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JOSEFINA PLÁ (+)

  ALGUNAS MUJERES DE LA CONQUISTA, 1985 - Por JOSEFINA PLÁ


ALGUNAS MUJERES DE LA CONQUISTA, 1985 - Por JOSEFINA PLÁ

ALGUNAS MUJERES DE LA CONQUISTA

JOSEFINA PLÁ

ASOCIACIÓN DE LA MUJER ESPAÑOLA

Asunción – Paraguay

1985 (80 páginas)

 

 

I N D I C E

PRIMERA PARTE: LA MUJER ESPAÑOLA

I.       LAS PRIMERAS NOTICIAS

II.      LUCIA DE MIRANDA

III.     NUESTRA SEÑORA DEL BUEN AIRE: LA MALDONADA

IV.    ISABEL DE GUEVARA

V.      LAS CINCUENTA DAMAS DE DOÑA MENCIA   

VI.    LAS MUERES DE LA ARMADA DE SANABRIA

VII.   ALGUNAS CONSIDERACIONES

VIII.   LA TRISTE HISTORIA DE DOÑA ELVIRA DE CONTRERAS

IX.    LA "BELLA DESCONOCIDA"

SEGUNDA PARTE: LA MUJER INDÍGENA

I.       INICIACIÓN DEL MESTIZAJE: EL FORTÍN DE LAS PATOS

II.      LA HIJA DE TOMATIA

III.     LA MUJER DE SALAZAR

IV.    ÑANDUBALLO Y LIROPEIA

COLOFON

ALGUNOS NOMBRES DE MUJERES DE LA COLONIA EN EL SIGLO XVI

NOTAS

BIBLIOGRAFÍA

 

 

 ASOCIACIÓN DE LA MUJER ESPAÑOLA 

 

La Asociación de la Mujer Española fue fundada el 22 de noviembre de 1960, por la señora doña Edith Sironi de Giménez Caballero, esposa del entonces Embajador de España en el Paraguay, don Ernesto Giménez Caballero, en un deseo de unir a las señoras de la colectividad española y a las paraguayas descendientes de españoles, en una entidad benéfica.

Los fines de la entidad, según el artículo 30 de los estatutos son:

a) Promover los sentimientos de amistad, cariño y respeto entre los ciudadanos españoles residentes en el Paraguay y los ciudadanos paraguayos.

b) Estimular la relación entre españoles residentes y/o en tránsito por el Paraguay y los descendientes y familiares de los mismos.

c) Organizar, fomentar y atender obras benéficas en favor de la ancianidad y de la niñez con preferencia, estimulando las prácticas y los sentimientos cristianos comunes a la tradición hispano americana.

Conforme a esto, la Asociación de la Mujer Española ha desarrollado en sus veinticuatro años de existencia, una amplia labor benéfica y cultural y ha mantenido estrecha relación y colaboración con otras entidades españolas del país, como la Sociedad Española de Socorros Mutuos, Casa de España; Centre Catalá, Cofradía de Romeros de Santiago Apóstol, lo mismo que con la Embajada de España en el Paraguay.

Durante los primeros años de actividades, la ayuda se centralizó en el Hogar Español, dependiente de la Sociedad Española de Socorros Mutuos, brindando colaboración económica, de recreación y asistencia personal a los ancianos. Hoy, no habiendo ya asilados en el Hogar, la institución ha diversificado su acción social.

La Asociación de la Mujer Española ha colaborado en la repatriación de algunos españoles ancianos y ha obtenido becas de estudio para hijos de españoles necesitados.

Por espacio de tres años consecutivos la entidad brindó ayuda a la comunidad de Puerto Botánico, en Trinidad, con una labor asistencial y educativa, con clases de cocina, costura, tejido y nociones de puericultura.

Posteriormente, en el año de 1973, la Asociación adquirió un predio en las calles Trejo de Sanabria y Juan León Mallorquín, en el barrio de Sajonia, donde funciona el Jardín Infantil "Nuestra Señora del Pilar", nombrado así en honor de la Patrona de la Hispanidad. Allí concurren cuarenta niños, hijos de madres trabajadoras, que reciben atención gratuita, desayuno; educación parvularia y formación cristiana.

La ayuda y apoyo a instituciones paraguayas ha sido una Constante de la Asociación de la Mujer Española, ya sea cómo colaboración espontánea o en respuesta a solicitudes de las mismas. Se cuentan entre ellas, la Escuela de Niñas dirigida por las Hermanas del Sagrado Corazón, la Sala de Ginecología del Hospital de Clínicas, la Asociación Sta. Isabel de Sapucai, el Hospital Neurosiquiátrico, la Asociación Solidaridad, la Campaña Nacional Pro-Damnificados, la Maternidad Nacional del Hospital de Clínicas, el Hospital de Barrio Obrero, la Cruz Roja Paraguaya, la Casa Cuna y el CONEB.

Los fondos para solventar dichas obras provienen de las cuotas que pagan las asociadas a la entidad, de donaciones y de los actos benéficos organizados con dicho fin, que siempre contaron con el apoyo de toda la comunidad.

Muchas son las reuniones culturales y artísticas que se suman a las puramente recreativas organizadas por esta entidad. Entre ellas podemos citar conferencias, conciertos, exposiciones de pintura, de artesanía, puestas de teatro, recitales, funciones cinematográficas, así como festivales, romerías y verbenas.

En el presente, como una adhesión a la celebración del quinto centenario del Descubrimiento de América, la Asociación de la Mujer Española edita este trabajo de doña Josefina Plá, Socia de Mérito de nuestra entidad, en el deseo de contribuir a que conozcamos mejor a aquellas valientes mujeres que participaron en la gesta de la conquista.

 

ASOCIACION DE LA MUJER ESPAÑOLA

COMISION DIRECTIVA - AÑO 1984

 

PRESIDENTA HONORARIA:

Sra. Doña Pilar Duque de Estrada de Fernández Trelles

PRESIDENTA:

Srta. Dolores Vallverdú

VICE-PRESIDENTA I:

Sra. Maruja Prieto de Escudero

VICE-PRESIDENTA II:

Sra. María de Jesús Caravaca de Muñoz

VICE-PRESIDENTA III:

Sra. Nilda Ríos de Díaz Escobar

SECRETARIA DE ACTAS:

María Elena Gíralt

SECRETARIA DE NOTAS:

Sra. Mara Banks de Siles

SECRETARIA DE RELACIONES

Sra. Dlrma Pardo de Carugati

TESORERA:

Sra. Mercedes Castro Marsal

PRO-TESORERA:

Sra. Francisca Rivas de Mauro

VOCALES:

Sra. Carmen Moreno de Hernández

Sra. Carmen Escudero de Riera

Sta. Mercedes Martínez Abad de Beroldingen

Sra. Lidia Sánchez de Ruíz Alcain

Sra. Asunción Cruzans de Balmaceda

Natalicia Torales de Teixídó

Sra. Alba Calabrese de Giménez Rueda Sra. Leoncia de Paredes Cosp

SINDICO:

Dra. Alda Burró

SINDICO SUPLENTE:

Sra. Mary Peláez de Villar

 

 

PRÓLOGO

 

Sabemos que la conquista y pacificación del inmenso territorio americano llevado a cabo por tan corto número de españoles, y en relativamente pocos años, no hubiera sido posible sin la primera generación de mestizos, quienes tuvieron activa participación en la población de nuevas ciudades, y en las últimas conquistas de indomables indígenas en lejanas fronteras, durante la segunda mitad del siglo XVI.

La forja de la nacionalidad paraguaya debiose a la calidad humana de aquellos jóvenes e impetuosos castellanos y andaluces, que se lanzaron a nuestra región platense, atraídos por erradas noticias de la "sierra de la plata”; luego de grandes penurias y hambres memorables, encontraron en las selvas paraguayas a los cario-guaranís, a quienes duramente sojuzgaron y los convirtieron en sus aliados, luego de asentar la casa-fuerte que posteriormente se convertirá en la ciudad de Asunción. Pero felizmente dieron con "la más regalada tierra de comidas, carnes, cazas, pescados y frutas, y cosas de azúcar y miel que se pueden pensar, llamada del vulgo Paraíso de Mahoma". . .

Decisivo pero escaso fue el aporte de la mujer española en aquella primera sociedad, mestiza y montaraz que se inicia por 1537. Sobre ésta primera Asunción, afirma Alberto M. Salas: "De las ciudades españolas de entonces, tal vez ninguna como Asunción fue tan acentuadamente mestiza, tan profunda y precozmente americana, indoamericana si se quiere. Dentro del cuadro americano el Paraguay en cuatro centurias, con un relativo aislamiento y corto número de aporte europeo, ha conseguido mestizar la mayoría de la población indígena, amalgamando un definido tipo de hombre, distinto pero con rasgos y talante heredados de sus primeros padres: españoles y cario-guaranis. Desde el inicio de nuestra sociedad fue una realidad cambiante, y debe ser aceptada como fue.

Muy ligeramente se afirma que después del sido XIX, el más conocido de la historia paraguaya es el XVI, que es la centuria de la conquista. Pensamos que no es así, ya que muy poco es lo conocido de esa primera centuria histórica del Paraguay. Las obras publicadas son especializadas para eruditos e investigadores, por ello creemos necesario dar a conocer crónicas y ensayos lleguen al lector común, hoy ávido de temas nuestros, y nada mejor que volver a las fuentes.

La presente "obra de "Mujeres de la conquista”; en su tema llena la necesidad apuntada, ganando la historiografía paraguaya, que una eximia de nuestras letras, vuelva a ocuparse de nuestro pasado. Josefina Plá nos introduce en la época crucial de la formación de nuestra nacionalidad. Primeramente traza los perfiles de las más representativas de las mujeres hispanas: las míticas Lucía Miranda y Pabla Maldonado, más conocida como "la Maldonado” a quien nuestro Ruy Díaz de Guzmán propone llamarla "La. Biendonada'; por su suerte de sobrevivir en aquella primera y hambrienta Buenos Aires.

Espléndido es el retrato de Doña Isabel de Guevara, autora de una célebre y publicitada carta del año 1556 dirigida a la princesa gobernadora Doña María de Austria. Agraviada escribe Doña Isabel quejándose de la ingratitud de Irala; nos cuenta su padecimiento al perder a su marido Pedro de Esquivel "caballero de bella compostura y bella traza”; que fue decapitado en nuestra ciudad por orden del turbulento Felipe de Cáceres

Josefina Plá nos cuenta el viaje de la fuerte Doña Mencia Calderón acompañada de doncellas y mujeres en su mayoría extremeñas y andaluzas, que tuvieron que atravesar la maravillosa floresta paranaense, los grandes ríos como no habían visto nunca, y pasar por los desaparecidos "saltos del Guairá'; para llegar a nuestra ciudad, ciudad de barro y palmas, donde la mayoría de ellas serán fundadoras de familias numerosas. Se encontrarán con las "doncellas de la tierra" y mujeres principales en su mayoría mestizas. Con su intuición de mujer y como creadora Josefina Plá, nos entreabre ese mundo tan difícil de imaginarnos con nuestra mente del siglo XX, ese proceso de asimilación de nuestras abuelas mestizas a las costumbres hispanas, repitiéndose la historia milenaria del encuentro de las mujeres indígenas hispanas con las griegas y romanas de la civilización latina.

El último capítulo de la primera parte, es la evocación del efímero paso por tierras paraguayas del gobernador Diego de Mendieta, donde tuvo amores, con una asuncena, que al decir del fraile metido a poeta: "en hermosura a todas excedía” ; Dicen que ella fue causa final de la perdición del gobierno del joven chuquisaqueño Mendieta. Para nuestro gusto es el capítulo mejor logrado, la autora literariamente juega con su prosa fina y risueña.

La segunda parte del libro, está dedicado a las más conocidas mujeres indígenas de que hablan las primitivas crónicas y memoriales del siglo XVI. Esta obra de Josefina Plá se lee con deleite y hasta con apresuramiento, con ello no queremos decir que sea liviana. Todos sus capítulos y anécdotas están rigurosamente documentadas El libro que hoy nos entrega la autora de "Hermano Negro”; es una imagen vivaz y colorida de aquellas mujeres indias y españolas que convivieron con el recio conquistador español, y fueron padres de nuestros mayores, mestizos y criollos, escrita en páginas que seguramente será difícil de superar.

ROBERTO QUEVEDO

As. Diciembre de 1983

 

PRIMERA PARTE

ALGUNAS MUJERES DE LA CONQUISTA

Texto completo de la conferencia que a instancia de la Asociación de la Mujer Española presidida por la Srta. Dolores Vallverdú, pronunció la Dra. Josefina Plá, en el Centro Cultural Juan de Salazar.

1.      LAS PRIMERAS NOTICIAS

Muchos son los historiadores y cronistas del descubrimiento y después, que nos ilustran sobre las hazañas y sacrificios masculinos en esas décadas únicas de la historia. Imposible no estar desacuerdo, en que sin los hombres el descubrimiento se habría retrasado algo más de lo que ya llevaba de retraso, que era bastante. Pero de lo que las mujeres hicieron participando en la gesta, o colaborando en ella, muy poco dicen, y como de pasada.

En otras regiones, como en México, es verdad, ocuparon algún espacio figuras como la Malintzi. Pero en cuanto al Plata, estos buenos cronistas, a las mujeres las recuerdan solo como un accidente de la empresa, y ni siquiera dan nombres, cuando tantas habría para nombrar.

En rigor, el cronista que más habla de las mujeres en las peripecias del Rio de la Plata, es Centenera. Y Centenera, precisamente quizá porque siendo hombre de Iglesia, estaba lleno de los preconceptos que hicieron, por siglos, de la mujer, "causa de la caída" y "vaso de inmundicia", no pierde ocasión de vituperarlas. Pero, misógino o no, es él quien más las nombra. Es evidente que nuestros enemigos son nuestros mejores agentes de publicidad.

Una de las cláusulas de las Armadas prohibió desde el principio que en ellas embarcasen mujeres. Aún sin tener en cuenta la razón potísima del espacio vital, en aquellos tiempos de las cáscaras de nuez flotantes, se entendía que la presencia de mujeres a bordo no podía menos de ser perjudicial a la paz y armonía necesarias para que las naves no perdiesen la brújula. Con idéntico buen criterio el Emperador Carlos V, en una Cédula temprana, prohibió usar en documentos la palabra conquista, porque ella podía ser motivo de recelo o resentimiento entre los pueblos que surgiendo ante el avance español, retrocedían correlativamente ante sus fundaciones, o se vetan sometidos a su dominio (1).

De acuerdo a esta prohibición, se supone que los compañeros de Solís y de Gaboto se vinieron solos. Un viejo proverbio sin embargo dice que hecha la ley hecha la trampa. La prohibición era el Derecho, pero la trampa era el hecho. Es más probable, evidente por inducción y deducción, que en esas Armadas como en otras, se filtraron polisonas cuya presencia a bordo nadie, por un motivo u otro, tuviese interés en denunciar. Más de una mujer pudo y debió venirse, vestida preventivamente de varón en aquella época que no era de minifaldas pero si de minicalzas o metida en un barril (2).

Con la Armada de Don Pedro de Mendoza se permitió ya la venida de mujeres. Los gobernantes habían recordado el Génesis, y comprendido que si Adán solo se bastaba para conquistar el nuevo Paraíso, con él solito no prosperarla. Se puso únicamente la condición de que las Evas debían venir casadas. Y aquí  si que actuó a todo lo ancho la trampa.

Porque con Don Pedro vinieron mujeres casadas, solteras y de las otras; y en número mayor de lo que jamás ya sabremos (3), Las embarcadas de acuerdo a ley, según el malogrado escritor Pastor Urbieta Rojas, fueron siete; pero hay muchísimos motivos para creer, no que el historiador se engañó, sino que le engañaron los documentos de la época. Estos, lógicamente, sólo anotarían a las casadas. Siete mujeres con mil quinientos hombres, podía creérselo la administración de aquel tiempo, pero nosotros, no. Aún hoy, con tantas computadoras, hay un amplio margen a lo incomputable (4),

No sólo solteras fieles a sus quillotros; otras, las llamadas enamoradas, se embarcarían, escamoteando documentación. Porque de estas "enamoradas" las hubo, y de ellas sí que quedó en los cronistas algún nombre. Y una vez en pleno océano y hallada una transgresora, sólo restaban tres opciones para cumplir con la cédula:

Una: casar a la mujer incontinenti, cosa que no serla fácil, por, aquello de que son muchos los llamados pero pocos los electores.

Dos: virar a puerto para depositar el exceso demográfico cosa imposible.

Tres: echar a la mujer al mar; terrible desperdicio, irracional malversación de fondos e injusticia imperdonable.

Injusticia sobre todo. Porque en las condiciones en que en aquel tiempo se viajaba, la mujer que embarcaba en una de esas calderas del diablo apellidadas carabelas, era mujer decidida a pasarlo mal como un hombre, sólo que mucho peor. Y la valentía ha sido siempre de admirar. Pero sospechamos -y no somos los únicos- que no fue por admiración ni por magnanimidad que se permitió a bordo entonces, como antes o después, la presencia clandestina de esas mujeres.

 

II. LUCIA DE MIRANDA

Las historias más explicitas y concretas, digámoslo así, de la actuación primigenia femenina y española en estas regiones nos han llegado en forma que pudiera llamarse fabulosa; o por lo menos con ribetes que hacen pensar en creaciones noveleras. Quizá haya sido uña compensación del olvido de los historiadores al respectó.

La historia de Lucía de Miranda, ya nombrada, aparece temprano en la colonia. Díaz de Guzmán la da ya por asentada. Y no pudo llegar al Paraguay, al menos en su forma primaria, si la tuvo, sino en boca de los propios españoles: 

¿Quiénes?. . .

Si los de Mendoza, es forzoso que los recogieran a su vez de otros; y éstos no pudieron ser sino los propios supervivientes de la Armada de Gaboto, refugiados en Santa Catalina. En otras palabras, debió tener su origen en el propio Fortín de los Patos, refugio de desgaritados miembros de esa Armada, junto con los de Solos, en igual situación.

De no originarse allí la historia, hubieron de ser sus gestores, digámoslo así, los náufragos de esa misma Armada cautivos en la región y recogidos por los de Mendoza al remontar el Paraguay. En todo caso, el relato prendió fuertemente en corazón y habla conquistadora, hasta merecer la diesen cabida todos los cronistas de la época y más tarde.

Muchos deben haber leído alguna vez ya la historia; la más conocida entre las referentes a la mujer española en las nuevas tierras. Lugar y tiempo: el fuerte de Sancti Spiritus, fundado por Gaboto, luego de la partida de éste. Personajes; el Teniente Hurtado, su esposa Lucía, los caciques charrúas hermanos Siripo y Mangoré; y una mujer anónima, celosa.

Uno de los dos caciques, o los dos, según algún cronista, se enamoran de Lucía. Tratan de conquistarla, obsequiándola con aquello que, durante las hambrunas que caracterizaron los primeros tiempos de la estada española en esta ubérrima región, más efectivo y estimulados de gratos sentimientos podía resultar: caza y pescado frescos; frutas; raíces comestibles, Lucía acepta los obsequios, seguramente poco líricos, pero si altamente alimenticios; y come; pero sigue fiel a su marido.

Los caciques se cansan al cabo de obsequiar y esperar; porque en su literatura no se cuentan caballeros andantes capaces de dar algo por nada. Y sobreviene, en ausencia de Hurtado (salido en misión de reconocimiento o algo semejante) el asalto al fuerte, el exterminio de los españoles, a costa de la muerte de Mangoré; el cautiverio de Lucia, ahora con un candidato único, Siripo; el posterior apresamiento de Hurtado Este es condenado a muerte de acuerdo al código indígena de época y lugar. Lo salvan de ella las súplicas de Lucia Siripo, en efecto, perdona a Hurtado, a condición de que los esposos no han de verse ni hablarse nunca. Pero aquí interviene la mujer celosa y espía -quizá una esposa india de Siripo- que denuncia la ruptura del pacto por los esposos. Y mueren: Lucia en la hoguera; Hurtado, flechado como San Sebastián, su santo patrono.

Concepción Leyes de Chaves, en su interesante libro "Río Lunado" ofrece una interpretación de esta historia de perfiles un tanto peculiares, apoyándose en argumentos, los unos de positivo carácter ritual indígena, que no discutimos, ya que la ilustre escritora está más al tanto seguramente de estos asuntos que nosotros; y otros, presuntivos, psicológicos, de tos cuales nos permitimos disentir, ya que en hecho de psicología de españolas creemos modestamente saber un poco más, por obligada lógica antes que por otra cosa.

Pero dejando esto, irrelevante ahora aunque de interés en otro momento, a un lado; con esta historia comienza, al decir del crítico Francisco Pérez Maricevich, la narrativa en el Paraguay (5). Modo eufemístico de decir que es leyenda y nada más: simplemente por lo ya apuntado o sea que en la Armada de Gaboto no vinieron mujeres. A lo cual ya hemos respondido antes: que aunque la historia se apoya en papeles, historia no es sólo lo que los papeles dicen.

Pero como acá no se trata de hacer análisis histórico exhaustivo, dejaremos nuevamente la cuestión de lado para decir que, leyenda o historia (y sobre todo si es leyenda) el relato es una exaltación, significativa, del matrimonio cristiano; una revalorización del amor monógamo; del significado sacramental del vinculo, que surge precisamente en los momentos en que se hallaba en pleno auge la mestización masiva, mediante la unión múltiple extra sacramental de mujeres, en su mayoría carias, con los españoles. Y digo en su mayoría carias, porque en el mestizaje no sólo intervinieron las carias, sino también, aunque seguramente en menor proporción, mujeres de otros pueblos de la región, étnicamente distintos, inclusive guaranizadas los más: Sobre el particular tendremos ocasión de volver más adelante.

 

III. NUESTRA SEÑORA DEL"BUEN AIRE":

LA MALDONADA

Volvamos a Mendoza, a su Armada y a las presuntas siete mujeres porque hay mucho que decir todavía de ello. Entre esas mujeres venía la Maldonado, modelo de decisión y valentía, ejemplo no único pero un tanto peculiar de la capacidad femenina para sobrellevar las duras pruebas a que se vieran sometidos los pobladores de Nuestra Señora del Buen Aire. De la Maldonado, sólo conocemos el apellido; pero de su existencia no cabe dudar, ya que da afortunadamente fe de ella Ruiz Díaz de Guzmán, quien brinda por certísimo y real cuanto de ella traslada y refiere.

Conocidas son las hambrunas espantosas que esos pobladores sufrieron, aunque las mujeres soportaron mejor, parece, porque, como dice una testigo, "las mujeres estamos acostumbradas a comer menos". Pero llegó el momento en que alguna tenía que cansarse de comer menos donde ya nada se comía; y así fue como la Maldonado, un día, harta de ese menos que nada, salió del fuerte en procura de cualquiera fruta o raíz comestible.

Andando, dio en una caverna, y en ella, con una leona grávida que hallaba difícil ese trance final tan expedito al parecer en los animales. La Maldonada ofició de obstetra, y ayudó a traer al mundo un par de robustos leoncitos. La mamá agradecida compartió un tiempo con la Maldonada los bifes de cada presa que trata al cubil. Hasta que los leoncitos crecieron; la leona suspendió el subsidio, y la Maldonada tuvo que volver a buscar acelgas silvestres.

Tanto fue el cántaro a la fuente y la Maldonada al monte, que un día la cautivaron unos indios, cuyo cacique, sin pedir su parecer, la tomó por esposa. Pero la Maldonada escapó y regresó al Fuerte con los suyos. Ya para entonces Mendoza había partido. El bárbaro comandante Ruíz Galán la hizo atar a un árbol en las afueras del Fuerte, como servida en bandeja para los tigres y pumas de cuyos colmillos se hacían collares los indígenas.

La Maldonada sin embargo escapó otra vez a la muerte por intervención de la leona, su ex cliente. Esta montó por su cuenta guardia full-time al pie del árbol para librar a su bien hechora de los garras de las otras fieras. Los soldados que Ruíz Galán envió para recoger los huesos, si alguno quedaba, de la Maldonada, fueron testigos del prodigio; dedujeron de él que no era voluntad del cielo que la Maldonada muriera, la soltaron; y Ruíz Galán, no queriendo ser más feroz que un león, se comidió a perdonarle la vida.

Cuando el Fuerte de Buenos Aires fue desmantelado, la Maldonada subió hasta Asunción. Y dada la escasez de mujeres, en aquella época, es lo más regular que casara, si ya no estaba casada, o si enviudó, con alguno de los conquistadores; y aún pueda hallarse en el Paraguay alguien que prolongue la estirpe de aquella mujer de tan extraordinario coraje y biografía (6). Ruiz Díaz de Guzmán cuenta en detalle su historia, que avala con su conocimiento personal de la mujer; pero no nos da más detalles de su vida. Para entonces, la Maldonada debía ser mujer ya de edad.

 

IV. ISABEL DE GUEVARA

Sin embargo, y en realidad, y salvando los relieves romancescos de este episodio, no fue la Maldonada una excepción entre las mujeres españolas de esa época, ocasión y circunstancia, y por tanto, entre las venidas en la Armada mendocina y las siguientes. Lo que aquellas mujeres sufrieron y conllevaron a la par de los hombres; su porción en el esfuerzo, el peligro y el sacrificio, ningún cronista lo ha contado en forma organizada o continua. Sólo detalles.

Felizmente se conserva un testimonio casual; y digo casual, porque no se escribió con el propósito expreso de dejar constancia de los hechos mismos. Estos hechos seguramente habrían seguido callados y desconocidos para la historia, si el ánimo soliviantado por la injusticia no hubiese abierto la compuerta de la represa y dejado correr la verdad oculta, o siquiera parte de ella.

Ese testimonio es la carta de Isabel de Guevara, quien, veinte años después de lo de Buenos Aíres, cuando se consuma la doble injusticia de la encomienda -injusticia para el indio e injusticia en el cumplimiento mismo- se dirige a la Reina Gobernadora para expresarle su sentimiento y su protesta por la postergación de que se cree objeto. He aquí algunos párrafos significativos de dicha carta:

"A esta provincia del Río de la Plata, con el primer gobernador de ella, Don Pedro de Mendoza, hemos venido ciertas mujeres, de las que ha querido mi ventura que yo fuese una. Y como la Armada llegase al puerto de Buenos Aires, con mil y quinientos hombres y les faltase el bastimento, fue tamaña el hambre, que al cabo de tres meses murieron como mil.

"Esta hambre fue tamaña, que ni la de Jerusalén se le puede comparar. Vinieron los hombres en tanta flaqueza que todos los trabajos cargaban a las pobres mujeres; así lavarles las ropas como curarles, hacerles comer lo poco que tenían, hacer centinela, rondar los fuegos, armar, las ballestas cuando algunos indios les venían a dar guerra; hasta arremeter a puros fuegos con los versos (7) y a levantar los soldados cuando estaban para ello, dar alarma por el campo, sargenteando y poniendo orden a los soldados. Porque en ese tiempo, como las mujeres nos contentamos con poca comida, no hablamos caldo en tanta flaqueza como los hombres. . .".

La enumeración de los trabajos y objetivos cubiertos por las mujeres en tal trance es lo bastante elocuente para demostrar que en esa oportunidad las mujeres se desempeñaron a la vez como mujeres y como hombres. Pero a la vez parece constituir una prueba de lo que se dijo al principio, o sea que no eran sólo siete coma las vírgenes prudentes o como las otras, las fatuas, las mujeres metidas en ese berenjenal. Es imposible que sólo siete damas fuesen capaces de cargar con tantos trabajos, responsabilidades y cuidados, aún teniendo en cuenta la enorme disminución que experimentara el número de españoles venidos en la Armada tras las tremendas pruebas a que los sometieron el hambre y las luchas con los indígenas. Lo más lógico es pensar que el número fuese, aunque modesto, bastante mayor (8) sin que ello disminuya un ápice el magnífico despliegue de estas anticipadas Agustinas de Aragón (9).

De todos modos, lo que esa ayuda significó, lo remacha seguidamente la misma Isabel de Guevara:

"Bien creerá V. A. que fue tanta la solicitud que tuvimos, que si no fuera por ella, todos fueran acabados. . ."

Y por si esto no dice ya bastante, añade la carta:

". . .Y si no fuera pon la honra de los hombres, muchas cosas escribiría en verdad, y a ellos harta por testigos. . ." A qué pueda referirse Isabel en estas breves frases crípticas, no se aclara más; pero el hecho de invocar testigos, es decir, testimonio de gente viva aún, muestra se trataba de hechos concretos. Es verdad que a pesar de haberse esforzado tanto las mujeres por los hombres, cuando algunas de ellas quiso en una ocasión calmar el hambre, ni siquiera una escuálida cabeza de pescado pudo obtener de sus compañeros sino a buen precio en especie. Con sólo un rasgo por el estilo, bastaría para justificar lo que dice Doña Isabel: "Y si no fuera por la honra de los hombres, más cosas diría. . ." (Aunque, por supuesto, no vamos por este dato a calificar de bellacos a todos sus compañeros). Por eso hallamos tan razonable su patética queja, cuando dice:

"He pensado escribir esto y traerlo a la memoria de V. A. para hacerle saber la ingratitud que conmigo se ha usado en esta tierra; porque al presente se repartió por la mayor parte de lo que hay en ella, así a los antiguos como a los modernos (se refiere a los venidos con la Armada de Sanabria) sin que de mí y de mis trabajos se tuviese ninguna memoria, y me dejaron de fuera, sin ningún género de servicios. . ."

Termina Isabel diciendo:

"Mucho me placiera hallarme libre para irme presentar delante de V. A, con los servicios que a Sus Majestades he hecho, y los agravios que ahora se me hacen: mas, no está en mi mano, porque estoy casada con un caballero de Sevilla, que llaman Pedro de Esquivel".

Y ciertamente, habría sido capaz de viajar a España, y presentar sus quejas en persona a la Reina Gobernadora. Habría sido la primera y la única mujer de modesta condición que tal hiciese, en la historia colonial. Pero ya sabemos que como mujer que era, no podía dejar de serlo en su obediencia al marido; y el caballero Esquivel es dudoso le hubiera dado permiso para tales errandas. . .Por de pronto, salta a la vista que el caballero mencionado no se mostraba dispuesto como su esposa, a clamar agravio por encomienda más o menos.

Ninguna noticia más tenemos de la arriscada mujer. Pero ese caballero Pedro de Esquivel, de quien Isabel deja entrever, con sus sencillas palabras, con cierto orgullo conyugal, fue aquel ". . .caballero de bella compostura y bella traza," al cual menciona Centenera en su Canto Séptimo, y a quien Felipe de Cáceres mandó cortar la cabeza, ponerla en la picota, y pregonar su nombre como traidor. Hubo, contemporáneos, en la colonia dos caballeros con ese mismo nombre. Así se vería viuda y por segunda vez en triste trance la valerosa mujer (10).

De todos modos también, como antes en el caso de la Maldonada, sería cosa de que algún estudioso de los que tenemos y cuya misión es andarse por las ramas de los árboles genealógicos, buscase, y seguro encontraría, gente que continúe aún a distancia de siglos la prosapia de esa mujer ejemplar. En la historia de la Maldonada, como en la de Isabel de Guevara, por documentada y a través de sus palabras concisas aunque contundentes podemos apreciar cuál fuese el temple y disposición y la conducta en general de las mujeres que vinieron acompañando a Don Pedro de Mendoza. Del mismo modo en la leyenda (si se quiere: bastante de real, insistimos debió haber en ello) de Lucía de Miranda de fecha anterior, y tanto si se la da como fábula como si no, es dado ver un símbolo de las virtudes femeninas que se complacían en reconocer en sus compañeras los conquistadores.

Por lo demás no hay motivo alguno, al contrario, para creer que fuesen de distinta laya o condición las mujeres que vinieron antes o llegaron en sucesivas ocasiones. Ciñéndonos sólo como es nuestro propósito, al siglo XVI, cuántos casos estupendos podrían haberse anotado, si la pluma masculina, tan pródiga, repito, en chismes y menudencias políticas y administrativas, hubiese destinado siquiera unos renglones a contar algo de lo que fueron las compañeras de gesta.

El único que como también repito, menciona a las mujeres con cierta frecuencia en su obra, el Arcediano Centenera, lo hace en casos y cosas en general de poca monta y que no tienen relación directa con su verdadero papel en la empresa en marcha.

Qué páginas hubiesen seguramente podido dejarnos, si hubiesen querido hacerlo, no ya los españoles compañeros de gesta: otros autores como Díaz de Guzmán, que como retoño vivo de las dos razas estaba en condiciones de comunicar por igual con unas y otras mujeres, las de la tierra y las que a ella vinieron!! Bastaría pensar lo que debió ser su vida, guardianas de las rústicas moradas de entonces, solas la mayor parte del tiempo, mientras los maridos salían para "entrar" -no es un juego de vocablos- a través de selvas, esteros y desiertos, durante meses, en ausencias que a veces eran ya definitivas, porque el consorte quedaba en un recodo del camino, muerto de hambre, de sed, de peste o de una flecha india, sin opción a elegir. Muchas debieron ser las viudas, entre esas mujeres. Es verdad que a estar a los pocos datos que tenemos, muchas de las viudas dejaron pronto de serlo. Eran pocas las mujeres y además no debía ser fácil la vida para una mujer sin esposo y con hijos o no. Y aún con marido e hijos no estaba segura su vida. De algunas de ellas damos una lista al final.

No se piense sin embargo que todas durante esas duras décadas primeras de la Asunción se resignaron a gobernar la casa desde el estrado. Las hubo también que, no precisamente por falta de marido, sino por tenerlo, se olvidaron de la máxima española de que la mujer para la casa; tal vez porque en esos tiempos no toda la casa era para la mujer; y se inmiscuyeron en las grescas políticas, y se hicieron inclusive meter en la cárcel, como Juana de los Cobos en tiempos de Navarrete.

Pero no. Quizá dejaron unos y otros de hacerlo, porque pensaban, con el encantador credo machista multisecular, que si el esfuerzo llevado en el hombre hasta el extremo limite, merecía llamarse heroico, el de la mujer, llevado a ese extremo y más, no era sino "efecto de su esencial naturaleza. . .". . .

Este preconcepto, o mejor ceguera absoluta, rige tanto, que conste, para con la mujer de afuera venida a compartir, con el hombre de su casta, sufrimiento y desengaño, cuanto para con la mujer indígena, cimiento también ella de la nueva humanidad crecida a la sombra de los lapachos. Quizás, o mejor, seguramente, para con ella mucho más. Las razones por obvias no se enumeran.

 

V. LAS CINCUENTA DAMAS DE DOÑA MENCIA

Veinte años más o menos después que la Armada de Mendoza -olvidémonos de Cabrera y de Pancaldo- vino una nueva Armada: la de Sanabria. En ella, guiadas y vigiladas por la dama de pelo en pecho que fue Doña Mencia, cincuenta mujeres jóvenes (cuarenta y seis solteras y apetecibles para "esposas de los conquistadores").

A pesar de las sangrías que representaron las expediciones o "entradas" en busca de oro, quedaban seguramente en Asunción muchísimos más de cincuenta españoles solteros. A pesar de todo. A pesar de las mujeres que acompañaron a sus maridos en la Armada. A pesar de las que sin ser casadas al venir, lo fueron después, o siguieron -no hay noticias al respecto- siendo simples compañeras en las buenas y en las malas, y más en éstas que en aquéllas. A pesar de que ya para entonces las "doncellas de la tierra" habían crecido y algunas de ellas se habían casado con conquistadores; ejemplo las hijas de Irala. A pesar de todos los pesares, cincuenta mujeres representaban la posibilidad de cincuenta hogares españoles más. Hecho de repercusión profunda en el devenir de la colonia.

Estas mujeres jóvenes procedían de hogares hidalgos aunque pobres, de Extremadura principalmente.

Las guerras que España sostenía por los cuatro costados: la emigración a América, en la cual abundaban más, como es lógico, los solteros que los casados, habían disminuido sensiblemente el contingente de varones casaderos disponibles en la metrópoli; sobre todo en ciertas regiones.

Y una de éstas fue precisamente Extremadura, de donde salieron los más audaces, valientes y eficaces capitanes de la Conquista en el Perú, en México y aún más al Norte. Y es lógico y humano que aquellas muchachas, viendo que la montaña no venta a ellas, decidiesen ir ellas a la montaña. Sin contar con que, de los sueños del oro, algo quedaba siempre en las imaginaciones.

Como sabemos, por esos tiempos, a la mujer sólo se le ofrecían en este mundo dos ocupaciones o empleos, y ninguno remunerado, salvo en gracias divinas: el matrimonio y el convento. Es lógico, repito, que encarasen con excitación y revuelo de la fantasía el proyecto de viajar a encontrar compañero seguro. Que el viaje no era lecho de rosas, es también cierto: pero ¿qué no harían para verse casadas aquellas cándidas muchachas lectoras de libros de caballería, en cada una de las cuales alentaba una Isabel de Guevara en potencia?

Y se vinieron. Arrostraron el peligro y la incomodidad, el riesgo y las molestias. Viajaron.

¿Han visto ustedes el simulacro de la Santa María en el puerto de Barcelona? Si lo han visto no necesitan descripciones de las delicias que esas travesías podían ofrecer a cualquier pasajero bragado: cuantimás a damas delicadas y melindrosas. Es verdad que según parece éstas viajaban en un "patache" es decir, tenían para ellas un barco aparte, y esto ya era algo; pero nada, a juzgar por los ejemplares de ese espécimen naval, que se prolongaron hasta nuestros días, autoriza a pensar y menos a creer que se navío fuese, ni aún a cuatrocientos años luz, precedente y anticipo de los transatlánticos de lujo.

Viajar en semejantes condiciones; era más que deporte; más que aventura; más que heroísmo. Era el suicidio considerado como una de las artes feas. Dormir, como bultos estibados. Agua, apenas para beber, no digamos para abluciones, y baños refrescantes; como no fuera la de mar. Pasados los primeros días de luna de sal, nada de fragantes chocolates, leche o carne fresca: y conforme seguían las semanas, galleta sobada de aguamar y mordida de ratas; y charques de sospechosas apariencias cromáticas y olfativas. Para no hablar del suplicio de sentirse convertidas en proveeduría de los más variados insectos inventores de la transfusión de sangre, y que no daban lugar al sueño; ese sueño ladrón de la tercera parte de la existencia, pero sin el cual no se puede vivir. . De vez en cuando una tormenta para hacer ejercicio, necesario donde el footing no era fácil; con los consiguientes zarandeos, zollipandas, bascas, alaridos, ayes, invocaciones, trisagios y votos a la Virgen del Mar y a todos los santos.

Pero no paraba ahí la cosa, de cuando en cuando; y esta aventura (que ya empezó a mostrar perfiles poco auspiciosos, como se suele decir barbarísticamente, con la muerte del Adelantado Sanabria en vísperas en embarque, y siguió con la división de la Armada en dos y el posterior desatinado itinerario del otro Sanabria el joven (11) que fue a parar, adelantazgo y todo, en Trinidad) se trajo para las mujeres una cuota especial de desastres:

Los barcos perdieron, en una de las tormentas, el rumbo, y la gente fue a parar al Golfo de Guinea, donde nada tenía que hacer; y por tanto emplearan su tiempo en Lamentarse. Reiniciado el viaje y cuando estaban todas ya otra vez hechas una lástima, tropezaron con un pirata, es decir, con lo peor con que en el mar se pudo tropezar en cualquier tiempo y época, a no ser una mina submarina. El pirata llevaba cañones, es decir, razones indiscutibles; el patache de Doña Mencia, cincuenta mujeres jóvenes; es decir, razones para discutir; pues aunque esrrimiadas y pálidas luego de tanto trafagueo, las damas y damitas extremeñas seguían siendo "boccato di filibusteri". Salazar, quien como se sabe, regresante de España, acompañaba al batallón femenino, se encontró aquí enfrentando con algo más grave que el tigre cebado de su escudo o la terribilísima serpiente con brazos. Poderosas dotes persuasivas debía poseer el fundador de Asunción, aparte su personal valentía, ya que logró que los piratas se conformaran con comerse lo poco che llevaban a bordo los viajeros, y apropiarse desde luego toda la ropa y atavío de las damas, dejándoles, con inaudita generosidad, lo puesto, sin más repuesto, aunque sin impuestos.

Después de ello, siguieron navegando como pudieron, durante medio año más. Pues, como sabemos, los viajes duraban una eternidad y media. Qué comieron durante medio año, los viajeros, no hemos podido descubrirlo, no teniendo a mano documentos de primera ídem. Pero como no se habla de que cayese ningún maná, es de suponer recurriesen a la pesca, para lo cual habla amplia y variada oportunidad.

No es de extrañar que en tan largo trayecto y con tan variado programa festivo, muchos casados embarcados sin la mujer, se olvidasen del nombre de su media naranja aún antes de desembarcar en Santa Catalina; y que por singular contrapartida las mujeres casadas recordasen más a sus maridos, Y sin embargo, aunque nada digan las crónicas tampoco, no es imposible que se diesen en tan largo viaje algunas bellas noches de plenilunio, y que mientras Las naves seguían hociqueando el horizonte con viento favorable, las jóvenes, sentadas en cubierta y mirando, no atrás -donde la estela fingía un derroche de plata anticipo de halagadores sueños- sino adelante, donde el horizonte con su invariable curva tajaba toda imagen, se hicieran unas a otras en voz baja confidencias, o esbozaran comentarios acerca de la apariencia y gálibo de los que nunca con tanta razón pudieron llamarse desconocidos futuros. En los cuentos caballerescos -y en las realidades cortesanas- los contrayentes en proyecto recibían sendos retratos, ella de él, él de ella, que los informaba aunque no con la precisión fotográfica de hoy. Pero estas doncellas eran pobres aunque hidalgas; nada de acaramelados retratos. . . ¿Cómo sería el futuro que les deparaba el cielo, y con este futuro, el otro, el temporal?

- Anoche soñé que era rubio. . .rubio, los ojos azules, y una barba rizada como de seda. . .

- Si fuese ¡trigueño! Me gustan los trigueños. Estoy harta de rubios. En mi familia hay rubios como para dorar un verano.

- Yo lo quiero bien blanco. . .ya me soy yo morena, aunque tengo los ojos verdes.

Otras eran más prácticas:

-        ¿Cómo serán allá las cosas? ¿Habrá servicio?

-        Dicen que hay muchas mujeres indias que sirven en la casa.

-        ¿Sólo para la casa?

Al llegar acá se instalaba un silencio. ¿Habían oído ya hablar de la vida de harén que los españoles se tratan en Asunción? ¿Quién sabe? Pero si lo sabían, no podían tener una idea muy clara de las dimensiones del problema. No era un secreto para las más tímidas doncellas (aunque padres, abuelos, parientes o tutores creyesen otra cosa, fanáticos adeptos de la asepsia mental en las féminas jóvenes) que los maridos en España tenían sus aventuras, hijos de cuando en cuando nacían fuera de la casa; y eso era comentado primero en voz baja, luego en voz más alta y por último dejaba de ser noticia. No podían imaginar con otros contornos o perfiles el problema en estas tierras aún para ellas desconocidas. Y, en cualquier caso, todas esperaban con ese admirable optimismo merced al cual la mujer ha soportado siglos y siglos su hogareña servidumbre, que su presencia cambiaría las cosas, si era preciso.

Llegaron a Santa Catalina. Y en qué estado, nos lo podemos imaginar, ya que los piratas no les hablan dejado sino el vestido puesto, y con él habían tenido que asistir a todas las fiestas a bordo, durante medio año. Pero si pensaban que con llegar a Tierra Firme se acababan sus penares, estaban equivocadas. Muchas fueron las peripecias que aún tuvieron que atravesar después que un intento de reanudar la navegación hacia el Plata, en una carabela construida en Santa Catalina, fracasó. El mandón de la Capitanía de San Vicente, Thomé de Sousa, las recibió con agrado, y al parecer como sus estimadas huéspedes; acogida a la cual ellas correspondieron con su mejor apetito. Pasado una breve temporada, sin embargo, se dieron cuenta de que el buen portugués no las tenía tanto como huéspedes cuanto como cautivas o rehenes, a ellas y al resto de la comitiva. Salazar acá dio nuevamente muestras de su sentido de iniciativa. Planeo, organizó y llevo a cabo una fuga por su cuenta. Y antecogiendo sus pertenencias se puso en marcha, llevándose no solo a la esposa y algunos amigos, sino también algo precioso para la colonia; las primeras piezas de ganado vacuno que llegaran a estos pagos: seis vacas y un toro, que demostraron su buena clase y voluntad al llegar a destino en buena salud, por lo cual a su cuidador, Gaete, se le entregó una vaca.

Los viajeros restantes hubieron de esperar aún algunas semanas para poder emprender viaje; la Corona de España elevó su protesta por la injustificada retención, y las damas pudieron por fin viajar.

La estada de esta expedición en Santa Catalina se señala no obstante por un hecho, aunque efímero en si importante: el de la fundación de San Francisco del Vyazá. La demora en Santa Catalina sin embargo les dio ocasión de algún descanso y alimento; y su estada como huéspedes, un poco forzosas y otro poco forzadas de Thomé de Sousa, les permitió volver al cuerpo no sólo el alma, sino también las carnes, y hacerse de ropas nuevas a cuenta de la Real Hacienda. Lástima que después de varios meses de trajinar por la selva en la segunda parte del viaje hasta llegar a Asunción, las renovadas ropas no debieron llegar en muy buen estado.

Entretanto, en Asunción, los españoles presuntos novios esperaban. . .

Del proceso psicológico a que debió dar lugar esa prevista llegada masiva de españolas y su irrupción en el statu quo del Paraíso asunceno, poco han dejado los cronistas, que juzgaban sin duda de poca monta el asunto de bendiciones, de las cuales habían perdido la costumbre. Una escritora argentina, Josefina Cruz, ha intentado dar un esquicio del estado de ánimo de los colonos en esos años que duró la espera, y en los cuales no todo por cierto se pasó en esperar, pues en el interior hubo expediciones y se fundaron ciudades como Ontiveros.

Las cuarenta y seis restantes damas con Doña Mencia al frente continúan, paso a paso su viaje cortando por la cintura el continente en busca del Marido Desconocido. Nueva prueba larga y dura. Meses de camino por sendas abiertas, más bien adivinadas. Meses caminando por roquedos y breñas, bajo bosques o sol rajante, con lluvia y con tormentas, a través de paisajes parecidos unos a gloria y otros a infierno; comiendo lo que los indígenas bien dispuestos les tratan; durmiendo en lecho precario, fuera de toda perspectiva de aliño y dengue femenino, salvo tal vez los baños en riachos o lagunas donde no surgiera de pronto algún bicho espantable.

Pero si París bien valió una misa, un marido héroe y además candidato a unas cargas de oro o plata, bien merecía todo lo sufrido y soportado, al lado de lo cual eran ya poca cosa unos tiznajos y rasguños, un poco de hambre y otro mucho de ganas de comer; abundancia de sustos, y copia de ampollas en los atormentados pies, obra de los irremediables chapines. . .

También en ellas, conforme avanza el viaje, opera psicológicamente la aproximación creciente de una situación del todo nueva: del próximo enfrentamiento con los casi míticos varones en cuyo hogar esperan ser dueñas y señoras, como lo han sido sus madres y la serie innumerable de sus abuelas. A los tormentos materiales del viaje, se debió añadir superándolo a menudo, el de encontrarse así, desprovistas de galas y adornos, algo así como sin armas para la batalla. Máxime cuanto que no podían imaginar que sus futuros tampoco tenían, a este respecto, mucho de qué valerse para impresionar.

Porque aquí es ocasión de recordar que en todos aquellos años de aventuras y desventuras, la provisión de galas en el guardarropa del conquistador no se había renovado mucho, ni siquiera conservado. Quizá en alguna alacena o arcón se conservase tal cual chupa bordada, calzón acuchillado, jubón de grana, camisa con randas, resto milagroso de las compras hechas al genovés Pancaldo, cuando su nave atracó en 1539 en Buenos Aires, y todavía los tratos se hicieron a fiado, "para pagar con el oro que hallasen". O guardasen alguna de sus prendas y arreos algunos de los supervivientes compañeros de Cabeza de Vaca.

Pero lo común y corriente como lo demuestran los documentos de época, eran las prendas hechas de lienzo de algodón o caraguatá, tejidas por las indias, y cosidas por algún sastre, que, aunque no de corte, algo cortaba. Esos documentos mencionan capotes, calzones cortos, jubones de algodón, viejos. . .algún chaleco de cuero, y uno que otro par de zapatos ancianos. Estas eran las galas con las cuales se aprestaban a recibir a sus prometidas los otrora resplandecientes y crujientes conquistadores. . .

Ya hemos dicho cuál debió ser el estado del atavío de las damas viajeras. Y dejo a la imaginación de cada cual pintar el cuadro del encuentro. . .No podemos saber si ante la apariencia de los presuntos maridos, descendidos de su empaque y galas caballerescas al más llano aspecto y gálibo de destripaterrones, alguna de estas doncellas no, habrá deseado en ese momento estar a cien mil millas de allí. Pero un viejo proverbio reza "a lo hecho, pecho". Y además, mucho pesa el riesgo de quedar soltera en tan inéditas latitudes. El caso es que todas ellas, antes que pudiesen emitir opinión sobre modas masculinas, se vieron desposadas. Y el resultado fue óptimo.

Y así, aún cuando en el resto de su vida ninguna otra cosa aparatosa hicieron estas mujeres -y su proceso de adaptación debió ser heroico- bien ganada tienen con lo apuntado la condecoración de Mérito al Matrimonio. Ya sabemos que antes que el grueso del grupo, vinieron la que fue mujer de Salazar, la de Juan de Garay, y también Doña Elvira de Contreras, casada en S. Francisco con Ruíz Melgarejo, cuya trágica historia cuenta Centenera, por cierto con sentimiento desusado en él; y a la cual haremos referencia luego.

Alrededor de estas peripecias interesantes, y aparte el mencionado ensayo de Josefina Cruz, se ha escrito poco. Como se ha escrito poco o nada acerca del efecto que en la vida colonial tuvo la irrupción de ese contingente femenino, portador intacto de pautas de vida y conducta que posiblemente se encontrasen a esa altura de la vida colonial, un tanto deterioradas o por lo menos en situación de laboriosa defensa. Aquí no vamos a intentar ese estudio, pero sí insinuar que tal vez la llegada de estas mujeres diera el final empujón a la decisión de Irala de realizar el reparto de encomiendas. Las recién casadas, que habían con toda seguridad, sufrido duro bajón en sus ilusiones de un novio áureo, no dejarían de hostigar de vez en cuando al esposo, instándole a procurar sacase algo de la circunstancia.

 

VI. LAS MUJERES DE LA ARMADA DE ORTIZ DE ZARATE

Después de estas cincuenta mujeres, los Reyes Magos no volvieron a depositar otro regalo semejante en zapatito asunceno, hasta la llegada de la Armada de Ortiz de Zárate, con la cual venía Centenera, veinte años más tarde. En esta Armada venían otras cincuenta damas, además de bastantes casadas.

Si no las pasaron muy bien las damas que vinieron con Daña Mencia, no las pasaron mejor las que vinieron con el Arcediano, exceptuando los alicientes de los cambios excesivos en el derrotero y el encuentro con los piratas. Tormentas como antesalas del otro mundo; hambres a bordo, y regímenes adelgazantes no menos crueles luego de desembarcar: el descubrimiento del alimento antepuesto al descubrimiento geográfico.

A propósito de estas peripecias, el Arcediano cuenta mucho de los gritos y lamentos de las mujeres, zarandeadas en los barcos como nueces en una lata. Menos mal que también dice que los hombres gritaban, rezaban y hacían votos de ser buenitos, creyendo llegada su última hora. Y no deja de comentar que a pesar de todos los quebrantos y fatigas todas sobrevivieron. . .lo cual parece lamentar el Arcediano, ya que insiste sobre el particular más de una vez:

. . .y al fin todas con vida escabulleron. . .

Tampoco sufrió pues bajas el contingente femenino que embarcó en esta Armada. Pero si el número de mujeres no padeció merma, si las esperanzas y las alegrías de muchas. El Arcediano, a quien tomamos por testigo a falta de los documentos oficiales más precisos, nos cuenta cómo al llegar al Plata, tuvieron las expedicionarias que enfrentarse con los charrúas, quienes les mataron una cantidad de gente y tomaron cautivos a un centenar de españoles: vale decir, dejaron un centenar de viudas efectivas o presuntas. A este respecto también hemos de anotar que si no en estas ocasiones, en otras -generalmente imprevistos ataques o incursiones indias- fueron tomadas prisioneras mujeres españolas. No serían muchas; la historia no cita nominalmente sino a la Maldonada y a Lucía; los casos más numerosos se dieron en rigor más adelante ya entrado el siglo XVII.

Nada bueno, repetimos, encuentra el buen clérigo que contar de estas pobres mujeres, aunque no deja por eso de dar cabida a lo maravilloso. Por ejemplo, el cuento de la pareja no casada -muestra de que las ordenanzas seguían sin ser cumplidas- que saliendo (ya en tierra) a buscar qué comer, el varón se perdió en el monte, y a la mujer le salió del mar un pez, parecido a un hombre, que le declaró su amor; aunque no nos dice en qué idioma, ni cómo la mujer lo entendió. Verdad es que el Arcediano confiesa igualmente que cuando más estaban rabiando de hambre todos, una comadre suya, Mariana, atizó a un pobre perro descuidado un estacazo con voltios suficientes como para dejarlo tieso; y que fue él quien decidió a la comadre a asarlo para comérselo, para que el delito al menos fuese de algún provecho. Y satisfecha el hambre, el Arcediano, confiesa también que endilgó un discurso a su comadre explicándole que no había cometido pecado alguno, pues el garrotazo lo justificaba la circunstancia; y el asado era cuestión de economía política.

Como ya las antes venidas con Doña Mencia, estas damas de las naves de Zárate pasaron pues lo suyo antes de llegar a Asunción, donde les esperaban también no demoradas nupcias. Entre los candidatos, estarían, no solamente los criollos hijos de los iniciales hogares españoles (los retoños de los primeros negados al país) sino también otros, aún solteros, de los hogares españoles anteriores y tal vez algunos de los españoles solteros que venían en la Armada de Zárate (unos 400). Podemos imaginar la kermesse de proposiciones que debió tener lugar y cuántos serían los decepcionados; aunque no debemos olvidar los hogares formados ya seguramente para entonces con "doncellas de la tierra" de las cuales contó 6.000 solteras, el propio Ortiz de Zárate.

 

VII. ALGUNAS CONSIDERACIONES

Fueron pues pocas, relativa y proporcionalmente, las mujeres españolas llegadas a la colonia en el siglo XVI. Forzando mucho, mucho, el cómputo, llegaríamos quizá a poco más de trescientas. Por eso no debe extrañar que los españoles solteros se dedicasen a reeditar en esta tierra las delicias del harén y llegasen a tener, según el mismo Centenera, hasta sesenta mujeres indígenas en su casa. Aunque haya siempre un poco de exageración en ciertas estadísticas del Arcediano y otras, no cabe duda de que los españoles, que siempre, parece, amaron a los hijos, amaron también alguna vez a la madre indígena. (Que las amara a todas, sería mucho pedir). Lo que el Arcediano cuenta acerca de cómo clamaban algunos -solteros, suponemos- por sus mujeres indias, en los momentos de grave enfermedad o muerte, es significativo, Y prueba además que si muchos no formaron hogar sacramental con española, fue por falta de éstas. Otros simplemente, se habían dejado ya una esposa en España: no podían casarse aquí (por esas épocas, en que tan escasos eran los registros civiles, eran también rarísimos los casos de bigamia) (12). Pero tuvieron hijos con mujeres indígenas, y en abundancia, como sabemos.

A propósito de esto, recordaremos que hubo también cédulas en las cuales se ordenaba a los maridos que tuviesen su mujer en la metrópoli, la hicieran venir a la colonia para restituir a integridad el hogar; pero la escasez de Armadas debió ser en verdad obstáculo para el cumplimiento total de estas cédulas en la región.

Capítulo aparte y no poco interesante, podría escribirse con las peripecias, incidentes y anécdotas a que en los casos de cumplimiento debe haber dado lugar el reencuentro de marido y mujer, tras veinte o más años de separación. En más de un caso, habría proporcionado argumento para originalísimas novelas, nunca escritas,

Hay que tener en cuenta que, si bien, como era lógico, y como ya se ha dicho, los españoles, conforme se acercaba el siglo a su fin, no rejuvenecían; y según un cronista, hacia 1585 los primeros venidos "ya se iban acabando" tampoco quedarían para simiente de rábano las indias que fueron sus compañeras de los primeros tiempos; y que éstas se irían acabando también; el alejamiento de indígenas a raíz de la encomienda hizo que la renovación de esos que algunos han llamado "harenes" fuera siendo cada vez más difícil. A la vez que desaparecían las mujeres indígenas asimiladas, crecían en número, edad y gracia las mestizas, las doncellas de la tierra, de las cuales no pocas como ya se dijo, contraerían matrimonio con españoles (como en el caso ya mencionado de las hijas de Irala) y otras con criollos, o con mancebos de la tierra, o sea hijos de español e indígena; muchos de ellos de ilustre apellido, como muchas de ellas, ya que consta que si no siempre, en una gran mayoría de casos, los padres les reconocían, especialmente en los primeros tiempos (ejemplo capital, Irala).

Las al comienzo adquiridas costumbres, ahora, pues, se verían bastante constreñidas en su expansión por la falta de mujeres indígenas por un lado, y por otro por las pautas de conducta, que en alguna medida se harían sentir, restablecidas por el asentamiento de los hogares españoles. Estos, aún reducido su número, eran los bastantes como para constituir grupo de presión. Una presión que se ejercería a través de la religión -identificada con la moral- por una parte; en virtud del prestigio de "familia", por otra. A medida que las uniones se multiplican, al correr de los años, con la inevitable mezcla creciente de las sangres, los problemas de adaptación disminuyen sin duda: aunque en las pautas de conducta sigan siendo factor sensible facetas del sentimiento y el pensar metropolitano, sobre todo en lo que a las jerarquías de mando y respeto en el hogar, pautas sociales, etc. respecta.

No es acá sin embargo el lugar para ocuparse de este proceso. Lo que aquí se ofrece es un simple anecdotario, no un análisis. Sólo observar que desde el principio las mujeres españolas debieron poner mucho de su parte para la estabilidad de los hogares mucha paciencia, resignación y calma. Aprenderían a pasar por alto, a cerrar los ojos y morderse la lengua; a perdonar setenta veces siete; o quizá más, porque los maridos paracuarios necesitarían a menudo una ampliación del crédito evangélico. Aunque los esposos en el mismo lapso hubiesen aprendido muy poco; salvo a aumentar, con la espera del perdón de las propias faltas, las exigencias de fidelidad ajena.

Porque aún nos ofrecerá este siglo XVI paraguayo -el siglo heroico- algunos otros casos en que intervinieron, para su bien o su mal, mujeres, españolas por el momento. A pesar del ejemplo poco edificante que con el "paraíso de Mahoma” dieron los varones españoles, no por eso habían aprendido a ser más tolerantes o menos crueles por lo menos en materia de reivindicaciones de honor, cuando del sexo opuesto se trataba. Ya sabemos que son los pueblos de hombres mujeriegos los que se especializan en los celos y venganzas truculentas. Ejemplo los árabes, de quienes los españoles algo heredaron. Y aquí viene el caso de Doña Elvira de Contreras.

 

VIII. LA TRISTE HISTORIA DE DONA ELVIRA DE CONTRERAS

Doña Elvira contrajo matrimonio como antes se dijo, ya en San Francisco, con el rayo del Guairá, Ruiz Melgarejo; aquel, que en frase de Centenera, "hacía temblar la costa del Brasil. El primero en las batallas, Melgarejo quiso ser también el primero en elegir dama. Y escogió, ya, en Santa Catalina, a la hermosa Doña Elvira, de la cual habla, ampliamente, Barco Centenera, ponderando su belleza con palabras que ponen a prueba su caudal lírico:

. . .Quien indios y españoles ha vencido,

vencido y muerto queda, porque mira.

Y piensas tú, Cupido, no lo fueras,

mirando a Doña Elvira de Contreras!. . .

Era Doña Elvira nacida en Medellín (Bajadoz) "de conocida casta y gente clara", y fue "estrella en hermosura".

Doña Elvira se asentó en Asunción, lugar teórico de residencia de Melgarejo, quien como se sabe, en su larga vida -fue uno de los conquistadores de existencia más prolongada- no hizo sino ir de un lado a otro unas veces peleando y otras también. Hombre ilustre, con todas las cualidades del guerrero y el fundador, dudamos tuviese las de un marido asiduo.

El amor de Melgarejo hacia Doña Elvira debió ser, como el resto de la personalidad del temerario conquistador: arrebatado, intransigente, violento; amor de dueño absoluto, de macho implacable, incapaz de perdonar ni a su propia sombra. Iba y venía del Guairá a Asunción y de Asunción al Guairá, o al Atlántico, y de allí otra vez a Asunción, siempre arma al brazo.

En catorce años de matrimonio, tuvo cuatro hijos, de los cuales más tarde tres, varones, fueron sacerdotes (no sabemos si en la elección de esta influyó el drama de su niñez); la hija casó con Martel de Guzmán, Alcalde ordinario de Santa Fe.

Los cuidadas de hijos y hogar, rodeada como debía estar, de servidumbre numerosa, dejaban seguramente a Doña Elvira muchas horas libres, que no podía dedicar, en aquellos tiempos sin cine, radio ni televisión, a cosa mejor que a soñar. En otras palabras, Doña Elvira, hermosa y joven, languidecía esperando al marido, en Asunción, escapándosele el alma hacia el horizonte detrás del cual se escondían todas las cosas que ya no tenía, porque las había cambiado por otras que no acababan de ser suyas.

Y como estaba sola, y con alguien había de compartir sus penas, las compartió con su confesor, el Padre Carrillo, su compañero de viaje en el patache San Miguel, cuando era aún casi una niña y el fraile lógicamente mucho mayor: tanto que Centenera al describir el hecho, dice "era ya viejo".

Tal vez el Padre Carrillo se arriesgase en la administración del sacramento de la confesión más allá de lo que la Iglesia establece. Tal vez solamente le gustaba compartir con Doña Elvira añoranzas, y, a falta de chocolate, un mate de coco, del que fueron inventores los españoles. Nunca sabremos si hubo efectivamente algo entre ambos. Es decir, algo pecaminoso. En una sociedad pequeña, hambrienta de novedades, en perpetua masticación de chismes y díceres (en que participarían no poco los arrimados de cada casa, inclusive quién sabe si alguna mujer celosa, como en el caso legendario de Lucía de Miranda) habrán sido infinitas las cosas abultadas e inclusive inventadas por la malicia ociosa o interesada.

Es algo increíble que Doña Elvira, conocedora del carácter del marido, se arriesgase tan fácilmente; y menos comprensible aún la imprudencia en el clérigo Carrillo. Pero Centenera se limita a decir que “Melgarejo sorprendió a ambos", sin dar más detalles sobre el particular.

Todavía no se habían promulgado las “Leyes de Estilo" (1588) que reiteraban al marido potestad de vida y muerte sobre la esposa infiel: es decir, de muerte a secas. Pero el "derecho" de matar a la esposa aún por simple chisme o denuncia subalterna estaba en vigencia de siglos antes. Fue el espíritu social el que creó las Leyes, y no viceversa: las Leyes de Estilo que Calderón revivió en toda su virulencia en sus dramas de sangre, no hicieron sino ratificar un estado de cosas que no era sólo costumbre y consenso, sino arbitrio legal consagrado de antiguo.

El rayo del Guairá sacó la espada incontinenti -si es que no la llevaba ya desenvainada- y clavó al fraile contra la pared como a una mariposa. Doña Elvira huyó de la casa, pidiendo á gritos auxilio y buscando refugio, enloquecida. Y aquí entra la segunda y crudelísima parte del episodio: la gente, en lugar de ofrecer asilo a Doña Elvira:

Ayúdanla a matar: oh crudo cuento,

Que no hay quien te defienda, desdichada!. . .

Dice Centenera, quien por primera vez se muestra conmovido ante el triste final de una mujer tan hermosa, tan hermosa que no había quien no quedase fascinado por su belleza, al verla. . .

Y ni sabernos -mejor no saberlo- si entre aquellos que ayudaron a matarla no se contó alguna mujer. No sería raro que así sucediera, en una escena muy digna de D'Annunzio o Lorca. Porque las mujeres en muchos cosas hemos sido cómplice del hombre en contra de nuestras propias congéneres. . . Un pecado que no terminamos de expiar.

 

IX. LA "BELLA DESCONOCIDA"

Hasta ahora, coma vemos, todas las mujeres citadas, tanto indígenas como españolas, se regostan al grupo de las buenas, de las mujeres fuertes o de las amable y humanamente débiles. Pero crea que en un recuento como éste no cabe negar un lugarcito a las del opuesto bando, siquiera sea para poner más de relieve las virtudes de las primeras. Comencemos por una a la cual, por saber que fue muy bella e ignorar su nombre, llamaremos "la bella desconocida".

Cuenta no sé quién (creemos que es Herrera) que el cargo y dignidad de Adelantado trajo mala suerte a cuantos lo endosaron en América Hispana; y de tal modo lo prueba en una simple enumeración, que se le pone al lector carne de gallina y se propone ipso facto no procurar aceptar el cargo de Adelantado si por casualidad se le ocurriese a alguien ofrecérselo aunque sea en el Túnel del Tiempo. Juan Ortiz de Zárate no es una excepción; terminó como tantos otros Adelantados, en el Río de la Plata, mal. Pero no nos detendremos en sus andanzas. Lo peor le ocurrió cuando ya no ocupaba cargo

Como es sabido le sucedió como Gobernador del Paraguay un sobrino suyo, un tal Mendieta, del cual las crónicas de época desbordan de malos recuerdos. El tal Mendieta según los datos que de él se conservan no tenía por donde agarrarle: prepotente, cruel, mujeriego. No sabemos si también jugador y bebedor; pero con lo apuntado es suficiente para mostrar que no tenía vicios menores. Por supuesto, tenía sus puntos fuertes, que, como suele sucede- a menudo con los temperamentos tiránicos, pivotaban sobre sus debilidades. Y va de cuento.

Después de mucho mariposeo y galanteos efímeros pero no improficuos, en una oportunidad se enamoró de veras. La beneficiaria fue una mujer cuyo nombre Centenera guarda celosamente, con discreción no muy frecuente en él. Y aunque Mendieta no tenía, según estamos viendo, necesidad de estímulos para mal proceder, su "liaison" con esta señora fue causa de que su afición a lo malévolo y al abuso se exacerbase, al procurar satisfacer los caprichos de la dama, que no debía ser tampoco trigo limpio. Dice Centenera con su estilo prosaico y sin embargo a veces expresivo:

Aunque a muchas mujeres requestaba (Mendieta) y a su gusto y mandado las tenía, (y habría que ver qué significaría este muchas en la escasa población femenina de la sociedad española de entonces; aunque es verdad que ya debían abundar las bellas hijas de español e india, e inclusive numerosas las hijas de hogares españoles formados un cuarto de siglo antes o más). Sigue Centenera:

. . .a una más que todas él amaba, que en hermosura a todas excedía. . .

. . .Por ésta muy de muchos se celaba;     

por ésta a todo el mundo aborrecía;

por ésta tuvo origen su locura,

por ésta feneció su desventura. . .

Parece ser que la dama además de hermosa, era bastante vanidosa, orgullosa, amiga de excitar envidias y celos ajenos, loca por fiestas y bullicios. Reunía en suma todas las cualidades necesarias para hacerse aborrecer, sobre todo porque aprovechaba su ascendiente sobre este Calígula colonial para humillar a cuantos podía y para lucir cuanto era posible en una sociedad tan reducida. No lo dice con estas palabras pero lo deja ver a las claras Centenera, cuando añade:

Por ésta muchas fiestas se ficieron;

por ésta toros bravos se corrieron,

por ésta se ficieron mil fazañas,

Y no sólo fiestas vio: sino también:

vide yo muchas marañas. . .

Par ésta andaba el pueblo alborotado,

por ésta se han los cuatro desterrado. . .

No cabe duda de que la bella dama contribuyó a hacer, al menos por una temporada, más varia y salpimentada la vida de la colonia; Y, por supuesto, no debió ser nada querida por los colonos. Aún teniendo en cuenta que disfrutarían de las fiestas que por ella organizara el Gobernador; dado que ellas no dejarían de repercutir en el magro bolsillo ciudadano de la época.

Nos imaginamos el hervidero de chismes pequeños y grandes a que daría lugar la conducta de Mendieta; no tenían por entonces los colonos prensa, radio ni televisión; a no ser la prensa oral de los pregones no siempre portadores de buenas nuevas. Así no es de extrañar que (sigue Centenera, si vulgar, gráfico)

Por ésta, una mujer que fue nacida

en el Brasil, ya vieja, con gran saña

me dijo: "Ay mi señor!. . .como perdida

en otros tiempos dice que fue España

por la Cava, esta tierra destruida

por ésta lo será; y puesto que daña

la tierra tanto, resta procuremos

que pronto salga de ella y sus extremos. . .

Lo cual parece indicar que en algún momento hubo bullebulle y se perfiló alguna confabulación para sacar de en medio -sin efusión de sangre- raptándola o algo parecido, a la estorbosa dama.

Pero Mendieta, aunque a causa de ella tenía pesadumbres, y por ella le aborrecían,

. . .muy poco apuestas cosas le empecían,

que más amaba a ésta que a sus ojos. . .

Y así se vino a crear en Asunción, testigo el propio Arcediano, como hemos visto, una situación semejante a las mejores de caza de brujas. La psicosis de las dictaduras y la ganancia de los partidarios de a rio revuelto:

Andaba la Asunción tan temerosa,

los padres a los hijos non falaban;

la mujer del marido recelosa;

las madres de las hijas se guardaban. . .

Esta situación no era peor que otras capeadas por los viejos conquistadores: pero si ofrecía matices nuevos para los cuales no estaban ya apercibidos sus baqueteados huesos:

. . .Los españoles viejos, muy ancianos,

con su cabello blanco y barbas canas,

a la importuna muerte ya cercanos,

cansados de sufrir casas tiranas,

echaban a montón juicios vanos. . (13)

Claro que como no hay bien ni mal que cien años dure, también Mendieta duró lo que tenía que durar; no mucho, y tuvo su remate; que para coronar dignamente la historia nadie supo dónde ni cómo sucedió. La voz corrida lo dio por terminado en el estómago de los tupíes. Esta versión podría muy bien no ser sino el freudiano reflejo de un buen deseo colectivo: pero la verdad es que Mendieta desapareció como si la tierra del Brasil adonde huyera se lo hubiese tragado.

¿Y la dama?. . .

De la dama, nada. Si siguió al derrotado Gobernador en su final odisea o no; si permaneció en Asunción, nada dice Centenera. Es poco probable lo último, dadas las malas voluntades que debe haberse granjeado la buena señora. A alguien se le ocurrirá quizá a propósito de tan mal empleados amores, recordar aquello de:

En toda humana querella

pregúntese quién es ella.

Pero la verdad es que Mendieta, según datos era ya malo antes de conocer a la bella incógnita, Ella no hizo sino darle una ocasión de mostrarse en sus más brillantes facetas. Que nada podría la mujer sin los mujeriegos.

Todavía podría ampliarse el anecdotario con otras historias. Casi todas tristes; de amor, de picaresca y hasta de política. Porque la mujer, a pesar de los graves problemas domésticos que debieron solicitar su atención, tuvo tiempo de inmiscuirse en lo político: la influencia femenina inclusive se hace decisiva en algún momento de la historia paraguaya al condicionar la conducta de gobernantes. . .

Pero mejor dejarlo para otra ocasión mejor por permisiva de más espacio y más serio trato.

Sin embargo esta evocación de las mujeres de la conquista no estarla en modo alguno completo si no funcionase como un díptico, en la exposición de dos paisajes o cuadros humanos. El que constituye la mujer española, compañera nata del conquistador que como él hubo de "recrear" material y espiritualmente un mundo para encajar en él a la par del marido, no sabría jamás integrar su significado pleno en la formación de un pueblo nuevo, si a su lado, girando sobre las mismas bisagras históricas, a cuestas sus ventajas y desventajas peculiares, no se delinease la figura de la mujer indígena, colaboradora en la adaptación del español a la nueva vida: la que le "sirvió", en el más humano integral modo: aquel que concilia cuerpo y alma en la tarea de tomar raíz en la tierra.

 

 

SEGUNDA PARTE

 

LA MUJER INDIGENA

 

Hubo también mujeres de la tierra, mujeres indias, que merecieron ser nombradas por motivos diversos, y a las cuales no ha dedicado comentario alguno la crónica de ese tiempo. Si se menciona alguna es cuando no hay más remedio que nombrarla, porque es pieza del ajedrez vivo. Y entonces, para que la ingratitud no deje de serlo, se olvidan de su nombre.

Ni a una sola, en efecto, hasta llegar a Centenera, hallamos individualizada por su nombre. Se dice "las mujeres de los náufragos" o "la mujer de Ayolas", o "una mujer de Salazar". Y sin embargo, el papel de algunas en su momento fue importante, más aún, decisivo, en la vida o para la vida de la colonia. No comentaremos los centenares, quizá millares, de mujeres -todas jóvenes- que pasaron, por arras de alianza, al rancho del español, "para servirle", palabra que en la connotación indígena significaba simplemente ser para el hombre blanco lo mismo que era para el de su casta: servidora total de la misión hogareña tal cual el indígena la entendía. Ni repetiremos que esas mujeres recogieron, hilaron y tejieron el algodón, cuidaron la casa y criaron miles de "mancebos y doncellas de la tierra", primera generación de masivos pobladores de la tierra bajo el nuevo signo.

 

1.      INICIACION DEL MESTIZAJE:

EL FORTIN DE LOS PATOS

Este es el lugar para asentar el recuerdo de las mujeres indígenas de las tribus cercanas al Fortín de los Patos, cerca de Santa Catalina, donde en rigor comenzó la miscegenación.

En efecto, el Fortín de los Patos, llamado así por hallarse situado sobre una laguna en donde abundaban muchísimo estas aves, fue fundado por náufragos de Solís, a los cuales se añadieron más tarde otros rezagados de la Armada de Gaboto. No hay noticia --ni mucha probabilidad- de que entre esos náufragos figurasen mujeres. Y sin embargo, cuando estos refugiados se suman a la Armada de Mendoza, se habla de "sus familias". Una prueba fehaciente la proporciona el hijo de Alejo García, compañero de su padre en la extraordinaria aventura por éste emprendida con tanto éxito y tan cruelmente acabada. Muchacho que fue el único superviviente de la expedición. (Díaz de Guzmán le conoció y trató, años más tarde, cuando el niño huérfano sería ya hombre de sienes grises). Pero no nos proporciona luz alguna sobre el hecho que podría resultar tan interesante, de si su madre fue o no una india. Entre en lo posible que esas mujeres fuesen, alguna de ellas por lo menos, portuguesa: pero ello no es probable: tampoco los portugueses andarían por entonces tan sobrados de elemento femenino, como para permitir que las mujeres se les fuesen de las manos tan fácilmente.

Dando pues como cosa más que probable que esas mujeres fuesen indígenas, tendríamos que aceptar que fue en ese lugar donde se inició la miscegenación hispanoguaraní, al Este del Ande: ya que los nativos de esa región parecen haber sido guaraníes.

No conocemos el nombre de ninguna; no sabemos nada del final que a ellas y sus descendientes les cupo, aunque sepamos el término, más o menos feliz -más bien menos- de algunos de los españoles a quienes acompañaron. Como algunos llegaron hasta Asunción con sus familias, es muy posible que, como en otros casos mencionados, en la población paraguaya de hoy se cuenten aún descendientes de aquellas uniones primigenias.

 

II. LA HIJA DE TOMATIA

En la muchedumbre anónima de las mujeres que sellaron las alianzas, viene, la primera, la adolescente de doce años, hija del cacique payaguá Tomatia, señor orgulloso de una orgullosa nación, vencedora siempre por agua y por tierra y que sólo muy tarde por los españoles pudo ser dominada. Tomatia, a quien todos los caciques de aquella vasta región reconocían por superior y cabeza.

Ayolas topó con los payaguás en su viaje rio arriba; y por supuesto, con Tomatia, quien le dio su hija como prenda de paz y alianza. No tenemos noticia del nombre de la muchacha. Sabemos sin embargo que Ayolas "se aficionó a ella", y al partir Chaco adentro en busca de la Sierra de la Plata, la encomendó a los cuidados de Irala, su segundo. Porque era prenda de paz con los payaguás y también porque era cosa suya; con el sentido afectuoso que estas palabras encerraban para el español de entonces y de ahora. Ya sabemos que el castellano de algunas regiones de la Península como del nuevo continente ha conservado en todo su énfasis ese sentido. Recordemos aquella canción que empieza "si a tu ventana llega una paloma. . .".

Cronistas indiscretos han acotado la guarda cuidadosa de Irala con detalles que pudieron poco más tarde ser factor en la desgraciada suerte de Ayolas. Lo cierto es que los payaguás, disgustados de la conducta de Irala, "se llevaron a la muchacha".

El orgulloso Tomatia, aquel a quien todos los otros caciques, cuando escupía "tendían la mano para que en ella escupiese" consideró seguramente mal interpretados 'los términos de la alianza. Nada de ello dicen las crónicas, pero nada habría tenido de particular se diese por ofendido. (Y por cierto que para ofenderse habría tenido razón, no sólo de acuerdo a su código moral, sino también según el nuestro). Las consecuencias todos las conocemos: el asesinato de Ayolas y el exterminio total de sus compañeros. Y por supuesto, el secuestro y desaparición de las riquezas con tanto riesgo y trabajo conseguidas, con la pérdida total de las experiencias que de aquel viaje se habrían podido extraer para futuras empresas semejantes.

 

III. LA MUJER DE SALAZAR

Tampoco tiene nombre en las crónicas la mujer india que reveló a Salazar el plan fraguado por sus hermanos de raza para exterminar a los españoles.

Es conocido ampliamente este episodio. Según ese plan, el ataque debía producirse durante la procesión solemne del viernes de Semana Santa de 1539. Para esta ocasión, los españoles, devotos en la misma medida que pecadores, debían salir todos (reeditando por primera vez a orillas del Paraguay fas célebres procesiones de flagelantes de Andalucía y otras regiones) torso desnudo y azote en mano, para dar y recibir en perfecta mutualidad de servicios, sendas azotainas en las cuales, por ser a la vista del público, no era posible hacer trampas coma la que Sancho Panza hizo con el rescate de Dulcinea.

Caer, en la proporción de veinte a uno, o más, sobre los desprevenidos procesionantes, cuya única arrea era una disciplina, o maza de correíllas, representaba la máxima probabilidad de éxito: prácticamente un cien por ciento. No quedaría ni un español para muestra. Sólo mujeres y niños tal vez sobrevivieran.

Pero una india, una de las mujeres del Capitán Salazar -el matador de la horribilísima serpiente del Cerro Lambaré habló. Los españoles se previnieron. Y el resultado de la trama fue precisamente al inverso del previsto. El sorpresor fue sorprendido; el exterminador, exterminado; y el presunto vencido, vencedor.

¿Cómo se llamaba esa mujer?. . .¿Tenía, bautizada ya, nombre cristiano? o conservaba aún el nombre aborigen?. . .Era una de las primeras llegadas al rancho del español "para servirle en todo" o una de las últimas venidas, deslumbrada aún por la idea de pertenecer al hombre blanco, dueño de tan extraños recursos, matador del temido serpentón y del tigre cebado? Era tal vez la madre en esperanza de un hijo de Salazar?. . Porque Salazar tuvo hijos, mancebos de la tierra, antes de maridar, tardío, y no por mucho tiempo, con Doña Isabel de Contreras, en Santa catalina (murió seis años después).

Interrogantes sin respuesta. Sólo sabemos que esta mujer amó al Capitán español más que a los suyos. No entendía de historia y no podía pesar destinos en balanza de designios, sólo sopesó en su corazón amor al hombre y fidelidad a su raza. Y el primero venció el platillo. Nos la imaginamos deslizando al oído del Capitán, en susurro temeroso, la revelación del peligro inminente. Y lo hizo sin sospechar ni un instante que en sus labios juveniles estaba el poder de decidir entre la vida de sus hermanos y el destino de una fundación, el porvenir de una empresa; quizá el futuro mismo de su raza en marcha ya hacia la transfiguración.

En efecto, no se precisa ser un lince para intuir que el exterminio total de los españoles habría supuesto la desaparición hasta el cimiento de la recién fundada Casa Fuerte, y con ella el indefinido retraso del asentamiento hispánico en la región. Porque a la vista el mal resultado de cuantas expediciones se enviaban por esa ruta, la Corona habría tardado mucho ya en arriesgarse con otras, quién sabe hasta cuándo: tal vez la conquista habría sido enfocada desde otro ángulo: los españoles habrían decidido bajar al Chaco desde el Perú; o los portugueses habrían tenido tiempo para bajar Capricornio al Sur, a su placer.

Lo único seguro es que en el mejor caso el descubrimiento de la tierra habría tardado mucho tiempo en reanudarse; y ello habría aparejado carices imprevisibles en el porvenir peo político. Esta indiecita desconocida, si no fine ---y bien pudo serlo- madre de hijos de español, fue ciertamente la madrina de todos. Y debería tener su monumento, si no fuese --ironías de la Historia-- que ese monumento no podría llevar su nombre.

 

IV. ÑANDUBALLO Y LIROPEIA

La venida de Centenera al Plata y su participación en los sucesos posteriores, que él narra en LA ARGENTINA, dio ocasión a que se haya conservado y trasmitido el episodio de Ñanduballo y Liropeia. Nadie, que yo sepa, se ha ocupado de averiguar cuál fue el nombre verdadero de estos dos personajes, evidentemente falseados en su traspaso de la prosodia indígena al alfabeto castellano: pero eso poco importa ahora.

Ñanduballo (Ñanduñaró?) y Liropeia vienen a ser algo así como el contrapunto o contrapartida de Sebastián y Lucía; y anticipan, a dos siglos largos de distancia, la visión del indio romántico capaz de pasiones caballerescas, como los conocidos personajes de Chateaubriand. Así como la historia de Lucía es la consagración de las virtudes de la mujer española -constancia, fidelidad, fortaleza en la desdicha- en tierra indiana, la de Ñanduballo y Liropeia consagra la capacidad de la pareja indígena para elevarse en el amor a alturas dignas del recuerdo.

La historia, a pesar de sus incrustaciones romancescas, no ha tenido contraventores como la de Lucía. Ello merece un análisis que, por cierto, no vamos a hacer ahora; y si sólo una síntesis del episodio.

Liropeia, requerida de amares por Ñanduballo, promete ser su esposa si él le ofrece como regalo de bodas, digámoslo así, siete coronas (de plumas, por supuesto) de otros tantos caciques enemigos. Ñanduballo sale en busca del obsequio, seguido -no sabemos bien en qué forma o pretexto- por Liropeia. Como ven, un verdadero caballero andante. Cuando más absortos están ambos en la tarea de encontrar entre los arbustos un cacique coronado, aparece por allí un conquistador de nombre Carballo (que no anda solo del todo, pero si lo bastante lejos por el momento de sus compañeros, como para enfrentar una aventura por su cuenta). Ver a Liropeia el hombre, y enamorarse, todo es uno. (Ya sabemos que en esos tiempos, cuando el tiempo sobraba, era cuando menos tiempo se perdía para enamorarse). Y, naturalmente, desafía a Ñanduballo.

Ñanduballo no tiene ningún interés en pelearse con Carballo, porque éste no es cacique y por tanto el encuentro sería algo así como un partido amistoso, sin resultado práctico, por más degollado que quedase cualquiera de los dos. Pero héroe al fin y al cabo, acepta el desafío. El combate es limpio como en el Far West, Ñanduballo cae redondo, y al español, rematado el enemigo, no le queda sino llevarse a la dama. Pero Liropeia pide al español que antes de irse con él, entierre al muerto. Carballo, cortés, complace a la dama. Liropeia aprovechando el descuido del español, agarra la espada de éste y se le hinca en el propio dolorido pecho. Y el español queda burlado en su afán de quedarse con la bella Liropeia, a cuyos restos, junto con los de Ñanduballo, rinden honores los españoles sabidores del asunto.

Está a la vista, creo, la validez de la historia como inversión simbólica de la Lucía y Siripo, aunque en ella hay elementos sentimentales, pautas de conducta, que no parecen -prima facie- creación Indígena: la vocación de servicio a la dama, por ejemplo. Es cierto que en ciertos pueblos existía la costumbre de que el pretendiente mostrara su capacidad de afrontar el mantenimiento del hogar, presentando pieles de animales por él cazados, o la misma caza; ahora bien la exigencia de trofeos heroicos pero inútiles, que hace Liropeia, se asemeja a las "pruebas" que se pedían a los pretendientes en cuentos populares de cuya ascendencia todos sabemos.

En suma aun aceptando todos los elementos del relato, por separado, como plausibles, creemos que en su ordenación sólo pudo intervenir et espíritu colonial, el del propio Centenera, para comenzar, al pasar por su criba la narración. Nótese que en éste, la figura que deberla ser la del villano, Carballo, no lo es, en modo peculiar: desea apoderarse de Liropeia, pero para ello decide arriesgar su vida frente a frente. Este relato merecería algún estudio para desentrañar los elementos en los cuales buscan su integración los espíritus de dos pueblos confundidos en la mezcladora implacable de la historia.

 

 

COLOFON

 

Hemos hecho referencia, a nivel quizá un tanto humorístico, a lo que pudo ser el encuentro -más bien reencuentro del hombre español con su media naranja compatriota, tras lustros de mutuo alejamiento. Humorístico; pues, como dijo alguien, sólo las cosas serias pueden ser objeto de humorismo. Y cosa seria debió ser para la mujer española ese encuentro en tan desusadas y extrañas condiciones. Serio el proceso de adaptación a la nueva vida. Una vida a la cual se proponía como postulados imprescindibles el olvido de infinitos dengues y costumbres gratas para sustituirlas por otras a las que sólo el tiempo y la rutina constreñida por la necesidad podían dotar de una distinta fisonomía y hacerlas, si no amenas, por lo menos tolerables: ahormarlas en lo inevitable.

Hablar del desengaño de la fortuna, si en efecto esa fortuna tenía todavía una forma en los ensueños de estas jóvenes de la sangre más brava de España -mujeres de frontera- sería interesante tema; porque el deseo de una existencia mejor, más cómoda o regalada; de prosperidad asegurada a su descendencia, es más torturante si cabe en la mujer que en el hombre en la madre que en el padre. En éste actúa el orgullo de su nombre; la madre visa a la vida fácil y amable en sus condiciones cotidianas para sus retoños: pero es también poderoso en ella el ansia del decoro familiar, figuración, la puja por la apariencia y el prestigio social. Sería tema interesante repetimos, y también lo sería tratar de echar un poco de luz sobre la forma en que esos sueños frustrados gestaron intrahistoria, fueron levadura de rebeldías y motines.

Pero aún más interesante resultaría analizar el proceso psicológico -que no dejaría de tener sus epifenómenos diversos, de repercusión en la vida colectiva- que lleva a esta mujer a aceptar al cabo, aunque introduciendo sus modificaciones, la perspectiva que los años en tierra paraguaya habían creado en el nombre; y con ello, insólitos hechos consumados. Aceptar la presencia de los hijos habidos en la mujer indígena, en el hogar inclusive: Aunque la ley diese todos los derechos al hijo de legítimo matrimonio, a los otros les quedaba la seguridad de ser reconocidos, amparados por el prestigio paterno. Es lo que hizo la personalidad de aquellos "mancebos de la tierra", cuya intrahistoria tampoco hasta ahora se ha escrito.

Podría decirse también mucho sobre el proceso paralelo de adaptación de la mujer indígena a la nueva situación. Para ella la violencia psíquica debió ser mucho menor; en la vida tribal la multiplicidad de esposas era hecho concreto: la preferencia del varón por una de las mujeres, o el status principal de una de ellas con respecto a las otras, pauta ancestral extendida; el repudio, la separación o el cambio, asuntos de sencillo trámite. Y por otra parte, aunque pocos, algunos matrimonios españoles se habían afincado ya temprano en la Casa Fuerte; en los años transcurridos también otros se habían realizado con criollos o doncellas de la tierra; y ya no eran un secreto para nadie las especiales normas que regían para el hogar español canónicamente formado.

Todos estos factores debieron contribuir para hacer más sencillos para la sufrida indígena la mayoría de los cambios que en muchos casos aparejó esa modificación masiva del régimen en los nuevos hogares; Y esta situación debió diluir sus psicológicas frunces al correr del tiempo, aunque no dejaría de marcar huella en otros aspectos de las relaciones entre sexos en los siglos siguientes hasta hoy.

La pasividad o resignación con que en tantos casos la mujer del pueblo, por ejemplo, acepta el abandono del compañero más o menos efímero; inclusive de aquel que ha sido su primer amor; y asume con increíble simplicidad su fardo solitario ante el mundo y la vida, quizá tenga su raíz profunda en esos estratos aún no analizados de la intrahistoria y por tanto la psiquis ancestral.

Pero no es aquí el momento para extenderse sobre el particular. Sólo quiero recordar que estas mujeres españolas del siglo XVI, junto desde luego con las que vinieron en siglos siguientes, han dejado la impronta de su sangre bravía, no sólo en el terreno somático, a la par de sus compañeras de raza: también y sobre todo en su espíritu.

Improntas de carácter como la de Lucía de Miranda (sea el relato verdadero o no) de Isabel de Guevara; de las mujeres viajeras con Doña Mencia, o en la Armada zaratina, como de las venidas luego, resurgen atávicas en actitudes como las de la hija de Juan de Mena vistiendo de blanco el día de la muerte de su padre; o Juana de Lara ofreciendo las simbólicas flores; o las mujeres que sustentaron la tradición de hogar en dignidad y orgullo durante los siglos coloniales. Pero resurgen también en el comportamiento de las madres posesivas y dominantes de esos siglos, rígidas en el deber e intransigentes en el derecho: piadosas y duras a un tiempo; imbuidas hasta la médula en los principios del honor. Mujeres que mantuvieron alta siempre la sacra privacía del hogar y la dignidad del varón ausente en la guerra, la prisión o el destierro; y de algunas de las cuales, ya a la orilla del cambio sin embargo, nos ha dado notables esquicios Teresa Lamas Carísimo de R. Alcalá.

Junto a este sello de inflexibilidades, a la imbatible creencia de que así como la calle pertenece al hombre (o el hombre a la calle) la casa pertenece a la mujer (o la mujer a la casa) hallamos la impronta de la mujer indígena que hizo soportable la vida en el Fortín de los Patos; de la adolescente hermosa de tez clara que cautivó a Ayolas; de la que por amor al hombre de otra raza, recién llegado, salvó el destino de la conquista y permitió se consumase la mezcla de las sangres.

Mezcla de sangres de la cual surgió la mujer del pueblo paraguayo: desesperanzada y sin embargo invencible en su lucha por la vida; sin amor y sin embargo vertida en el amor sin gestos que es el sacrificio cotidiano: olvidada siempre y siempre, no obstante, recordando su misión. La mujer de la Residenta y la mujer de la guerra del Chaco, ambas constructoras de patria. A ellas revierte proindiviso, en este día de la mujer española, el homenaje de estas recordaciones. Porque en éstas les une, más aún que la historia, aunque a través de ella la común corriente de la sangre.

 

 

MUJERES DE LA CONQUISTA

 

Esta lista de nombres, no abarca ni mucho menos todos los que pudieran anotarse, de disponer de los documentos necesarios (muchos de ellos ya inaccesibles). Figuran en ella algunos de mujeres criollas es decir españolas de segunda generación y otras pocas muy pocas mestizas, por considerarlas por una u otra razón estrechamente unidas a la crónica de la construcción de un nuevo ámbito histórico y humano, en su período inicial.

ABALOS Y MENDOZA, Doña Catalina    

AGUILERA, Ana de

ANGULO, Doña María de

ARANDA, Doña Beatriz de

ARCE, Doña Leonor de

ARIAS, Isabel

ARIAS, Doña Isabel

ARRIETA, Ana de

ARRIETA, Isabel de

ARRIOLA, María

AVALOS, Ana de

AVALA, Luisa de

BARRERA CONSTANZA. De la 

BECERRA, Doña Isabel

BLASQUEZ, Leonor

BLASQUEZ, María

BLASQUEZ, María

BLIT, Catalina

BOCANEGRA, Doña Francisca Jesusa de

BRITEZ, Mencia de

BRITO, Doña María de

CALDERON, Doña Mencia de

CALZADA, María de la

CARDOZO, Inés

CARQUICANO, Agueda de

CARVAJAL, Doña Isabel de

COBOS, Juana de

CONTRERAS, Doña Elvira de

CONTRERAS, Elena de

CONTRERAS, Doña Gerónima de

CONTRERAS, Doña Isabel de

CORREA, Catalina

COREA, María

CHAVES, Isabel de

DABALOS, Doña Juana

DABALOS, Doña Catalina

DÁVILA, Doña María

DIAZ, María

DIAZ DEL VALLE, Doña Juana

DOMINGUEZ, Isabel

ESPINOLA, Doña Beatriz de

ESQUIVEL Y CABRERA, Doña Catalina de

FERNÁNDEZ, Ana

FIGUEROA, María de

FLORES, Beatriz

FLORES, Constanza

FLORES, María

GARAY, Doña Ana de

GARAY, Doña María de

GONZÁLEZ DE SANTA CRUZ, Doña Francisca

GONZÁLEZ DE SANTA CRUZ, Doña María

GONZÁLEZ DE SANTA CRUZ, Doña Mariana

GUERRERA, Elvira

GUERRERA, Inés

GUEVARA, Doña Isabel de

GUTIERREZ, VILLASANTI, Doña Úrsula

HEREDIA, Doña María de

HERNÁNDEZ, Elvira

HERNÁNDEZ, María

HIGUERA, Isabel de

HIGUERA, Juana de

HIGUERA, María de

HUARES, Francisca

IRALA, Ana de

IRALA; Doña Ginebra

IRALA; Isabel de

IRALA; María de

IRALA; Úrsula de

IRRAZABAL; Catalina de

JAQUES; Úrsula

LEON, Beatriz

LOPEZ; Doña Mayor

LUDUEÑA; Doña Isabel

LUJAN; Doña María de

MALDONADO; Pabla

MANRIQUE DE LARA, Doña Elvira

MARIANA

MARTIN, Isabel

MARTIN, Luisa

MARTIN DE PERALTA, Juana

MARTINEZ, Ana

MARTINEZ, Isabel

MARTINEZ, Juana

MENDEZ, Juana

MENDOZA, Doña Juana de

MENDOZA, Doña María de

MEZA, Ana de

MONSALVES, Beatriz de

MONSALVES, Juana de

MORALES, Doña Juana de

MORALES DE GARAY, Doña Juana

MORENO, Antonia

NIVA, Juana

MARIA DE LA O

OROZCO, Doña María Isabel de

ORTIZ, María

ORTIZ DE ZARATE, Doña

PEREZ, Margarita

PINEDA, Elvira

PINEDA, Inés de

PORTILLO, Beatriz

PRIETO, Catalina

QUIROZ, Doña Francisca de

QUIROZ, Isabel de

RASQUIN, Ana

RIQUEL, Juana

RIQUEL, María

RODRIGUEZ, Ana

RODRIGUEZ, Beatriz

RODRIGUEZ, Catalina

RODRIGUEZ, María

RUEDA, Francisca de

SAAVEDRA, Doña Juana de

SAAVEDRA, Doña Mariana de

SALAZAR, Doña Ana de

SALCEDO, María de

SAMANIEGO, María

SANABRIA, Doña María de

SANARRIA, Doña Mencia de

SÁNCHEZ, Mari

SÁNCHEZ, Mari

SANTANA, Leonor de

SEBASTIÁN, Ana

SEPÚLVEDA, María de

SEPÚLVEDA, María de (h)

SOLIS, María de

SOLORZANO, Juana de

SUÁREZ DE FIGUEROA, Doña Beatriz

TOMAS, Doña Francisca

TORRE, Doña Juana de la

TORRE, Doña Juana de la

TORRE, Doña Leonor de la

TORRES, Luisa de

TREJO Y SANABRIA, Doña María de

VADILLO, Catalina de

VALBUENA, Isabel de

VALVERDE, Doña Juana de

VÁZQUEZ, Isabel

VELÁZQUEZ, Ana

VERA, Isabel de

VERA Y GUZMÁN, Daña Catalina de

VERON, Inés

VILLAFANA, María

VILLAFRANCA, Inés de

ZALDIVAR, Doña María de

 

 

 

NOTA:

Esta lista tomada de la obra de Lafuente Machaín, CONQUISTADORES DEL RIO DE LA PLATA, no comprende, repetimos, la totalidad de los nombres de las mujeres venidas con las Armadas sucesivas que llegaron al Río de la Plata durante el siglo XVII. Los nombres que en estas listas figuran han sido tomados en la inmensa mayoría de los casos de documentos posteriores a su llegada (Testamentos, ventas, etc.). Se deduce perfectamente que aquellas mujeres que por razones diversas e innecesarias de enumerar no tuvieron ocasión de hacerse presentes documentalmente no han podido ser rastreadas, aunque es posible que todavía un escrupuloso cernido de archivos ampliara la lista.

 

N O T A S

(1)     La denominación "Provincia" aplicada a las nuevas tierras, igualaba en "status" ante la Corona a éstas con las del Reino.

(2)     Es significativa la frecuencia con que en la narrativa y piezas teatrales de la época aparecen mujeres que se visten de hombre para seguir por ejemplo a un amante infiel. Esta insistencia en el tema no es gratuita. El caso de Catalina de Erauso "la monja alférez" debió ser en su tiempo traumático; pero no tanto como para provocar él solo la proliferación de la mujer en traje masculino en relatos y comedias. Además es sintomática la motivación amorosa de esos "travestis"; aunque es verdad también que para la mentalidad de la época, sólo la locura amorosa podría justificar talas desbordéis.

(3)     Se menciona a una mujer llamada María que con su Armada se vino, y a la cual se da a entender que Don Pedro desea dejar como legado algo más que la enfermedad de la cual parece haber sido generoso transmisor.

(4)     URBIETA RODAS, Pastor. La Mujer Paraguaya.

(5) PÉREZ MARICEVICH, Francisco. La Narrativa en el Paraguay. Y también en su Diccionario de la Literatura Paraguaya, publicado en el Semanario local Comunidad de 1965-1966.

(6)     DIAZ DE GUZMAN, Rui. La Argentina.

(7)     Versos: nombre que se daba en la época, y aún hasta mucho más tarde, entrado el siglo XVIII, a los cañones.

(8)     Trescientos cincuenta hombres vivos y coleando quedaban al ser desmantelado Buenos Aires en 1541.

(9)     Para los no familiarizados con detalles de la historia de España: Agustina de Aragón fue una brava mujer que durante el sitio de Zaragoza por los franceses en un momento crítico de la lucha al ver caer muerto al encargado de un cañón, ocupó su lugar para seguir disparando.

(10)   Fueron dos los caballeros del mismo nombre que se vinieron con la misma Armada. Tal vez fuesen padre e hijo y fuese el padre el marido de Isabel; la edad de ésta por entonces (no podría tener menos de cuarenta y cinco años) así lo propicia. Pero todo son conjeturas por ahora. Por otro lado, hay que anotar que la coincidencia en nombres y apellidos no es rara en las listas de aquellos tiempos.

(11)   Ver en BIBLIOGRAFIA: GUZMÁN, RUBIO, GANDIA, etc.

(12)   No hemos hallado constancia alguna de matrimonio entre español e indígena; sólo un caso en el cual un español contrajo nupcias en una cacica: no hay detalle del asunto. Por supuesto ningún caso de española con indígena. Si algún caso de estos se dio -no hemos encontrado indicio alguno- debió ser ya bien entrado el XVIII.

(13)   DEL BARCO CENTENERA, Martín. Centenera habla de todo esto no sólo como quien fue de ello testigo presencial, sino también como quien tomó su parte en el guisado: pues consta que figuró entre los que activamente conspiraron contra Mendieta; bien que de este detalle él nada diga en su relato.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

DEL BARCO CENTENERA, Martín. LA ARGENTINA. Colección de D'Angelis, Editorial Plus Ultra, Buenos Aires, 1974. Tomo

CHARLEVOIX, Pedro Francisco Javier. HISTORIA DEL PARAGUAY. Vol. 6. Librería Victoriana Suárez, Madrid, 1910-1916.

GANDIA, Enrique de. INDIOS Y CONQUISTADORES EN EL PARAGUAY. Librería García Lantos, Buenos Aires, 1932.

GUEVARA, P. José. HISTORIA DEL PARAGUAY, RIO DE LA PLATA Y TUCUMÁN. Publicación de D'Angelis. Buenos Aíres, 1910.

GUZMÁN, Rui Díaz de. HISTORIA DEL DESCUBRIMIENTO, POBLACIÓN Y CONQUISTA DE LAS PROVINCIAS DEL RIO DE LA PLATA: LA ARGENTINA. Colección Estrada. Buenos Aires, 1943.

LAFUENTE MACHAIN, Ricardo. CONQUISTADORES DEL RIO DE LA PLATA. Buenos Aires, 1937.

LOZANO, Padre Pedro. HISTORIA DE LA CONQUISTA DEL PARAGUAY, Rl0 DE LA PLATA Y TUCUMÁN. Edición Andrés Lamas, Buenos Aires, 1873 - 1874.

TECHO, Padre Nicolás del. HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY Y DE LA COMPAÑIA DE JESUS. Madrid, 1897.

VOLUMENES diversos del Archivo Nacional de Asunción.

 

 

 

 

 

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