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MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHÁVEZ (+)

  MADAME LYNCH Y SOLANO LÓPEZ - Novela de MARÍA CONCEPCIÓN LEYEZ DE CHAVES


MADAME LYNCH Y SOLANO LÓPEZ - Novela de MARÍA CONCEPCIÓN LEYEZ DE CHAVES

MADAME LYNCH Y FRANCISCO SOLANO LÓPEZ

Novela de MARÍA CONCEPCIÓN LEYEZ DE CHAVES

Editorial Servilibro,

www.servilibro.com.py

Asunción-Paraguay,

Noviembre, 2008

 

 

 

 

ÍNDICE:

EL INFORTUNIO DE UNA NOVELA INFORTUNADA (Por Roque Vallejos);

 

UN ENCUENTRO EN PARÍS …

Una tarde otoñal, entre las tres y las cuatro, a la hora en que el sol parisiense es más dulce y tibio, un carruaje blasonado corría por el bulevar Pereire, a un lado de la plaza Wagram. Se detuvo frente a un edificio de tres pisos, que tenía la portería entristecida por la injuria de los hombres y de los tiempos. El príncipe Gastón de Orleans, conde D’Eu, bajó del coche seguido de un lacayo. El príncipe ya no era joven, pero tenía el perfil delicado y el cutis fino. Con agilidad y elegancia sorteó el roce de los transeúntes y se acercó a la puerta número 53. La campanilla, agitada por el lacayo, danzó a lo lejos. Acudió la portera, regordeta, con un pañuelo de vivos colores cruzado sobre el pecho.

 -El pintor Vaugirard vive en el tercer piso, primera puerta a la derecha- informó el lacayo que había inquirido la dirección del pintor. La indicación le valió una moneda que se guardó en el bolsillo del delantal. …

 

·         EVASIÓN POR EL MATRIMONIO;

·         EL AMOR;

·         RETORNO A EUROPA;

·         HACIA LA INCERTIDUMBRE;

·         EL PARAGUAY DE DON CARLOS;

·         VÍSPERAS DEL INCENDIO;

·         RAYOS Y SOMBRAS;

·         DE ITAPIRÚ A CERRO CORÁ;

·         EN LA INCOMPRENSIÓN Y EN EL RECUERDO;

·         ÚLTIMOS DÍAS.-

BIBLIOGRAFÍA.

 

 

 

EL PARAGUAY DE DON CARLOS

 

14

 

            El 20 de marzo de 1855 se dictó el decreto de nacionalidad "para todos que han nacido en el territorio de la República, sin distinción de sexos". La ley era el primer resultado de las combinaciones políticas del primogénito de don Carlos.

            En Europa, Francisco Solano López demostró gran facultad de observación, verdadero afán de conocer todo aquello que pudiera contribuir al progreso de su país. Sin perder su indianismo, regresó con la cabeza llena de ideas de occidente. Sus ojos reflejaban el misterio o la nostalgia de aquello que había despertado su curiosidad o su admiración, y que él a su vez podría realizar. Emociones no experimentadas antes, avivaron sus sentimientos heroicos aspiraciones proteicas. La "nueva Francia", la "joven Alemania", la "nueva Italia" le habían creado la visión de un "nuevo Paraguay". El principio del nacionalismo napoleónico le inspiró la noble ambición de contribuir al equilibrio de naciones libres y auto determinantes en el Rio de la Plata.

            La paz y la unidad interna del Paraguay, afianzadas desde el gobierno del doctor Francia, eran desconocidas en la mayoría de las naciones americanas. Brasil practicaba la doctrina llamada realista, que consistía en "tolera disensiones en la propia casa y fomentarlas en la ajena". Entre Ríos y Corrientes, con sus intentos separatistas, anarquizaban a la Argentina y anarquizado se hallaba el Uruguay. Los que defendían los privilegios del imperio, los que tentaban la política federacionista en el Río de la Plata, comenzaron a inquietarse cuando el gobierno de don Carlos, proclamó el nacionalismo y se refirió con énfasis al "equilibrio entre las naciones del Río de la Plata", ambición de su primogénito.

            La designación de Francisco Solano como general en jefe del ejército nacional, aumentó la tensión de los espíritus. La joven personalidad que apuntaba como futuro gobernante del Paraguay, alimentaba propósitos que contrariaban los sustentados por federacionistas y realistas. Heredero de un gobierno de arcas rebosantes, su personalidad, sus ideales y los conceptos de la época se ponían de acuerdo para forjar su destino.

            El general López, desde su regreso de Europa, imprimió una tónica nueva a la vida del país. "El cambio es muy visible de uno a otro confín", escribía don Juan Andrés Gelly. Don Carlos hacía público su "más cordial agradecimiento al hijo que tantos y tan grandes servicios ha prestado en el ejército y en las comisiones que le ha encargado el gobierno cerca de varias cortes europeas"; al mismo tiempo se quejaba de su vejez. El complejo de inferioridad que se apoderaba del anciano presidente acentuaba su mal carácter. Don Andrés Gelly se refería a la "irascibilidad y violencia del jefe de gobierno, que le dificultaban su trabajo". Don Ildefonso Bermejo afirmaba lo mismo.

            En los catorce años de gobierno, el presidente López había cimentado el orden y el progreso, a medida del tiempo y de la paciencia. Francisco no era filósofo como su padre, el antiguo profesor de humanidades. Creador magnífico, desconocía límites a lo posible. Deseaba un nuevo cielo para su Patria. Soñaba ser el demiurgo de un país de héroes, de ricos y de sabios. Confiaba en realizar su sueño de modo grandioso, no al ritmo lento adoptado por su padre.

            En París había aprendido el valor de la propaganda, arte político, electoral y militar, desconocido por don Carlos, y que iba a contribuir para que el anciano fuese sustituido en vida.

            Las actividades de Francisco Solano, sus esfuerzos, sus llamados al pueblo y a los soldados, sus viajes revestidos de colorido, se presentaban a la admiración del público por medio de una publicidad bien organizada. Su ida a Europa dio lugar a la más intensa campaña publicitaria. Los periódicos de la capital llenaron sus páginas con noticias acerca de los tratados que firmó, de los honores que reyes y emperadores le dispensaron, de las locomotoras y de las desmotadoras de algodón que adquirió, de los colonos que introdujo al país, de las semillas repartidas a los campesinos. El recibimiento que se le hizo a su regreso fue casi apoteósico. Se engalanó la ciudad, los habitantes salieron a la calle con flores, banderas y música. Se le tributaron honores que no recibió jamás el presidente don Carlos.

            Napoleón III había escrito el Manual de Caballería con el propósito de probar a los franceses que él era capaz de dirigir un ejército. Solano López puso en circulación el Manual del Soldado, para demostrar al pueblo paraguayo que el hijo mayor del presidente era el único que conocía el modo de organizar el poderío militar.

            Don Carlos se sorprendió de las innovaciones sugeridas por su hijo. Ferrocarriles, telégrafos, marina mercante, talleres de fundición, astilleros, industria algodonera, instrucción pública, periodismo, eran para el anciano presidente muy útiles, sin duda, como fraguas de progreso, pero no les atribuía las proyecciones que Francisco vislumbraba.

            Desde su adolescencia, Solano López había vivido en los cuarteles. A su regreso de Europa, se rodeó exclusivamente de militares. Humaitá, Cerro León y Paso de patria hirvieron de soldados. Las idas y venidas del general a los puestos militares eran motivos de verdaderos despliegues marciales. La sencillez colonial se decoró con charreteras y entorchados. El general vestía el uniforme como indumentaria habitual. En los oficios religiosos, en las fiestas profanas, él y sus ayudantes se presentaban como en un desfile.

            El domingo de Pascuas, celebrando el decreto de nacionalidad, el general López revistó por primera vez el ejército organizado bajo su mando.

            Las tropas de Cerro León, Humaitá y Paso de Patria se concentraron en Asunción. A las ocho de la mañana comenzó la que en el vocabulario de la época se designaba con el nombre de parada, estrategia militar y política ofrecida como distracción al pueblo.

            Rompía la marcha el regimiento de caballería, Acá Morotí (cabeza blanca) de gorros albos, con los músicos delante; oficiales y soldados montaban caballos blancos. Atrás venía el regimiento recientemente organizado por López, el llamado Acá Carayá (cabeza de mono), que serviría de guardia personal al Presidente de la República. Los soldados del Acá Carayá usaban un brillante uniforme, copiado de los horses guardes de la Reina Victoria de Inglaterra, pantalón de cuero blanco, casaca azul, botas de charol y un bello casco de cobre con un ribete de felpa que iba desde la frente a la nuca. Seguía a los Acá Carayá el batallón de Milicianos al mando del capitán Paulino Alén, luego los Acá Verá, o cabeza brillante, con cascos de metal, que formaban el regimiento escolta del general López. Las personas que salían de misa se detuvieron en la terraza de la Catedral a contemplar el desfile. En las aceras se apretujaban los curiosos. En los corredores de la antigua casa de los gobernadores, confundidas con la multitud, hallábanse Elisa Lynch y doña Carmelita Speratti. Aunque acostumbrada a la vida militar, Elisa experimentó una fuerte emoción ante el despliegue de un ejército comandado por Francisco Solano López.

            El joven general montaba un caballo bayo de poca alzada. Sus conciudadanos que valoraban al hombre por montar a caballo, tocar la guitarra y tirar al blanco, miraban complacidos al jinete irreprochable, que Elisa había visto en otra ocasión semejante, en un día parisiense, revistando el ejército de Luis Napoleón. Entonces también tenía esa expresión de profeta que no descubre su secreto. ¿Por qué ese ligero estremecimiento de contrariedad, que, en ese instante, juntaba las líneas de las cejas? Siguiendo la dirección de la mirada de López, Elisa divisó a una mujer alta, de madura belleza estatuaria.

            - Es Pancha Garmendia -le informó doña Carmelita Speratti. Resonó un aplauso atronador. El general López, la mano en la visera del quepis, saludaba al Presidente de la República, que se hallaba en el balcón del palacio de gobierno, rodeado de sus colaboradores. El anciano, en rápidos parpadeos, desvaneció sus lágrimas. Comprendía que la hora ya no era suya. Trataba de sonreír y movía la cabeza de arriba abajo. Se diría que sinceramente compartía el entusiasmo de ese pueblo que aclamaba a Solano López como si fuera ya el Jefe Supremo del Paraguay.

            Las tropas se detuvieron frente a los cuarteles. Se dio comienzo a los ejercicios de tiro al blanco. Diez punterías para los oficiales, cinco para los soldados. El general López puso diez proyectiles en el centro del círculo de tiro. Lo siguieron en puntería el coronel Robles, el capitán Alén, el comandante Barrios, otros oficiales y varios soldados. López expresó su "satisfacción por la precisión y exactitud de los tiros". Montó de nuevo a caballo y, a una señal suya, sonaron tambores y clarines, se reiniciaron marchas y evoluciones, hasta que las tropas se retiraron a sus cuarteles.

            Elisa y doña Carmelita viéronse de improviso frente a Pancha Garmendia, que se hallaba en compañía de una de sus tías. Dejesús Eguzquiza, quien en rápido ademán intentó alejarse sin saludar. Doña Carmelita le dijo:

            - Vas muy apurada, Dejesús. La verdad es que a nuestros años aguantamos mal un plantón de cuatro horas sin almorzar.

            - A tus años. Carmelita -replicó Dejesús.

            - Y a los tuyos, que son casi tantos como los míos, aunque un poco menos que los de Pancha -las dos mujeres se miraron con crueldad reprimida. Cada cual se alejó por su lado, apoyada en su respectiva compañera más joven.

            Pancha Garmendia se separó de su tía Dejesús en la puerta de la casa que ella habitaba con sus parientes, los del Barrio y Marcó, en la calle de la Ribera y 14 de Mayo. En su aposento tiró la mantilla sobre un baúl; se acercó a un espejo y estudió su propia imagen. ¿Por qué Panchito López frunció el ceño al divisarla? Cuando llegó de Europa, hacía cuatro meses, la muchacha fue al puerto a recibirlo, y al verlo sintió lo mismo que esa mañana, una juventud viva y alegre cabrilleando en sus venas. En el desfile, Panchito la miró largamente. Ella esperó una señal, un gesto, cualquier cosa imprevista, absolutamente distinta de la indiferencia con que López desvió la mirada. Luego, ese desagradable encuentro con la Lynch (¡qué bella era la condenada!), la ironía de Carmelita Speratti y su imperdonable alusión a la edad. ¡Oh, la edad!... De pie ante el espejo. Pancha seguía con los dedos la línea de las venas del cuello a flor de piel, las arrugas que iban de los ojos a las sienes y las que bajaban a cada lado de la boca. Pancha dio media vuelta y fue a echarse en la hamaca, de cara a la sucia viguería del techo. Sentía aversión hacia sí misma.

            - Estás más hermosa que nunca -le había dicho Félix Eguzquiza a su regreso de Europa. Sin embargo, el primo no ocultó su admiración hacia las europeas "elegantes, espirituales y graciosas".

            - Únicamente las porteñas de la aristocracia se les parecen -afirmó con ardor. Pancha había tratado de convencerlo de que las mujeres hermosas lo son de cualquier modo y agradan siempre. Félix exigía inteligencia, cultura y espiritualidad, dones que realzan los encantos de la mujer.

            - No concibo que se pueda amar de veras a una mujer que no posea esas cualidades -había repetido, como seguro de la imagen concreta que lo fascinaba.

            "¿Me falta cultura?", se preguntó Pancha. "Quizá, pero me sobra belleza", se contestó a sí misma. Levantó los pies encallecidos por el uso de las chinelas de cuero. Apartó la vista de ellos y examinó las manos que no ocultaban el paso de los años. "Indudablemente, en este maldito país envejecemos antes de tiempo", murmuró; recordaba a sus primas casadas, que, después del primer hijo, parecían no haber sido jóvenes jamás. "Sí, los hijos envejecen; pero yo no los tengo, y estoy tan envejecida como si los tuviese", pensó; la tristeza de no ser joven la envolvió y la fatiga la hundió en la somnolencia. No sintió cuando se deslizó en el sueño.

            Doña Carmelita Speratti completó con datos precisos los informes que ya tenía Elisa Lynch con respecto de Pancha Garmendia. Era hija de un español, Juan F. Garmendia y de su esposa, Dolores Duarte, paraguaya. Cuando los españoles lucharon contra la invasión napoleónica, Juan Garmendia y otros connacionales residentes en Paraguay, iniciaron una suscripción destinada a enviar recursos a los españoles de la resistencia.

            El dictador Francia tuvo conocimiento del hecho y ordenó que la suma recaudada fuese depositada en las arcas fiscales. Juan F. Garmendia no entregó los doce mil pesos que había reunido. Su esposa, doña Dolores, recorrió en vano las casas de sus parientes y amigos, solicitando ayuda. Llevaba de la mano a Panchita, de doce años, que recibió en su alma infantil el prematuro impacto de la pobreza sin misericordia. Doña Dolores, obedeciendo a la sugerencia de los que son generosos en consejos y avaros en dádivas, llegó con su solicitud y su hija hasta el hombre más rico de Paraguay, don Juan Reyes, que recogió el apellido y la fortuna del gobernador español don Diego de los Reyes. El potentado vivía en su quinta, hoy local del Asilo Nacional. Reyes miró a la niña, cuya belleza en cierne anunciaba una floración espléndida, e hizo a la madre una proposición audaz. Doña Dolores no pudo admitir la suma ofrecida a tan subido interés.

            Por ese tiempo penetró en el territorio paraguayo el caudillo del Uruguay, general José Gervasio Artigas. Garmendia fue acusado de entendimiento con el fugitivo revolucionario. No pudiendo probar su inocencia, fue ejecutado por traidor a la patria en el año 1832. La viuda no le sobrevivió mucho tiempo. Al morir dejó dos huérfanos. Pancha y Diego Luis, de doce y diez años, respectivamente. Los dos niños fueron recogidos por doña Manuela Díaz de Bedoya, emparentada con Bernardo Jovellanos; posteriormente Pancha se acomodó en casa de los Del Barrio.

            Las antiguas familias españolas y descendientes de españoles vivieron durante el régimen del doctor Francia, confinadas en un círculo de estrecheces y rencores. Muchos de los varones fueron ejecutados por orden del dictador. Los que no murieron en la cárcel, salieron de la prisión por orden del presidente don Carlos Antonio López, empobrecidos a consecuencia de las fuertes multas y confiscaciones que se produjeron después de la tentativa de ayuda a España, o del entendimiento con Artigas. Los vástagos varones de estas familias crecían tímidos y apocados entre mujeres fuertes, dominadoras y poseídas de rencor, que se vengaban de los que las empobrecieron ostentando mayor empaque y arrogancia, a medida que se sumían en el desamparo.

            En ese mundo crepuscular de sentimientos reprimidos, de inhibiciones forzadas, de rezos y de maldiciones, creció Pancha Garmendia, bella, orgullosa y lastimada. La sangre española doraba su blancura de linaje y florecía en sus labios. La orfandad y el medio en que vivía la habituaron al silencio, a una actitud permanentemente defensiva. Las fuertes impresiones de su infancia y su falta de cultura exaltaron sus cualidades innatas y agudizaron sus defectos hereditarios: la curiosidad, la avidez de lo mejor y la coquetería. Su compromiso con Reyes, el hombre más opulento de Asunción, ejerció sobre ella una influencia mórbida, alimentada por el coro de las viejas tías, ansiosas de recuperar de cualquier modo el bienestar perdido.

            - Si el amor puede hacer la dicha. Pancha será feliz -auguraban los muchachos Eguzquiza, que gozaban del privilegio de ver a la prima a todas horas, en el ancho patio arbolado.

            El millonario Reyes continuaba cortejándola, a la espera de que ella cumpliera los quince años. La convicción de la infalibilidad de su ventura, su belleza, la seguridad de su encumbramiento por una alianza ventajosa, aumentaron su arrogancia y la convirtieron en un ser desdeñoso, duro, difícil de contentar. Reyes partió un día para Buenos Aires, con motivo de unos asuntos urgentes, y no regresó al Paraguay. Pancha Garmendia ya no halló ningún admirador digno de su mano.

            En los tiempos actuales, las mujeres son bellas hasta los cuarenta años, pero en el Paraguay de hace un siglo, así como en toda América postcolonial, tal como lo observan estudiosos e investigadores, las mujeres, después de los veinte años, engordaban, criaban papadas, perdían los colores y los dientes, se volvían corpulentas, fuertes y parecidas a los hombres. Como pasaban la mayor parte del tiempo sentadas, hacíanse rollizas de piernas y caderas, perdían la vivacidad y ganaban tiesura y gravedad. Entre ellas no se conocía la famosa "belleza del diablo". En cuanto tenían hijos, se marchitaban. Después de los quince años, si permanecían solteras, hacían promesas a San Antonio para encontrar marido; si llegaban a los veinte sin conseguirlo, se consideraban solteronas, sentían disgusto por la vida y rumiaban su derrota.

            En esa etapa de su vida hallábase Pancha Garmendia. Su única satisfacción consistía en caminar, después de la misa mayor, entre dos apretadas filas de hombres que le sonreían como si aún codiciaran su belleza. Aquel momento de plenitud revivía en cada domingo o fiesta religiosa, sin percatarse de que las sonrisas eran cada vez más frías y las miradas más fugaces.

            Sin embargo, el milagro sobrevino. Un hombre fascinador penetró en su vida.

            Francisco Solano López hallábase en la Catedral. Había asistido a los funerales de doña Manuela, Vianna por el padre, Rojas de Aranda por la madre y que en vida fuera la esposa del ciudadano argentino don Juan Paulo Alén. Solano López se había ubicado en el pórtico. La tristeza del acto impartía dulzura a su expresión. Con mirada vaga esperaba la salida de Paulino Alén, su pariente y amigo dilecto.

            Detrás de Paulino venía Pancha Garmendia, muelle, grave, arrogante, los ojos hambrientos bajo la seda de los cabellos peinados en bandeaux.

            Solano López, desde su adolescencia, había oído hablar de aquella beldad, de su orgullo desmesurado, de su fracaso matrimonial y de sus desdenes hacia los jóvenes mediocres que aspiraron a su mano. Como los dos vivían en círculos diferentes, él nunca tuvo ocasión de encontrarla. Sin embargo la reconoció, y se despertó en su juventud una fría curiosidad. Su espíritu ávido se tendió hacia los atractivos que pudieran ocultarse en aquella belleza matronil, de orgullo árido. Una curiosidad instintiva primero, consciente después, movida por simple vitalidad, asomó a sus ojos y aumentó el poder de su mirada. Pancha no disimuló su sorpresa al descubrir esa fuerza, que halló en proporción mínima en la expresión de otros hombres que le hablaron de amor.

            El entonces coronel López era la figura varonil más relevante de la época. Su persona atraía si no la simpatía, la curiosidad unánime. A los diecinueve años poseía ya una madurez prematura, ganada en la vida independiente, en las altas responsabilidades de sus funciones diplomáticas y militares. Desde el día de los funerales de la señora de Alén, López ordenó a la banda de músicos militares que todos los domingos, después de la retreta en la Plaza de la Libertad, fuera a ejecutar tres piezas seguidas frente a la casa de Pancha Garmendia.

            En el silencio de los atardeceres, la música sonora y vivaz, retenía en las ventanas a las viejas de Del Barrio, Jovellanos y Marcó. El corazón de Pancha intensificaba sus latidos. Oculta detrás de las tías, dejaba ver a los hombres de la calle únicamente la frente marfilina, aureolada de cabellos rizados. Aquel cortejar aparatoso satisfacía su vanidad, halagaba su ingénita propensión a la grandiosidad.

            Hasta entonces las horas de Pancha habían transcurrido monótonas, casi tristes. No había aparecido en su vida otro magnate como Reyes. Los jóvenes que le hablaron de amor, se habían ido desdeñados, y no insistieron. Aún cuando no quisiera admitirlo, Pancha era una solterona aburrida. Pasaba las horas atisbando la calle, detrás de las mirillas de puertas y ventanas cerradas. Presa de la nostalgia de lo desconocido, esperaba alguna aparición sorprendente. Después del encuentro en la Catedral, continuaba asomándose a las mirillas, pero ya sabía lo que esperaba. Sólo que el esperado no se presentaba.

            A medianoche la despertaban la música y los cantos que hacían resonar su nombre, en acordes largos y profundos. Ella corría a la ventana, se prendía a las rejas y quedaba ahí, toda blanca de luna, sin ver el rostro que la atraía. Los músicos la miraban con lástima.

            El antiguo duelo de sexos se inició entre el joven ardiente, que atacaba con estrategia, fingiendo que temía al desdén, y aquella mujer experimentada, que soñaba con un matrimonio ventajoso. Las fuerzas no se equilibraban. Él era ágil, inteligente, libre de convencionalismos, caprichoso, audaz, consentido y joven. Ella, madura, arrogante, cargada de sombríos prejuicios y ambiciones, con cierta elevación moral y un alto coeficiente de su propia estima. Insatisfecha, impaciente a causa de la edad, con ocho años más que Francisco, se juzgaba más experta y más hábil que él. No advertía que López ya gobernaba su existencia y que ella, a pesar de sus años, seguía siendo juguete de las emociones.

            En torno a la Garmendia, Francisco no tardó en descubrir un mundo nuevo, gentes de extraños matices morales, lastimadas por un destino incompleto; españoles y porteños sutilmente rebeldes, susceptibles, con odio profundo a la clase gobernante; mujeres entradas en años, engoladas de eses hispanas, charlatanas y desorientadas; gentes complicadas, abstraídas por un pasado de grandezas, sin gustos ni inclinaciones hacia las cosas del presente, sin benevolencia ni indulgencia para los que no pertenecían a su círculo, con exceso de malicia, involuntaria a veces, pero que les impartía un subido matiz de crueldad. Francisco experimentaba una curiosidad ávida hacia ese ambiente novedoso que le atraía. En cambio Pancha, a medida de su apasionamiento, sentía crecer la hostilidad hacia su mundo; sufría de esa nostalgia de felicidad, que es como el comienzo de entrega en la mujer. La sola presencia del general Panchito impartía a su vida un colorido audaz, un aspecto bizarro pleno de ensueños, de excitaciones varias.

            El toque mágico no despertó únicamente a Pancha; avivó también las imaginaciones amortiguadas, las esperanzas mustias, las existencias grises de todos los parientes de la muchacha, que habían vivido arrinconados y lastimados. Las solteronas avinagradas, las viudas enlutadas, hallaron el mundo aclarado por una lumbre inesperada. Las que aún se creían jóvenes, volvieron a escuchar música, a ser invitadas a fiestas y banquetes. La oscura y ruinosa casa de los Marcó se iluminó de nuevo, noche a noche, y se colmó de presentes que provenían de cualquier rincón del país, donde se encontraba el joven López. Luis Garmendia, el hermano de Pancha, metido a picapleitos, a falta de otro trabajo más acorde con su orgullo de casta, obtuvo el grado de alférez e ingresó en el cuerpo de ayudantes del entonces coronel Panchito. El alférez Hilario Marcó ganó de golpe dos grados y recibió el mando del Regimiento de Policía; el teniente Barrios llegó a mayor. Otros parientes de Pancha, que vivieron retirados en sus chacras, multiplicando ironías contra la política de los López, reiniciaron sus tertulias, intentaron nuevas empresas y trataron de rehacer su bienestar. Los políticos sinuosos, que aspiraban a influir en los destinos del país, rodearon a la mujer aporteñada, que podía ser utilizada para el logro de sus objetivos antinacionalistas.

            Pancha, que había vivido reprimiendo sus aspiraciones, entreveía por fin la posibilidad de satisfacer su más castiza pasión, la codicia, no la ahorrativa, sino la que consistía en poseer todo lo que la suerte le había negado y que ella deseaba prodigarse a sí misma, a fin de confundir a los que fueron testigos de sus limitaciones.

            Solano López jugaba su papel con bizarría. En un solo matiz de gracia, reunía la seducción del dominador y la delicadeza irresistible del adolescente. Parecía una fruta expuesta al sol; de un lado verde y acida todavía, del otro dulcificada por los placeres, golpeada por las fatigas y el conocimiento. Esta coexistencia de aspectos diferentes desorientaba a Pancha y provocaba en ella reacciones contradictorias, que se resolvían por una ternura cada vez más apasionada, de tinte maternal, propia de la edad madura. Ella no era idealista. La orfandad, sus complejos condicionados de pobreza, ambiciones y fracasos, oprimían su personalidad y polarizaban sus aspiraciones hacia una sola finalidad concreta: un matrimonio ventajoso, que cambiara su destino. Los sueños que rondan como mendigos en torno de las puertas del alma, son los más peligrosos. Pancha no se detenía a pensar que Francisco, con sus veintiún años escasos, era ya rico en experiencias; tampoco valoraba a cierta muchacha que vivía en Villa del Pilar. A su juicio, Francisco no se casaría jamás con aquella campesina. No se percataba del drama moral de su amado, que trataba de justificar con medias mentiras su media sinceridad.

            El joven militar permanecía poco tiempo en la capital. Llegaba casi siempre de noche y partía dos o tres días después. A cualquier hora llamaba a la casa de Pancha. Ella asomaba a la ventana, sentábase en el antepecho, hacia adentro, y conversaba con el mozo, que permanecía de pie ante la reja. En horas de la siesta, se veían en el patio, bajo los naranjos. Como no era reservada y tenía el propósito de interesar a su oyente, se volvía locuaz, sin percatarse de que ponía de manifiesto su ignorancia y su falta de espiritualidad ante un observador agudo y despierto.

            "En ella sólo cuenta la belleza del cuerpo", se decía López, cuando se retiraba sin ninguna curiosidad insatisfecha.

            Una noche Francisco en la ventana, pronunció con indiferencia, como al azar, esta frase aparentemente simple:

            - Estaremos mejor en el patio -su voz tenía la dulzura infantil que emocionaba a Pancha. Viendo lucir esos dientes bañados de luna, que se adelantaban en la sonrisa, Pancha se turbó de un modo que no pudo ocultar. Solano López, por entre las rejas, buscó la boca y la besó despacio, sabiamente. La caricia le inspiró a Pancha una súbita amargura de su virtud, la molestia del deber, el silencioso arrobamiento de la mujer que espera el instante en que el hombre rompa los frenos. La energía hispana, la fuerza nerviosa de la femineidad madura, elementos poderosos de pasión, hallábanse combinados por azar en aquella amorosa, ávida de afirmar su vida sentimental. Le llegaba la hora en que los sentidos entran a jugar su partida. Con el despertar de lo más vivo y de lo más oculto de su ser, Pancha experimentó esa noche un súbito desequilibrio emocional. Tomó la mano de López y le mordió el dedo meñique.

            - Más fuerte. Más fuerte -murmuraba el muy ladino, besando a la muchacha hasta hacerle un daño grato, un íntimo temblor en todo su ser.

            Desconfianza, celos, remordimientos, calculadas rebeldías, nada de esto contaba después. Los dos fueron una dulce canción en la noche.

            - ¿Qué tal? -preguntó a espaldas de Francisco un transeúnte. El mozo se retiró, esforzándose por recuperar su serenidad.

            - No se preocupe, coronel Panchito. Yo también soy hombre y lo envidio -era uno de los Urdapilleta; se alejó sonriendo con malicia.

            - Estuve loca, Panchito, loca de remate. ¡Que Dios me perdone! -murmuró Pancha. En lo íntimo reconocía que la noche y el mundo eran para ella, en ese instante, un nido cálido y dulce.

            - En el patio no hubiéramos sido molestados -replicó López, en tono de reproche. Había un encanto reconcentrado en la sonrisa y en la mirada-. Vamos allá -propuso.

            Pancha ocultó sus emociones con su risa habitual, tonta y burlona, que desagradaba a López.

            - ¿De qué te ríes? -le preguntó él, de modo frío y cortante, estuvo espiándonos y calculó el momento de sorprendernos. ¡Lo que hablará mañana de nosotros! Tú debes pedir mi mano, para tapar el escándalo que hará este buen hombre.

            - Lo pensaré -dijo Francisco y se caló el quepis. Tenía la vaga presunción de que la aparición de Urdapilleta había sido preparada de antemano. Camino de su casa, silbó una tonada. A pesar de todo, sentíase dichoso, Su embriaguez había sido compartida. Al meterse en cama, admitió que la atracción que reside en el rostro y en el cuerpo, no le satisfacía. López exigía el encanto de la belleza interior. Sus ojos plenos de fuerza escrutaron las sombras. ¿Dónde se ocultaba la perfección anhelada? De una cosa tenía conocimiento claro, de su inútil y engañosa emoción reciente. No presentía que una inesperada resolución de su padre permitiría que dos seres desconocidos, que vivían lejos el uno del otro, se encontrarían un día en un lugar no imaginado jamás por ninguno de los dos.

            Don Carlos comprendía el peligro que políticamente representaba su hijo mayor. También debía entregarle la jugosa herencia que le había dejado don Lázaro Rojas de Aranda; por último, él se oponía terminantemente al casamiento de Francisco Solano con la Garmendia, hija de un traidor porteñista. Benigno López también le presentaba dificultades, no quería desprenderse de la estancia de Tacuatí, parte de la de Burro Yguá correspondiente a Francisco Solano.

            Don Carlos, consecuente con su modo habitual de proceder, orilló la solución de estos problemas sin atacarlos a fondo. Envió a Benigno a Brasil, a una academia de marina, contrariando la voluntad de su esposa, que nunca había querido separarse de su hijo predilecto. Arrancó de Francisco la promesa de que no se casaría con la Garmendia y, en compensación, le ofreció un viaje a Europa, en calidad de ministro plenipotenciario ante las cortes europeas.

            Francisco Solano, previa liquidación de la testamentaría de su padrino, se sometió a la voluntad de su padre.

            El 14 de agosto de 1843, Pancha Garmendia salía de la Catedral, después de asistir a las vísperas de Nuestra Señora de la Asunción. En el atrio del templo recogió uno de los volantes impresos, que se disputaban los devotos. En su casa encontró a Francisco Solano López en conversación con el capitán Hilario Marcó. Después del cambio de saludos. Francisco informó que partía al día siguiente, rumbo a Inglaterra.

            - ¿Conque ese viaje era de veras? Siempre creí que lo ideabas para hacerme una broma -dijo Pancha; se quitó la mantilla, clavó en ella el alfiler que la sostuvo en la cabeza y la dejó sobre una silla. Simulando indiferencia, mostró la hoja impresa, que recogiera en el atrio de la iglesia.

            - Creo que tiene escrito un rezo -agregó.

            - Son versos de Natalicio Talavera a la Virgen -dijo el general. Se acercó a la ventana y leyó las estrofas con acento fervoroso y puro, a veces grave, como si orase:

            Vos que veis, Madre amorosa

            nuestro afán ardiente y santo,

            recibid con nuestro canto

            nuestro corazón también;

            recoged de nuestra alma

            la devoción que respira,

            y lo que puro le inspira

            cuanto hacéis por nuestro bien.

 

            Doña Ramona, la tía de Pancha, abundaba en ponderaciones, hacía la señal de la cruz y se enjugaba las lágrimas. Pancha sonreía, pendiente de la voz, de los labios, de los ademanes de López. El capitán Marcó pidió permiso y se retiró con su segundo en la guardia de urbanos, el teniente José Díaz, que había permanecido de facción en la puerta. Doña Ramona fue a la cocina y el general López quedó solo con Pancha. Sacó de su bolsillo un lápiz de oro y el anotador, se acomodó en su sillón y se puso a escribir. Pancha jugaba con los rizos y sonreía cada vez que Panchito la miraba. El mozo dio por terminada su tarea, acercóse a la ventana, diciendo:

            - Panchita, escucha los versos que dedico a la santa que yo adoro -y leyó lo siguiente:

            Por más atenciones

            que el rigor me haga guardar

            jamás te podré olvidar

            pues nací para quererte;

            y tuyo seré hasta la muerte,

            así me puedes llamar

            Vacilante y pensativo

            paso entre angustias y penas,

            reo que entre cadenas

            por tu amor está cautivo

            Muriéndome por ti vivo,

            gusto por ti sobrellevar

            tan rigurosa cadena.

            ¡Ay! ¡Cuánto crece mi pena

            y se aumenta mi dogal!

            En fin, dueña idolatrada;

            Yo siempre seré tu amante,

            estarás en todo instante

            en mi pecho retratada;

            sólo siento, mi adorada,

            alejarme de ti mañana,

            privándome de tu cielo,

            pero tú sabes, dueña amada,

            que jamás te he de olvidar.1

 

            Doña Ramona, que había vuelto a la sala, no hizo la señal de la cruz, pero lloró de dicha. Pancha no comprendió muy bien el sentido de estos versos, ni el de los Talavera, pero sintió que cada palabra deslizaba sobre sus labios besos furtivos, deliciosamente turbadores. Le halagaba que le dedicasen versos como a la Patrona de Asunción, y que el autor de esos versos fuese nada menos que el general Panchito. Lo malo era que su poeta partía al día siguiente.

            A la noche, después de que los habitantes de la casa se entregaron al sueño, Pancha, arrebujada en un rústico chal de lana, tejido por su tía la de Jovellanos, se encaminó hacia el patio. El barro le llegaba a los tobillos. La llovizna invernal le humedecía a saya oscura.

            Envuelto en un poncho "sesenta listas". Francisco emergió del fondo del patio que daba sobre la calle de la Ribera; sin tropiezos se dirigió hacia el yvá-povó de espeso follaje.

            - Si resuelves irte conmigo, postergaré mi partida -dijo López, después de deshacerse de los brazos de Pancha. La retuvo por el hombro y reclinó la cabeza sobre el pecho de ella.

            - A tu regreso haré todo lo que me pidas -replicó Pancha, tratando de apartarse del contacto turbador. ¡Oh, si pudiera ir con él! Si tuviera un poco mas de coraje daría la espalda a su parentela engolada de vanidad y de remilgos, que censuraba sin piedad a las que osaban hacer lo que Panchito le estaba proponiendo. Tenía miedo. Demasiado tiempo había vivido reprimiendo sus impulsos, obedeciendo, callando, sujeta al temor de molestar y de herir, y ahora ya no tenía coraje de rebelarse, de hacer lo que deseaba.

            - No te alejes de mí -insistió Francisco, acariciándole la piel con su modo encantador-. Estamos en víspera de separarnos por mucho tiempo. Quiero tenerte junto a mí para siempre. ¡Qué dichosos seríamos viajando juntos! En España visitaríamos a esos parientes tuyos, a quienes deseas conocer. Decídete, Panchita. No sea que te arrepientas por haberme dejado ir solo.

            - De aquí a mañana no hay tiempo para casarnos.

            - Lo haremos en Buenos Aires.

            - ¡Si voy contigo sin la bendición de la Iglesia, mis parientes me maldecirán ¡Oh, las apariencias! ¡El temor al qué dirán! ¡La cobardía que deja la opresión!

            - ¿Qué te importan tus parientes, si me tienes a mí? -López la atrajo de nuevo y la besó.

            - Me importan mucho mientras no sea tu esposa ante Dios -¿cómo López se negaba a lo único que ella ambicionaba?

            - Nos casaremos en Buenos Aires, te lo prometo -insistió; pero había un dejo de impaciencia en su voz enronquecida.

            - Prefiero que nos casemos en Asunción, delante de todos los conocidos - quería desquitarse de sus humillaciones pasadas.

            - Mi padre lo impedirá. Mi tío el Obispo se negará a damos la dispensa. Sabes que don Carlos planeó mi viaje con el propósito de separarme de ti. Pero, si le creamos una situación de hecho, tendrá que ceder. Decídete. Panchita. No se hace nada importante sin graves riesgos -Francisco la atrajo de nuevo hacia sí de modo suave y dominador, e hizo ademán de envolverla con su poncho.

            - Amémonos esta noche aquí por última vez -dijo.

            Pancha percibió el olor masculino que se desprendía de aquel poncho y se mordió el labio. Por experiencia sabía que en aquellos brazos se le quebraba toda resistencia.

            - He hecho bastantes locuras por ti y tú no me correspondes. Le prometiste casamiento a Juana Pesoa y la dejaste plantada con dos hijos. No harás lo mismo conmigo. No me dejaré ya abrazar por ti hasta que estemos casados - vulgaridad y desdén, lo que nunca soportaba Francisco.

            - He observado que de un tiempo a esta parte has tomado el hábito de postergar todo lo agradable para después del matrimonio. Tranquilízate. Dejaré de importunarte. No tolero la resistencia en los seres ni en las cosas, menos, si es calculada y utilitaria. Tampoco me resigno a obtener algo de una mujer por medio de la violencia. Prefiero los dones voluntarios -López no era un libertino. Joven, soñador, con vivo amor propio, anhelaba la entrega espontánea, sin ademanes desordenados.

            - Si condicionas tu bondad a un velo de novia, si me obligas a librar una batalla por cada caricia, es que las cosas no andan como deben y me será fácil renunciar a ellas -dijo con rapidez; deshizo el abrazo y se envolvió en el poncho.

            Panchita comprendió que había ido demasiado lejos. Trató de paliar el mal efecto de sus palabras; dulcificó la voz y pensó que debía someterse de algún modo. Sólo acertó a decir:

            - Para mí, Panchito, el matrimonio santifica el amor.

            - ¡Oh! ¡Qué cosa más nueva! Y ¡qué odiosos me parecen los arrepentimientos tardíos! -ostentaba su arrogancia.

            - Tú no me comprendes. Nunca has tratado con mujeres de mi clase.

            - ¿Qué quieres decir?

            - Estás acostumbrado a esas...

            - A esas... ¿qué? -la interrumpió López, resuelto a defender a las mujeres que lo amaron, mujeres tiernas, sin reproches, sin escenas de teatro calderoniano.

            - Las mujeres que me han querido o que me quieren todavía, valen tanto como tú -dijo, autoritario-, acaso más que tú, porque son más valientes -brotaban las palabras con violencia. López comprobó que ya no deseaba conservarla.

            - Tú no me das la seguridad de que me pertenecerás eternamente. ¡Eternamente! El vocablo sonó extraño a los oídos de López. Él no había deseado eternizar esas relaciones en las que jugaban la curiosidad, el amor propio más que el amor mismo. Sintió que su deseo agonizaba como las hojas mustias bajo la lluvia.

            - Por honesta que sea una mujer, no permanece indiferente ante el hombre que la ama y que parte por mucho tiempo -murmuró de mal talante.

            Pancha no contestó. Inmóvil, silenciosa, considerábase desdichada porque no podía romper sus grillos. Sus pensamientos y su razón, luchaban contra sus emociones y deseos. Honor y miedo, pasión y ambiciones se desataron en su alma moldeada por mojigatas. ¡La partida de López! ¡Le resultaba terrible ese viaje! Su fuerte pasión y sus años no admitían espera. Rogó, imploró la seguridad, la bendición del sacerdote.

            - No me quieres -afirmó por fin, desengañada y agria.

            - Tú tampoco -replicó Francisco; comprobaba que podía apartarse fríamente de ella.

            Sobre los dos cayó el silencio, un hondo silencio de muerte. A Francisco le pareció todo lejano, borrado, difuso. De pronto, experimentó una especie de rencor hacia su triste embriaguez desvanecida, hacia su ardor apaciguado.

            - No me quieres, Panchito. Te vas como si nada hubiera existido entre nosotros -murmuró Pancha. Deseaba asir de nuevo al meteoro azul que se le escapaba. Agregó-: ¿Quién me asegura que no encontrarás alguna gringa que te guste más que yo? -las palabras pesaban sus puntos de farsa, de celos y de despecho.

            - Para evitarlo, te invité a que vinieras conmigo -replicó él, frío e inmóvil.

            - ¡Yo, irme contigo...! -la idea le resultaba intolerable, pero la proposición la desquiciaba. Su corazón sufría; nerviosa, agitada, acabó riendo de ese modo arrogante y voluble que irritaba absurdamente a López.

            Francisco Solano conocía la embriaguez de la persecución y de la victoria, pero sentíase demasiado joven para insistir en el absurdo recorrer de caminos andados. Le distrajo el ruido de la lluvia menuda, que rozaba las ramas como pisadas de Yacy-yateré.2 Sintió frío en los pies y vacío en el alma. Un livor rasgó la masa oscura de la arboleda. Pancha dijo:

            - Me parece que alguien está en la puerta de mi pieza -tenía conciencia de que ya no lograría desvanecer el rencor de López. La noche se hacía totalmente oscura.

            - Vete, Pancha. No te arriesgues a pasar un mal rato por causa mía -dijo él.

            - Me echas; y hace un momento decías que querías tenerme a tu lado para siempre -emergía de todos sus quebrantos, luchando por acercarse a él.

            - Hace un momento, sí. Ahora es mejor que te vayas. Quizás a mi regreso podré amarte de modo razonable. Aprenderé a no temblar cerca de ti, a no quemarme en caricias que te avergüenzan -López sentíase enervado por la honesta mediocridad de ella. Le agradaban los grandes sentimientos y despreciaba a los incapaces de sentirlos; ninguna emoción le inspiraba ya esa mujer desdibujada por las sombras, sin perfume ni armonía. Se envolvió en su poncho, alcanzó el cerco y saltó a la calle. Pancha, sin tiempo para pronunciar una sola palabra, fue a encerrarse en su aposento, transida de frío y de tristeza.

            Desde la partida del general López una obscuridad descendió sobre su vida. La ciudad asoleada permaneció en continua penumbra para ella. Una vez más había sido defraudada por los poderosos. Los López, padre e hijo, se entendieron para sumirla en el abandono, tanto más desesperante cuanto más cerca estuvo del bienestar. Pancha no tocaba el piano, no sabía leer, no jugaba a las cartas ni cultivaba el jardín. No tejía encajes ni hacía cigarros. Por orgullo de casta evitaba las ocupaciones manuales. Sus tías, particularmente doña Ramona, la que mejor conocía las facetas de su pasión, le aconsejaban que concurriera a fiestas, que visitara a las amigas, que se procurara otro admirador. Sorda a toda sugerencia, ocupada únicamente en la conservación de su belleza. Pancha cultivó su antiguo odio a los poderosos. Ni a su primer novio, el ricachón Reyes, había aborrecido tanto como a don Carlos, por creerle culpable de su fracaso matrimonial con Francisco.

            Poco a poco la muchacha cayó en una especie de histeria matizada de manía de persecución. Se hacía repetir los relatos exagerados de la crueldad del dictador Francia, las injusticias del presidente López, los devaneos lucifernianos atribuidos al general Panchito. No hacía comentarios; sólo pensaba en el desquite. Frecuentaba iglesias y rezaba novenarios. Los que la veían con el rostro bañado en lágrimas al pie de los altares, las cuentas del rosario entre sus grandes dedos, admiraban su piedad como antes admiraron su belleza. La política y la religión condenaban al veleidoso Don Juan que se había ido dejando el dolor sobre sus pasos. Encerrada de nuevo en el círculo asfixiante de su parentela desilusionada, Pancha se vio poseída por el viejo conflicto entre sus aspiraciones y la mediocridad que la aprisionaba.

            - Volverá a ti. En Asunción no hay mujer que te iguale en linaje y hermosura -murmuraban las viejas tías, con menos entusiasmo a medida que terminaban un novenario después de otro.

            Tres años transcurrieron hasta el día en que Pancha vio de cerca a Elisa Lynch. Cuando descubrió sus ojos límpidos, su boca perfecta, su belleza de diecinueve años, no dudó ya que las sombras descendían sobre su vida para siempre.

           

 

1Transcripción del libro La tiranía de Francisco Solano López, de Jacinto Vicencio.

2Gnomo rubio de la mitología guaraní.

 

 

15

 

            En abril de 1845 llegó a Asunción el periodista Héctor Vareta, uruguayo de nacimiento, que formaba parte del cuerpo de redactores de La Tribuna de Buenos Aires.

            Varela traía la misión de informar a su diario sobre las desavenencias suscitadas entre el Estado paraguayo y los franceses de la colonia de Nueva Burdeos de reciente fundación. Durante los días de su permanencia en Asunción, fue solícitamente atendido por su colega, el periodista español con Ildefonso Bermejo, y su esposa, doña Purificación Jiménez.

            Don Ildefonso, uno de los hombres de letras contratados en Europa por el general Francisco Solano López, escribía en El Semanario, periódico oficial, planeaba la fundación de una Escuela Normal, proyectaba dirigir el teatro nacional y dictaba cátedras. Andaba siempre de prisa. En alto las manos, en actitud de director de orquesta, se quejaba del calor, de sus tareas agobiadoras íntimamente feliz porque realizaba su desmesurado anhelo de acumular ganancias. Su mujer, doña Purificación, según los observadores, poseía un "limitado espíritu e ilimitada vanidad". Española de "gran carácter y desenvuelta por demás", frisaba en esa edad indecisa de la mujer, comprendida entre los 25 y los 35 años. Era muy bella. Su propio marido afirmaba que era "i pora ité rei" (sublime o no cabe más). Don Ildefonso y su esposa se atribuían el triste privilegio de haber conocido el pasado de Elisa Lynch en Europa. Sobre ese pasado bordaban las peores exageraciones.

            "La maledicencia, tema predilecto de individuos y pueblos de origen español, se vuelve más cruel en las ciudades pequeñas, en las aldeas, donde se goza particularmente comentando los yerros de los grandes y las faltas de los poderosos". Esa maledicencia que mezclaban los nombres de Elisa, Francisco y Pancha Garmendia, despertó la curiosidad del periodista Varela hacia la madura beldad abandonada.

            Con el pretexto de entregar un mensaje a los hijos del finado José Garmendia, de parte de unos parientes del mismo apellido residentes en Buenos Aires, Varela acompañado del matrimonio Bermejo, visitó a Pancha Garmendia, con quien doña Pura había entablado gran amistad.

            Los recibió doña Juana Jovellanos, de sangre española, blanco rodete y ojos de cabrito asustado. La señora Jovellanos era la madre del capitán Hilario Marcó y tía abuela de la Garmendia.

            Pancha se hallaba en su sitio habitual, al lado de la ventana, sentada al amparo de la penumbra. Mucho tiempo hacía que no tenía visitantes masculinos. La presencia de los extranjeros que le demostraban interés, halagó su vanidad. Se apresuró a expresarles que "los consideraba de su misma sangre", al uno por su hispanidad, al otro porque era amigo de sus parientes porteños de quienes se enorgullecía.

            - Considero como amigos y compatriotas a todos los de abajo (Sur o países del Plata) -declaró con énfasis.

            Los dos hombres no escatimaron alabanzas a la belleza de quien tan generosamente los trataba. Sincera o falsa, la admiración halagaba a Pancha, incapaz de discernir la verdad. Los extranjeros eran "escritores", profesión que atrae a las mujeres, más aún a las no instruidas. Los dos eran cuentistas, novelistas o comediógrafos a su manera, por lo tanto, ávidos de novedades, de confidencias sinceras o fraguadas. Varela deseaba conocer las intimidades del general famoso, que no le había concedido una entrevista. Bermejo debía demasiados favores a López para tenerle buena voluntad, y doña Purificación sufría de despecho por haber tendido en vano sus redes al general.

            Desde el encuentro con Elisa en el desfile. Pancha se había encerrado en su casa, más que nunca arrogante y desilusionada. Sintió renacer su propia importancia cuando recibió la visita de aquellos dos hombres inescrupulosos, que encubrían su curiosidad con una máscara de interés y fina cortesía. Incapaz de captar las segundas intenciones, gozaba de la oportunidad que se le ofrecía para vengarse de quienes la hirieron, y revivir el pasado que a fuerza de callarlo, de ocultarlo detrás de su orgullo sombrío, se había deformado y transfigurado de modo increíble. Sus interlocutores eran forasteros, personajes no ligados a ella ni a su ambiente, que ignoraban su drama íntimo y que de algún modo podrían divulgar sus palabras. Toda persona que tiene algo que ocultar, y encuentra la oportunidad de conversar con gentes extrañas, hace lo mismo que Pancha, hablar mucho y con énfasis.

            Pancha hilvanó una historia de persecuciones a su virtud, desdén de su parte y empecinamiento de López. Ningún rubor asomó a su rostro cuando cambió la escena de la ventana, de la que Urdapilleta fue testigo, por otra de un asalto nocturno a su alcoba, de corte folletinesco, parecido a los cuentos de las viejas tías españolas. Conforme a su relato, López se había retirado humillado, golpeado, con el dedo ni meñique destrozado a dentelladas. La sangre de esa herida aún podía verse en manchas indelebles sobre el pavimento. Pancha no ignoraba que doña Pura sentía una gran inclinación hacia el general; experimentaba una satisfacción perversa en demostrarle que el hombre admirado por ella fue su adorador desdeñado. A este punto del relato, doña Pura cambió una mirada de incredulidad con Varela. En otra ocasión, ella había escuchado de labios de la Garmendia una versión distinta. Pancha sorprendió la mirada y detuvo su narración.       

            - Tengo mala memoria -dijo-. Tantos sufrimientos me trastornan lea ideas -en lo interior se arrepintió de los cambios que introducía deliberadamente en sus relatos, según fueran sus oyentes hombres o mujeres, amigos o enemigos de los López.

            La señora de Bermejo se había complacido en hacerle decir a Pancha todo lo que se había propuesto. Guiaba sus contestaciones con preguntas capciosas y hábiles. Cuando descubrió que la muchacha           "decía patrañas", no protestó porque se trataba de difamar al hombre que no reparaba en ella.

            Varela observó que las condiciones de vida de Pancha y de sus tías no eran propicias a la felicidad. La fingida rigidez puritana, la absurda vanidad de casta, les dificultaban establecer relaciones y originaban en ellas una complacencia morbosa en su posición de víctimas.

            Don Ildefonso, advirtiendo el espíritu de venganza que animaba a la Garmendia, le preguntó de improviso:

            - ¿Nunca se ha enamorado usted del general López? -la miró fijamente a los ojos.

            - Dios me libre de esa maldición -protestó la Garmendia.

            - Perdone, yo también imaginé que usted lo amaba -dijo Varela, convencido de que ella negaba lo que saltaba a la vista de todos. Varela observaba atentamente a esa mujer no ya joven, que había hecho una revisión desaprensiva de su vida emocional e íntima, delante de dos hombres que no eran sus confesores ni sus confidentes.

            - Señorita, yo soy periodista y no me comprometo a guardar sus confidencias en caja de acero -dijo, recalcando los vocablos: comprendía que ese material barato, aderezado por su pluma inescrupulosa y venal, podía reportarle provecho algún día.

            Ya en la calle, camino al hotel donde se hospedaba, en tono ligero, Varela dijo a los esposos Bermejo:

            - La Garmendia padece de entumecimiento espiritual y continúa enamorada del generalito.

            - Realmente sorprende que una mujer se coloque en un plano de menor valía ante extraños -replicó Bermejo.

            - Ella está muy orgullosa de haber mordido el dedo meñique del general. Se diría que aún conserva el sabor de la sangre en los labios -dijo doña Purificación, temblando ligeramente.

            - Es una forma de proceder común a algunos de mis amigos porteños - replicó Varela-. Alardean de sus conquistas sin comprender que su conducta de falsos tenorios los convierte en ladrones de la reputación ajena. La arrogancia de esta muchacha es del mismo origen: falso concepto del decoro, la sobreestimación propia, el juzgarse irreprochable, a pesar de lo que ha ocurrido. El capear, el alabarse, el hablar mucho, alto y huero, todo es de pura cepa española, y la han llevado a esta pobre mujer enamorada de sí misma tanto como del que la cambió por otra, a no reparar en nada, con tal de dar curso a su venganza.

            - ¡Bravo! Veo que usted aprendió mucho de mi compatriota Baltasar Gracián -dijo don Ildefonso, y agregó:

            - ¡Qué buena memoria la suya! -don Ildefonso reconoció también a la Garmendia una arrogancia enfática y teatral, castizamente hispana.

            Varela visitó a Elisa Lynch, y le entregó una carta de presentación de parte de don Tomás Guido, encargado de negocios de la Argentina en Asunción. Informado de las calumnias que corrían sobre la reputación de ella, le ofreció hacerle una biografía. Elisa rechazó el ofrecimiento. En cambio el presidente don Carlos Antonio López, hizo uso de los buenos oficios del periodista; le regaló trescientas arrobas de yerba y mil patacones, para que contara la verdad sobre la causa que impulsaba a los colonos franceses a la rebelión. Varela prometió que a su regreso a Buenos Aires, "haría hablar a las cien bocas de los periódicos y por todos ellos haría saber al mundo la verdad sobre la colonia Nueva Burdeos". En efecto, así lo hizo, previa aclaración de que "creería faltar a un deber de justicia si en vista de los infundados ataques al gobierno de Asunción, no levantara la voz para justificarlo". "Trátase, además, de un mandato de conciencia -escribió-, que nos proporciona la ocasión de retribuir de algún modo el fino y atento recibimiento que se nos hizo en Asunción, donde fuimos tratados con toda clase de consideraciones. Defendemos la conducta del gobierno paraguayo porque nos interesa tanto a nosotros como a los demás pueblos de América el que no se dé crédito a los asertos esparcidos".

            Catorce años más tarde. Varela cambiará de opinión respecto de la época y de los hombres del Paraguay.

 

 

16

 

            Doña Carmelita Speratti, reunió a sus amigas con motivo de su cumpleaños. Su casa, en la calle del Sol, tenía un patio grande, colmado de granadas de Arabia y naranjos sevillanos, cultivados por un viejo catalán, primer dueño del solar.

            El día era espléndido. Triunfos de música y baile empujaban en flotillas a la juventud reidora. Entre requiebros de montoneros, apretones de mano y miradas falsas, las muchachas, muy peripuestas de anillos y corales, derramaban la miel de sus sonrisas. El drama de las pasiones giraba entre el blanco y el rojo de las sayas avoladadas, cuyos movimientos seguían con la vista los hombres de más edad, así como las madres engalanadas con topacios y crisólitos.

            Los dedos resonaban como cascabeles. La voz del comandante Vicente Barrios ponía la proa hacia los cielos; su canción pedía "la dicha como oro en pepitas, para doña Carmelita".

            En torno a Solano López los hombres formaban círculo. Allí estaban el francés Policarpo Garro, que se creía un poco pariente con el general López por ser el marido de una hermana de Juanita Pesoa; Diego Garmendia que miraba desde lo alto como si continuara viviendo en su persona algún encomendero del coloniaje; José Solís, administrador de López; don Ildefonso Bermejo, que chupaba un puro, trataba de deslumbrar con su elocuencia y se jactaba de su devoción al general; Saturnino, el más ambicioso de los tres hermanos Bedoya, buen mozo, con la dulzura servil del que desea medrar; Francisco Fernández, grave reservado, de probidad reconocida y hombre de confianza de los López. Más allá, en un ángulo diafanizado por su presencia, Paulino Alén, fino, esbelto elegante, escuchaba con atención lo que decía Natalicio Talavera, muy guapo de maneras distinguidas.

            Don Ildefonso Bermejo hilvanaba relatos y anécdotas en tono declamatorio. Todos los días, terminadas sus abrumadoras tareas un la imprenta de El Paraguayo Independiente, cruzaba la calle Atajo y entraba en la tienda de don Saturnino. Si los hermanos se hallaban ocupados en aquilatar un mate o una bombilla que traían al empeño, don Ildefonso se distraía conversando con los clientes o inspeccionando las novedades en venta, introducidas por los emprendedores porteños. Un día llegó una muchacha de pañolón y enaguas crujientes. Traía al empeño un rosario, que don Saturnino calificó de "oro bajo". La muchachita protestó. Con el pretexto de verificar los quilates de la prenda, don Saturnino invitó a la chica a pasar a la trastienda. Ella se resistió diciendo: -¡Como si no te conociera!- se apoderó del rosario y salió corriendo. Don Ildefonso refería el caso para molestar a Bedoya, que aspiraba la mano de Rafaela, a pesar de la oposición de toda la familia López. Francisco Solano penetró la intención del español y no demostró interés en el relato.

            Le tocó el turno a don Saturnino. Con voz fuerte y rotunda de hombre de negocios, refirió que un extranjero, recién llegado a Asunción, había ido de excursión a Luque. A su regreso cruzó un bosque de naranjos cargados de fruta. El extranjero se detuvo a comer las naranjas. Cuando se hartó, llenó con ellas los bolsillos; cortó los gajos más próvidos y los ató en racimos que sujetó al arnés. Al día siguiente el extranjero se presentó a Don Carlos a quejarse del cura párroco de Luque, porque había ordenado a su mujer que abandonara el templo. Su Excelencia le respondió que, como gobernante, tenía a su vez una acusación en contra de cierto extranjero que se había apoderado de cosas que no le pertenecían.

            - ¿Cuáles? -preguntó el forastero.

            - Las naranjas del camino -respondió Su Excelencia.

            Pues allí estaban sin dueño, a merced de los transeúntes.

            - Es decir, al cuidado de la honestidad de los transeúntes. Las naranjas del camino, señor, no son suyas, ni mías. Quien se apodera de ellas no es un hombre honrado. Usted ha perdido mi confianza.

            - Eso no me lo dijo Su Excelencia -explico Bermejo-. El Presidente no ha expresado que me retiraba su confianza.

            Resonó una carcajada unánime.

            - ¿Conque fue usted, don Ildefonso, el loro de las naranjas ajenas? -dijo Solano López, muy serio en medio de la risa general.

            Ocurrió algo que impuso silencio a todos. Acompañada de Zoila Alén y de Rufina Salduondo, llegó Elisa Lynch, envuelta en un aire de extracto francés y magia de Irlanda. Su cabeza emergía de un delirio de encajes. Con leves pasos cruzó entre las personas que habían quedado literalmente con la boca abierta; sintió en la nuca el frío desdén de las que se decían honestas, el desprecio de los que se hallaban seguros en la dignidad; también el asombro mudo de los golpeados por su lujo y elegancia. Fue a sentarse en un sillón entre sus dos amigas y suspiró arrebolada. Alén se le aproximó sereno, pausado y sonriente; ella miró hacia el patio donde los naranjos florecían. En ese momento, Cantalicio Guerrero anunció que tocaría una pieza dedicada al general Panchito:

            - Para recordarle sus noches de París -dijo, y ejecutó una música de vivos compases.

            - Es la polca, un baile que introdujo en la corte de Francia la princesa Louvowcik. ¡Qué mujer! Fue la que más dio que hablar durante nuestra permanencia en París. ¿La recuerda, general? - dijo Barrios, dando a su voz un tono intencionadamente picaresco. Pero su alegría era real. Barrios se apartó del grupo masculino, hizo cascabelear los dedos, se inclinó delante de Inocencia López, amable, cortés, y le propuso que le acompañara a bailar "por primera vez la polca en Asunción".

            López fue a sentarse en un ángulo, bajo un toldo de hojas de helechos arborescentes. Entornó los ojos y meció sus recuerdos a los compases de la polca. Los ruidos le llegaban amortiguados; imágenes y voces vivas le invadieron la mente. La polaca Julia Wanda, princesa de Louvowcik, le había enseñado a bailar la polca, en casa de la princesa Trubeskoy, cuñada de Napoleón III. Recordó otros encuentros con la dulce y lánguida polaca, en sombríos jardines, en cafés iluminados. Sonrió a un largo desfile de mujeres rubias, morenas o doradas; se detuvo en la imagen de la famosa cantante Adelina Patti, en otras menos caras, pero invariablemente bellas, elegantes o distinguidas. Indudablemente era un hombre exigente en materia de mujeres. No se vanagloriaba de ello, pero se ufanaba de que nunca había hecho el amor a las mujeres feas ni a las casadas. Su línea de conducta se había roto en Argelia. Revivió su deslumbramiento: - El amor viene cuando menos se lo espera -murmuró sonriente, con un encogimiento cálido y palpitante en las rodillas. Echó la cabeza hacia atrás y se entregó a la contemplación de las parejas empeñadas en aprender los pesos de la polca. Las mujeres eran lindas, de sencillos modales, pero sin encantos turbadores. Algunas sonreían con estudiada coquetería, como aquella doña Purificación de Bermejo, "afanada por encontrar quien la arrastre al pecado", pensó López. En ese momento vio a su hermana bailando con Saturnino Bedoya. Recordó la inexplicable carta que éste te dirigió a París, refiriéndose a unos cigarros enviados por Carmelita Cañete, que nunca llegaron a sus manos. Buscó con la vista a Carmelita para saludarla y agradecerle, aunque tardíamente, el recuerdo; su mirada descubrió a Félix Eguzquiza ¿Quién era la muchacha que bailaba con él?

            ¡Pancha! -exclamó para sí. Desde su regreso de Europa la tenía cerca por primera vez. Ambos aparentaron no haberse visto.

            "O mis conceptos sobre la belleza han variado totalmente o Pancha Garmendia ha cambiado mucho", pensó López.

            La belleza de Pancha se resentía de algo desmesurado. Sus facciones muy pronunciadas, su figura alta y demasiado mórbida, su arrogancia excesiva, hacían que pareciese más linda de lejos. De cerca, el rostro se alargaba en un doble mentón. La sonrisa ahondaba algunos trazos y ponía otros en relieve. Los dientes eran magníficos, pero le faltaban dos del lado izquierdo.

            - Los ojos continúan siendo de un negro inverosímil -murmuró López-; pero la sonrisa no le aclara el rostro. Se diría que el alma no asoma en ella -agregó para sí-. Observó los labios vivamente dibujados que se "distienden a ratos en abandono inexpresivo, casi tonto, ademán que ya se manifestaba en otros tiempos, pero de modo más fugaz", pensó, asombrado de que no experimentara ninguna emoción a la vista de aquella mujer, de grandes pies y serenidad un poco torpe.

            "Pero esta muchacha tiene sus buenos años", se dijo López, cambiando de postura en su asiento. Sonrió con ironía al reconocer que había hecho el ridículo enamorándose de una mujer ocho años mayor que él. "Se gana experiencias", pensó, tratando de justificar lo que ahora juzgaba una tontería.

            - Pero con Pancha, ni eso -rectificó, casi en voz alta. A los dieciocho años él había obtenido ya la máxima experiencia de amor. Ahora, a los veintiséis, más de tres niños marcaban el signo mágico de su expansión generosa, niños que se le hacían presentes cada vez que intentaba una nueva empresa de amor. Miró a Pancha detenidamente. En vano buscó en ella un estremecimiento bizarro, alguna particularidad en el rostro, en la curva del pecho o de las caderas, que tuviera un valor aislado y lograra lo que no consiguió el conjunto arrogante y vistoso: reanimar la exaltación de su primera juventud. Las reacciones de la Garmendia eran otras. El adolescente de ayer se le presentaba transformado en un hombre severo, de aspecto irreprochable, con cierto aire de picardía y superioridad que hacía sonreír a las mujeres. Panchito conservaba, infinitamente acrecentado, el don mágico de cambiar para ella el aspecto del día, abrillantar el sol, aclarar las nubes, templar la temperatura. En ese instante, Pancha no se preocupó por el hombre que le hablaba, no tenía conciencia de si se hallaba de pie o sentada, si lloviznaba o brillaba el sol. Su mundo se encerraba en el joven de barba absurdamente brillante, que sonreía descubriendo los incisivos puros y audaces.

            Las parejas giraban y reían. Arpas y guitarras ponían escalas de fiesta en la vibración de sus cuerdas. Doña Carmelita saturaba su corazón de toda esa alegría, que era un homenaje para ella y le hacía rejuvenecer. Alzó la voz y advirtió:

            - Es hora de comer, mis amigos -se afanó en colocar a sus invitados a cada lado de una larga mesa, cuya cabecera ocupó el general López, que miraba distraído la móvil policromía de blusas y pendientes.

            Allá, hacia la izquierda, al lado de Félix Eguzquiza, López descubrió la arrogante cabeza de Pancha Garmendia. Los negros cabellos se rizaban en las sienes, largos pendientes se balanceaban a cada lado del rostro; la blusa de color café con cuello de crochet, dibujaba el ampuloso pecho; los ojos de un brillo inverosímil, proyectaban de vez en cuando sus reflejos sobre la faz de Solano López.

            Éste captó una de sus miradas. De sus pupilas de color de cedro descendió a sus labios un rayo de ironía. Tenía a su alcance una bandeja colmada de las confituras llamadas "suspiros". En uno de ellos clavó el tenedor de plata y lo hizo llegar a Panchita.

            Agradeció ella la atención con un centelleo en los ojos, en los dientes, en los largos pendientes afiligranados. Saboreó el suspiro en una especie de arrobamiento. La ofrenda traía a su memoria un atardecer de verano, cuando el general Panchito le ponía en la boca tajadas de naranjas, que disputaban luego con los labios. La confitura tomaba el significado de un retomar de hilos que ella no consideró sueltos jamás. Súbitamente recordó la despedida de López, la noche de aquel 14 de agosto, casi tres años atrás. Desde entonces en su mundo el sol había dejado de aparecer hasta ese instante, en la cabecera de la mesa tendida con primor. Algo sutilmente perceptible le hizo comprender que las vibraciones festivas de la reunión se habían apagado. Miró a Eguzquiza y lo halló esquivo. En el rostro del general Panchito descubrió un aspecto nuevo, bizarro, pleno de excitación. Aún tenía la mirada puesta en el general, cuando oyó una voz de acento extranjero, singularmente sonora en el silencio:

            - Parece usted sorda. Sí, Pancha Garmendia; a usted me dirijo, y repito que las paraguayas, a la menor señal de los hombres, les muestran los dientes, aún cuando les falten algunos -Elisa, de pie a otro extremo de la mesa, doblaba su servilleta.

            Instintivamente, Pancha se llevó los dedos a la mejilla izquierda. Su arrogancia castellana ardía.

            - Las inglesas -dijo-, a la menor señal de los hombres cruzan los mares detrás de ellos -las palabras eran de doña Juana Jovellanos; felizmente le vinieron a la memoria en el momento oportuno.

            - Sí, porque las inglesas somos sinceras y valientes -había cierta estridencia en la voz de contralto.

            - ¡Bravo! -dijo para sí Francisco.

            - ¿Con qué esta mujer pretende insultarme? -protestó Elisa vuelta hacia Paulino Alén. Dirigiéndose a doña Carmelita, agregó:

            - Le presento mis excusas, señora. Debo retirarme. Capitán Alén, le ruego tenga la bondad de acompañarme.

            Alén, con la venia del general, salió detrás de madame Lynch. Los dos asientos vacíos imponían silencio. Se diría que se había desocupado el salón.

            "¡Qué tonta ha sido Elisa!", pensó López, "ella debe saber que no es mi destino perseguir fantasmas. Pero la escena resultó divertida". A través de sus largas pestañas observaba a la mujer marchita y desengañada que no apartaba los ojos del mantel.

            - No me imaginaba que el general fuese tan profundamente amado por ti -murmuró Eguzquiza, inclinado sobre la blancura de Pancha.

            - No digas disparates. Yo odio a ese hombre -pálida y turbada. Pancha no acertaba a recuperar la serenidad.

            - Odio que es amor.

            - No lo repitas, porque terminaré odiándote también. -Se odia únicamente al que se ha amado mucho.

            Ya en casa, la tía Juana le censuró a Pancha el haber admitido la fingida atención del general.

            - ¿No comprendes que se burla de ti? "Suspiro", lo único que te resta de todo lo que hubo entre tú y él -Doña Juana hacía sonar las eses hispanas.

            ¡Oh; si doña Juana conociera todo lo ocurrido! Pancha no podía comunicarle sus pensamientos. No podía decirle que si ella hubiese tenido un poco más de coraje en lugar de ese estúpido respeto a las viejas tías y a los convencionalismos; si no hubiese sido tan cobarde y terriblemente egoísta, hubiera sido feliz. Panchito lo quiso. Ella lo tuvo sobre su pecho, percibió su olor, el calor de su cuerpo, y entonces la tierra era el cielo y su corazón gritaba de amor.

            - Lo peor del caso -agregó doña Juana- es que te quedarás "sin el pan y sin la torta". Ante un mundo de gente le hiciste comprender a Félix que continúas dispuesta a admitir a ese condenado. Ningún hombre perdona las heridas a su amor propio. Y a propósito ¿qué te dijo Félix?

            - Cree lo mismo que tú; que no he olvidado a Panchito.

            - ¡Virgen de los Milagros! Y pensar que ese desatino puede resultar verdad... Pero ¿es que no comprendes, criatura de Dios, que ese hombre vive en el pecado, que está loco por una adúltera y que no tiene perdón de Dios? ¿No te das cuenta de que esa mala mujer lo ha hechizado con brujerías? ¿Y que no volverá a ti ni en el día del Juicio Final? Es que en esta Asunción casi todos hemos perdido la razón, hasta el punto de que yo misma me he sentado a la mesa con la Mala Lynch, esa pecadora excomulgada. ¿Quién iba a imaginar que Carmelita nos colocara en una situación tan desairada? Lo peor es que, desde hoy, debes tener la seguridad de que te quedarás para vestir santos. Félix ya no se interesará por ti.

            La afirmación de doña Juana se cumplió. Cuando los hermanos Decoud fueron acusados de conspirar contra don Carlos, uno de ellos, Pedro Nolasco, perdió su cargo de cónsul general en Buenos Aires. Lo reemplazó Félix Eguzquiza, uno de los jóvenes enviados por don Carlos a estudiar en Europa, que se casó después con la porteña Rosa Rodríguez. En 1870, Eguzquiza regresó al Paraguay en un barco que fletó para conducir a Buenos Aires a sus hermanas sobrevivientes. Ni siquiera se informó de la suerte de Pancha Garmendia.

            Doña Juana Carrillo de López se enteró de la escena ocurrida en casa de su comadre Carmelita. Sus ojos sombríos se llenaron de relámpagos, como si el ultraje se hubiera hecho a su persona. Con esa su voluntad de vencer, se propuso anular a su adversaria, la amada de su hijo.

            El presidente don Carlos fue el vocero de su esposa, de sus hijas indignadas. Increpó a su hijo Francisco por haber pisoteado principios religiosos, respeto a la moral y a la familia. Esa gringa adúltera no debía aparecer entre la gente. Había llegado al país como una cortesana, en compañía de dos hombres y con un hijo de padre desconocido. Las funciones públicas que desempeñaba Francisco, le exigían un gran recato en las costumbres. Don Carlos impuso la cancelación de esas relaciones.

            - Las gringas atrapan a los hombres por codicia -afirmó. No debes hacerte ilusiones sobre los afectos de esa cortesana; el dinero es lo que busca y nada más. Tú debes pensar en el matrimonio. Te conviene una de las hijas de don Pedro II, entre las paraguayas, Oliva Corvalán; su padre fue mi mejor amigo. Tiene el campo lindero con Burro-yguá de tu propiedad. Si tú cuentas veinte mil acres cultivados de caña dulce. Oliva tiene seguramente más.

            - A Su Excelencia le preocupan las ventajas de la agricultura - replicó Solano López, sonriente.

            Don Carlos, un poco amoscado por la sonrisa de su hijo; acentuó su ceño autoritario, y agregó:

            - Lo que me preocupa es tu perdición por causa de esa mala mujer. Francisco irguió la cabeza. Se notaba que sus pecados no le pesaban.

            - Hay varios modos de pensar y de sentir. Madame no es una excepción aquí. A mi edad se sabe lo que se hace y yo soy dueño de mis actos -aparentaba no ir en contra de su padre, pero hablaba por él su expresión de orgullo y pujanza.

            Don Carlos no era más que una caja de resonancias de la protesta familiar. Alzó los hombros como para librarse de toda responsabilidad. Pero ahí estaba doña Juana, acariciando su gato, viejo y rubio, con aire de alarma en el arco del espinazo. En las facciones fofas de doña Juana, las verticales se ahondaban expresando voluntad empecinada. Detrás de ella, el coro familiar presionaba. Don Carlos, prudente y astuto, desconfiado de lo que podía perturbar su reposo creía en rigor haber desempeñado su parte. ¿Para qué ir más lejos? Aquel hijo era más poderoso que él mismo y le inspiraba condescendencias incomprensibles. Además, don Carlos prefería el reposo a los riesgos, los buenos negocios al esclarecimiento de situaciones intrincadas. No iba nunca al fondo de los asuntos. No desenredaba la madeja con sus dedos. Dejaba que el tiempo o el azar actuaran por él. En este caso, en particular, comprendía que malgastaría su autoridad. Sin embargo, obediente al despotismo doméstico, exigió a su hijo promesa formal de poner término a la escandalosa situación.

            Francisco Solano seguía los movimientos de su padre. Su sentido infalible descubría el andamiaje endeble. Esforzándose por aparecer cortés, explicó que Wisner de Morgestern, ultimaba la refacción del caserón de Salinares. Para agosto, la señora se trasladaría allá, lejos de la ciudad.

            No era eso lo que don Carlos exigía. La Lynch debía regresar lo más pronto posible al sitio de donde viniera. El presidente hablaba ya impulsado por la violencia de su genio. Insistía en que tal mujer no debía ser vista en ninguna parte; fue atrás en su asiento y golpeó la mesa. Afirmaba su dictadura. Se llevó el sombrero hacia la nuca, dirigió una breve mirada a su hijo. En el fondo temía agraviarlo.

            La familia López, singularmente don Carlos, dirigía a todos en Paraguay menos al general Panchito, que poseía su peculio personal, sus enigmas y su ejército. El campo de influencia de don Carlos sobre su primogénito era muy limitado y arduo. Contra este jovencito no se atrevía a luchar, apenas defenderse y conseguir. Revestido de una fría y ficticia armadura, don Carlos recorrió a grandes pasos la habitación. Llevaba el sombrero puesto, y su ademán indicaba que la conversación había terminado.

            Así lo comprendió Francisco. Pidió permiso y se retiró, seguro de que no había perdido ni transigido. Sencillamente dejaba a sus adversarios sumidos en sus propias conjeturas.

 

17

 

            El general López entregó a Elisa unas llaves de hierro, grandes y pesadas. Eran de la casa de la calle Salinares, reformada por el ingeniero Morgestern.

            - La vivienda perteneció al general Bernardo de Velasco -dijo, el último gobernador español de la antigua provincia del Paraguay. Permaneció deshabitada durante treinta años. Se diría que el destino la reservaba para ti, mi emperatriz -Solano López empleaba su tono más seductor.

            Elisa guardó silencio. Suponía haber convencido a Francisco de que le permitiera residir en la ciudad. Temía a la soledad, al aislamiento, a la complejidad del espíritu de Francisco. Miró las llaves; el gesto de Francisco no admitía réplica. "La nube se ha dejado poner los frenos", pensó.

            Francisco respetaba a su madre. No se resignaba a perderla después de lo mucho que le costó recobrar su afecto. Ya que no estaba resuelto a sacrificarle su amor, consentía en guardar por lo menos las apariencias. Confinó al fondo de su espíritu la rebelión. Ya tendría tiempo de resolver antagonismos.

            Elisa, si bien no demostraba entusiasmo, tampoco deseaba contrariar la voluntad de Francisco. Trataba de convencerse a sí misma para aceptar sin lucha la situación que se le presentaba. Desde tiempo atrás la compañía de Tomasa la enervaba. En la quinta se vería libre de ella y de otras presencias desagradables. No tenía muchas amigas. Las pocas que le brindaban sus afectos, irían a visitarle y le dedicarían más tiempo. Si vivir lejos de la ciudad implicaba un sacrificio, ella sentíase dispuesta a hacerlo. Pasaron unos minutos de embarazosa tensión, que Tomasa rompió con audacia.

            - La casa del gobernador está embrujada; madama se volverá loca si vive en ella

-dijo. La expresión de su rostro era desalentadora.

            López rió con gracia, como si lo que decía Tomasa fuera una broma.

            - Cierto escritor de la vieja Europa, a quien tú, Ela, conoces, me dijo un día que todas las casas en donde los hombres nacieron, sufrieron y murieron, están embrujadas. No sería pues, extraño que lo esté la quinta de Salinares. El cuento de Tomasa lo oí de niño, cuando me prohibían que me aproximara a la mansión abandonada. Deliberadamente yo saltaba la verja al atardecer y nunca descubrí nada extraordinario. Doña Tomasa adquirió valor e insistió:

            - Los fantasmas no aparecen de día, general Panchito. De noche es cuando se ven cosas extrañas y se oyen ruidos inexplicables. Dicen que se lo ve al viejo Velasco abrir las puertas, subir al carruaje que arranca con gran ruido de hierros desvencijados y se detiene en el portón; luego desaparece.

            - El coche no se esfuma, es el mismo que usa mi padre, el presidente - replicó López, todavía de buen humor.

            - Será como usted dice; pero el fantasma del gobernador conserva el suyo, que es arrastrado a veces por caballos desbocados como se lo vio en vísperas de la muerte del karaí1 Francia, que en gracia de Dios esté. Si sale con el cochero en el pescante, augura bonanzas.

            - ¿En qué forma se me aparecerá el carruaje del gobernador? -preguntó Elisa, perturbada por la narración.

            - No tomes en serio estas tonterías -replicó López; lanzó una viva mirada a Tomasa, y agregó:

            - Desecha todo temor, Ela; yo estaré a tu lado en las horas en que aparecen los fantasmas.

            Elisa dijo que era fácil bromear sobre esos temas a la luz del sol y entre personas risueñas. Pero en noches oscuras, cuando la tormenta echa a vuelo sus láminas pulverizadas, tiemblan hasta los más valientes. También ella tenía sus experiencias personales. En Irlanda, durante las noches de invierno, entre los rugidos del viento, se percibían los lamentos del bean shide.

            - ¡Que Dios nos ampare! ¿Qué es eso? -interrumpió Tomasa.

            - Es una tradición que existe en mi familia. El bean shide de Connahugut es una vieja que llora y peina sus cabellos alrededor del castillo cuando alguien va a morir. La vi en la noche en que a mi padre lo hirieron mortalmente en el asalto de Nanking. Su recuerdo me aterra todavía. Siempre tengo miedo de rozar el misterio -dijo, y permaneció aparentemente nerviosa. Se apretaba los dedos contra las palmas.

            - Al gobernador Velasco también lo mataron. A él no le gustaba Paraguay y se quedó en su casa -explicó Tomasa.

            López se hallaba de excelente humor; sonrió con benevolencia y dijo:

            - A pesar de esta conversación inquietante, confío en que la casa será de tu agrado, Ela.

            - ¿No se pudo haber elegido alguna otra, a gusto de madama? -dijo Tomasa. Una mirada del general le hizo comprender su indiscreción. Agregó:

            - Sí, ya está hecho. Pero todo se puede remediar, menos la muerte. El pora-2 de su país, madama, no la seguirá hasta aquí, y el de Salinares puede ser apaciguado con misas y responsos por el alma del viejo gobernador. Yo le ayudaré, madama. Creo que será necesario hacer bendecir la quinta.

            López obedeció la indicación de Tomasa. El padre Benítez asperjó los rincones, los corredores, los techos de la casa y todo el parque, con agua bendita. Elisa se instaló en la quinta el 23 de julio.

            El mobiliario no era mucho, unos cuantos muebles de estilo colonial español, sillas frailunas sacadas del desván de la casa, que Areco limpió y puso en condiciones de ser usados. Al atardecer se retiraron los peones contratados para efectuar la mudanza. En la quinta quedaron Susana, la doncella inglesa que cuidaba del pequeño Juan Francisco; José María Areco, especie de mayordomo y jardinero, la cocinera Leandra Franco, e Isidora Díaz.

            Isidora era una muchacha de quince años, a quien Elisa había inspirado admiración y afecto. La muchacha le vendía prendas de ñandutí, tejidas por su hermana Nicolasa. Elisa le pidió un día que se quedara a vivir con ella, e Isidora aceptó; enseñaba a su ama el idioma guaraní, el sencillo sistema numeral que se basa en cuatro, ante el asombro de Elisa que seguía con atención los movimientos de la muchacha cuando contaba por los dedos de las manos y de los pies, diciendo: petei, mocoí, mboapy, irundy; irundy, ari peteí, mbocoí, mbohapy, mocoí irundy, que significan uno, dos, tres, cuatro, sobre cuatro uno, dos, tres, dos veces cuatro y así sucesivamente.

            Oscurecía. Las sombras que venían de la espesa arboleda, invadían la casona. La doncella se llevó al niño. José María y Leandra fueron a descansar. Elisa dormitó en un sillón, fatigada, pero contenta; encontraba grato el invierno tibio y asoleado del Paraguay. Le placía la casa de amplias habitaciones y parque añoso. Bajo la arboleda paseaban sus sueños de dicha. -¡Francisco! -exclamó- ¡qué dichosos seremos amándonos aquí!

            Elisa percibía la respiración de Isidora y el ruido de las hojas que caían. Bajó la cabeza para oír mejor aquellas palabras que sonaban en su corazón:

            "Desecha todo temor. Yo estaré a tu lado en las horas que aparecen los fantasmas".

            Era la hora de los sortilegios, y Francisco se encontraba lejos. Sentía en sus flancos el calor del cuerpo de él, en la mejilla una especie de halo dulce que le recordaba el roce de la barba perfumada. Tenía deseos de oír la voz de Francisco, cálida y grave, de besar su torso, sus manos pequeñas, de suspirar junto a él. De súbito cedieron sus defensas y todo se entenebreció en torno de ella. ¿Qué hacía sola en ese lugar desconocido? Esa casa de bajo techo, esas habitaciones sin luz, le parecían extrañas, sin relación alguna con su vida, y le inspiraban un repentino miedo terrible. Se incorporó lentamente, fue hacia la ventana, la abrió y miró hacia el parque. Creyó oír el ruido de los cascos del caballo de López. Tendió las manos y su corazón latió acorde con las pisadas de la bestia. El ruido se desvaneció; no quedaron más que el susurro de las hojas, el parque revestido de cristal verdoso por el plenilunio, el vasto y silencioso manto de la noche que rescataba el ritmo de la vida.

            Hacia la izquierda se extendía la casona. De día se verían las maderas cuarteadas, el orín que corroía las rejas. De noche la luna bruñía las paredes, la oscuridad disimulaba el deterioro producido por los años, afinaba las columnas y esfumaba la vetusta viguería. Arriba, el maravilloso cielo enjoyado sonreía. En la limpidez diamantina de la noche, se percibían formas, llamados, vibraciones como de cristales trepidantes. La imaginación menos feliz no descartaría la irrealidad que parecía envolver las cosas. Elisa golpeó los puños cerrados uno contra otro a fin de sentir la realidad. En vano. En la restaurada casona de adobe ya no se efectuaban los besamanos del gobernador Velasco. En la arboleda ya no se escondían amantes fugitivos. Sin embargo, era posible adivinar que seres invisibles iban en carrerillas hacia la cocina. Más allá el trapiche giraba y trituraba la caña de azúcar, para que el amo bebiera el mosto fresco y puro, tal como treinta años atrás. Al pie del aljibe una mujer de largas trenzas y saya volandera, trataba de sacar agua con un balde de plata. La noche libertaba los sueños. La luna destacaba lo que deseaba ver. Ambas creaban imágenes tan firmes que no se sabía dónde terminaba el sueño y comenzaba la vigilia.

            Elisa volvió a su sillón. Por la ventana abierta entraba el intenso aroma del parque. Sobre la mesa las bujías consumidas vertían lagrimones de cera. Se quejó el niño y cantó la doncella. Isidora se desperezó y pidió permiso para ir la cama. Elisa quedó sola y se preguntó: "¿Por qué no viene Francisco?".

            Veía la frente, la boca suave; las veía sobre el parque hechizado, en el disco de la luna, "el sol blanco que hará florecer mil veces nuestro amor", había dicho Francisco en París, en un tono que hacía esperar una dicha sin fin. Ahí estaba la luna blanca, inhumana, inmóvil, como fatigada y burlándose de su soledad. Cantó un gallo. Elisa vocalizó el canto a modo de una pregunta a la noche:

            - ¿Por qué no viene? ¿Por qué no viene?

            - ¿Por qué? -gritó, encarándose con la bella luna invernal, que parecía sonreír de un modo enigmático y excitante.

            - ¡Voy a volverme loca! -exclamó, irguiéndose, alta y esbelta, bajo su deshabillé blanco. Se llevó la mano a la frente inundada de sudor. La ausencia de Francisco en la primera noche que ella se encontraba en la quinta, se le presentaba como un mal presagio. Temía a los encantamientos y a los sacrificios, a los recuerdos y a los vaticinios, al desvío y a la infamia.

            A largos pasos recorrió la amplia sala. Sacudió la cabeza como si deseara apartar de sí a los pequeños demonios torturadores que la mortificaban. Parpadeó con fuerza para dominar el llanto y echó una mirada al reloj. Las tres y media de la mañana. A esa hora ya no vendría Francisco, pero ella se resistía aún a refugiarse en la cama. Con expresión sombría se acomodó en un sofá y cerró los ojos.

            A su mente acudieron los amoríos de Francisco relatados por Tomasa Verdoy. "Elisa, tú no debes tener celos", se aconsejaba a sí misma. Pero las imágenes de Pancha Garmendia, Carmelita Cañete y Juanita Pesoa tomaban relieve en su imaginación.

            - Doña Juanita tiene empayenado3 al general repetía a sus oídos Tomasa, cautelosamente.

            - Los hijos lo retienen junto a ella. Francisco es un padre excelente - afirmaba Elisa en su diálogo con las sombras.

            - Pero los hijos no absorben a un hombre joven durante toda la noche - replicaba su corazón latiendo con violencia, y preguntó a la noche si Juanita Pesoa se hallaba en Asunción. Alén había contado que en Villa del Pilar vivían mujeres semidesnudas, sonrientes, que sólo pensaban en el amor. Juanita era una de ellas, "la única a quien el general Panchito hizo promesa de casamiento", según Tomasa. Cuando Elisa repitió a Francisco estas palabras, él replicó:

            - Eso fue una tontería. Nunca he amado como te amo a ti-. ¡Valía la pena sufrir un poco para oír tal afirmación! Después la besó con pasión. Ahora Elisa oía las palabras, sentía la dulzura del beso en los labios; pero Francisco no estaba a su lado y no se podía asegurar que no estuviese en compañía de Juanita.

            - El compromiso se mantiene en pie. El general López no es hombre que falte a un compromiso de honor -había afirmado Tomasa-. Además, Juanita tiene sus artes mágicas. Conoce el filtro que se prepara con unas especies de algas que crecen únicamente en los esteros de Ñeembucú.

            Elisa no podía desatenderse totalmente de esos misterios. En Irlanda, en Argelia, en Asunción, las mujeres, secretamente, se confiaban entre sí prácticas y medios mágicos para inspirar o conservar el amor de los hombres. Carmelita Speratti, la cocinera Leandra, Tomasa Verdoy, demostraban temor al poder tenebroso llamado payé, que obraba por igual sobre la mente y el cuerpo, que excitaba la imaginación y permitía atesorar emociones u olvidarlas.

            - En Paraguay, quien más quien menos, todos conocen las fórmulas jamás escritas del payé y hay que cuidarse de sus conjuros -había dicho Carmelita Speratti. Tomasa más de una vez había impedido que Elisa adquiriera un tejido, un pájaro o unas flores, a los cuales atribuía procedencias dudosas. Estas viejas supersticiones alteraban la realidad de Elisa, le inspiraban suposiciones trágicas y la entristecían. Un día vio a Juanita en la Catedral, y comprendió que la muchacha no necesitaba de fórmulas cabalísticas para atraer a los hombres.

            "Debo mantener con habilidad y manos firmes mi propia dicha; de lo contrario huirá de mí", se dijo, decidida a poner en juego las fuerzas profundas de su naturaleza apasionada. A los veinte años no se admite la derrota.

            Esa noche poblada de recuerdos, fantasmas y profecías, Elisa más que nunca reafirmó su resolución de emprender su combate. ¿De qué modo? Le distrajo de sus pensamientos el ruido que hacía Areco al abrir el portón. Luego oyó el golpear de unas espuelas, Por la ventana divisó el alba que azulaba el parque. Abrió la puerta. En vez de Francisco vio a Paulino Alén que le dijo:

            - Señora, le traigo un mensaje de mi general -Paulino parecía más delicado a la luz del amanecer-. Mi general no pudo deshacerse de unos amigos que vinieron a cumplimentarlo en la víspera de su cumpleaños. Hasta este momento están en la casa bebiendo y haciendo vivas. No creo que pueda salir en todo el día -Paulino la miraba con ese su modo incierto, como en una embriaguez divina.

            La tersura de aquella frente, más blanca cerca del nacimiento de los cabellos, la boca pequeña pero carnosa, atraían la mirada de Elisa, le llenaban de ternura inexplicable. El mozo agradeció la silla que le ofreció y agregó:

            - Madame, usted no ha descansado todavía y yo he de regresar a mis ocupaciones -entornó los ojos, como si quisiera substraerse al placer de verla, o quisiera evitar el ser absorbido totalmente por ella.

            Elisa cambió de postura, trató de aparecer más elegante, de no inspirar compasión, pero juntó las manos al decir:

            - Alén, necesito un caballo. Lo necesito para conocer los caminos que conducen a esta quinta. Es imprescindible para mi tranquilidad que yo pueda salir de aquí a cualquier hora. No podré pasar otra noche como la que ha transcurrido. Me siento como una prisionera, lejos de Francisco, lejos del mundo. ¿Qué debo hacer, capitán?

            - Comunicaré a mi general su deseo -murmuró Alén, de modo impersonal, y juntó los talones con gran ruido de espuelas. Íntimamente, de modo vergonzoso y furtivo, reprochaba su conducta al general.

            - No se vaya, capitán. Me siento muy sola. Quédese un rato más hasta que se desvanezca esta tristeza que me abruma. Desayunaremos juntos.

            - Gracias, madame. Mi general me espera -le desgarraba rechazar es dicha-. Comunicaré a mi general el deseo de usted; pondré de mi parte todo lo posible para que se solucione esta situación que la molesta -estrechó la mano que le tendía Elisa y se retiró acompañado de un vivo tintineo de espuelas. Comprendió, mejor que nunca, su locura: sentíase profundamente enamorado. Montó el caballo que le presentó Areco y silbó una tonada. Sufría por su conocimiento. Se desesperaba por haberse equivocado en la elección.

            - ¿Se elige? -se preguntó, inflamado por la idea de que había sido empujado por Dios o por el destino a destrozarse en el yunque. ¡Oh! ¡Si los dos alguna vez pudieran ser triturados juntos hasta el final!

           

            Elisa se había sentado sola ante el desayuno servido por Isidora.

            "Esta soledad amenaza ahogarme", pensó. Le resultaba extraña esa casa qué le dieron como hogar. ¿Qué significaban las monedas que se reponían en la cajita de laca, a medida que se gastaban? Ella no poseía absolutamente nada. "El sueño de la casa propia" se trocaba en el amargo usufructo de los bienes ajenos, en la sequedad de sentirse prisionera, rodeada de sirvientes que vigilan y espían. Hasta Susana, la doncella inglesa, pronto iba a ser despedida por Francisco, sustituida por una paraguaya, Leandra Franco, que le inspiraba más confianza al general. Elisa no tenía fuerzas para protestar. Se hallaba encadenada, ligada a ese amo fascinador que la esclavizaba y que la rehuía. La invadió una terrible desazón ante la posibilidad de que estas ausencias se repitieran, que fueran cada vez más largas, hasta hacerse definitivas.

            Francisco tenía su vida independiente, para él solo, que la pobre extranjera no podía rozar. Cuando agonizaba de aburrimiento bajo las palmeras de Argel, ella tenía el espíritu libre y el alma fresca; ahora vientos del desierto la abrasaban, la arrastraban sobre arenas caldeadas. Y no tenía derecho a hablar. Ese hombre no le pertenecía; pertenecía a su rango, a su futuro. Se lo disputaban la sociedad y los acontecimientos por igual. Ella necesitaba de Francisco como de su propio ritmo vital y este hombre mantenía la firme decisión de no dejarse tomar. Se alejaba y la dejaba en soledad.

            Elisa no podía leer el corazón de Francisco. Veía el amor en sus ojos, en su boca, en toda su persona, pero ¿hasta cuándo? Miles de muchachas jóvenes y vivas se habían quemado en los juegos de la pasión. ¿Por qué no habría peligros para ella? Si Francisco la rechazara, la familia López, los personajes influyentes, todo Paraguay se precipitaría en su contra para hundirla. Tenía confianza en uno. (La imagen de Alén cruzó fugaz por su mente). ¡Qué tontería! Confiaba también en sí misma. Su sentido de la realidad le enseñaba un modo de asegurar el porvenir. Su madre ya se lo había advertido y ella misma recordaba por qué lazos sutiles e irónicos había sido una vez encadenada. Reconocía que una gran parte del bienestar se traduce en cifras; era una experiencia recogida durante su convivencia con el médico positivista. También las familias asunceñas daban el ejemplo. Doña Juana Carrillo y otras damas de alcurnia prestaban dinero a intereses usurarios, y se quedaban con las prendas que preferían. Doña Juana compraba con el ocho por ciento de descuento el papel moneda utilizado y "valiéndose de sus relaciones lo cambiaba en la Tesorería del Estado por papel que presentaba su valor real".

            Elisa procederá de modo más razonable. Francisco Fernández, de la entera confianza de Francisco Solano, tenía entre manos grandes negocios de tabaco, yerba y materiales de construcción. Elisa le entregará sus haberes para que se los administre. Si las damas respetadas, seguras en su posición social, recurrían a tales arbitrios, ¿por qué no lo haría una mujer de situación irregular, amenazada de frustración? Se la acusará dé avaricia, pero ella no ama las riquezas, como para gozar en acumularlas. Trata de poseerlas para defenderse de las posibles contingencias del porvenir. Pueden mandarla de regreso a Europa con sus hijos; la juventud se marchita y, cuando faltan las caricias, es menos triste la vida sin apremios.

 

 

18

 

            Elisa tuvo su caballo, un bayo de cascos negros, nervioso y fino. Esa tarde vestía traje azul de amazona, adornado de alamares negros, copiado en París del verde que habitualmente usaba Eugenia de Montijo, modelo que sirvió también a Napoleón III para el uniforme de su guardia imperial.

            Elisa cabalgaba con una elegancia que no hubiera desdeñado la misma Emperatriz de Francia. Examinaba con interés a su compañero de excursión Francisco Solano, jinete en un caballo de pelaje blanco amarillento, de negras crines. Lucía el mozo una casaca galoneada de oro y sombrero de anchas alas. Los dos iban uno al lado del otro a lo largo del camino, bajo los árboles. Las mujeres que se encontraban con ellos, volvían a la cabeza para mirar al general.

            Los jinetes siguieron la calle del Salto, luego la de Salinares, pasando por las quintas de los Cohén, Cazal, Vasconcellos y Berges. Al llegar a la Recoleta se detuvieron ante la iglesia. Francisco llamó la atención de Elisa sobre la lujosa verja de hierro forjado que cercaba el cementerio. Don Carlos la había hecho traer de Italia y pagado por ella dos mil pesos plata.

            Por la calle del Sacramento llegaron los jóvenes al valle de Ibyrai. Francisco iba silencioso, un poco triste. ¿En qué podía pensar este hombre joven ante ese bosque sombrío, ante esos ranchos mudos, ante ese camino polvoriento?

            - Perdona mi distracción, Ela -dijo-. Estos lugares me traen a la memoria muchos hechos que se han mezclado de modo íntimo a mi vicia. Tú no sabes nada de mí, fuera de los embustes de Tomasa. Yo conocí a tu madre, a tu hermano y a otros parientes tuyos. Tú no conoces a los míos, a excepción de Benigno y de Venancio -la voz de Francisco tenía sus dejos de amargura.

            - Me basta saber que te sientes contento a mi lado -murmuró Elisa. Con la mano cuajada de gemas señaló un prado diciendo-: Aquello es lo más delicado que he visto en tu tierra, mi Francis -la raja florecía en largas corolas rojizas a modo de espigas muy tenues, que el sol doraba de través y la brisa movía como si fueran cendales resplandecientes.

            López cambió de humor. Sonreía plácidamente a medida que avanzaba por el sendero. Miraba las hojas caídas, los líquenes blondos en los troncos añosos; la madurez de las frutas olvidadas. Con la fusta guarnecida de pedrerías señaló una casa parda y dijo que en ella vivió doña Juana Esquivel, la pródiga anciana, ávida de emociones, amiga del dictador Francia. La sorprendente personalidad de doña Juana había suscitado la admiración de Elisa, a través de las crónicas de los hermanos Robertson.

            - Fue el único libro que hallé a mano, cuando buscaba datos sobre Paraguay -explicó Elisa.

            Más allá se veía otra casa con techo de recias tejas españolas, estrechas puertas y pequeñas ventanas.

            - Allá vivió el doctor Francia -informó López-. Aquella que está en lo alto de la colina, es la casa en que yo nací -agregó, señalando un edificio de cuatro lances y estrechos corredores, orientado hacia la iglesia de Trinidad. Detrás de la casa extendíase el ancho patio arbolado de naranjos.

            - Mi padrino, don Lázaro Rojas de Aranda regaló el predio a mis padres, cuando se casaron. Don Carlos mandó ensanchar la primitiva vivienda, y aquí mi madre se siente feliz. Cuando nació Benigno, mi abuela, doña Magdalena Vianna, casada en segundas nupcias con Rojas de Aranda, me llevó a su casa para evitar preocupaciones a mi madre. Yo tenía poco más de un año y era el primer niño que mi padrino, don Lázaro, recibía en sus brazos. Mi padrino me cobró un afecto extraordinario. También mi abuela. Ambos se empeñaron en conservarme junto a ellos. Ya no concebían la vida sin mí. Doña Magdalena era una esposa virtuosa, dulce y bondadosa. Su marido, un caballero generoso, alegre, encantador. Entre ellos me crié rodeado de atención, cuidados y abundancia. Mi padrino me relataba la historia de sus antepasados ligada a la historia de este lugar. A medida que mi inteligencia despertaba, esos relatos se hacían más instructivos. Me describía la antigua Provincia Gigante del Paraguay. Protestaba contra sus desmembramientos sucesivos y contra la política aislacionista del dictador Francia. Me refería hechos antiguos y contemporáneos que le hacían suponer posibles ataques a nuestra soberanía nacional. Mi padrino amaba al país tanto como a las mujeres jóvenes. Mis pocos años no me impedían que me diera cuenta de que, si mi madrina me instaba a que lo acompañara a su marido en sus paseos, no era precisamente para que yo aprendiese equitación. Más bien para estorbarle cierta clase de distracciones.

            - Temprano comenzaste tus lecciones para engañar a las mujeres -dijo Elisa.

            - Más temprano de lo que imaginas. En 1844 mi padre fundó la Escuela de Latinidad y nombró director al obispo Marco Antonio Maíz. Yo fui uno de los primeros ingresados, previa una preparación adecuada, bajo la enseñanza de mi tío, el maestro Escalada. La muerte de mi abuela me convirtió en el único camarada de mi padrino. Don Lázaro me prohibió entonces asistir a las clases y me proporcionó los mejores maestros que venían a la quinta para darme lecciones. Don Lucas Carrillo, tío de mi madre, y el presbítero argentino don Joaquín Palacios, el que inspiró a mi padre la constitución, me enseñaban Derecho y Latín. El obispo Marco Antonio Maíz fue mi profesor de Filosofía y Letras; Pedro Manuel Escalada, casado con Antonia Carrillo, hermana de mi abuelo materno, me enseñó Historia, Matemáticas y Francés. Escalada es el que influyó en mi formación espiritual. Componía versos que yo recitaba en cumpleaños de mi padre y de mis padrinos; despertó en mí la inclinación a la rima, me hizo amar lo heroico, lo grande y lo bello. Hasta hoy busco sus consejos en los momentos difíciles.

            - Tuviste una educación principesca. Desearía conocer al señor Escalada -murmuró Elisa.

            - Lo visitaremos. ¿Ves aquella casa parda rodeada de naranjos? Es la casa de los Cañete. Un Cañete, el alférez Agustín Ignacio, fue, según versiones quien decidió la elección de presidente de la República, a favor de mi padre

            - ¿Qué parentesco tiene don Ignacio con Carmelita Cañete?

            - ¿Dónde aprendiste ese nombre, Ela? -preguntó a su vez López, sonriente-. Olvidaba que tienes una informante de primer orden, la Tomasa. Carmelita es hija de don Ignacio, en cuya casa don Lázaro, después de la muerte de su mujer, halló el refugio de la más noble amistad -se interrumpió para contestar el saludo de unos campesinos que miraban con extrañeza la indumentaria Elisa.

            - En el mes de marzo de 1848, mi padrino enfermó gravemente en su quinta de Ibyraí. Un día me llamó a su lado y me comunicó que yo sería su heredero. Mi alegría fue grande y se originaba, exclusivamente, en la posibilidad de adueñarme de todos los caballos de mi padrino, bayos con cascos y crines negros, iguales al tuyo, ejemplares que se reproducían únicamente en la estancia de Lázaro, en Villa del Rosario.

            - ¡Son preciosos! -Elisa acariciaba el cuello de su cabalgadura.

            - En junio, a los tres meses de caer en cama, mi padrino empeoró. Don Carlos, que ya era Jefe de Estado, lo trasladó a su propia casa. Yo lo acompañé y me incorporé de ese modo a mi familia. Siendo el estado del enfermo delicado, cerráronse puertas y ventanas y se prohibió el juego de los niños. Mis hermanos, obligados a guardar una compostura que desconocían, concentraron su rencor en el "viejo", como lo llamaban a don Lázaro, cuya presencia les coartaba la libertad. Por reflejo, ese rencor me alcanzaba a mí, por haberme introducido en la casa con el enfermo.

            - ¿Tú nunca habías estado antes en casa de tus padres?

            - De visita, sí. Breves visitas. Cuando vine a instalarme en ella, mis hermanos me miraron como a un intruso. No me dirigían la palabra y evitaban mi compañía. Era visible la predilección de mi madre hacia Benigno y la de mi padre hacia la pequeña Rafaela. Yo me sentía un extraño, casi huérfano. Un día rompí la consigna de no molestar al enfermo. Entré al dormitorio de don Lázaro. Lo encontré hundido en la cama nupcial de mis padres, demacrado y triste. Se quejó de mi alejamiento. A mi vez le expliqué las restricciones y los desdenes que soportaba, y le propuse que regresáramos a Ibyraí.

            - "Yo te cuidaré, padrino"- le dije llorando.

            - "Hijo mío -me respondió con tristeza-; mi mujer y yo no hemos tenido acierto al separarte de tu familia. A causa de esta separación, los tuyos te miran como a un extraño, sin ningún afecto familiar. Esto no hubiera tenido importancia, si yo hubiera estado a tu lado siempre para protegerte. Pero trataré de remediar el daño que te hemos hecho por exceso de cariño. Fuiste la alegría de mi vejez, tú no necesitarás de nadie. Tendrás lo tuyo" -mi padrino llamó a mi padre. En presencia mía le encargó que no descuidara mis estudios. A mí me recomendó que cumpliera honradamente las tareas que me tocara desempeñar -López se quitó el sombrero, hizo la señal de la cruz y permaneció un rato en silencio, como si orara.

            - La muerte de mi padrino cambió totalmente mi vida -agregó. Los estudios y la compañía del maestro Escalada mitigaron mi dolor. Mi tiempo se dividía en seis horas de clase por día; el resto lo dedicaba a nadar y montar a caballo. Eran mis compañeros Manuel Antonio Palacios, un muchacho apocado y tímido, pero ambicioso, que se recibió de cura hace un par de años; Natalicio Talavera, y Paulino Alén que se ganó mi más profundo afecto. Paulino es hijo de una prima de don Lázaro, Manuela del Rosario Vianna. Posee un temperamento prodigioso y rico, capaz de inspirar los más nobles sentimientos. Es mi mejor amigo.

            - Él te profesa la más absoluta devoción -dijo Elisa.

            - Lo sé. Yo era el más joven de los tres, pero me adelantaba a ellos por mis impaciencias y por mis ensueños. A los catorce años era todo un mozo, aunque no muy alto, un rostro grave y cierta palidez, que mi excelente maestro Escalada atribuía generosamente a "una exaltación interior" y que según él, "me hacía más simpático y turbador" -López sonrió con cierta refinada gracia. Los triunfos en el amor y la fe en sí mismo lo hacían un tanto vanidoso-. En verdad, solamente Escalada conocía la causa íntima de esa gravedad y palidez -agregó, en tono amargo-. El efecto protector de los Rojas de Aranda había contribuido a que yo me sintiera siempre ávido de ternura, poco dispuesto a sobrellevar la hostilidad. Esta posición espiritual me hacía difícil la vida en mi casa, donde todo me resultaba adverso, hasta mi madre. Benigno silbaba cuando se encontraba conmigo, los hermanos menores me llamaban "el rico heredero" y evitaban mi compañía. A mi padre lo veía únicamente en las horas de comer, dispuesto a escuchar lo que yo había hecho durante el día, adoptando una actitud de juez. La herencia de mi padrino, de la que aún no disfrutaba, me hacía profundamente desgraciado.

            Elisa no quiso admitir que la fortuna contribuyera a la infelicidad. Según ella, el dinero proporciona el bienestar indispensable para la dicha.

            Francisco no compartía esa opinión. Había sufrido mucho a causa de la herencia. Desde que cundió la noticia de que era el heredero universal de Rojas de Aranda, parientes y amigos de la casa pretendieron intervenir en su vida. Su padre lo trató con frialdad. Sus tíos, los Carrillo, incluso su madre, que se creían con derechos a la fortuna del padrastro, lo miraron como a un usurpador. A fin de huir de ese ambiente de hostilidades, emprendía largos paseos a caballo especialmente por los campos de Ibyraí. Visitaba a los que fueron amigos o parientes de su padrino, a la madre de Paulino Alén, a los Cañete, a su tía de Antonia Carrillo de Escalada. Llegó a prendarse de Carmelita, la menor de las hijas de don Ignacio Cañete, una morena de talle flexible y boca jugosa, mayor que él, que lo acompañaba en sus paseos por las altas colinas, por los bosques espesos, en la paz profunda de los atardeceres o en las inquietantes noches lunadas.

            - En este clima ardiente, en estos parajes preñados de supersticiones y sortilegios, yo he tenido que defenderme de distinto modo que Palacios. El tenía la tutela del Crucificado, y sus parientes que le marcaban su destino. Paulino se amparaba en la ternura familiar. Yo no contaba más que con mi fe en Dios. Ningún apoyo fuera de mí. Heredero de las ambiciones de mi padre, arrogante en mi aislamiento espiritual, aspiraba a lo mejor, con esa tenacidad oscura peculiar de mi madre. Si no fuera por el amor de Carmelita Cañete, hubiera sido un adolescente desdichado. ¿No te importa mucho que te cuente estas historias? -preguntó, vuelto el rostro plenamente hacia Elisa y sonriendo con dulzura.

            - No siento celos retrospectivos. Además, me encanta saber que alguien fue bueno contigo -en los ojos azules se leían la sinceridad y la ternura.

            - Por ese tiempo los de mi casa intensificaron sus hostilidades en mi contra. Un día, no recuerdo con qué motivo, se suscitó un fuerte altercado entre Benigno y Venancio. Intenté intervenir y Benigno me gritó que yo no tenía nada que hacer entre ellos, porque no era hijo de don Carlos, sino de don Lázaro Rojas de Aranda. Se me toleraba en la casa gracias a la herencia y a la memoria del padrastro de doña Juana -la voz de López adquirió un tono de amargura que mordió el corazón de Elisa. Él sostuvo con entereza la escudriñadora mirada azul, y continuó:

            - Ahora, cuando me detengo a reflexionar, encuentro lógico que mis hermanos hayan pensado de ese modo. Yo no había crecido con ellos. Pero aquel momento no razoné. Me precipité al escritorio de mi padre con la sangre hirviendo en las venas. Tengo buen corazón, pero soy violento. Penetré en la pieza. Mi padre se hallaba sentado ante su mesa de escribir. Tenía el sombrero puesto y la pluma en la mano. No esperé su autorización para hablarle. Impetuosamente repetí las palabras de Benigno y le exigí la verdad al respecto. Con mesura y comedimiento, don Carlos desempolvó un viejo libro y me dio a leer las anotaciones de la última página. Eran de su puño y letra, fechas de casamiento de mis padres, de mi nacimiento, y del nacimiento de cada uno de mis hermanos.

            - "¿Estás convencido de que yo soy tu padre?" -me preguntó.

            - "Sí, pero ¿qué hay con don Lázaro? -repliqué.

            - Aquí tienes el testamento de tu padrino, léelo-. El testamento "instituía por único y universal heredero al joven ciudadano Francisco Solano López, hijo legítimo del señor Cónsul de la República y la de su consorte, la ciudadana Juana Pabla Carrillo, su entenada". "A punto de comparecer ante el Tribunal Supremo, declaro que no tengo heredero forzoso y que, al nombrado heredero, profeso el más tierno afecto y paternal amor por haberlo criado desde chico y haber pasado conmigo toda su infancia".1

            - Aprendiste de memoria el testamento, mi Francis.

            - Sí, Ela. Lo leí cien veces. Trataba de encontrar en él algún indicio que aclarara mis dudas... Lo hallé. Mi padrino juraba decir la verdad en la antecámara de la muerte. Los moribundos no mienten; comprenden que deben ser juzgados por Dios de un momento a otro y respetan la justicia divina. Pedí a mi padre que comunicara a mis hermanos lo que me había manifestado. Lo hizo, pero no logró disipar la hostilidad que me tenían. Poco después mandó a Benigno a Río de Janeiro. A mí me dio la misión de acompañar a un oficial brasileño, el mayor Cabrita, que iba a explorar el sur del país, con el propósito de levantar una fortaleza. Iba con él Wisner de Morgestern y yo lo llevé a Paulino Alén. Tenía catorce años cuando vestí el uniforme.

            - Es de imaginar la buena acogida que habrás tenido de parte de las muchachas del sur.

            - Nos complicaron la existencia -Francisco cambió su sinceridad por una visible reserva. Calló unos instantes, luego continuó fingiendo indiferencia en el tono de voz-: En los años de campamento compartí la vida con la tropa. Trabajé de sol a sol y gané una fuerte inclinación a las construcciones. Amé la tierra, el heroísmo y las mujeres. Desde entonces me siento más dichoso en el campo que en la ciudad; se acentuó mi predilección por los caballos y adquirí una gran independencia hasta el punto de que ninguno puede influir en mí, excepto mi amada, se entiende -dirigió una breve mirada a Elisa-. A los dieciocho años me hicieron coronel. Fui a Corrientes al frente de un ejército para ayudar al general Paz, contra el dictador Rosas. El triunfo de la causa que me cupo defender exaltó mi orgullo. Experimenté el júbilo fascinador de la victoria militar, un ardor, una complejidad confusa de iniciación en la gloria. A mi regreso de aquella misión, decidí vivir solo. Por ese tiempo había muerto la madre de Alén. La casa que ella había ocupado en Asunción, me pertenecía por herencia de mi padrino. Tomé posesión de ella a cambio de otra, que cedí a Paulino y a Zoila. La hice ampliar, remozar, y la habité. A los diecinueve años me sentía libre, seductor, vencedor y dueño de mi destino -López, complacido, daba a las palabras su importancia exacta. Continuó hablando como en una ensoñación, más para sí que para Elisa:

            - Desde entonces mi vida experimentó un cambio radical. La permanencia en el sur del país me hizo un hombre y un soldado. La estancia en la Argentina me enseñó elegancia y deseo de agradar. Continuaba siendo impetuoso, pero la conciencia de mis responsabilidades, el significado del poder, la ambición política, trazaban líneas firmes a mi conducta. Parecía que una cortina había caído ante mis ojos. Miraba de otro modo el mundo, las mujeres y las cosas bellas. La oratoria y el éxito militar me servían de estímulos. Estudié con más ahínco lenguas y filosofía. Más que todo historia y rumié la página que podría rubricar algún día -el rostro de Francisco, pálido y ardiente, se tendió soñador como hacia una cima; cuando miró a Elisa, dijo:

            - Nuestro destino es recorrer un largo camino juntos. Era preciso que conocieras al compañero. Pero aún no he terminado. No te ocultaré nada. Tal vez una poca cosa que después descubrirás por ti misma. Cuando me sentí más libre, conocí a una muchacha insinuante, indecisa, orgullosa y muy bella. De uno a otro confín corría su fama. Se decía que no se casaba porque no encontraba un novio digno de ella. Mi orgullo entró en juego; mi orgullo y su belleza. No era joven, elegante ni graciosa, pero inspiraba admiración su figura vistosa, sus cabellos negros, su mirar arrogante, la fama de sus desdenes. Entre ella y yo nació un romance pobre... Yo era joven, pero ya podía comprender las astucias que emplean las mujeres maduras para llegar al matrimonio que ven como una salvación. A fin de evitar lo que dicen los cuentistas: "se casaron y vivieron felices" fui a Europa, y allí te conocí -la voz de Francisco sonó suave, con las voces de los que son dichosos y esperan serlo más-. Te conocí y nos amamos. Muchas pesadillas me han oprimido entre sus tentáculos, muchos hilos de pasión pretendieron quemarme el alma; pero nuestro amor aclara todo en torno mío. Desde que estás conmigo, siento que en lo íntimo de mí mismo germina algo precioso que me conducirá adonde yo sueño.

            - Tú tienes infinitamente más de lo que un hombre de tu edad puede ambicionar.

            - Sobre todo, tengo tu amor, Ela.

            - ¡Nuestro amor, que Dios permita sea siempre hermoso -murmuró Elisa!

            - Temo haberte herido. Tal vez hubiera sido mejor que callara algunas cosas.

            "Calla todo lo referente a Juanita Pesoa. Señal de que ese afecto vive", pensó Elisa y en voz audible afirmó:

            - Tu sinceridad nunca puede herirme.

            - Tus expresiones son amables, como adorables son tus labios -dijo él. Echó hacia atrás la cabeza, la miró de lado como las águilas y agregó-: Eres maravillosa, Ela -frenó el caballo, curvó el talle y la beso en la boca, suavemente. Cuando echaron a andar de nuevo, ella habló:

            - Posees el arte exquisito que las mujeres preferimos en el hombre, el de hacer el gesto o decir la palabra en el preciso instante que lo deseamos. Antes que intentaras besarme había pedido a Dios que lo hicieras. Necesitaba de una caricia que desvaneciera alguna cosa incomprensible que tus relatos dejaron en mí.

            - Y como siempre, me adelanté a cumplir tus deseos. ¿Tú no querrías satisfacer uno mío, muy modesto?

            - Dilo.

            - Visitar a mi maestro, don Pedro Escalada, quien vive en aquella casa semioculta por el naranjal. Llevaremos un rayo de alegría a su soledad.

 

 

1El original en el Archivo Nacional de Asunción

 

 

19

 

            Desde la noche del 3 de noviembre comenzaron las fiestas en celebración del cumpleaños del presidente don Carlos. Elisa vino a la ciudad, a casa de doña Carmelita Speratti, acompañada de su hermano Juan Pablo que había llegado de Europa en el mes de septiembre. Los dos hermanos fueron con doña Carmelita a ver los bailes populares.

            En la ribera del río, bajo una abierta sombrilla de lona, se improvisó el salón dividido en tres reparticiones bien separadas por tabiques de tela, y decoradas con ramajes y candelas humeantes. En las aberturas sombrías, soldados de pies descalzos, empalidecidos los rostros bajo los quepis de cuero, recordaban a Juan Pablo Lynch las figuras malayas de algún biombo de laca. En el compartimiento principal bailaban señoras vestidas con faldillas de seda oscura, blusas claras, muy enjoyadas, y algunas, descalzas. Las hijas del presidente bailaban mucho y usaban "prendidos muy extraños". Doña Juana Carrillo, con saya de color de café y blusa blanca, fumaba un puro.

            Juan Pablo observó:

            - Las muchachas, aun las más bellas, tienen el rostro prematuramente marchito. Se diría que les falta espontaneidad y los adornos espirituales que mantienen la belleza de la mujer; en cambio, los hombres tienen noble continente y maneras distinguidas en efecto, eran altos casi todos, el cuello largo y los hombros firmes, diferentes de las mujeres que los tenían caídos por la fatiga y la maternidad.

            A Elisa le llamó la atención la pieza denominada "Cielo ataque", (lanza complicada, medio minué y medio vals. Un arpista ciego cantaba:

            ¡Ay, cielo! ¡Ay, cielo!

            Este cruel amor

            es mi cielo y mi ley.

            ¡Ay, cielo! ¡Qué dolor!

            ¡Ay, cielo! ¡Soy feliz!

            ¡Cruel amor!

 

            La cadencia lenta se hizo rapidísima. Las parejas castañetearon los dedos, con los brazos extendidos giraban, y un vals terminó la danza entre los aplausos de los espectadores.

            En otro compartimiento del salón bailaban mujeres de todas las edades.

            Son las Kygüa verá o "peinetas brillantes", -dijo doña Carmelita- mujeres libres, trabajadoras, que sostienen sus hogares; entran en el gremio llamado "placeras", vendedoras en el mercado o en otros comercios de mayor o menor cuantía. Se bastan a sí mismas, escogen sus hombres y no se hacen pagar por sus favores.

            Juan Pablo seguía con la vista a las Kygüa verá, de pies tan limpios como las manos, que movían la cabeza chispeante de crisolitos. En el cuello estirado cabrilleaban topacios y sartas de corales, que rodaban sobre las curvas mal cubiertas por la camisa tropical. Sorprendía la cantidad de joyas de oro que lucían. Hombres entrados en años, picados de viruelas, de anchas manos y expresión ávida, rodeaban el talle de las mozas. Otros se estacionaban o se paseaban tranquilos, sin sonrisas ni impaciencias; algunos con poncho doblado al hombro, camisa limpia y cinto plateado, miraban los pies descalzos de las muchachas morenas, de dulce sonrisa. En la policromía dinámica de gallardetes, faldas y pañolones, flores y faroles, el gentío ondulaba, dando al viento su aliento impregnado de caña. Esas danzas en que las mujeres, de rodillas, mantenían los ojos bajos, mientras los hombres giraban en torno de ellas, reconocían indudablemente, raíces oscuras, pero los giros, los compases y movimientos rápidos no tenían la lascivia de los bailes africanos que Elisa vio en Argel. Allá, un gesto, un movimiento, encendían insospechada lujuria; la pereza, la lentitud, la expresión de las miradas, quemaban la carne. Aquí se bailaba en una atmósfera de efluvios vegetales, serenamente.

            En el tercer compartimiento, las bailadoras, casi todas mujeres bien peinadas y de encogido aspecto, adelantaban los pies desnudos sobre la mullida alfombra de gramilla, y marcaban el ritmo con el vaivén rojo de sus cigarros encendidos, Las tumbagas de sus peinetas añadían un reflejo lunado a las vainas de los yataganes, a las rodajas aceradas de las espuelas de los jovenzuelos, cuyos rostros parecían lívidos a la luz de las candelas. Las muchachas vestían tipoy y saya rameada. El aspecto de ellas no era de hambre ni de resignación. En sus ojos, en sus brazos, en sus caderas, la salud ponía alegría y gracia rotunda. Doña Carmelita las señaló como galoperas.

            - Tienen -informó- la profesión de bailar en las calles y conceder favores -Doña Carmelita anunció que era peligroso permanecer cerca de ese compartimiento. En el suelo se hallaban tendidos de bruces, la cabeza en alto, peones, esclavos, soldados que miraban a las danzantes con ojos de codicia.

            Juan Pablo observó que las diferencias de clases se hallaban bien marcadas.

            - Y no se mezclan jamás -afirmó la Speratti-. Las familias principales nunca pierden su lugar. Cuando alguna muchacha de la clase alta se desgracia, o sea, tiene un niño antes de casarse, se enclaustra en su casa, sin poner nunca más los pies en la calle. Ninguna se expone al desaire ni al desprecio que se le demostraría si ella se atreviera a introducirse entre las personas honestas - Doña Carmelita calló de súbito. Mordióse el labio, disgustada consigo misma-. Perdone, madame, no me refería a usted -agregó.

            - Comprendo, doña Carmelita. No crea usted que ignoro mi situación - Elisa ahogó sus lágrimas. Sentía la perfección en sí y no en lo que la rodeaba. Su personalidad era nítida como palmera al viento. Poseía la verdad y la vivía sin pretender que otros la imitaran; tal vez deseaba solamente que lo prohibido se convirtiera en lo regular y estable... algún día.

            La noche se estremeció al grito de: ¡Centinela, alerta!.

            La mañana del 4 de noviembre se saludó con salvas y cohetes. El Obispo ofreció una misa en la Catedral. Desde las ventanas de su casa, doña Juana echó a la calle monedas en metálico y papel de escaso valor, que se disputaron los niños y las mujeres humildes.

            Por la noche se llevó a cabo la gran recepción en casa del presidente, un edificio de dos plantas frente a la Catedral. Concurrieron a la fiesta los ministros, los cónsules extranjeros, jefes militares, parientes y amigos de los dueños de casa.

            Ya en uno de los salones, después de besar la mano de doña Juana con ceremonia de primer actor, don Ildefonso Bermejo se acercó al poeta Natalicio Talavera y le dijo:

            - No deja de ser bueno su articulito sobre Marco Tulio Cicerón. Parece que usted nos amenaza con un sin fin de publicaciones por el estilo -la sonoridad de su acento no ocultaba la burla.

            - Talavera nos ha proporcionado un ensayo interesante y de bello estilo -dijo la rubia y linda señora de Bermejo, apresurándose a suavizar el desconocimiento de su marido.

            - Es mi primer artículo, señora. No se me puede pedir que maneje la pluma al modo que lo hacen usted y su esposo. Su folleto, señora, encierra consejos muy útiles para las muchachas casaderas. (Doña Purificación, previa una ruidosa propaganda periodística dirigida por su marido, había publicado un opúsculo titulado "Para las jóvenes casaderas y las señoritas que aspiran a serlo", dedicado a doña Juana Carrillo).

            - Sinceramente me gustan su estilo y la claridad de sus pensamientos. Cuando leo algo interesante en el Semanario, al punto me doy cuenta de que usted es el autor -levantando la copa, doña Purificación añadió-: Brindo por el mejor escritor y poeta paraguayo.

            - ¡Salud! -exclamó el general López desde el otro lado de la mesa -La acompaño, señora, en su brindis, que hace justicia a nuestro amigo.

            "Una espléndida ave de rapiña", dijo de doña Pura un periodista; era dama ambiciosa e intrépida. El párroco de Luque la censuró desde el púlpito porque concurrió a misa con "la cabeza descubierta, amplio escote y brazos al aire". Esto no le impidió escribir su opúsculo, aconsejando recato a las jóvenes. También publicaba en El Semanario, artículos sobre moral. Trataba por todos los medios de ganar influencias sobre Francisco Solano López, en quien avizoraba el gobernante del futuro. Odiaba a Elisa Lynch porque no podía competir con ella en el terreno de la elegancia y de la belleza, ni cerca del soltero más interesante de Asunción. Más que los ensayos literarios, a doña Pura entusiasmaban los ojos ardientes, el semblante pálido, la figura vigorosa, pero aparentemente delicada de Natalicio Talavera. Lo había conocido en un baile, en Tacumbú. A pesar de sus avances, no había logrado alterar los hábitos respetuosos del joven.

            Natalicio Talavera, desde su regreso de Europa, adonde fue a estudiar por cuenta del Estado, pasaba los días encerrado en su biblioteca o en la de Francisco Solano. Leía, preparaba arengas, escribía versos o artículos para los periódicos. Era prudente y reservado, cualidades que agradaban a doña Purificación porque suponían discreción y fidelidad.

            Esa noche, en casa del presidente don Carlos, conversando con la dama, Natalicio comprendió que no se ofendería la moralidad de ella, si le demostraba su predilección. Bailaron juntos. Entre las vueltas de un vals, Talavera estrechó a la española contra su pecho de modo fugaz. Ella sonrió y lo miró a los ojos, sin severidad. El mozo percibió un ligero temblor en el torso de ella y se sintió feliz.

 

 

20

 

            En los días de estío, Elisa se consumía de calor y de aburrimiento. Por la noche venían a buscarla para ir a la ciudad. Acompañada de algún asistente del general, solía llegar a la casa de la calle Estrella, casi siempre después de las diez de la noche. Penetraba en el gabinete de trabajo de Francisco, que daba sobre la calle del mercado, lo saludaba y, si lo veía ocupado, se echaba en silencio sobre un sofá, con un libro en la mano.

            López continuaba dictando. Paulino Alén copiaba o corregía el dictado de López. Los dos espiaban a la muchacha con el rabillo del ojo, hasta que Francisco decía:

            - Suficiente por hoy, mayor Alén.

            Conversaban luego los tres. Cada uno derrochaba ingenio. Bebían unas copas de oporto y López envolvía a sus huéspedes con las seducciones que lo hacían irresistible, cuando él se proponía. Alén re retiraba en el momento en que la conversación decaía. Pero no iba lejos. Nada más que hasta el Club Nacional, en la otra cuadra. Allí encontraba a Benigno López rodeado de amigos, los Bedoya, Solís, Decoud, Bermejo, Talavera, Haedo. Alén comía con ellos y contestaba con discreción a sus preguntas indiscretas. Comentaba algún proyecto, recibía y hacía falaces confidencias; consultaba el reloj y, a la una en punto, regresaba a casa del general.

            Se paseaba por la acera hasta que se abría la puerta y Elisa se despedía de López. Montaba a caballo y la acompañaba hasta la quinta, a unos tres kilómetros del centro de la ciudad. Llegados al portón, hacía la venia y se alejaba con un tintineo de espuelas, que resonaba por algunos momentos en los oídos de Elisa, cuando ya se quedaba sola. En sus horas vacías, Elisa aprendió a cavilar. El aislamiento colma de dicha a dos seres que se aman, si el aislamiento del uno no lo deja al otro en libertad. Elisa vivía aprisionada y Francisco no tenía ligaduras. Torturada por su conciencia, que la condenaba acerbamente por la vida que hacía en oposición con sus principios, su educación y sus tradiciones, se consideraba como sumida en un charco, y suspiraba profundamente por la orilla asoleada. Le asfixiaba la soledad y los desdenes renovados con torpeza. No le era posible liberarse de sus ataduras, regresar a Europa con un hijo en brazos y otro en las entrañas. Reconocía que no podría vivir sin Francisco. Antes de conocerlo, tenía el alma vacía. Ahora la tenía llena, pero con un gran lote de inquietud, de servidumbre pasional y de remordimientos. La fiebre del deseo se había trocado en devoradora posesión. Maravillosa posesión si mediara la seguridad. Pero Elisa caminaba entre competidoras que intentaban derrotarla, entre espías que la señalaban y la comentaban, censores que hipócrita o sinceramente, con pocos principios y grandes prejuicios, condenaban la pasión adúltera con la secreta esperanza de que un día cualquiera terminará el enamoramiento.

            Elisa bebía la amargura de las mezquindades, la experiencia dolorosa de tener hijos fuera del matrimonio, de soportar la oscura sombra que la sociedad arroja sobre la maternidad ilegítima. Cuando comenzó a amar, se sintió dichosa y no se preocupó de la opinión pública. Cuando gestó a su hijo experimentó la felicidad que proporciona la realización de un profundo anhelo satisfecho, convencida de que nada perturbaría ya su mundo. Con Francisco y su hijo en brazos, sería feliz. Pero, cuando vio que todos le volvían la espalda, aún cuando no todos tenían el derecho de hacerlo, ardió de indignación. La situación le hubiera resultado más tolerable, si Francisco permaneciera junto a ella para defenderla, pero el joven no se preocupaba mucho del corazón ni de la sensibilidad de la torturada mujer; tenía otro modo de pensar y de sentir. Su temprana independencia y el medio ambiente habían quebrantado su delicadeza, y lo hicieron más egoísta, menos susceptible a influencias externas y más sensual. Felizmente no había perdido su entereza moral, el sentido de la equidad, ni sus impulsos generosos. Confiada en estas cualidades, Elisa, en un momento de suave intimidad, trató de forzar las puertas del destino.

            - ¿No es posible -preguntó- hacer menos vulnerable mi situación actual? ¿No ha llegado aún la hora de volver más respetable nuestra unión? Francisco sonrió sin benevolencia, y contestó:

            - El don sin condiciones es el más precioso.

            Elisa explicó que había resistido mucho tiempo al terror que le causaba ese mundo que la hería sin piedad. Ahora experimentaba una atonía, una laxitud, que la empujaban a una tristeza desesperante.

            - Evita el roce con el mundo. Aquí, en la quinta, vives al abrigo de todo encuentro desagradable -replicó Francisco.

            - Aquí se suman la soledad, mi desesperación, las humillaciones y el desprecio de sí misma. Comprendo que en los hombres son más poderosas las ideas, las ambiciones, la política, que la fuerza del corazón, pero es dura esta lucha encarnizada que sostengo sola.

            Francisco guardó silencio y se avergonzó a causa de ese silencio. No se atrevió a mirar a Elisa cara a cara, para decirle que la amaba, pero que le perdonara porque no podía ablandar su genio, su dura rebeldía. Se negó a ceder.

            De la conversación quedó una oscura inquietud para los dos. Elisa comprendió que no escaparía a su situación porque Francisco tenía otras cosas más importantes que hacer y ella estaba subyugada. López pensó en los obstáculos que tendría que remover para unirse a ella en matrimonio, en el escándalo que provocarían las gestiones, en la lenidad de una boda a esa altura de los hechos, y consideró que lo más sensato era dejar las cosas como están. Gozaba con la presencia de Elisa, deseaba tenerla a su lado toda la vida, sin destruir ni alterar la existencia de otras cosas. Sentía el corazón lleno, pero tenía la cabeza pesada y brumosa.

 

 

21

 

            Don Ildefonso Bermejo llegó a su casa con el ánimo exaltado. Tiró el sombrero en la cama y midió la habitación con largos pasos.

            Don Ildefonso vivía en una casa nueva, que mandó edificar por esclavos del Estado, a orillas del bosque, en la calle del León, continuación de la de Justicia, en el barrio Parirí, cerca de un arroyo. La casa era sólida, de bajo techo y amplios corredores.

            Doña Pura entró a saludar a su marido. Venía del patio, vestida de muselina, perfumada.

            - ¿Qué tienes, hombre que estás así de tan mal talante? -preguntó, en tono displicente.

            - Ocurre algo que no puedes concebir. El poetastro Talavera ha tomado licencias inauditas y se las da de Juan Tenorio. Sin consultarme (pues, ¿soy o no soy el director de El Semanario?) se     despachó con una insolencia. Publicó unas frases con pretensiones de versos, dedicadas a... ¿a quién piensas tú?...

            - No soy adivina.

            - Pues a la Lavincha, como diría doña Juana Carrillo. Se cavó su propia fosa. Sería digno de lástima, si no fuera porque también a mí me pone en una situación difícil. "A una rubia"... "¡Una rubia"...! ¡Virgen de la Macarena! ¡Si al general Panchito le sube la bilis, buena la vamos a tener! -don Ildefonso se echó en un sillón, aparentemente extenuado.

            - Pues, hijo, no veo por qué te haces tan mala sangre. Conozco usos versos a una rubia. Son muy buenos y yo misma aconsejé a Talavera que los publicase. ¿Por qué crees que son inspirados por Elisa Lynch?

            - Todo el mundo repite lo mismo. Ella "es rubia, una flor de esperanza, astro de bienandanza que acrece los tormentos de un amor imposible". ¡Cuánta ramplonería!

            - ¡No tanto! ¿Piensas que Elisa Lynch es la única rubia? Hay otras en Asunción...

            - Hay otras... sí -don Ildefonso se mostró dubitativo. Fijó la mirada en la cabellera de su mujer y adoptó la actitud que le era peculiar, la del actor a punto de salir a escena. Sólo que en ese momento olvidó su petulancia y se limitó a murmurar:

            - Quizás...

            - Quizás ¿qué? Di lo que piensas.

            - Tú también eres rubia, Pura.

            - Rubia e imposible para quien no sea mi marido -la frase perdióse en una sonrisa maliciosa.

            El rostro de don Ildefonso se aclaró.

            - ¿No me crees? Pues vamos a un adivino, que nos diga quién es la musa del poeta, ya que eso te interesa -doña Pura adoptaba un tono pueril-. ¡A comer! -agregó, incongruente.

            Don Ildefonso, receloso y encogido, fue a la mesa. Aseguró la servilleta en el ojal del chaleco, aspiró el aroma que despedía el trozo de carne asada, y se sirvió su buena porción. Era evidente que había perdido el prejuicio de su época romántica. Ya no afirmaría que la pobreza es origen de superioridad intelectual. Ahora manifestaba sus preferencias por el abdomen florido y las comidas suculentas. Había olvidado la bohemia de París, su vida de desterrado, con camisa sucia, resfrío permanente y café con leche una vez al día. Tal vez meditara menos sobre lo desconocido. Acaso su sensibilidad se haya embotado. De todo eso sería responsable la química de su organismo, el nuevo régimen alimenticio que limitaba sus inquietudes espirituales. ¡Resultaba todo tan agradable en Asunción!... Día a día aumentaba su importancia y crecía su influencia en sociedad. Visitaba al presidente, escribía en El Semanario, preparaba la aparición de otro periódico, redactaba programas de educación, se quejaba de fatiga, de sus múltiples ocupaciones, pero sonreía de satisfacción al palpar el oro en sus bolsillos. Últimamente traía entre manos la organización de una lotería nacional, que manejarla a través de su compatriota Rafael Rojas y Sevilla.

            En ese instante, sentado ante una mesa servida con abundancia, bebiendo su última copa de málaga, se sintió poseído de una paz rayana en la beatitud. Dobló la servilleta, fumó un largo puro y se dirigió al dormitorio.

            - ¿Echas la siesta, Purita? -ordenó, más que preguntó a su mujer.

            - Prefiero tu descanso, mi señor marido... trabajas mucho y tu salud me preocupa -doña Pura se acomodó en una mecedora y quedó atenta a la respiración de don Ildefonso. De vez en cuando se miraba las manos, complacida de hallarlas de nuevo suaves y blancas como en su primera juventud, con la ventaja de que ahora lucía joyas de oro y de topacios. Ya no tenía que guisar, lavar ni planchar. Los encajes de Valencia que se rizaban en torno de su cuello, la muselina de sus sayas y refajos, eran cuidadosamente almidonados y alisados por Pastora, esclava del Estado que tenía a su servicio. Decididamente los esposos Jiménez-Bermejo poseían cuanto necesitaron o buscaron en vano en otras tierras, y todo a muy poco precio.

            - Aquí he llegado a experimentar esta fosforescencia de todo mi ser, que yo llamo felicidad -murmuró para sí doña Pura-. Aquí        aprendí a vivir y aquí deseo morir -agregó, fervorosamente, como si formulara un voto.

            Cuando oyó el ronquido de Bermejo, doña Pura se cubrió la cabeza con un chal de encajes y se encaminó hacia el bosquecillo vecino. Penetró en la arboleda cuya sombría espesura conspiraba contra su serenidad. Enardecida por la soledad, recorrió un trecho hasta que divisó a Natalicio Talavera echado sobre el césped. El mozo de un salto se puso de pie. Apasionadamente recitó la primera estrofa de su poesía "A una rubia":

            ¿Por qué, esquiva, algunas veces me miras con desagrado, haciendo que hasta las heces el cáliz viva apurando de un amor que tú acreces?...

            Luego el poeta hundió el rostro entre muselinas, encajes de Valencia y carne perfumada.

           

            Elisa pasó ese día moviéndose de un lado a otro en el jardín. Le latían las sienes y le dolían los ojos a causa del exceso de luz. Sintió frío y fue a la cama. Se despertó a media noche sacudida por fuertes dolores. Hizo que vinieran doña Carmelita Speratti y Tomasa Verdoy. Ambas se inquietaron y enviaron a Areco para que llamara a doña Canuta, una hermana de Tomasa, que asistía los casos de alumbramiento.

            Doña Canuta diagnosticó un nacimiento prematuro, que Elisa se negó a admitir. Atribuyó su malestar a un enfriamiento, a la fatiga, a cualquier motivo intrascendente que la librara de toda preocupación. Vistió una larga y amplia bata de lana verde y se amparó de nuevo en el lecho. Las otras mujeres, en la pieza contigua, tomaban mate y conversaban en voz baja como en una antecámara mortuoria.

            Elisa se alarmó cuando los espasmos se sucedieron uno tras otro, cada vez más intensos. Ya no cabía duda. De un momento a otro sobrevendría lo inevitable; no se conformaba con la asistencia de la torpe y desaseada Canuta, que charlaba todo el rato. Descorazonada, cayó en una depresión que le relajó los nervios y los músculos, retardando el momento decisivo.

            - Debe ayudarnos, madama -insistía Canuta.

            - ¡Necesito un médico! ¡Lo necesito! Llamen al doctor Barton - ordenó Elisa; pero nadie parecía dispuesto a tomar las disposiciones del caso.

            Cuando llegó el general López, Elisa tenía la nariz afilada y los labios blancos. Por favor pidió que llamaran a Barton.

            - ¡Un médico, por favor. Francisco! -insistía, débilmente.

            - Animo, Ela. Barton vendrá dentro de unos instantes. Areco fue a buscarlo -le apretaba la mano helada.

            Elisa quedó inmóvil. Se diría que voluntariamente paralizaba el proceso.

            - Eso no está bien -opinó Canuta. Salió de la alcoba y regresó luego con una tisana humeante. Halló a López sentado en la cama, la mano sobre la frente de Elisa.

            - Parece muerta -Murmuró, con voz alterada.

            - No, señor general. Ha perdido mucha sangre; está débil -replicó Canuta. Suministró la tisana caliente a Elisa y observó-: Traga el remedio, general. No se preocupe.      

            Francisco no pudo serenarse. Salió al patio con el pretexto de ver si Barton llegaba. Paseó por el corredor, se pasó los dedos por los cabellos, por la barba perfumada. Se quitó las espuelas ruideras, se rebeló contra la llovizna, contra el humo que venía de la cocina, contra el caballo que golpeaba el suelo con los cascos. Se detuvo y prestó oídos. Ni una voz, ni un eco. Elisa había dejado de gemir.

            - Ha muerto -pensó, y corrió hasta la cama. Detrás de él entró el doctor Barton y le palmeó las espaldas.           

            El viejo médico meneó la cabeza. La inercia de la enferma era por demás peligrosa. Le suministró algunos estimulantes y no ocultó al general la gravedad de la situación.

            Francisco tenía hinchadas las venas de la frente. Se había desprendido el cuello de la chaqueta y el de la camisa, pero con todo, sentíase a punto de ahogarse.

            - ¿Me autoriza, mi general a intentar un recurso heroico, salvar a la enferma sin responsabilizarme de la vida del niño? -preguntó Barton en tono severo.

            Canuta y Tomasa cambiaron rápidas miradas. Doña Carmelita no apartaba los ojos del general, que contestó sin titubear:

            - La madre no debe morir. Haga todo lo posible para que ella viva. En tanto que Barton se preparaba para deslizar el cuerpecillo fuera del claustro materno, las mujeres rezaron en coro. López les hizo señas que fueran a la pieza contigua y sirvió de ayudante a Barton, que terminó con éxito la intervención.

            Elisa se hallaba como sumida en un frío estero oscuro; sin embargo oyó la voz de Barton que decía:

            - Es una niña, mi general. Dios nos ayuda, porque vive.

            Un tenue vagido llenó de júbilo a la madre y le impartió bríos. Elisa pidió ver a la niña.

            - ¡Qué bella es! -murmuró, no muy convencida, acariciando los pinitos cerrados, el pequeño rostro congestionado, la cabecita de pelusilla roja. En su conciencia aparecieron como nubes su pasado y el enigmático porvenir de su hija. Poco a poco la fatiga fue arrastrándola a una modorra que no era el sueño. Cerca velaba el rencor de una mujer.

            Doña Canuta rumia su derrota. Sentíase herida en su vanidad de profesional. Había trabajado más de treinta horas y el médico vino a adjudicarse el éxito. Mediaba también la inusitada proposición de Barton, aceptada sin escrúpulos por el general Panchito. El muy desalmado había optado por la salvación de la madre, a costa de la vida de la hija. Este procedimiento no era admisible para las conciencias honradas y cristianas. La vida ni la muerte no dependen de la voluntad humana. El hombre no las escoge ni se decide por una u otra. Acepta lo que Dios manda. Confusamente estas ideas pasaban por la mente de Canuta, que condenaba a Barton por hereje y al general por desnaturalizado y sin entrañas.

            - Ante dos vidas en peligro se debe optar por la del inocente - murmuraba la mujer, haciendo la señal de la cruz. Se inclinaba hacia lo inmaculado con preferencia a la sufriente. Su elemental inteligencia se llenaba de pánico al recordar cómo el médico había violado lo más sagrado de la mujer, las fuentes de la vida, reservadas solamente a la mirada de Dios. Tantos pecados no quedarían impunes. El castigo permanecerá en acecho, como una punta de lanza en un recodo del camino. La niña vivía; la pecadora también, y los culpables no escaparán a sus responsabilidades ante Dios. La misma inocente será el instrumento del castigo. Las conversaciones de Canuta y Tomasa sobre estos temas llegaban por fragmentos a oídos de Elisa, que tenía mucho sueño y la percepción un poco embotada.

            La pequeña Adelaida Corina, así se llamó la hija de Elisa, tenía un ama, porque la madre no la pudo amamantar. La niña no era golosa. Palpaba los senos morenos de Juanita, la nodriza, hermana de Tomasa, y daba vuelta la cabecita pelada. Elisa la tomaba en brazos, le tocaba la frente y advertía las décimas de fiebre, que no variaba,  pero no se iba.

            El doctor Barton fruncía el ceño cada vez que examinaba a niña. Repetía o cambiaba las recetas y prometía volver a la tarde o al día siguiente.

            Elisa cumplía las prescripciones al pie de la letra, pero la niña no mejoraba ni mostraba alegría. Tampoco lloraba; se diría que no se afirmaba en la tierra. Tenía un dulce modo de gemir que estrujaba el alma. Su mirada azul, imprecisa, sin límites, no se posaba en los seres terrestres. La madre la mecía de noche y de día, vigilaba sus breves horas de sueño, su respiración agitada, su alimentación precaria; lo único que lograba, era que la niña la reconociera y prefiriera sus brazos a los de la nodriza. La pequeña sonreía a la madre, luego volvía el rostro hacia otro lado como arrepentida de haber sonreído. Cuando Adelaida cumplió tres meses, sobrevino algo tremendo.

 

 

22

 

            Francisco Solano López fue designado ministro de Guerra y Marina. Debía tomar posesión de su cargo a su regreso de Río de Janeiro, adonde iría en misión diplomática acompañado de su hermano Benigno y del doctor Gelly, en calidad de secretarios, y de su inseparable Alén.

            Ya dispuesto para el viaje, el general López enfermó gravemente de tifus. El 23 de noviembre partió la misión, su jefe era José Berges, con la jerarquía de plenipotenciario, Félix Eguzquiza de secretario y el doctor Juan Andrés Gelly, consejero. Llevaban instrucciones precesas para llegar a un acuerdo definitivo con el gobierno del Brasil sobre la cuestión de límites, toda vez que no mediara el propósito deliberado de parte del imperio en contra de una solución pacífica.

            El presidente don Carlos se apresuró a gestionar ese acuerdo, en vista de que Brasil se apoderaba del estado Oriental, bajo pretexto de pacificarlo. Gelly llevaba, además, una misión confidencial, la de procurar el asentimiento de don Pedro II para el casamiento de una de las princesas, sus hijas, con Francisco Solano.

            Cuando López guardó cama, Elisa dejó su hijo mayor al cuidado de la doncella, en la quinta de Salinares y se trasladó a la casa de Francisco Solano, en la ciudad. Desde el primer momento comprendió que el empirismo del anciano médico de la familia, don Juan Vicente Estigarribia, era insuficiente para vencer la grave enfermedad de Francisco. Logró persuadir al enfermo para que aceptara los cuidados de Barton.

            Este médico inglés se había establecido recientemente en la ciudad; acudía puntualmente a los llamados, era cauteloso, amable con mis enfermos y les inspiraba confianza. La población burguesa de Asunción se manifestaba satisfecha de sus servicios, porque proporcionaba remedios y atenciones profesionales a precio acomodado.

            Desmadejado, lívido. Francisco yacía en la cama. Elisa pasaba los días y las noches de pie cerca de su lecho, atenta a sus menores movimientos y necesidades. ¡Qué alternativas terribles! ¿Qué ocurriría, si Francisco desapareciera y ella quedara a merced de los que la odiaban?... Sobre algo tan frágil como una vida humana reposaba su existencia y las de sus dos hijos. Así pensaba, mirando a Francisco sumido en el lecho con los ojos cerrados, sacudido por espasmos intermitentes, desvanecidos e inertes a ratos, y sin sentido cuando la fiebre aumentaba. Elisa no se alejaba de él más que en los momentos en que corría para vigilar y acariciar un instante a su hija, que se hallaba al cuidado de Isidora, en casa de la familia Díaz, a un lado de la iglesia de San Roque.

            Elisa no admitía los consejos de Alén, no escuchaba lo que le sugería el doctor Barton. Los dos insistían en que ella debía descansar durante unas horas, por la noche. Argüían los quebrantos de su reciente maternidad, los cuidados requeridos por su hijita, a quien exponía al riesgo de un contagio.

            Elisa sonreía; pero evitaba el dar explicaciones. No podía negarse, a los requerimientos de los dos seres queridos. Adelaida no cerraba los ojos hasta que su madre la meciese en sus brazos. Francisco se negaba a tomar los medicamentos, no admitía las compresas ni las sanguijuelas, si Elisa no se hallaba presente.

            Día y noche esta mujer colmada de angustia iba del padre a la hija, pulcra, sonriente, prevenida contra el contagio, serena en apariencia, pero destrozada por dentro. Durante varios días no conoció lo que significaba dormir en la cama, atenta sólo al pulsar del corazón amado. Barton destacaba su delgadez. Paulino soñaba con la seda lila de sus ojeras. Francisco en sus raptos de delirio la desconocía y preguntaba por la otra Elisa, más rosada y linda. Pero ella permanecía firme en su puesto de enfermera sumisa, decidida a defender su esperanza ante el enigma del porvenir.

            La familia López protestaba contra la presencia de la gringa en la alcoba del enfermo. Don Carlos hacia saber que no visitaba al hijo por no encontrarse con la odiosa extranjera. Doña Juana enviaba a una mulata para prevenir que "la presidenta y sus hijas deseaban encontrarse sin testigos con Panchito". Elisa se eclipsaba al verlas. Cuando López recobró el sentido no admitió ya el alejamiento de ella; en cuanto no percibía su aura, la llamaba y le exigía que no dejara la alcoba.

            - No quiero quedarme solo -murmuró una vez, con ternura de niño y ardor de febriciente. Elisa, cortés, saludó a la presidenta con una ligera inclinación de cabeza y se cuidó del bienestar del enfermo. Al principio doña Juana creyó que no había entendido las palabras de su hijo.

            - ¿Ha dicho a esa mujer que no lo deje solo? -preguntó a Inocencia. La hija confirmó lo que la madre había oído. La dos cambiaron miradas furiosas- Estamos de mas -protestaron.

            Francisco, semiinconsciente, intentó hacerse perdonar, pero no consiguió más que aumentar el rencor de su madre y de sus hermanas.

            - No te visitamos todos los días precisamente para ahorrarnos estos disgustos -advirtió Inocencia.

            - Y cuando venimos, haciendo el sacrificio de aguantar la presencia de esa gringa, tú por poco nos echas -protestó doña Juana. Escenas semejantes se repetían más agrias cada vez. Además, doña Juana insistía en sus diatribas en contra del doctor Barton.

            - No mejorarás -le decía a Francisco-, mientras no recurras al compadre Estigarribia. El gringo y la mala mujer te llevarán a la muerte -afirmó, sin preocuparse del daño que podía hacer a su hijo. Francisco terminó por rogarle que lo dejara morir tranquilo.

            - Déjenme solo -imploró, y cerró los ojos que destellaron un instante como ágatas engarzadas en oro mortecino.

            Doña Juana se retiró enconada. Atribuyó la actitud de su hijo a la influencia de la Lavincha, no a su propia conducta.

            Elisa soportaba con indulgencia las injusticias, comprendía que el amor se sustenta de sacrificios y debe prevalecer contra la malevolencia.

            El comandante Venancio López era el único que no escatimaba sus visitas al enfermo, y regalaba su reconocimiento a la enfermera. Hasta cumplía turno con Elisa, doña Carmelita Zoila y Paulino Alén. Gracias a la asistencia prestada por los amigos, Elisa podía pasar más tiempo en compañía de su hija. Sufría porque no podía dedicarse por entero a uno de los dos enfermos. La lucha de dos frentes la agotaba.

            Una noche en que se hallaba sola, más cansada que nunca y con mucho sueño, trató de ordenar sus pensamientos, en vano. El cansancio disipó su lucidez. Inmóvil en una butaca, en la pieza contigua a la alcoba de Francisco su alma flotó en las brumas. Vagamente tuvo conciencia de que algo terrible la acechaba en alguna encrucijada. ¡Dios mío! ¡Qué desolación si alguno de los dos enfermos desapareciera! ¿Cuál?

            "Si alguno de ellos debe morir...", pensó Elisa, y en lo íntimo de mi ser, en lo más secreto y oscuro de su conciencia, relampagueó algo terrible y fugaz.

            Luego quedó como venida de lejos, suspensa ante su insensatez. En la hora del nacimiento de Adelaida, una contingencia semejante se había presentado también. Ahora, ante la gravedad de Francisco, la eventualidad surgía de nuevo tenebrosa e indeliberada.

            - ¡No! ¡Dios mío! ¡Misericordia! -exclamó, totalmente despierta, casi frenética:

            - ¿He soñado o he pensado esa abominación? Ha sido en un momento de desvarío. Estoy completamente macerada por el sufrimiento y la fatiga, que a veces pierdo la conciencia. ¡Dios mío! No escuches mis desvaríos, no penetres en la cerrazón de mis delirios. Heme aquí de rodillas para implorar tu perdón. ¡Dios misericordioso! Fue una pesadilla; resultado del cansancio, una alucinación. ¡Perdón!

            Pero ¿es que ella merecía el perdón? En su cerebro enloquecido las ideas giraban vertiginosamente. Tenía ante sí una puerta sellada. Para abrirla, su conciencia le daba una consigna. La repetía con los dientes cerrados: "Sacrifica tu pasión, regulariza tu vida. Apártate del pecado. Hasta que no te redimas, no tendrás derecho a dirigirte a Dios".

            De rodillas, apoyada en el asiento de la butaca, oculto el rostro entre las manos, trabada la lengua, lloró de remordimientos y se odió a sí misma.

            - No mires mis pecados -murmuró, convulsa-, Redentor del mundo salva a los dos y toma en cambio mi vida -el delirio fugaz obscurecía su horizonte y le parecía que había suspendido una amenaza sobre su destino. ¿Hasta cuándo?... La llamaron desde la alcoba de Francisco. Se enjugó las lágrimas y salió a recomenzar su ruda batalla.

            Por momentos tenía fe en el milagro. En otros instantes se juzgaba de modo implacable. Su conciencia le tendía velos negros y rojos ante los ojos. Se ahogaba de temor, pero sentíase impotente para prometer el renunciamiento a cambio de las dos vidas. Podía consagrar a Dios su vigilancia, sus desvelos, sus angustias, su agotamiento, pera no el sacrificio de su amor, de su pecado de amor. Amaba a Francisco mucho más desde que lo vio enfermo. En esos días largos él le había entregado todos sus secretos, detalles de su cuerpo, repliegues de su alma. Nada quedaba en la sombra. Le cambiaba las ropas, lo alimentaba como a un niño. En las horas de delirio escuchaba sus más íntimos secretos. Aún cuando Francisco le sobrepasaba en años, ella diluía una parte de su pasión en ternura, en amor maternal rebosante en toda alma de mujer.

            ¡Cuan desesperadamente luchó y se mantuvo en la brecha, noche y día, defendiendo a los dos seres que poderes sobrehumanos disputaban! Por fin, el milagro sobrevino. Francisco durmió diez horas seguidas y su fiebre declinó. Lo primero que vio al tener conciencia de sí mismo, fue unos ojos azules mojados de lágrimas. La palidez intensa que cubría el rostro de Elisa, le pareció un símbolo venerable cuyo significado él solo podía interpretar.

            Una noche Francisco besó la mano de Elisa, adoptó un aire de niño mimado y afirmó:

            - Me siento bien, Ela -y agregó, con gran solicitud-, tú en cambio, le encuentras agotada. El calor en la ciudad es muy fuerte. Vete a dormir esta noche a la quinta. Te lo agradeceré más que si te quedaras conmigo. Barton teme que el tifus se haya vuelto endémico. Procuraremos evitarte el contagio, aunque un poco tarde. Alén te acompañara.

            A medianoche, Elisa y Alén se dirigieron a caballo a la quinta. El ambiente era caluroso. La arena, tibia aún por los ardores del día muerto, apagaba el rumor de los casos de las bestias. Ni un solo ser humano en las calles; sólo el silencio lunado. Una noche clara como aquella presentaba a Alén el aspecto de un mundo donde le gustaría vivir. En la tierra, árboles oscuros, erguidos hacia la claridad de los astros. Arriba, el cielo de un azul sombrío, con un diamante en cada pulsación. Cerca ladró un perro; más lejos cantó un gallo. En la arenosa carretera se hundían los cascos de los caballos. Delante, las sombras de los jóvenes se alargaban, se unían, como si fuesen dos mundos que esa noche de estío surgían para vaciarse en uno solo. A punto de llegar a la quinta. Alén sugirió internarse en la arboleda.

            - Madame necesita respirar el aire fresco. Ha permanecido encerrada casi un mes -dijo.

            Elisa se limitó a mover el freno de modo que el caballo volviera al sendero del cual se había apartado. Los jóvenes penetraron en el bosque húmedo de rocío. En un abra lunada. Paulino se apeó rápidamente. Puso una mano para que sirviera de escalón a Elisa y con la otra la ayudó a bajarse del caballo.

            - Descansaremos un rato aquí -propuso. Se quitó el saco y lo tendió en el suelo a modo de tapiz; Elisa se sentó encima. Un poco más lejos, sentóse Alén sobre el pastizal.

            Un júbilo, al par que una tristeza infinita, -se reflejaba en el semblante de los dos. Sobre la blancura de sus rostros caía un misterioso verdor robado a la luna y al bosque. Alén levantó la cabeza y se quedó mirando hacia el firmamento. Elisa fijaba la vista en las manos cruzadas sobre las rodillas, manos de dedos largos, perfectas como las de un dios. Los dos parecían embrujados, conducidos a la abolición de los límites materiales, de toda noción de tiempo, de personas y de lugar. Evitaban mirarse a la cara. Simulaban serenidad y calma, robadas a la noche, como sumidos en una atmósfera sutil, recién creada para la felicidad anhelaban tocar alguna realidad encantadora.

            "Noche de mentiras y de sueños, como mi amor", suspiró Alén, desde el fondo de sus deseos. Sobre sus ansias se alzó la voz de la razón: "Nada es comparable a este culto secreto y noble que mi alma dedica a esta mujer perfecta, a quien no me atrevo a tocar", se dijo a sí mismo. Observó a Elisa desde las hebras de su cabellera de fuego hasta las puntas de los zapatos de raso, que asomaban bajo la fimbria de la falda de volados. Él había resuelto no hablarle jamás de su amor. Estaba decidido a adorarla en silencio, desde lejos y por toda la eternidad como se adora a Dios. Nada de palabras ni miradas. Nada que implique comprensión o entendimiento, o que dé pretexto a suposiciones innobles. Nada que atente contra su sentimiento maravilloso y puro, cercano a la perfección. Pero su corazón latía violentamente. "No debo perder la cabeza", pensó, y se puso de pie, tendió la mano a Elisa y quedó un rato contemplándola, convencido de que era mucho más fascinante que cuando la conoció. Le era imposible desenamorarse de una joven tan deseable, aún cuando la mirara como en una estrella inaccesible de la que no descendería jamás.

            - El silencio de la noche nos ha enmudecido -acabó diciendo Elisa, después de un largo silencio, ya en camino hacia la quinta.

            - O es que no tenemos nada que decirnos -replicó Alén.

            En el portal de la quinta Elisa propuso:

            - ¿Entramos a beber una limonada?

            "No debemos o no podemos", pensó él, pero aceptó.

            En la amplia sala levemente iluminada por las velas, sentados frente a frente, cerca de una mesita, Elisa sirvió el refresco en dos vasos de puro cristal. Atentamente observó el rostro de Alén, abrasado por el fuego interior que asomaba en sus ojos y en sus labios. Por primera vez desde que conoció a Francisco, se sentía mujer ante otro hombre y este hombre era el mejor amigo de López, "más que mi hermano", había dicho éste. Avergonzada de su emoción, pero sin resistir al encantamiento y donosura de su joven acompañante, bebió la limonada a sorbos lentos y largos como caricias.

            Alén se enjugó el sudor de las sienes con un pañuelo perfumado. La vista de ese sudor hizo temblar a Elisa como una intimidad compartida.

            "Es preciso que tengamos piedad el uno del otro", se aconsejó a sí mismo Alén. Continuaron callados e inmóviles como sujetos por pesadas anclas. Las miradas suplicantes se mostraron doloridas y cada uno las recibió en el corazón. "Deseo morir bajo su mirada", pensó Alén, consciente de su impotencia para reprimir sus emociones.

            "No puedo soportar su presencia", se confesó Elisa, sacudida por insólitas revelaciones emotivas. ¿No pertenecía ella a otro hombre para siempre? ¿Qué significaba ese desorden sin precedentes? Una traición abominable contra aquel cuya vida los dos defendieron con encarnizamiento. Llena de turbación y de sonrojo a causa de ese desorden, Elisa se puso de pie, sacudió la cabeza, dominó los llamados ardientes que le tocaban el cuerpo y, empujada más allá de toda esperanza, rompió la primera etapa de una intimidad peligrosa, diciendo:

            - Hasta mañana, mayor Alén. Gracias por todo -precedió al joven hasta la puerta. Sentíase saturada de algo misterioso e intenso, un fervor tumultuoso como el que se experimenta en la extraña espera del milagro al pie de un santuario.

            - Elisa... Madame; soy muy desgraciado -murmuró Alén. Su voz pura, musical y triste, completaba la belleza de la hora.

            - Nadie es dichoso en la tierra -replicó Elisa.           

            - Es verdad, pero todos, menos yo, esperan serlo algún día -la expresión era humilde, pero la figura soberbia-. ¡Adiós, madame! -una sonrisa irreal como la de los mártires, asomó a la estrecha boca de Alén. Sentíase encadenado sin esperanzas, y le espantaba la idea de que aquella mujer hallaba su dicha junto a otro hombre.

            - Hasta luego. Alén. Ya está amaneciendo -replicó Elisa. El mozo se alejó sin volver la cabeza hacia la que dejaba atrás. Ella quedó de pie ante el alba azulada, mirando con ternura patética la figura de Paulino Alén, que se retiraba lentamente como un ave herida en las alas.

            "No lo veré más. No lo recibiré ni le hablaré nunca más", se prometió a sí misma, deseando ardientemente poner a prueba su decisión. A punto de meterse en cama permaneció largo rato con la mano en el cuello, sin poder apartar de su mente la imagen del joven embellecido por un hechizo penetrante. Revivía la conversación de esa noche, escuchaba de nuevo la voz juvenil, que hablaba como en un ensueño, sumiéndola en una especie de encantamiento, parecido al que produce la música o la lectura de un poema. Todo cuanto dijera Paulino agolpábase en su mente; recordaba las palabras más insignificantes y le excitaba la extraña potencia de la voz cuando adoptaba un tono perturbadoramente confidencial. Sea cual fuere el desorden, la confusión o el encanto que podía introducir en su vida el mayor Alén, Elisa estaba dispuesta a luchar contra ese hechizo y vencerlo. "No se puede amar a dos hombres a la vez, menos si uno de ellos es Francisco Solano, el más absorbente y dominador de los amantes", declaró, resuelta.

            Fue a besar a su hija y apagó la luz. En la sombra quedó sola para sondear las profundidades de su alma, asomada al gran secreto que flotaba fulgente e impenetrable ante los ojos de su espíritu.

            La Navidad se anunció triste para Elisa. Francisco, aún convaleciente, no salía de sus habitaciones, y la salud de Adelaida empeoraba. Elisa se había informado de que en la noche del 24 de diciembre, en la residencia presidencial, se descubrían los retratos de don Carlos y de doña Juana, enviados por don Andrés Gelly desde Río de Janeiro. Se comentaba el buen trabajo del pintor que había cobrado doscientos pesos oro por su obra. Francisco no faltaría a la reunión familiar. Todo hacía presumir que la Nochebuena no sería alegre en la quinta de Salinares.

            Isidora y Leandra, las muchachas que servían en la quinta, obtuvieron de Elisa el permiso para instalar un pesebre. Bajo los árboles del parque se suspendió una tela azul que servía de cielo, se la tachonó de estrellas, luna y cometa de papel plateado. Frutas sobre el pasto. Al fondo, al pie de un cerro de trapo y vidrio picado, se hallaba el rancho, dentro, el Nacimiento. Las imágenes de la sagrada familia pertenecían a la madre de Isidora.

            Ante el pesebre desfilaron los vecinos. A la noche grupos de cantores entonaron oraciones al "Niño nacido en Belén". Elisa repartió refrescos y confituras.

            Amaneció un día excesivamente caluroso. Llegaron a la quinta Zoila y Paulino Alén. Traían flores y perfumes. Zoila anunció que se quedaría una semana con Elisa. Paulino entregó un estuche de parte del general López. El estuche contenía un aderezo de brillantes y zafiros; en un billete se leía: "Guárdalo, Ela. Son tus lágrimas que nuestro amor convirtió en gemas".

            Elisa no pudo reprimir el llanto. Alén evitó mirarla: tenía la imaginación llena de anhelos imposibles. La conversación recayó sobre las copiosas lluvias que alternaban con el sol abrasador. El río Paraguay había crecido y cubría la ciudad hasta la calle Atajo, Alén imaginó la intimidad con Elisa bajo un techo pajizo, su belleza en acecho, el misterio rindiéndole su arrobo, el reposo en compañía... delicias imposibles. Procuró fijar sus pensamientos en otros temas pero las mismas imágenes volvían una y otra vez a su mente sometiéndolo a una tortura arrobadora.

            En los primeros días de enero, huyendo de la inundación, la capital se trasladó a Luque. El presidente fue a instalarse en su quinta de Trinidad y Francisco en la de Salinares.

            Transcurrieron días en que la dicha saltó en el alma de Elisa como en la fuente el agua cristalina. Hasta entonces nunca había mediado entre ella y Francisco una convivencia tan completa. El joven convaleciente semejaba un niño a quien Elisa quería salvar del fuego, pero que luchaba por quemarse. Después de tanto sufrir y renunciar, sentía bullir de nuevo en sus venas la sangre moza. Aunque indefenso y débil todavía, se mostraba más atrayente y más seductor que nunca. Sonriente y fúlgido, la encontraba a Elisa excepcionalmente bella, deseable y perturbadora. La ceñía con sus brazos y repetía:

            - Eres mía. Soy tuyo -y la piragua de amor se lanzaba a la corriente. La lluvia batía los techos, el agua y los charcos llegaban hasta los umbrales. El parque mojado gemía. Los rayos crepitaban en la copa de las palmeras, En el exterior el vendaval, dentro de la alcoba enterrada, el arrobo y la pasión, Elisa y Francisco pasaban los días y las noches dichosos, estremecidos de fiebre y avidez.

            Elisa abrigaba un vago temor. La humanidad está hecha a la desventura. Si un ser humano toca una dicha completa, siente un temblor, una opresión, un secreto temor que le hace pensar al instante en que eso no puede ser real y duradero. Esta dosis de dolor atosiga el vaso de las emociones humanas. ¡Ay! ¡La niña! Que Dios vele por ella mientras los corazones de sus padres arden. Elisa se escapaba descalza y corría a verla. Con ojos atónitos, la levantaba en brazos y la miraba a la luz. Más flaca, más pálida, casi cenicienta, la pequeña apenas reconocía a su madre. Se negaba a todo alimento y tendía la mano hacia el agua que afuera corría a torrentes.

            Una noche, al tiempo de acostarse, Isidora dio la voz de alarma: la niña se había desvanecido. Barton acudió embarrado, empapado por la lluvia. Cerró la boca obstinado en su esfuerzo por ayudar a la niña. Por fin logró volverla a la vida. Canuta, la comadrona, protestó. La niña no necesitaba remedios de botica. Si el general le autorizaba, Canuta se comprometía a curar a la enferma de un mal desconocido para los gringos, por más doctores que fuesen. Entró en detalles. Explicó que Adelaida padecía de camby ryrú yeré, mal común en primera infancia, y que consiste en la retroversión de un órgano que, en los lactantes, es como un estómago incipiente. Vuelto el órgano a su posición normal, el enfermo se cura.

            En tres años de convivencia con un médico, Elisa había obtenido algunos conocimientos de medicina, suficientes para desechar por absurdas las explicaciones de Canuta. Francisco opinó de otro modo. Vagamente recordaba haber oído comentarios sobre casos de camby ryrú yeré, tratados por medio de masajes en el epigastrio. No acertaba a precisar si el tratamiento había dado buenos o malos resultados, pero nada se perdería con ensayarlo. La naturaleza humana está hecha de tal modo, que en la desesperación se aferra hasta a lo que desperdicia. Elisa veía que su hijita desmejoraba; tampoco podía defenderse de Francisco, de sus ojos ardientes aún en las cuencas amoratadas por la embriaguez reciente. Trató de resistir un poco, pero obedeció a la voz dulce y dominadora que decía:

            - Deja, Ela, que Canuta ensaye su procedimiento. Puede que tenga éxito. Canuta desnudó a la niña que se doblaba de un lado a otro como un ave herida. La extendió sobre la mesa, le estiró las piernas y se empeñó en convencer a los padres de que la pierna derecha era más corta que la izquierda, y que había una hinchazón en la región gástrica. Con la mirada fija en los ojos de pequeña. Canuta murmuró algunas palabras en guaraní, otras en español. Su acento y sus gestos eran tan pronto de apóstrofe como de ruego. Después de trazar la señal de la cruz sobre el vientre de la paciente, su mano reseca exploró la cintura, ascendió hacia el estómago y hundió los dedos sarmentosos debajo de las costillas, diciendo:

            - Aquí está el daño.

            Al instante la niña gimió como un corderillo torturado. Elisa vio el círculo morado en torno de la boquita fruncida, las perlas de sudor en la frente de cera y ordenó:

            - ¡Basta!

            - Me interrumpe en el momento en que tenía el bazo entre los dedos. Déjeme continuar -la mujer se dirigía al general antes que a Elisa.

            - ¡Basta! No he debido permitir que martirices a mi hija. Por poco me la matas -Elisa disparó al dormitorio con la niña en brazos. Francisco la siguió turbado.

            - ¡Matarla! Eso es lo que ellos intentaron -murmuró Canuta, envenena de furia y de rencor.

 

 

23

 

            A fines de enero, Francisco, totalmente repuesto de sus quebrantos de salud, fue a Humaitá. Le preocupaban los daños que la inundación podía haber ocasionado a los cuarteles y baluartes.

            El país ardía bajo el sol estival. Elisa creía sufrir el verano más ardiente de su vida, un calor que resumía los calores todos que le afligieron en años pasados. La enfermedad de su hija la hundía en la desesperación. La niña no toleraba la leche de su ama, ni la leche de burra, sustituto recetado por Barton. Volvió a aficionarse a su madre. Elisa experimentaba una suerte de humillación amarga a causa del empobrecimiento de su seno. Rodeada de mujeres aparentemente frágiles, que criaban hijos sanos y robustos, no se explicaba su propia aridez.

            - Cambios de clima, de régimen alimenticio -argüía Barton.

            - Castigo de sus pecados -murmuraba Canuta, no tan bajo como para que Elisa no pudiera entenderla.

            Desde que oyó la palabra culpa, Elisa vivió obsesionada por la idea del castigo. Su estado de excitación y debilidad facilitaba la incubación de pensamientos dolorosos. Recordaba con remordimiento los días de ardiente languidez, que pasó junto a Francisco sin preocuparse exclusivamente de su hija. Su amor era su pecado, pero no tenía fuerzas para renunciar a ese único pedazo de dicha que poseía. La maternidad furtiva era común entre las mujeres de Asunción y sus aledaños. Ninguna de ellas demostraba turbación a causa de esa situación. Ninguna de ellas conocía el código de Napoleón, ni tuvieron, como Elisa, un puesto en el mundo que deseaban recuperar.

            - Usted medita demasiado -decía Barton, cuando veía a Elisa abstraída, el puño cerrado bajo el mentón-. Si se preocupara menos, quizás le volvería la leche que perdió -agregaba, ansioso de consolar a la mujer bella y triste.

            De modo que hasta el pensar conspiraba contra la salud de Adelaida. En vano la madre multiplicaba sus cuidados y desvelos. Inútil resultaba también la asiduidad profesional de Barton. La niña empeoraba.

            Desde que Francisco partiera para Humaitá, Elisa había cerrado la casona húmeda a las corrientes de afuera. Pero las corrientes se filtraban. Unas veces eran las vecinas que venían en busca de fuego o de sal, otras veces las vendedoras de granos de maíz o de naranjas doradas. Ese día fue Leandra Franco, la cocinera, que vino del mercado con los últimos chismes; Isidora y Areco fueron sus oyentes. Los dos conocían a las mulatas nombradas por Leandra, servían en casa de unas familias linajudas, relacionadas con la "señora presidenta", y habían repetido lo que oyeron en casa de sus amas: "La Lavincha apresuró deliberadamente el nacimiento de su hija a fin de evitar la deformación de su talle. Con el mismo propósito de preservar su belleza, evitaba darle de mamar".

            Elisa sorprendió la conversación en guaraní; conocía los nombres que entraban en juego, y exigió a Isidora la traducción fiel de todo lo que Leandra había referido.

            Oleadas de rebeldía y de rencor la sacudieron. Mientras ella combatía contra la muerte, los parientes de Francisco le imputaban iniquidades. Las familias que la calumniaban, eran poderosas. Ella se encontraba sola; hasta su hermano, que no podía protegerla mucho se hallaba siempre ausente, en su puesto de jefe de máquinas del Ygureí. Sin parientes ni amigos, era una simple sombra al amparo de Francisco. La rechazaban, la calumniaban, pero "no me destruirán", se prometió a sí misma. "Defenderé mis sueños y mi realidad. No me quitarán el amor que es mi mundo. Con tal que Adelaida se cure y Francisco me ame, ¿qué me importan las heridas?"

            Francisco vino de Humaitá y corrió a la quinta de Salinares. Su mirada de águila sorprendió lo que Elisa pretendía ocultar. El volvía renovado. La vida fluía con nueva fuerza a su cuerpo joven, que como en dulce borrachera se aferraba a la felicidad. Su mirada abrasaba. Elisa respondió a sus exigencias con calma desusada, con melancolía y hermetismo.

            - ¿Es que ya no me amas? -le preguntó Francisco, sin miramientos a las emociones que no provenían de él.

            Elisa ponía sus manos heladas sobre los labios de Francisco, ávidos y febriles. La ternura maternal le infundía esa oscura languidez, esa inhibición voluntaria para el goce, para el sueño y la paz. La hijita enferma bloqueaba su horizonte.

            - Es preciso olvidarla en ciertas horas. Te quiero -repetía él con voz grave. Pero al mismo tiempo sentía que le subían a la cabeza sus ideales. Después de haberse encontrado en los umbrales de la muerte, sus ambiciones renacían; en cambio, el gran fuego de la pasión parecía aplacado.

            Esa noche Francisco se retiró casi al amanecer. Elisa quedó dormida. Despertó con la vaga conciencia de algo irremediable. Interrogante, llevó la mano a la frente, dejó su asiento y corrió a inclinarse sobre la cuna de su hija.

            - ¡No! -dijo a media voz-. ¡No! ¡No! -repitió a gritos. Se resistía a creer que la muerte hubiera llegado de puntillas y le hubiera robado la vida de su hija, mientras ella amaba y dormía.

            Crispada, anonadada, cayó de rodillas, sin lágrimas, casi sin aliento. Por largo rato las palabras pecado y castigo repiquetearon en su mente, hasta sumirla en una oscuridad vacía.

            Cuando se alzó trepidante, con las manos en el cuello, como para librarse de un dogal invisible, se sintió atrapada por una garra oscura, la ley de la culpa y del castigo. Como un ser primitivo, se entregó indefensa a la idea de que un Dios despiadado, que lleva la cuenta de las debilidades humanas, le quitaba su pequeño tesoro en expiación de su delito de amar y de un fugaz pensamiento inexpresado. La integridad de su alma admitía una falta, pero se resistía a que se le tomara en cuenta el pensamiento involuntario que, por una fracción de segundo, brotó en el fondo oscurecido de su conciencia, en un rapto de inercia y desesperación.

            - ¡Dios Todopoderoso! ¡Me hubieras llevado a mí, no a mi hija! ¡Ella aún está libre de culpa y merece vivir! -clamaron su maternidad dolorida, su conciencia magullada.

            - ¡Eso es absurdo! -dijo Francisco, que llegaba en ese instante-. La existencia de los hijos pequeños depende del amor y de la vida de las madres. Sin ti ella no hubiese existido.

            - Pero ya no vive, Francis, y yo respiro todavía. Reconozco mis culpas, pero me parece que el castigo es demasiado terrible. Me quitan lo que más amo en el mundo.

            - ¿Lo que más amas? Y yo, ¿qué significo para ti?

            - Tú me tienes y estás en mí. Eres mi mundo. Jamás me separaré de ti -su voz resonaba grave; se diría que formulaba un voto ante un tabernáculo.

            - Tú, la madre, eres la creadora. Nuestro amor dará vida a otras criaturas que nos harán dichosos.

            Doña Juana Carrillo de López y sus hijas concurrieron al velorio de la pequeña Adelaida. Llegaron en el destartalado carruaje presidencial, acompañadas de los coroneles Venancio López y Vicente Barrios. Lucían sendas mantillas españolas. Doña Juana trajo un haz de largas velas de cera, con las cuales sustituyó las que ardían en altos candeleros de plata, procedentes de la Catedral. Las encendió y rezó el rosario de rodillas, coreada por sus hijas. Después de hacer la última señal de la cruz, doña Juana salió pesadamente, sin saludar a la madre dolorida. Sus hijas salieron detrás de ella. El carruaje las llevó de regreso a Trinidad.

            El coronel Venancio López pasó la noche ante la capilla ardiente. Varias veces entró en la alcoba, para informarse del estado de Elisa. También se hicieron presentes doña Carmelita, su hermana doña Clemencia de Gelly y sus sobrinos los Martínez, Zoila Alén, los hermanos Bedoya, Tomasa Verdoy de Franco y los parientes de Isidora Díaz.

            Por la mañana el féretro fue conducido al cementerio de la Recoleta, seguido por el general López y los hombres de representación política y social de la ciudad.

            Sobre la tumba de su hija, Elisa mandó construir un monumento de puro mármol, en forma de pirámide truncada. La inscripción traduce el estado de conciencia de Elisa, su obsesión por la idea de la culpa. El remordimiento se reviste de apasionado anhelo de liberación y de perdón. El alma se resigna a la pérdida, porque el tesoro se conservará inmaculado, libre de las criminales asechanzas del vivir, inaccesible al terrible pecado que el carácter más firme no puede muchas veces eludir. La inscripción dice:

            Sacred to the memory Corine Adelaida

            Borned August 6th 1856

            Died February 14th 1857.

            Ere sin could blite or sorrow fade

            Death came with friendiy care

            The lovely bud to Heaven conveyed

            And bade it beassom there.1

 

                                               B. M.

 

1Sagrado a la memoria de Corina Adelaida.

 

 

 

24

 

            Otoño suave y tibio. Olor de flores de cocoteros y caricias de sol tímido. Elisa, en el corredor de su casa miraba las palmeras que se quejaban, las madreselvas que se encaramaban convulsas a los pilares. Trataba de apartar las imágenes que la torturaban. Evocaba las nieblas azuladas de Irlanda, escenas de su infancia, rostros familiares de su primer hogar. En vano. Los recuerdos caían mustios. Frente a ella, en la rama de la magnolia, un pájaro sacudía sus alas, movía la cabeza y tendía el cuello a la brisa. Un muchacho silbaba en el patio. Por el camino arenoso pasaban las carretas. Elisa sentíase desgarrada, en ese mundo al cual no podía amoldarse. Solano López vivía en la ciudad, más que nunca entregado a sus ambiciones. Preparaba el Congreso que admitiría a la presidencia de la República a ciudadanos de todo fuero.

            El 14 de marzo se reunió la Corporación Legislativa. Ante ella don Carlos expresó que "la falta de auxiliares, su avanzada edad y sus achaques le impedían el pleno cumplimiento de las funciones inherentes a su cargo", y desechó con energía la reelección. En vista de esta negativa, el Congreso aclamó a Francisco Solano López para la presidencia, "quien por los servicios prestados a la Nación, se hallaba en el deber de aceptar el cargo". Solano López contestó que "amaba demasiado a su patria para exponerla a los peligros que originarían su corta capacidad y su inexperiencia; aún cuando no tenía otras dotes, tenía la muy singular de conocerse, y que siendo imparcial consigo mismo, presumía tener un valor muy escaso para el cargo". Don Carlos por su parte aseguró que bajo ningún concepto aceptaría la presidencia por tercera vez. Sin embargo, cedió ante la insistencia unánime y obtuvo un nuevo mandato por diez años.

            Resuelta la cuestión presidencial, la capital se vistió de fiesta. "Ningún año -escribe un cronista- ha hecho el pueblo demostraciones tan ruidosas (no se dice si por la aceptación de uno o por la negativa del otro). Teatros, serenatas, regatas, bailes populares, carreras, funciones religiosas, se sucedían".

            La actriz española Carmen Rodríguez actuó en la representación escénica del Tirano Banderas. La función fue a su beneficio y la dedicó al presidente, que le retribuyó con una fuerte suma en onzas de oro. Lo mismo hicieron doña Juana y el ministro de Relaciones Exteriores.

            El general López, que había entrado en el gabinete de su padre como titular de la cartera de Guerra y Marina, cortejó a la actriz española, vivaracha y salada. El mozo parecía vivir exclusivamente el júbilo de su pueblo, de sus admiradores, de sus oficiales, de su ejército. Él tenía su senda trazada de antemano hacia un fin preconcebido, su carrera y sus objetivos, sus amoríos y hasta sus hijos.

            Elisa ha poseído una gran parte de eso, pero la ha perdido. Su aislamiento comenzó en África. Entonces conservaba todavía el idioma, las costumbres, los amigos. En Asunción no tenía nada, aparte de su hijo. Francisco la tomaba por entero y él se mantenía libre. Las horas bellas se guardaba para sí. A ella la obligaba a la inmovilidad, al monótono rumiar de un solo pensamiento. Era un bello amor el de los dos, sin duda, pero en la vida de Francisco ese amor se parecía mucho a una flor en el ojal. En cambio, Elisa concentraba en él todas las potencias de su ser. Si Francisco se obstinara en alejarse, a ella no le quedaría nada en pie.

            Desde la muerte de Adelaida, el amor de Francisco parecía haber declinado. Elisa soportaba sola su pena reciente. Vivía obsesionada por las visitas de Francisco, que no se producían. Permanecía alerta, como puerta abierta al aire y al sol, en espera del ausente que no llegaba. Una noche fue a casa de Francisco y lo encontró como extenuado. Se diría que en su triunfo reciente o durante su estado en Villa del Pilar, había sido abrasado por una fiebre o por una voluptuosidad desmesurada. Elisa imaginó otra causa. Gelly había fracasado en sus negociaciones matrimoniales. Don Pedro II, emperador del Brasil, había comprometido sus hijas con príncipes europeos. Los ojos azules de Elisa acariciaron no el rostro sino el alma triste de Francisco. Lo miraba con ternura, pero él no tenía nada que darle. Ella no le demostró celos, dudas ni desconfianza. Sólo un anhelo infinito de recobrarlo. Su corazón continuaba ardiendo en el fuego de los primeros días y le entristecía infinitamente que el de Francisco pareciera ya frío e indiferente.

            "No me he aferrado nunca a una pasión después de unos días ardientes", había confesado el amado en París. Después de la inundación la marea había bajado. En la playa quedaba la arena seca y árida. Elisa tocó el fondo de su tragedia una noche en que Francisco intentó abrazarla. Lo sintió como muerto y frío. En mitad del abrazo se separó de ella y salió a la calle, miró los astros, luego los rincones obscuros como buscando un escondrijo. Después se acusó de esa indiferencia, pero en su lealtad prefirió no poner un falso ardor sobre lo que estaba yerto.

            Elisa resolvió no volver a la calle Estrella, pero se mentía a sí misma. Llevaba en el corazón la ansiedad por aquellas noches en que iba al encuentro de su amor en compañía de Alén, o de otro ayudante del general. Revivía el rubor que le inspiraron aquellas mujeres sentadas en las aceras, que la quemaron con el relampagueo de sus ojos negros, de sus dientes blancos; mujeres con camisas ribeteadas de negro, el escote dorado de collares, que desasosegaban a los transeúntes, pero que esperaban en sus casas lo que Elisa buscaba fuera de la suya.

            Encerrada en la quinta, a la espera de otro amanecer, no dormía, pendiente de los ruidos procedentes del exterior; sentada en la ventana, contemplaba la noche que colmaba el espacio y se apelotonaba sobre ella. A ratos le parecía que de esa oscuridad saldría algo que la renovaría y la haría feliz. Durante el día, permanecía horas enteras en la cama o en un sillón, con una profunda arruga entre las cejas y el alma llena de preocupaciones. ¡Qué mal soportaba la ausencia del amor!

            En súbitos arrebatos se ponía de pie y exclamaba:

            - ¡Qué pronto sobreviene el castigo de mis culpas! -pero ella estaba resuelta a expiarlas por el sufrimiento y la lealtad.

            Francisco fue a Cerro León sin avisarle. Esto aumentó su desconfianza; también el fuego interior que la devoraba. Comenzó a sentir las incomodidades de la quinta. La casa le pareció desmantelada y fria. En las habitaciones amplias y oscuras reinaba todavía la muerte. Elisa no se había decidido a guardar la cuna vacía, que revivía la imagen doliente de Adelaida. Sentía una atracción mórbida hacia el rincón donde apareció la muerte. Encerrada en el círculo oscuro de remordimientos y deseos, se rebeló contra la pasión que la consumía. Se apartó de su hijo Francisco porque tenía la sangre y el nombre del que la atormentaba. A ratos volvíase pusilánime. Temía perder al primogénito y lo sujetaba a un tutelaje minucioso. La soledad la deprimía. Su sangre irlandesa y su educación victoriana, se sublevaban contra la irregularidad de su situación, que la condenaba al aislamiento. En el fondo, despreciaba un poco a toda esa gente pueblerina, abroquelada en sus prejuicios, intereses y malevolencias. Tampoco se resignaba a la compañía de las personas de servicio, de las mediocres o descalificadas. No podía desprenderse de golpe de sus hábitos, de sus costumbres y necesidades espirituales, para acomodarse a un grupo humano que le daba la conciencia de un marcado descenso. En su soledad, sintió nostalgias de su mundo, se suscribió a revistas europeas. Adquirió libros de escritores ingleses y los leyó con avidez. Hizo traer una linterna mágica que le permitió ver de nuevo paisajes de Londres y Dublín, de Francia e Italia. Don Dionisio Lirio se frotaba las manos de satisfacción al proveer los nuevos caprichos de Madame, que contribuían a la prosperidad de su librería en la calle del Sol.

            Cuando Francisco regresó de Cerro León, fue a Salinares. Al son de la fanfarria plateresca de sus espuelas y espada, penetró en la alcoba de Elisa y la encontró más que nunca enervada, casi neurasténica.

            - No sales. No haces ejercicios y te aburres -dijo- ¿Por qué no has invitado a Wisner para jugar contigo al ajedrez? El comandante es más agradable que el viejo Escalada; además, tu español es ya casi perfecto y puedes prescindir del profesor.

            Elisa le deshizo el brillante mechón de cabello endrino, levantado sobre la frente. ¿Por qué Francisco no apartaba el espadín ni se desceñía el ajustado cinturón?

            - No vi a Escalada. No invité a Wisner, porque en tu país me odian, me calumnian, me atribuyen cosas espeluznantes. Tú mismo das pábulo a la maledicencia haciendo la corte a otras mujeres, rodeándome de espías y delatores que comentan mis menores actos.

            - Esos espías están para resguardarte y para que yo mantenga la fe en ti.

            - La fe no se busca, se posee. Un hombre de tu experiencia no debe estar sujeto a sus instintos recelosos. Si para interpretar mis sentimientos necesitas de los informes de otros, es porque desconfías de ti mismo, no me comprendes ni penetras mi amor. Te pertenezco. Sólo tú dudas de esta verdad. ¿O es que te gusta lo falso y no lo que es verdadero? ¿Prefieres lo que dicen y no lo que se siente?

            - Nos mortificamos inútilmente, Ela. Yo tengo mi verdad y si creyera que me haces trampas, no estarías a mi lado. Mientras yo tenga fe en ti ¿qué me importa lo que otros piensen?

            Solano López sonrió con graciosa picardía... Quizás no la deseara como antes, pero seguía queriéndola. Tal vez un alejamiento temporario encendería nuevas ilusiones.

            - ¿No te agradaría ir a Buenos Aires? Un viaje te distraerá. Volverás con menos inclinación a pelear. Te acompañaría Alén u otra persona de confianza. Nolasco Decoud te ayudará en tus compras.

            "Quiero que me acompañes tú", pensó Elisa. No se lo dijo, pero le agradeció que le permitiera ir y venir sin agravios.

            - He pensado adquirir muchas cosas que hagan más agradable este desmantelado caserón -replicó.

            - Tendrás a tu disposición la suma que quieras. La única dificultad estriba en la persona que te acompañe. Aquí las señoras no salen solas. Hasta las más viejas llevan su escolta de mulatas.

            Elisa miró hacia el parque. Allí estaba Paulino Alén, fusta en mano, conversando con otro ayudante del general. Largo rato detuvo la mirada en el rostro sonrosado, en los cabellos casi rubios a la luz del sol, El mozo erguíase grácil y majestuoso, como si otorgara un don con sólo dejarse ver.

            - Ven a mí, Ela -pidió Francisco. Se diría que había penetrado los pensamientos de Elisa. Ella se refugió en sus brazos, no precisamente en busca de amor, sino más bien demandando protección contra el encanto de Alén.

            Elisa no había confesado toda su intención. Se le había ocurrido que el viaje a Buenos Aires le serviría de piedra de toque. La verdad exacta saldría de aquel distanciamiento. Al regreso de sus ausencias temporales. Francisco parecía cada vez más indiferente. Sus sentimientos quizás cambiarían si ella se alejara, si fuera a un escenario distinto donde pudiera escoger de nuevo, donde otros ensayaran los resortes secretos... No imaginaba que el azar le ayudaría en sus propósitos.

 

 

25

 

            El conde Alejandro Meden no se había informado de la exacta geografía de Asunción. Desconocía el estilo de vida que primaba en la ciudad. Imaginaba quizás una capital con parques y sitios de diversión, donde podría encontrarse con Elisa en         el teatro, en la plaza, en el club, en tiendas o en la misma morada de ella. Después de un vagabundeo por calles enarenadas, por iglesias en penumbra, resolvió escribir una carta. Le pedía a Elisa que lo recibiera en su casa.

            Envió la carta por intermedio de su ayuda de cámara, el portugués Luis Manuel Silvero, que regresó con el sobre cerrado.

            Meden no se desanimó. Se hizo conducir a la quinta, jinete en un  caballo alquilado al hotelero. Areco lo recibió en el portón y fue a comunicar a Madama que "un extranjero quería verla".

            Elisa titubeaba aún para contestar, cuando vio en la puerta la arrogante figura de Meden. Se alejó Areco. El conde tomó la mano de Elisa y la cubrió de besos. Después de echar un vistazo a la habitación, dijo:

            - No suponía que una dama de su calidad y belleza se resignara a vivir en un ambiente desolado y pobre. Creo que mi llegada ha sido oportuna. Pondré fin a su confinamiento en este rincón salvaje.

            - Que es de mi agrado.

            - No intente ocultar la verdad. Usted vive prisionera, apartada del mundo, sujeta al capricho de un déspota ignorante, caprichoso y disoluto. He venido a liberarla.

            - Me han dicho que venía a explorar el río Tebicuary y a visitar las ruinas jesuíticas.

            - ¡Patrañas! Lo dije para burlarme de los facinerosos disfrazados de gendarmes, que me acosaron con preguntas y me siguen como sabuesos a todas partes. Este país es la China americana. En ninguna otra parte he hallado mayor hermetismo ni mayor hostilidad hacia el extranjero. Estos López son más absolutistas que el Zar de todas las

Rusias. Sus secuaces me han molestado desde que dejé el Río Negro, barquichuelo incómodo y sucio, como su nombre. Ayer estuve a punto de ser encarcelado; me liberé gracias a una carta de recomendación de mi prima, la princesa Trubeskoy, dirigida al generalito López. No me pareció caballeresco usarla, pero era el único medio de evitar las mazmorras -Meden sacó del bolsillo un reloj de oro con profusos diseños en relieve, miró la hora y preguntó-: ¿No me invita usted a almorzar?

            Elisa sintió el choque de mil sentimientos contradictorios. Como ella guarda silencio, Meden agregó:

            - Usted sufre y calla por orgullo.

            - No aventure opiniones absurdas.

            - Es suficiente mirarla para comprender su estado de ánimo. Nunca he visto expresión más triste que la suya. Se explica. Europea, refinada y culta, no puede sobrellevar la estrechez en una aldehuela sucia, entre palurdos, sin distracciones, privada de todos los pequeños detalles que embellecen la vida. Debe ser usted muy desgraciada, señora.

            - La soledad es grata.

            - Queridísima, nada que rompa las normas habituales de una vida, resulta agradable. Usted no ha nacido para hortelana. Vuelva a su mundo cuanto antes.

            - Aquí estoy creando mi mundo, conde.

            - Se está consumiendo de hastío. Malgasta su juventud, destruye su belleza, pierde su elegancia, todo lo que vale en una mujer. He venido porque la adoro sin suponer que la encontraría en la más inicua esclavitud. Ahora que comprendo su suerte no regresaré sin usted. Parece anestesiada por el temor y la impotencia, paloma ante la serpiente. El que la sacrifica, no es un caballero y no merece consideración alguna.

            - Le ruego que no diga desatinos.

            - Hablemos claro. Cuando mi ayuda de cámara me procuraba un caballo para llegar hasta aquí, le advirtieron que la aventura podía costarme la vida. Esa amenaza avivó mis ansias. Arriesgando la vida llego hasta usted y sólo muerto la dejaré en la ignominiosa situación en que se halla. Supongamos que no la amara locamente; serían suficientes mis sentimientos caballerescos, la solidaridad con las personas de mi clase y de mi mundo para exponerme por su salvación. Su belleza me ha inoculado un dulce desvarío. Hubiera muerto de tedio, si no hubiese resuelto venir a Paraguay. Usted me quitó el gusto hacia otras mujeres. En ningún lugar de Europa he hallado algo que me distraiga. La imagen de usted me obsesionaba. Mis amigos se aburrían en mi compañía. Mis victorias amorosas servían sólo para recordarme mi única derrota. Por fin, mi prima, la de Morny, me aconsejó que viniera a buscarla para poner fin a mi desventura. Mi dicha está en sus manos.

            Elisa se pasó la mano por la frente. Los zafiros de sus anillos ponían toques azulados en el oro de su pelo. Recordaba que Francisco después de unos días ardientes se había alejado poseído de indiferencia; sus palabras le resonaban en los oídos: "Nunca mis amores sobrevivieron a unos días plenos de pasión"... El la rechazaba, pero ella no podría imitarlo, porque un hijo gravitaba sobre su vida.

            - No estoy sola, conde -acertó a decir, confundida y triste. Señaló a Isidora que salía con Panchito en brazos.

            - Ese querido monigote no me inquieta -Meden sonrió complacido a la evidencia de que Elisa había ganado en ternura y belleza. Descubría en su persona detalles encantadores, algo fresco y jugoso que lo excitaba y atraía.

            Elisa se estremeció al comprender la magnitud de aquel amor, la fuerza de aquel deseo. Sintióse halagada; pero, ¿qué hacer con esa adoración? Meden pretendía arrasar su presente, el que ella construía con duro afán. El ruso acaudalado y audaz pasaría muy bien sin ella. En cambio, su hijo la necesitaba. Francisco se manifestaba ya liberado, si ella vivía aún sujeta a la tiránica servidumbre de su pasión. En su alma no cabía un adarme de amor para otro hombre. No era de las mujeres que reparten sus afectos; tampoco Francisco era de los que comparten los suyos. Unos días de diferencia en los encuentros, en Argelia, hubieran quizás desviado el curso del destino. Pero lo ocurrido no podía ya deshacerse, y el presente se tejía con su carne, con su alma y con su voluntad de permanecer fiel al padre de sus hijos. Destejerlo significaba desgarrarse a sí misma. Cada hebra la tenía en su fibra, en lo más hondo, extendida por todo su ser.

            - Le agradezco sus propósitos, conde, y me permito recordarle que las mujeres de su mundo, no me refiero a las rusas en particular, sino a las del continente europeo en general, son diferentes de las irlandesas. Nosotras somos fíeles en amor -sonrió con gracia alada. Su voz era dulce y digna. Meden admiró su entereza, la hondura de su convicción.

            - Es usted la mujer más a propósito para fascinar a un hombre como yo - confesó, enamorado más que nunca.

            Elisa miró por la ventana hacia el parque, hacia las nubes. Su rostro adquirió una expresión de lejanía, de ausencia, que le reveló a Meden la lenidad de sus pretensiones.

            - ¡Locura! -exclamó él. No quería persuadirse de que Elisa desoía su demanda; que su viaje, su voluntad de vencer, la fuerza de su pasión y de sus ilusiones, no pesasen en la balanza a su favor. Su aspiración crecía a medida de los obstáculos. Sabía que Elisa vivía resguardada y a él le agradaban los peligros. Había hecho una apuesta con pasión, abierto el corazón a la violencia y a los riesgos. A fuer de buen jugador, se obstinaba en su empeño y vagamente esperaba alzar la ganancia, el amor de esa mujer que le exasperaba los sentidos y penetraba en las profundidades de su alma.

            - Querida, no pierdo la esperanza de convencerla. Es más de mediodía, ¿me invita usted a almorzar? -insistió.

            Al otro lado del cerco una carreta pasó chirriando. Parecía que rodaba en el mismo sitio como una noria. El carretero hostigaba a los bueyes. Meden y Elisa se miraron, inmóviles, como si para ellos el tiempo se hubiese detenido. Elisa dejó de oír el ruido de la carreta, en cambio, percibió el galope de un caballo. Le latió con violencia el corazón y rogó a Meden que se fuera. La turbación de Elisa exaltó al conde.

            - ¿Teme que su carcelero la encuentre con un caballero? ¡Y pretende hacerme creer que no vive amedrentada! Se miente a sí misma. No se atreve a escaparse, porque el miedo la ciega y sobrecoge. Le espanta pensar que si lo intenta y la atrapan, la estaquearán y la dejarán morir al sol, como dicen que acostumbra hacer el zopenco que aquí hace de amo, con los esclavos que se fugan.

            - Cállese usted, por favor.

            - ¿Teme que la comprometa? Precisamente he venido a incitarla a la rebelión, a decidir su evasión. Usted disimula mal el sufrimiento. Está enflaquecida. La neurosis la mina, tiembla y palidece al menor ruido.

            - ¿No dijo que me encontraba más atrayente que nunca?

            - Sin duda. No me cansaría de besarla. Es usted adorable, pero digna de compasión. Una temporada en la Riviére le devolverá salud y la alegría de vivir.

            La haré dichosa; prenderé fuego en sus labios y vida en sus venas. La salvaré.

            - ¿De qué me salvará usted?

            - De usted misma. De su indecisión, de su miedo enfermizo, de su apatía y forzado renunciamiento. Le prodigaré todo lo que abrillanta la belleza de una mujer. Mi devoción cambiará su suerte. Creo que hasta llegaré a raptarla por su bien.

            - Hemos dicho tonterías, conde. Adiós -Elisa tendió la mano en ademán de despedida.

            Meden apretó con violencia el brazo de Elisa; ardía en sus ojos una expresión de mando y adoración.

            - ¿Cree usted que he cruzado el océano y medio continente sólo para cambiar unas palabras con usted? ¡Se equivoca! No renuncio muy fácilmente a lo que deseo. A fuer de personas inteligentes y experimentadas, creo que usted y yo llegaremos a entendernos. Volveré esta noche; confío en que me esperará.

            Meden regresó a la ciudad con vagas esperanzas. Interpretaba la reserva de Elisa como una resistencia que haría más grata la victoria. Sonrió displicente cuando su ayuda de cámara le comunicó que esos hombres descalzos que los seguían, habían estado vigilando la quinta.

            En el hotel de Juan Bertrand, en la calle Igualdad. Meden almorzaba sin ganas. Apartó la mirada de su plato cuando el hotelero le dijo, en francés, que un miliciano le traía un pliego de parte del jefe de urbanos.   

            Silvero, el ayuda de cámara portugués, tradujo el contenido de la nota para su amo:

            En nombre de Su Excelencia el Presidente y Jefe Supremo de la República, se comunica al señor conde Alejandro Meden, que se le cancela el permiso de exploración del río Tebicuary, así como de las visitas a las ruinas jesuíticas, y se le acuerda permiso para embarcarse en el Río Negro esta misma noche". Fechado 9 de abril de 1857. Firmado: Francisco Fernández. Jefe de urbanos.

            - Muy bien. Obedeceré -prometió Meden.

            - Tengo orden de acompañar al señor ahora mismo hasta el barco. Tiene tiempo de recoger los objetos de su uso personal. Debo dejarlo a bordo bajo custodia -replicó el ordenanza. En la calle esperaban seis soldados.

            Meden se hizo repetir la orden por su traductor Silvero.

            - ¡Mil rayos los partan! -exclamó en ruso-. Aquí impera un bárbaro peor que Gengis Khan.

            Esa noche Elisa se puso polvos de arroz en las mejillas, vistió leves muselinas, cerró las puertas, apagó las luces y se tendió ante la ventana abierta. La brisa traía el profundo olor del parque. Entre naranjos, las luciérnagas marcaban sus pasos de danza con fosforescencías verdosas. En la cubierta del Río Negro, Alejando Meden paseaba nervioso, luchaba contra los mosquitos, miraba las luces rojas de las barcazas y cerraba los puños, poseído de su amor golpeado y de un insensato anhelo de retorcer el cuello a más de un hombre.

            Solano López llegó a Salinares, con el espadín al flanco, brillante y bien perfumada la barba endrina. Elisa miró el duro pliegue de la comisura de su boca y trató de penetrar sus pensamientos. Lo único, que descubrió, fue que el amor no estaba allí.

Nada se dijeron. Como las antenas de una hormiga entre el césped. Francisco tanteaba en busca de la verdad. Su debilidad y su fuerza, ese amor propio que no era el amor, se oponían al viaje que en mala hora había prometido a Elisa. Descartarlo equivalía a defenderse de antemano de algo inexistente todavía, especie de cobardía inadmisible para su entereza. Favorecerlo sería poner la viruta cerca del fuego. No pediría nada mejor el ruso a quien creía suprimir con no pronunciar su nombre. Ahogó una duda indigna: la complicidad entre Meden y Elisa. Demasiado sabía que el conde llegó de improviso, ya después de haberse programado la ida a Buenos Aires. Sobre Meden todo se había dicho entre Elisa y él en París. Su sentido de equidad era tan fuerte como su orgullo; no le gustaba hacer trampas. La verdad era que Elisa necesitaba apartarse por un tiempo de la triste casona, del ambiente de duelo, y de la enervadora chismografía. Francisco sostuvo con ella un largo diálogo irónico e inconexo, como un explorador que descubre la maraña de una selva. Su infalible instinto le permitía encontrar una Elisa entera, sin tapujos, exigencias ni segundas intenciones, una Elisa dispuesta a lo que él decida.

            Resultaban ridículos sus prejuicios y sus dudas. Si algún riesgo se corría con la separación valdría la pena afrontarlo. Sin ser fatuo, tenía la seguridad de ser amado, y le fascinaba la idea de poner a prueba a Elisa. En una ocasión esa muchacha de ojos azules había pasado el océano a una señal suya. Por segunda vez pulsará su poder sobre ella. Conocía bien a las mujeres y tenía el arte de dominarlas. Sabía que, lejos o cerca, Elisa le sería fiel. Cuanto más libre la hiciera, más atada la tendría. Si esto no sucediera, sería la hora de cortar las amarras. Su cuerpo joven y delgado, en esos instantes más que nunca, necesitaba de las galopadas a caballo, de las noches en los campamentos bajo las estrellas, del torbellino de los días claros, disfrutados sin cortapisas. Entre tanto, Elisa hallará placer en ir de una tienda a otra, adquirir telas y joyas. Después volverá renovada.

            Impartió órdenes al cónsul del Paraguay en Buenos Aires para que "atendiera generosamente a madame Lynch, que estuviera dispuesto a cumplir lo que ella ordenara y le diera cuenta de sus pasos".

            "No por desconfianza, pensó López al firmar la carta. Tan sólo para desarmar a los calumniadores". Tampoco permitió que Paulino Alén la acompañara. Escogió al alférez Andrés Herrero, joven imberbe, para que le sirviera de paje, y a Leandra Franco, la gorda cocinera, como dama de compañía.

            Elisa permaneció más de seis semanas en Buenos Aires. Sufría porque Francisco no le escribía. Sentíase abandonada. Arrastrada por el sufrimiento iba por las calles sola, como una niña perdida en la gran ciudad. ¡Ah! ¡La soledad de las mujeres desilusionadas, paseando su tristeza entre rostros desconocidos...! Una noche halló una carta sobre la mesa, en su dormitorio. Era de Francisco y le urgía el regreso. Sintió arder la sangre en las mejillas; sus manos temblaron al recoger las ropas, ordenar los objetos y arreglar los baúles. Volverá a Asunción; esperará de nuevo a los mensajeros de Francisco y oirá la voz de él en los cuartos oscuros, en las horas secretas de intimidad y de sumisión.

            El viaje de regreso, a bordo del Río Negro, el barco detestado por Meden, resultó agradable para Elisa. Se ganó la amistad de don Francisco Doria y de don José Guido, hermano de Tomás, ex ministro argentino en Asunción, que viajaban en el mismo barco, así como Pablo Mantegazza, médico italiano que se proponía ejercer su profesión en el Paraguay.

            Francisco la recibió con tierna emoción. Los dos experimentaron nuevos arrebatos, impulsos de pasión exclusiva, que la llenaron a Elisa de dulzura.

            Un amanecer, a la incierta luz de las estrellas, al despedirse Elisa para regresar a la quinta. Francisco le advirtió que viajaría en breve a Buenos Aires, a cumplir una misión de paz. Las provincias argentinas en armas luchaban entre sí. A pedido de los beligerantes, el general López iba a tratar las bases de un entendimiento entre los adversarios.

            Cuando Francisco se ausentó de Asunción, Elisa se sintió como abandonada en una isla desierta. Todo se hundía de nuevo en la oscuridad. La sombra caía sobre ella así como sobre su aposento colmado aún de los zumbidos de la pasión. Había regresado a Asunción atraída por el sol de su vida, por esos torrentes de caricias que la dejaban como alucinada, hambrienta y seca de sed. La cegadora luz de estas imágenes la inquietaron durante las noches largas, en las tardes agotadoras en las que en vano esperaba noticias de Francisco, cuyo silencio duraba demasiado. Terrible silencio que precipitaba el alma apasionada por caminos de martirio.

            Elisa fue a la calle Estrella, y revisó los diarios amontonados sobre el escritorio de Francisco. Cada uno de ellos traía un juicio laudatorio para el general López. La Paz, periódico redactado por Lucio Mansilla, se refería al "sentimiento de gratitud de que es poseído el pueblo de Buenos Aires, respecto del caballero misionero de paz, el joven brigadier, general don Francisco Solano López". El general Urquiza, jefe de uno de los bandos beligerantes, ofrendó a López la espada que resplandeció en Cepeda, triunfante sobre sus adversarios; su alocución terminó con las siguientes frases: "Debo recomendar nuevamente a la más elevada estimación los esfuerzos por la paz del ilustre mediador de Paraguay... Ninguna demostración de gratitud por parte de la gran nación argentina sería demasiada para honrar su amistad. La ciudad de Buenos Aires le debe una palma". Tribuna, decía: "Esté caballero ha hablado a los beligerantes en lenguaje persuasivo; y su carácter conciliador y accesible ha contribuido a desvanecer más dé un recelo y a despejar los negros nubarrones que oscurecían el horizonte político de Buenos Aires". El Comercio del Plata, afirmaba: "Hay criaturas sobre cuyos destinos derrama sus bienes la Providencia a manos llenas; y a veces esas criaturas no son felices, porque el infinito no se alcanza en este mundo. Al brigadier general López lo ha colocado Dios en la más bella posición que pueda ambicionar el hombre para sus goces; pero el general López, naturaleza noble y perfectible, necesita algo más que las riquezas, que el halago de la fama, necesita la gloria verdadera, y tiene ahora la más bella de la historia. Sudamérica ve bautizada la paz con su nombre".

            El gobernador de Buenos Aires entregó al general López una "corona de laurel con sesenta hojas, de cada una de las cuales pendía una cinta con tarjeta de las patricias argentinas". Las damas porteñas lo obsequiaron con una joya simbólica, "un tronco de oro macizo sobre el cual se posaba una paloma de perlas finas, que llevaba entre su pico tres cintas formando los colores de la bandera paraguaya".

            Juan Pablo Lynch, quien había ido a Buenos Aires de maquinista en el barco, a su regreso, informó a su hermana Elisa que los triunfos diplomáticos y políticos exaltaron la fibra juvenil del general López. El misionero de la paz había inquietado con asiduas atenciones a la hija del gobernador de Buenos Aires, Luisa Lavallol, blanca, bella, sonriente, de muchos recursos y mucha personalidad. El entusiasmo de los jóvenes hizo mucho ruido. Se comentó que el general pensaba en el matrimonio, que no parecía desagradar a la muchacha ni a los padres, a juzgar por la cordialidad del gobernador con el pretendiente.

            Gelly y Wisner ratificaron las versiones de Juan Pablo. Elisa hizo un examen de conciencia. No era de las que dejan el campo libre sin luchar, ni de las que pierden el tiempo en lamentaciones. Joven, necesitada de amor, estaba dispuesta a defender su dicha. Encaró la crisis pasional de Francisco y se reconoció culpable. La tristeza que le ocasionó la muerte de su hija, la dejó sin vivacidad ni brillo. Francisco exigía vitalidad y exuberancia, climas jubilosos y vibrantes. Si no organizaba el marco de su vida de acuerdo con las inclinaciones del amado. Elisa vislumbraba una sola solución, su regreso a Europa. Esto sería su derrota. ¡Cómo se alegrarían doña Juana Carrillo, las Marcó, las Barrios, los Bermejo! Y ¡cómo sufriría ella!

            Para un hombre como López, el amor requería la magnificencia que abrillanta la vida. Nada de lágrimas, suspiros ni duelo por una pequeñuela muerta. Elisa debía tender sus manos ardientes, asir la alegría y desparramarla en torno suyo. Renunciar a ciertas reservas y entretener nuevas esperanzas. Saltar esclusas, jugar un juego cruel.

            En el torrente impetuoso de imágenes e ideas, concibió un mundo masculino, que giraba en torno a ella, fascinado y tentador. Lo pondría en una balanza para que López bajara el otro platillo con sus celos, su egoísmo, sus despóticas ideas de posesión, de yo, yo. ¿Por qué un mundo y no un hombre? Pensó en Alén y un estremecimiento le recorrió la espina dorsal. ¡No! Nunca alargará los brazos hacia esa fuente de límpidos goces, que completaba su dicha. "No se juega con la seriedad moral de Alén, pensó, con su amor ideal pleno de ternura y estimación".

            Elisa necesitaba de la admiración de muchos hombres, a fin de recuperar la devoción de uno solo. Emprenderá un simple juego, trastrocará papeles, hará una pequeña trampa que le permitirá recuperar su tesoro, el amor profundo y delicado, que debía florecer en su vida liara siempre.

            Para resolver su conflicto se apartará un poco de la propia lealtad, ' . de sus complicados prejuicios. Enfrentará a los censores. Prescindirá de la opinión del presidente, de su mujer y de sus hijos (les reconocía el derecho de intervenir en la vida de Francisco), pero desafiará a los otros, hasta a los más reticentes. Reunirá en su casa a las personas más agradables de Asunción. La alegría sustituirá al sufrimiento. Por los medios más sutiles, intentará aprisionar de nuevo al bravo muchacho que clavaba sus espuelas en los ijares de su caballo, avizorando lejanos horizontes.

            Se acercaba el cumpleaños del general, que se había ido a Paraguarí, a rendir un homenaje al recuerdo glorioso de sus antepasados, sacrificados en la triunfal batalla de Cerro-Peró contra las huestes del general Belgrano. Elisa decidió pedirle a Wisner que la ayudara a preparar una fiesta para el 24 de julio.

            Francisco Wisner de Morgenstern, coronel de infantería en el ejército húngaro, había llegado al Paraguay con la misión brasileña presidida por Cabrita, para explorar la parte norte del río Paraguay. El presidente don Carlos le encomendó una historia de la dictadura de Gaspar Rodríguez de Francia. Miembro corresponsal de la Sanidad Imperial y Real de Geografía de Austria, Wisner dirigía, con el grado de capitán del ejército paraguayo, la construcción de los baluartes de Humaitá y el embellecimiento de la ciudad de Asunción. Ayudó también a Elisa a montar su casa de acuerdo con las exigencias de su espíritu refinado y culto.

            La antigua mansión del ex gobernador Velasco, chata y arruinada por fuera, cobró esplendor por dentro. El salón principal, de más de cincuenta metros cuadrados, fue transformado en un teatro para aficionados. En los techos, guirnaldas y alegorías pintadas al fresco, cortinas de damasco y muselina en geometría persa. Altos búcaros de cristal con flores simbólicas de Irlanda, rosas inglesas y trébol escocés. El piano en un ángulo; la caja de música sobre una consola. Elisa hizo distribuir profusamente las invitaciones impresas en cartulinas de cantos y letras doradas. Anunciaba que en el cumpleaños del general se cantará por primera vez el himno que fue dedicado al presidente don Carlos por su autor.

            Ataviada de gro de Nápoles, blondas de Francia y guirnaldas rococó sobre amplio miriñaque, enjoyada de zafiros y diamantes. Elisa esperó a sus invitados a la hora señalada. Los caballeros la saludaban con timidez. Parecían acobardados por la furia familiar que dejaron atrás. Si el oportunismo había impulsado a los más audaces, los llamados del decoro acallaban en ellos todo conato de generosidad. Los semblantes huraños revelaban la resistencia contra la irlandesa consumida por la soledad y un gran amor. A causa de este amor las mujeres no se le aproximaban. A causa de ese amor los hombres pretendían mancillarla, aún cuando ella los mirara con la fría serenidad de sus ojos azules. Esa misma frialdad provocaba una rebelión que no se podía invocar, porque sus quejas no era posible presentarlas a Dios ni decirlas a los hombres. El perjurio que no admitía solución en la sociedad de la época, era la cuestión más debatida, el motivo más serio, que hacía fruncir los labios a las mujeres ambiciosas, a los hombres que han declarado la guerra política a la dinastía de los López. ¿Cómo, por qué, la extranjera ha osado invitar a su casa, a familias distinguidas, a maridos correctos, a esposas honestas? Elisa rompía las normas impuestas a las mujeres de su clase.

            Los paraguayos estaban acostumbrados a respetar a esas señoras obesas, sin cosméticos ni corsé, que daban la impresión de ser inconmovibles, de que no llegarían jamás al desmoronamiento moral. De ese mismo desmoronamiento se tenía una idea precisa. Dentro de la inconducta se admitía una conducta preestablecida e inviolable. Se toleraban las uniones ilegítimas a condición de que ellas no rebasaran el círculo de misterio, de lejanía, de ambigüedad en que flotaban. Señores respetables apadrinaban a los hijos ilegítimos, llamaban comadres a las madres de esos niños, pero no dejaban entrever que conocían a los progenitores. Recibían a sus comadres y a sus ahijados a la hora del atardecer; los hacía entrar por el portón destinado a dar paso a los esclavos y a las bestias. Conversaban con ellos en guaraní, despreciativamente. Las mujeres humilladas, los niños azorados, revelaban en el acento, en las actitudes, un bochorno sin término, una tristeza de vencidos. La luminosa personalidad de Elisa, defraudaba, enturbiaba, todo lo que hasta entonces parecía inalterable y claro. La gente que no admitía en ella ninguna verdad, que tomaba por engaño y ficción hasta su amor, porque ese amor se manifestaba de modo extraordinario, esa gente se oponía a que Elisa asomara a la luz, que se mantuviera a cierta altura, sostenida por el poder de López, también por su personalidad cautivadora.

            Si Elisa se hubiese limitado a vivir oscuramente, el hecho de haberse apartado de su marido, no hubiera creado resistencia. El conflicto se originaba no precisamente en la ilegalidad de su estado civil, sino en la trasgresión de las normas usuales. A la mujer de ese tiempo no se le reconocía el derecho de elegir. Contra las prohibiciones de la moral y de los códigos, Elisa se había abrogado ese derecho. Eligió y optó por el elegido. He ahí su culpa.

            Las únicas damas que asistieron a la fiesta de Salinares fueron: doña Carmelita de Speratti, la señora Peixoto de Spalding, Rufina Salduondo y Zoila Alén.

            El músico Dupuis, uno de los franceses de la extinguida colonia Nueva Burdeos, ejecutó en el piano la música compuesta por él para la letra del himno, que el comandante Barrios y el farmacéutico Parodi cantaron. Al terminar el coro, los hombres irrumpieron en vivas al general López y a los que entonaron el canto a la patria.

            Dupuis ejecutó una balada; Elisa lo acompañó. Su dulce voz de contralto desgarró la leve muselina de penumbras. Las miradas convergían sobre su rostro, miniatura esmaltada bajo el lacre dorado de su pelo irlandés. Los hombres movían la cabeza al ritmo de la canción. Venancio López sonreía enajenado;

            Paulino Alén se refugió en el rincón más oscuro para ocultar su emoción. El general López, solitario cerca de la ventana, miraba ya hacia el parque desdibujado por una teoría de sombras, ya hacia la joven cuya voz en trémolo se deslizaba en suaves escalas.

            En el patio, hombres y mujeres, arrebujados en ponchos y chales, empinados sobre la punta de los pies descalzos, esforzábanse por divisar lo que ocurría en el salón. Isidora Díaz y Areco, vestidos al modo de los criados de las casas irlandesas, servían champaña y confituras.

            Elisa puso fin a su canto. Don Ildefonso Bermejo, en su cómica actitud de primer actor, se le aproximó. Verboso y declamatorio, hizo elogios hiperbólicos de la fiesta, de la voz de Madame. Ante el general López ostentaba siempre su amplio ademán de adulador.

            Venancio López estrechó la mano de Elisa, diciéndole:

            - Mi país hizo algo que me parecía imposible: aumentar su belleza. 

            Natalicio Talavera recitó unos versos. Paulino Alén, que sentía gotear en su alma la adoración, punteó la guitarra y cantó:

           

            Ojos pardos y negros son los comunes;

            los de mi amada los quiero azules.

 

            Los amigos de Alén le atribuían una novia inglesa que lo esperaba en Richmond.

            Elisa conversó con Talavera sobre la instalación de un teatro de aficionados en su salón. Don Ildefonso anunció que tenía unas piezas teatrales para estrenar. Elisa dio a entender su predilección por el teatro clásico y romántico: refirió que había entrado en trámites con una compañía española, del mejor teatro de Buenos Aires, para que actuara en Asunción. Venancio López cortó la conversación invitando a Elisa a bailar el chotis ejecutado por la orquesta.

            Desde que el cuerpo amado se dibujó en el espacio, aprisionado por Venancio, Solano López experimentó un nuevo vértigo. Elisa le producía un delirio divino. Ambos se miraron con deslumbramiento nuevo, ¿para qué la música, las voces engañosas, la fiesta, las mundanas sonrisas? Nada tenía valor como la simiente fuerte que llenaba el alma de los dos, ese amor sensual y tierno, dulce y exigente, que resucitaba impetuoso, dominador, y alteraba el joven cuerpo de Francisco, que no había perdido la memoria de los besos de Elisa.

            Las velas se consumían, esparciendo un ligero olor a miel silvestre. Elisa dormía todavía en la amplia cama dorada. Sus cabellos ponían reflejos rojizos en el azogado del espejo. No estaba vestida; tampoco desnuda. López contempló las finas caderas, los hombros de líneas puras, los dientes blancos que asomaban entre los labios. El cuerpo largo revestido de transparentes encajes tenía un aspecto virginal. Sus dibujos vagos así como el aroma emanado de aquel cuerpo quemaban la imaginación e iluminaban el deseo.

            - Aún es bella -murmuró- y yo casi he olvidado su belleza -hizo jugar los cabellos a la luz, y agregó-: ¡Cómo la quiero!

 

 

26

 

            Un día llegó a la quinta de Salinares, Sambra, el asistente del general López, conduciendo a una niña como de diez años, flaca y pobremente vestida. Sambra desmontó del caballo, dejó la niña en tierra y entregó a Elisa una carta de parte del general López. La carta decía: "Elisa: Recibe a la niña y consérvala contigo. Tiene mi sangre. Te quiero. -F."

            Cuando se retiró Sambra, Elisa hizo sentar a la niña a su lado, le alisó el pelo y le dio un pañuelo para que se limpiara el rostro. La niña se llamaba Rosita Carreras; tenía nueve años y los brazos magullados. No recordaba cuánto tiempo pasó viviendo en lo de doña Juana Carrillo. Un hermano más pequeño se criaba con su abuela materna. Su relato confirmó las informaciones recogidas por Elisa. La presidenta, doña Juana, trataba con rigor a sus servidores. Los castigaban a pan y agua por el menor motivo (el pan era un puñado de maíz tostado) Los azotaba o los hacía azotar por faltas más graves y les obligaba a trabajar de sol a sol. Era muy avara, a pesar de sus ostentosos repartos de monedas a los niños en los cumpleaños de don Carlos. Se murmuraba que las monedas se las proporcionaban el marido o los hijos, y que ella se guardaba la mitad. En su casa los criados jóvenes andaban casi sin ropa; los viejos usaban una especie de taparrabos de cuero o de fibras tejidas. En invierno o en verano dormían en el suelo, sobre retazos de pieles de vaca. Rosita dormía al pie de la cama de doña Juana, que la despertaba con un bastón a cualquier hora de la noche. La niña servía mate a la señora y a las hijas. Más frío o más caliente, con más o menos yerba que la exigida por las consumidoras, la verdad es que el mate raras veces satisfacía a las damas, las cuales a menudo usaban el recipiente de plata como proyectil contra la pequeña.

            Doña Juana fumaba puros como sus hijas; los prendían en el ascua que Rosita traía de la cocina o de un brasero de plata, en una cuchara del mismo metal. Si la cuchara se calentaba, la niña tenía que aguantar el ardor, hasta que doña Juana o sus hijas prendieran fuego a sus cigarros.

            La última falta de Rosita consistió en la rotura de una fuente y la pérdida de postre contenido en ella. Doña Juana increpó a la niña; en el instante en que se disponía a castigarla, llegó el general López.

            El mozo no se arrodilló, como de costumbre, para recibir la bendición de la madre. Le dio los buenos días y se apresuró a sujetarle la mano que empuñaba una lonja de cuero. Doña Juana pugnó contra la presión del hijo. La mujer encolerizada y el joven vibrante eran de una misma substancia; también la niña temblorosa. La fuerza secreta de la sangre empujaba al mozo ya de un lado, ya del otro, y lo hacía vacilar. De pronto, Francisco se sintió invadido por lo recuerdos de mil vejámenes infligidos por su madre a él, y a otros en su presencia. Comprendió que la voluntad despótica de doña Juana pesaba demasiado desde hacía tiempo, sobre su alma. Una llamarada de rebelión lo despojó de toda sumisión impuesta por el deber o por el hábito, y avivó su instintiva indignación a la defensa de los débiles.

            Doña Juana era fuerte. Resistió el apretón de su hijo con ventajas. Escupió palabras tremendas y libró la muñeca aprisionada.

            - ¡No le pegue! -exclamó López.

            - Toma tú también, por entrometido -gritó doña Juana con voz sibilante como el chasquido que cruzó el flanco del general.

            - ¡Basta! ¡Basta! -repetía López, con el cuero enrollado en su brazo, mordiente como una víbora. El dolor aumentó su compasión hacia la víctima. Decidido a dominar la situación, sujetó con todas sus fuerzas a doña Juana, la desarmó, la rechazó hacia el ángulo del aposento y a otro hemisferio de su ser. Al instante sintió como el comienzo de una vida tumultuosa y nueva, un odio fuerte, punzante como una lanza y una ternura que lo fundía por dentro. Se apartaba de la raíz para asir el fruto, sentíase padre. Tomó a la niña en brazos y se dirigió hacia la puerta.

            - ¡Al infierno con los bastardos que traes al mundo! ¡Al infierno tú también! -gritó doña Juana, frotándose la muñeca.

            El general se retiró con la niña en brazos. Por primera vez Rosita experimentaba una presión afectuosa y protectora, que ella recordaría algún día.

            Elisa pasó tiernamente los dedos por el pelo de la hija de Francisco, observó sus grandes ojos de color topacio, la nariz remangada, los incisivos un poco salientes, y le dio amplia entrada en sus afectos.

            El teatro de aficionados organizado por Elisa, lesionó los intereses de don Ildefonso Bermejo y decidió a adelantar el estreno de su comedia Un paraguayo leal, dedicado al presidente don Carlos y a su esposa.

            Bermejo delineó el teatro dirigió la ubicación de los palcos, improvisó escenario, tramoyistas y apuntadores. En la noche del estreno se presentó vestido de negro como en un funeral, leyó un mensaje al presidente y destacó el nacimiento del teatro paraguayo bajo la era de don Carlos.

            En el palco principal, adornado de banderas y hojas de palma, se ubicó el presidente de la República, vestido de civil, chaleco de seda, corbatín y sombrero de copa, que no se quitó durante la representación. Don Carlos no disimuló su aburrimiento, durmió hasta que terminó la función; lo mismo hizo su esposa, engalanada de seda color café, rosario de oro al cuello, arracadas de topacio y un abanico rojo lentejuelado de media vara de largo. Las hijas de doña Juana, visiblemente irritadas por la presencia de Elisa en el palco fronterizo, dirigían a la joven miradas furibundas, sin que por eso dejaran de admirar su atavío. En un palco, a la derecha del que ocupaba el Presidente, pulcro, irónico, rodeado de jefes y oficiales. Francisco Solano López sonreía.

            La pieza de don Ildefonso, endeble y sin gracia, no agradó al público. El autor seguía las prácticas de sus colegas extranjeros que desean congraciarse con los gobernantes sin otro fin que el de medrar; se presentaba como el descubridor de las excelencias del pueblo y las ponía de resalto de modo vulgar. Bermejo escribió después otra comedia. La llave y el sombrero, que dedicó al general López. El fino sentido crítico de los paraguayos recibió la obra con una suerte de desprecio bufo. Personalizó el protagonista burlado en el propio autor. Al aspirante a comediógrafo no le inquietó la opinión pública. Lo esencial era guardar los pesos recaudados en boletería, además de los regalados por López en premio por haber dedicado las obras.

            Elisa, que tenía sus días vacíos, se ocupó de la organización de su teatro. Llevó a escena las mejores piezas de la época de indecisión literaria, en que se fluctuaba aún entre lo romántico y lo clásico: El Castillo de San Alberto, Juan Sin Tierra, Don Juan Tenorio, Las inundaciones de Paris... Un mundo de gente acudía a sus salones. Ella comenzó a experimentar el placer de la curiosidad, el de agradar y de atraer, el de ganar voluntades, establecer relaciones con personas de calidad, aunque superficiales y monótonas, pero que poblaban su soledad.

            El consejero brasileño José María Paranhos asistió a una de esas representaciones y se retiró penetrado por los encantos de Elisa.

            El consejero Paranhos había venido a retribuir la visita del plenipotenciario José Berges y a tratar la cuestión de límites. Su misión  no obtuvo el éxito que cabría esperar de tan consumado diplomático, porque traía la consigna de dar al gobierno paraguayo motivos suficientes para romper la paz. Sólo de este modo se justificarían después las pretensiones brasileñas cada vez más exigentes y ambiciosas.

            Antes de salir de Asunción, el ministro Paranhos ofreció una recepción a bordo del Paraguasú, buque de guerra brasileño en el cual viajaba.

            Esa tarde Francisco fue a la quinta de Salinares. Encontró a Elisa exaltada, plena de interrogantes. Le tomó las manos y le preguntó:

            - ¿Qué te ocurre?       

            - Quisiera tu asentimiento para concurrir esta noche al baile que da el ministro brasileño -contestó ella, y quedó anhelante. Francisco hizo un gesto ambiguo.

            - Me tienes descuidada y me aburro -agregó Elisa.

            - Cuídate del aburrimiento, es el peor consejero de la mujer.

            - ¿Me dejas ir? -insistió.

            - Asistirán el Presidente y su esposa -replicó él.

            - Lo sé. Pero ellos se retiran habitualmente antes de medianoche.

            - Si tú te resignaras a ir después que el Presidente y su familia se hayan retirado, no habría inconvenientes.

            - ¿Dispondré del coche?

            - Toda vez que lo deje libre la familia del presidente.

            - ¿Cuándo tendré un carruaje para mi uso exclusivo?

            - Cuando quieras. Encarga uno a Bedoya.   

            - Gracias, mi Francis.

            - ¿Quién te acompañará esta noche?

            - Zoila Alén.

            - Diré a Wisner que venga en el coche a buscarte. No te quejes si la fiesta no te resulta agradable. Ya que estás de baile, te dejo para que te embellezcas.

            En la pasarela del barco, Paranhos recibe a Elisa. La conduce al buffet a través de salones y pasillos profundamente iluminados. Beben champaña y bailan juntos.

            Elisa luce "un traje de tul plateado con tres faldas superpuestas, guarnecidas de encaje con hilos de plata recogidos y sujetos a distancias iguales por finísimas guirnaldas de plata. Un aderezo de esmeraldas y perlas completan su tocado". Ella esperaba ver a Francisco y se asombró al saber que él se había retirado con sus padres.

            Al observar Elisa a los oficiales de la marina brasileña, comprobó la depurada técnica diplomática de todos ellos. Callaba, sonreían de modo sibilino al rechazar o admitir lo que se decía, sin dejar traslucir sus propios pensamientos.

            Cuando Elisa dejó el barco, tocaban diana en los cuarteles. Marineros brasileños con antorchas alumbraron su desembarco. A la salida de la ciudad una patrulla salió al paso del coche. El oficial preguntó:

            - ¿Quién vive?

            - República -respondió el cochero; daba el santo y seña.

            - ¿Qué gente? -insistió el oficial.

            - Ministro Paranhos, madame Lynch y el capitán Wisner -contestó el mismo Wisner.

            - Alto a la patrulla -ordenó el oficial; metió el rostro en el carruaje, alumbró con su farol a los que se hallaban dentro y continuó con sus preguntas:

            - ¿De dónde vienen?

            - Del baile en el buque de guerra brasileño -confirmó Wisner.

            - Adelante -ordenó el miliciano.

            El vehículo continuó su marcha. Se detuvo frente a la morada de Elisa y los ocupantes descendieron; primero Paranhos, después Wisner. Entre los dos la bajaron a Elisa casi en andas. Zoila fue detrás de ella.

            Paranhos besó la mano de madame con un poco más de avidez de la que hubiera permitido el riguroso protocolo lusitano. Wisner repitió el gesto con mayor respeto. El cochero vio, "al ministro brasileño que besó a madame" y llevó el dato a doña Juana, que convertía en espías a sus servidores.

 

 

27

 

            Desde la noche en que Elisa, del brazo de Paranhos, paseó su belleza a través de los iluminados salones de Paraguasú, fue tocada por el anhelo de nuevos triunfos. Esta criatura veinteañera, sensible y bella, se sintió atraída por los animados bailes que terminaban al toque de diana, por las regatas, por las cenas al aire libre iluminadas con hachones de luz de Bengala.

            Acuciada por tragicómica situación que perturbó al mismo Napoleón: la del "poder ilegítimo que ambiciona ser considerado por el poder legítimo", quiso concurrir a los mismos lugares donde discurrían los miembros de la familia gobernante.

            El general López no la disuadió, confiado en que ella conquistaría a la sociedad que él dominaba. Pero su conducta era desconcertante. Delante de extraños adoptaba una careta de indiferencia como un mudo reproche a la presencia de Elisa. Esta actitud engañaba a los adversarios y les permitía exhibir su malevolencia. En ese ambiente hostil, Elisa, continuaba al acecho de la alegría que se le escapaba o que recogía áspera y mezclada de rencor. Acudía a las fiestas del "Club Nacional" presidido por su más fuerte adversario, Benigno López: llegaba después de haberse retirado el presidente y su familia. En un ángulo del salón quedaba de pie, chispeante de joyas y de ingenio. Las damas linajudas se retiraban al divisarla. Otras se limitaban a demostrar que no la veían, sin que por eso dejaran de seguir la moda de sus vestidos, de sus adornos, de su tocado.

            Elisa merecía el primer puesto, pero las leyes civiles, sociales y eclesiásticas le negaban el derecho que sus encantos le otorgaban.

            Desde que acudió a fiestas, entró en liza con adversarios nuevos. Ya no eran solamente las amigas de la Garmendia, impacientes porque se prolongaba el apasionamiento del hombre necesario a sus planes. Formaban legión las que se veían disminuidas por su belleza y elegancia: las hijas de doña Juana Carrillo, las esposas de los funcionarios públicos que concurrían al teatro de Salinares, las empobrecidas familias españolas agitadas por doña Purificación de Bermejo, las solteronas que suspiraban atadas a las buenas costumbres. La gente que ha pasado la mayor parte de su vida bañando velas, fabricando bizcochuelos y rosquetes, preparando procesiones y velorios, se indignaba, hacía la señal de la cruz y murmuraba imprecaciones cuando, al cerrar las ventanas, antes de ir a la misa del alba, oía rodar el carruaje de Madama Lynch, de vuelta de las saraos.

            A nadie escapaba que esa beldad era una persona importante cerca del hombre que llegaría a ser presidente del Paraguay algún día. Los advenedizos que la rodeaban, se jactaban de su benevolencia y daban lugar a rencillas callejeras que de algún modo repercutían sobre la reputación de ella. Los hombres casados eran los más desprovistos de consideraciones, porque sus mujeres los acuciaban con sus preceptos restrictivos y sus rencores. Hombres insignificantes que representaban a grandes países, vivían turbados por la envidia de sus esposas vanidosas y crueles; en los casos en que tenían que explicar a sus gobiernos el retardo o el fracaso de sus negociaciones, defendíanse echando la culpa a la influencia poco noble de Elisa Lynch.

            Las mujeres de la época sin espiritualidad ni cultura, sentían crecer su animosidad contra la joven que hablaba de literatura con Natalicio Talavera, ensayaba música con Parodi y Dupuis, jugaba al ajedrez con Wisner o aprendía dicción e historia con el maestro Escalada. Elisa no hallaba encantos en la conversación de las amigas que la rodeaban, sencillas, con espíritu de servidoras, más que de compañeras. Su preferencia por la compañía masculina asustó a la mojigatería.

            Toda mujer superior gana la amistad de algunos hombres a costa de la enemistad de muchas mujeres. La española que dictaba normas de moral y necesitaba apartar de sí la atención pública, se apresuró a atizar los comentarios que circulaban respecto de los caballeros qué visitaban a Elisa. Lo que hubiese ocurrido en Argel o en París, resultaba ahora insulso y remoto. Lo importante era lo que pasaba dentro del fresco recinto de la quinta de Salinares. En un mundo nebuloso, de visitas vespertinas, de charlas en los atrios, la maledicencia se arrastró en puntillas, pérfidamente, sin que la luminosa figura de Solano López influyera para desvanecerla, ni psicólogo ni historiador alguno tratara de aclararla. Ninguno se detenía a pensar que López, que no toleraba el menor atentado a los derechos ajenos, jamás soportaría el menoscabo de los suyos. Con la protección de López cualquiera podía subsistir en el Paraguay. ¡Ay del que perdía esa protección! Más que nadie, ¡ay de Elisa que no contaba con otra!

            Entre los hombres de aquel tiempo, ninguno era más fuerte ni más seductor que Solano López. Ninguno más ingenioso ni más hábil para hechizar a una mujer. Nadie atraía más ni era más capaz de inspirar idolatría. Lo que él decía, era ley; lo que hacía era indiscutible. Manejaba un ejército y una fortuna inagotable. Era árbitro de la voluntad que elegía. Su sonrisa era un regalo, su amistad, un talismán. La muchedumbre lo aclamaba, la sociedad se ponía de pie ante él, los enemigos le temían, las mujeres hacían lo imposible para atraerlo. Una amabilidad suya encendía una estrella. Su ceño engendraba una tormenta. Su jerarquía se destacaba en los más pequeños actos de su vida. Le interesaba toda obra perfecta. Emanaba de él a raudales esa fuerza protectora que las mujeres aman tanto. ¿Quién intentaría alejarse de un hombre así, de influencia tan embriagadora?

            Cuando, insatisfecha y herida, sentía que su espíritu giraba del odio al amor, del ansia a los celos, de la irritación al despecho, se refugiaba en su secreto. Entraba en un sueño y evocaba la figura que resplandecía en las sombras: Paulino Alén a caballo junto a ella, temblando como si tuviera tercianas. Jamás se miraban, pero los dos se veían. Ese amor envuelto en melancolía, disfrazado de amistad demasiado ardiente que abrasaba, preservaba a Elisa del desengaño, la salvaba de la desesperación y le inspiraba desprecio hacia la murmuración. Pero su gloria estaba en el amor de López, que la quería con sus instintos malos, celos y egoísmos; con sus virtudes fuertes, nobleza y generosidad. El general oía las calumnias y las despreciaba, sin dejarse aprisionar por su pasión. Cada vez que se inclinaba sobre Elisa, le daba la impresión de que en ese instante se le entregaría definitivamente; pero se erguía de nuevo, empenachado de orgullo sombrío, de ese orgullo que era dínamo de su personalidad un tanto jactanciosa, como la del halcón que de vez en cuando prueba las fuerzas de sus rémiges potentes.

            Elisa sufría al chocar contra esa armadura. Comprendía que, por grande que fuera la necesidad de su corazón, debía contentarse con lo que Francisco le daba y convertir lo ínfimo en inmenso, a fuerza de amor.

            Las uniones no se basan en los encantos de las personas ni en el carácter. Se mantienen por la voluntad, por la decisión de tenerse para siempre.

            Elisa se daba, Francisco... también, a su manera. No había contrato ni compromiso religioso que los atara. Los espectadores de esa unión esperaban que ésta desapareciera, porque la miraban como una locura. No comprendían que este espejismo de locura o de crimen contribuía a mantener el pacto. La desconfianza de los otros infunde confianza a los aliados. Lo que espanta a los demás, lejos de extinguir, aviva la llama del mutuo amor. Además, Francisco tenía sus armas: con un solo ademán de sus manos podía proporcionar a Elisa una felicidad que otro hombre no le daría con toda la sangre de sus venas. Contra aquel amor y esa felicidad se estrellaban las calumnias.

 

 

28

 

            Doña Juana Carrillo de López juzgó que había llegado el momento de intervenir en los asuntos privados de su hijo Francisco.

            Doña Juana desconocía penas y remordimientos, ternura y compasión. Su rostro expresaba únicamente voluntad decidida a vencer. Enfrentó a su hijo con energía:

            - No conforme con lo que ha pecado por esos mundos de Dios, la Lavincha viene a escandalizar aquí con su conducta. Esa mujer te traiciona con tus amigos, con tus allegados y hasta con tus sirvientes.

            - Concretamente, ¿con quiénes?

            - Con Francisco Fernández, con el comandante Wisner, con el ministro Paranhos, con tu administrador José Solís.

            - Madre, usted debe escoger mejores informantes. Les paga y no le dan nada en cambio. Yo le diré algo más interesante y verídico. Vigile a Inocencia, tiene usted un vecino peligroso. La conducta de su hija es más importante para usted; yo me cuido solo y no pierdo de vista lo que me interesa.

            - Tonto de remate, juguete de una perdida.

            - Eso dicen mis enemigos, los que pretenden desvalorizarme ante mis iguales, ante los gobernantes que serán mis pares algún día.

            - ¡Dios todopoderoso! ¿Piensas en el gobierno viviendo aún tu padre? ¿Sabes lo que eso significa? ¡Es imperdonable!

            - Imperdonables son las calumnias que usted recoge para mortificarme.

            - A mí me mortifica la vida que llevas. Esa mujer debe irse del Paraguay.

            - No haré nada para dar gusto a mis enemigos. Mi policía es mejor que la del presidente, porque yo le pago más. Convénzase usted, señora, de que nada de lo que dicen es verdad -Francisco se encaminó hacia la puerta.

            Doña Juana fue detrás de él, diciendo:

            - Gastas con ella cuanto posees. Hasta le has puesto un coche que no tengo yo, la esposa del Presidente. Cuando se adueñe de todo lo tuyo, se irá con otro.

            Doña Juana tenía una sola moral, la riqueza; un solo asidero, los bienes materiales.

            - Mi fortuna me pertenece y no proviene de ustedes que la han dilapidado más que yo. Madre, perdóneme si esto le molesta y escúcheme. Usted tiene otros problemas familiares más importantes. Yo hago lo posible por evitarle disgustos, pero de ciertos asuntos debe encargarse usted misma. Por ejemplo de la conducta de sus hijas. Los reproches y agravios, amargan nuestras relaciones. Me resulta penoso que envenene usted lo ratos que paso en su casa. ¿No cree más prudente que deje de visitarla? Así evitaremos discusiones inútiles.

            - Las mujeres perdidas siempre separan a los hijos de los padres -doña Juana se ahogaba de cólera-. Mi deber de buena cristiana me obliga a señalarte el camino que debes seguir. Si tú no reconoces tus faltas y las de esa mujer, allá tú. Yo he cumplido con Dios y con mi conciencia. Tus pecados se cargarán a tu cuenta y no a la mía. No cesaré de pedir a Nuestro Señor que ilumine tu espíritu y que encuentres una mujer como Dios manda.

            - Cada uno tiene su destino -López se despidió de su madre; salió a la calle arrepentido de no haber sido más franco en la conversación. Había silenciado todo lo que sabía respecto al comandante Barrios. No se sorprendió de que su madre no viera claro en el asunto. "Ella tiene energía pero no entendimiento", pensó.

            Doña Juana no imaginaba que Barrios, al comprar una casa contigua a la vivienda de la familia López, buscaba el medio de estrechar el cerco en tomo a Inocencia.

            "Como se retiren los centinelas de la cuadra, ocurrirá cualquier escena bochornosa", pensó López.

            Ya a caballo, Francisco irguió la cabeza; le indignaban los juegos viles de sus parientes y adversarios, alineados en el ataque contra Elisa y contra él. Los reproches en nombre de la religión y de las buenas costumbres obedecían simplemente al deseo de molestar y de herir. Las reacciones hostiles de apariencia moralizadora, ocultaban el propósito de torcer el destino de Francisco y evitar su ascensión. Él no se engañaba. Frío y sensato, se atenía a su propia clarividencia y a los informes de su policía secreta. Sus amores hubieran pasado inadvertidos, si él hubiese vivido en su estancia de Burro yguá. Pero Elisa tanto como él atraía demasiado la atención para que se la pudiera olvidar. La veían aislada y pretendían derrotarla. Petrona Decoud y Manuela Otazú, las amantes de Benigno y Venancio, eran toleradas porque en la ficticia estructura social asunceña, contaban con extensos vínculos de sangre; pero Elisa no tenía parientes ni amigos devotos que acallaran a los maldicientes.

            Bien dispuesto siempre hacia su madre, le perdonó las manifestaciones de su rencor; desdeñó las tolvaneras intrascendentes del mundillo asunceño; pero su orgullo se sublevó ante una idea: Elisa no debía creer que amar a Solano López implicaba humillaciones y cuidados. Comprendió su deber de acallar a los censores. Penetró en lo hondo y emergió de nuevo. Conocía el modo de mantenerla bajo su estrella, pero aún no se hallaba dispuesto a sacrificarle sus privilegios. Que Elisa no sea herida, pero que él permanezca libre. Nadie se desprende fácilmente de sus prejuicios. En lo íntimo Francisco se reconoció pusilánime. En la contradicción de ideas y sentimientos, percibió una clara luz: Elisa resistía con nobleza. Era fuerte, por eso la amaba.

            La floreciente economía de don Ildefonso Bermejo no sufría quebrantos. Últimamente había hecho venir de España a uno de sus hermanos, para que atendiera su negocio de lotería, establecido en sociedad con José Berges. Las ganancias que obtenía con la representación de sus piezas teatrales, arrojaban sumas que no eran despreciables; pero el teatro de aficionados creado por Elisa Lynch le quitaba público. Además, murmurábase que el general López le cerraría las puertas del Teatro Nacional porque la repetición excesiva de piezas aburría a todo el mundo. Para conservar sus privilegios, recurrió a su mujer.

            - Purita -dijo-, haz penitencia. No niego que tu amiga Pancha satisface tu curiosidad, pero soplan malos vientos y se impone un cambio de frente. Abandona tus melindres, acércate a madame Lynch. Intenta una política de entendimiento. Eso nos reportará utilidad y provecho; tú sabes la ascendencia que esa mujer tiene sobre el general López.

            Doña Purificación montó en cólera. No podía cambiar de actitud de la noche a la mañana. Su dignidad, su educación le exigían conservar la distancia entre ella y esa adúl...

            - Ataja tu lengua, Pura. Necesito que trates con amabilidad a doña Elisa.

            ¿Conocerá don Ildefonso el secreto de su mujer? Pura piensa en sus calaveradas; no las tiene visibles como la Lynch, pero son calaveradas al fin.

            Ella no se dejó llevar por la agitación. "La nube de verano cargada de electricidad" lo veía todo superficialmente y a su imagen. Sus infidelidades conyugales eran para ella como un cambio de luces o de mantones de Manila. Variedad y colorido, nada más. Desconocía la probidad irlandesa de Elisa, sus inflexibles nociones de orden y entereza. Si alguna de las dos debía desdeñar a la otra sería la franca, la de instintos sanos, la que realmente experimentaba pasión y dolores.

            Doña Pura ocultaba a medias sus desórdenes afectivos. En la pequeña ciudad pocos ignoraban lo que el marido probablemente conocía. Se le atribuía más de una aventura. Su propio marido daba pábulo a las murmuraciones. Don Ildefonso no tenía escrúpulos en contar que "no pudiendo apagar las prendas y tocados de su mujer, los aceptaba como obsequios del comisionista Olivera". Sus amigos no creían en el desinterés de Olivera, y cargaban las retribuciones a cuenta de doña Pura.

            El matrimonio Bermejo-Jiménez se desquitaba en Asunción de sus años de estrecheces. En su quinta de Parirí, recibían al pequeño mundo distinguido de Asunción, preferentemente a españoles o hijos de españoles. Los agasajaban con melosas palabras, chistes y anécdotas, más que con vinos y bocados. El concurrente más asiduo a esas reuniones era el poeta de voz agradable y manos delicadas. Natalicio Talavera, que recitaba versos apoyado en el respaldo de una butaca y llenaba de luz a doña Pura. Ella reía y conversaba con Talavera sencillamente, como si los dos nunca hubiesen juntado los labios con pasión, o como si no estuviesen ansiosos y febriles -él menos que ella- por hallarse a solas y sin testigos.

            Los dos iban a Areguá, en el tren de las cinco de la tarde, bailaban en los altos del edificio de la estación del ferrocarril, se perdían en los bosquecillos aledaños y regresaban a la ciudad a las ocho o nueve de la noche, más irritados que satisfechos, batallando por concertar otra entrevista para el día siguiente.

            Doña Pura pasaba por un estado pasional que le encendía la carne y le debilitaba la voluntad. No trataba ya de ocultar sus desvaríos, Sinceramente creía que sus experiencias no ponían en peligro la estabilidad conyugal. Para el caso que don Ildefonso quisiera campear por sus fueros, ella se reservaba un argumento infalible. En cierta ocasión su marido le había dicho: "Pon buena cara al generalito López, tú sabes hasta dónde puede llegar". Doña Pura, un poco por dar gusto a su marido, más por dárselo a sí misma, puso muy buena cara al general. Desgraciadamente él no lo advirtió o no halló atractivos en ella. La señora culpó de su fracaso a Elisa y la odió más. El cambio de frente que su marido le aconsejaba, reanimó su oculto rencor. Aproximarse a Elisa significaba dar un mentís a sus pasadas afirmaciones caprichosas y, lo peor, rendirse a la mujer odiada. Pero ¿cómo rechazar el papel que su marido le encomendaba? Bermejo tendría sus razones y a ella tocaba obedecerlas.

            A su regreso de Areguá en el tren de las ocho de la noche, doña Pura recorrió los coches simulando buscar un asiento. En el compartimiento ocupado por Elisa, había un lugar libre, precisamente frente al de ella. Allí se ubicó doña Pura y entabló conversación con Elisa. Le ofreció libros de París y de Madrid, le habló de teatro y de fiestas, le prodigó toda clase de zalamerías y prometió visitarla. No demoró mucho para presentarse en la quinta de Salinares, cargada de confituras, sonrisas mentirosas y charla insustancial.

            En los comienzos de estas relaciones, Elisa se mostró reticente y desconfiada. Doña Pura lo notó y multiplicó sus atenciones. Se cuidó de Panchito, organizó fiestas y paseos en honor de madame. La acompañó durante los días que precedieron y sucedieron al nacimiento del tercer hijo de Elisa. Hizo tanto, que se ganó su confianza.

Elisa, agradecida, la escogió para madrina del pequeño Enrique Venancio Víctor, llamado así en homenaje a Enrique Víctor Lynch, padre de Elisa, y al coronel Venancio López que actuó como padrino. El niño fue bautizado el 12 de octubre, en la Catedral, por el presbítero Pablo Benítez. Siguió una fiesta en la quinta de Elisa. El padre Fidel Maíz, uno de los invitados, no concurrió y censuró a Benítez "por haber accedido a la invitación".

            En el año 1859 se iniciaron acontecimientos desagradables para don Carlos Antonio López. Después de un embarazoso incidente de alcoba, previsto por Francisco Solano, Inocencia López se casó con el comandante Vicente Barrios, contra la voluntad de su padre. Pocos días después, falleció repentinamente el anciano obispo diocesano don Basilio, hermano mayor de don Carlos, lo que permitía al presidente aunar en sus manos el poder temporal y espiritual. El 11 de enero el gabinete de Washington exigió al gobierno paraguayo una satisfacción a los reclamos promovidos por los informes de Hopkins, representante en Asunción de una compañía de navegación de los Estados Unidos de Norteamérica, que se creyó lesionado en sus intereses.

            El presidente, ya entrado en años, lastimado por el quebranto familiar, encontró apoyo en la energía y claro entendimiento de su primogénito.

            El general López recibió del Presidente de la Confederación Argentina, don Justo José de Urquiza, un ofrecimiento confidencial de colaboración, para un arreglo amistoso del incidente suscitado entre el país del Norte y el Paraguay. La mediación fue aceptada. El general Urquiza llegó a Asunción a bordo del Salto de Guayrá, acompañado de su esposa e hijas. Hospedó con su familia en la casa de Saguier. El general Urquiza logró dar un sesgo favorable a las negociaciones.

            En la Catedral de Asunción se confirmó la hija menor de Urquiza y actuó de padrino el general López. A bordo del barco de guerra paraguayo Tacuarí, regresó la familia Urquiza a Entre Ríos. Fue despedida en el puerto por el presidente don Carlos y sus hijos Francisco, Venancio y Rafaela. Ya en su país, Urquiza escribió que había encontrado en el Paraguay "un gobierno decidido a una resolución heroica y una reunión considerable de elementos militares, dispuestos a defender hasta el último trance la dignidad nacional. El inmenso poder de la nación americana debió encontrarse con la fuerza y la voluntad de un gobierno altivo de sus fuerzas nacionales". Y afirmó "que los informes de Hopkins a los Estados Unidos eran de la mayor exageración".

            Desvanecidas las calumnias de Hopkins, don Carlos quedaba en posesión de una victoria sensacional: el restablecimiento de la amistad con los Estados Unidos y la fuerte vinculación con el mandatario argentino. Sin embargo los ánimos se mantenían consternados, Durante la permanencia de los ilustres huéspedes "se había descubierto que en Asunción había gente lista para un pronunciamiento; que, si algunos de los conjurados se hubiesen animado a disparar un tiro, hubieran sido asesinados los López y Urquiza". En esta conspiración había un trabajo del Círculo Duliamarca, que preparaba en Brasil el abatimiento de la monarquía y que, en Buenos Aires, se hallaba formado por los socios de los clubes "Grito Paraguayo" y "Libertad", con ramificaciones en Asunción. Los miembros de esos clubes hacían una gran campaña periodística contra "la dictadura que pesaba sobre el Paraguay. Acusaban a los López de ineptos. Del presidente decían que "arruinaba al comercio con sus grupos de colectores de impuestos, con derechos aduaneros muy altos". Los socios de esos círculos, unidos con los enemigos del general Urquiza, organizaron el atentado que había de producirse en un baile o en el teatro.

            Los hermanos Gregorio y Carlos Teodoro Decoud, resultaron ser los principales complotados. Consignatarios de los bergantines Paraguay y Bermejo, adeudaban al Estado y al cónsul paraguayo José Brizuela, fuertes sumas en oro. El triunfo de la conspiración les permitía cancelar sus deudas.

            Después de un minucioso proceso de investigación que puso en claro la cuestión, Carlos Teodoro fue ejecutado. Los otros cómplices: Gregorio Decoud, Santiago Canstatt, Luis Cálcena y José Mongelós, fueron indultados. Aparecieron también comprometidos Feliciano y Lázaro Decoud, Ildefonso y León Machaín, Vicente Valle y Fernando Corvalán.

            En el mes de mayo, pocos días después de estos sucesos que perturbaron profundamente el ánimo de don Carlos, venía éste de su quinta de Ybiraí a la capital, conducido en el alto carruaje de cuatro ruedas, curiosidad arqueológica de los tiempos del último gobernador español. Hacía frío y don Carlos tenía abotonado hasta el cuello el levitón gris. El sombrero de copa, con ancha cinta tricolor, hacía más visible el pendular de su cabeza exánime. Los brazos se le caían inertes a lo largo del voluminoso abdomen. El cochero no se atrevía a tomar ninguna disposición. Isidora Díaz lo vio pasar por la calle Recoleta y corrió a llevar la noticia a madame. El general, que por rara coincidencia hallábase esa mañana en casa de Elisa, montó a caballo y alcanzó el vehículo que marchaba hacia la ciudad. Entregó las riendas de su caballo a uno de los guardias del presidente, hizo parar el coche, se ubicó al lado de su padre y ordenó al auriga que continuara adelante.

            Rechinaron cerrojos y goznes. El viejo coche colonial penetró en el patio de la residencia presidencial, que fue la morada de Rojas de Aranda. Se bajó a don Carlos en brazos de seis hombres y se lo condujo a la cama, el lecho de altas columnas en el cual don Lázaro entregara su alma a Dios. Se envió el coche de vuelta a Trinidad para traer a doña Juana Carrillo y a sus hijas. El general López llamó al doctor Barton.

            Llegó doña Juana Carrillo muy dueña de sí, con ánimo de imponer, como siempre, su voluntad. Se opuso a que Barton se hiciera cargo del enfermo; prefería a su compadre don Juan Vicente Estigarribia, que curaba con las recetas y procedimientos del famoso médico Mandutti: diagnósticos por el orín, medicamentacion herbácea, sinapismos y sangrías. Además, Estigarribia era el único que conocía los humores de don Carlos y las necesidades de su organismo. Sin consideración hacia el doctor Barton, doña Juana dispuso que su marido fuese atendido por su compadre. Los hijos se pusieron del lado de la madre. La autoridad del general López no fue suficiente para vencer la oposición al doctor Barton, quien se retiró mohíno, dejando a don Juan Vicente instalado en la cabecera del enfermo.

            El ataque de apoplejía de don Carlos no era de ningún modo tranquilizador. El enfermo no reaccionaba a los sinapismos. Don Juan Vicente se vio en la necesidad de solicitar la colaboración del doctor Barton. Como doña Juana no cedía, el coronel Venancio propuso otro médico, el escocés Guillermo Stewart, que se había refugiado en Asunción después del fracaso de la colonización británica en Corrientes.

            Físicamente, don Guillermo era toda una curiosidad. Alto de talla, rostro pecoso, cabellos rojizos en opulento desorden, una pipa permanente entre los labios escamosos, presentaba una extraña mezcla de gentleman y de negociante impaciente por amasar fortuna. Hipócritamente escrupuloso, con aires de suficiencia, don Guillermo, a pesar de su cortesía exagerada, no había logrado aún hacerse de clientela distinguida y pudiente. Más de una vez había llegado a las puertas del general López, ofreciéndose para asistir a alguno de sus hijos, pero el general prefería al doctor Barton. Si no fuera por esta preferencia, Stewart no hubiera merecido la aprobación de doña Juana.

            Don Guillermo no respetó la susceptibilidad del viejo médico de la familia; lo relegó a los corredores, sin más ocupación que la de tomar mate y charlar con doña Juana. La suficiencia de Stewart era arrolladora, pero no infundía entera confianza. Doña Juana, en su avaricia, pensaba en los honorarios de este hombre, que no vacilaba en llevar ante los estrados de la justicia a sus clientes para cobrar el precio de sus servicios profesionales.

            Stewart se presentaba a la señora presidenta sonriente, débil y fuerte a la vez, esforzándose por ganar terreno paso a paso. Ponía en juego la paciencia, la flema de su raza. Revestido de ficticia bondad; rondaba a la dueña de casa, a quien temía porque sabía que era tenaz como él.

            Don Carlos no recobraba la salud. La hemiplejía lo dejó con la boca torcida hacia la derecha y una mano temblorosa. Sus fuerzas físicas y morales, profundamente quebrantadas, requerían un largo reposo. Atento a las indicaciones de sus médicos, resolvió ir al campo a fin de conseguir su restablecimiento. Designó vicepresidente en ejercicio de la presidencia a don Mariano González; otorgó a don Venancio López el cargo de comandante general de armas y él se retiró con su esposa y su hija Rafaela a la quinta de Trinidad.

            La mala salud del presidente inquietó a los ambiciosos, a los que ocultaban sus rencores y vivían a la espera de días propicios para trabar su combate. La primera manifestación de esa inquietud fue el reclutamiento de cuatro a cinco mil hombres bajo banderas.

            - Se hacen aprestos bélicos; se arreglan fusiles y se trabaja gran número de monturas -murmuraban las gentes excitadas, y preguntaban- ¿Se espera una guerra?

            Los oficiales del general López contestaban:

            - Se ha creído oportuno reemplazar a los viejos veteranos que resguardan el orden. Los servicios públicos deben pesar por igual sobre todos los ciudadanos.

            Don Saturnino Díaz de Bedoya prolongaba sus pláticas con Bermejo, quien frecuentaba las tertulias de doña Juana. Bedoya inquiría informes sobre la salud de don Carlos, se frotaba las manos cuando se le comunicaba que Stewart mencionaba el peligro de un segundo ataque inevitable. Don Saturnino ya se creía dueño de la mano de Rafaela.

            Benigno López regresó de su estancia de Tacuatí; se decía que había recorrido los pueblos del norte, en campaña de proselitismo político. En Asunción, don Benigno se encontró con el padre Fidel Maíz, en casa de sus amigas, las de Decoud.

            El presbítero Maíz era un joven de veintiséis años, alto, de facciones finas, cabeza admirablemente formada y aire de combatiente. Egresado del Seminario de Córdoba, había ganado la estimación del presidente desde el día en que lo sacó de una perplejidad. Hallábase el sacerdote de visita en casa de doña Juana, cuando el Supremo recibió la noticia de que su hermano Francisco de Paula, se estaba muriendo en Caazapá. El padre Maíz observó la confusión de don Carlos y se ofreció para ir a aquel pueblo a prestar su asistencia al moribundo. Don Carlos aceptó emocionado. El padre Maíz llegó a Caazapá exactamente para acompañar el cadáver al cementerio. Pronunció una oración fúnebre sobre la tumba, ofició misas y responsos y regresó a Asunción. En reconocimiento de estos servicios, don Carlos lo nombró director del seminario Conciliar.

            Benigno López y el padre Maíz se habían analizado uno a otro y se juzgaron con precisión y claridad. Se reconocieron implícitamente. Podían hablar con franqueza. Por tácitos acuerdos se encontraban en casa de los Decoud los domingos, después de misa. Compaginaban la justicia con la política. El padre Maíz, dotado de simpatía e inteligencia, exponía sus puntos de vista, hábilmente, de modo irresistible. Admitía que no había tenido la oportunidad de penetrar en el espíritu del general López; pero recordaba que su tío, el obispo Marco Antonio Maíz, que en gracia de Dios sea, le dijo en una ocasión:

            - "Como maestro de filosofía y matemáticas de Solano López, me esforcé en frenar sus impulsos encabritados ante lo que él llama su destino. En vano. Él corre empujado por las energías de su fuerte naturaleza".

            - Mi hermano -replicó Benigno- se preocupa de su propio destinó y le importa un comino el de la patria.

            - Usted, don Benigno, es una esperanza para el bienestar del país. Lo veo sereno y equilibrado, inteligente y culto, uno de los pocos, acaso el único, que comprende la necesidad de dar al Paraguay un gobierno como el adoptado en los países liberales. La República debe descansar sobre el fundamento de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, que se equilibran entre sí e impiden el predominio de uno solo. La separación de poderes ha llevado a los Estados Unidos de Norte América a la etapa de florecimiento y progreso que admiramos hoy.

            - La seguridad social depende de esa división a la que usted se refiere pero a condición de que haya libertad para elegir al gobernante -replicó Benigno.

            - La libertad se obtendría por medio de la delimitación de atribuciones de cada rama del poder público procedimiento qué evitaría los desbordamientos del Poder Ejecutivo. En este país se respeta el derecho a la cultura. El gobierno de su ilustre padre se preocupa por la enseñanza primaria y secundaria, por la formación de una élite directiva, pero sin la división de poderes de nada servirá la cultura general. El gobierno caerá en manos de uno solo, que detentará privilegios y hegemonía inalcanzables para el común.

            La sombra y el silencio de la habitación, hacían más fáciles las confidencias.

            - Padre Maíz, usted y yo nos esforzaremos para hacer prevalecer los principios contra la fuerza ciega. Yo tenía necesidad de un hombre de talento y de ascendencia moral, con ideas definidas respecto de lo que nos hace falta. Con usted se puede realizar un trabajo de zapa que haga posible la conquista de la libertad. Los dos somos más inteligentes que los otros con quienes debemos luchar. Apoyémonos mutuamente.

            - ¿No será muy arriesgada la empresa?

            - ¡Nada de cobardías! Se debe actuar decididamente contra los detentadores del poder.

            - Usted tiene empuje, don Benigno -Maíz no estaba convencido de esto- y lo ampara la impunidad; pero ¿con qué cuenta para la lucha?

            - Haga usted su parte. Yo tengo mis previsiones. Por el momento, necesitamos discreción y ánimo.

            En la penumbra cómplice de los aposentos de la familia Decoud, Benigno y Maíz continuaron devanando los hilos para tejer un gobierno compuesto de tres poderes que se equilibren entre sí.

 

 

29

 

            Hacia fines del año, don Carlos, no del todo repuesto de su mal, regresó a la ciudad. Las vacaciones resultaron cortas, pero debía asistir a la fiesta del Club Nacional que presidía Benigno López y cuyo local se encontraba en la calle Palma.

            Dupuis arregló tres piezas musicales que se estrenarían en la fiesta: El clarín del Rey, La desgracia de ser bonita y el Vals del Duque de Bachesten. Indalecio Odriozola y el sargento de dragones Cantalicio Guerrero debían dirigir las bandas de música Paraí y Moá. Los cronistas de El Paraguayo Independiente, describieron después los adornos del local. Decían: "En el salón principal se colocaron doseles de terciopelo grana, sujetos a arcos sostenidos por columnas imitando mármol de Carrara, con velas doradas. En los adornos predominaban el blanco, el oro y el punzó. El efecto era deslumbrante. En la pared del fondo del salón se veía un retrato del presidente López, casi de tamaño natural. Sobre un entarimado se colocaron tres sillones de cuero repujado, de altos respaldos, destinados al presidente López, a su esposa y a su hija. La iluminación se hizo con velas a medida que se consumían, eran repuestas por los soldados. Alineadas cerca de la pared había centenares de sillas ocupadas por señoras y señoritas de trajes de seda, chal sobre los hombros, sin guantes pero con anillos en cuatro dedos de cada mano. La mesa tendida en uno de los salones, ostentaba en el centro una fuente artificial de confituras, formando cascadas".

            En su boudoir pintado de celeste, Elisa se peinaba los cabellos. La fiesta de esa noche la atraía, más aún porque no había sido invitada. De pronto, el espejo que tenía enfrente reflejó la imagen de Francisco Solano. Elisa se volvió hacia él, se puso de pie y le preguntó:

            - Dime, Francis; Benigno invitó al baile de esta noche a Juanita Pesoa y a Manuela Otazú, el amor de Venancio. ¿Por qué prescindió de mí?

            - ¿Crees que es poca cosa mi adoración? -con este halago piadoso, López quería ocultar el verdadero motivo, que Elisa parecía no reconocer.

            - Eso explicaría la actitud desdeñosa de las mujeres, pero no la de Benigno.

        Quiero ir al baile, Francis.

            - ¿Aún sin invitación?

            - Yendo contigo, se me recibirá.

            - De todos modos te expondrás a un desaire, que me dolerá a mí más que a ti. No te pongas nerviosa. Tú no debes consentir que tu dicha dependa de las fiestas sino de mí. Haz como yo. Me gustas, me siento dichoso en tu compañía y no necesito de nada más -López no percibió la tristeza de los ojos de Elisa; sólo veía sus labios tentadores.

            - ¿Jugamos un rato al ajedrez? -propuso. Elisa colocó el tablero y preguntó:

            - ¿Irás al baile?

            - Sí, Ela. A Wisner se le entrega un tintero de oro y plata en reconocimiento a sus trabajos en la construcción y decorado del local del Club. He prometido asistir al acto.

            - Tú continúas libre y yo, atada -Elisa tragó saliva cuando Francisco replicó:

            - ¿De qué te quejas?

            "De la barrera que existe entre nosotros", pensó López y sabía que esa barrera no sería franqueada, porque un gusano rojo de orgullo mal entendido y de egoísmo devoraba sus intenciones generosas, triunfaba del tiempo y dejaba las cosas al azar.

            López apartó el tablero de ajedrez: había perdido la partida. No lograba todavía dominar enteramente el juego; jugaba con mentalidad americana y le traicionaban su franqueza y sinceridad. En cambio Elisa, tenía las ventajas de conocer la serenidad y el mutismo, el arte de ocultar el semblante detrás de velos impenetrables. Sin embargo esa noche dominaba apenas su inquietud. El baile era un pretexto. Su imaginación se inflamaba por las noticias que tenía de Villa del Pilar. Ella conocía la existencia de Emiliano y Avelina, hijos de Francisco Solano y Juanita Pesoa. Emiliano cursaba sus estudios en Richmond. A Elisa no le dolía el pasado de López. "Sería absurdo juzgar a los sudamericanos según el patrón de Irlanda", pensaba. Pero el nacimiento de José Félix cuando ella llevaba un germen dentro de sí, le había hundido un aguijón hasta lo más hondo. Por la ventana abierta entraban las efímeras amantes de la luz. Elisa las apartaba del rostro y repasaba en la mente lo que le contaron del bautismo del niño, en Pilar, con la presencia de Francisco y de su Estado Mayor. El aguijón le penetraba cada vez más despiadado y el escozor le parecía más ardiente.

            Hasta ese momento, había vivido segura de que su presencia en el Paraguay había desvanecido toda intimidad entre Francisco y las otras mujeres. Esta nueva maternidad de Juana Pesoa echaba por tierra su fe. Francisco le había jurado en París que no le sería infiel con ninguna mujer en su tierra. El muy cruel trilló de nuevo el viejo sendero, recayó en el mismo surco que había abandonado por indiferencia o por hastío. Elisa se hubiera sentido menos desgraciada si Francisco se hubiese entregado a una pasión nueva. La reincidencia era la revelación de que ella no significaba ya el éxtasis, la singular y gloriosa finalidad. ¿De qué secretos resortes se valdría en lo sucesivo? Condenó a Juanita más que a Francisco. La antigua amante debió rechazar al infiel. Por dignidad y altivez, debió echar llave a su puerta y dejarlo afuera para siempre. ¿Y si Francisco hubiese empujado y entrado por violencia? Entonces le tocaba a Elisa retirarse. Asentada en su tierra, Juana Paula acechaba sin duda la derrota de la forastera para recobrar su gloria.

            "Imagina mi regreso a Europa", se le ocurrió a Elisa. Su corazón agonizó ante aquella idea, pero la rechazó. Se reconocía más joven, más fuerte, más inteligente y más bella que la Pesoa. Más capaz también de hacer la felicidad de Francisco, el muy cruel que se le escapaba. ¿Era él un hombre sin curiosidad ni imaginación capaz de recorrer viejos caminos abandonados? ¿Obedecía a impulsos momentáneos o a una íntima servidumbre? ¿Qué remedio tenía la cuestión?

            - Lo único seguro es que no mataré mi pasión. Tampoco la compartiré con otra -afirmó Elisa, casi en alta voz. Luego se mordió los labios. Sentía en las mejillas el rubor que le producía su propia debilidad. Comprendía que sólo regresando a Europa le sería posible mantener la puerta cerrada, y ella ni remotamente pensaba regresar.

            Francisco leía sus pensamientos en la frente oscurecida, en los párpados morados obstinados en ocultar los ojos, en los labios duros que echaban cerrojos a los besos. Elisa hacía un esfuerzo heroico para concentrarse en el juego que recomenzaban.

            En su alma, silenciosamente, su amor y su idealismo luchaban contra la realidad. El sufrimiento, eso era lo permanente, no la felicidad que colorea los cuentos de hadas.

            - ¿Qué piensas?, habla -dijo López. Elisa estalló en sollozos y refirió lo que sabía respecto de Juana Pesoa.

            Francisco trató de convencerla de que ciertos enredos no debían preocuparla. A pesar de toda su lucidez para penetrar en las almas, ella no había observado ningún cambio ostensible ni secreto en la conducta de Francisco. No debía imaginarse lesionada por lo acontecido casi un año atrás, en el confín del país. Francisco recalcaba esta circunstancia con cierto dejo de ironía, como el argumento más convincente para demostrar la futilidad del asunto que se discutía: Por último agregó:

            - La que me ama, debe aprender a ser infinitamente tolerante.

            - Lo comprendí hace tiempo; pero ciertas cosas no toleraré jamás. Aunque ninguno de los dos creemos mucho en la eficacia de los lazos sagrados, porque en amor no cuenta más que el amor mismo, yo dejaré de pertenecerte desde el instante en que te unas seriamente a otra mujer. Se habla hasta de su matrimonio con la Pesoa. Dime lo que hay de verdad en eso. Me debes esa verdad Francisco.

            López la miró de frente y afirmó:

            - Esa idea no me pasó por la mente -parecía irritado. Elisa frunció las cejas. ¿De modo que no era más que un esfuerzo de Juanita para reivindicar derechos? ¿O tal vez Francisco deseaba demostrar que nunca podría el terreno que había ocupado?

            - No te preocupes de lo que ocurre en Villa del Pilar. Tú reinas aquí, Asunción -dijo Francisco.

            - Mi reinado es muy precario -replicó Elisa; se adivinaba el sufrimiento el tono de la voz.

            - En mi alma existen muchos compartimientos secretos. Uno está, siempre abierto y no retiene nada. Otro más adentro, lo ocupas tú sola y aún sobran algunos más donde ni tú puedes asomarte. ¿No te es suficiente ese compartimiento exclusivamente tuyo?

            Francisco sonrió: parecía que se burlaba un poco de Elisa y que la desafiaba con la mirada.

            - Indudablemente significa algo, pero no me satisface. No puedo conformarme con una parte, cuando yo doy todo -Elisa escrutó el semblante de Francisco, sin hallar la profundidad que buscaba.

            - Déjate de bravatas -replicó él.

            - No me humilles, Francis- sentía que una brecha se abría en su corazón.

            En lo más íntimo de su ser se rebelaba contra ese orgullo de López, contra esa voluntad dominadora, contra su propia cobardía y su pasión quemante.

            - Yo quiero todo o nada -dijo. Sufría y no quería doblegarse, aún cuando en el fondo comprendía que terminaría por aceptar cualquier cosa, sin sonrojarse.

            - ¿Qué es el todo que tú pides? Recuerdo haberte dicho en cierta ocasión que te daba el lugar que me dejan mis ambiciones y mis esfuerzos. Yo tengo que cumplir mi destino, a pesar de los que pretenden impedírmelo. Tú comprendes mis propósitos, conoces a mis enemigos, intuyes los peligros, compartes mis luchas, los secretos de mi vida. Tú posees mi verdad, eso que no pertenece a ninguna otra mujer. ¿Qué te importan las mentiras, las distracciones que se prenden y se apagan?

            - ¿No será mejor que te deje solo con tu verdad? ¿Libre ante tu destino? - Elisa sentíase temerosa y desdichada.

            - Sin ti no alcanzaría la meta. Iría a la deriva de un objetivo a otro. Tú sostienes mis esfuerzos apasionados y además tú no puedes apartarte de mí.

            - ¿Por qué?

            - Porque me amas.

            - Puedo acallar mi pasión.

            Un relámpago de violencia pasó por los ojos de Francisco.

            - ¡Inténtalo! -exclamó. La estrechó con fuerza y le aplastó los labios con los suyos. En ese instante, para él nada existía en el mundo fuera de Elisa.

            Cuando Francisco se fue, Elisa sintió pesada la frente. Comprendió que en lo sucesivo se plegaría pasivamente a las situaciones que hasta entonces había rechazado. Su existencia se había roto y le quemaba la humillación. La vergonzosa entrega a un hombre que exigía más de lo que daba. Pero ya no podía rebelarse. Le resultaba imposible defenderse del encanto adherido a su piel, de lo absoluto y brillante que rebosaba en su ser. Se arrepentía de haber descubierto sus emociones íntimas. La sutil delicadeza de su pudor irlandés reprobaba las escenas de celos. Pero sentase colmada de angustia y deleite, venturosa y alegre. Su orgullo celta se derrumbaba por fin y la entregaba totalmente, con humildad y sencillez.

            Su destino era amar a un hombre excepcional, y debía conducirse con inteligencia. ¿Para qué oponerse a lo que no podía remediar? Ya que no tenía fuerzas para defenderse de sus oleadas de pasión, debía ser suficientemente discreta para tender un velo de aparente ignorancia sobre las infidelidades que no estaba en sus manos evitar. Así pensaba Elisa, extendida en su amplio lecho, solitaria y palpitante en las sombras, mientras Francisco, en el salón de baile, a través del humo de su cigarro, contemplaba con indiferencia a las mujeres.

            Unos días después de la discusión suscitada entre Elisa y Francisco, días de apacible melancolía, nació el tercer hijo varón de los dos; fue bautizado con los nombres de Federico Loel por el párroco Juan Silva. Actuaron de padrinos el doctor Barton y doña Rosario Peixoto de Spalding.

 

 

30

 

            Al caer la noche. Francisco llegó a casa de Elisa, sin más compañía que la de un ayudante, en cuyas manos dejó las bridas de su caballo. Entró en la casa y se tiró sobre un sofá. Envuelto en la oscuridad, susurró:

            - Ela, ven a mi lado, necesito de tus manos, de tu presencia suave y de tu voz. Mi padre ha muerto -después de un lapso de silencio agregó: Me parece imposible que el hombre fuerte, que por más de dos décadas ha dado al país leyes y cimiento, se haya ido de este mundo -su voz se apagó en un sollozo.

            Elisa lo besó en la frente, le pasó la mano por los cabellos y le dijo:

            - Don Carlos ha cumplido su misión. A los jóvenes toca continuar lo construido por él.

            Ante los ojos de Francisco aparecía la figura familiar, que había contribuido a modelar su personalidad. La primavera que se fundía en sus venas, de algún modo lo apartaba de la idea de la muerte. Con voz seca y ardiente dijo:

            - Mi padre se va antes de haber consolidado la paz. Los límites del Paraguay no están definidos por los cuatro costados. Las potencias extranjeras conspiran contra la independencia de la República. ¡La tarea del sucesor de mi padre será terrible!

            - ¿Por qué? Las finanzas del país son florecientes. Brasil parece menos inquieto y la oposición se debilita -replicó Elisa.

            - Pero las ambiciones crecen. El comandante Toledo teme sorpresas de parte de Benigno. La oposición trabaja por el aniquilamiento del nacionalismo paraguayo. Odios, intereses económicos, rencores oscuros, minan la estabilidad del gobierno.

            - Pero tú eres capaz y fuerte. Saldrás bien de cualquier situación, por complicada que sea -las palabras de Elisa caían dulcemente sobre el ánimo de López.

            - Gracias, Ela. Don Carlos tampoco dudaba de mi capacidad para gobernar. Me juzgaba sagaz pero no conciliador. El comandante Toledo me dijo que el finado presidente le había recomendado que me ayudara a conducir el país por el camino de la paz -tiró el cigarro sin terminar de fumarlo, se puso de pie y exclamó-: ¡Me aturde el sonar de las campanas! Imaginé que aquí no se oiría -Francisco parecía sumergido en el sufrimiento que en vano procuraba dominar.

            - Esas campanas anuncian tiempos nuevos, Francis. ¿Existen dificultades para tu ascensión al mando?  

            - No conozco el texto exacto del pliego cerrado que entregó mi padre al secretario de gobierno. El vicepresidente González se ha encargado de la presidencia de la República. Se convocará a un Congreso, cuya resolución será acatada.

            - ¿Cuándo será abierto el documento al cual te refieres?

            - Después de los funerales, que serán mañana a las diez, en la iglesia de Trinidad.

            - ¿Podré asistir al entierro?

            - Agradeceré tu presencia.

            El cortejo fúnebre de don Carlos fue presidido por el general Francisco Solano López, de gran uniforme, en el pecho las condecoraciones de la "Orden de Cristo", de Brasil; de la "Imperial Orden de la Legión de Honor", de Francia, y de la "Sagrada y Militar Orden de los Santos Mauricio y Lázaro", de Cerdeña. En el carruaje lo acompañaban su cuñado, el general Vicente Barrios, sus hermanos Benigno y Venancio. Los escoltaban veinticuatro lanceros y cincuenta oficiales.

            Antes de terminar los funerales, Juana Paula Pesoa salió del templo, cruzó el atrio atestado de gente y se detuvo en el portón. Su cuñado, el francés Policarpo Garro, que se hallaba con un compatriota, el peluquero Henri, se fue detrás de ella y le preguntó si podía serle útil.

            - No me siento bien -dijo Juana Paula-; necesito regresar cuanto antes a Asunción.

            Juana Paula era una joven lozana, rolliza, con ojos de gacela asustada. Su rostro de pulido alabastro expresaba verdad e inteligencia. Al hablar, movía la mano gordezuela y hoyuelosa. El reflejo de los topacios de sus anillos ponía rasgueos de luces en el rasgueo de su voz.

            Henri consideró que los funerales se prolongarían aún. De buena ley sería usar el coche de madame Lynch para llevar a Juanita hasta Asunción. El coche regresaría antes que terminarse la ceremonia. Garro miró a su cuñada; la con el semblante demudado y las manos temblorosas. Confuso y apremiado, aceptó la sugerencia de Henri. Llamó al cochero de madame y le ordenó que condujera a doña Juana Paula hasta su casa. Areco no se hizo repetir la orden. Su verdadero patrón era el general López. En conciencia, debía servir a las dos damas.

            Se terminaron los funerales, la emocionante oración fúnebre del padre Maíz, los responsos del Obispo y de los capellanes. La concurrencia se dispersó. Elisa, sola en el atrio de la iglesia, miraba hacia todos lados sin divisar el carruaje. Por fin, lo vio llegar. Areco explicó lo ocurrido y presentó sus excusas.

            - No tiene importancia -replicó Elisa-; pero hubieras dejado aquí a alguien que me evitara la angustia de la espera, en medio de este ensordecedor tañido de campanas.

Después del entierro de don Carlos, el secretario de gobierno convocó a una reunión a los ministros de Hacienda y de Guerra, a las corporaciones civiles, militares y eclesiásticas. Hallándose todos presentes en la sala de gobierno, el secretario abrió el pliego que contenía el decreto de don Carlos, por el cual se designaba vicepresidente al brigadier general en jefe del Ejército, ministro de Guerra y Marina, ciudadano Francisco Solano López, ministro de Relaciones Exteriores a don Francisco Sánchez y de Hacienda a don Mariano González. Inmediatamente el Reverendo Obispo Diocesano Urbieta les tomó juramento.

            El vicepresidente, ya en ejercicio de sus funciones, ordenó que se publicaran los nombramientos y se convocara al Congreso por bando, para el 15 de septiembre (don Carlos había fallecido el 10 de septiembre), a fin de proceder a la elección presidencial.

            Don Carlos conocía el antagonismo existente entre sus dos hijos mayores. Su testamento político asignaba el interinato de la vicepresidencia a Francisco, pero la presidencia dejó sujeta a la decisión del Congreso.

            Benigno López, que cultivaba solapadamente sus ambiciones presidenciales, apoyado por el círculo familiar, fincó sus esperanzas en la decisión de ese Congreso y se dedicó a ganar la voluntad de los congresales.

            La centralización política y social del Paraguay confería una gran influencia a la capital sobre la campaña. El sentido común de una minoría apática no influía en el fiel de la balanza inclinada hacia el general López, a quien apoyaban los jóvenes burgueses que aprendieron profesiones y artesanías en Francia y en Inglaterra, y que no tenían rivales en todo el país. Eran también partidarios del general los periodistas, escritores, artistas y trabajadores, la juventud ilógica pero vivaz que se abría paso por su mentalidad y esfuerzos personales. Ellos multiplicaban su retrato, divulgaban sus arengas y repetían sus anécdotas.

            El pueblo conocía las pretensiones de Benigno, pero admitía de antemano la presidencia de Francisco. En ocasión de la última reelección de don Carlos, ya se le había ofrecido la presidencia; él rehusó, haciendo de esta manera la más fuerte propaganda a favor de su joven personalidad. Los adversarios podrían tildarlo de inmaduro o vanidoso, pero ninguno podía en justicia tacharlo de ignorante o incapaz. Era innegable que su inteligencia y su actividad irradiaban y se extendían sobre todo el país.

 

31

 

            El candidato a la presidencia de la República contaba treinta años de edad. "Carecía de flexibilidad, pero era extraordinariamente simpático. Domingo de Oro agrega que era "de buena presencia, estatura más bien alta, no como su padre que era bajo y un poco rechoncho; ojos y cabellos oscuros, frente ancha, hablaba bien y moderadamente. No le faltaban los dientes. Era algo trigueño, vestía generalmente de oscuro y con mucha corrección". Nicolás Calvo afirma que era "un hombre distinguido, dotado de una fisonomía inteligente y simpática, que se ganaba la voluntad de los que lo trataban". "Su urbanidad y delicadeza de trato y su bondadoso y magnánimo corazón, recordaré con eterna gratitud", escribió el brasileño Barón de Villa Mam.

            Sano de cuerpo y de espíritu, de modales franceses y temperamento íbero-guaraní, caballeresco y experimentado en el trato con sus iguales y superiores, Solano López conocía el arte de hacerse obedecer y respetar. Adolecía de la vehemencia audaz propia de la juventud, y de un exceso de imaginación perjudicial para los que deben gobernar. En cambio, poseía conocimientos y experiencia personal de la administración pública, tanto civil como militar, y una cultura amplia, aunque no muy profunda. Hablaba francés e inglés. Admiraba y practicaba la elocuencia, la buena dicción, el arte de la rima. Tocaba la guitarra y era el mejor danzarín de su tiempo. Amaba los buenos libros. Leía hasta altas horas de la noche. Su biblioteca abundaba en libros de historia y derecho, en obras famosas de escritores franceses e ingleses; era tan rica, que después sirvió de base a la única Biblioteca Nacional. Entendía de artes, dibujo y construcciones con suficiencia bastante para discutirlos con los profesionales que trabajan para él. Su humor era naturalmente alegre, no precisamente predispuesto a la cólera, pero, si llegaba al cabo de ella, sus explosiones eran furibundas y lo dejaban deprimido y sombrío. Conocía a los hombres por su trato; los valoraba sin ilusiones y sin desengaños. Su carácter franco, leal y espontáneo, le inspiraba una aversión profunda hacia la traición. Detestaba las villanías. Vivo, radiante, nervioso, sensitivo, llevaba una vida refinada y suntuosa, pero sentíase más dichoso fuera de la ciudad, en contacto con la naturaleza.

            Los señores que se hamacaban en chiripá1 dentro de sus casonas de adobe, desconfiaban del ardoroso militar que empuñaba el látigo, montaba los caballos más ariscos y ponía las balas siempre en el blanco. Los negociantes se sentían azorados y pusilánimes ante el posible advenimiento al gobierno de aquel joven de penetración aguda, que les descubría los fraudes cuando medraban al amparo de la bonhomía de don Carlos, les exigía documentos formales y obligó hasta al propio padre a llevar legalmente la contabilidad del Estado.

            Desde las columnas de algunos periódicos de Buenos Aires los federacionistas paraguayos, emigrados voluntarios en su mayoría, aconsejaron la intervención argentina en el Paraguay, a fin de evitar que Solano López asumiera la presidencia. En la capital argentina se publicaron y se divulgaron las Cartas de un pariente de los López, firmadas con el seudónimo de "El Ciudadano Paraguayo", el mismo que había contribuido a la exaltación de don Carlos a la presidencia. Este ciudadano había pretendido casarse, con Pepita Barrios, hermana del comandante Barrios, el marido de Inocencia López. Huyó a Buenos Aires a fin de escapar de la justicia, que lo había llamado a rendir cuentas de los fondos y joyas evaporadas de una iglesia de la cual fue mayordomo. El ciudadano, como no consiguiera de don Carlos lo que deseaba, se vengó de él asaltando la alcoba con el propósito de dificultarle el derecho al poder.

            El general López, sin nerviosidad ni dudas, esperó los días triunfales. Conocía el país mejor que su propio padre, por haberlo recorrido de un confín a otro. Confiaba en el ejército vigilante y en la juventud alerta que lo apoyaban. Sus éxitos siempre fueron como una especie de milagros.

            Detrás de una máscara fría y sonriente, Benigno López ocultaba su animosidad. Trabajaba para ganar adictos a su causa. Elegía como sujetos a los hombres bien acomodados, que no gustaban de riesgos y sorpresas.

            En la noche que precedió a la reunión del Congreso, Benigno y sus amigos hallábanse de tertulia en el Club Nacional. Francisco Escato preguntó a Pedro Ignacio Sosa si era sufragante. Benigno tomó la palabra:

            - Yo también soy sufragante y me interesa que se proceda con circunspección. Nada de disparates, como otras veces. Conviene pensar y madurar las decisiones. La elección debe recaer en la persona más idónea. Es preciso considerar que vendrán al país hombres inteligentes y duchos en política exterior. Para enfrentarlos necesitamos de gentes igualmente capaces. ¿Están ustedes bien informados de las leyes relativas a la presidencia?

            - No -contestaron al unísono los sufragantes.

            Benigno les repartió ejemplares de la ley; les llamó la atención sobre la cláusula que privaba a los militares y eclesiásticos de asumir la presidencia de la República.

            - Esa ley fue abolida -dijo Sosa.

            - La mayoría de nosotros la ha jurado. Además, si el poder supremo recae en los militares, el poder civil queda sumamente abatido y la libertad amenazada -(los conceptos del padre Maíz prevalecían). Benigno continuó diciendo-: No deseo para ningún deudo semejante cargo, y me consta que mi padre se oponía al gobierno militar. Usted, Sosa, es muy zonzo; debe pensar mejor. Sé que muchos sufragantes están por el general Panchito. ¿Qué han oído ustedes?

            La pregunta no fue contestada. Benigno, falto de audacia, no insistió. Cuando él se retiró. Sosa, sufragante por Villa de San Pedro, dijo:

            - Parece que a don Benigno le interesa el mando.

            - A1 contrario. A él le gustan las tertulias con los amigos -mintió Ramón Milesi, el confidente de Benigno.

            Los sufragantes comieron en el Club. Millos, que se había sumado al grupo, era de opinión que se dictara otra Constitución y se convocara a un congreso para el efecto.

            Después de comer, los sufragantes ya nombrados y Luis Jara, Tomás Ocampo, Manuel Haedo, Pedro Saguier y otros organizaron una serenata que visitó las casas del presbítero Patiño, del juez Lezcano y de otras personas notables. Entre los congresales hallábase un joven de apellido Riveros, que bebía con exceso; habló de estar metido en política y de conocer muchos secretos. Informado el jefe de Policía, don Francisco Fernández, hizo buscar a Riveros, le tomó declaración y detuvo a los organizadores de la serenata.

            - Yo soy su amigo -afirmó Milesi al jefe de Policía.

            - No lo es. Usted es un mal patriota y esta espada que tengo es para usarla contra los que proceden como usted. Milesi, en voz baja, dijo a Sosa:

            - Estoy embromado hasta la coronilla.

            Milesi recibió la orden de retirarse. Al día siguiente muy temprano, fue llamado por segunda vez a la Policía. El Congreso ya sesionaba y Milesi quedó detenido hasta pasada la una de la tarde.

            Esa mañana del 15 de septiembre, Elisa esperó la decisión del Congreso en casa de doña Carmelita Speratti, en la calle del Sol. Un poco después del mediodía, Elisa escuchó vítores atronadores de los manifestantes, y cayó de rodillas a dar gracias a Dios.

El pueblo asunceño una vez más quebraba el aire con vivas al general López. Era un hervor conocido, que se rompía de vez en cuando en burbujas sonoras, en estallidos incontenibles.

            ¡Viva!, gritó el pueblo cuando el joven coronel de dieciocho años regresó de la Argentina, después de haber empuñado las armas a las órdenes del general Paz, contra la dictadura de Rosas. ¡Viva!, exclamó, cuando el general organizó el ejército de fronteras e inauguró fortalezas. ¡Viva!, cuando regresó de Europa, después de hacer reconocer la Independencia del Paraguay y anudar relaciones con varios países europeos. ¡Viva!, cuando revelándose como consumado diplomático desvaneció la tormenta desencadenada por la escuadra brasileña en el río Paraguay, con el pretexto de vengar supuestos insultos. ¡Viva!, cuando solucionó el conflicto con Norteamérica, provocado por Hopkins. ¡Viva!, cuando regresó de Buenos Aires, en seguida de haber conciliado a los mandatarios de las Provincias Argentinas. ¡Viva!, por el arreglo de la cuestión anglo-paraguaya, suscitada a raíz del conflicto del buque de guerra Tacuarí, en la rada de Buenos Aires. ¡Viva!, exclamaba el pueblo con entusiasmo indescriptible ese día de la elección del general López para la primera magistratura de la Nación.

            Elisa se informó de lo ocurrido en la sesión del Congreso. El presbítero Román había propuesto el nombre de Solano López para la presidencia. El congresal Varela se opuso, aduciendo el juramento prestado por el candidato y la mayoría de los congresales a la Constitución del 14 de marzo de 1844, uno de cuyos artículos no admitía a la presidencia de la República a los ciudadanos del fuero militar. El padre Román hizo poner de rodillas a Varela, y le dijo:

            - Yo te absuelvo -el juramento se desvaneció y Solano López venció.

            Benigno López murmuró. Las mujeres de López protestaron contra los santos que no hicieron el milagro a favor de la candidatura de Benigno, pero se arroparon al punto bajo el poder triunfante.

            La elección fue un triunfo personal de Solano López, aun cuando un ejército disciplinado estuviese a sus órdenes.

            El nuevo presidente formó su gabinete con José Berges en Relaciones Exteriores; Francisco Sánchez, en Interior; Mariano González, en Hacienda; Venancio López, en Guerra y Marina. El Presidente y su gabinete prestaron juramento el 1° de octubre de 1862. Los obispos, con título de Diocesano y Coadjutor, recibieron los juramentos después de que ellos juraron sobre los Evangelios fidelidad a la Patria y a su gobierno.

            El hombre que asumía todos los poderes dejados por la muerte de su antecesor, no era un simple heredero de don Carlos, de quien ya fue el inspirador magnífico. Era un personaje radiante que había surgido de una férrea disciplina militar, con una fe impaciente en sí mismo. Una mezcla de pasión y razón, índice de una gran personalidad. Rebelde ante las injusticias, lo entusiasmaba la idea de influir a su antojo en la creación de un mundo mejor organizado. El Segundo Imperio francés que lo había impresionado, influía en su destino.

            El gobierno de don Carlos fue de factura clásica, cordura, disciplina y orden. A estos elementos, Francisco Solano agregará un cuarto aspecto, el reflejo de su romanticismo, y construirá una patria acorde con su genio.

            El sistema de gobierno será el mismo que el de su antecesor. Sin diferir de los sistemas de partido único de las dictaduras modernas. Como su padre, el hijo prescindirá de clases y partidos para ser el reformador de su pueblo. Su política internacional se basará en el equilibrio amistoso de las naciones libres jurídicamente iguales. Sus proclamas, sus artículos periodísticos, sus arengas, reflejaban su pensamiento imbuido de la doctrina de su tiempo, el nacionalismo.

 

 

1Pantalón rústico

 

 

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