuz del tiempo de Ñaupa, docenas de lanzas, sables y un cañoncito que tenía el sello real de España y que solía disparar salvas en las fechas patrias con pólvora fabricada por los mismos milicianos.

     En el patio del fondo, bajo un cobertizo de paja, había un cepo de madera o yvyrakuá para sujetar a los presos. Se lo usaba ocasionalmente, cuando lo justificaba la peligrosidad del delincuente o era preciso castigar alguna falta menor, que era lo más común pues solían pasar años sin que se cometiera ningún delito en el partido. El comandante convocaba a los urbanos para realizar ejercicios militares o trabajos de interés público; y a veces para cazar un tigre que había sido visto merodeando por las zonas pobladas. Para dirigir tales menesteres sobraban, además del comandante, un sargento, dos cabos y el «celador» Pablo Odriozola, quienes más bien colaboraban con el juez de paz Ovidio Ferreira para controlar que los cultivos se hicieran conforme a los planes de gobierno y los niños asistieran a la escuela. Los licenciados del ejército regular trasmitían a sus «valles» o compueblanos lo que habían aprendido en el cuartel. En Barrero Grande no había soldados ni policías de profesión.

     El cargo de Comandante de Milicias era puramente honorífico, pero don Porfirio Quiñones lo ejercía con gran placer. Era un autoridad, tenía mando, todo el mundo estaba bien dispuesto para hacerle un favor, que él podía corresponder con un servicio cuando diere lugar. Vivía en el pueblo, en casa del Estado, y tenía un magnífico uniforme para lucir en las solemnidades. Era propietario de una estanzuela y una chacra, atendidas por un esclavo, que oficiaba de capataz, y dos peones indios. Como Cincinato, él mismo trabajaba en su finca cuando no requería sus servicios la República.

     En el caserón del centro de la recova estaba la escuela, a cargo del maestro Severo Acosta. Además de los muchachos del pueblo y de las cercanías, había una porción de pupilos provenientes de lugares alejados. De la escuela y el cuartel ningún varón se salvaba.

     La recova servía de antesala al despacho del juez de paz, ubicado en el local de la escuela, pared por medio con la pulpería de don Odilón Núñez.

     A la que fuera si no modesta regular pulpería se había agregado un almacén de ramos generales. Vendía herramientas mejores y más baratas que las forjadas por el herrero del pueblo, un negro escapado del Brasil, considerado hasta entonces insuperable en su oficio. Telas más vistosas y menos costosas, aunque no más resistentes, que las tejidas a mano en el país. Sedas, casimires, camisas de Crimea, sobreros de fieltro, vinos y licores exquisitos, extractos de Francia en primorosas limetas de cristal, basines enlozados con florcitas pintadas, tan bonitos que daba pena darles el uso a que estaban destinados; y la mar de maravillas que, cuatro años antes, las más de las gentes no había visto en su vida.

     En los fondos de la casa del pulpero, que abarcaba un tercio de manzana, negros esclavos y jornaleros indios se deslomaban acomodando frutos del país. Allí también venían a parar los productos del diezmo, que recaudaba el naturalista sueco Eberhard Munck, pagando por ellos una suma fija al Estado. El pulpero enviaba todo eso a la capital en carretas, que regresaban cargadas de mercaderías importadas de Europa y Buenos Aires. Don Odilón Núñez se había enriquecido rápida y enormemente desde que en 1852 la Argentina reconoció la independencia del Paraguay y el río Paraná quedó abierto a la libre navegación. El comercio exterior se había quintuplicado. Las exportaciones duplicaban a las importaciones.

     Los beneficios alcanzaron a muchos. Circulaba el dinero. El gusano de la codicia penetraba en las conciencias.

     El gobierno obligaba a los agricultores a producir más de lo que necesitaban para la subsistencia y otorgaba premios en metálico a los más eficientes. Pagaba por los productos buenos precios, lo que obligaba a los comerciantes a mejorar la oferta, lo cual les causaba no poco disgusto.

     En cuanto al diezmo, suprimido por la Dictadura Perpetua, había sido restablecido por el Presidente López. Lo percibía y administraba el Estado, encargado del sostenimiento del culto desde que el Dr. Francia confiscó los bienes de la iglesia. Con ese dinero se reconstruían los templos en ruinas, se construían otros nuevos, se pagaban los sueldos de sacerdotes y sacristanes; se fundó el Seminario, en el que todos los seminaristas eran becados del gobierno. Así lo explicaba machaconamente «El Semanario», porque a nadie le gustó volver a pagar diezmos. Quizá por eso, en vez de recaudarlo directamente, como le hubiera sido fácil y de más provecho hacerlo, el gobierno había dejado el asunto en manos de un extranjero, hereje por añadidura.

     Hasta hacía poco, ricos y pobres comían y vestían casi lo mismo, tenían los mismos derechos y obligaciones. Conociéndose desde siempre, y estando frecuentemente emparentados, se trataban como iguales. Los esclavos eran considerados antes que siervos, allegados.

     Don Severo Acosta, presunto «rusoniano», replicó a quienes temían por la idílica igualdad de los buenos tiempos del Dictador Perpetuo, que la verdadera diferencia entre ricos y pobres consistía en que los pobres debían hacerlo todo por sí mismos, mientras los ricos podían encargar a otros que les hicieran el trabajo.

     -Ante esto -concluía-, poco importa que el uno cague en el yuyal y el otro en una de esas escupideras enlozadas que vende don Odilón Núñez.

     Sin embargo, la abundancia de bienes a los cuales no todos tenían acceso por igual, estaba haciendo las diferencias más visibles y acrecentaba el deseo de poseerlos. La diversificación de intereses creaba tensiones antes inexistentes. Las familias, que habían sido amplias y ramificadas fraternidades solidarias, se disgregaban en grupos si no hostiles, separados entre sí.

     Los patrones disputaban por la paga con los jornaleros, por lo general negros libres e indios provenientes de las disueltas comunidades. Como la mayoría de la población vivía de lo suyo, la escasez de jornaleros se acentuaba en la medida en que crecía la demanda. Por añadidura se habían vuelto exigentes, díscolos e inestables. El gobierno tenía el mismo problema. A los delincuentes comunes ya no se lo mandaba a la cárcel sino a las fábricas del Estado, en las que también trabajaban conscriptos que estaban cumpliendo su servicio militar y obreros contratados en Europa que ganaban más que un ministro. Los servicios personales al Estado, que antes se hacían de buena gana porque eran pocos y de utilidad pública manifiesta, se estaban tomando frecuentes e incomprensibles. En el reparto de los mismos solían producirse arbitrariedades y enojosas discriminaciones. En las «juntas» o asambleas de todo el pueblo, eran cada vez menos los que hablaban y más los que se limitaban a escuchar.

     A los esclavos se los hacía trabajar de sol a sol. Cuando alguno de ellos quería comprar su libertad, como tenía derecho a hacerlo, sus amos se resistían a otorgársela o fijaban precios prohibitivos. Se daban casos de venta y alquiler de esclavos, una práctica que se creía olvidada. Don Odilón Núñez acudió a un remate de siervos del Estado que se realizó en Paraguarí. Volvió quejándose de que sólo habían sido puestos en subasta mujeres y viejos inútiles, no obstante lo cual se vendieron carísimos.

     -He visto algunos vejetes ricachones pujando por las muchachitas -dijo, y agregó entre las carcajadas de los parroquianos de la pulpería-. Había entre ellas una negrita de mi flor que no me animé a comprar porque mi patrona le hubiera rompido la cabeza con un palo de mortero.

     El abogado Cirilo Antonio Rivarola, defensor de pobres y esclavos, tenía cada vez más casos que atender. El juez de paz Ovidio Ferreira, hombre chapado a la antigua, hacía lo posible por administrar la justicia que se tambaleaba al embate de los nuevos tiempos.

     Los señores de la recova se veían todos los días, como si vivieran en la misma casa. Pero las relaciones se habían tomado tensas, sólo formalmente amistosas. Además, todos los habitantes del partido, por uno u otro motivo, tenían que llegarse frecuentemente a la recova. Sin que nadie se lo propusiera o se percatase de ello, se fueron formando dos partidos. Uno en torno del maestro Severo Acosta y el juez de paz Ovidio Ferreira; otro a favor del comandante de urbanos Porfirio Quiñones y el pulpero Odilón Núñez.

     Libraron su primera escaramuza una fresca y soleada mañana de mayo de 1856.

 

- XIV -

 

     En la plaza, frente a la recova, descansaban bajo la sombra de los árboles, un centenar de reclutas que se dirigían a Villeta, para allí embarcarse con destino a Humaitá. Provenían de los partidos de San José de los Arroyos e Itacurubí de la Cordillera. Se les estaban agregando los alistados en Barrero Grande. Eran magníficos mocetones demás que mediana estatura. Se mostraban alegres y bulliciosos sin salir de los límites del decoro. No llevaban escolta ni custodia.

     Se mezclaba con ellos una cantidad de chiquillos. Reidoras mujeres les obsequiaban chipas, dulces, limonadas. Había también personas mayores que habían acudido a despedir a sus hijos. La banda del pueblo ejecutaba galopas y cielitos. Repicaban alegres las campanas de la iglesia. Como en los días de fiesta patria, en el mástil de la plaza flameaba la bandera con los tres colores de la gran revolución francesa.

     Como los alumnos de la escuela estaban alborotados, el maestro Severo Acosta decidió interrumpir las clases. Los chicos salieron corriendo en bandada. Tras ellos salió don Severo, seguido de unos cuantos muchachones a los que estaba preparando para el ingreso al Seminario de Asunción por encargo del recientemente designado rector del mismo, el presbítero Fidel Maíz, y por orden del Presidente de la República, que le había escrito al respecto que atendiese solamente al talento y la conducta, ya que con tales atributos y las lecciones del Seminario, a su tiempo Dios los llamaría a su ministerio con la vocación sacerdotal. Don Carlos agregó en la posdata que el maestro cuidara la enseñanza que les impartía, ya que por ahora no se precisaban oficiales en el cuerpo privilegiado de la marina.

     Los futuros seminaristas se quedaron discretamente en la recova, junto al maestro, observando desde allí lo que ocurría en la plaza. Entre ellos estaba Inocencio Ayala. Le llevaba una cuarta al más crecido de sus compañeros. Tenía quince años y aparentaba dieciocho.

     A pocos pasos, bajo la misma recova, ante la puerta de su despacho, estaba el comandante de urbanos Porfirio Quiñones. Lucía en la ocasión su vistoso uniforme azul marino y quepis a la francesa. Hombre de por sí grande e imponente, y el único en el pueblo que usaba barba, se agrandaba cuando estaba de uniforme. Alzaba la voz y ponía cara de pocos amigos, acordes con su grado de capitán honorario.

     Trataba de persuadir de alguna cosa a un sargento del ejército regular, individuo de mediana edad, de aspecto digno y reposado, que vestía una desteñida casaca de bayeta roja, pantalones de lonilla y estaba descalzo. De un ancho cinturón con hebilla de cuerno pendía un sable. En vez de morrión tenía un sombrero caranday que hacía girar nerviosamente en las manos. Sin duda era el encargado de la conducción de los reclutas.

     Junto a ellos escuchaban sin intervenir el pulpero Odilón Núñez y el naturalista sueco Eberhard Munck que era además un famoso médico herbolario.

     El tono del comandante se hizo amenazador, pero no consiguió impresionar al sargento, que movía negativamente la cabeza.

     -No hay caso, señor -dijo, finalmente-, está en la lista y lo tengo que presentar. Además, si dice veinte han de ser veinte.

     Agotados sus recursos para vencer la tozudez del sargento, don Porfirio Quiñones se volvió hacia el pulpero e hizo un ademán de impotencia. Entonces vio a Inocencio. Por la cara que puso sin duda se le ocurrió una idea. Lo llamó por su nombre y le ordenó que se acercara. Enseguida entraron todos al despacho del comandante de urbanos. El maestro Severo Acosta frunció el ceño y fue a ver a su vecino, el juez de paz Ovidio Ferreira.

     Don Odilón Núñez y Eberhard Munck se instalaron en sillones de cuero repujado. Don Porfirio se sentó detrás de su escritorio. Ante él permanecieron de pie Inocencio Ayala y el sargento. Don Porfirio se tomó tiempo para reflexionar examinando un papel que levantó de la mesa. Después, dirigiéndose a Inocencio, pronunció en guaraní una de esas frases difusas que conllevan contradicciones y se prestan a las interpretaciones más diversas. Y que sólo son posibles en el idioma indígena. Podría ser traducida al español aproximadamente como sigue:

     -¿Ha de ser por ahí seguramente a lo mejor o no que seas ganoso se haga de ti un soldado o quien sabe alguna otra cosa o qué?

     Inocencio, tomado de sorpresa, sin embargo respondió sin vacilar en español lo que supuso se esperaba respondiese un paraguayo patriota:

     -Sí, señor, desde luego.

     Don Porfirio sonrió triunfalmente y exclamó, dirigiéndose al sargento:

     -¡Se ha completado tu lista!

     El sargento iba a protestar. Don Porfirio lo contuvo con un ademán autoritario y le ordenó en un tono que no admitía réplica:

     -¡No discutas a tu superior, yo soy el que manda aquí!

     Tachó algo en el papel, escribió una línea al final, lo puso frente a Inocencio y le dijo, pasándole la pluma:

     -Irás de voluntario, lo que será una gran cosa para ti, ¡firma al lado de tu nombre!

     Como Inocencio vacilara, don Porfirio montó en cólera:

     -¡Qué lo que estás esperando! Ya diste tu palabra, ante testigos. Por hacerte un favor ensucié y cambié un documento del Supremo Gobierno. ¡No te atrevas a comprometerme, ya no puedes recular!

     Inocencio había aprendido a obedecer sin discusión a los mayores, y absolutamente a las autoridades. El uniforme, los galones y la barba del comandante de urbanos acabaron de intimidarlo. Mientras firmaba se fijó que don Porfirio había tachado en la lista el nombre de Benedicto Núñez, hijo del pulpero.

     En eso entraron como una tromba don Severo Acosta y don Ovidio Ferreira. El comandante de urbanos puso cara de enojo y ordenó al sargento:

     -¡Sacá de aquí a tu soldado!

     Ya en la recova, Inocencio oyó que estallaba en el despacho una violenta discusión. Eberhard Munck salió calándose el sombrero. Al ver a Inocencio se detuvo y le dijo, poniéndole una mano en un hombro:

     -¡Yo no tengo nada que ver con este asunto!

     Saltó a la calle y se alejó dando grandes zancadas.

     El sargento, que parecía muy disgustado, le dijo al flamante recluta que se pondrían en marcha al día siguiente, al clarear, y que le daba permiso hasta la noche para que se despidiera de los suyos.

     Entonces Inocencio se dio cuenta cabal de lo ocurrido. Había tomado una decisión, aunque forzada, que cambiaría radicalmente su futuro. Y lo había hecho sin permiso de su padre. Se asustó, pero no estaba arrepentido.

     Entró a la escuela a recoger sus cosas. No respondió a las preguntas de sus compañeros. En la puerta se encontró con don Severo, que regresaba hecho una furia.

     -¡Monta mi caballo y ve al galope a tu casa! -rugió con voz de trueno-. Cuéntale a tu papá lo que pasó y dile que venga a verme enseguida.


 

- XV -

 

     Doña Robustiana pegó el grito al cielo al enterarse de que su hijito Inocencio había sido reclutado. Don Melitón tomó las cosas con calma. Encargó a su mujer que preparase las cosas que el muchacho debía llevar. Eran muy pocas.

     -El soldado ha de andar liviano -sentenció con un dejo de orgullo-, le sobra lo que no sea su fusil y su deber.

     La familia almorzó en el comedor. Inocencio ocupó una de las cabeceras. Esta vez don Melitón no hizo burlas al señor San Francisco.

     No se durmió la siesta. Mientras la madre y los hermanos de Inocencio trajinaban y alborotaban, él se sentó con su padre bajo el yvapovó.

     Parecía que don Melitón quisiera decirle muchas cosas pero que no atinara las palabras. Casi no hablaron, como de costumbre. Don Melitón le dio a su hijo algunos billetes, y agregó una reluciente onza de oro, diciendo:

     -Nde plata sy rä.

     Lo que equivale a un amuleto para no quedar sin blanca.

     Entre tanto don Porfirio Quiñones tampoco podía dormir la siesta. Había hecho la campaña de Corrientes con Melitón Ayala. Melitón estuvo entre los sublevados en Payubré, mientras Porfirio fue uno de los que delataron a sus camaradas. No estaban enemistados, pero ni el uno ni el otro olvidó lo ocurrido. Porfirio, a pesar de su grado de capitán honorario y de su cargo de comandante de urbanos, se sentía incómodamente disminuido ante Melitón, a quien a pesar suyo respetaba y al que sin ninguna razón le tenía un poco de envidia. No se podía hacer nada contra él, parecía invulnerable. Fue perdonado por el general López y, después de servir dos años más en Humaitá, se retiró con el grado de sargento primero de artillería. En la vida civil era un ciudadano ejemplar.

     Acaso sin proponérselo y sin darse cuenta él mismo cabalmente de lo que estaba haciendo, se mantenía al acecho para pillar algún desliz de Melitón Ayala que diera pie para sacar a relucir sus malos antecedentes. Sospechó que había algo detrás de la amistad de don Melitón con don Cirilo Rivarola, el padre Fidel Maíz y don Severo Acosta, y así lo hizo saber al Supremo Gobierno. Pero, don Cirilo fue nombrado defensor de pobres y esclavos, el padre Maíz rector del Seminario y don Severo mantenía correspondencia personal con el Presidente de la República. También estaba de por medio el juez de paz Ovidio Ferreira, atento a cualquier abuso de autoridad del comandante de urbanos.

     Don Porfirio Quiñones era muy amigo de don Odilón Núñez. Por mano del pulpero el comandante solía hacer criar sus dineritos.

     Don Odilón Núñez quería que su hijo Benedicto, mozo de luces aunque un tanto haragán y mal entretenido, se hiciera sacerdote con la esperanza de que se corrigiese. Don Severo, aunque elogió la inteligencia del muchacho, se negó a admitirlo entre los futuros seminaristas que estaba preparando, hasta tanto diera pruebas de que estaba decidido a cambiar de conducta, ya que el Seminario no era un reformatorio para jóvenes descarriados.

     En eso estaban cuando el mozo, que había cumplido dieciocho años, fue llamado a cumplir el servicio militar obligatorio. Don Odilón Núñez se presentó a la Comandancia de Urbanos en compañía de Eberhard Munck, quien en su carácter de médico certificó que Benedicto estaba siendo tratado de un mal venéreo que lo hacía temporalmente inapto para su incorporación al ejército. El sargento encargado de la conducción de los reclutas, hombre experimentado que conocía todas las argucias de que intentaban valerse los remisos para eludir la milicia, respondió que, de ser así, los médicos militares diagnosticarían la enfermedad, tratarían al enfermo y lo declararían temporal o definitivamente inútil. Él no estaba autorizado a decidir al respecto.

     Furioso de que un simple sargento tuviera la osadía de desafiar ante testigos la autoridad de todo un capitán honorario y comandante de milicias, e interesado en hacerle un significativo favor al pulpero, don Porfirio, al ver a un hijo de Melitón entre los elegidos de don Severo Acosta, perdió la chaveta e hizo una barbaridad.

     Fue un error imperdonable en un individuo tan astuto como él. No previó la inmediata reacción del maestro y del juez de paz en defensa del hijo de un campesino cualquiera. No era de balde había sido que aquel paí Palacios, que estuvo de paso por el pueblo, dijo en un sermón que el maestro era un hereje, un anarquista, un rusoniano, un lobo con piel de oveja.

     Le invadió el pánico cuando don Severo le informó que Inocencio había sido seleccionado por especial recomendación del presbítero Fidel Maíz, de quien había sido paje y discípulo en Capilla Duarte, y que estaba de por medio una orden expresa del Supremo Gobierno que mencionaba al muchacho entre los que debían ser elegidos.

     Caliente todavía, don Porfirio, en vez de reconocer su error humildemente y tratar de arreglar las cosas por las buenas, prevalido de su uniforme de capitán honorario, se peleó a grito pelado con don Severo y don Ovidio, que se marcharon indignados, amenazando que aquello no iba a quedar así.

     Había caído en un tembladeral, cuanto más se sacudiera más se hundiría. No tenía la suerte de Melitón: nadie, absolutamente nadie, saldría a su favor. Don Odilón Núñez sería el primero en lavarse las manos. Estaba perdido.

     Sólo le quedaba una esperanza de salvación. Don Porfirio saltó de la hamaca, desenvainó el sable, y así, en calzoncillos como estaba, se escurrió hasta una salita donde se encontraba el nicho de la Virgen de Caacupé. Se arrodilló ante la imagen milagrosa y juró por su espada que, si salía de este brete, el 8 de diciembre iría a pie, calzando botas, hasta el santuario de la Virgen, situado a cinco leguas de Barrero Grande, llevando una ofrenda de diez onzas de oro.

     Justo en ese momento se le ocurrió a su esposa entrar a la habitación. Al verlo la mujer rompió a reír a carcajadas.

     -¡Jesús mi Dios!, ¿qué estás haciendo ahí medio desnudo?

     -¡Fuera! -rugió el capitán honorario blandiendo la espada-. ¡Fuera, vaca corsaria, voy a cortarte la cabeza!

     -¡Socorro! -escapó gritando la mujer-, ¡nuestro señor comandante ya se enloqueció del todo!


 

     Don Melitón Ayala y su hijo Inocencio llegaron tranquilamente a la escuela a media tarde. Don Severo Acosta y don Ovidio Ferreira lo estaban esperando. Tenían redactada una petición al gobierno, con el relato pormenorizado de lo ocurrido esa mañana. Esperaban que don Melitón la firmase. Ellos lo harían como testigos. Con esto, aseguró don Ovidio Ferreira, los días de don Porfirio Quiñones en la comandancia de urbanos estaban contados. El pueblo se libraría de un pobre diablo cuyo engreimiento lo estaba tomando peligroso.

     Don Melitón sonrió astutamente y dijo:

     -Socorro y vuelto yo no pido, que se vea quien no los da -y dirigiéndose a su hijo, agregó-: Te hacen hombre antes de tiempo. Aprovecha.

     La Virgen de Caacupé le había hecho el milagro al comandante de urbanos Porfirio Quiñones.


- XVI -

 

     Esa noche hubo baile en la plaza. Después los reclutas se fueron a dormir bajo las recovas o en las casas del vecindario; o pasaron la noche charlando, cantando, tocando la guitarra. No se tuvo en cuenta que debían ponerse en marcha a la madrugada. Nadie sabía cuándo iba a regresar.

     El sargento tenía a un toqueño de ayudante. Era un soldado negro tocador de cometa y de tambor. Sonó la diana como un vibrante y achacoso gallo mañanero. Ya los reclutas estaban en la plaza, entre el gentío que había acudido a despedirlos. El sargento tenía dividida su tropa en pelotones al mando de cabos designados por él mismo. La mayoría de los jóvenes había recibido alguna instrucción militar en las milicias urbanas. Las tradiciones militares hicieron el resto. No fueron olvidadas en medio siglo de paz, porque fue una paz con arma al brazo. Marte seguía velando.

     Un centenar de entusiastas muchachones se puso en marcha en correcta formación, marcando el paso al son de la caja del toqueño, entre los vítores del pueblo. Al frente cabalgaba el sargento, con un largo arreador colgándole del hombro. Inocencio iba con el corazón henchido de júbilo. Y de gratitud a su padre: no tenía ninguna gana de hacerse sacerdote y don Melitón lo había comprendido.

     Ser soldado era un honor, un privilegio de ciudadanos al que los indios accedieron tras la disolución de sus comunidades. Los delincuentes, los individuos de mala conducta manifiesta y la hez del raidaje proletario eran excluidos. La masa fundamental del ejército provenía de sólidos hogares de agricultores independientes. Como resultado, en los últimos quince años había habido solamente seis deserciones: cuatro hacia el extranjero, dos hacia el interior del país. En todo este lapso no hubo que castigar ningún delito.

     Desde su más tierna infancia, Inocencio oyó hablar del ejército en términos admirativos. Como se mantenía de las Estancias de la Patria, de lo que él mismo producía y de los recursos provenientes de los estancos del Estado, no gravaba a la población. Por el contrario, realizaba tareas de interés público como la construcción de caminos, puentes, desecación de pantanos. Se dedicaba a lo suyo y no tenía privilegios. En cuanto al servicio militar obligatorio y las movilizaciones de reservistas, se comprendía que eran necesarias. Al primer llamado los hombres acudían en masa. No había más que elegir a los más aptos y prescindibles tanto para la marcha normal del país como para el sostenimiento de sus hogares.

     En 1853, reconocida la independencia del Paraguay por la Confederación Argentina, firmado con ésta un tratado de límites y abierto el río Paraná a la libre navegación, apareció el último número de «El Paraguayo Independiente». Ya no fue obligatoria la inserción en todo documento público de la leyenda «Independencia o Muerte», aunque siguieron usándose por mucho tiempo los papeles sellados que la tenían impresa. Gran parte de las tropas fueron licenciadas; los oficiales y suboficiales que quisieron hacerlo pasaron a retiro. El Presidente de la República reconoció sus sacrificios. Les dijo que había llegado el tiempo de que cada uno se dedicase al logro de la propia prosperidad. El general López fue a Europa en misión diplomática y viaje de estudios, llevando un nutrido séquito de oficiales de todas las armas.

     Pero, la calma duró poco. El congreso de la Confederación Argentina no ratificó el tratado de límites. Los paraguayos ocuparon militarmente las Misiones allende al Paraná. Se produjeron escaramuzas con los correntinos. Hubo que expulsar a los brasileños de territorios en litigio. La amenaza de guerra con el Brasil obligó a una nueva movilización general. Para el momento en que Inocencio se incorporó a filas el peligro había sido conjurado, pero no se sabía por cuánto tiempo. En rigor se había pactado con los brasileños una tregua de cinco años.

     Los paraguayos estaban orgullosos de su ejército, creado a su imagen y semejanza. Aunque nunca había librado una batalla, personas tan ilustradas y sensatas como don Severo Acosta y el presbítero Fidel Maíz no vacilaban en afirmar que era el mejor del mundo, capaz de medirse con el brasileño y el argentino, así vinieran juntos o separados. Eran ideas emanadas de un pueblo que había vivido trescientos años en casi absoluto aislamiento, que sólo se conocía a sí mismo y que había hecho morder el polvo a cuantos se atrevieron a agredirlo. El único aguafiestas que Inocencio había conocido era su padrino Cirilo Antonio Rivarola.

     -No dudo que nuestros soldados son morales, disciplinados y valientes -decía don Cirilo-, pero los oficiales son pocos, sin ninguna experiencia de combate ni preparación profesional. La marina está un poco mejor en este sentido, pero sólo cuenta con un buque de guerra para enfrentar a las cincuenta cañoneras y acorazados de la Flota Imperial del Brasil. Los jefes del ejército, salvo el general López y acaso dos o tres más, no pasan de ser buenos cuarteleros. El armamento es insuficiente y anticuado. Nada de esto es ocurrencia mía. Lo he oído decir al general López en el Club Nacional, y su hermano Benigno no cesa de repetirlo. En estas condiciones sería muy arriesgado ir a la guerra contra un estado poderoso como es el Brasil, el cual, seguramente, encontrará el modo de aliarse con Buenos Aires y la Confederación Argentina. Tiene para eso excelentes diplomáticos y dinero de sobra. Don Carlos está en lo cierto cuando afirma que lo prudente es quedarse en casa y no pelear salvo que nos ataquen y nos obliguen a defendernos.

     Inocencio, quien según el padre Maíz no era ambicioso, compartía con la generalidad de sus compatriotas la más sencilla y soberbia de las ambiciones: quería ser feliz.

     Lo era en ese momento.

     El sargento cabalgaba tranquilo, sin volverse ni una vez para ver cómo marchaba su tropa. A poco de salir del pueblo mandó al toqueño que se dejara de hacer barullo, y les dijo a los reclutas que marchasen como se les diera la gana, pero sin amontonarse ni romper del todo la formación.

     Siguieron alegremente, riendo y chacoteando. Las gentes con las que se cruzaban se detenían sonriendo a verlos pasar. Las viejas los bendecían. Los viejos se sacaban el sombrero para saludar a los futuros tetärerekuára, custodios de la Patria.

     Hicieron alto en un arroyo para refrescarse y comer el avío. El sargento desmontó, aflojó la cincha de su caballo, se lavó los pies como indefectiblemente hace un campesino cuando encuentra un arroyo, y se sentó a pitar un cigarro en compañía del toqueño.

     A mediodía llegaron a Piribebuy, que era el pueblo más grande de la Cordillera. Les esperaban con asado y banda de músicos. Se les incorporó un numeroso contingente de reclutas. Por la tarde se bañaron en el riacho que cruza el pueblo, mezclados con hombres, mujeres y niños del lugar, todos como Dios los mandó al mundo. De noche, baile y serenatas. Al amanecer, nuevo desfile a paso marcado por el toqueño. Ese día bajaron de la Cordillera. Durmieron en Paraguarí. En dos jornadas más arribaron a Villeta descansados y contentos.

     Entraron a la villa en correcta formación marcando orgullosamente el paso; pero aquí no atrajeron ni la atención de los chiquillos, pues los villetanos estaban acostumbrados al constante arribo de contingentes de reclutas. Hicieron alto en un explanada arenosa que daba a una empalizada en cuyo centro había un portón guardado por centinelas con bayoneta calada. El sargento ordenó que esperasen, se adelantó hasta el portón, saludó militarmente y lo dejaron pasar.

     Al punto los reclutas se vieron acosados por una cantidad de mujeres que ofertaban refrescos, chipas y butifarras. Inocencio usó por primera vez un poco del dinero que le diera su padre.

     Como una hora después reapareció el sargento en compañía de un alférez y varios cabos. Cada uno de éstos traía un rebenque en la mano. Por primera vez oyó Inocencio rudas voces de mando. Quienes no las entendieron o no obedecieron con presteza recibieron zurriagazos. Se contó una y otra vez a los reclutas. Se pasó lista. Finalmente el alférez se dio por satisfecho y se marchó seguido del sargento, dejando a los novatos en poder de los cabos. Se abrió el portón y al trote, levantando polvareda, doscientos asustados mozos cordilleranos fueron tragados por el cuartel.

     Inocencio, para quien la marcha hasta Villeta había sido un viaje de placer, se sintió de repente como un potro metido por primera vez en un corral entre una tropa de yeguarizos. Bestias pequeñas, despiadadas, brutales, le aturden a gritos, le lastiman, le obligan a seguir por donde quieren. El mundo abierto a los cuatro vientos se encierra de pronto en una empalizada. Galopa alrededor, bufa, da coces hasta que agotado y sediento agacha la cabeza sin entender lo que le pasa. Echó de menos a su valle, a su familia, a la gente amistosa dispuesta a ayudarlo, entre la que uno se siente protegido y seguro. Esa noche, acurrucado en un catre de tientos, con la cabeza escondida bajo el poncho, lloró procurando contener los sollozos. En adelante sólo podría contar con sí mismo y con sus compañeros. Comenzaba a ser soldado.

- XVII -

 

     Los reclutas, en cueros, están formados en una cancha ubicada en el centro del cuartel. A los costados se ven largos edificios con aleros. Al fondo hay un espacioso cobertizo de techo de paja, horcones y vigas de palmera. Detrás se extiende una arboleda hasta una empalizada.

     A cargo de la formación se encuentra un cabo, que en vez de rebenque esgrime un largo arreador de cuero trenzado que acaba en una lengüetilla de tiento. Observan desde el cobertizo un oficial, en una silla, y varios soldados, cada cual con su fusil, sentados en un banco. Departen amigablemente al parecer.

     Sentado en una mesa, un escribiente. A su izquierda, de pie, un individuo de baja estatura, aludo sombrero caranday, camisa suelta y calzoncillos de lienzo atados en las pantorrillas de sus pies descalzos. Y otro cabo con el consabido chicote.

     El escribiente dice un nombre, lo repite el cabo ayudante. Un recluta sale corriendo de la fila y va a cuadrarse ante el ensombrerado petiso. Éste lo examina, le hace correr alrededor de la cancha, lo examina otra vez y el muchacho va a reunirse bajo la arboleda con otros que han pasado el examen médico.

     La tediosa ceremonia ya dura varias horas.

     Inocencio sentía sed y ganas de orinar, pero se mantenía firme y callado, atento a que lo llamaran para no correr la suerte de los distraídos. Pero, justo en el momento en que disimuladamente se rascaba la cabeza, que se le había llenado de piojos, gritaron su nombre y él no oyó.

     -¡Inocencio Ayala se dijo! -rugió el cabo de la formación-, ¿se durmió o qué ese tilingo?

     Salió corriendo de la fila. La punta del arreador le alcanzó en una nalga haciéndole pegar un brinco en el aire. Los soldados de la guardia y los reclutas rieron a carcajadas.

     El médico tenía cara de no haber reído nunca. Parecía un mono viejo. El cabo ayudante mostró a Inocencio una escupidera de barro que había sobre un tronquito, y le ordenó:

     -¡Mea allí dentro!

     Inocencio lo intentó, pero se le habían ido las ganas.

     -¡Que mees te he dicho! -tronó el cabo, dándole un chicotazo.

     Salió un chorro poderoso.

     El médico observaba líquido y surtidor. Se inclinó sobre el bacín, revolvió el pis con un palito, levantó éste, lo hizo gotear, lo probó con la punta de la lengua, escupió y le dijo al recluta que derramase el orín en un pocito que había afuera y volviese a poner la escupidera en su lugar. Luego le hizo sacar la lengua, le miró el blanco de los ojos, le pellizcó una mejilla, le observó las uñas, le estiró el pene, le apretó los testículos. El cabo ayudante le ordenó que corriera alrededor de la cancha, dándole como estímulo un chicotazo en el anca. De vuelta de la estampida se cuadró jadeando frente al facultativo, que le apoyó en el pecho su pequeña mano ganchuda, la dejó allí un momento y lo declaró apto para el servicio militar.

     Sólo encontró un inútil, que se quedó abrumado por la humillación. «Ni ndohói cuartelpe; ni se ha ido al cuartel», era un estigma que ningún varón quería cargar por el resto de su vida.

     Bajo la arboleda había ollas de locro y de mandiocas, arrimadas a un fogón. Los reclutas comían a discreción, turnándose en el uso de unas cucharas de lata que les prestó el ranchero.

     El examen médico terminó a mediodía, pero los reclutas no volvieron a la cuadra. Desnudos como estaban los dejaron haraganear hasta pasada la siesta. Entonces reaparecieron los cabos con sus chicotes. Se abrió el portón del fondo. Al salir se encontraron de repente con el gran río Paraguay, el fabuloso Yparagua'y de la historia y la leyenda. Inocencio lo veía por primera vez. Impresionado, se detuvo a contemplarlo. Un chicotazo lo sacó de su ensimismamiento. Al llegar a la orilla tuvo miedo de meterse en el agua. Saltó a ella al sentir en las nalgas la punta de un arreador. A otros reclutas los cabos tuvieron que tomarlos del cuello y meterlos a la fuerza. Mujeres que estaban lavando la ropa y una multitud de chiquillos que nadaban como peces se reían de aquella tropa de cordilleranos inútiles que le tenían miedo al agua. Poco después estaban todos chapoteando felices.

     Al día siguiente se embarcaron enracimados en un vaporcito, que a Inocencio se le antojó enorme. La sirena les dio un susto. Enseguida estalló una gozosa gritería. El barco salió al canal y navegó a toda máquina aguas abajo echando humo por la chimenea. Dejaron atrás las barrancas de Angostura. Volaban sobre ellos ruidosas bandadas de loritos. Se veían en las riberas multitud de garzas blancas, carpinchos, yacarés, monos encaramados en las ramas de los árboles. Se cruzaban con veloces cachibeos tripulados por atléticos payaguá que remaban de pie con palas puntiagudas y filosas. Al crepúsculo, nubes anaranjadas se reflejaban en aguas azul moradas. Duendes multicolores brincaban en la estela del barco. No durmieron esa noche. Alumbraba la luna el mundo mágico al que se habían introducido. Al amanecer divisaron los parapetos de las baterías y la negra boca de los cañones de la fortaleza de Humaitá, bastión y orgullo de los paraguayos, que Melitón Ayala había construido junto con los padres de este contingente de jóvenes reclutas que acudía a guarnecerla.


 

- XVIII -

 

     Inocencio pasó satisfactoriamente la dura etapa de recluta. Los veteranos le contaron que, cuando un año atrás, los cambá aparecieron con una cantidad de cañoneras, al divisar las baterías de Humaitá se les acabó el coraje, como suele suceder a los macacos fanfarrones. El coludo almirante Ferreira de Oliveira fue llevado a remolque hasta la capital, como un buey de la coyunta.

     Inocencio los espiaba lleno de curiosidad cuando pasaban en sus vapores de ida o de vuelta del lejano Mato Grosso. Cada vez que estaba de imaginaria en un mangrullo, le rogaba al Señor San Francisco que le hiciera el milagrito de traer a los cambá en son de guerra y permitirle el gustazo de matar unos cuantos de esos bichos.

     Sin embargo las cosas parecían haberse arreglado. A medida que llegaban contingentes de reclutas salían de baja conscriptos que habían cumplido con exceso el tiempo de servicio. Los reservistas movilizados ante la amenaza de conflicto armado, hacía rato habían regresado a sus valles. Las actividades de la fortaleza se adecuaban a los tiempos de paz.

     La disciplina, regida por la ordenanza española, era feroz en los papeles. En la práctica se hallaba atemperada por la buena índole de gente sobria y tranquila que, al menos en su mayoría, no conocía la servidumbre y estaba habituada a la igualdad. Las relaciones patriarcales se extendían al ejército. Los soldados decían «padre» al superior y éste trataba de «hijo» al subordinado. No existían diferencias de casta entre oficiales y tropas, ni mucha diferencia en los sueldos, que se pagaban puntualmente. Órdenes generales reglamentan el trato que debían darse unos a otros:


 

     «...El superior no usará jamás con el subordinado de expresiones desmedidas o actos inurbanos. El subalterno que hubiere recibido vejaciones de su superior podrá hacer reclamaciones, pero jamás se creerá autorizado para cambiar con éste las injurias o contumelias que hubiere padecido... La reputación de algunos oficiales padece en el concepto de personas envidiosas e injustas, muchas veces por la puntualidad en el ejercicio de sus funciones, así que es preciso averiguar las causas para juzgar. El superior debe cuidar como padre la conducta de los militares, socorriendo la poca experiencia de ellos con amorosos consejos, y mostrarse interesado en su conversación... No ha de hacerse árbitro en todo, con desconsiderada altivez, excediéndose en la cólera y la demasía... el superior pierde afecto y estimación queriendo buscar el favor de todos con la demasiada fácil indulgencia con las muchas burlas, con permitir que un subalterno cualquiera se aproveche excesivamente de su confianza y domine su voluntad.»


 

     Éstas y otras instrucciones, firmadas por el general López, eran leídas y explicadas una y otra vez a los soldados. Se cumplían al pie de la letra. Un capitán fue degradado a clase de sargento porque la emprendió a cintarazos con unos reclutas que no le dejaban dormir la siesta con el barullo que hacían en el patio del cuartel.

     Los cuarteles de Humaitá eran espaciosos, aireados y limpios. Huertas y sembradíos, plantaciones de frutales. Numerosos talleres entre los que se contaban talabarterías, zapaterías, sastrerías, carpinterías, herrerías, imprenta, aserradero y muchos más en los que trabajaban los soldados el tiempo que no dedicaban a la instrucción y a las guardias de rutina, ganando con ello sus buenos adicionales. Los que no sabían leer ni escribir, o lo hacían deficientemente, asistían a la escuela elemental. Había otras de mayor nivel. Todos se mantenían al tanto de la política interna e internacional del gobierno mediante la lectura sistemática de «El Semanario» en todos los cuerpos. Estas cosas causaban asombro a los extranjeros, pero a Inocencio le parecían muy naturales. Abrió caminos, desecó esteros, cultivó para bastimentos, aserró madera, labró vigas a la azuela, pisó adobes, horneó ladrillos. Como el hogar paraguayo, el ejército se bastaba a sí mismo.

     Restaba tiempo para diversiones. Se permitía a los soldados salir de cacería llevando su fusil. De este modo se convertían en excelentes tiradores, hábiles en el acecho y buenos conocedores del terreno. Todas las semanas había bailes amenizados por bandas militares y músicos aficionados. En Humaitá había un poblado en el que habitaban, principalmente, las familias de los militares de la guarnición.

     Los días francos Inocencio solía ir a caseríos ubicados en los alrededores de la fortaleza, o subía en barco hasta la villa del Pilar, donde en ocasiones se armaban grescas con los integrantes del «cuerpo privilegiado de la marina», que ganaban doble sueldo, calzaban zapatones y meaban por el bolsillo porque el pantalón marinero no tiene bragueta. Tales disturbios no eran posibles en Humaitá, pero si ocurrían fuera de sus límites los jefes hacían la vista gorda y sólo querían saber quiénes ganaron la pelea.

     La presencia del general López redoblaba el trabajo, porque siempre encontraba nuevas cosas para mandar hacer. Inspeccionaba personalmente, deteniéndose a conversar con los soldados. Escuchaba atentamente sugerencias y opiniones, aceptando algunas y rechazando otras. Conocía nombre y marcante de la mayoría de ellos. A Inocencio le decía Santo-pucú, el Santo Largo, por su estatura y su semblante apacible.

     Con los oficiales en cambio era extremadamente severo y exigente, pero muy rara vez les imponía castigos.

     Aumentaban también las diversiones. Entonces el general bromeaba con llaneza. Bailaba la galopa y el cielito. Los vicios suboficiciales contaban que hubo tiempos en que el Mitä-morotí, el Muchacho Blanco, como llamaban a Pancho López, tocaba la guitarra y cantaba «tristes» que él mismo componía. Los soldados lo amaban y lo creían un camarada digno de confianza, que no les podía fallar. Tal vez por eso mismo no le adulaban ni lo nombraban en sus coplas.

     La vida de soldado transcurría sin sobresaltos y bastante agradablemente para Inocencio Ayala. Muy atrás habían quedado los zurriagazos de los cabos y los gritos y patadas de los alféreces instructores. Ahora ellos, lo mismo que los jefes y oficiales, incluyendo al general López, lo conocían y estimaban. No había ascendido porque, en opinión de sus superiores, aunque era buen soldado carecía de don de mando. Se cuidó muy bien de revelar la formación recibida en la escuela, como paje del padre Maíz y como candidato a cura, no fuera que se les ocurriese convertirlo en escribiente o algo por el estilo. Se sentía a gusto como estaba. Su único deseo era regresar a su casa lo antes posible. Como todo estaba tranquilo, esperaba que tal cosa ocurriese muy pronto, pues estaba por cumplir tres años se servicio.

     Se supo entonces que venía por la mar una formidable flota norteamericana para vengar el cañonazo que el fuerte Itapirú disparó contra la cañonera «Water Wisch». Hubo aprestos de defensa, acudieron reservistas, pero el viejo López llegó una vez más a un arreglo honorable y les privó del placer de mandar a pique a los intrusos. Apenas se fueron los gringlos, el estado de guerra entre la Confederación y Buenos Aires los obligó a mantenerse en estado de alerta. No acabó el general López de componer a las dos partes cuando empezó el conflicto con los ingleses. Terminado este pleito, llegó el momento de inaugurar la nueva iglesia de Humaitá, en cuya construcción Inocencio había participado. Esperaba que después de la ceremonia lo licenciaran finalmente.


 

- XIX -

 

     A las diez de la mañana del 28 de diciembre de 1860 atracaron en Humaitá la cañonera «Tacuarí» y el vapor «Río Blanco» empavesados de gala. Aguardaban en tierra formaciones de marinería, infantería, artillería y caballería; los coraceros del «Aca-carayá» y los dragones del «Acá-verá», luciendo vistosos uniformes de parada. Detrás de ellos, la multitud en trajes multicolores.

     Retumbaron salvas de artillería. Vibraron los acordes de bandas militares. Inocencio olvidó la tortura de sus flamantes zapatones, el plantón de dos horas, el calor infernal soportado en casaca de bayeta: por la planchada descendía un anciano obeso, de corta estatura. Se adelantaron a recibirlo el general López y su plana mayor. La multitud prorrumpió en vítores. Era el Presidente de la República don Carlos Antonio López. Bajaron detrás de él centenares de caballeros de punta en blanco, y de damas con vestidos deslumbrantes y joyas que titilaban en el relumbrón de un sol de fuego. El Presidente fue ayudado a subir a un carruaje que partió inmediatamente hacia el Cuartel General.

     Las tropas rompieron filas y acudieron a los lugares donde se había dispuesto, bajo toldos y enramadas, para ellas y para quienes quisieran acompañarlas, refrescos y golosinas en divina abundancia. Hacia mediodía fueron llegando otros vapores en los que venía una colorida multitud de gente del pueblo. No le tocó a Inocencio participar en las demostraciones militares que se realizaron al caer la tarde. De noche hubo baile, en el que se mezclaron en gozosa algarabía todas las clases sociales.

     Al otro día revistó don Carlos en carruaje la formación militar, para luego presenciar un ensayo general de desfile. El sol calcinaba la planicie. El Presidente tuvo que retirarse antes de que terminara el acto, debido al calor excesivo.

     El 31 las bandas de músicos recorrieron en todas direcciones interpretando alegres aires. Los visitantes paseaban en grupos, en compañía de oficiales y soldados de la guarnición, la mayor parte de la cual tenía el día franco. Inocencio vio al presbítero Fidel Maíz, tan apuesto como siempre, haciendo de guía a unas hermosas damas. Confiadamente se acercó a saludarlo. El sacerdote tardó en reconocer al que fuera su paje.

     -¿Inocencio Ayala? -repitió, frunciendo el ceño; enseguida exclamó sonriendo con distraída cordialidad-. ¡Claro pues!, ¿qué tal, mi amigo? Así que eres soldado, ¡te felicito!

     Hizo un ademán de despedida y continuó su paseo. Inocencio sintió que había perdido algo entrañable.

     Por la noche continuaron los bailes, matizados con números de danza a cargo de los más afamados bailarines de la guarnición. Don Carlos asistió durante una hora. Se lo veía fatigado y enfermo, pero satisfecho como un padre que contempla con comprensiva nostalgia la alegría de sus hijos, que sabe efímera y definitivamente perdida para él. El general López se mezcló con la gente; bailó eligiendo pareja entre hermosas damas y lindas mozas descalzas, pero ningún mozo descalzo sacó a bailar a ninguna hermosa dama. Brillaban como adorno innumerables faroles en la noche clara. Había cántaros de guaripola y clericó enfriados con hielo traído de Corrientes. Los pocos que bebieron de más fueron discretamente retirados por sus compañeros.

     En las primeras horas del 1º de enero arribó un barco que traía al gobernador de Corrientes. Inocencio no pudo ver de cerca la solemne bendición del templo, consagrado por decisión del ejército a San Carlos Borromeo. Esa noche, después de presenciar el maravilloso despliegue de fuegos artificiales que estallaban en el cielo y se reflejaban en el río, tuvo que recogerse en el cuartel para prepararse para el desfile del día siguiente. Su batallón fue destinado a acordonar la pista. Contempló desde primera fila el paso de 12.000 hombres de todas las armas. No podía saber que era aquella la parada militar más brillante realizada hasta entonces en América del Sur, ni adivinar que sería la última que se realizaría en el Paraguay con tal magnificencia en los próximos cien años.

     Una vez que se hubieron marchado los huéspedes, Inocencio devolvió prolijamente lavados, planchados y lustrados las prendas y zapatones que usó durante los festejos.


 

     Se esperaba que los conscriptos con más de tres años de servicio serían dados de baja. No pudo ser porque en la Argentina de nuevo había estallado un conflicto entre Buenos Aires y las provincias interiores. Se habló de marchar en apoyo de los federales, pero don Carlos dio largas al asunto, y cuando éstos fueron vencidos por los porteños en la batalla de Pavón, atribuyeron la derrota a la ausencia de los paraguayos. «El Semanario» rechazó la acusación, dudando de que el soldado paraguayo pudiera pelear bien «cuando hubiese sabido que no iba a derramar su sangre por su patria, sino a hacer el triste papel de un auxiliar a causa ajena, y por consiguiente a presentarse en una lucha extraña bajo la condición de un mercenario».

     En Humaitá se sabía que el viejo López detestaba la guerra, y que solía decir que no cambiaría toda la gloria militar del mundo por la sangre de uno solo de sus conciudadanos.

     Por aquella época ocurrió un hecho sin precedentes, que impresionó a Inocencio más de lo que él mismo comprendió en su momento. Uno de los seis únicos desertores de la historia del ejército paraguayo reorganizado por López, que había escapado al extranjero diez años atrás, vencido por la nostalgia cometió la temeridad de regresar a su valle. Apresado y remitido a Humaitá, en sumario proceso fue condenado a muerte.

     Inocencio se salvó de formar parte del pelotón de fusilamiento, pero no de presenciar de cerca la ejecución, que se realizó ante todos los cuerpos formados en cuadro y el comando presidido por el general López.

     El condenado era un individuo alto, vigoroso, de pómulos salientes, enmarañada melena y grandes bigotes grises. No aceptó que le vendaran los ojos. Paseó a su alrededor una mirada altiva y dijo en voz clara y alta:

     -He visto mucho del mundo, sólo me falta ver el rostro de la muerte.

     Se tambaleó al recibir la descarga. Se enderezó unos instantes, levantó la cabeza. De sus ojos muy abiertos se fue yendo la vida. Luego se desplomó.

     Unas mujeres pidieron permiso para velar el cuerpo de un cristiano. Les fue concedido, siempre que lo hicieran fuera de Humaitá.

     Muchos soldados asistieron al velorio, que se realizó en un ranchito de extramuros. Hasta entonces ninguno de aquellos guerreros había visto matar a un hombre. Permanecieron silenciosos, sumidos en su estupor.

     Desde aquel día Inocencio se conformó menos con la vida de soldado. No es que considerase injusta la ejecución del desertor. Le perturbaba una inquietud que no cabía en el perímetro de la fortaleza. ¿Qué tanto ha visto un hombre al que sólo le falta el rostro de la muerte?


 

     Inocencio recibía de vez en cuando cartas de su madre. Todas decían lo mismo: «Espero que la presente lo encuentre bien de salud, y me complazco en hacerle saber a usted que nuestro humilde hogar sigue colmado por las bendiciones de Dios Todopoderoso, de la Santísima Virgen y de los Santos Tutelares que usted bien conoce y que sería ocioso enumerar...» Casi nunca una noticia concreta.

     Del mismo tenor eran las cartas que recibían otros soldados oriundos de Barrero Grande.

     Las escribía don Martín Oviedo, un viejito vivaracho que había pasado veinte años en la cárcel en vida del Dictador Perpetuo. Instalaba su mesita bajo uno de los aleros de la iglesia, o, si hacía mucho calor, bajo un árbol de la plaza. Escuchaba pacientemente cuanto las mujeres querían mandar decir. Luego, salvo que hubiera algo realmente importante, o que él considerase necesario agregar, pues conocía vida y milagros de todo el mundo, se atenía a su fórmula, canturreando entre dientes la copla que fue causa de su perdición:

                     

¡Viva el general Artigas!

 

¡Viva su tropa arreglada!

     De este modo ellas descargaban el corazón y don Martín no perdía el tiempo. Como las mujeres no sabían leer despachaban confiadamente las cartas. Quienes las recibían estaban seguros de que no había de qué preocuparse.

     Una tarde, poco después del fusilamiento del desertor, al regresar al cuartel lo llamó el alférez de guardia y le entregó una carta. Era de su padre. Estaba escrita con buena caligrafía y en correcto castellano. Hablaba de la muerte de don Severo Acosta. Melitón Ayala había sido alumno del maestro.

     Le asistía el médico y naturalista sueco Eberhard Munck en la incurable enfermedad de la vejez. Todo el pueblo en la plaza aguardaba silencioso el desenlace. Se hizo de noche. Se encendieron las velas en los faroles de la recova. El nuevo párroco Benedicto Núñez acudió con el Santísimo para dar la extremaunción.

     -No moleste, paí -le dijo don Severo-, me arreglaré con Dios; o sabré si hay un infierno peor del que yo he vivido.

     Fueron sus últimas palabras.

     Inocencio, que nunca se había detenido a pensar lo que aquel hombre significaba para él, rompió a llorar amargamente.

     El alférez, que lo estaba observando, esperó que se calmase. Enterado de lo ocurrido, le dio dos días de franco.

     -Anda a la iglesia y paga una misa al capellán. De nada le servirá al finado, pero será un consuelo para ti.

     Inocencio buscó la onza de oro que le diera su padre para que le sirviese de amuleto o de socorro en una necesidad extrema. Se fue, bordeando el río, hacia la iglesia de Humaitá. Estaba cayendo el sol.

     Poco antes de llegar se acordó de repente que don Severo había sido un «rusoniano». Se acercó a la barranca y contempló al Paraguay que corría mansamente, sangrando, hacia la mar. Era una presencia, un espíritu, un alma inmortal. Como una ofrenda, impulsado por súbita inspiración, arrojó al agua la moneda y regresó al cuartel.

     Pasó los dos días de franco tallando santos sin nombre con el cortaplumas que le regaló Eberhard Munck por haberle enseñado el guaraní de los pájaros.

 

- XX -

 

     Como un caballo que se dirige a la querencia, Inocencio Ayala apuraba el paso a medida que se acercaba a su valle. Se encontró en el camino con unas muchachas que regresaban de la fuente con el cántaro sobre la cabeza. No lo reconocieron hasta que les dijo su nombre y les pidió de beber. Le tocó el agua de Trinidad Acosta, parienta pobre de los Rivarola. Reaparecía quinceañera y dotada de ese indefinible atractivo que se llama caavó y que alude a la fecundidad. Inocencio hubiera querido decirle algún requiebro digno de un veterano. Apenas se animó a darle las gracias, intimidado por una suerte de descaro que la distinguía de la apocada modestia de sus compañeras. Trastabilló cuando la ayudaba a poner de nuevo el cántaro en el apyteaó. Trinidad se rió de él abiertamente.

     Inocencio siguió andando olvidado de fatigas. Al pasar una lomada divisó el rancho de sus padres. Lanzó un largo sapucai que replicaron como ecos innumerables labradores de la tierra a cuya custodia dedicara un lustro de su vida.

     Llegó cerca del mediodía. Don Melitón estaba descansando a la sombra del yvapovó, con Barcino echado a sus pies, Inocencio se acercó con el sombrero bajo el brazo. Cayó de rodillas, con la manos juntas. Don Melitón se puso de pie.

     -¡Che ray! ¡Hijo mío!

     Trazó un signo en el aire y sus ojos se llenaron de lágrimas.

     Viejo y ciego, Barcino olfateó y se arrastró a lamerle los pies.
 

     Lo esperaban en su casa, pues compueblanos licenciados como él, que tomaron un camino más directo, llegaron mucho antes con noticias de Inocencio. La casa de los Ayala se fue llenando de vecinos. Hubo baile. La fiesta se prolongó hasta el día siguiente.

     Feliz de estar de vuelta, libre de obligaciones inmediatas, convertido en personaje, adulado y servido por su madre y sus hermanas, admirado y obedecido por sus hermanos menores, con la tolerancia socarrona de su padre Inocencio se dedicó a visitar a la innumerable parentela, dando pretexto para comilonas, bailes y guitarreadas. Los años y la holganza habían quitado bríos al tordillo que le regaló el padre Maíz. Se compró un parejero regular. Anduvo por reñideros de gallos; corrió cuadreras y sortijas en cuanto santo caía en leguas a la redonda. Pero evitó los lugares donde podía encontrarse con Trinidad Acosta. Lo dejaba para un después que llegaría con la certeza de los sueños que no tientan a los despertares.

     Con frecuencia, y casi siempre los domingos, llegaba a Barrero Grande. Oía misa con distraída devoción, encantado por el mujerío, temiendo y esperando encontrarse de repente con Trinidad Acosta.

     Iba después a la recova para echarse un trago en la pulpería de don Odilón Núñez. En el salón delantero se quedaban los jóvenes y algunos hombres maduros de modesta condición. En el patio, bajo una parralera, estancieros y comerciantes jugaban a las barajas.

     Formando grupos en torno a mesitas, o de pie acodados en el mostrador, los mozos bebían y echaban bravatas con moderación. Los más iban armados de magníficos facones de empuñadura de plata y de temibles rebenques de mango chapeado. Pero no olvidaban la existencia del celador Pablo Odriozola, de autoridad afianzada en décadas de ejercicio, que tenía la virtud, seguramente otorgada por un santo, de aparecer justo a tiempo en amenazas de disturbios con su garrote inapelable. Además no eran gringos para beber hasta embriagarse.

     Don Odilón Núñez se había convertido en personaje. Más que elegido, fue designado diputado al último congreso en lugar de don Cirilo Antonio Rivarola, o algún otro miembro de la familia que tradicionalmente, desde la independencia, representaba al partido de Barrero Grande. El derecho de todo ciudadano de elegir y ser elegido se había limitado a los propietarios de buena fama y reconocido patriotismo. Se redujo el número de representantes. Estas novedades causaron en los pobres un callado resquemor, una silenciosa inquietud. Desde la independencia se habían creído dueños de la Patria y al parecer las cosas estaban cambiando día tras día, imperceptiblemente al principio, más claramente después.

     El abuelo de Inocencio, por elección del común, que envió un representante por cada diez ciudadanos, participó en el congreso de 1000 diputados que en 1813 optó por la República y la independencia absoluta tanto de España como de Buenos Aires, antigua capital del virreinato del Río de la Plata, siendo de este modo el único país de América que lo hizo por decisión de todo el pueblo «libre de todos los poderes de la tierra, dependiendo sólo de Dios Hacedor Universal y creador de todos los mundos».

     En cambio, la última vez el comandante de urbanos Porfirio Quiñones se adelantó a tomar la palabra en la junta reunida en la iglesia, para decir que el Supremo Gobierno vería con agrado que se eligiera al ilustre ciudadano don Odilón Núñez. Hubo un pesado silencio.

     -¡Listo, quien calla otorga! -sentenció don Porfirio-, ahora hay que firmar el acta.

     Todos lo hicieron, y de este modo el pulpero fue elegido diputado por unanimidad.

     Desde entonces don Odilón Núñez se empeñaba en aumentar su popularidad. Dejando a los carcamanes bajo la parralera entretenidos en barajas, se mezclaba con los jóvenes que, sobre todo los domingos después de misa, llenaban el salón de la pulpería.

     Propagandista entusiasta de la obra de gobierno, no perdía ocasión de echar un discursito, o de leer y comentar algún artículo de «El Semanario». Los muchachos lo soportaban de buen grado, porque se divertían haciéndole preguntas y comentarios de doble sentido, o lanzando exclamaciones aprobatorias cada vez que el pulpero decía un disparate, pues los más de ellos eran mucho más entendidos que don Odilón. De paso lo hacían feliz, porque desde que fue elegido diputado se había hecho impenetrable a la ironía.

     Don Odilón tenía su cruz, como todos los mortales. En lo mejor de sus arengas solía aparecer, entrando desde los fondos como un fantasma de otros tiempos, la figura larga y flaca del doctor don Pastor Baldovinos y Mareco, graduado en Chuquisaca, ex alcalde de primer voto del Cabildo de Asunción, declarado por los Cónsules mulato hasta la quinta generación, arruinado y preso durante la Dictadura Perpetua y suegro de pulpero.

     Posaba sus ojos dilatados, llenos de rencor y de desprecio en todos y cada uno de aquellos vigorosos hijos de la independencia, y murmuraba torciendo en una mueca su fina boca desdentada:

     -¡Insensatos, hombres que no saben que se los trata como a niños!

     Imponía silencio el natural respeto que inspira la desgracia. Don Pastor se alejaba lentamente, como cargando grillos. Luego estallaba una carcajada general. No faltaba un chusco que advirtiera a don Odilón, con divertida seriedad, el peligro que significaba tener en casa a aquel godo blasfemo.

     -¡Qué voy a hacer, es mi pariente! -gemía el pulpero, y exclamaba levantando una limeta de caña-: ¡Otra vuelta, muchachos, que es mi gasto!

     Solía llegar a la pulpería uno que otro arribeño. Eran muy parcos. Rara vez aventuraban opiniones. Sabían que sus palabras podían ser mal interpretadas por autoridades suspicaces, que desconfiaban por principio de los forasteros. Después de la muerte del Dictador Perpetuo se impuso la obligación de tener pasaporte para trasladarse de un partido a otro. Se condenó la «libertad de conciencia con la que muchos sacerdotes, a causa de la lectura abusiva y desordenada de libros, se atrevían ya a cuestionar puntos tocantes a religión». Se restableció la pena de azotes. La paz interna estaba asegurada, no obstante lo cual seguía siendo preocupación obsesiva del gobierno impedir que penetrara el germen de la anarquía, que asolaba a las repúblicas vecinas; pero con el defecto de que ahora el gobierno también trastornaba la vida del común. La discreción era un principio de sobrevivencia.

     Sin embargo las noticias circulaban. Se encargaban de ello las mujeres, acaso porque don Carlos, dotado hasta la genialidad del menos común de los sentidos, sabía que ni el mismo diablo podría hacerlas callar.

     Así como los marinos traían a los puertos una visión más amplia del mundo, los carreros difundían las novedades en el interior del país. Se detenían a matear en las cocinas, a echar un trago en las pulperías. Como se desconfiaba del correo, llevaban correspondencia en propias manos y transmitían mensajes verbales. Hablaban de caminos de hierro, de vapores, de banderas, de magníficos edificios recientemente construidos, de fiestas fastuosas, de la belleza deslumbrante de Madame Elisa Lynch (la «Madama» para el pobrerío, la «Lincha» para las damas de sociedad), manceba irlandesa traída por el general López a su regreso de Europa. Punteaban en la guitarra nuevos ritmos, como el de la polka; enseñaban nuevas danzas, como el londón-carapé. Comentaban las noticias cada vez más alarmantes acerca de la enfermedad del Presidente López, junto con la convicción de que sería reemplazado por su hijo Francisco Solano.

     -Dicen que el Presidente padece mal de orina -comentó un carretero-, aiponko ty'ai jokógui.

     Ese domingo Inocencio había bebido más que de costumbre o el alcohol le hizo más efecto del acostumbado. La imagen de Trinidad Acosta lo visitaba en sueños y desolaba sus vigilias. Dejó pasar un día tras otro sin decidirse a buscarla, y justamente la noche anterior oyó decir a su madre que la muchacha había viajado a la Asunción para hacer compañía a María Inés, hermana de don Cirilo Rivarola, que tenía fama de lunática. Amargado, furioso consigo mismo, las palabras del arribeño se le antojaron una falta de respeto intolerable.

     -¡Cómo se va a enfermar el Presidente! -interrumpió al atrevido-, ¡y menos de mal de orina!

     La palabra sugiere en guaraní turbios rencores contenidos.

     El carrero entrecerró los ojos, ojos que vieron mundo como los del desertor fusilado.

     -El Presidente no es Dios, puede enfermar y morir como cualquiera de nosotros.

     De acuerdo, no era Dios, pero tampoco un cualquiera de la calle. Echó el poncho para un lado y tanteó su facón.

     El carretero no se movió. Tenía el rostro cobrizo, ojos achinados, bigotes ralos, negros, como de gato. Inocencio se dio cuenta que rompería su cuchillo contra aquel hombre de piedra.

     -Sofrena tu parejero, muchacho, y suéltalo en su momento.

     Don Odilón apareció con la limeta en la mano:

     -¡Otra vuelta, muchachos, que es mi gasto!

     Estaba bien preocuparse de la salud de don Carlos, pero no considerar su posible fallecimiento como una pérdida irreparable.

     Inocencio salió, montó de un salto y se alejó clavando espuelas y sofrenando el caballo. Estaba prohibido galopar por las calles del pueblo.

     Dos días después llegó a su casa un cabo de urbanos para decirle que el juez de paz lo esperaba la mañana siguiente. No durmió en toda la noche.


 

     Don Ovidio Ferreira era un hombre pequeñito, que parecía ir achicándose con el paso de los años. Estaba escribiendo en la mesa de su despacho. Una mulatilla le cebaba mate. Respondió apenas al saludo de Inocencio y le indicó una silla para que se sentase. El siguiente mate fue para Inocencio. Y varios más. El juez de paz estaba absorto en su trabajo.

     Cuando hubo terminado se frotó las manos, satisfecho.

     -Y bien, mi hijo, ¿has descansado suficiente?

     Se echó a reír. Sin esperar respuesta, le felicitó por su buen comportamiento en el ejército.

     -Recuerdo el modo como te hicieron soldado. Si hubiéramos procedido entonces tal vez se hubieran evitado otros abusos que ocurrieron después. ¡Qué le vamos a hacer! Tu padre no quiso intervenir, y lo comprendo: es un hombre independiente que se ocupa de lo suyo, no molesta a nadie ni quiere que lo molesten. Es así como dejamos medrar a los pícaros y a los inútiles. Tú quieres ser como él. Espero que no te arrepientas.

     Le dio una orden, que acababa de redactar, para que le entregaran en los almacenes del Estado algunas herramientas fabricadas en la fundición de hierro de Ybycuí, y unas cuantas arrobas de semillas de algodón, de una calidad especial importada por el gobierno. Se le daría también una yunta de bueyes mansos de las Estancias de la Patria. Luego le asignó algunos acres de terreno a dos leguas del pueblo y a legua y media de su casa. Le indicó los liños que estaba obligado a sembrar. Le dio instrucciones minuciosas acerca de los mejores procedimientos de cultivo y le recomendó algunos artículos aparecidos en «El Semanario» acerca del mismo tema. El gobierno deseaba aprovechar en beneficio de los agricultores, dijo, la demanda de algodón provocada por la guerra de secesión norteamericana. Dejó buena parte del terreno para que lo usara a su gusto.

     -No te conviene llenarlo de algodón. Si sale mal, perderás tu trabajo; si sale bien, tendrás dificultades para cosecharlo a tiempo. Habrá este año buenos premios para el algodón, pero el algodón no se come y el dinero tampoco. Si perdemos la cabeza va a faltar bastimento. Cuida la tierra. Piensa que con el tiempo, si lo mereces, será tuya. El gobierno tiene sus propios recursos. Te da estas cosas para tu provecho, para que seas un hombre de bien. En el Paraguay no se grava con impuestos el producto del trabajo de los ciudadanos.

     De pronto don Ovidio adoptó un tono severo:

     -Basta ya de andar de farra. Es suficiente. Es preciso trabajar. ¡No se sirve a la Patria solamente con las armas, se la sirve también con el arado y con la pluma'aaa!

     Inocencio cabeceó asustado. Don Ovidio se rió.

     -Perdóname, pero estoy obligado a declamarte el discursito... Vete en paz y buena suerte. Y ten cuidado. No me obligues a amansarte en el cepo como a otros ex soldados.


 

     Esa noche Inocencio le contó a don Melitón la entrevista que tuvo con don Ovidio Ferreira. Adivinó una sonrisa disimulada en el cigarro que le hizo maliciar que su padre estaba en el secreto. Sentía un respeto profundo por este cuarentón nudoso y fuerte, callado y socarrón, digno como un árbol.

- XXI -

 

     Con las primeras luces del amanecer Inocencio llegaba a la parcela que le había sido asignada. Construyó un cobertizo bajo una fresca arboleda, junto a un arroyuelo. Algunos vecinos le ayudaron a desbrozar la tierra y a cercarla de acuerdo con las disposiciones vigentes para proteger las sementeras de animales corsarios. Trabajaba sin prisa, de una manera constante y regular. De regreso en su casa, tras de cenar frugalmente se sentaba a fumar un cigarro en compañía de su padre. A veces salía a farrear. Los domingos asistía a misa y pasaba un rato con amigos en la pulpería de la recova.

     Cualquiera diría que estaba conforme con esta forma de vida tan natural en su niñez, tan deseada por el estudiante de latines, tan añorada por el soldado, y que siempre creyó que colmaría sus ambiciones. Sin embargo lo perturbaba una inquietud que a su juicio no tenía razón de ser y que esperaba se aliviase con el tiempo.

     Por cansado que estuviera le costaba dormirse. Se le aparecían en el entresueño la desaforada figura de don Severo Acosta el día que el maestro recibió la carretada de libros; la rígida altivez del rostro muerto de taitá Simón; la mirada de víbora en la cara de muñeca de doña Carmen Montiel; los ojos del fusilado a los que sólo les faltaba ver el rostro de la muerte; el alma del río en un crepúsculo en Humaitá; el desolado rencor de don Pastor Baldovinos y Mareco; la cara de gato del carrero arribeño; el turbulento descaro de Trinidad Acosta; y tantas cosas más, mezcladas e inexplicables que se le antojaba no eran imágenes de sí mismas sino reflejos deformados de otra figura escondida que tenía miedo de invocar, como la angustia de un fantasma que no puede hacerse visible.

     Algo le faltaba al ex soldado Inocencio Ayala que no le dejaba ser del todo agricultor. Cuando oía narrar en los velorios historias de la perdida mar inconcebible sentía un olor desconocido y gusto a sal. Debía haber una palabra olvidada que escondiera una revelación. Tal vez el Candiré, o la Tierra sin Mal, o la Ciudad de los Césares, escondida en la memoria de un pueblo marinero y explorador, buceador de distancias, soñador de infinitos, que acabó aprisionado como un genio gigante en una limeta de cristal abandonada en un paraje de la selva, lejos de todas partes. Y acaso también el malón del bandeirante, el acecho del guaicurú, la perfidia del jesuita, el grito comunero. Al cabo de trescientos años de agitada existencia, dos generaciones habían organizado la vida de un modo bastante razonable. Levantaron un muro que los ponía a cubierto de las tormentas del mundo. Con un poco de prudencia y de constancia la paz y la [85]prosperidad estarían definitivamente aseguradas. Entre tanto, nada faltaba para ser feliz. Pero Inocencio era un hombre, y el hombre no está hecho para habitar el paraíso. Simplemente se aburre.

     Cuando hubo terminado la parte dura del trabajo se le dio por pensar; o más exactamente, a prestar atención a voces ininteligibles confundidas con el murmullo de la sangre, como el agua milagrosa que brota de las piedras tocadas al pasar por el bastón de un santo.

     Inocencio razonaba clara y correctamente cuando se trataba de cuestiones prácticas, en las que las relaciones causales estaban a la vista; o en las que cada objeto del pensamiento tuviera una palabra. Enfrentado a lo inefable, buscaba por instinto personificarlo en una imagen. Fue así como echó mano a un raigón de guatambú que fue arrancado cuando se preparó el terreno para la siembra.

     Lo fue tallando poco a poco mientras estaba solo, descansando bajo el cobertizo en las horas en que apretaba el sol, o cuando un aguacero le obligaba a suspender el trabajo en la capuera.

     Le fue saliendo un santo sin nombre, sin día de función, sin especialidad de milagrero. Un santo que no había visto en las estampas, ni en lo retablos, ni en los nichos; ni en capillas ni en santuarios, ni en las iglesias de los indios. Tampoco se parecía a esos diablos grotescos que se llevan las almas de los condenados y las atormentan con picanas entre las llamas del infierno. Tenía las facciones duras, atesadas, en las que se mezclaban el amor y el desprecio; y una entereza varonil que parecía desafiar al mundo entero. Procuró endulzarle los rasgos. Lo pulió con hojas de ambay, lo sobó pacientemente con los dedos, le dio un baño de cera. Todo inútil: no le pudo aliviar siquiera el sufrimiento. Entonces quiso quemarlo. Se disponía a hacerlo cuando sintió que sería como matar a una persona desconocida y entrañable a la que se ha visto solamente en sueños. Lo metió en un sobornal de cuero embreado que rellenó de ceniza y costuró herméticamente. Con arcilla del arroyo le fabricó una vasija, que coció en una zanja como hacen algunos alfareros. Lo enterró profundamente bajo las raíces de un lapacho gigantesco y tapó el agujero con una pesada piedra negra.

     -Tendrás que ser milagroso para escapar de allí -le dijo Inocencio Ayala al Santo de Guatambú.

     Desde entonces dejaron de acosarle imágenes en el entresueño y le abandonó para siempre el gusto de tallar madera.

     Pero no la inquietud. Decidió que el amor era la fuente de sus males. Se figuró locamente enamorado de Trinidad Acosta. Feliz de su descubrimiento se dedicó a sufrir. Compuso «tristes» desgarradores que hacían llorar a las muchachas bajo enramadas de jazmines. Galopó los campos de Acosta-ñu montado en su parejero. Lanzaba largos sapucai y desolados suspiros en el atardecer, en camino de regreso de la capuera.

     A pesar de su melancolía Inocencio levantó buenas cosechas y las vendió a buen precio. En pocos meses se había convertido en agricultor independiente, aunque todavía no era propietario. La tierra le había sido cedida en enfiteusis, con derecho a perfeccionar sus títulos al cabo de ocho años de continuado cultivo y posesión. Muchos jóvenes labradores estaban en las mismas condiciones. De este modo, al crecer la población, se evitaba la excesiva subdivisión de la pequeña propiedad agraria y se extendían los cultivos. El gobierno no vendía tierras ni cedía grandes extensiones para su explotación. De hecho regía el principio de que la tierra es de quien la trabaja. Sin embargo, hubo unas pocas excepciones a favor de particulares, que personas interesadas se encargaron de difundir: los hijos del Presidente de la República adquirieron Estancias de la Patria a precios razonables.

     Todo el mundo parecía contento. Los pobres eran cada vez menos pobres y los ricos cada vez más ricos. Se extendía la afición por el despilfarro y el lujo. Las mujeres del pueblo andaban con un tesoro a cuestas, hecho de joyas de oro puro. Los varones enjaezaban sus cabalgaduras con adornos de platería. Las ricas vestían a la moda de París, los ricos sudaban en trajes de casimir inglés. Siguiendo el ejemplo de la capital, en Barrero Grande se demolían ilustres casonas coloniales para levantar en su lugar edificios proyectados por arquitectos extranjeros. Llegaban de Europa muebles, tapicería y vajilla fina. El dinero que antes las mujeres atesoraban en el fondo de sus carameguá porque no sabían qué hacer con él, salía a la superficie y se hacía cada vez más necesario. Las diferencias de fortuna saltaban a la vista, pero el gobierno se empeñaba en mantener la ilusión de la igualdad. «El Semanario» criticó que algunos espectadores pretendieran modificar la colocación de las localidades en el recientemente inaugurado Teatro Nacional (proyectado por un arquitecto italiano y construido a todo lujo bajo la dirección de un alarife inglés), para establecer «una clasificación inoportuna y viciosa que en ninguna parte mejor que en la República del Paraguay debe desaparecer». Los patricios levantaban cabeza y desenterraban enmohecidos blasones, junto con la creencia de que, por derecho de familia, los correspondía un lugar de privilegio en el teatro y en la nación paraguaya.

     Inocencio dio una parte de sus ganancias a doña Robustiana para que se la guardase, y se reservó el resto para sus gastos. Ella le aconsejó que aprovechara los fríos para construirse una casa, ya que en cualquier momento podría sobrevenirle la ocurrencia de casarse. Él prometió hacerlo pero no cumplió su palabra. Anduvo de farra en farra. Perdió en gallos y cuadreras todo el dinero que tenía. Se endeudó y tuvo que pedirle a su madre parte de las reservas. Ella la dio a regañadientes.

     -Ko mitä ndoikói ipyápe, este muchacho no está en su corazón- diagnosticó doña Robustiana, hablando con su marido.

     Don Melitón echó una pitada pensativa.


 

     Inocencio volvió a encontrarse con su contrario el carrero en la pulpería de don Odilón Núñez. Charlaron amigablemente. Se llamaba De la Cruz Torales y era oriundo de Curuguaty, un pueblo que, según dijo, se había llenado de arribeños con el auge del beneficio de la yerba. Los más de ellos eran raídos y malevos y mujeres de mala vida. Inocencio se acordó de Minero-cuá, de la «Posada de la Viuda» y de doña Carmen Montiel.

     Como todos los curuguateños varones, Torales hablaba preferentemente en español. Hizo el elogio de su oficio trashumante y pronunció la palabra «libertad».

     La charla con el carrero sugirió a Inocencio la idea de ir a la Asunción llevando para vender una cantidad de cosas que sobraban en casa de sus padres. Seguramente encontraría a Trinidad Acosta, causa de sus quebrantos. La traería consigo así tuviera que raptarla. Construida un rancho y llevaría en adelante la vida sosegada y feliz de un honrado labrador.

     Fantaseó unos cuantos días antes de decidirse a hablar del asunto a don Melitón, no solamente porque era éste el dueño de la carreta y de las mercaderías, sino porque no quería hacer nada que no contase con la aprobación de su padre. Como esperaba, don Melitón respondió con el silencio; pero el hijo sabía muy bien que lo pensaría.

     Y en efecto, don Melitón fue a hablar con don Ovidio Ferreira. Lo hizo con franqueza. De hecho compartía con el juez de paz la responsabilidad de orientar correctamente la vida de Inocencio. Don Ovidio pidió tiempo para estudiar el caso. Mandó a un cabo a echar un vistazo a la tierra. Salvo descuidos sin importancia, propios de la juventud, en lo fundamental todo estaba en orden. El celador Pablo Odriozola no tenía ninguna queja, si bien el mozo se había vuelto un tanto intratable últimamente, y había perdido buen dinero en el juego. Pero, ¿quién no ha hecho zonceras a esa edad? Don Ovidio hizo llamar a don Melitón, y lo dijo, suspirando:

     -No podemos tener maneados a los muchachos, que vean un poco el mundo que no pudimos ver nosotros.

     Algunos días después partía Inocencio con la carreta cargada hasta el toldo. Llevaba encomiendas y cartas para su padrino Cirilo Antonio Rivarola y también para otras personas, enviadas por compueblanos conforme a la inverterada costumbre de abrumar de encargos a los viajeros.

     En dos jornadas cruzó la Cordillera y en dos más llegó a Asunción. Había oscurecido cuando acampó en la plaza del mercado. Se lavó un poco, comió algo y se acostó a dormir debajo de la carreta. Era el 9 de setiembre de 1862.

 

- XXII -

 

     Las aguas tienen apuro por volcarse en la mar. El río, agrandado por súbita creciente, baja haciendo remolinos. Los jazmines lloran a su patria la luna lágrimas que evocan aromas de allá lejos. Pasa una nube negra soltando refusilos. La sombra del Dictador Perpetuo. Se percibe el latir de un oculto hormiguero alborotado por los presentimientos. Pies descalzos se arrastran silenciosos por las calles de arena. Largos lamentos de gargantas sin voz, de voces sin garganta. Lloran los lapachos, los timbó, el urundey, el ñanduvai, el naranjo de las ejecuciones. Chirrían los grillos de los presos. Se retuerce el látigo de los verdugos guaicurú, azotadores de godos y patricios. Gimen las arboladuras de los barcos que se pudren en la bahía en una espera interminable. Velas deshilachadas se agitan como estolas en la cruz de los mástiles. Se estremecen las humilladas aulas del Colegio de San Carlos. Los muros del Cuartel del Hospital. Los horcones que apuntalan templos que se derrumban. El tosco adobe de las casas. Las ventanas tapiadas. Poras que se acurrucan y tiritan en recovas penumbrosas. Asoman las alimañas de las grietas. Aúllan los perros. Aletean las lechuzas. Danzan los murciélagos en círculos frenéticos. Plañe el urutaú su apesarado lamento. Patrulla el diablo con su séquito de brujas buscando el alma de un Hombre. Trote de caballerías. Un grito de alerta: «¡Quién vive!», «¡República!» «¡Esto para que aprendas a no llorar por los tiranos!»


 

     Fidel Maíz sintió en el rostro la bofetada de su padre.

     Se encontró a oscuras, tendido en su hamaca. Habían pasado veintidós años desde aquel episodio que volvía transfigurado en el sueño. Al difundirse la noticia de la muerte del Dictador Perpetuo el pueblo lloró en las calles. Lloró por un hombre que nunca buscó su afecto. Que no aduló ni permitió que lo adularan. Cuyo nombre se pronunciaba con espanto, descubriéndose. A su paso se cerraban las ventanas. Quedaban desiertas las calles trazadas a cordel por su mano recta e implacable abriendo tajos en el abigarrado y caótico caserío colonial. Los perros huían a refugiarse gimiendo en las cocinas como si percibieran truenos y relámpagos del alma de aquel hombre ensimismado, adusto, seco. Sin embargo lo amaban.

     -El amor y la fe, formas de la locura -bostezó el padre Maíz.

     Se explicó la causa de su pesadilla. Don Carlos Antonio López estaba agonizando. El sacerdote esperó que lo llamara para asistirlo en sus últimos momentos. Al enterarse de que habían buscado al padre Teodoro Escobar, deán de la Catedral, se desvistió y se tendió en la hamaca abrumado por el despecho y por la incertidumbre. Una vez más había triunfado la insidia de los imbéciles valida del recelo que la inteligencia y el saber inspiran a los déspotas.

     De nuevo lo dejaban de lado. En momentos en que el país era un páramo intelectual, lo confinaron al remoto curato de Capilla Duarte. El Presidente López lo llamó para encomendarle el rectorado del Colegio Seminario. Don Carlos, que en su juventud recibió tonsura eclesiástica, era versado en cánones. Vigilaba personalmente la marcha del instituto. El padre Maíz lo veía casi a diario. Ganó su confianza y cierta intimidad con su familia. Aleccionado por anteriores descalabros, el sacerdote hablaba con prudencia próxima a la hipocresía, y se conducía con humildad rayana en la obsecuencia.

     Pero es difícil callar siempre las propias convicciones; asumir sin errores un papel que no congenia con el propio carácter. Solía incurrir en deslices que el viejo López pasaba por alto, pues sabía poner en la balanza las virtudes y los vicios, y valerse de ambos. No se hacía ilusiones. Era demasiado astuto para dejarse engañar. No exigía adhesión personal, siempre que se hiciera un buen trabajo y no se obstaculizase su política. Al padre Maíz lo tenía a su merced, porque el sacerdote estaba maniatado por sus propias inconsecuencias.

     Por desgracia ya no bastaba contar con el respaldo del Presidente de la República para sentirse seguro. La vida ya no tenía la simplicidad que tuvo en otros tiempos. Estaba obligado a moverse con cautela entre una maraña de intereses, ambiciones y apetitos que se entrecruzaban y confundían como lianas en una selva oscura, con el peligro de enredarse acrecentado por el hecho de que sólo se manifestaban cuando se tropezaba con ellos.

     Por añadidura don Carlos estaba muy enfermo y se habían enfriado las relaciones del padre Maíz con el general López, de quien fuera condiscípulo en la escuela del maestro Escalada.

     -Lo que ocurre es que no eres un incondicional, usas tu propia cabeza, y aunque trates de disimularlo no siempre estás de acuerdo con él -le dijo una vez Benigno López-. Basta para hacerte sospechoso a los ojos de mi hermano. Pancho hace culto de su autoridad no solamente por principio sino también por temperamento. Sólo obedece a nuestro padre. Mucho me temo que si le sucede en el poder, librado a sí mismo se convierta en un tirano.

     Aunque posiblemente acertadas, las palabras de Benigno expresaban las ideas de personas que aspiraban a una influencia más directa en el gobierno mediante la liberalización del régimen imperante; y los intereses de quienes querían tener acceso a las principales fuentes de riqueza del país, que se encontraban bajo el rígido control del Estado. Según Benigno, el Paraguay debía dejar de ser lo antes posible un fenómeno aislado y singular en la comunidad de naciones civilizadas. No hacerlo significaba estar constantemente expuesto a ser destruido. Era lo suficientemente lúcido para comprender que para convertirse él mismo en ejecutor de tales cambios, sería necesario dar acceso a una clase dirigente a los honores y privilegios que hasta ese momento estaban reservados a la familia López Carrillo. Esto es, a la suya.

     Las opiniones de Benigno López eran conocidas en círculos representativos de la alta sociedad, que se reconstituyó rápidamente después de la muerte del Dr. Francia. Las expresaba con cautela en el Club Nacional, fundado por él mismo a su regreso de Europa, donde había ido integrando la comitiva de su hermano el general. El Club Nacional tenía por sede un magnífico edificio proyectado por el arquitecto italiano Alejandro Ravizza. Poseía una excelente biblioteca y estaba suscrito a los principales periódicos del mundo civilizado. En sus salones se realizaban suntuosos saraos que sorprendían a los visitantes extranjeros, que los comparaban con los de los salones de París. Con unos pocos amigos, entre los que se contaba Fidel Maíz, Benigno se explayaba abiertamente. Lo hacía también con su padre y su hermano mayor, quienes por el contrario sostenían que era preciso mantener un sistema de gobierno que había hecho del Paraguay un país independiente, rico y progresista, con un nivel de vida y de cultura popular muy por encima de cualquier otro de América.

     Tales divergencias habían ido apartando a Benigno de las funciones públicas. Se dedicaba de lleno a los negocios privados, haciendo uso, y en ocasiones de abuso, de su condición de miembro de la familia real, como él mismo decía en son de chanza. Poseía en San Pedro de Ycuamandiyú la única plantación existente en el país explotada al modo brasileño, con empleo de esclavos y jornaleros.

     Por facultad otorgada por el Congreso, don Carlos podía designar en pliego de reserva a quien le sustituyese en caso de acefalía, con cargo de convocar de inmediato a los representantes del pueblo para que éstos eligieran un presidente de la República. Se decía que dudaba entre Francisco Solano, Benigno y José Berges, hombre de ilustración y de prestigio, muy amigo de Benigno. El padre Maíz pensaba que más allá de las preferencias personales del viejo López estaban en juego cuestiones de fondo que decidirían finalmente la cuestión.

     Francisco Solano había sido desde la adolescencia la mano derecha de don Carlos. Estaba identificado y comprometido con la política de su padre, con una alarmante inclinación hacia la demagogia, deslumbrado como estaba por la política de Napoleón III y su fraseología socialista. Era extraordinariamente laborioso. Trabajaba desde la madrugada hasta altas horas de la noche, incluyendo los domingos. Fue el creador del nuevo ejército, que se convirtió en la principal institución del país. A través del ejército se mantenía en estrecho contacto con el pueblo, lo cual preocupaba no solamente a los patricios, sino a los prohombres que apoyaban al Presidente López. Toda la obra de gobierno en los últimos veinte años había pasado por sus manos, que mantenían firmemente los hilos de la administración pública y de las relaciones exteriores. Tenía, tanto o más que su padre, un sentido democrático muy peculiar, que se manifestaba en los bailes populares con que se conmemoraba los grandes acontecimientos: se mezclaba con la «chusma», al decir de las damas forzadas a seguir su ejemplo, luciendo vestidos importados de París, y bailar al son de la misma música con las vistosas y libérrimas kyguá-verá, y las mujeres del mercado y de la servidumbre. En el Teatro nacional sólo había palcos para el Presidente de la República y su familia, los ministros y los diplomáticos extranjeros, en mérito de sus investiduras, no de su categoría social. El Paraguay quería seguir siendo el «país de los iguales». Pero, si alguna vez lo fue ya no lo era, y esto lo comprendía perfectamente el presbítero Fidel Maíz.

     Salvo en el ejército. No había en él un oficial que antes no hubiera sido soldado. La posibilidad de ascender estaba abierta a blancos, indios, negros y mestizos, sin otra distinción que la del mérito. Se condenaba la injusticia como un factor de desmoralización. A los únicos a quienes se permitía eludir el servicio miliar obligatorio era a los llamados «hijos de familia», más que como un privilegio como una manera de excluirlos. Los patricios, los ricos, los notables no tenían gente en el ejército desde la época en que el Dictador Perpetuo lo fundó. El ejército respondía incondicionalmente al general Francisco Solano López.

     Lo mismo ocurría con los centenares de jóvenes educados por cuenta del Estado en el país o becados a Europa: eran sin excepción mozos de modestos recursos. Los ricos costeaban la educación de sus hijos. Los enviaban a estudiar a Concepción del Uruguay, a Buenos Aires, a Córdoba, donde asimilaban ideas liberales y tomaban contacto con emigrados de alto coturno como los de la Peña, los Machaín, los Decoud, los Iturburu, los Recalde, vinculados a la alta sociedad porteña e identificados con ella por sus intereses y sus ideas. Atacaban al gobierno paraguayo por la prensa. Propiciaban una cruzada libertadora para librar al Paraguay de la tiranía de López y abrir el país a la libre empresa. El negocio que proponían era redondo: una breve y poco costosa campaña militar daría acceso al comercio sin trabas a la yerba, las maderas, el algodón, el tabaco, las inmensas extensiones de tierras públicas, monopolizados por un gobierno despótico. Advertían a los posibles libertadores del peligro que significaba para el Mato Grosso brasileño y para las provincias litorales argentinas un Estado militarizado que se hacía cada vez más temible. Pacífico por ahora, estaba en la naturaleza de las cosas que de seguir así tarde o temprano intentaría extender su dominio e influencia, con lo que la barbarie pondría en jaque a medio continente. En cambio, con ellos en el poder se abrirían las puertas del país, que en vez de absorber sería absorbido por las tendencias dominantes de la época y, ya sin obstáculos a la libre empresa, se integraría naturalmente en la comunidad de naciones civilizadas.

     Benigno López estaba convencido de que si no se realizaban desde adentro cambios que disiparan los justificados temores de los poderosos estados vecinos, éstos se verían forzados necesariamente a imponerlos desde afuera, provocando una espantosa tragedia, porque que el pueblo paraguayo seguramente preferiría el holocausto antes que ceder un ápice de su endiosada independencia.

     En opinión del padre Maíz, Benigno López tenía una lucidez rayana en la clarividencia. Desgraciadamente carecía de la autoridad moral de su padre y del prestigio de su hermano mayor, fruto de la abnegada entrega de ambos al servicio público. Benigno hablaba sabiamente, pero llegado el momento de obrar atendía sus negocios. Seguramente era incapaz de sacrificarse por nada ni por nadie. Tenía buenas ideas, pero carecía de ideales.

     El patriciado redivivo, por tradición comerciante antes que terrateniente, aguardaba la muerte de don Carlos para reaccionar; los partidarios y anegados del viejo presidente, entre los que se contaban la madre y los hermanos del general López, veían amenazados los privilegios de que disfrutaban al amparo del patriarca; otros temían que Solano López abusara del poder e hiciera aún más rígido el régimen autocrático, y deseaban moderarlo por medio de la ley; otros recelaban que en su carácter de militar al mando de un numeroso ejército, deseoso de probarlo y cubrirse de gloria, no obrara con la prudencia de su padre y lanzara al país a una aventura. Por todo esto la probable elección del joven general provocaba en diversos sectores de las clases pudientes y en las personas pensantes sorda oposición, inocultable inquietud y tensa expectativa.

     Los más decididos llegaron a la conclusión de que era preciso impedir que asumiese la primera magistratura. Pero, ¿quién le pondría el cascabel al gato? Nadie mejor que Benigno, que no era del todo simpático por su desmesurada codicia, pero que se manifestaba como uno de los suyos y gozaba de relativa impunidad.

     La capacidad, la experiencia y los servicios prestados al país desde su adolescencia hacían de Francisco Solano el ciudadano más indicado para gobernar, independientemente del hecho de ser el primogénito del Presidente López. Su conducta era intachable salvo en un punto: había traído de Europa una amante irlandesa, Madame Elisa Alicia Lynch de Queatrefages. Se usaba este hecho como caballo de batalla para desacreditarlo. Validas de que don Carlos ignoraba a la extranjera adúltera, y que Benigno se abstuviera de tratarla, las damas de sociedad la hacían objeto de toda suerte de desaires. No se dignaban siquiera a saludarla; le daban la espalda altiva y ostensiblemente. Como reacción, la Lincha se hizo de relaciones entre los funcionarios y oficiales del ejército, y muy popular entre la plebe, que cariñosamente la llamaba la Madama.

     El padre Maíz dudaba de que Benigno tuviera dotes de estadista, pero temía que estuviera en lo cierto en la apreciación del carácter del general López y en sus temores acerca de los peligros que acechaban al país si no adoptaba un régimen político menos alarmante para sus poderosos vecinos y más tolerable para los pudientes. El sacerdote tenía sus ideas al respecto, y también, ¿a qué negarlo?, sus propias ambiciones, que le impedían tomar, al menos por el momento, partido a favor de Benigno.

     En este tembladeral debía moverse el rector del Colegio Seminario. Un paso en falso y se hundiría hasta el cuello. Evitó comprometerse hasta que un incidente le obligó a asumir una posición de principios que no sólo lo ubicó en uno de los bandos sino que lo convirtió en una de sus figuras ejemplares.

     Los tres hijos varones del presidente López eran amancebados públicos, contra los cuales los jueces de paz de la campaña hubieran tenido que tomar conocimiento y providencia. Pero en Asunción sólo se hacía escándalo en el caso de la Lincha.

     Madame Lynch, que para evitar encuentros desagradables asistía habitualmente a misa en la iglesia de San Roque en vez de hacerlo en la Catedral, pidió al padre Maíz que bautizase solemnemente en ésta al último de los hijos del general López. El sacerdote pasó por alto la inconveniencia y preparó la ceremonia. Sea que la disuadieron de hacerlo, o por algún otro motivo, llegado el día la señora le pasó el aviso de que lo esperaba con toda la corporación de seminaristas para hacer el bautismo solemne en su casa. No le quedó al padre Maíz otro remedio que responder que no estando enfermo el niño, sólo le estaba permitido bautizarlo solemnemente en el templo.

     Madame Lynch se dio por ofendida. El general López, que no estaba acostumbrado a que le contrariasen, hizo buscar al párroco de Villeta, Manuel Antonio Palacios, quien hizo el bautismo a placer de los padres del niño.

     El padre Maíz se indignó y perdió lo estribos.

     -El hombre ha de ir a Dios, no Dios al hombre -dijo en presencia de los seminaristas-, aunque se trate de un bastardo del general López.

     Con Carlos no hizo comentarios. Sin duda comprendió y aprobó la conducta del rector del Colegio Seminario, obligado a dar ejemplo a sus alumnos. Tampoco Francisco Solano habló del asunto, pero ya no trató al padre Maíz con la cordialidad de costumbre. Probablemente interpretó el episodio en el contexto político del momento.

- XXIII -

 

     ¡Demasiado gobierno! -había exclamado el doctor Juan Andrés Gelly, el paraguayo que regresó al cabo de treinta años de exilio para servir a su país. Aportó nada menos que el conocimiento pormenorizado de la política del Río de la Plata y el Imperio del Brasil, así como de los hombres que la protagonizaban. Trajo consigo una actualizada biblioteca que puso a disposición de sus compatriotas. Era un gran señor. Poseía una vasta cultura y las mañas y artimañas de los políticos sudamericanos fuera del Paraguay, donde no había política.

     Lo dijo en su lecho de muerte, cuando el padre Maíz fue a llevarle los últimos sacramentos a aquel empedernido masón.

     Poco después de que en 1853 el Reino Unido reconoció la independencia del Paraguay, un tal Mansfield recorrió el país con autorización del gobierno. Pasó por Capilla Duarte y se alojó en la «Posada de la Viuda». Invitado a cenar en el comedor privado de doña Carmen Montiel, de sobremesa conversó largamente con el párroco.

     -Y bien, mister -le preguntó el padre Maíz-, ¿qué le ha parecido todo esto?

     El viajero respondió en inglés para que no entendieran los demás invitados:

     -A mixture of the hateful and the admirable -y sonriendo fingió traducirlo al español-. ¡Oh, un bello país, buena gente pacífica, próspera, hospitalaria, hermosas mujeres!

     «Mezcla de lo odioso y lo admirable». Fidel Maíz no olvidaría aquella notable observación.

     Don Carlos Antonio López le había dicho al encomendarle la dirección del Colegio Seminario:

     -Grandes peligros nos acechan. Es preciso a toda costa asegurar la paz interna y la unidad de la nación. Al primer signo de flojedad o de anarquía los macacos y los anarquistas porteños nos harán pedazos, para luego reñir como lobos hambrientos por los despojos de la presa ensangrentada. No se deje fascinar por cantos de sirena. Deje que rebuznen los plumíferos de la prensa extranjera. Digan lo que quieran, el Paraguay es el único país cabalmente independiente de América. Lo seguirá siendo, si Dios es servido, mientras no nos dejemos engatusar ni provocar, y ningún paraguayo abra las puertas desde adentro. ¡Cuidado con lo que dice a sus alumnos!

     Descargó un puñetazo sobre la mesa y tronó amenazador, mirándolo con sus ojazos negros, cálidos, increíblemente hermosos:

     -¡Cuidado, padre Maíz, mucho cuidado!

     Don Carlos era bajo, inmensamente gordo, el vientre hinchado por la hidropesía, el sombrero calado hasta las cejas. Rara vez se descubría, según decires para ocultar su cabeza pequeña y puntiaguda. Costaba admitir una tonta vanidad en un hombre de sus méritos, aunque escondiera la cabeza de cuestiones más delicadas.

     En torno de los López Carrillo había un buen número de personas que se aprovechaba sin rubores de las ventajas del poder. Lo integraban los hijos y parientes de don Carlos, las amantes de sus hijos y los parientes de las amantes de sus hijos. Esta inmoralidad escandalosa e irritante parecía no preocuparlo. No se detenía a pensar que contradecía lo que él mismo había escrito en el Acta de Reafirmación de la Independencia: «El Paraguay no es patrimonio de ninguna persona o familia». Era un patriarca no un tribuno como su antecesor, quien sostenía que la paz pública se asegura gobernando al servicio del pueblo. Indudablemente don Carlos servía al pueblo, pero sin olvidar a su propia familia. «La caridad empieza por casa» era la consigna de los hechos.

     Ni don Carlos ni sus hijos aceptaban entrar en tratos con sociedades extranjeras que les hacían tentadoras ofertas a cambio de ventajas comerciales. No echaban mano directamente a los recursos del Estado. Pero eran muy comerciantes, empezando por doña Juana Carrillo de López, la «presidenta», y terminando por Madame Lynch. Se enriquecían de manera desmesurada y hacían ostentación de su riqueza. Aunque eso sí cumpliendo formalmente todos los reglamentos. Había límites que ni siquiera ellos podían sobrepasar. El peculado y la prevaricación, comunes en las demás repúblicas americanas y en el Imperio del Brasil eran inconcebibles en el Paraguay. Comparados con el caudillo entrerriano Justo José de Urquiza, los López eran unos pobretones, y ni qué decir de los magnates que dirigían la política porteña: hacían negocio privado de la aduana del puerto de Buenos Aires, que acogotaba al resto del inmenso país; se repartían tranquilamente centenares de leguas ganadas a los indios por el gauchaje miserable que no recibía un palmo de la tierra que regaba con su sangre.

     Siendo Cónsul, don Carlos estuvo cerca de ser destituido por las tropas porque habiendo prohibido el uso de los templos como cementerio, hizo enterrar a uno de sus deudos en la iglesia de La Encarnación. La ley que no rige para todos no es ley. De allí que las ventajas de que disfrutaban los López y sus allegados provocaran sordos resquemores: «El Paraguay no es patrimonio de ninguna persona o familia».

     Lo sabían de memoria todos los paraguayos. En esto coincidían gentes del pueblo, algunos jefes y oficiales del ejército y hasta simples soldados.

     El general López, dedicado por entero a la función pública, no aparecía involucrado en tales manejos. En opinión del vulgo, era rico porque había heredado la fortuna de su padrino Lázaro Roxas y Aranda. No administraba personalmente sus bienes ni intervenía en negocios. Y era justamente el hombre decidido a dar continuidad al régimen, contando para ello con el apoyo de la plebe. Los «pobres» poseían en propiedad o en enfiteusis la mayor parte de las tierras accesibles y gran a parte del ganado existente en el país.

     Para colmo de males, Francisco Solano estaba distanciado del padre Maíz desde aquel maldito asunto del bautismo. Tal vez el político no diera al incidente más importancia del que en realidad tenía, pero Madame Lynch jamás perdonaría el desaire. Fidel Maíz sabía por experiencia hasta qué punto una mujer puede deschavetar a un hombre.

     ¡Las mujeres! Gozaban de tácita impunidad, no le tenían miedo a nada, eran mucho más atrevidas que los hombres. No vacilaban en hacer públicos desaires a Madame Lynch, a la que no le quedaba más remedio que tragarse las ofensas y rumiar su venganza. El bello sexo era una poderosa fuerza subterránea que obraba sin manifestarse apenas en la superficie.

     El presbítero Fidel Maíz gozaba de gran predicamento entre las damas. Lo visitaban asiduamente, insistían en confesarse con él, en que bautizara a sus hijos, en que casara a sus hijas; le hacían confidencias, le pedían consejos; lo recibían en sus casas, lo sentaban a sus mesas, lo invitaban a sus tertulias. Y le eran leales hasta el fanatismo.

     El obispo diocesano Urbieta estaba enfermo. Por infidencia de la esposa de un alto funcionario, el padre Maíz se enteró de las objeciones anotadas por el general López acerca de los posibles candidatos a suceder al prelado: «El padre Corvalán peca de ambición; Manuel Antonio Palacios no tiene caridad; el más indicado sería Fidel Maíz, si no fuera tan visitado por mujeres».

     Desde luego la reserva no era de carácter moral sino político. Fidel Maíz comprendió que una vez más en su carrera caía víctima de su propio carácter. Batallaban en él sin darse tregua la hipocresía y la sinceridad; la ambición y el desinterés; el orgullo y la humildad; el egoísmo y el patriotismo; la pasión y el cálculo; la voluptuosidad y la sobriedad; la mezquinad y la elevación de miras; la impaciencia y la perseverancia; el valor físico y la cobardía moral. Trataba de perdonarse sus contradicciones e inconsecuencias por las circunstancias de su vida, porque jamás le estuvo permitido ser plenamente él mismo.

     Involuntariamente al principio, deliberadamente después, el sacerdote influyó a través de las mujeres en sus maridos, hijos, novios, hermanos. Ellas les secreteaban lo que él no podía decir abiertamente.

     «¡Ecce el Rey!», musitaba cuando aparecía don Carlos en las recepciones, sudando en su uniforme de Capitán General y con su bicornio rutilante de gemas y galones. Su muerte ha de ser la señal para que el Paraguay cambie de rumbo. La riqueza particular deviene de la familia López o el Estado, en tanto los militares y eclesiásticos son desatendidos y mal pagados. El que manda en el ejército no puede ser al mismo tiempo Presidente de la República.

     Su intención no iba más allá de sugerir ideas; o acaso descargar su mal humor, sus decepciones, su impaciencia reprimida, su ambición postergada. Pero, comenzaron a acercársele maridos que, esposas mediante, acabaron por considerarlo un posible aliado en sus maquinaciones. Le hablaron con franqueza. Así se fue convirtiendo en oculto conductor de una vasta conjura que se gestaba para cambiar el régimen, o por lo menos para hacerlo más tolerable y permeable a los cambios.

     Por orden de don Carlos, que era consciente de la necesidad de elevar la ilustración del clero, el presbítero Fidel Maíz daba conferencias a sacerdotes ya ordenados, a las que asistían no pocos laicos. Exponía doctrinas peligrosas de manera atrayente, con el pretexto de rebatirlas. Recomendaba libros prohibiendo su lectura. Su influencia intelectual se extendía a los salones, en los que le rodeaban personas que admiraban su saber. En las tertulias se hablaba de literatura, se rozaba la política, los jóvenes poetas declamaban sus rimas. La guerra civil norteamericana daba materia abundante para explayarse en cuestiones doctrinarias. Como las simpatías del gobierno se inclinaban por los estados del norte, podía ser destacada sin riesgo y como ejemplo la personalidad del presidente Abraham Lincoln.

     Con los seminaristas y los jóvenes sacerdotes que habían sido sus alumnos, hablaba sin rodeos, con temeridad casi suicida. Les asignaba la sagrada misión de librar al pueblo de ataduras mentales. Citaba a Thomas Jefferson:

     -¡Juro odio eterno a todo aquel que pretenda encadenar la mente del hombre!

     José del Carmen Moreno, el más brillante de sus discípulos, preguntó:

     -¿Alude usted también a las cadenas de la servidumbre, de la miseria y de la humillación que los ricos pretenden remachar nuevamente a los pobres en nuestro país? ¿Han de renunciar en nombre de una libertad abstracta a la libertad concreta de personas que viven de lo suyo desde los tiempos del Dr. Francia?

     Saint-Simón, Fourrier, Owen y Etcheverría habían hecho su entrada en el Paraguay. Por otra parte, los únicos regímenes estables en América eran el Imperio del Brasil y la República del Paraguay, que tenía un gobierno fuerte. El fracaso de la revolución de 1848 en Europa ponía en tela de juicio la viabilidad de la república. Se miraba el éxito de Prusia en Alemania y del Segundo Imperio en Francia. Pero, los paraguayos tenían su propia tradición igualitaria y populista. «El Semanario» citaba a Carlos Marx y discutía la compatibilidad del socialismo con la monarquía.

     Respondió el padre Maíz:

     -La grandeza de los Estados no se funda en la ética sino en el predominio de intereses dinámicos: de los ricos que buscan negociar y de los inteligentes que anhelan figurar, viajar e instruirse. No quiero darles con esto una lección de cinismo sino un dato de la historia. El Imperio Británico es fruto de la piratería, del pillaje en las colonias, del despojo a los campesinos, de la despiadada explotación de los niños en las fábricas. Desde luego debemos tratar de evitar tales crueldades, pero no del modo en que lo hizo el Dictador Perpetuo. Nuestro prócer rusoniano nos devolvió a la idílica condición del buen salvaje, que no podía durar y que puede costarnos muy cara si no nos alejamos de ella lo antes posible, pues utopías como el Dorado sólo podrían existir en lugares inaccesibles, completamente apartados del mundo.

     Preguntó otro seminarista:

     -¿No cree usted que el general López, un hombre joven que ha estado en Europa, traerá los cambios que el país necesita sin despojar al pueblo de lo que ha conquistado con la independencia?

     -Conozco a fondo el carácter del general López. Mimado por el poder desde la más temprana edad, apenas tenía quince años cuando ya coronel organizó la Guardia Nacional. A los diecisiete ascendió a general de brigada con mando en jefe del ejército en operaciones fuera del país. Enseguida ministro de guerra y marina, levantó la fortaleza de Humaitá, donde tiene una fuerza de doce a quince mil hombres a sus inmediatas órdenes. Este joven militar, mandatario en la flor de la edad, con la conciencia de su dignidad y el mayor celo por la estabilidad del orden público, mal podrá transigir con idea alguna que pudiese traducirse, ¡pero ni lejanamente!, en una oposición a su persona y mucho menos al sistema establecido de gobierno.

     -¿Qué hacer entonces?

     -¡Es necesaria una constitución que le quite las facultades absolutas y ponga freno a sus posibles arbitrariedades! Que lo ponga, según la hermosa frase del deán Funes, en la feliz imposibilidad de obrar el mal.

     -¿Una constitución? -objetó un tercer seminarista-, permítame que lo dude. La constitución es un papel. Los argentinos y los orientales tienen bellas constituciones. Nos las ha enseñado usted. Pese a ellas se siguen degollando con el mayor entusiasmo.

     -No se degüellan por culpa de las constituciones sino a pesar de ellas. Sin embargo, la libertad tiene sus riesgos. La libertad del hombre se debate entre la libertad de Dios y la libertad del demonio. Siempre habrá algunos que pretendan usarla para abusar de los demás; pero los posibles abusos de unos pocos no justifica que se la niegue a todos. Sin libertad se estancan y se pudren las sociedades más perfectas y filantrópicas. Sin libertad no es concebible la dignidad humana. Nos fue concedida por el Todopoderoso para hacernos [101]responsables de nuestro propio destino. Quien priva de ella a sus semejantes no solamente es un usurpador sino que se echa encima una terrible responsabilidad.

     El rector del Seminario se sabía poseedor de una personalidad atrayente, que seducía a sus alumnos. Ninguno de ellos lo había traicionado hasta entonces. El Colegio era su bastión inexpugnable.

     -Después de haber descrito su carácter, ¿sigue creyendo que el general López se sometería a una constitución?

     El padre Maíz respondió sin vacilar:

     -¡No me cabe una duda! Francisco Solano López jamás traicionaría a la palabra empeñada. Nunca lo ha hecho y nunca lo hará. Éste es otro rasgo de su carácter. Su concepto del honor es... ¿cómo diría?..., romántico, ¡medieval!


 

     El presbítero Fidel Maíz, tenido en su hamaca, contó doce campanadas del reloj de la Catedral. Era el primer minuto del 10 de setiembre de 1862. Se pasó la mano por la frente sudorosa.

     -¡Pensar!... ¿para qué?... ¿Qué puedo decidir?... ¡Yo no soy el responsable!

     Se fue quedando dormido. Sus ojos traspasaron las paredes. La sombra del Dr. Francia, seguida de su escolta de fantasmas, cabalgaba hacia la Casa de los Gobernadores. Fidel Maíz se estremeció de espanto: no estaba permitido espiar los paseos del Dictador Perpetuo.

 

- XXIV -

 

     Despertó encandilado por la luz de una vela que brillaba muy cerca de sus ojos. Contuvo una palabrota al reconocer a Espiridón Cañete. El gesto de disgusto no escaparía de la malévola suspicacia del celador de la curia, que tan asiduamente cruzaba la Plaza de Armas en dirección al cuartel de policía. Le tenía miedo a Espiridón Cañete, y esto le producía indignación contra sí mismo.

     -¡Levántate, paí Maíz! -exhortó Espiridón, como un diablo que viene a llevarlo a uno al infierno.

     -¿Por qué, qué pasa?

     -Vino a buscarte el mayor Yegros, con soldados de la Escolta.

     Saltó de la hamaca. Espiridón Cañete quedó reducido a sus dimensiones de pigmeo guayaquí.

     -¿El mayor Yegros? -repitió el padre Maíz, esperando lo peor. Rómulo era su amigo, y confidente en relación con los proyectos de cambio institucional, pero esto no le impediría remacharle una barra de grillos. No esperó el general López que se enfriara el cadáver de su padre para mostrar las uñas. En su impaciencia se valía de la Escolta, cuando debió encomendar la indigna tarea a los policianos. Pero Espiridón Cañete parecía una rata compungida, lo cual era alentador.

     -Lo manda a buscar nuestro Gran Padre -dijo inclinándose con rastrero servilismo-, quiere que usted le administre los últimos sacramentos.

     El presbítero Fidel Maíz, de pie en el centro de la habitación, levantó al cielo su hermoso rostro en el que las pasiones y los vicios habían dejado huellas casi imperceptibles. No quería que Espiridón Cañete advirtiera las lágrimas que, como a traición, le brotaban a raudales. Lágrimas auténticas, purificadoras, olvidadas. No se hubiera creído capaz ya de llorar por nada ni por nadie; menos por el severo señor que estaba agonizando. Universalmente respetado, don Carlos Antonio López era amado por muy pocos. Acaso porque obligó a sus compatriotas a realizar tareas titánicas, incomprensibles para sus mentes de pachorrientos campesinos. Lo hizo para ponerlos a la altura de los tiempos, al nivel de sus enemigos, para que no tuvieran que enfrentarlos con la cabeza hueca y las manos vacías.

     -¡Dios proteja a nuestra Patria! -exclamó.

     Aunque, él solamente lo sabía, era un escéptico.
 

     Avanzó a grandes zancadas por un largo corredor invadido por la servidumbre, que aguardaba silenciosa. Se detuvo ante una puerta entreabierta. Se oía un llanto de mujer. Acalorado y lloroso se le acercó Saturnino Bedoya, y tomándolo de un brazo lo introdujo en la habitación. El padre Maíz echó una rápida ojeada y saludó con voz casi inaudible.

     Don Carlos yacía arropado hasta el pecho, con las manos extendidas sobre sábanas de finísimo encaje. A su lado, en la cabecera, doña Juana Carrillo, con gesto demudado pero Firme. A la derecha, el deán Escobar. El Presidente movió los ojos en señal de que había reconocido al recién llegado. El general López se acercó al padre Maíz y le estrechó la mano. Lo hizo de un modo que el sacerdote interpretó que pasadas diferencias quedaban olvidadas.

     -Acaba de confesarse -le dijo-, mi padre desea que usted le dé la extremaunción.

     Los sollozos se hicieron agudos. El general López se volvió hacia una mujer joven, algo rechoncha, sentada en una silla a los pies del moribundo.

     -Calma, Rafaela -le dijo, apoyándole una mano en un hombro-, procura contenerte.

     Aunque afectuoso, el tono era imperativo.

     Rafaela alzó hacia su hermano un rostro amedrentado; luego, ocultándolo entre las manos, contuvo débiles quejidos. Detrás de doña Juana Carrillo, Venancio se secaba lo ojos con un pañuelo. A su lado Benigno, con las manos en la espalda, se mordía los labios. Apoyada en la pared, la figura algo brutal del coronel Vicente Barrios. En un reclinatorio, junto al nicho de la Virgen, Inocencia rezaba de rodillas.

     El padre Maíz cumplió los ritos de la extremaunción y aplicó la indulgencia pro articulos mortis. De pronto resonó en el recinto la voz clara y rotunda del Presidente de la República:

     -Yo, Carlos Antonio López, he sido fiel católico apostólico romano y espero vivir y morir siéndolo.

     Movió los ojos desafiante, como buscando a alguno que osara discutirle. Luego, como si hubiera dado fin a una pesada sesión del protocolo que tanto le atormentara en los últimos tiempos, suspiró aliviado y el rostro se distendió.

     Rafaela rompió a llorar ruidosamente.

     -¡Llévala afuera! -ordenó el general López, dirigiéndose a Saturnino Bedoya.

     Se acercó a la derecha de su padre. Venancio y Benigno hicieron lo propio, por la izquierda, junto a doña Juana Carrillo. Por un momento se oyeron los gritos de Rafaela, que se resistía a que la sacasen de la habitación. Hubo un largo silencio. El viejo López dormitaba. El padre Maíz fingía orar con las manos juntas y la cabeza inclinada, sin perder detalle de un momento crucial en la historia de su pequeño país altivo y solitario. De hoy en más su destino estaría en manos de ese hombre de barba cerrada y expresión enérgica, en contraste con la languidez algo siniestra de los ojos, que contemplaban impasibles la agonía de su padre.

     Don Carlos arrugó la frente como si de pronto recordara que le quedaba algo por hacer. Miró al padre Maíz como ordenándosele que tomara debida nota de lo que iba a decir, y luego dijo dirigiéndose a Francisco Solano:

     -Hay muchas cuestiones pendientes a ventilarse, pero no trate de resolverlas con la espada sino con la pluma, principalmente con el Brasil.

     Lo último lo dijo con un esfuerzo en la acentuación.

     El general López guardó silencio. Don Carlos también calló. Poco después estaba muerto.



- XXV -

 

     En la plaza del mercado de Asunción, Inocencio Ayala dormía liado en su poncho, sobre una estera extendida debajo de su carreta. Sin sentir fatiga alguna cosechaba blancos copos de algodón. Su padre le mostraba orgulloso a don Ovidio Ferreira, ponderando a la tierra, los frutos del trabajo de su hijo mayor. Trinidad Acosta se acercaba como danzando por un surco con un cántaro sobre la cabeza y una promesa de frescura en los labios sonrientes. Detrás de ella estaba la arboleda, entre la que se distinguía un rancho de adobe pintado de blanco. De repente, del hueco del lapacho salió el Santo de Guatambú. Creció hasta adquirir la dimensión de un hombre. Vestía la levita de don Francisco Olavarrieta. Con una cadena trataba de sujetar a un perro enorme de ojos como brasas, que echaba fuego por la boca. La cadena se rompió. El monstruo atropelló incendiando el algodonal hacia donde se encontraba Trinidad Acosta. De un salto prodigioso Inocencio se le plantó delante blandiendo su machete. Con ágiles esguinces esquivó dentelladas y tajeó una y otra vez a la bestia que sangraba brea derretida sin aflojar su furor, en tanto el fuego de sus fauces se desparramaba en la capuera y se extendía por el valle. Un trueno le dio esperanza de lluvia salvadora. Otro trueno lo devolvió a Humaitá. «¡Upéva cañón pu!», exclamó corriendo hacia el pabellón de los fusiles. Un tercer estampido lo levantó de un salto y le hizo dar la cabeza contra el plan de la carreta. «¡Vienen los cambá!», se dijo alborozado. El último cañonazo retumbó lúgubremente y le acabó de despertar.

     Se encontró sentado en una claridad difusa que se iba llenando de murmullos, de sombras fantasmales montadas en borricos presurosos. No muy lejos se lamentaba una mujer. Una patrulla pasaba al galope por una calle próxima. Lo envolvió una pesadumbre que salía de todas partes.

     Se levantó, sacudió el poncho, lo plegó cuidadosamente, enrolló la estera y guardó ambos en la carreta. Se enjuagó la boca con agua de una cantarilla, escupió y bebió unos sorbos. Echó un poco en la mano y se mojó la cara.

     A pocos pasos, sentados en torno de un brasero, unos carreros calentaban agua para el mate. Hablaban en voz baja. El cielo se iba tiñendo de rojo.

     Advirtió la presencia de un individuo que lo estaba observando. Parecía un duende. Gordo, barrigón, vestía una desteñida casaca de bayeta colorada con jinetas de sargento. El chiripá, sujeto con un ancho cinturón de cuero, le bajaba hasta las rodillas. Los calzoncillos le cubrían las cortas piernas chuecas, y sus flecos le tocaban los pies torcidos de estribar con el dedo gordo. Ceñía una enorme espada y blandía un garrote pulido por el manoseo. Se le ladeaba en la cabeza un puntiagudo morrión de cuero. La melena negra y lacia, cortada en círculo, le tapaba las orejas. La cara era redonda, amarronada, picada de viruelas. Miraba a Inocencio con ojos oblicuos, inyectados de indio guaicurú, relamiéndose los labios azulencos como si tuviera ganas de comerlo. Inocencio se sacó el sombrero y saludó: -Buen día, mi padre. El sargento remolineó el palo y lo descargó sobre la palma abierta de la mano derecha. Como todo garroteador que se respete, el sargento era zurdo.

     -No te conozco, ¿cómo te llamas?

     -Inocencio Ayala, ¡a su orden! -respondió, cuadrándose.

     -Así que arribeño, ¿de dónde?

     -De Barrero Grande, mi padre.

     -Muéstrame tu papeleta.

     Inocencio sacó de su sombrero el pasaporte que le extendiera don Ovidio Ferreira y lo pasó al sargento. Éste lo sostuvo bien lejos de los ojos y leyó:

     -República del Paraguay, Independencia o Muerte... Bueno, bueno, mi hijo, ¿vas a parar aquí en la plaza?

     -No lo creo, mi padre: voy a pedir posada a don Cirilo Rivarola.

     -¡Jhum, así que don Cirilo!... ¿es tu pariente?

     -Mi padrino nomás, y de mi valle.

     -¿Por qué no dormiste anoche en su casa?

     -Cuando llegué ya era oscuro, y no quise molestar.

     -¿Le traes encomiendas?

     -Sí, mi padre.

     -Seguro que también algunas cartas.

     -Sí, también le traigo cartas.

     -¿De quién?

     -De su familia, y de un gringo que se llama Eberhard Munck.

     -¿Sabes dónde vive don Cirilo?

     -Malicio que sí; me dijeron cómo llegar.

     -¿Qué traes para vender?

     -De todo un poco, mi padre.

     -¿Por encargo o de tu casa?

     -De mi casa.

     El sargento echó un vistazo al interior de la carreta. Le había impresionado la seguridad de las respuestas y el tonillo veladamente socarrón: estaba ante un ex soldado. Dijo, finalmente:

     -Está bien, mi hijo; que tengas suerte.

     Inocencio le preguntó:

     -¿Qué está pasando, mi padre?

     -¿No lo sabes?

     -No pues, por eso te pregunto.

     El sargento lo miró perplejo, como si no supiera qué decir. Luego, sin responder, se acercó a los carreros. Lo conocían. Le saludaron y le dieron un mate. Lo sorbió lentamente, sin mirar a Inocencio que continuaba de pie, con el sombrero en la mano. El sargento se alejó balanceándose, arando el suelo con la vaina de su sable, revolcando su garrote. Cuando ya no podía oírlos, los carreros rompieron a reír.

     -¡Jho sargento Kurupí, hijo de diabla!

     -No es tiempo de reír -les reconvino un viejo de aspecto venerable.

     Callaron los carreros. El viejo llamó a Inocencio.

     -Acércate, muchacho, a matear con nosotros.

     Inocencio no se hizo rogar.

     -Buen día, los señores.

     -Buen día, señor.

     El mercado se iba llenando de vendedores, mujeres en su mayoría, que desplegaban sus mercancías en esteras extendidas en el suelo. Todo se hacía en silencio. Cantaban los gallos, doblaban las campanas. El viejo, que había oído la pregunta que le hiciera Inocencio al sargento Kurupí, se descubrió y dijo, como rezando:

     -Ha muerto el Presidente López, que Dios lo tenga en su santa gloria.

     Inocencio bajó la cabeza y sorbió el mate. Trataba de asimilar la idea.

     -Se va a cumplir veintidós años -continuó el viejo, como hablando consigo mismo-, un 20 de setiembre se nos murió el Gran Señor... Orerasë hypa peve ore resay, no paramos de llorar hasta que se acabaron nuestras lágrimas...


 

- XXVI -

 

     Los cañonazos disparados a las cuatro de la mañana del 10 de setiembre de 1862 despertaron a una ciudad de madrugadores un poco más temprano que de costumbre. Don Cirilo Antonio Rivarola comprendió de inmediato lo ocurrido. El mayor Rómulo Yegros le había dicho que, según el Dr. Stewart, don Carlos no pasaría de esa noche. El negro Pantaleón, viejo esclavo de la familia, le dijo más o menos lo mismo cuando don Cirilo regresó a su casa tras de pasar un rato en el Club Nacional, donde se habló más que de la enfermedad del Presidente, de lo que sobrevendría después de su muerte.

     Extendió la mano hasta un silla en la que se amontonaban sus ropas en desorden. Alcanzó los cigarros y encendió uno con el yesquero.

     Don Cirilo era considerado por sus colegas un gran jurisconsulto porque sabía de memoria las leyes de Partidas. Le habían enseñado en la escuela, a palmetazos, a recitar sin una falla largos textos aburridos. A pesar de ello se aficionó a la lectura. Obsesionado en los tiempos en que era difícil encontrar algo que leer, leía cuanto le caía en las manos. Cuando Eberhard Munck apareció en la Cordillera, vivió algunos años en la estancia de los Rivarola y luego se afincó en las vecindades, don Cirilo estudió inglés y francés para tener los libros del naturalista sueco, con el que compartía el amor por los pájaros. Todo lo aprendía sin esfuerzo, como a desgano, valido de su memoria descomunal y de su no escaso entendimiento. Enseguida entraron al país libros y periódicos en cantidad. Le gustaban las novelas inglesas y francesas, y esa novela delirante que es la historia. Sobrevoló tratados de derecho y de teoría política que le prestaba su pariente el Dr. Juan Andrés Gelly.

     Así llenaba sus muchos ocios don Cirilo. No era un intelectual. Le agradaba leer como una de las tantas formas de hacer nada, igual que cabalgar, fumar y tomar mate. La actividad forense le ocupaba poco tiempo. La vida social no le atraía. Se había vuelto demasiado complicada y costosa. Molestaba en los salones el humo de sus fuertes cigarros del país; no era de buen tono escupir delante de las damas, a pesar de que ellas, en sus casas, fumaban unos tabacos capaces de tumbar a un buey. Prefería andar descalzo, leer tendido en una hamaca, comer sandía al levantarse de la siesta, enseñar zafadurías a don Pancho -un loro más viejo que Cirilo-, alimentar a sus queridos pájaros, prisioneros en jaulas primorosas que para ellos construía el negro Pantaleón. Apenas tenía lugar, escapaba al campo para haraganear a sus anchas sin el menor remordimiento. No se había casado de puro negligente, pero tenía en la estancia una mujer sencilla a la que estimaba mucho. Era bondadoso y por momentos explosivo. Lo estimaban por su integridad y su desinterés. Estas cualidades, fundadas en la pereza antes que en la virtud, lo iban dejando rezagado en una sociedad cada vez más activa, en la que los hombres, y también las mujeres, competían por figurar, escalar posiciones y ganar mucho dinero.

     No era un obstáculo ni un peligro para nadie. Se le tenía buena voluntad. Las pocas veces que por razones profesionales se entrevistó con don Carlos, quien oficiaba de hecho de Juez Supremo Inapelable, fue tratado amablemente y el viejo procuró facilitarle las cosas. En cuanto al general López, se ignoraban recíprocamente desde que en una ocasión Pancho lo trató con la arrogancia que solía usar con otras personas y don Cirilo lo dejó plantado con la palabra en la boca.

     A diferencia de otros patricios, no creía que su apellido le hiciera acreedor de consideraciones especiales. Le importaba un comino que otros se construyeran mansiones, importaran muebles de Europa y jugaran fuerte en el Club Nacional. Le daba lo mismo beber caña que champaña. Ni le podían quitar lo que realmente le pertenecía ni le podían ofrecer nada que realmente deseara. No fue llamado a ejercer cargos públicos de importancia. Solían olvidarse de invitarlo a recepciones y consultas de notables. Sin embargo se sentía comprometido con la suerte de su país. Lo llevaba en la sangre.

     En el congreso de 1841 su padre objetó la forma precipitada y sumaria con que se pretendía constituir un gobierno. Pidió que se pusiese término al período de personalismo y arbitrariedad, causa fundamental de los males producidos, y se dictase una constitución para abrir paso a un régimen más tolerable después de una larga tiranía.

     Se produjo en la sala un escándalo memorable. Creyendo que había ofendido la memoria del Dictador Perpetuo, para ellos sagrada, los soldados de la guardia estuvieron a punto de matarlo. Serenados los ánimos, don Carlos argumentó que sólo un poder fuerte podría preparar al país para la realización de los ideales del diputado por Barrero Grande:

     -No se debe aspirar a más de lo que se puede. La experiencia y las luces traerán con el tiempo esos elementos grandiosos de la perfectibilidad. Marchemos con prudencia a su alcance.

     ¿Había llegado ese momento? Sin duda alguna porque sin los siempre postergados elementos grandiosos de la perfectibilidad se corría el riesgo de que todo acabara en un desastre.

     Pero don Cirilo no tenía ambiciones personales, estaba conforme con su suerte y era muy poco lo que podía hacer al respecto.

     Bostezó, escupió, tiró el cigarro y encendió otro.

     No, no estaba conforme. En una situación como la presente el hijo del capitán Juan Bautista Rivarola no podía quedarse en casa tumbado en la hamaca, enseñándole a don Pancho a decir malas palabras.

     Estaba al tanto de los planes para impedir la elección del general López presidente de la República. ¿A quién elegir en su lugar? ¿A un codicioso como Benigno? ¿A un buenazo como José Berges? No había que engañarse. La capacidad y el carácter, la experiencia de gobierno, el control de la administración pública, la adhesión del ejército y la popularidad hacían de Francisco Solano el candidato inevitable. Oponerse a él con el argumento de que era hijo de don Carlos sería tomado como un pretexto legal y moralmente insostenible, ya que el general López tenía méritos propios y el mismo derecho a postularse que cualquier otro ciudadano. En el terreno de los hechos, podía barrer de un escobazo a quienes osaran oponérsele.

     ¿Qué hacer entonces?

     -La constitución -se dijo don Cirilo, levantándose-. Ha llegado el momento de exigir una constitución. Mande quien mande, el poder deberá ser limitado por la Ley.

     Pero, ¿qué constitución? ¿Sería posible alguna que diera libertades y garantías a los ciudadanos y al mismo tiempo no pudiera ser usada para desorganizar a la nación, poner a los pobres a merced de los ricos, exponer la independencia y abrir las puertas del país a la piratería internacional?

     Su padre había intentado resolver este arduo problema. Acabó guardando su proyecto en un cántaro, metiéndolo dentro de un pozo y plantándole encima un retoño de lapacho.

     Don Cirilo decidió que era preciso ir a su valle, derribar el árbol y desenterrar la constitución. Le daría pena hacerlo. Era setiembre y el lapacho estaba seguramente florecido, con multitud de pájaros anidando en sus ramas.


 

- XXVII -

 

     Don Cirilo estaba sentado en uno de los rincones de un ancho corredor sostenido por altas columnas. Un jazminero formaba allí una glorieta. En el patio interior de la casona había un laurel y un aljibe. Plantas por todas partes, en planteras de alfarería. En las paredes y colgando de las vigas, jaulas con pájaros que cantaban a la primavera. Don Cirilo parecía dormitar. Sobre su cabeza, un loro daba vueltas en un aro de tacuara.

     Inocencio dejó en el suelo un canasto y un morral, se sacó el sombrero y saludó:

     -Buen día, don Cirilo.

     -¡Maiteípa, karai, mba'éichapa ndeko'ë!

     Inocencio sonrió al reconocer a don Pancho, que sostenía en una pata un pedazo de chipa y lo miraba con un solo ojo. El loro había pasado gran parte de su larga vida en Acosta-ñu. Era famoso en la Cordillera. Perteneció a don Juan Bautista. Se aseguraba que tenía sus propias opiniones políticas, pero que como todo paraguayo viejo mantenía cerrado el pico a tal respecto.

     Don Cirilo abrió los ojos y reconoció a Inocencio.

     -¿Qué tal, mi hijo? -le dijo, tendiéndole la mano-, ¿cómo está tu familia?

     Entonces Inocencio se acordó de que había olvidado pedir la bendición a su padrino. Ya era tarde para hacerlo. Tal vez fuera mejor así. Se había lavado y [111]afeitado antes de venir. Vestía una camisa bordada de tela del país, pantalones blancos de lonilla y estrenaba un sombrero de fieltro. Había renunciado a ponerse zapatos luego de una primera y dolorosa tentativa. También don Cirilo estaba descalzo. Tenía los calzoncillos remangados sobre la pantorrilla y la camisa desabrochada. Se había hecho un tajito al afeitarse y un hilillo de sangre se le coagulaba en una mejilla.

     -Me alegro mucho de verte -dijo, como pensando en otra cosa-, ¿qué hay de nuevo por el valle?

     Inocencio recitó las memorias que mandaban parientes y vecinos a don Cirilo, a su hermana María Inés, a todos y cada uno de los miembros de la servidumbre. Entregó cartas y encomiendas. Don Cirilo, que había escuchado distraídamente, le invitó a sentarse.

     Se acercaba desde el fondo una linda muchacha de typoi blanco sin enaguas. Sostenía la melena que le bajaba hasta los hombros una vincha azul de seda. Inocencio se asombró de que al ver a la añorada Trinidad Acosta, culpable de sus quebrantos, no le palpitara el corazón más de la cuenta.

     -¿Me llamaste, mi tío?

     -Sí, mi hija; hazme el favor de cepillar un poco el traje y pasarle la plancha.

     -Bueno, mi tío.

     -Éste es mi ahijado Inocencio Ayala, hijo de don Melitón. Estuvo en Humaitá sirviendo a la Patria, ¿te acuerdas de él?

     -Claro que sí, ¿cómo te va, Inocencio?

     -Muy bien y usted, señorita.

     -Trinidad -interrumpió don Cirilo-, busca por ahí una corbata negra, y que Pantaleón traiga una palangana de agua para lavarme los pies.

     -Bueno, mi tío -respondió ella, y se alejó como flotando.

     Inocencio quedó decepcionado de su propio desamor.

     -Todavía no me has dicho qué te trae por aquí.

     -Vine con la carreta a vender algunas cosas que sobraban en casa.

     -¡Ah, así que el tuyo es un viaje de negocios! ¿Te dedicarás al comercio? ¡Muy bien, te felicito, debes ganar dinero, mucho dinero, y cuanto más dinero ganes precisarás mucho más! Si todos los chococué de nuestro valle hicieran lo mismo que tú se fundiría nuestro ilustre pulpero y honorable diputado Odilón Núñez. ¡Se despabila la gente, mi amigo, se despabila la gente!

     -¿No le parece bien, don Cirilo?

     Don Cirilo lo quedó mirando. No esperaba esta salida del joven campesino. -No lo sé, mi estimado Inocencio, y ésta es la gran cuestión. Hasta ahora vivían bien, tranquilos y felices, sin que nada les faltara. ¿Qué van a ganar metiéndose en enredos? Te lo diré: un sombrero de fieltro que hace sudar la cabeza en vez de los livianos y frescos sombreros caranday; pantalones de franela que aprietan los huevos en lugar de chiripá y calzoncillos; un poncho de bayeta burda en reemplazo del hermoso treinta-listas; botines para torturar los pies y llenarlos de callos; medicinas costosas que no libran de la muerte, que son una ilusión al igual que nuestros yuyos que por lo menos no hacen daño y le dan tiempo al enfermo para que se cure solo. ¿Vale la pena? No lo digo solamente por ti, sino por el Paraguay. Ahora tenemos vapores, astilleros, fundiciones de hierro, fábricas, ferrocarril, telégrafo y la mar de novedades que complican la vida, no nos hacen más felices, oprimen y humillan a los pobres, alarman a nuestros vecinos y nos obligan a armarnos hasta los dientes para defender lo superfluo. Mírame a mí, que vengo a pleitear en la Asunción cuando podría andar galopando por los campos en mi zaino parejero. Encierro en jaulas a los pájaros cuando podría oírlos cantar panza arriba tumbado junto al remanso de un arroyo... Dímelo tú, ¿vale la pena?

     Inocencio no supo qué responder a su padrino.

     -No te rompas la cabeza -sonrió don Cirilo-, la respuesta no existe.

     El negro Pantaleón vino llegando con una palangana de agua. Saludó cortésmente a Inocencio, y, con gran dignidad, dejó la carga en el suelo. Puso después un pan de jabón y una toalla sobre una silla.

     -¿Se le ofrece algo más, mi amo don Cirilo?

     -Gracias, Pantaleón; que Pascual me lustre los botines y me los traiga con un par de medias limpias.

     Don Cirilo metió los pies en la palangana, convidó un cigarro a Inocencio y encendió otro.

     -Habla con Pantaleón para que te ayude a vender las cosas. No sabes los precios y te pueden embromar. Hay una peste de pillos que abusan de la hidalguía proverbial de nuestros campesinos, que incapaces de engañar ni se imaginan que haya gente dispuesta a engañarlos.

     -Voy a hacer como dices, don Cirilo; y si me lo permites, traeré la carreta al patio del fondo.

     -Claro que sí, y por el tiempo que quieras. ¿Qué tal te fue en Humaitá? ¿Tenemos muchos cañones?

     Inocencio sonrió, sin responder. Don Cirilo se echó a reír.

     -Se ve que te enseñaron bien, no hay que hablar de esas cosas, pueden oírlo los cambá.

     No le gustó a Inocencio el tonito burlón de don Cirilo.

     -No me tomes a mal. Los cambá pueden venir, de esto no hay duda alguna. Lo que me extraña es que no lo hayan hecho todavía. Saben muy bien que cuanto más tiempo pase será peor para ellos.

     -Que vengan cuando se les antoje, don Cirilo, ya aburre tanta amenaza.

     -Los cambá no son tontos, Inocencio, no vendrán así nomás; saben lo que les espera y no pueden correr el riesgo de que los saquemos a patadas. Sería el fin del Imperio. Antes de atropellar han de apretarse el trasero.

     -¡Tojopÿke hevikua, tojopyke tevikua! -gritó don Pancho, súbitamente enardecido, dando vueltas en el aro.

     -¡Es un patriota! -exclamó don Cirilo.

     Se echaron a reír.

     -Supongo que ya sabes la desgracia, murió nuestro presidente.

     -Sí lo sé, don Cirilo.

     -Fue un gran hombre a su manera, con algunos defectos. Ahora habrá que elegir a quién lo reemplace. Que Dios nos ayude a encontrar a uno tan equilibrado y prudente como él, porque si no estaremos todos fritos... ¿Qué se dice en el valle?

     -¿Qué se va a decir, don Cirilo? Sabemos que va a mandar el general López.

     -¿Estás conforme?

     -¡Cómo no voy a estar, don Cirilo!

     -¿Lo conociste en Humaitá?

     -¡Sí señor, y hablé con él alguna veces! Es el más hidalgo de los hombres.

     Había un brillo de entusiasmo en los ojos serenos de Inocencio.

     -¡Cumplamos pues la voluntad del pueblo soberano!

     Don Cirilo se daba cuenta de que estaba hablando imprudentemente con un hombre al que no había visto en años. Pero estaba irritado. En esos momentos se estaría abriendo ante los ministros, las corporaciones civiles, militares y eclesiásticas el pliego de reserva en el que don Carlos designaba al vicepresidente destinado a sucederlo hasta la reunión del Congreso. En vano esperó que lo invitaran especialmente. Debió haber asistido de todos modos, como seguramente hicieron muchos notables, aunque sea para quedar aguardando en los pasillos. Los suspicaces podrían ver en su ausencia una abstención deliberada. Pero don Cirilo era don Cirilo.

     Un negrito le trajo los botines lustrados. Acabó de lavarse los pies y se calzó.

     -Ya ves, Inocencio -dijo, levantándose-, me tengo que disfrazar para el velorio. Te dejo a cargo de Pantaleón, que es un hombre muy bueno.

     Y dirigiéndose al negrito, le encargó:

     -Dile a Trinidad que prepare para Inocencio el cuarto de Fernando, y que se trate a mi ahijado como lo que es, un gran señor.

     -Muchas gracias, don Cirilo.

     -No merece otra cosa un hijo de Melitón Ayala, que además fue soldado en la fortaleza de Humaitá.

     Inocencio lamentó haber venido sin zapatos.


 

 - XXVIII -

 

     Don Cirilo decidió dar una vuelta por el centro de la ciudad antes de dirigirse a la Plaza de Armas. Se encontraba en ese estado de contemplación en que, a partir de sensaciones apenas percibidas conscientemente, las ideas se van gestando sin palabras. El comercio había cerrado sus puertas. Poca gente en las recovas, ninguna en los balcones de las casas. Detrás de los postigos y las rejas de ventanales entreabiertos se adivinaban ojos atisbando desde la penumbra.

     La Plaza de Armas, de unas tres manzanas de extensión, tenía a sus lados la antigua Casa de los Gobernadores, cuarteles de largos lances, la residencia del Presidente de la República, la Catedral, el Colegio Seminario; hacia el río, dando la espalda a la Costanera, el edificio del Congreso, llamado por costumbre el Cabildo. Era una ventosa mañana de primavera. Las banderas flameaban a media asta. Se había reunido mucha gente. Mujeres de manto y typoi, campesinos de chiripá y sombrero caranday, negros de colorinde, obreros ingleses de gorro y blusa, raídos con pantalones de franela y sombrero de fieltro, indios del Chaco con el torso desnudo, collares de abalorios y grandes aros de madera con adornos de plumas atravesados en las orejas; oficiales, soldados, marineros, damas de sombrilla, caballeros de frac o americana. El silencio era apenas turbado por marejadas de murmullos. Más que pesar había asombro y desconcierto.

     Don Cirilo caminó a lo largo de la plaza hacia la Catedral. El traje le quedaba más que holgado, mostraba arrugas y bolsones, manchas de tinta y de tabaco. Usaba chambergo de alas anchas. Llevaba en la boca su eterno cigarro. Los de reserva le abultaban los bolsillos. Como le ocurría muy a menudo, había olvidado su bastón. Contestaba distraídamente los saludos que le dirigían personas de diversa condición y a todas trataba con la misma sencillez.

     Un cordón de policianos impedía el acceso a la Catedral. En la esquina, cruzando la calle, la residencia presidencial permanecía igualmente inaccesible. Del otro lado de la plaza, custodiaban el cabildo coraceros desmontados que en vez de lanza portaban carabinas.

     En la plaza se habían formado corrillos. Se hablaba en voz baja, comentando impersonalmente el suceso, más que por recelo de opinar porque no había mucho que decir. La autoridad de don Carlos se prolongaba más allá de su muerte. En esos momentos estaban reunidos en el Cabildo los ministros y los notables de las corporaciones para tomar conocimiento del pliego de reserva en el cual el Presidente de la República, semanas antes de morir, había dispuesto quién debía sucederle hasta la convocatoria del Congreso. Mientras no se diera a conocer su decisión las palabras serían no solamente imprudentes sino ociosas, por lo cual cada uno guardaba para sí sus propias expectativas.

     El primero en salir fue el general López. Le acompañaban oficiales de la Escolta. Cruzaron la plaza en dirección a la residencia presidencial. La multitud le abrió paso, respetuosa. Enseguida, sostenido por dos jóvenes sacerdotes, el anciano obispo Urbieta. Le ayudaron a subir a un carruaje, que partió inmediatamente. La gente se apiñó frente al Cabildo. Don Cirilo quedó atrás, fumando pensativamente.

     Al rato comenzaron a aparecer los primeros notables, que se mezclaron con el público. Don Cirilo los conocía a todos. Tenían el rostro sombrío, preocupado. Benigno López y los ministros continuaban en el interior del edificio.

     Pasaron largos minutos antes de que apareciera en escena un mulatón corpulento, vestido de librea. Le acompañaban dos toqueños tamborileando en sus cajas. Le seguían los ministros, Benigno López y algunos otros personajes.

     El pregonero se instaló en la plataforma del cabildo. Con voz clara, poderosa y solemne leyó un bando:

     -¡Viva la República del Paraguay!... El vicepresidente de la República,... Habiendo fallecido en la mañana de este día el Excelentísimo Señor don Carlos Antonio López, Presidente de la República, y resultando nombrado Vicepresidente de ella en pliego de reserva firmado por el finado Excelentísimo Señor, cuyo tenor es como sigue:... Nos Carlos Antonio López, Presidente de la República del Paraguay, usando de la jurisdicción suprema que el Honorable Consejo Nacional nos ha confiado... nombramos para Vicepresidente de la República al Brigadier General ciudadano Francisco Solano López, General en Jefe del Ejército Nacional, Ministro de Guerra y Marina, con el tratamiento de Excelentísimo Señor Vicepresidente de la República; y mandamos... ¡primero!, que los Ministros de Gobierno y de Relaciones Exteriores ciudadano Francisco Sánchez, y de Hacienda ciudadano Mariano González, de la administración cesante, continúen en la del Vicepresidente de la República...

     Seguían disposiciones de forma y cita de leyes.

     -...¡Cuarto!, que el Vicepresidente de la República con el Ministro Secretario de Gobierno, convoque inmediatamente al Congreso Nacional para la elección de Presidente propietario... Si por cualquier causa legítima, el nombrado Vicepresidente de la República no pudiera aceptar el cargo, los predichos Ministros de Gobierno y de Relaciones Exteriores, y de Hacienda, con el Teniente Coronel Comandante de la Escolta de Gobierno, ciudadano Felipe Toledo, entren en la Administración provisoria del Gobierno de la República con el título de Excelentísimo Gobierno Provisorio... Dado en la Asunción Capital de la República del Paraguay a los quince días del mes de agosto de mil ochocientos sesenta y dos, el cuadragésimonono de la Independencia Nacional... Firman Carlos Antonio López y Francisco Sánchez.

     Don Cirilo se hizo cargo de que el viejo López no solamente excluyó a Benigno, sino que le cerró toda posibilidad de ser nombrado vicepresidente en lugar de su hermano mayor.

     El pregonero hizo una pausa, y concluyó con el adecuado cambio de tono:

     -Y estando llenadas todas las formalidades arriba prevenidas, y las que se requieren por la ley, publíquese. Asunción, setiembre 10 de 1862... Firman Francisco Solano López y Francisco Sánchez.

     Tamborilearon los toqueños y el pregonero inició la marcha hacia las distintas parroquias donde debía repetir la lectura del bando. Esta vez le acompañaba una escolta de policianos.

     La multitud permaneció un momento ensimismada. Luego comenzó a dispersarse en silencio. Ni una palabra de aprobación ni de repulsa. En el primer caso, porque había ocurrido lo que esperaban; en el segundo, porque no había nada que hacer.

     Don Cirilo cambió saludos con varios de los notables que habían participado en la reunión. Habló brevemente con otros. No se hicieron comentarios. No se lamentaba con excesivo énfasis la muerte de don Carlos para no desairar al sucesor, aunque éste fuera su propio hijo. Finalmente quedó solo con don Benito Varela. Averiguaron a qué hora se iniciarían las honras fúnebres y salieron juntos de la plaza.

     Don Benito Varela debía tener como setenta años, pero se conservaba vigoroso y parecía mucho más joven. La suya era una rica familia de hacendados de la región de Ajós, que en los últimos tiempos había acrecentado notablemente su fortuna con el beneficio de la yerba y el comercio exterior. Don Benito Varela había apoyado decididamente a don Carlos Antonio López en el Congreso en el que Juan Bautista Rivarola pidió que se promulgase una constitución, y en todos los congresos posteriores. Pero, como muchos partidarios de don Carlos, don Benito no estaba conforme con que el general López sucediese a su padre. Y don Cirilo lo sabía.

     Habían andado dos cuadras cuando una mujer les llamó desde atrás de la persiana de un balcón.

     -¡Don Benito, Cirilo! -gritó con voz alegre, graciosamente chillona, completamente extemporánea en aquel clima de tenso recogimiento-, pasen un momentito a tomar una limonada.

     No podría ser otra que Vidalina Vidal, completamente irresistible. Sonriendo complacidos entraron por la puerta que ella abrió para recibirlos.

     Vidalina tomó del brazo a ambos caballeros y los condujo a la sala. Era bajita, cabezona y achinada. Las papadas le daban un perfil caricaturesco. Sin ser gorda, era maciza y retacona. Sus movimientos ágiles, vivaces, tenían gracia y comicidad. Se había casado y enviudado en Buenos Aires. Volvió a la Asunción para recibir la herencia de su padre, un honrado funcionario muy amigo de don Cirilo, quien tramitó la sucesión sin cobrar un centavo. La manera de ser de Vidalina escandalizó un poco al principio, pues ignoraba por completo las hipocresías convencionales. Después le creyeron un poco tilinga. Finalmente le tomaron cariño y se hizo muy popular. Su casa estaba siempre llena de amigos. Daba lecciones de francés y hasta enseñaba a leer y escribir a más de una dama copetuda. Los donjuanes de aldea que la creyeron presa fácil se llevaron un chasco. Se tuvo que admitir que aquella mujercita vivaracha, traviesa y alocada tenía buena cabeza y los pies afirmados en la tierra.

     Estaban de visita Pancha Garmendia, doña Pura de Bermejo y el joven estudiante de leyes Juan Bautista del Valle, que pronto partiría para Europa becado por el gobierno. Secundaba a la anfitriona doña Carmen de la Peña viuda de Montiel, que se alojaba transitoriamente en casa de Vidalina. Doña Carmen residía en Buenos Aires desde que vendió la «Posada de la Viuda», conminada por el juez de paz de Capilla Duarte a raíz de un escándalo, se dijo que siguiendo instrucciones del Presidente de la República. Estaba en la Asunción por asuntos de negocios y trámites sucesorios que le atendía don Cirilo. Se diría que los años no habían pasado para ella.

     Don Cirilo saludó en general y fue a sentarse cerca de un ventana abierta, quedaba a un corredor sombreado por una santarrita. La presencia de doña Pura de Bermejo lo había puesto de mal humor.

     No le gustaba la bonita esposa de don Ildefonso Bermejo, literato español contratado por el gobierno, que además de dirigir la Academia Literaria se desempaña como uno de los redactores de «El Semanario». Era tan adulón que sus artículos empalagosos solían ir a parar al cesto de papeles por mano del general López. Doña Pura hablaba como una cotorra. Se permitía observaciones atrevidas acerca del país, de sus habitantes y de la familia gobernante, que por su audacia y desenfado parecían provocaciones. Aunque se murmuraba que no hacía honor a su nombre, doña Pura encabezaba la campaña de las señoras decentes contra Madame Lynch.

     Don Benito Varela contó cómo se había desarrollado la reunión de notables ante la cual fue abierto el pliego de reserva. Doña Pura lo interrumpió varias veces con exclamaciones, risotadas y comentario fuera de lugar.

     -¡Jesús, así que ya tenemos un nuevo presidente! A rey muerto, rey puesto, como decimos en España.

     Don Cirilo se sintió agraviado por aquella extranjera casquivana. En cambio don Benito parecía encantado por la gracia de la andaluza.

     -Vicepresidente, señora; vi-ce-pre-si-den-te, o sea una cuarta menos de lo que dice usted. El Paraguay no es patrimonio de ninguna persona o familia. El gobierno no puede ser legado por herencia.

     Doña Pura soltó una risotada.

     -No sea usted niño, don Benito, ¿por qué entonces se ha abierto testamento? Explíquemelo usted, que yo no acabo de entender las costumbres de esta tierra.

     -Explícaselo tú, Cirilo, que sabes de leyes -dijo don Benito, dirigiéndose a su amigo.

     -¡Tové! -gruñó don Cirilo, lanzando un salivazo por la ventana. Estaba sentado con la silla echada para atrás, equilibrada en las patas traseras. Doña Pura maldisimuló una risita.

     -¡No seas cochino, Cirilo! -le gritó Vidalina, levantándose-, cuántas veces voy a decirte que no escupas en el suelo.

     Acercó un salivadero de barro a los pies de don Cirilo.

     -¡No sé cómo pueden ser tan salvajes! -refunfuñó Vidalina, con un dejo de ternura.

     Estalló una carcajada general. El único que no se rió fue Juan Bautista del Valle, alumno de la Academia Literaria.

     -Las atribuciones del Presidente se limitan a designar un vicepresidente -explicó, dirigiéndose a doña Pura-, el cual en caso de ausencia del titular del Poder Ejecutivo administra provisoriamente el gobierno. Ocurrió no hace mucho, cuando don Carlos se ausentó a convalecer en su estancia de Rosario, dejando a cargo de la administración al Ministro de Gobierno don Mariano González. En caso de acefalía, el vicepresidente debe convocar de inmediato al Congreso, el único facultado para elegir presidente. El Paraguay es una nación independiente y soberana como no hay otra en América. Nos damos leyes conforme a nuestras costumbres y necesidades, sin copiarlas del extranjero, aunque siempre manteniendo el irrenunciable principio de la soberanía del pueblo.

     Doña Pura se comía con los ojos al aprovechado alumno de su marido.

     -Sin embargo -continuó el joven estudiante, rojo de satisfacción-, no por ser hijo de don Carlos, sino por sus propios méritos, opino que el Congreso elegirá por unanimidad al general Francisco Solano López.

     -¡Si no por las tuertas será por las derechas! -exclamó doña Pura.

     Don Cirilo volvió a escupir por la ventana con olvido de la salivadera de Vidalina. Don Benito se golpeó las rodillas, impaciente; abrió la boca, volvió a cerrarla, y, por último, sin poder ya contenerse, dijo:

     -Lo veremos, hijo, lo veremos. Las leyes tienen su espíritu, como dicen los letrados para enredar los pleitos, ¿no es así, don Cirilo?

     Don Cirilo estiró las piernas y lo quedó mirando con una media sonrisa.

     -¿Qué hará ahora la Lincha? -se preguntó doña Pura-, el general la obligaba a guardar las apariencias por respeto a su padre...

     -Panchito es capaz de fregarla por las narices de la gente decente -murmuró Pancha Garmendia como saliendo del limbo. De todo lo que se había hablado esto era lo único que le interesaba.

     -Podría casarse con ella -observó malignamente don Cirilo, chupando su cigarro.

     Vidalina le guiñó un ojo y se tapó la boca para contener la risa. Pancha Garmendia perdió los estribos.

     -¿Casarse con la adúltera? ¡La Lincha está casada en Europa!

     Pancha Garmendia era considerada una de las mujeres más hermosas del Paraguay. En torno a ella se tejían toda clase de leyendas. Se decía que había rechazado un asalto nocturno de Francisco Solano a su alcoba, y que luego el joven López quiso casarse con ella, pero que no obtuvo el consentimiento de don Carlos. Los emigrados la presentaban como una joven pura acosada por la desenfrenada lujuria del hijo de un déspota. La virginal doncella tenía la misma edad que don Cirilo. En la Asunción se sabía que no aceptó a otros pretendientes porque estaba convencida de que había sido solo transitoriamente desplazada del corazón de Pancho López por la diabólica irlandesa.

     Juan Bautista del valle aprovechó la oportunidad para lucir nuevamente sus conocimientos.

     -Don Cirilo tiene razón. El Papa, en algunos casos especiales puede anular un matrimonio y consentir un nuevo enlace. Lo ha hecho en muchas ocasiones, atendiendo a los intereses superiores de la Santa Madre Iglesia.

     -¡Cuánto sabe este mozo! -exclamó doña Pura-, por algo mi marido consiguió que le otorgasen una beca.

     -¡Lo que Dios ha unido el hombre no lo puede separar! -se encabritó Pancha Garmendia.

     -Desde luego -intervino don Cirilo-, pero Dios puede hacerlo por intermedio del Papa, que es su vicario en la tierra.

     Se echaron a reír con excepción de Pancha Garmendia, que asimiló el golpe con la dignidad de una gran dama.

     -De todos modos, no creo que se case con la Lincha -la consoló doña Carmen Montiel, tomándola de un brazo-. Se sabe en Buenos Aires que Pancho López tiene pensado pedir la mano de una princesa, hija de don Pedro II del Brasil, y coronarse él mismo emperador del Paraguay.

     La charla se interrumpió con la entrada de una esclava, que traía en una bandeja otra jarra de limonada. Los patricios vivían con la obsesión de ser delatados por la servidumbre. Odiaban, temían y despreciaban a la chusma.

     -Bueno, yo me voy -anunció don Cirilo, levantándose.

     -Te acompaño -le dijo don Benito, apurando de un trago su vaso de limonada.

     Vidalina Vidal los acompañó hasta la puerta de calle.

     -Sos un ingrato, Cirilo -le dijo al despedirlo-, hace tiempo que no venís a visitarme, ni siquiera para agradecer los dulces que te mando.

     -No es eso, Vidalina; es que ahora tienes tantos amigos importantes que temo desentonar. No me hallo con ellos, no son de los míos, soy apenas un arriero vestido de cajetilla.

     -¡Cierto, eso es lo que sos!... Pero te quiero mucho, y vos lo sabés muy bien.

     Don Cirilo la miró frunciendo las cejas, divertido. Ella se ruborizó.

     -¿Nunca te dijeron que sos un hombre encantador?

     Don Benito, que los estaba observando, soltó una carcajada.

     -¡Epa, epa Cirilo, se te está declarando! ¡Vamos pronto, que apeligras!

     Salieron riendo a la calle. Picaba el sol. Don Cirilo se aflojó la corbata.

     -¿Por qué no asististe a la reunión de notables? -le preguntó don Benito.

     -No me invitaron.

     -¡Hombre!, a mí tampoco. Se hizo a los apurones, ¿qué pretendes? Fuiste el único que faltó, y te aseguro que se notó tu ausencia.

     -No voy donde no me llaman.

     -Tu orgullo, Cirilo, te puede comprometer. Si por lo menos te entendieran. ¿Sabes lo que dijo don Bernardo Ortellado?, «No vino don Cirilo, seguro que por haragán».

     Don Cirilo se rió.

     -Como Catón prefiero que pregunten por qué no está don Cirilo, y no ¿qué diablos está haciendo Cirilo por aquí?

     Unos pasos más adelante volvió a hablar don Benito:

     -Muchos esperábamos que don Carlos designase a Benigno. Se comenta que lo hizo en un primer momento, pero Pancho se opuso terminantemente, diciéndole a su padre que se negaba a estar un solo día subordinado a Benigno y amenazando que movería al ejército le obligó a cambiar el testamento.

     -Puede ser, pero lo dudo, y más después de haber oído la lectura del pliego de reserva. Y no creo que el mismo diablo pudiera obligar a don Carlos a cambiar una decisión, y menos con amenazas. Medio muerto como estaba se hubiese levantado para meter en el cepo al general López.

     -¿Oíste eso de que Pancho se piensa hacer coronar emperador?

     -Sería gracioso, pero no cambiaría esencialmente(35)las cosas. He empezado a maliciar que doña Carmen no ha venido a la Asunción solamente por asuntos particulares, pues anda largando por ahí especies por el estilo. Sabemos quiénes son los parientes masones que tiene en Buenos Aires. Me enteré de que le trajo al padre Maíz unas gacetas cuya entrada al Paraguay está prohibida por el gobierno. Conozco a doña Carmen desde hace muchos años. Por plata es capaz de vender al Paraguay y a su propia madre.

     Don Benito suspiró.

     -¿Qué va a pasar, mi amigo?

     -Tal vez «La Tribuna» de Buenos Aires esté en lo cierto cuando afirma que si hasta ahora el Paraguay fue manejado como una estancia, en el futuro lo será como un cuartel.

     -¿De veras crees eso?

     -No lo primero. Es la Argentina y no el Paraguay la que es manejada como una administración de estancias, lo mismo que el Brasil lo es de fazendas de esclavos. Lo que temo es que nuestro país se convierta en un cuartel. Las armas las carga el diablo. En cualquier momento se puede escapar un tiro y salir por la culata.

     Don Benito caminaba a pasos cortos, decididos. Don Cirilo avanzaba a zancadas, balanceando los largos brazos, con los puños de la camisa asomando de las mangas del traje.

     -¿Qué podemos hacer, Cirilo?

     Don Cirilo prefirió no responder por el momento.

     -Vamos a ver qué decide el Congreso -pensó en voz alta don Benito.

     -No te hagas muchas ilusiones. La mitad de los diputados son unos pedazos de animales que no entienden nada de nada. La otra mitad, que alguna cosa entiende, por eso mismo seguramente preferirá(36)cerrar la boca. En cuanto al pueblo que dicen representar, confía más en el general López que en sus presuntos representantes. Nunca se ha animado nadie a decir nada en el Congreso. Mi padre lo intentó una vez y casi lo matan.

     -Pero no lo mataron.

     -No, porque tuvo la suerte de que don Carlos era un hombre sensato. ¡Otra cosa es desafiar a Pancho López!

     Don Benito Varela lo tomó de un brazo:

     -Estuve en aquel Congreso, Cirilo. Muchas veces pensé que, aunque lo hubieran matado, valía la pena hacer lo que hizo tu padre.

     -No entiendo por qué.

     -Equivocado o no, dio el único ejemplo de valor civil que registra nuestra historia independiente. ¿Te parece poco?

     Don Cirilo no respondió. Si bien estaba orgulloso de su padre, veía las cosas de otro modo que don Benito Varela. Le parecía excesivo extender la cobardía de los notables a todo el pueblo paraguayo, representado en aquel Congreso memorable por los soldados que rastrillaron sus fusiles dispuestos a disparar contra el diputado Rivarola. Veinte años después el Paraguay era Inocencio Ayala, no doña Carmen Montiel.

     -Los pueblos tienen el gobierno que se merecen -dijo finalmente don Cirilo-, si encuentras algo mejor que Pancho López, avísame y entonces hablaremos.

     Continuaron en silencio hasta detenerse frente a la casa de don Benito Varela.

     -¿Por qué no entras a descansar y comer algo? -propuso don Benito-, va a ser larga la función.

     -Sí, muy larga -admitió don Cirilo.



- XXIX -

 

     La casa de don Cirilo quedaba a tres calles de la Plaza de Armas y a doscientos metros de la bahía de Asunción. En el fondo tenía un terreno arbolado, con cerco de empalizada, que daba a una calle que los raudales habían convertido en un ancho zanjón de arena. Cerca de una plataforma con balaustrada, comienzo del primer patio, estaba el rancho del negro Pantaleón. Bajo un espacioso solero había tablas, muebles a medio hacer, herramientas y mesa de carpintero ebanista. La única habitación del rancho hacía de sala y dormitorio. Colgaban dos hamacas de ganchos hamaqueros empotrados en la pared. Entre el mobiliario, una mesa cubierta por un blanquísimo mantel primorosamente bordado. Reinaban el orden, la limpieza y un cierto tufillo señorial.

     Vivía con Pantaleón su nieto Pascual, liberto de la Patria, nacido después del Decreto de Libertad de Vientres y por tanto sometido a tutela de sus amos y obligado a servirlos hasta la edad de veinticinco años. Pascual tenía diez y le daba a su abuelo no pocos quebrantos. Aspiraba a ser soldado del batallón número seis «Nambí-i», los famosos chaflaneros; esto es, zapadores. El batallón, formado por negros y mulatos libres, realizaba los trabajos más duros, y era éste el motivo de su orgullo. Dentro del uniforme se dejaba de ser negro. El «Nambí-i» era la unidad más prestigiosa del ejército. En cambio Pantaleón se empeñaba en que su nieto aprendiese el oficio de ebanista.

     De estas cosas y otras muchas se enteraba Inocencio mientras saboreaba chocolate con leche, azúcar refinada y pan de trigo recién horneado, exquisiteces que no había probado desde que dejó de ser paje del presbítero Fidel Maíz, párroco entonces de Capilla Duarte.

     Pantaleón era un hombre muy educado, y como todos los negros, muy conversador. Mechaba en la charla sentencias en castellano y no pocos latines. Abundaba en invocaciones a Dios Todopoderoso y a la Inmaculada Concepción. No olvidaba a San Baltasar, tremendamente milagroso, que los miraba desde un nicho empotrado en la pared, adornado con flores y alumbrado con un vela de esperma. Inocencio reconoció el estilo de taitá Simón; y en efecto, el dueño de casa le confirmó que el Santo era oriundo de Barrero Grande. Fue bendecido nada menos que por el finado obispo Basilio López, hermano del Presidente de la República, a quien Pantaleón le labró un sillón de palosanto con incrustaciones de nácar.

     Pantaleón había enviudado dos veces. Su segunda mujer fue la india Romualda Areté, del pueblo de Tobatí, que llegó a pedir conchabo en casa de los Rivarola poco después de que las comunidades fueron disueltas y los indios convertidos en ciudadanos paraguayos.

     Pantaleón era leído. Sobre un esquinero, bajo el nicho de San Baltasar, había un enorme libro abierto, que era una historia de los santos. Como prueba de que no estaba allí de adorno, tenía encima, con las patas abiertas como un langosta, un par de anteojos de armazón de oro.

     Pantaleón tenía las motas blancas pero no parecía viejo. Era de complexión hercúlea y al sonreír mostraba una poderosa dentadura. Vestía camisa bordada, chaquetilla sin mangas, pantalones sujetos con una faja india multicolor y un ancho cinturón de cuero repujado, con hebilla de plata. De las orejas le colgaban aretes de oro macizo. Sus enormes pies descalzos no mostraban las abolladuras y maltratos de los pies de Inocencio. Profesaba su arte por su cuenta, y salvo un corto salario que le pasaba a don Cirilo, todas las ganancias le pertenecían. Hubiera podido comprar su libertad, pero estaba orgulloso de ser propiedad de una ilustre familia, cuyo apellido llevaba su nieto Pascual. Pantaleón, como esclavo, no necesitaba ninguno.

     Salvo el amo don Cirilo y el ama doña María Inés, los demás Rivarola vivían en el campo o habían puesto casa aparte en la Asunción, dejando casi vacía la mansión solariega. El último en marcharse fue el joven Fernando, que estaba estudiando en la Universidad de Córdoba.

     Romualda Areté, ¡que Dios la haya perdonado y tenga en su santa gloria! se ocupó hasta su muerte de servir y acompañar al ama doña María Inés. Las dos se entendían porque, dicho sea con el debido respeto, ambas eran medio brujas. La india sabía de encantamientos, invocaba a los muertos y trataba a El Propio como si fuera alguno su pariente. María Inés adivinaba el futuro.

     Romualda murió sin confesión, echando espuma por la boca, blasfemando en un guaraní que sólo podía entender el diablo. La noche del velorio un suindá se arrojó sobre una gata preñada lanzando un chistido aterrador y se la llevó por los aires recortando su figura contra la luna llena. Se dijo que era El Propio que vino a buscar a la india, su manceba, cuya alma se había reencarnado en la felino.

     -¡A la pucha! -exclamó Inocencio-, ¿como te animabas a dormir con ella?

     Pantaleón se persignó.

     -¡Ni qué esperanza, Romualda tenía su hamaca en el cuarto del ama María Inés!

     El negro miró a su alrededor y dijo susurrando:

     -El ama doña María Inés todo lo sabe, ha de haber quién se lo cuente porque no sale nunca de la casa. Está cumpliendo una promesa que hizo... -se santiguó otra vez y continuó-,... que hizo cuando Gaspar de Francia le perdonó la vida a mi amo don Juan Bautista, que iba a ser fusilado.

     A Pantaleón no le gustaba decir estas cosas de la buena ama doña María Inés, pero...

     -...el hereje Eberhard Munck pilló enseguida el nombre que la señorita tiene en el infierno...

     Volvió a santiguarse antes de pronunciarlo:

     -¡Casandra!

     -Y Trinidad Acosta -preguntó Inocencio, que empezaba a asustarse-, ¿cómo se entiende con ella?

     -El ama no la aguanta, la moza le da quebrantos. Por el modo de caminar se conoce a las mujeres. Trinidad tiene alas en lo pies. Un día de estos se ha de escapar en ancas de algún cajetillo.

     Terminado el chocolate, Inocencio se preocupó de su carreta.

     Pantaleón, que no había mencionado ni una vez la muerte de don Carlos, la aludió cuando dijo que no era día adecuado para iniciarse en los negocios. Nadie gasta su dinero si no sabe lo que va a pasar después. Aconsejó que fuera a buscar la carreta y esperase a que se aclarasen las cosas.

     Llamó a gritos a su nieto para que acompañase a Inocencio. No obtuvo respuesta hasta que lo descubrió en la copa de un árbol, mirando hacia la Plaza de Armas. Pascual bajó con la agilidad de un mono y esquivó los coscorrones de su abuelo. Al enterarse de la comisión se puso muy contento.

     El mercado estaba casi desierto. Inocencio unció los bueyes a la carreta, que a todo esto había quedado con la carga a merced de la decencia pública. El sol estaba fuerte. Soplaba un enervante viento norte. Pascual desapareció en el camino de regreso.

     El negro Pantaleón no estaba en su rancho. Inocencio dio de beber a los bueyes en una batea que había junto a un pozo. Les echó un canasto de cocos para que tuvieran su mascada. Sin más que hacer fue a sentarse bajo un árbol, cerca de la balaustrada.

 



- XXX -

 

     El mayor Rómulo Yegros regresaba al trote de Trinidad. Había ido a hacer arreglos para el sepelio de don Carlos, que se realizaría esa misma tarde.

     El general López lo tenía todo planeado de antemano. Esa mañana fue abierto el pliego de reserva que lo designaba Vicepresidente de la República. Acto seguido el obispo le tomó juramento y lo puso en posesión del cargo, con las formalidades y solemnidades establecidas por la ley. Llenados todos los requisitos se dio a publicidad por bando el pliego de reserva y la toma de posesión del vicepresidente, quien entró a ejercer el mando supremo de la República en forma provisoria. Lo mismo que su finado padre, Pancho era muy legalista.

     Con esto se disiparon las expectativas de quienes esperaban que fuese designado Benigno o José Berges.

     Banderas a media asta; los oficiales con una banda de tafetán negro unida en los extremos por una cinta colorada; las tropas en apresto para rendir honores.

     Desde el día anterior Rómulo Yegros no había tenido un minuto de descanso. Cambió varias veces de caballo, pero no sentía sueño ni cansancio. Un ayudante del general López no podía permitírselo. Pancho era infatigable.

     El mayor Yegros podía considerarse uno de los amigos personales del general López, aunque su amistad tuviera el defecto de no ser entre iguales. Formó parte de la comitiva que acompañó a Francisco Solano en su gira por Europa. Corrieron juntos divertidas aventuras. Había entre ellos sin embargo una oculta tensión, como suele ocurrir entre los mejores amigos y a veces desembocan en inesperados desenlaces.

     Rómulo Yegros creía conocer demasiado bien a Pancho López como para aprobar su ascenso a la primera magistratura. Sus valores sobresalientes, la fuerza de carácter, la voluntad de hierro hacían al mismo tiempo sus peores defectos. Le faltaba la flexibilidad del acero. No daba lugar a la confidencia y el consejo; era incapaz de transigir, de tolerar, de perdonar, como generalmente les ocurre a las personas rectilíneas. En esto se asemejaba más al Dr. Francia que a Carlos Antonio López.

     Antes que a sus iguales halagaba a la plebe. Yegros estaba al tanto de los planes de favorecerla como no lo había sido desde la muerte del Dictador Perpetuo. Antes que un progreso, el nuevo gobierno significaría un retroceso hacia una demagogia de panem et circenses destinada a usar a los cualquiera de la calle para contener la creciente oposición de gentes que por su nacimiento, educación y fortuna merecían un lugar, si no de privilegio, de mayor predicamento en la sociedad y el Estado.

     El general López, que no toleraba excesos de familiaridad de sus propios hermanos, sabía hacerse querer, respetar y temer por sus subordinados, a quienes, lo mismo que había hecho el Dr. Francia, trataba con tanta más llaneza cuanto más humilde fuera su condición. Confiaba en primer término en los oficiales salidos de la tropa, que todo se lo debían y le profesaban una adhesión fanática. Los mandos del ejército eran en la generalidad de los casos personas de modesto origen. Los grados militares no conferían figuración social. Los patricios los consideraban poco menos que sicarios.

     El mayor Rómulo Yegros, nieto del coronel Fulgencio Yegros, prócer de la independencia fusilado por el Dictador Perpetuo, era una excepción. Había recibido de un buen maestro una instrucción poco más que elemental. Aprendió en su casa reglas de urbanidad y buena crianza. Hablaba y escribía en francés y podía entenderse en inglés con técnicos y obreros contratados por el gobierno. Todo esto le hacía imprescindible para determinadas comisiones, pero no para otras, porque tenía sus singularidades.

     Era altivo y orgulloso, sin hacer alarde de ello. Despreciaba las intrigas. Poseía independencia de criterio. Tenía sus propios amigos sin cuidarse de que gozaran o no de la simpatía del general López. No halagaba la vanidad de Madame Lynch y evitaba su trato cuando le era posible. La conoció en París en circunstancias que ni a la una ni al otro les gustaba recordar.

     Al agravarse la enfermedad de don Carlos el mayor Rómulo Yegros, como muchas personas de su clase, tuvo que tomar una decisión. Se puso al habla con el padre Maíz y otros prominentes ciudadanos para impedir que el Congreso eligiera a Francisco Solano López presidente de la república; o por lo menos tomara los recaudos necesarios para que no dispusiera de los poderes discrecionales que tuvo su padre, quien, después de todo, supo usarlos con moderación y con mentalidad de propietario providente, preocupado por el bienestar de los humildes pero sin veleidades demagógicas. Le pesaba hacerlo, mas entre la lealtad al amigo y los intereses superiores de la Patria no podía caber ninguna duda.

     Al galopín llegó a la Catedral. Echó una mirada a la Plaza de Armas, que seguía llena de gente. Bajó del caballo, pasó las riendas a uno de los policianos de guardia y subió la escalinata del templo. Al entrar se encontró con una barahúnda descomunal. Seminaristas, sacristanes, monaguillos, sacerdotes y mujeres corrían desparramados de un lado para otro como cucarachas asustadas. El deán Escobar se desgañitaba amenazando con el puño:

     -¡Más rápido carajo, hijos de la diabla, los mandaré a la marina, manga de inútiles!

     No advirtió la presencia del oficial de la Escolta. Largó un coscorrón y una patada a un muchacho que había dejado caer un candelabro.

     El mayor Yegros contuvo la risa y saludó:

     -¿Qué tal, paí, por qué el apuro?

     El deán Escobar se volvió, hecho una furia:

     -¡Quién puta viene a joder ahora!

     Al ver el uniforme se quedó mudo de espanto. Le tranquilizó la sonrisa jovial del mayor Yegros.

     -Perdoname, Rómulo, ch'amigo, estos hijos de diablo van a volverme loco. Quise descansar un rato antes de la ceremonia, dejé la iglesia a cargo del padre Espinosa y me vine a encontrar con un quilombo... ¡Sacerdotes ordenados que preparan la iglesia como si fuéramos a rezarle a un cualquiera de la calle! En una hora ha de estar todo listo. Ya lo decía el finado Presidente, ¡éste es un país de rústicos imbéciles!

     Se escurrió el sudor con los dedos y dijo, lastimero:

     -¡Esto nos puede costar caro, sí señor, muy caro!

     -¡Cierto!, es grande tu compromiso, ¡con el general López no se juega!

     -¡A la puta, ch'amigo, a la puta, ch'amigo! -gimió el deán Escobar, agarrándose la cabeza.

     -¿Dónde está el padre Maíz?

     -Ha de andar por ahí, escribiendo su sermón... él pues es sabio por demás, no ha de ayudar ni un poquito a arreglar esta porquería... ¡De qué se ríen, culos de perro, mañana mismo a la marina!

     El mayor Yegros cruzó la nave de la iglesia, pasó frente al altar, salió por una puerta, caminó por un pasillo y encontró al padre Maíz en un pequeño receptorio, sentado a una mesa con tapete verde manchado de tinta. Se detuvo a observarlo. Parecía estar divirtiéndose. Le flotaba en el rostro una leve sonrisa. De tanto en tanto se detenía, cerraba los ojos, movía los labios como para memorizar, y continuaba escribiendo con asombrosa rapidez. Yegros tosió discretamente. El padre Maíz levantó la cabeza. Al verlo, sonrió.

     -¿Qué tal, Rómulo, alguna novedad?

     -Vine a ver cómo andan las cosas por aquí, para dar parte. Paí Escobar está pasando apuros.

     El padre Maíz soltó una carcajada.

     -No te preocupes, todo estará a tiempo. Bajo la vara del general López los paraguayos pueden hacer milagros.

     -¿Irán a casa del finado a la hora convenida?

     El padre Maíz miró un reloj de bolsillo que estaba abierto sobre la mesa.

     -En una hora exactamente, puedes anunciarlo. Y si no tienes más que decir, mándate a mudar. Tengo que acabar con esto, que es bastante delicado. No imaginé que me elegirían para pronunciar la oración fúnebre. La hubiera tenido preparada. [129]

     -Se te fue el santo-hu, ya no estás en desgracia.

     -¡Quién sabe!, ¿qué dijo Pancho?

     -Por lo menos a mí, ni una palabra. Debió ser cosa de don Carlos. Fue él quien pidió que te llamaran.

     El padre Maíz echó para atrás el respaldo de la silla.

     -Eso me dijo Pancho... Pero, ¿por qué me llamó don Carlos? Tal vez quiso un testigo. No encuentro otra explicación, ya que para confesarse prefirió a ese zopenco de Escobar.

     El mayor Yegros se rió.

     -El viejo no era tonto, no iba a contarle al diablo sus pecados.

     El padre Maíz se inclinó sobre la mesa.

     -Y tú vete al demonio; déjame trabajar.


 

     La casa, accesible solamente a los íntimos, estaba llena de gente que parecía desatinada. Los rostros expresaban una mezcla de congoja y miedo. El mayor Yegros se detuvo unos instantes en la sala donde el cadáver yacía sobre una mesa cubierta por un paño negro. Vestía el uniforme de Capitán General, luciendo en el pecho la banda de la Orden Nacional del Mérito. Rafaela, llorosa, le pasaba un pañuelo por la frente. Mujeres de la servidumbre rezaban el rosario guiadas por una vieja esclava. Yegros averiguó que doña Juana Carrillo e Inocencia estaban descansando. Benigno, en una sala contigua, atendía a algunos amigos. Venancio había salido a cumplir alguna orden de su hermano mayor. Encontró a Francisco Solano en uno de los corredores. Estaba solo, paseando lentamente con las manos en la espalda. El oficial se cuadró ante él, con el quepis bajo el brazo. El general levantó la cabeza. Tenía el rostro demudado, los ojos enrojecidos.

     -¿Qué tal, Rómulo?

     -Señor, sus órdenes están cumplidas. En una hora el clero, en solemne corporación, se dirigirá aquí para depositar el cadáver en el féretro y rezar los primeros oficios de difuntos.

     El general le miró directamente a los ojos, como si quisiera penetrarle el pensamiento. Yegros sostuvo la mirada. Era un hombre alto, espigado, de hermosa figura. Vestía el brillante uniforme de oficial de la Escolta.

     -Está bien, Rómulo -dijo el general, con la voz cálida-, saldré a recibirlos. Que avisen a mi madre y mis hermanos.

     El mayor Yegros sintió que le invadía una emoción inesperada.

     -Pancho -dijo, violando el reglamento-, permíteme que te dé mis condolencias. Don Carlos fue un gran hombre, y fue tu padre.

     Francisco Solano López le tendió la mano.

     -Gracias, Rómulo, muchas gracias, mi amigo.



- XXXI -

 

     -¡Inocencio'oo! ¡Inocencio'ooo!

     Trinidad inclinaba el torso sobre la balaustrada. El sol le daba de lleno. Tenía una mano en pantalla, el rostro fruncido por el deslumbramiento. Le brillaba la piel de un moreno aceitunado.

     Hizo un ademán de impaciencia y exclamó:

     -¡Seguro que ese tonto también se mandó a mudar!

     Inocencio asomó de la sombra del árbol.

     -No digas que no me oíste, o has de estar completamente sordo -le dijo ella, enojada.

     -Nomás te estaba mirando, ¿por qué el apuro?

     Trinidad pasó por alto la socarronería de Inocencio y le dijo, imperiosa, como si él fuera su peón:

     -Mi tía te quiere ver.

     Inocencio subió por unas gradas al patio interior de la casona. Trinidad era una zamba de ley, con ojos de venado. El viento le apretaba el typoi contra las piernas largas y los senos puntiagudos. Liviana, gracil, firme y elástica como potrilla mora. Le dio la espalda más que desdeñosa, indiferente, y se echó a andar a lo largo del corredor. Se detuvo ante una puerta que estaba abierta y le indicó que entrara.

     Un ventanal con rejas que daba al corredor estaba velado por una cortina de estera. En un sillón de cuero había una mujer delgada, vestida de negro.

     -Buen día, señora.

     -¿Cómo estás, Inocencio, te acuerdas de mí?

     Inocencio, que se iba acostumbrando a la penumbra, la observó con detenimiento. Una larga cabellera suelta, rubia y brillante como el oro, le enmarcaba un rostro bellísimo de blanca transparencia que dejaba traslucir un fondo oscuro. Aunque no lo revelaba ningún signo exterior, se podía adivinar que no era joven. Sus grandes ojos, de un azul tan intenso que se destacaban como gemas, miraban fijamente.

     -¿Por qué no hablas?

     -No la recuerdo, señora.

     La mujer sonrió de un modo perverso.

     -Nadie se acuerda de mí, yo me acuerdo de todos, ¡ni uno se va a escapar...! ¡Siéntate en esa silla, cara de tonto! -dijo, como desesperada.

     Inocencio alejó lo más que pudo la silla de aquel fantasma, y se sentó.

     -Trinidad, puedes irte si quieres.

     La muchacha siguió de pie, junto a la puerta.

     -Soy María Inés, la hermana mayor de Cirilo -explicó la mujer, ya más tranquila-; no te acuerdas de mí porque cuando murió mi padre me fui de la estancia y no he regresado desde entonces. ¿Cómo está tu familia?

     -Todos bien, a Dios gracias, señora.

     -¡Me imagino! -exclamó, nuevamente irritada-, ¿qué les puede pasar a unos zopencos como ustedes? Hablo de lo que pasa en la cabeza y en el corazón, no de enfermar y morir como animales que son. ¿Viste a mi gente antes de venir?

     -No, señora, mamá fue a avisar a ña Felipa que yo venía a la Asunción, y ellos mandaron encomiendas.

     -Sí, ya sé, encomiendas y cartas para Cirilo, nada para mí, ni siquiera memorias. Esa negra «ña» Felipa no es mi madre, para que sepas. Salí del vientre de una víbora llamada Mariquita O'Higgins, empeñada en convertir a mi padre en un traidor. No soy una mulata como Cirilo. Desde que murió papá ya no le importo a nadie. Cirilo me aguanta porque no tiene más remedio.

     -No es así, señora, memorias le mandaron, y también encomiendas; se lo dije a don Cirilo.

     -¿Qué importa eso, cara de tonto? ¡No me discutas, yo sé lo que te digo!

     Inocencio no veía el momento de escapar de allí.

     -¿Sabes con quién estás hablando? ¡Con la ahijada del doctor Gaspar de Francia! ¡La que imploró a su padrino que no fusilara al capitán Juan Bautista Rivarola!

     Soltó una risa enferma.

     -¡Ahijada del Dictador Perpetuo! ¡Ja, ja, ja! ¡Ahijada del demonio! ¡Ja, ja, ja!

     Puso una mano en el pecho para calmar su agitación.

     -¡Peor que del demonio, de un hombre de verdad! ¡Satanás pudo haber sido su lacayo...! Al verme sus ojos se endulzaron; extendió una mano, me acarició la cabeza y me dijo con ternura: ¿Cómo fusilar al padre de un niña tan hermosa?

     Se inclinó y le mostró una mancha negra en su rubia cabellera.

     -¡Mira y aprende, cara de tonto, esta es la huella de su mano!

     Cerró los ojos y se quedó como soñando, con una leve sonrisa en sus labios hermosos. Inocencio creyó que era el momento de escapar.

     -¡Espera! -gritó desaforadamente María Inés-, ¿quién te ha dado permiso de marcharte? ¡No tienes educación!

     Se rió del susto de Inocencio, y continuó:

     -Ruego por Él todos los días, no a los santos de palo sino al Dios Hacedor Universal y creador de todos los mundos, ¡único patrón del Paraguay por Acta de la Independencia...! Rezo para que le perdone haber fundado este país de [133]pura gente idiota. Rezo por Él ¡porque Él no va a rezar!, para que el fuego no destruya a la buena gente rústica que de veras lo amaba.

     Se frotó nerviosamente las manos y rompió a llorar.

     -No les puedo avisar, nadie me quiere oír, nadie me cree, Cirilo me tiene miedo. ¡Ay Dios mío, ten piedad de ellos que no saben lo que hacen! ¿Qué puedo hacer yo, una pobre loca?

     Cerró los ojos, juntó las manos, estuvo largo rato moviendo los labios en silencio. De pronto sacudió la cabeza y rompió a reír a carcajadas.

     Habló de un modo gracioso, sonriente, como si antes se hubiera estado nomás burlando de Inocencio:

     -No fueron capaces de mandarme unos dulces, unas memorias. No digo una carta, porque no sé leer. Eberhard Munck quiso enseñarme. ¿Para qué? Los libros no le dijeron que lo van a fusilar por negociar con los diezmos. Me llamaba Casandra. Me contó la historia de una loca adivina a la que nadie le hacía caso... ¿Cómo está el sueco Munck?

     Contento de verla más tranquila, Inocencio respondió:

     -Siempre en su porte, juntando yuyos y bichos, dicen que para...

     Le interrumpió una risa áspera. María Inés tenía el rostro desencajado. Sus ojos malignos brillaban con luz propia.

     -Ya no está el Dictador. El diablo, que le temía, anda suelto por las calles. Bailes y serenatas hasta el amanecer. No saben lo que les espera. No me quieren creer, ¡que se revienten! Ahora hay un poco de silencio porque El Propio está ocupado llevándose al infierno el ánima de un gordo...

     Trinidad se rió.

     -¡Trinidad, te dije que te fueras!

     La muchacha no se movió. María Inés siguió hablándole a Inocencio:

     -¿Por qué no fuiste a la Plaza de Armas a sentirlo al finado? Yo te lo diré: no fuiste porque no te importa. Allá está el pobre Cirilo que no sabe qué hacer porque él también ha olido la tormenta. Los veo desde aquí, tienen los ojos secos cuando deberían estar llorando, no por el viejo tripón que por fin ha reventado, sino por ellos mismos... ¿Quieres saber tu destino?

     Lo único que quería Inocencio era salir de ahí.

     -¡Habla, cara de tonto!

     -Como usted guste, señora.

     -Fuiste soldado y volverás a serlo; para desgracia tuya, no te podrás morir.

     Inocencio sintió lástima por la pobre mujer que no estaba en su juicio.

     María Inés le lanzó una mirada terrible:

     -¡Fuera, cara de tonto!

     Inocencio salió más que ligero. Trinidad lo alcanzó en el corredor.

     -No penes por ella, es una mujer muy mala -le dijo, tomándole de un brazo.

     -¡Trinidad, cierra esa boca sucia!

     Se detuvieron en el extremo del corredor. Trinidad abrió una puerta y lo introdujo en un espacioso dormitorio, muy bien amueblado. Había también una biblioteca y una mesa con tapete de escribir.

     -Éste es el cuarto de tío Fernando, que se fue a estudiar a la Argentina -le dijo Trinidad, sin soltarle del brazo-. Tío Cirilo me encargó que lo preparara para vos.

     Trinidad tenía los ojos dilatados, la boca húmeda, anhelante. Sonreía con travesura.

     -No hay nadie en casa... ¡Dame un beso!

     -¡Trinidad, desvergonzada yegua en celo, ven inmediatamente para acá!

     -¿Viste?, ¡es una bruja! -dijo riendo la muchacha, y echó a correr.

     Inocencio fue al rancho de Pantaleón. Bebió del cántaro varios porongos de agua. Echó mano a su sombrero y salió disparando a la calle.



- XXXII -

 

     El caballo tascaba el freno y manoteaba impaciente. El mayor Rómulo Yegros se inclinó a acariciarle el cuello, murmurando palabras cariñosas. Le inspiraba piedad el noble bruto, que no podía saberla causa del maldito plantón.

     El oficial trataba de sobreponerse a la fatiga. Tras de una agitada noche en vela y una mañana de trajines, apenas tuvo tiempo de tomar unos mates, cebados por su asistente, mientras se ponía el pesado uniforme de gala. Todo lo había soportado con buen ánimo, pero esta ceremonia interminable amenazaba acabar con su paciencia.

     Miró severamente a los soldados en busca de alguna falla, de algún signo de flojedad. El sol de mediodía se reflejaba en el bronce de los cascos de los Acaverá. El sudor corría por los rostros atesados como si se les estuvieran derritiendo los sesos. Eran mocetones gallardos, la flor y nata del ejército, pero también apasibles y estoicos campesinos obligados a calzar pesadas botas y a vestir uniformes de lana adquiridos en Europa por el General en Jefe para disfrazarlos a la moda del Segundo Imperio. Pancho tenía la manía del boato. Él mismo estaría padeciendo a causa de ella en su aparatoso atuendo de brigadier general.

     Los Acá-verá estaban formados entre la Catedral y la casa del finado don Carlos. Hacia la izquierda, erizada(42)de bayonetas, formaba la infantería de cuatro en fondo. En frente, a lo largo de la Costanera, aguardaba una brigada de artillería volante, una compañía de marinos bogavantes y los jinetes del Acá-carayá. A los lados de la explanada del templo estaban la famosa banda Para-i y su rival, la igualmente célebre banda Moá, con crespones en los bruñidos instrumentos. La primera era de pardos, la segunda de indios formados en la tradición del Dictador Perpetuo. El público desbordaba la iglesia y se desparramaba por la plaza. Seguía la misa de cuerpo presente imitando a los que podían observar de cerca los oficios.

     El presbítero Fidel Maíz subió al púlpito para pronunciar la oración fúnebre. Su gallarda figura, realzada por los ornamentos del culto, atrajo más de una mirada pecaminosa. El bello sexo lo contemplaba embelesado. En cuanto al sexo feo, lo observaba con recelosa expectativa. Unos se preguntaban qué diría este solapado librepensador de ideas lindantes con la herejía y próximas al anarquismo porteño. Dijera lo que dijese, ¿serían sinceras las palabras de este hipócrita? Otros en cambio no estaban muy seguros de que después de haberse reconciliado con el general López junto al lecho de muerte de don Carlos, no dejaría en la estacada a quienes contaban con él para actuar en el Congreso que elegida presidente de la república. De pie en las naves laterales, medio ahogados en levitas y uniformes, cuando empezó a hablar el notable orador sagrado, seguidor de Bosuet, sintieron que el tedio se esfumaba.

     El padre Maíz pronunciaba el discurso que, en una pausa de los trajines de esa mañana, había redactado y retenido en la memoria. Cada palabra estaba cuidadosamente sopesada. Todas ellas estaban dirigidas a un único interlocutor. Exaltaba la personalidad y la obra de gobierno del difunto presidente, pero sin excederse en presentarlo como único y sin ejemplar. Dolíase sí por la muerte de tan ilustre ciudadano, pero sin considerar su partida de este valle de lágrimas como fatalidad irreparable, pues no dejaba a su pueblo en la orfandad. El Dios de las naciones permitió que dejase un sucesor forjado en la severa escuela de las virtudes y la total entrega al servicio de la Patria, capaz de continuar y acrecentar la obra benemérita, como Moisés dejara el báculo, las Tablas de la Ley y el Tabernáculo en manos de Josué, conquistador de la tierra de Caanán; la Tierra Prometida que ya fulguraba en el porvenir del pueblo paraguayo como Febo se levanta en el horizonte de un glorioso amanecer.

     La voz del orador, grave, medida, levemente quebrada por la emoción, fue subiendo de tono hasta resonar con la armonía de un órgano en el ámbito de la Catedral Metropolitana. Embriagado por sus propias palabras soltó riendas y alcanzó acentos desgarradores. Muchos ojos se llenaron de lágrimas; muchas mujeres no pudieron contener los sollozos. El general López, de pie junto al féretro, escuchaba con la cabeza gacha. De pronto la levantó y clavó los ojos en el padre Maíz.

     El orador perdió el hilo de su discurso. Repitió tres veces una frase. Sonaron huecas, como las burlas de un histrión. Entonces pasó por alto algunos párrafos, terminó como pudo y se apresuró a dejar el púlpito al padre Román.

     Se alejó con la frente gacha, las manos entrelazadas, sintiendo que un escalofrío le recorría el espinazo. Y una indecible vergüenza. Había quedado mal con Dios y con el diablo. Una vez más se había traicionado a sí mismo.


 

     El cortejo salió de la Catedral en plena siesta. El cadáver del Presidente iba en un carruaje precedido por una brigada de artillería y un batallón de infantería. Lo seguían otros carruajes, hombres de a caballo y una multitud a pie. Trenes expresos salían de la estación llevando gente hasta en los estribos. Se dirigían al pueblo de la Santísima Trinidad, en cuya iglesia, por expresa voluntad de don Carlos, descansarían sus restos. A las cinco de la tarde llegaron a destino. Hubo muchos discursos. Ya había oscurecido cuando terminó la ceremonia.

     El presbítero Fidel Maíz fue olvidado. Con otros eclesiásticos y la corporación de seminaristas, tuvo que hacer a pie el camino de regreso, propasado por el polvo de carrozas relucientes.

     Don Cirilo Rivarola y don Benito Varela, que habían ido a caballo, dieron un amplio rodeo para evitar a la multitud que llenaba el camino. A poco andar les dieron alcance y se sumaron a ellos dos amigos: don Justo Pastor Benítez y don José Antonio Vázquez.

     -Fue un sepelio digno de don Carlos -comentó don Cirilo-, que en vida fuera algo inclinado al ceremonial aparatoso.

     -Muchos discursos, demasiados discursos -se quejó don Benito.

     -Palabras, mi amigo, palabras, ¿de qué nos valen las palabras que ya no podemos oír?

     -Don Carlos no las precisaba en absoluto -terció don Justo Pastor Benítez-, él siempre prefirió la realidad de las cosas. Falleció en la residencia presidencial que fue su obra, sus exequias fueron oficiadas por sacerdotes formados en el seminario de su fundación, oradores sagrados formados en ese instituto hicieron su apología. Su féretro, transportado en brazos del pueblo, fue escoltado por el ejército que él fundó y organizó y es comandado por su hijo, educado por él y en ninguna otra escuela. El pueblo le acompañó viajando en ferrocarril, construido por su gobierno; fue sepultado en la iglesia de este distrito, mandada edificar por su devoción. Todo lo que rodeó su féretro tiene el sello de su mano, el cuño de su pujanza.

     -¡Las vueltas que da la vida! -exclamó don José Antonio Vázquez-, ¡pensar que el hombre que mandó perseguir de oficio a los amancebados públicos y prohibió el uso de las iglesias como cementerio, murió rodeado por tres amancebados públicos y fue enterrado en una iglesia!

     Con estas y parecidas pláticas se acercaron a la ciudad. Ya era noche cerrada. Resoplaron los caballos. Se oyó un grito:

     -¡Alto'oo!, ¿quién vive?

     -¡República!

     -¿Qué gente?

     -Cirilo Rivarola, Benito Varela, Justo Pastor Benítez y José Antonio Vázquez.

     -¡Alto a la patrulla!

     Esperaron con los sombreros en las manos. Se acercó un oficial. Montaba un arisco caballejo. Afirmaba en estribos de tiento pies descalzos con enormes espuelas.

     -¿De dónde vienen?

     -De Trinidad.

     El oficial detuvo largamente la mirada en cada uno de ellos. Sus ojos de gato brillaban en la oscuridad.

     -¿Por qué tomaron por aquí? No es el camino.

     Don Benito se lo explicó pacientemente. El oficial, no del todo convencido, les dijo de mal modo:

     -Sigan a la patrulla, vamos hacia el cuartel.

     A poco andar fueron alteados e identificados por un retén cubierto por soldados del ejército. Luego por otro y otro. Discretamente, pero de un modo que no ofreciera dudas, la capital había sido puesta bajo control de las tropas. Ocurrió por primera vez en el Paraguay en el año cuadragésimonono de la independencia.

     Escoltados por el pelotón de policianos llegaron al centro de la ciudad y cada uno se dirigió a su casa. Sabían que el encuentro sería registrado en el parte.



- XXXIII -

 

     Esa mañana, escapando de la casa de don Cirilo, Inocencio se había incorporado como una hormiga desatinada a la hilera de gente que se dirigía a la Plaza de Armas. Le achicaban los grandes edificios, la nunca vista multitud. Se arrebañó procurando sustraerse de la sensación de irrealidad causada por aquel mundo de extrañas y vertiginosas sensaciones.

     No intentó entrar a la Catedral, que rebosaba de gente. Cuando salió el cortejo reconoció al general López y a los militares, pues todos ellos habían estado en Humaitá. Esto lo devolvió a su condición. De nuevo se identificó a sí mismo. Volvió a ser Inocencio Ayala, oriundo de Barrero Grande, el hijo de don Melitón y de doña Robustiana, y no una parte insignificante de un enorme animal de patas y cabezas innumerables.

     El monstruo se puso en movimiento y se lo llevó consigo.

     Salieron de la ciudad por un ancho camino de tierra. En lenta marcha bajo un sol abrasador arribaron a un pueblo y el cortejo se detuvo ante una iglesia. Hubo muchos discursos de ponderación al finado presidente. Por natural modestia, encantado por la música de las palabras, atribuyó a su escaso entendimiento que las ideas y las voces se le antojasen distintas como un rezo de rosario. El bicho se partió en mil pedazos y él se encontró de nuevo solo, perdido e indefenso en la difusa claridad del crepúsculo.

     No atinaba para dónde rumbear cuando alguien lo tomó del brazo y lo llamó por su nombre. Era De la Cruz Torales, su conocido. El carrero le persuadió de regresar en tren a la Asunción. Inocencio viajó atajándose el sombrero, doblado hacia adelante, dominado por el vértigo del galope desbocado del gusano de fierro que lanzaba alaridos echando fuego y humo por una suerte de cachimbo que tenía en la cabeza. Al bajar en la estación estaba sudoroso y agitado como si hubiera hecho corriendo aquellas leguas. Se despidió de Torales. Encontró fácilmente la casa de su padrino. Por el patio del fondo se deslizó hasta el rancho de Pantaleón.

     El negro le estaba esperando para cenar. Le preguntó si había visto a su nieto Pascual, prófugo desde la mañana. Estaba preocupado. Sentía en los pies el afiebrado temblor que producen en la tierra los infantes en marcha; salían del jeruguá, desde el misterio, golpeteo de cascos de cabalgaduras, ruido de sables, retintín de espuelas, voces de mando. ¿Inocencio no oía nada? Sin embargo, como en la noche del velorio de la india Romualda Areté, el suindá chistó tres veces.

     Pantaleón hablaba y hablaba mientras Inocencio devoraba un puchero suculento. Atraído por el hambre reapareció Pascual, desafiando las iras y coscorrones de su abuelo. Después de la cena Inocencio se bañó junto al pozo, y caminando sobre los talones para no ensuciarse los pies, siguió al negrito que le guió con una vela encendida hasta la habitación de Fernando, que le había sido destinada. Pascual dejó la vela sobre la mesa y se marchó después de dar las buenas noches.

     Inocencio no acababa de dormirse. Estaba acostumbrado a hacerlo en hamaca y no en un mullido lecho, entre sábanas de hilo aromadas de pacholí. Hacía calor, con amenazo de tormenta. Si cerraba los ojos aparecían imágenes de aquella jornada inconcebible. Como si su mente no pudiera asimilarlas, abría los ojos y se quedaba mirando a través de la puerta y de los ventanales abiertos de par en par. La luz de la luna, que al paso de las nubes cambiaba de intensidad, agitaba las sombras de pilares y enredaderas al derramarse en el patio interior de la casona.

     Pasaba el tiempo en estado de somnolencia. Cuando ella se deslizó en la habitación él se dio cuenta de que la había estado esperando.

     -¡Trinidad!

     Se le abrazó como desesperada, musitándole al oído:

     -¡La bruja, la bruja!

     -¿Se ha dormido?

     -La bruja no duerme nunca; si me pude escapar es que me mandó venir.

     Se desencadenó una tormenta de truenos y relámpagos. Cuando ella se fue llovía apasiblemente. Inocencio se quedó sin saber si había soñado, y al dormirse soñó con multitudes y banderas a media asta, rugientes locomotoras y discursos rimbombantes. Trinidad le pedía que la gozara por compasión de María Inés. El Santo de Guatambú estaba haciendo leva de soldados. Los cambá invadían como monos saqueando un bananal. Galopaba un perro negro incendiando los campos con el fuego de sus fauces. El sargento artillero Melitón Ayala le disparaba con cañón, pero a aquel monstruo no le entraban las balas.



EPÍLOGO TESTIMONIAL

LA ETAPA APÓCRIFA

 

     Hice mis estudios bajo el sabio magisterio de mi ilustre tío y la severa tutela de mi padre, empeñado éste último en cultivar un hombre libre en la sombra ominosa del despotismo.

     El primero me inculcaba los misterios de la fe cristiana mediante la frecuentación de las Sagradas Escrituras, de los padres de la iglesia, de las avanzadas doctrinas de Vitoria y de Suárez, y orientaba mi afición por las letras con la lectura de los clásicos.

     El segundo alimentaba los fermentos de mi espíritu con la ciencia de los iluministas, a los que conocía de memoria de tanto abrevar en ellos en el vano intento de saciar su sed de libertad en la insomne y tediosa noche de la Dictadura Perpetua.

     Deseaba mi padre que fuera yo un hombre de leyes. Soñaba verme convertido en un tribuno que sacudiera la dormida conciencia de mis conciudadanos, apocada en el hábito de confiada obediencia al Supremo Gobierno, que contraído en la época del Dr. Francia, se hizo naturaleza de los paraguayos.

     Mi tío aconsejaba que me hiciera sacerdote, oficio adecuado para un joven de talento aficionado al estudio. Según decía, el sacerdocio pone a cubierto a quien lo ejerce de las ajenas pasiones, al tiempo que modera las propias; cosa esta última que, ¡ay!, mucho me convenía.

     Agregaba que poseyendo una ilustración muy por encima de la generalidad del clero de la época no tardaría en alcanzar las más altas dignidades eclesiásticas; suerte que en manera alguna podría vaticinar a un laico para las dignidades civiles, cerrados como estaban por entonces, y acaso por mucho tiempo, los accesos a quienes no pertenecieran a la familia del ciudadano que, habiéndolas alcanzado de derecho, consentía que los suyos se hicieran de los medios para, de serles necesario, usurparlas de hecho.

     Cauce para mis inquietudes sería el paciente apostolado en favor de la Ley Natural, ácido poderosísimo que corroería el fierro de las invisibles cadenas que aprisionan la mente de nuestros compatriotas. Si, como presumía, era mi voluntad tomar para mí una misión tan sublime, remarcaba mi tío, nada mejor que el sacerdocio que sustenta la eficacia de la prédica con la autoridad que emana del sagrado ministerio.

     Así pues mis mentores, concordantes en sus fines, discrepaban en los medios para alcanzarlos. Ambos aspiraban a ver realizadas por mí aspiraciones en ellos malogradas por las circunstancias adversas que modelaron sus destinos.

     Más que por vocación por las ventajas e inmunidades del oficio me incliné por seguir los consejos de mi tío; mas la prédica de mi padre había hecho su efecto en la modelación de mi carácter. La duda hizo de mí un fracasado jesuita.

     Celebrada mi primera misa y pronunciado mi primer sermón, que me dio fama de ser uno de los más notables oradores sagrados que había subido al púlpito de la Catedral de Asunción, me convertí en un mimado de la buena sociedad. Las familias patricias con ínfulas de abolengo, que se estaban recuperando de los despojos y humillaciones sufridos durante la Dictadura Perpetua, pero que continuaban separadas del manejo de la cosa pública, me reconocieron como uno de los suyos. Tanto por mi nacimiento como por mi supuesta ilustración, vieron en mí a su paladín, a su arcángel vengador. Las damas aseguraban que sería el próximo obispo; una vieja vaticinó que llegaría a papa.

     No había en aquel entonces, y menos en las mujeres, noción clara de las distancias y de las proporciones. El Paraguay entreabría sus puertas y asomaba por ellas a un mundo del que había estado ausente, pletórico de energías pero sin los frenos de la experiencia y del cabal conocimiento de las cosas. Fue así que fallecido el timonel que avizoraba, astuto, las tormentas, y eludía, prudente, los escollos, consciente como estaba de la fragilidad de la barquilla, la locura halló sustento en la ignorancia, y entonces, gloriosamente, naufragamos.

     Dicho sea con la salvedad de que a mis años estoy libre de pueriles vanidades, mi buena figura armonizaba con las dotes de talento e ilustración que se me atribuían. Las beatas se hacían cruces para aventar malos pensamientos; las niñas disputaban por hincarse en el confesionario donde yo escuchaba sonriente el cándido inventario de sus pecadillos, para luego imponerles, con cálidas admoniciones, suavísimas penitencias. No hubo convite o agasajo, ágape o tertulia que se reputase completo si yo estaba ausente. Expectables caballeros escuchaban, atentos y reservados, mis sabihondas peroratas. No siempre sabía guardar en ellas la consideración debida a mis superiores y a mis pares. Me entregaba con harta facilidad a los placeres de la ironía y de la sátira, que en nada se avenían con mi juventud e investidura, y que tantos daños y disgustos habrían de ocasionarme a lo largo de mi no corta existencia.

     Señoras analfabetas e indoctas señoritas memoriaban entusiastas mis exabruptos y humoradas para aventarlos, casi siempre deformados y fuera de contexto, procurándome así una notoriedad escandalosa en un medio como aquel, desconfiado y caviloso.

     Estos halagos en nada favorecían a mi popularidad entre mis cofrades. Como en la juventud se es presa fácil de la Soberbia, correspondía a la mal disimulada inquina que ellos manifestaban de mil modos, con un trato ya arrogante, ya altanero, ya despectivo o burlón.

     Los necios intrigaban contra mí. Los taimados en cambio me dejaban hacer. Con fingidos elogios que excitaban mi vanidad me incitaban a proseguir por una vereda de comisa que sabían insegura y de la que tarde o temprano resbalaría al despeñadero.

     A estos últimos consideraba mis amigos. Les confiaba mis pensamientos íntimos, les hablaba de mis sueños de redención moral de la Patria y el Pueblo con el aliento de la Libertad. Que yo sepa, no me delataron pero tampoco me advirtieron del peligro, y algunos de ellos sacaron provecho de mi desgracia.

     Con el Presidente de la República y los miembros de su familia practicaba una suerte de estudiada adulación, tanto más eficaz cuanto menos lo parecía, y tanto como esperaba en mi carácter de aprendiz de brujo.

     A pesar de los consejos de mi tío que me conminaban a la prudencia, y de las admoniciones de mi padre, que antes de morir llegó a decirme que se avergonzaba de verme convertido en un histrión, ingenuamente creí que tenía ganada la partida; que todo me estaba permitido siempre que hiciera buen uso de la simulación y de la astucia, sin advertir que estaba rodeado de astutísimos simuladores, con más escuela y menos escrúpulos, y que tenían un alma sola, no dos almas como yo.

     Mis dos almas se manifestaban como burbujas en un estanque de aguas quietas. Alguna frase aislada, una media sonrisa, el énfasis excesivo al expresar un pensamiento ajeno a mis convicciones, el elogio desmesurado a individuos que despreciaba, trastrocaban mi adhesión en un sarcasmo.

     Tan grande fue la duda que inspiraba mi sinceridad que, años después, en plena guerra, estando preso en Paso Pucú, el obispo Palacios mandó que se anotaran las palabras que pronunciase en sueños, cosa que me obligó, por temor a mis dos almas, a pasar noches en vela simulando que dormía.

     Cundió la especie de que era yo un solapado partidario de los anarquistas porteños, hereje y luterano por añadidura. Verdaderos y falsos amigos hiciéronme el flaco favor de rebatir tan descabelladas imputaciones, haciéndome sujeto de un debate en el que se ventilaban ideas que arbitraria o insidiosamente se me atribuían. Tales ideas, más que yo mismo, entrañaban un peligro que fue preciso conjurar.

     Como entre mis defensores hubo algunas mujeres, dio comienzo a la patraña, que años más tarde se haría formal imputación en un proceso, que había urdido alterar el orden público alborotando al bello sexo.

     Fui confinado a un remoto curato de la campaña, el mismo en el que estoy bosquejando, medio siglo después, las memorias, hechas a vuelapluma, de una etapa inédita de mi vida que escapó al pérfido escrutinio del feroz archivero, mi enemigo, y que serán publicadas después de mi muerte si encuentran para ello generoso albacea. De pretexto sirvieron las indiscreciones de cierta señorita de buena familia, tan hermosa como estúpida, que prefirió el escándalo a la salvaguarda de su honor, pues es cosa sabida que la vanidad arroja a tantas mujeres al infierno como a los hombres el orgullo.

     Supe mucho después que el Presidente López, luego de escuchar a mis detractores, decidió no castigarme sino moderar mis juveniles impulsos con una severa lección de humildad. Hombre austero y malhumorado, insensible a la adulación, don Carlos solía ceder a la ternura. Me complace creer que me blindó su paternal afecto, porque mientras estuvo entre los vivos me alcanzó su protección.

     Mi padre había fallecido. Me despedí de mi tío, quien postrado por la enfermedad que lo llevaría a la tumba, diome su postrera bendición. Había perdido a dos mentores cuya influencia sobre mí fue paradójica. Sin embargo, cada cual a su manera, ambos mantuvieron encendida la llama del saber, convencidos como estaban de que la prosperidad y la felicidad que no se iluminan con la razón y se sustentan con la libertad son frágiles, efímeras e indignas del hombre.

     Tuve en mi retiro sobrado tiempo para reflexionar en lo ocurrido, cultivar el espíritu con el estudio, inculcar el catecismo a los párvulos y educar a un discípulo que no quiso seguir mis enseñanzas. Como yo sobrevivió a la guerra. A veces me visita apoyado en las muletas que esgrime victorioso cuando evoca las batallas.

     En aquel entonces tomé el gusto de enseñar a los niños y en tales menesteres ocupo mi ancianidad.

     Mi vida de párroco de aldea fue feliz al tiempo que virtuosa, con olvido de la vanidad y la ambición. Pero, la dicha a la que ocasionalmente accedemos los mortales excita la envidia del demonio, que hasta en el paraíso pone a prueba la fortaleza del Espíritu ante la miserable flaqueza de la carne.

     Hubo un suceso bochornoso que preferiría olvidar, y que luego fue torcidamente declarado en el proceso que años después me incoaron por conspiración, con el objeto de desacreditarme y ponerme en ridículo. No lo hubiera mencionado si no supiera que el perverso documento se conserva en el Archivo Nacional, expuesto a las pesquisas del feroz archivero.

     Afortunadamente cuando ocurrió el desdichado episodio, el Presidente de la República lo pasó por alto y me llamó a la capital, poniendo fin a mi confinamiento.

     En adelante obré con más cautela, sin que me fuera dado sin embargo ponerme a salvo de mí mismo. Induje a mis alumnos a no aceptar como axiomas principios cuyo postulado es el poder, y cuyos fundamentos no son los de la razón sino los de la fuerza. Sugerí que el corolario era la acción. Algunos de mis discípulos asimilaron mis lecciones de tal suerte que al cabo de ellas, cargados de grillos, compartimos las prisiones.

     No fui el inspirador de la conjura destinada a impedir que el general López fuera elegido por el Congreso presidente de la república, pero me comprometí a sostener en el recinto la necesidad de introducir en el reglamento de gobierno que hacía las veces de constitución, algunas cláusulas que coartaran los poderes casi ilimitados del titular de la primera magistratura. Otros diputados agregarían sus argumentos a los míos, y muchos más apoyarían la iniciativa.

     El general López no conocía el alcance del movimiento que se había gestado a sus espaldas, y en absoluto ignoraba mi participación. Algo debió haber sospechado sin embargo porque, a último momento, se me hizo saber que no sería bien vista mi presencia en el Parlamento. Naturalmente me abstuve de asistir.

     Mi ausencia causó estupor. Los que llevaban en sus bolsillos discursos constitucionalistas los dejaron donde estaban. Sólo don Benito Varela, un hombre rico que tenía mucho que perder, sostuvo que no podía ser elegido presidente un hijo de don Carlos Antonio López porque el Paraguay no es patrimonio de ninguna persona o familia. Se le respondió que Francisco Solano López no asumiría el poder como heredero de don Carlos sino como un ciudadano libremente elegido por los representantes del pueblo.

     Don Benito Varela, anciano valeroso, murió en la prisión.

     En los dos meses siguientes el gobierno puso al descubierto las ramificaciones increíbles de la oposición. Las cárceles rebosaban de presos, alguno de ellos encepados o cargados de una a tres barras de grillos. Fueron detenidos prominentes ciudadanos, jefes militares retirados y algunos en servicio activo, como el mayor Rómulo Yegros. Y hasta simples soldados. Otros recibieron severas reprimendas, o, como don Benigno López, confinados a sus estancias del interior del país.

     Todas las personas de cierta figuración social fueron conminadas a manifestar su adhesión al nuevo presidente, o a rendirle vasallaje, como entonces se decía. Únicamente se resistió a hacerlo don Cirilo Antonio Rivarola, pese a las exhortaciones de su hermano Manuel María, y a la invitación reiterada que el general López le hizo llegar personalmente. Pero, como don Cirilo se había abstenido de participar en la conjura del Congreso, de momento no fue molestado.

     Dos años después don Cirilo fue detenido por manifestarse contrario a la guerra que se avecinaba. Puesto en libertad en el transcurso de la misma, combatió como soldado. Prisionero en la batalla de Abay, se evadió del enemigo para continuar combatiendo a las órdenes del hombre que había sido su verdugo. Después de la guerra, como triunviro, presentó a la Asamblea Constituyente un proyecto que difería de la copia de la constitución liberal argentina que los emigrados finalmente sancionaron. Don Cirilo fue el primer presidente constitucional del Paraguay, el primero en violar la constitución y el primero en ser destituido al cabo de un año de gobernar de un modo casi tan arbitrario y despótico como lo habían hecho el Dr. Francia y los López. Protagonizó después ocho años de sangrienta anarquía, al cabo de lo cuales murió alevosamente asesinado.

     Enigmática fue la personalidad de don Cirilo.

     El mayor Rómulo Yegros murió en la batalla de Tuyutí,

combatiendo como soldado raso. Sus últimas palabras fueron para su amigo Pancho López.

     Fracasado el movimiento constitucionalistay liberal, muchos patricios, convencidos de que nada podían hacer en el Paraguay para alcanzar sus fines, fueron a engrosar en Buenos Aires el antiguo núcleo de emigrados, que volvió a organizarse con fines revolucionarios. Propiciaron una campaña libertadora extranjera para librar al país de la tiranía de López. Éste, por su parte, replicó a la actitud desdeñosa o francamente hostil de la aristocracia criolla instaurando una política de neto corte popular. Multiplicó los premios a los agricultores, les facilitó aún más el acceso a tierras de labranza, envió más estudiantes pobres a Europa, otorgó préstamos sin interés a artesanos, industriales y comerciantes modestos, desarrolló la costumbre de realizar grandes y continuadas fiestas populares en las fechas nacionales y en su propio natalicio. Como se había vaticinado en vísperas del congreso que no tuvo más remedio que elegirlo, se volvió al régimen de la Dictadura Perpetua, sin la inhumana austeridad jacobina del Dr. Francia, pero con la mano férrea de don Carlos.

     Fui sometido a doble proceso político y eclesiástico acusado de promover una revolución social, moral y política con fines nocivos para la República, alborotando al bello sexo e inoculando en nombre de la Virtud doctrinas antisociales y perniciosas. Corrieron igual suerte varios jóvenes sacerdotes y seminaristas que habían sido mis discípulos.

     Hasta Dios me abandonó, como Él sabe dejar librados a su suerte a los hombres poseídos de orgullo que pretenden prescindir del auxilio de la Divinidad, para que en el abismo de las desilusiones reconozcan su fragilidad y humana impotencia. Pero, como el hombre es un dios que participa de la naturaleza del demonio, seguí mi camino detrás de un ídolo oculto, siniestro y despiadado que se burló de mí, que se burló de nosotros, hasta que nos redimimos con la muerte y la gloria.

     No mencioné la conjura en las «Etapas de mi vida» que publiqué no hace mucho para defenderme de los desaforados ataques de un feroz archivero empeñado en amargar el retiro de un anciano, porque en el curso de la guerra tomé partido por la defensa de mi Patria y la lealtad al hombre que conducía la defensa contra el invasor, olvidando que era el mismo que me mantuvo engrillado todo un lustro.

     Como fiscal de sangre me tocó actuar con el rigor de las leyes de mi época, cuando el enemigo nos empujaba en trágicas retiradas, contra muchos de los que habían sido mis cómplices en el movimiento constitucionalista. No es mi culpa que fueran personas expectables las que vacilaron cuando el pueblo estaba decidido a luchar hasta morir.

     Hoy sus victoriosos deudos pretenden cebarse en mí.

     Me acusan de haber sido un cruel verdugo al servicio de un déspota sanguinario; de haber mandado en persona, olvidando mi sacerdotal investidura, una carga de caballería que aniquiló un batallón brasileño en la batalla de Ytá-yvaté; de haber apetecido rabiosamente el obispado y condenado a muerte a mi obispo; de llevar una vida licenciosa en mi ya lejana juventud.

     Nunca fui un libertino, aunque sí pecador. No me arrepiento de todos mis pecados. ¿Por qué mentir a Dios? No practicaré la hipocresía de la impotencia. Lo poco que hubo de bueno en mi azaroso transitar por este valle de lágrimas, y que puedo regustar fumando un cigarro en la penumbrosa soledad del corredor de esta casa parroquial, se lo debo al bello sexo.

     Si fui ambicioso, mi vida fue una larga, severa y obstinada escuela de humildad. La Providencia y la Fortuna se unieron para abatir mi orgullo en pleno vuelo cuantas veces pretendí elevarme por encima de mis semejantes. Y heme aquí en el mismo sitio donde había comenzado, en el curato de esta aldea hasta donde me persiguen implacables la incomprensión y la calumnia atribuyéndome acciones indignas y criminales supuestamente producidas antes y durante la formidable contienda, como si yo hubiera sido dueño de mis actos y no un instrumento de deidades crueles, que empeñadas en destruirnos, nos cegaban.

     Sobreviví a la más horrenda matanza que han conocido los siglos, que a poco estuvo de borrar de la faz de la tierra al más valeroso de los pueblos. Flaco fue el servicio del Hado cruel que me salvó de las ensangrentadas garras de Melpómene para sumirme en la amarga impotencia del vencido, forzándome a humillarme en las horcas caudinas.

     Soy un hombre de otro tiempo, de otra edad, perdida para siempre, que con gloria sucumbió con el último aliento del último soldado en el último extremo de su ámbito.

     Chocheo, hablo solo; dialogo con innumerables espectros que pueblan mi memoria; con el fantasma del hombre que fui y con el fantasma del hombre que pude ser. Medio siglo después de la hecatombe no podemos todavía los paraguayos distinguir a los vivos de los muertos, confundidos como están en la sombra terrible que se abatió sobre las almas.

     Mi secreto, compulsivo e imposible amor a la libertad me hizo padecer tormentos y prisiones en la juventud; por no haberme atrevido a sostenerlo hasta el martirio, el desengaño y el remordimiento me acosan en la vejez.

     Amamantado por el despotismo, obligado a la ciega obediencia y al constante disimulo para sobrevivir; encharcado en el lodo y la sangre de una guerra terrible, ¿es humano pedir que mis andrajosos hábitos salieran de allí sin una mancha?

     Dios conoce mi alma. Sabe de mis angustiosas dudas cuando seguía aquel insensato peregrinar hacia la muerte; que, sin embargo, no ofrecía como alternativa sino la traición a la Patria. Crimen, este único, del que nadie me acusa.

     Estoy preparado para comparecer ante el Dios Hacedor Universal y creador de todos los mundos con el peso abrumador del fardo de mis culpas, y un ligero morral en que sobradamente caben mi bandera y mis méritos.



NOTICIA SOBRE LAS FUENTES

     No por mera presunción algunos personajes de esta novela llevan el mismo apellido que el autor. La historia, que presumo verídica, llegó hasta mí por tradición familiar.

     Mi objeto es modestamente literario; pero, como la imaginación que no se afirma en la realidad corre el riesgo de volatilizarse en el delirio, para unir datos dispersos y fragmentarios recurrí a la bibliografía existente y al Archivo Nacional. Son particularmente interesantes los volúmenes 331, 333 y 334 de la Sección Histórica. Contienen detalles de la conjura tendiente a impedir que Francisco Solano López fuera elegido presidente de la república. El tema sólo ha sido tratado marginalmente por los historiadores. Entre otros documentos, cabe mencionar el doble proceso político y eclesiástico a que fueron sometidos, por la misma causa, el presbítero Fidel Maíz y varios sacerdotes y seminaristas.

     Conté además con la valiosa y desinteresada ayuda del Dr. José Antonio Vázquez, quien soportó pacientemente el fastidio de mis preguntas. Espero que con la misma generosidad me perdone algunos plagios. Si una idea está clara y bellamente expresada en una frase, no veo la necesidad de cambiarla por una paráfrasis, que oculta el robo pero no lo invalida.

     Lectores del manuscrito manifestaron haber quedado con las ganas de saber qué fue de Inocencio Ayala. Ocurre que le perdí el rastro en el momento en que se interrumpe el relato de sus peripecias. No sé si por casualidad o por vericuetos de la sangre y la historia, su pueblo natal, Barrero Grande, se llama ahora Eusebio Ayala.

     Espero que Carlos Alberto Pusineri Scala, en una de sus excavaciones arqueológicas, encuentre la prueba material de la veracidad de este relato desenterrando, del campo en que se libró la batalla de Acosta Ñu, al Santo de Guatambú.  

 

 
 
 
 
 
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  • Epílogo testimonial - La etapa Apócrifa
  • Noticia sobre las fuentes.

 

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