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JUAN EMILIANO O'LEARY (+)

  EL ALMA DE LA RAZA - Poesía de JUAN E. O´LEARY


EL ALMA DE LA RAZA - Poesía de JUAN E. O´LEARY

EL ALMA DE LA RAZA

Poesía de JUAN E. O´LEARY

 

 

EL ALMA DE LA RAZA

 

I

 

¡La raza guaraní...! ¿Qué queda de ella

   sobre su tierra amada?

¿Qué de esa estirpe que reinó orgullosa

   desde Orinoco al Plata?


¡Restos dispersos de la gran familia

   aún en los bosques vagan,

aún en su inmensa soledad alientan,

   y van como fantasmas!


Son como un espectro redivivo

   que de la tumba se alza,

para arrastrar su horrible pesadumbre,

   la cruz de su desgracia.


La selva compasiva los acoge

   y su secreto guarda,

y en su seno de madre se confunden

   sus quejas y sus lágrimas.


Son los vencidos que en vivir se obstinan

   tras la cruenta batalla

para cruzar errantes por su tierra

   y ser en ella parias...


¡Pero no son la raza vencedora

   quede Orinoco al Plata

guarde en el ritmo, aún, de su lenguaje,

   la luz de una alborada!


¡La raza guaraní pasó...! Tan sólo

   sigue viviendo su alma,

su alma gigante que es el alma mater,

   ¡el alma de la Patria!


 

II

 

¡La muerte...! ¿Qué es la muerte?

   ¿Todo en la tumba fría

se diluye en la sombra de la nada,

sin que a la noche le suceda el día?


¿No tiene un más allá

   de más intensa vida

esa boca espantosa del sepulcro

que a sempiterno sueño nos convida?


¿Todo es polvo y miseria,

   todo una vil mentira?

De nuestra carne bajo el frágil barro,

¿no hay una luz acaso que palpita?


¡Dejad que el poeta vea

   en la noche sombría

la visión luminosa de otro mundo,

de gloria inmarcesible y de poesía!


¡Permitidle creer

   en su esencia divina,

en la inmortalidad de su destino,

y de la muerte más allá... en la vida!


Dejadle que a su raza

   pinte su fantasía,

como un despertamiento milagroso

en las entrañas de la selva umbría.


Dejadle ver su sombra

   levantarse afligida,

y a los fulgores tristes de la luna

pasar llorando su heredad perdida...


¡Del sepulcro en las grietas

   brotan las siemprevivas,

y de la vasta tumba de la estirpe

surge en raudal ingente la poesía!


 

III

 

Aún su humana envoltura

el alma de la raza no ha dejado,

y aún vive en el tapuí donde corrieron

   sus venturosos años.


Bajo formas distintas

   persiste su pasado,

y en impalpables átomos dispersos

de lo que fué en el mundo aún queda algo.


Los árboles del bosque son los toldos

por la mano de Dios trasfigurados,

   y el cerro es un anhelo

que el gran tupá dejó petrificado.


Hay un ansia sublime de infinito

del cocotero altivo en el penacho,

   y de cosas muy tristes

los sauces y el arroyo están hablando.


Se afirma un ideal entre las ondas

   de los tersos remansos,

y hay bocas que suspiran en las grietas

de los rugosos troncos centenarios.


Las flores que en la selva

   brindan perfumes gratos,

no son sino palabras nunca dichas

del primitivo idioma ya olvidado.


En el viento que gime lastimero

va flotando un dolor no formulado,

      y calla un pensamiento

      bajo cada peñasco...


En todo está dormido,

   como en un sueño arcano,

lo que fué de la estirpe, lo que el tiempo

sumergió en sus abismos ignorados.


Y a una voz que desciende,

   solemne, de lo alto,

los átomos dispersos se condensan

y las cosas de nuevo van tomando


sus formas primitivas

¡para surgir de su sepulcro, en tanto,

el infeliz indígena, acudiendo

   al supremo mandato!


 

IV

 

Cuando en un mar de sombras

del Sol naufragan los postreros lampos,

y sólo alumbra el enlutado cielo

de las estrellas el fulgor escaso;


cuando las aves en sus nidos duermen

   y el viento está callado,

y en el amplio cordaje de la selva

el himno de la vida se ha apagado;


cuando ya la tiniebla impenetrable

en la loma se extiende y en el llano,

y apenas turba el funeral silencio

del manso arroyo el murmurar lejano,


se alza, de pronto, en el boscaje umbrío,

rumor profundo, indescriptible, extraño,

cual si del fondo mismo de la tierra

surgiesen gritos de dolor amargo.


¿Quién en la oscura noche

los ecos lanza de su acerbo llanto?

¿Quién así turba la serena

   la selva despertando?


¿Quién va como un espectro misterioso

    la tiniebla cruzando?

¿De quién son esos gritos estridentes,

de maldición al blanco?


 

V

 

Mirad: ya, de la luna

al pálido fulgor, a ver se alcanza

   las formas indecisas

de la llorosa aparición que anda.


No es un engendro que forjó la mente,

   no es una sombra vana:

es más que una ilusión de los sentidos,

¡es el fantasma de la muerta raza!


Es lo que queda de la vieja estirpe,

   lo que queda en la patria

del pueblo aquél que dominó orgulloso

   desde Orinoco al Plata.


¡Eso que veis es realidad viviente,

   es más que el cuerpo, el alma,

el alma indestructible que retorna,

y entre las sombras de la noche vaga!


 

VI

 

Es un indio el que va..., pero es un indio

   de contextura extraña:

son sus carnes de bronce que chispea,

   y sus ojos son llamas.


Las palmeras sus verdes abanicos

   abaten cuando pasa,

los árboles se inclinan, y sus pétalos

   vierten las pasionarias.


Las aves con sus plumas de colores,

las fieras con sus pieles dibujadas,

   reptiles, mariposas,

   lo que vuela o se arrastra....


todo despierta al eco de su llanto,

   como a un conjuro se alza,

y en apretada multitud camina

en pos del alma errante de la raza...


Y el indio va, meditabundo y solo,

   encorvada la espalda

bajo el peso de todos los recuerdos

   de su vida pasada.


Más allá del espíritu

   no ve ni escucha nada.

¡El mundo en que camina es otro mundo,

el mundo fenecido de su raza!


Y cuando, al fin, el linde

   del bosque espeso alcanza,

bajo la luz incierta de la luna

crecer parece su figura extraña.


El aura de la noche

mueve su larga cabellera lacia,

y ardientes brillan sus pupilas negras

como dos soles en su carne pálida.


Su frente altiva, despejada, hermosa,

   que no humilló ante nada,

el sello lleva del dolor profundo

que más allá de la existencia arrastra.


Su mano férrea que agitó en la lucha

   la más temible lanza,

hoy sólo puede sostener el arco

en que se apoya al proseguir su marcha.


Todo su angustia dice

    y su pesar delata:

su cuerpo exangüe, que se yergue apenas,

y su voz y su andar y su mirada...


Camina, en tanto, sin cesar camina,

y se esfuma en el llano, a la distancia,

   para surgir de nuevo

   en la loma empinada.


Camina hacia el gran río

que el nombre amado lleva de la patria,

para escuchar lo que sus ondas dicen

en la perpetua fuga de sus aguas.


Y en su orilla detiene

   su fantástica marcha:

y mientras pasa la corriente undosa

vive la vida de su edad pasada.


El río, confidente peregrino

   de todas sus nostalgias,

sabe el secreto horrendo de la pena

   que su pecho taladra.


Sobre sus aguas descendió del norte

   la ligera piragua,

que llevaba el mensaje de la estirpe

   hasta el remoto Plata.


Sobre sus aguas arribó, más tarde,

   la carabela blanca,

como siniestro anuncio de exterminio

   para su pobre raza.


Y sus aguas también se confundieron

   con su sangre o sus lágrimas,

cuando sonaron horas de martirio,

cuando llegaron días de venganza...


En él, de su pasado

   todas las cosas le hablan,

cual si del limo impuro de su cauce

la voz de lo que fue se levantara.


Y el río ante sus ojos

   toma formas humanas,

para ser como un viejo milenario

tendido frente a él, sobre la playa.


Anciano encanecido

abuelo prodigioso de la raza,

que el acervo gigante de su vida

   en su memoria guarda.


Por su boca oye el indio

   la leyenda dorada,

de aquel tiempo lejano, en que riente

sol de ventura iluminó su patria.


De aquella edad florida

   en que pasó la raza,

como el aliento de la tierra, libre,

sin dudas, sin pesares y sin lágrimas.


De aquel sublime idilio,

   que suspendió la airada

mano de la conquista, proclamando

vencedora la enseña castellana...


Y mientras habla el río,

   animando la nada

de las cosas extintas para siempre,

la realidad en torno se levanta.


De su estirpe no queda sino un eco

   en su heredad llorada:

el eco de su lengua, en que palpita

algo como un destello de su alma.


¡Y aún flota el camalote

   sobre las ondas claras,

y el yacaré medita en las riberas

y cantan en las selvas las calandrias!


¡Aún el tigre y el puma

   por los boscajes andan,

y aun el chajha sigila en el estero

y grita el chiricote en las cañadas...!


Todos existen en el suelo hermoso

donde alentó la estirpe soberana,

¡ay, sólo ella se perdió en la sombra

   de la noche más larga!


Para ella sólo el ysypó no forma

   sus frescas enramadas,

sobre la verde alfombra florecida

   de la menuda grama.


Y son ya para otros los primores

   de una tierra adorada,

donde el árbol desmaya de sus frutas

    bajo la ruda carga.


En el cristal sonoro del arroyo

   otros ya se retratan,

y otros escuchan el eterno grito

   que da la catarata.


Sus fuegos apagados no convocan

   a las tribus lejanas,

ni el humo de su hogar, sobre los montes,

   al cielo se levanta....


¡Todo aún existe en su heredad perdida,

   tan sólo de su raza

no queda sino el eco de su lengua

   y algo como un destello de su alma!


 

VII

 

Cuando en la roja lumbre matutina

   se diluyen las sombras,

y el río, empurpurado, es como sangre

   que de una arteria brota,


el indio pensativo se levanta,

   los cielos interroga,

y en lo más hondo de sus ojos negros

   se refleja la aurora.


De volver al misterio de la tumba

   ha llegado la hora,

y en su arco apoyándose de nuevo,

   penosamente torna.


Abigarrada muchedumbre inmensa

   le sigue silenciosa,

como si el mundo de las cosas vivas

   que en la noche reposa,


su homenaje rindiese, de la estirpe

   a la sacra memoria,

en pos marchando del fantasma extraño

   que en las tinieblas llora.


Caminan, van a la callada selva,

   que el sol naciente dora,

y en el llano esfumándose, aparecen

   en la empinada loma.


Los árboles se inclinan a su paso,

   en actitud piadosa,

cual si el dolor sintieran, infinito,

   que en el ambiente flota.


¡Y hasta el guijarro humilde del sendero

   su obscura frente asoma,

para decir adiós a los que pasan,

   con su sellada boca...!


Y el indio va, meditabundo y solo,

   a perderse en la sombra,

para esperar la noche venidera

propicia a su existencia dolorosa...


 

VIII

 

Del día y de la noche

   en la eterna batalla,

ha triunfado la luz, y en el oriente

asoma rubicunda la mañana.


Incendiado parece el negro bosque,

   del sol bajo las llamas:

las aguas del estero arrojan chispas,

y jirones de niebla se levantan.


¿Qué faje del indio triste,

encarnación del alma de la raza?

Mirad: sobre la arena que ha pisado

la huella se conserva de su planta.


Penetrad de la selva

   en las mismas entrañas,

y le veréis marchar meditabundo,

como aplastado bajo enorme carga.


Y cuando, en la espesura

   salvaje, enmarañada,

se pierda a vuestra vista, de su llanto

escucharéis la nota soterrada.


Y aún más cerrad los ojos

   bajad a vuestra alma

y veréis su visión pasar de nuevo

bajo la luz triunfal de la mañana.


Que es allí donde vive

lo que perdura de la muerta raza

los acentos postreros de su lengua

y algo como un destello de su alma.


Documento Fuente: ANTOLOGÍA POÉTICA

Poesías de JUAN E. O´LEARY

Colección Poesía, Nº 19

©Herederos de Juan E. O'Leary

Alcándara Editora

Edición al cuidado de RAÚL AMARAL,

CARLOS VILLAGRA MARSAL y MIGUEL ÁNGEL FERNÁNDEZ.

Diseño gráfico: Miguel Ángel Fernández

Viñeta: Carlos Colombino - Tiraje de 750 ejemplares

Inscripción solicitada a la Agencia Española del ISBN

Hecho el depósito que establece la Ley 94

Se acabó de imprimir el 30 de noviembre de 1983

en los talleres gráficos de Editora Litocolor

Asunción, Paraguay (124 páginas)
 
 
 
 
 
 

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