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LITA PÉREZ CÁCERES

  MAS ALLA DEL ARCO IRIS - Cuento de LITA PÉREZ CÁCERES


MAS ALLA DEL ARCO IRIS - Cuento de LITA PÉREZ CÁCERES
MAS ALLÁ DEL ARCO IRIS
 
 
 
 
 
 
MAS ALLA DEL ARCO IRIS
 

Vio algo con el rabillo del ojo, pero no le dio importancia y siguió preparando la mayonesa de huevos sintéticos.. Nuevamente percibió un movimiento y color en la ventana pero pensó que era el ocaso automático de las tres de la tarde. Cuando cerró la heladera, el reflejo de algo rojo y redondo le llamó la atención; se decidió a salir al calor abrasador porque tenía que saber qué era, y lo encontró saltando lánguidamente. Era un globo. Común inflado con aire, de color anaranjado oscuro y con algunos adornos celestes. Vaya a saber qué ignotos espacios había cruzado para llegar hasta allí, donde no había ningún otro, ningún cumpleaños, ninguna ronda.
 
Solveig se quemó los dedos al recoger el cordel y entró sofocada a la casa. El calor era inaguantable. Cerró la puerta de su cocina y al influjo del fresco aire acondicionado, el globo se puso un poco más duro. Lo contempló con asombro y con placer. Adoraba el color y la textura y no podía apartar sus ojos de él. Pensó que pronto llegaría su marido y debía esconderlo. Abrió una de las alacenas vacías y lo encerró en ese nido.
 
Luego, mecánicamente, preparó la mesa. El mantel blanco y las sillas grises de aluminio y plástico. Platos y cubiertos de material desechable. Los vasos muy transparentes y, en el medio, una jarra con agua. Mientras cubría toda la comida con la salsa incolora, pensaba que era superfluo, pues la carne y la verdura apenas tenían color, pero ese era el deseo de su marido. "Nada tiene que sobresalir, todo debe ser de igual tonalidad", repetía constantemente. Por eso toda la casa era así, de un monótono color plomo, y los alimentos también. Los muebles de la cocina eran claros, los azulejos cruelmente blancos y los artefactos de acero inoxidable.
Si ella hubiera tenido que describir a su marido con tres palabras hubiese elegido: aburrido, gris y pulcro.
 
Mientras se bañaba y se desinfectaba, por primera vez pensó en sí misma, se describió como una mujer delgada, cansada, ajada. Había nacido hacía treinta y cinco años y podía recordar que sus padres fueron más afables que su esposo. A éste lo había conocido por intermedio de una computadora. Según parecía, era conveniente un matrimonio entre ambos pues tenían importantes afinidades. Los dos eran huérfanos, gustaban de una vida metódica, no querían tener más de dos hijos y adoraban la limpieza. El último fue el factor que decidió a Solveig.
 
Incineró su ropa interior y descubrió con asombro que estaba cantando; qué raro, nunca lo había hecho antes y hasta sonreía.
 
Se abrió la puerta de entrada, llegaron su hija, su hijo y Asperg.
 
- Buenas noches madre.
 
Buenas noches Solveig.
 
Esto fue todo, luego pasaron a asearse. Mientras estuvo sola, corrió hasta su secreto: vio al globo saltando juguetón contra el techo y queriendo salir de su prisión.
 
- ¿Qué pasa? Sonó el vozarrón áspero de Asperg.
 
Ella perdió el suave rubor de su rostro y sirvió la cena.
 
-¿Cambiaste las cortinas?, ¿sacudiste las sábanas?, ¿pasaste la aspiradora a los techos? Solveig respondió a todo que sí y era verdad, hacía todos los días lo mismo, pero su esposo necesitaba esos sí, desesperadamente. Dependía de ellos.
 
Los hijos nunca hablaban, se limitaban a mirarse a escondidas y a intercambiar sonrisas cómplices. A ella le gustaba que fueran así. Aunque los sabía indiferentes, también se daba cuenta de que tenían vida propia. Vida palpitante y ardiente como los animales que habitaban más allá de los canales.
 
-Te espero en el dormitorio- se despidió él.
 
-Hasta mañana madre -dijeron Roc y Evie.
 
Apenas se fueron abrazó el globo. Se hundió en esa onda naranja y cálida. Se vio a sí misma en otra cocina, con sillas de roble oscuro y asientos de paja.
 
La única luz venía del fuego de chimenea que calentaba el caldero y hacía brotar chispitas en los platos con flores pintadas y en las copas color ámbar. Casi pudo sentir en sus mejillas el roce de los crisantemos dorados que alegraban la mesa desde un florero.
 
- Solveig - llamó su esposo.
 
Todo se acabó; lo escondió y, contestando "ya", comenzó con la rutina. Tiró las sobras en el triturador de la pileta, puso los platos y las servilletas de papel en el incinerador, así como los cubiertos. Ya con los guantes esterilizados puestos, recogió los vasos del secador y los guardó. Luego apagó la luz y se encaminó al dormitorio, dejando ese ambiente helado y voraz, como una boca acerada, ansiosa de engullir basura, palabras, sentimientos.
 
Antes de acostarse chupó una píldora de Orgadiz, para el orgasmo feliz. Desde la primera noche su marido le recitó sus mandamientos: "Todo lo que se acumula es basura, la basura es nociva, y yo, como jefe de limpieza de la ciudad satélite, no puedo tolerar ni una partícula de suciedad en mi vida. De modo que tendremos relaciones sexuales todas las noches, así no se acumularán deseos, ni tensiones, eliminaremos desechos y dormiremos tranquilos y limpios". A veces Solveig pensaba que era un tubo donde entraban y salían los alimentos y nada más. Las sensaciones, las ilusiones, las desdichas no dejaban huellas ni recuerdos en ella.
Cuando por la mañana despertó, recordó que había soñado en colores brillantes. El ruido de los cohetes que despegaban de la base cercana era ensordecedor.
Se vistió y preparó el desayuno, ansiosa, nerviosa. Su mente estaba puesta en la alacena.
 
Su marido protestó por el color subido de la mermelada y ella prometió no usarla más, mientras los hijos ocultaban sus sonrisas tras las servilletas. Cuando todos partieron, corrió a sacarlo y se puso a jugar como una niña. Saltaba y reía contenta y podía asegurar que era ingrávida y lo acompañaba en su saltos leves y gráciles.
 
Después lo guardó y limpió la casa tan alegremente que a veces reía sin motivo. No almorzó porque estuvo bañándose en el mar de las olas celestes de su globo. Al mirar de cerca, ella, que nunca lo había visto antes, sintió en sus labios gotas salobres, un viento frío estremeció sus carnes que se habían tornado bronceadas, se mojó los pies y corrió por la arena tibia. El mar tenía todos los colores del universo menos el gris.
 
Sonó la chicharra del ocaso de las cuatro y salió de su ensueño. Lo guardó. Hizo todo como de costumbre, y cuando quiso despedirse de él, lo encontró achatado y delgado, sólo era una mancha en la blancura del estante. Comprendió que nunca más jugaría con él, se sintió irremediablemente sola.
 
Entonces, después de tirar todo el frasco de Orgadiz al piso, derramó los desinfectantes que había en la casa, echó un puñado de polvo en cada cama y decoró amorosamente los cuatro platos con hilitos rojos que fue recortando del globo. A medida que lo hacía, sus lágrimas caían vibrantes de furia, de tristeza. Luego se bañó, acariciándose y sintió por primera vez un placer natural. No aprisionó sus largos y sedosos cabellos en la cofia, como acostumbraba. Anduvo caminando desnuda en su cuarto, tan frío tan impersonal. Recordó que Roe había traído algo que recogió de una de esas naves desconocidas que solían llegar. Encontró el paquete tirado en el fondo del placard. Lo abrió y sacó una túnica de seda, que se pegaba a su piel y centelleaba con todos los matices del arco iris. Tenía una fragancia particular, muy penetrante y excitante.
 
Bajó la escalera descalza y se miró en la puerta metálica. Estaba hermosa, extraña.
 
Al partir, decidida, levantó la vista hacia el espacio infinito.
 
La vida la esperaba en cualquiera de esos mundos ovales, luminosos.
 
Y caminó hacia los canales lejanos.
 
 
 
Fuente:
 
 
MARIA ELENA VILLAGRA y GUIDO RODRIGUEZ ALCALA.
 
EDITORIAL DON BOSCO,
 
PEN CLUB DEL PARAGUAY.
 
Asunción – Paraguay,
 
1992 (150 páginas).
 
 
 

 

 

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