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MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHÁVEZ (+)

  UNA MUJER EN EL DRAMA DE GUIDO BOGGIANI - Relato de MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHÁVES


UNA MUJER EN EL DRAMA DE GUIDO BOGGIANI - Relato de MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHÁVES

UNA MUJER EN EL DRAMA DE GUIDO BOGGIANI

Relato de MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHÁVES

 

            Se llamaba Arnaldo Beneguessi, pero en aquella aldea se lo conocía por “el Explorador”.  La barba recortada en punta le daba un aspecto interesante.  Llevaba comúnmente holgadas ropas de pana acanalada color café, botas de cuero sin curtir, sombrero blando de anchas alas, cinturón y bandolera  sobre la blusa.  Trabajaba de peón caminero en la vía férrea.  Una noche un tren de carga los aplastó.

            Atraído por el alcohol, y sin dinero para adquirirlo, visitaba diariamente a las familias que le convidaban con la caña del país.  Jamás apuraba su copa de una vez.  Primero la miraba al trasluz, luego, con ademán casi místico, la llevaba a los labios, bebía un sorbo y la dejaba sobre alguna mesa próxima, hasta otra libación.  La embriaguez despertaba en él una segunda personalidad, más interesante que la habitual.  Crecía en altura, en aplomo; tomaba actitudes e inflexiones de voz particularmente agradables, y con su acento marcadamente italiano, comenzaba a describir las maravillas de Roma, de Milán y de Grecia, alternadas con relatos de espeluznantes  cacerías en los desiertos del Chaco.

            Guido Boggiani servía de arquetipo a sus comparaciones; pero eludía toda referencia directa sobre su persona.

            Una joven, cuya compañía buscaba el italiano con singular agrado, le dijo un día:

            -¿ Quién era ese Boggiani al que admira Ud. tanto?

            Contra su costumbre, “el Explorador” apuró de un sorbo su copa, encaróse con su amiga e inició el relato:

            -Hace unos meses abandoné su cadáver en la selva del Chaco.  Desde la infancia fuimos compañeros de ensueños y de empresas.  Joven, apuesto, miembro descollante de asociaciones científicas y culturales de Italia, amigo de sabios, artistas, poetas y cardenales; con una mujer bellísima e hijos que eran un tesoro, pintor –a los veintiséis años obtuvo ya premios y medallas por sus cuadros-; excelente pianista; poeta por temperamento y por sus producciones exquisitas…

            -¿Qué buscaba entre los indios un hombre de esas cualidades?

            -Señorita: mi amigo llevaba en sí un desasosiego incurable y complejo, la nostalgia de lo desconocido, que se convirtió, al final, en su dolorosa obsesión.  “La tierra prometida es aquella donde no se está”, solía repetir con Amiel.  Padeció del mismo mal que Pierre Lotti: el deseo ardiente de emociones nuevas para olvido de lo pasado.

            Le atraía la soledad, pero decía de ella que produce los mismos efectos que el abismo: asusta y seduce, a la vez, pero tampoco hace posible el reposo, porque deja a la mente demasiado tiempo  para recordar.

            Con el fin de hallar un medio completamente diferente a aquel en que nació y vivió, según lo repetía a menudo, viajó por tierras desconocidas y salvajes.  “El gigante iba dentro de él”; su melancolía lo acompañó a todas partes  y no le abandonó sino con la muerte.

            Si hubiera conocido el olvido que guarda una copa vaciada, quizá hubiera sido menos desgraciado.  Pero Boggiani era sobrio y abstemio.

            A principios del año pasado, 1901, lo acompañé en su último viaje al Chaco.  Íbamos en dirección a Bolivia.  Objetivos, los de siempre: estudios etnográficos, colección de objetos indígenas, compra de cueros y plumas.

            Plantamos nuestra tienda en el punto más elevado del bosque.  Antes de caer la tarde, tuvimos terminado el palacio.  Sendas horquetas sostenían la techumbre de hojas de yataí, igual que las paredes.  Nuestra morada resultaba impermeable y duraría el tiempo que la necesitáramos.

            Boggiani tenía un aparato fotográfico, redomas, placas, fusiles, etc., todo lo cual había acomodado en una dependencia especial del rancho.  Se empeñaba en retratar a los indígenas de rasgos típicamente puros.  Pero el indio tiene un místico terror a ser fotografiado.  Únicamente algunas mujeres consentían posar para el objetivo, vencidas por la codicia de las telas de algodón, pañuelos y otras mil baratijas que Guido regalaba generosamente.

            Un día llegó una india de dieciséis  años escasos.  Grácil, alta y flexible; Boggiani la comparó con una visión de Sandro Botticelli.  De clara encarnadura, presentaba bellísimos rasgos típicos, que él quiso dibujar al lápiz.  La india se negó hasta que tentada por cuatro metros de tela floreada, asintió con visible pesar.

            Boggiani emprendió el boceto.  De vez en cuando acariciaba a la modelo con el límpido fulgor de sus ojos azules.  La india no apartaba de él sus miradas sombrías, cada vez más expresivas y dulces.

            Cerca de dos horas duró la sesión.  Cuando la joven se retiró Boggiani quedó contentísimo.  Consideraba realizado un trabajo de positivo interés.

            La india, con cualquier pretexto, volvía a nuestra morada.  Guido la trataba con la afectuosa simpatía que le era habitual.

            Uno de los indígenas que nos servía de guía, parecía haberse enamorado de nuestra visitante, quien, siendo hija de un gran jefe, no reparaba en su modesto admirador.

            Boggiani tampoco se percató del amor (o cosa por el estilo) que despertó en la sencilla hija de las selvas.  Acostumbrado a tratar a los indios como objeto de estudio, los amaba porque les veía sensible a su seducción personal.  Tolerante y afable con ellos, apreciaba en su justo valor lo que tenían de bueno; sobre sus defectos o sobre sus vicios extendía un velo de pudor o un matiz de ironía.  Ante el indígena aparecía lo que había en él de poeta, de sabio, de artista, de hombre valiente y sereno, pero se mantenía invulnerable al varón, muy distinto de raza.

            Poco a poco, nuestro guía enamorado se me hizo sospechoso.

            Boggiani se burló de mis presunciones.  Su afecto hacia los indios lo envanecía de inspirarle respeto.  Así era, en efecto, pero en este caso existía de por medio una mujer.

            Hermosa fue aquella noche de luna.  Suspendimos nuestras hamacas en las ramas de los árboles.  Con los mosquiteros extendidos, fumábamos los últimos cigarros antes de dormir.  De pronto Boggiani dejó el lecho y paseó bajo  los árboles.  Comprendí  que se hallaba en uno de sus ratos de meditación y de recuerdos, que sus amigos respetábamos.

            Su alta silueta se tornaba fantástica en la sombra; en los claros bañados de luna, aparecía como una bellísima visión.

            Dormían nuestros compañeros y, aparentemente, dormían también nuestros guías indígenas.

            Dejé de percibir el ruido de los pasos de Boggiani y lo busqué con la vista.  Lo hallé apoyado en un árbol, mirando fijamente en dirección determinada.  A mi vez divisé lo que llamaba su atención, la india bautizada por nosotros con el nombre de “visión de Botticelli”.

            La selva y  la mujer se completaban en aquella hora noctámbula, la belleza.  La primera proporcionaba a la segunda el marco adecuado a su típica hermosura.  En cambio, la mujer comunicaba al bosque fragancia femenina, lumbre de pasión, penacho de realeza.  Su escultura, en obscuro mármol modelada, parecía aclarar aquel templo sin luminarias.

            Avanzó la joven con la cadencia que imprimen a su paso las mujeres de su raza.  Venía hacia el hombre con toda la sencillez de su primitivo origen, como la planta a la luz, naturalmente, para ajustar el ritmo normal de su existencia.

            Cuando lo tuvo cerca, alargó los brazos buscando estrechar el semidiós, envolverlo con sus deseos aglomerados, con el raudal de goces acumulados en el rojo remanso de sus labios.  Pero no se produjo el acorde.  Boggiani la sujetó por las manos.

            Hablaron largo rato.  Más de una vez la joven intentó el yuru – pyté, beso de pasión, intenso, turbador, que termina en frenesí.  Guido se hurtaba a la caricia, le hablaba dulcemente procurando convencerla.  Dominador de impulsos, señor de su cuerpo y de su voluntad, evitaba menoscabar la dignidad de su persona ante aquella pobre criatura de instinto.  Estrecharla sin amor y abandonarla luego, no entraba en sus costumbres de caballero.  Además su ascendiente personal sobre los indígenas fincaba en la rectitud de su conducta.

            La india se echó a sus plantas.  Sin que mi amigo tuviera tiempo de impedirlo, dejó en sus pies desnudos el yurú – ñemboyá, ligero beso, casto homenaje de unción y respeto.  Al instante la vi erguirse y sacudir la cabeza, que vino ebria de adormideras azules.  Enderezó el cuerpo cual un tallo gentil y se alejó veloz, llevando intacta la carne ardiente.  Un largo rato me complací en contemplar la escultura virginal, que se desvanecía en la densidad del follaje.

            Mi amigo continuó su paseo.  El fuego de su cigarrillo oscilaba en las sombras como un gusanillo de luz.  Después, durmió tranquilamente; en tanto yo, víctima de extrañas alucinaciones, me obstinaba en permanecer despierto, atento a los rumores de la selva, fumando sin cesar.

            Como un sonámbulo, sin noción del tiempo ni del lugar, sorprendí de pronto al sospechoso guía, que se alejaba en silencioso reptar.  Vacilé entre seguirlo o esperar su vuelta.  El sueño me venció.  El sol estaba muy alto cuando desperté.

            Esa mañana me encontraba sin más compañía que un indígena.

            Boggiani, los demás compañeros y guías aborígenes estaban de excursión, tocándome quedar al cuidado de nuestros bártulos y de la preparación de la comida.

            Mientras tomaba el desayuno, observando la ansiedad reflejada en el semblante del guía, lo acosé a preguntas.  Difícilmente rompió su natural reserva y, con reticencias me comunicó que :

            -A media legua escasa hacia el interior de la selva se encontró el cadáver de Ysypó poty (la visión de Botticelli) atravesada con el cuchillo de su padre, regalo del patrón.  Cisco (era este el nombre de nuestro guía sospechoso) la siguió anoche.  Cuando le dio alcance ella se clavó el cuchillo aquí, terminó señalando el corazón.

            Mis pensamientos fueron para la bellísima joven que se dio muerte por llevar intacta  la carne ardiente.  Otras se matan al sentirse abandonadas.  Pálida, blanca o cobriza, la mujer es la eterna esfinge  indescifrada.  Tampoco los hombres se ocupan  mayormente en el esclarecimiento del enigma –me dije-.  Seguimos las trayectorias como las abejas, fecundadoras e inconscientes.   No nos detenemos a meditar sino cuando se nos entorpecen las alas o nos impiden la anhelada libación.  Guido es, sin duda, una excepción, añadí; pero ¡qué amarga le será esta vez la consecuencia de su rectitud!

            El indio continuó hablando:

            -Ysypó poty vino anoche a reclamar su ang, que el patrón aprisionó en el ra ang gá.  Cuando el patrón se negó a devolverle, ella le rogó que la dejara junto con su alma; que la tomara por entero, ya que no podía ser feliz al lado de otro hombre.  Tampoco le consintió el patrón.  No le quedaba más recurso que la muerte.  Los parientes la vengarán.  Las últimas palabras me tocaron como hielo en las vértebras.  Imaginé a mi amigo en los piques de la selva preñada de peligros, a merced de los celos de Cisco y de los tribales mitos vengadores.

            Tomé el fusil, la brújula, la cantimplora.  Coloqué una daga en el cinto y ordené al indio que rastreara las huellas de mi amigo.  Al cabo de dos horas lo encontré.  Yacía desnudo, la magnífica testa destrozada por un hachazo.  El blando torso invadido por los insectos.  Los rayos del sol caían sobre él como lumbre de cirios invisibles.

            El indio me llamó a la realidad.  Deben estar acá –me dijo-.  Es preciso alejarnos.  Acercándose al cadáver, continuó diciendo: “Le dieron muerte por atrás. ¡Pobre patrón! Nos quería, pero se empeñó en apoderarse del alma de nuestras mujeres; quiso dejárnoslas huecas como tacuaras.  Cisco lo odiaba.  Conmigo fue bueno”.  Se desembarazó de su dolor con el llanto.  Envidié sus lágrimas; mis ojos secos ardían como azotados por una tolvanera.

            Al eco de sospechosos alaridos, me arrodillé junto al cuerpo amigo, estreché sus manos siempre pródigas, contemplé el torso de semidiós pagano, y me alejé, dominado por el animal instinto de conservación que el hombre civilizado y culto no puede, a veces, dominar.-

 

Fuente:

RÍO LUNADO – MITOS Y COSTUMBRES DEL PARAGUAY

por MARÍA CONCEPCIÓN LEYEZ DE CHAVES 

Editorial Servilibro,

www.servilibro.com.py

Asunción-Paraguay, 2007 

Prólogo: Osvaldo González Real.-






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