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FRANCISCO PÉREZ MARICEVICH (+)

  YATEBÓ Y OTROS RELATOS (ADRIANO M. AGUIAR), 1983 - Edición, compilación y noticia preliminar de FRANCISCO PÉREZ MARICEVICH


YATEBÓ Y OTROS RELATOS (ADRIANO M. AGUIAR), 1983 - Edición, compilación y noticia preliminar de FRANCISCO PÉREZ MARICEVICH

YATEBÓ Y OTROS RELATOS

EPISODIOS DE LA GUERRA CONTRA LA TRIPLE ALIANZA

Narrativa de ADRIANO M. AGUIAR

Edición, compilación y noticia preliminar de

FRANCISCO PÉREZ MARICEVICH

Tapa­ SAN LA MUERTE – Talla Popular de ZENÓN PÁEZ

DIAZ DE BEDOYA – GOMEZ RODAS EDITORES

© Copyright by F.P.M. y ZENDA – Selección Cultural, 1983

Diseño de tapa: Francisco Corral y Osvaldo Salerno

Logotipo Carlos César Almeida

Primera Edición Paraguaya, 1983

Asunción – Paraguay (203 páginas)



LA PRELIMINAR

Dentro del escaso y, con frecuencia, poco crítico conocimiento de que se dispone del proceso la literatura paraguaya en general, el que se tiene de la del último tercio del siglo XIX es de veras indigente y, por sobre todo, confuso y equívoco. Entre los nombres repetidos de Victorino Abente, de los Decoud —José Segundo y Diógenes, en especial—, de Fidel Maíz, Juansilvano Godoi, Juan Crisóstomo Centurión y Enrique D. Parodi, ocasionalmente suena, entre los poetas elegiacos, el de Adriano M. Aguiar.

Las noticias que nos proporcionan sobre él antólogos e historiadores son exiguas y por completo insuficientes. Nos informan de su residencia en Montevideo y de su inclinación hacia los temas patrióticos, pero más allá de aludir a su tendencia romántica —que siempre ven en él— no avanzan ninguna formulación crítica o, cuando menos, alguna opinión fundada que nos permita inducir que conocían, si no toda, gran parte de su obra. No debe esto extrañarnos, sin embargo, una vez conocida la poca inclinación de nuestros autores de generaciones pasadas a ocuparse en la materia estética. Son conocidas las razones -cultural-históricas y coyunturales— que obligaron a ello, entre las cuales no deberían incluirse ni el desinterés, ni la insensibilidad, ni el desconocimiento.

Adriano M. Aguiar nació en el seno de una distinguida y acomodada familia asuncena, no se sabe con exactitud si en las postrimerías de 1848 o a los comienzos de 1849 —él confiesa tener 21 años a fines de febrero de 1870—, y falleció en Montevideo, donde fijó residencia casi inmediatamente de finalizada la guerra de 1864—1870, en 1912. En su Asunción natal debió recibir una educación todo lo buena que se podía obtener en ese tiempo, y hay indicios de que sus latines y su francés los obtuvo aquí, acaso a través del brillante y erudito P. Fidel Maíz, el fiscal de sangre de San Femando que condenó como culpable de conspiración contra el Mariscal—Presidente al tío paterno de Adriano, Eugenio Aguiar.

Estallada la gran guerra contra la Triple Alianza en 1864, los Aguiar, encendidos de ardor patriótico, se alistaron en el ejército y en él tuvieron notable participación. Adriano, al parecer, y es probable que por su corta edad, sólo tomó parte en las batallas, a partir del postrer ciclo de la guerra, el de la resistencia y éxodo desesperados hacia el confín septentrional del territorio devastado. Es fácil presumir el despavorido mundo de angustia que debió llenar su ánima con su calcinante fuego.

Esta experiencia radical, lacerante y compleja, configuró en adelante su percepción de la realidad, sometiéndola a los contradictorios impulsos del pesimismo y la esperanza. El orgullo de su nacionalidad, profundamente herido por la opinión humillante en que se tenía a su patria y a su pueblo, le impulsó a escribir relatando —con sorprendente objetividad, aunque no siempre lo lograra— la grande heroicidad de los soldados de su país, de la que fue testigo y, ¡qué duda cabe!, protagonista ejemplar aunque desconocido (y aunque él lo calle con varonil pudor).

Es necesario imaginarse el ambiente de hostilidad casi fanática que existía, pujante y dominador, en los países aliados contra el Paraguay, para alcanzar una razonable comprensión del coraje o la audacia de Aguiar en contradecir esa opinión al mismo tiempo adversa, falsa e injusta. Si bien en lo superficial y aparente manifestó compartir el juicio liberal sobre Solano López vigente en ese tiempo, replicó siempre defendiendo a su pueblo en lo que su pueblo fue en la guerra, cuestionando de ese modo la justificación ideológica liberal de la misma como acción “civilizadora” contra la “barbarie” (famosa dicotomía con la que Sarmiento enmascaró el proceso de inclusión subordinada de Latinoamérica en el interior del capitalismo, entonces británico). (1)

La obra en prosa de Aguiar se contiene casi toda en los folletos titulados genéricamente Episodios de la Guerra del Paraguay: Yatebó, Montevideo, 1899; Tacuatí—Itapirú, Montevideo, 1902, y Varia, Montevideo, 1903, una colección de relatos y algún poema en prosa. También escribió otros similares correspondientes a la guerra de Cuba. Sus poemas, de gran interés para la comprensión enriquecida de nuestro proceso poético, se encuentran dispersos en las páginas de los periódicos del Río de la Plata, en algunos asuncenos y recogidos en libros colectivos. Pero no han sido reunidos orgánicamente nunca, y bien que merecen que alguien se tome ese trabajo. (2)

La escritura de Aguiar —único, que sepamos, excombatiente del 70 que narra como escritor, con sentido y don de arte y desde su experiencia de soldado acciones de la guerra—, admite ser ubicado en el contexto postromántico (por usar este término inespecífico) del llamado americanismo lunario, una difusa y ambigua corriente estética subsidiaria del romanticismo, con su color local, el paisajismo envolvente, su superficial visión del mundo humano, que confundía la materia americana con la autenticidad de la expresión de América. Pero no toda la escritura de Aguiar puede ser legítimamente incluida en tal tendencia. Es ya visible en ella su búsqueda de lo exótico, su estrañeza léxica, su cuidado expresivo, su afán de estilo, notas que parecen denunciar a un frecuentador de los refinamientos modernistas. Es cierto que ninguno de esos rasgos son específicos del modernismo —que es, en lo esencial, sugerencia y música, y alarde formal. Es también cierto que Aguiar tiene prosa y verso sometidos aún al patrón que, en ese tiempo, los modernistas superaban, pero con todo es innegable su vinculación con los afanes de la nueva escritura.

Esto parecería autorizar su categorización como un escritor de transición, lo que, de confirmarse a través de un estudio más profundo y fundado de su obra —que yo me permito creer— vendría a reestructurar nuestra actual comprensión del itinerario de nuestra literatura. Lo que constituiría una buena justificación para aceptar esta primera edición paraguaya de parte de su digna obra, si ya no lo fuese el hecho de que estos textos son valiosos de por sí.


Francisco Pérez-Maricevich


NOTAS

(1)     “La civilización que fue a libertarle y a regenerarle pero que, como el carro hindú de Jaggernauth que al pasear triunfante su ídolo sanguinario por las márgenes del Mahanaddy, avanza destrozando con macizas ruedas el cráneo de sus víctimas, mató por la fuerza incontrastable de sus armas a los sestea- dores candorosos del eterno Sueño misionero. Los civilizadores, por medio de una guerra lenta, suprimieron a cañonazos a los guaraníes como una vieja raza inútil.

Durante un luctuoso lustro centelleó la espada abriendo ancha tumba al pueblo paraguayo, y a los sobrevivientes del desastre de ese pueblo, que creyeron ser afeminado, pero que demostró una entereza viril a toda prueba, si una fe le quita ron otra no supieron darle, olvidando que un dogma ha de sustituirse con otro dogma ya que el hombre, aun mejorando de condición, no puede vivir sin creer en algo, sin tener una religión.

Y después de destrozarle calculadamente, después de cercenar su patrimonio, a la vera de los caminos ascendentes al ideal que proclamaban, le dejaron abandonado, triste y solitario, como si fuera un leproso depravado, corroído por llagas incurables. Luego, este mendigo despedazado y enfermo debía pagar a los soberbios vencedores la tasa de su heroica resistencia.

De este modo, presidiendo sus exequias sólo Libitina pudo sentarse en el umbral de los vencidos tendiendo su manto funerario sobre sus hogares destruidos y sobre los yermos campos de la patria.

De este modo, no hay redención posible.

“Nulla est redemptio!”. (Fragmento final de Yatebó, no narrativo, y desglosado del relato como justificación argumentativa de la heroica defensa paraguaya. Este fragmento se excluye de nuestro texto publicado. F.P-M).

(2) “El Señor Aguiar, -dice Constantino Becchi, el editor y prologuista de Varia— ha hecho conocer en Montevideo numerosas producciones literarias suyas de mérito innegable, en diarios, revistas y semanarios. Pueden encontrarse en El Nacional (primera época), La República, La Lucha, La Época, El Indiscreto, El Plata Ilustrado, La Revista Nacional, Montevideo Musical, La Tribuna, Rojo y Blanco, Vida Moderna, La Alborada y otros que sería prolijo enumerar. En Buenos Aires colaboró en Fígaro, Ecos de Salón, El Oriental y La Biblioteca Popular”.




 

 

 

YAGUAR-I PASO



A Leonardo Miguel Torterolo.

Surgam et transeant in exemplum. — Lat.


I

Como una muralla de bronce pulido el recuerdo refleja en mi mente los hechos heroicos de los guerreros hijos de Guarán.

Narraremos una vez más, saludando su digna memoria y como un homenaje á su estéril sacrificio, un rasgo de su valor.

Es en Barrero Grande, al promediar un día de lucha y de desastre. Una luz intensa, fulgurante, ilumina el cuadro horroroso de aquel combate sangriento.

Lento y majestuoso el sol sube al zénit cuyo azulceleste palidece y se torna blanquecino. A medida que el astro avanza en su carrera, sus rayos abrazadores caen más á plomo, las sombras se acortan y el suelo quema.

Allá, á la extrema izquierda de la línea de batalla, en la cresta de una loma y al amparo de apretado cerco de tunas bravas, un batallón paraguayo está desplegado en tiradores.

Detrás, montado en un caballejo sabino, de un blanco tábido entrepelado de castaño muy claro, está el jefe.

El batallón es el 60 de infantería; el jefe, el comandante Luján.

A pesar de la fatiga de tres horas de pelea, los “payaguás” de camiseta roja, descalzos y hambrientos, tiran sin cesar.

El calor es sofocante, falta el aire para renovar alientos en la dura brega y sólo el alma guaraní, despierta por los odios nativos y el desprecio á otra raza inferior, sostiene los flácidos cuerpos y los brazos quebrantados por el cansancio de una lucha interminable.

A lo lejos, el llano hormiguea de enemigos; sus negras hileras se extienden cada vez más y avanzan con ímpetu de marea que amenaza devorarlo todo.

Al son vibrante de los clarines brasileños, que con agudas notas impulsan el esfuerzo del asalto tocando “ataque”, responde el eco ronco del tambor paraguayo, sobre cuyo tosco parche baten las baquetas el redoble prolongado de nerviosa “calacuerda”, mientras el humo de la pólvora, sin una brisa que lo empuje, flota sobre los combatientes en voluptas grises que hacen más pesada aquella atmósfera irrespirable.

Sereno, impertérrito en el fuego y siempre á caballo, el comandante Luján calcula á ojo las distancias y dirige hábilmente el tiro de su enérgica tropa; y firmes en sus puestos, como vivientes jalones rojizos colocados de trecho en trecho, alto el cuerpo, el kepí echado á la nuca y espada en mano, los oficiales paraguayos animan á sus soldados gritándoles: “¡Neiquená los mitál ¡Apé ayucá los cambá!”(1).

La intensidad del fuego adquiere entonces una violencia excepcional. Impasibles los paraguayos acechan á los asaltantes y disparan apuntando, á golpe seguro; pero aquello no puede durar.

El tiempo pasa, la batalla apura su desarrollo y el peligro arrecia. Los momentos son críticos para el 6º de línea que en la embriaguez de la lucha no cede y muere diezmado por una mosquetería infernal.

El enemigo aumenta, avanza intrépidamente y desborda por ambas alas al batallón. Los hombres de éste flaquean extenuados, y por más que no quieran que el arma se les caiga de la mano y les haga falta ver sangre en la hoja de sus bayonetas, comprenden, al fin, que su valor sucumbe al número y que el combate es ya sólo para ellos una prolongada agonía.

Si permanecen allí, su exterminio es seguro; pero como una luz próxima á extinguirse, la bravura indomable de la indiada guaraní llega al paroxismo en ese instante supremo, y arroja en torno de ellos fulgor tan vivo que circunda con la aureola del martirio su abnegación ignorada.

 

II

El comandante Luján piensa que es inútil continuar una lucha imposible y, aunque no llega la orden de retirada, se dispone á efectuar ésta, encargando al teniente Aspillaga del mando de la retaguardia que ha de proteger el movimiento.

Después de contener algunos momentos al enemigo por un rápido fuego de pelotón, con descargas sucesivas á tres cartuchos por hombre, la fuerza sobreviviente se desprende del cerco en que se guarecía, ganando á paso de trote un profundo barranco que ahondado por las continuas arroyadas de la estación de las lluvias, baja hasta el paso del Yaguar-í.

Los altos taludes de aquel inmenso zanjón cubiertos en sus bordes por espesas matas de “huy- bá” y flexibles haces de “pirí” facilitan la retirada. Sobre aquel callejón cubierto las balas pasan altas y sus sinuosidades impiden el fuego de enfilada.

A la carrera, como una tromba humana que busca aire por alguna salida, jadeantes, sudorosos los paraguayos con el uniforme hecho girones, la cara y las manos ensangrentadas por los espinosos matorrales que han atravesado, llegan á la margen del río cuando al volver el recodo donde comienza la rampa arcillosa que desciende al paso, como a sesenta pasos de la orilla, la vanguardia se detiene irresoluta ante el espectáculo que se ofrece a sus ojos.

Los vestigios de la violenta retirada del 2º cuerpo del ejército paraguayo se muestran allí en todo su horror.

Tumbadas en el centro del vado algunas carretas del parque del general Caballero arden, incendiadas por el fuego de la artillería brasileña, y al borde del río, rodeados de un montón de cadáveres, tres armones de munición, también ardiendo, parecen próximos á estallar.

Pasar junto á ellos, es más que una imprudencia, una temeridad.

Rápidamente, con clara inteligencia, el comandante Luján presiente el peligro que corre su gente y trata de conjurarlo.

Antes que sus soldados se den cuenta del riesgo que aparece á su frente y se desbanden desmoralizados, se vuelve hacia ellos y blandiendo su espada, en actitud impotente, ordena:

“¡Quaboté!/Guacapebó ibí!”(l).

Sin vacilar, á la vibrante voz de mando de su jefe, bien conocida por ellos, los que componen el resto del destrozado batallón cumplen la orden y se tienden en el suelo. La situación fuera angustiosa, mismo desesperada, para una tropa menos aguerrida é indiferente al peligro, como la que pasa por tan duro trance, teniendo á retaguardia un enemigo que le quema las espaldas encarnizado en su persecución.

Los paraguayos, sin conocer la calidad y la intensidad del nuevo peligro que les amenaza, alzan cautelosamente la cabeza y no apartan los ojos de los armones que chisporrotean siniestros. Inquietos, ahora que adivinan su explosión tremenda, se pegan bien al suelo caldeado por un sol abrasador. Sienten el rinconcomio del peligro, pero ninguno se mueve; tal es la ciega obediencia á que sus jefes les han sometido, la férrea disciplina á que están acostumbrados.

De repente relampaguea una llamarada inmensa, se oye un estruendo ensordecedor y una columna de humo negro y espeso, gira en raudos torbellinos y se eleva al cielo.

Uno tras otro, los armones saltan esparciendo sus restos inflamados en todas direcciones, á gran distancia.

Se ha evitado una catástrofe, y para alentar á sus soldados, en voz alta, con entonación tranquila, el comandante cuenta los estallidos de la voladura.

“¡Moñé-petei!... Mocoi!.. Mbohapi (3) y luego, como el paso está libre, añade imperativamente:

“¡Harib los mitá! ¡Apuá ahé orohó!”(4).

En ese momento los brasileños aparecen en la altura inmediata, pero, de un salto, el heroico batallón está en pie y bajo una lluvia de balas, con gritería salvaje, que exterioriza su contento al verse en salvo, se lanza al río, lucha con la corriente, sube á la orilla opuesta y se pierde bajo la espesura de la impenetrable selva de Caraguatá-í.


NOTAS

(1) "Denle, muchachos! ¡Maten á los negros!”

(2) “¡Quietos! ¡De barriga, á tierra!”.

(3) Uno! Dos! Tres!

(4) ¡Guarda, muchachos! ¡Arriba y vamos!




CONTENIDO

Noticia Preliminar - 7

Yatebó - 13

Tacuatí 55

Itapirú - 93

VARIA

El Encuentro - 117

Tupandi - 130

El toque de Animas - 138

Los Dos Clarines - 145

Caa-Icobe - 159

N'ihil Desperandum - 170

Stabat Mater - 180

Jabin - 184

Las Naranjas Rojas - 190

Eglon - 194

Yguar-í Paso - 198

 

 

 

 

 

 

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