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MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHÁVEZ (+)

  TAVA’I - Novela de MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHÁVES


TAVA’I - Novela de MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHÁVES

TAVA’I

Novela de MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHÁVES

Editorial Servilibro,

www.servilibro.com.py

Asunción-Paraguay, 2007

 

Dirección editorial: Vidalia Sánchez

Diseño de tapa y diagramación: Giovanna Guggiari

Ilustración: tapa de Tava’i. Edic. Peuser, Bs. As., 1954

 

 

(Obra honrada con el premio “Félix Daumas Ladouce”

en el concurso de novelas paraguayas realizado

bajo la dirección del Ateneo Paraguayo. Asunción, 1942

Jurado del premio: Viriato Díaz Pérez, Adolfo Aponte,

Arturo Alsina, Vicente Lamas y José Concepción Ortiz)

 

 

 

TAVA’I

MARÍA CONCEPCIÓN L. DE CHAVES

(Fragmento)

 

 

         Ya declinaba el sol, pero el calor mantenía a la población en los patios, en las alcobas, a puertas cerradas. Asnos, caballos y vacas pastaban en las calles o tomaban agua en los charcos. Uno que otro gallo cantaba en las cocinas sin lumbre. Algún muchachito descalzo, de sombrero carandaí, la falda de la camisa al aire, cruzaba rumbo al matadero, en busca de achuras.

         Por la calle Misiones irrumpió la diligencia. El ruido de los hierros desvencijados y los gritos del mayoral convocaban a los rapazuelos que se peleaban para desalojarse mutuamente de los estribos. Ladraban los perros al paso de los caballos, los vecinos se desperezaban, entreabrían las puertas y curioseaban a hurtadillas.

         Sentado en el pescante, al lado del cochero, venía un hombre de cara rojiza, ojos saltones y orejas en forma de asas. El cuello largo, arqueado, como el de un pollo desplumado, ostentaba una manzana de Adán tan grande, que ya había comenzado a llamar la atención de los chicuelos.

         La diligencia detúvose ante una casa de techo de teja. Saltó al suelo el pasajero y quedó un rato perplejo, como dudando sobre el partido a tomar. Alto magro, de pecho hundido y rodillas sobresalientes, daba la impresión de que caería genuflexo de un momento a otro. Sus manos grandes parecían prolongar con su peso la longitud natural de los brazos. Encasquetóse la galerita, desarrugó los faldones de su levita negra, ajada en el trayecto, y se dirigió al cochero:

         - Venga más tarde a cobrar el viaje -el ridículo tartajeo del hablante suscitó las pullas de los holgazanes y chiquillos reunidos en torno al vehículo.

         El cochero quería al instante la paga.

         - Venga más tarde, le he dicho, y sepa que no acostumbro a repetir las órdenes -fue la respuesta.

         El mayoral refunfuñó algo; volvió al pescante y arreó los caballos. Quedó el forastero haciendo molinetes con el bastón; intentaba desembarazarse de los chicos que le asediaban. Después, golpeó la puerta y esperó, secándose el rostro con un pañuelo de algodón azul vivo.

         Una criada, que se hallaba apostada detrás del cerco, llevó a su ama la noticia: un hombre de saco largo esperaba en la puerta.

         - ¿Es esta la casa de doña Juana Monges de Espínola? preguntó el recién llegado a la enjuta mujer morena, que abría la puerta. Si usted es la sirvienta -prosiguió-, vaya a comunicar a su patrona que el distinguido alumno del Colegio Nacional de Asunción, don Melchor González, el ahijado, se acordó de honrarla con su visita.

         - Entre -dijo la morena-, avisaré a mamá.

         - ¿Con que usted es hija de doña Juana? ¿Cuál de ellas? Y ¿cómo va tan pobremente vestida?

         - Soy Crucita, la mayor -repuso la mujer; se miró la saya de percal, la bata de linón y encaje, y en sus adentros calificó de tonto al visitante.

         - ¡No se quede al sol con esa ropa tan pesada! exclamó una señora desde la sala. ¡Qué hombre ha vuelto el hijo de mi comadre Damiana! La figura delgada, enhiesta, todavía ágil de doña Juana, cohibió al mozo.

         - ¿Lo pasan bien, usted y sus hijas? -fue el grave saludo.

         - ¡Jesús! ¡Qué político viniste! ¿Dónde está tu equipaje? Supongo que te quedarás con nosotros mientras permanezcas en el pueblo -doña Juana había tendido su mano larga y fuerte, que estrechaba el visitante. Sobre su frente pensativa, los cabellos, ligeramente grises en las sienes, formaban una aureola. El pronunciado mentón se recortaba como base firme del rostro alargado de tez morena. Sus labios eran finos y sanos los dientes; los ojos pequeños y vivaces. Las espesas cejas uníanse sobre el nacimiento de la nariz un tanto aguileña. Aparentaba cincuenta y cinco años escasos, no obstante llevar los sesenta y cinco bien vividos.

         - No tengo inconveniente para aceptar su hospitalidad - González dejó la galerita sobre la mesa; estiróse las mangas de la levita y se pasó el pañuelo por las muñecas. En cuanto a mis equipajes, preferí dejarlos en la estación antes que perder la diligencia.

         - ¿Quieres un matecito?

         - En Asunción los estudiantes no lo toman.

         - ¿No hablas el guaraní?

         - Tampoco adoptamos el lenguaje de los indios; son costumbres que la civilización irá extirpando.

         El cochero presentóse en la puerta látigo en ristre, a exigir el pago del viaje.

         - ¿Cuánto es? -preguntó González.

         - Tres pesos.

         - ¿Tres pesos por tres leguas de camino? ¡Qué robo!

         - ¿Si? ¿Y por qué no vino a pie, con esa galerita y su saco largo?

         - Un momento -que yo no quiero discutir. González apartó a doña Juana. En voz baja le dijo que tenía en el bolsillo un billete de quinientos pesos; ¿la Madrina se los cambiaba o prefería prestarle los tres pesos que pedía el cochero?

         ¡No faltaba más! Ella se los prestaba.

         Después que el mayoral se hubo retirado con la paga, preguntó:

         - ¿Puede darme de comer, madrina? El viaje me ha despertado el apetito -detúvose para saludar a Marcelina, la segunda hija de doña Juana, quien preguntó a quemarropa:

         - ¿Se recibió ya de bachiller, Melchor? -y se aprestó a tejer la hamaca tirante del bastidor. Marcelina no tendría aún cuarenta años, y presentaba vestigios de gran hermosura. Su ensortijada cabellera era todavía de un negro brillante; las azuladas venas, casi a flor de piel en las sienes y en las ojeras, impartían a su semblante cierta fragilidad femenina muy seductora.

         - Todavía no -tartamudeó González.

         - ¿Cómo? -los grandes ojos verdosos de la de Espínola reflejaban dilatada sorpresa. - El bachillerato comprende seis años de estudios, y hace más de once que fue usted a Asunción a estudiar.

         - No tanto, señorita.

         - Sí. Lo recuerdo perfectamente; ese año se inauguró la casa de Ferri. Once años justos y cabales. ¿En qué está?

         - Ya que le interesa tanto, le diré... -repetía las sílabas tres y cuatro veces-. La beca es muy exigua. En Asunción la vida es cara. Trabajé como procurador para llevar una vida más holgada; tuve asuntos buenísimos y gané mucha plata...

         - Ese tiempo hubiera aprovechado para estudiar.

         - Lo mismo se me ocurrió a mí, señorita; pero un señor Cáceres, de este pueblo, solicitó que se traspasara a su hijo la beca que yo usufructuaba. Un diputado hizo las gestiones del caso. En el Colegio, envidiosos de mi talento, dijéronle al diputado que yo no concurría a las clases, y otras calumnias por el estilo. Resultado, que en el mes de noviembre a punto de rendir exámenes, se me notifica que se me ha quitado la beca. Digan si esto no es una ignominiosa intromisión de la política en las aulas... ¡Es claro! Se trataba de mí, un muchacho rebelde, oposicionista a todo trance, que se ha negado siempre a usar corbatas coloradas. ¡Indigna el proceder de estos políticos desorbitados! -le excitó el esfuerzo para tartamudear lo menos posible. De súbito, palideció y se llevó las manos al estómago.

         - ¡Jesús! Aquí estamos charla que te charla, y este hombre dijo que tenía hambre -comprendió doña Juana.

         - Pobre no soy, señora, con mi juventud y mi talento. Tampoco he dicho que tenía hambre sino que me agradaría comer -a González, interesábale poner las cosas en su lugar.

         Doña Juana pidió a la criada que adelantara la hora de la cena.

         La luz del crepúsculo se reflejaba en el único adorno de la sala, un espejo con marco de cobre amarillo, y en las paredes enjalbegadas, dé zócalo azul cobalto separado de lo blanco por una línea negra. Del techo envarillado de tacuaras trabadas de arcilla, de las tijeras color pizarra, de los grandes baúles de madera obscura enchapados de hierro oxidado, de las recias sillas de vaqueta negra, desprendíanse sombras que invadían la estancia.

         - ¿Cómo anda por aquí la política? Me han dicho que el doctor Rojas, candidato a senador por la oposición, goza de un prestigio aplastante -González trataba de disimular su impaciencia.

         No sé quién es el doctor Rojas; pero el general será otra vez senador -declaró doña Juana.

         - No tolero al general ni a su partido; yo pertenezco a la oposición -seguía con la vista los movimientos de la criada, que extendía un mantel de ahó poí sobre la mesa central de palosanto y disponía sobre ella las provisiones.

         - Adivinó mis preferencias, madrina. Me agradan los huevos por que constituyen un alimento completo; los estudiosos necesitamos consumir este producto -González, hablaba mientras comía, y doblaba en dos uno de los mbeyú tibios, con olor a queso, manteca y anís, que Chachica había traído amontonados en un plato de loza orillado de azul. No ha cambiado el aspecto del pueblo -añadió, incongruente. -Esto no progresa. ¿Y su hija casada? No recuerdo el nombre...

         - Ignacia... Está bien. Ya tiene una hija grande. González apartó unas migas de mbeyú, que se le habían caído sobre la solapa de la levita, y pidió vino.

         En casa no lo tenían, pues doña Juana ni sus hijas acostumbraban tomarlo; ofreciéronle cigarros. El colocó uno entre los labios, y el resto se los llevó al bolsillo.

         - ¿Fósforos?

         Alcanzóle una caja Crucita. Encendió el puro y quedó jugando con los fósforos. Sus ademanes eran ahora plácidos y descansados.

         En el quicio de la ventana destacaba sus formas un baúl, de los llamados carameguá en atención a su chatura. Sobre él vino a sentarse Crucita, a disgusto de doña Juana, para quien el baúl y la mesa de palosanto eran casi sagrados por tradición.

         - En Pindurá, solar de los Espínolas, ese carameguá rebosaba siempre de soles y carloscuartos -murmuró doña Juana, en tono evocador.

         - ¡Haber guardado las monedas y descuidado el baúl! - comentó la hija.

         - ¡Permita el Espíritu Santo que algún día podamos rescatar lo guardado! -Después de un lapso de silencio preguntó al mozo, que se arreglaba los cabellos: -¿No le agradaría mojarse la cabeza? -y sin esperar la respuesta, siempre tarda en boca del tartamudo, se allegó al carameguá, yacente en la penumbra como una espalda cansada. Sus manos, un tanto temblorosas, extrajeron del baúl una pesada jofaina de plata, que entregó a Chachica para que fuera a llenarla de agua; la vasija presentaba una o dos abolladuras, recuerdos de antiguos golpes.

         - ¡Qué lujo! -a González brillábale los ojos ¿tiene la jarra correspondiente, madrina?

         - La tenía. Ambos objetos, desde hacía veinte años, venían usándose en la ceremonia del lavatorio de los pies por el cura de la parroquia, igual que esa bandeja, también de plata, que los viernes santos recibía los clavos y la corona de la imagen, en los ritos del Descendimiento.

         Marcelina interrumpió a su madre, y su voz vibraba de indignación al completar esos informes. Un militar apodado Cabïtá, a cambio de autorizar a doña Juana para enterrar los restos de cierto político muy combatido, se había quedado con la jarra de plata. Así eran los hombres del día: mezquinos, sin nobleza, incapaces hasta de una atención desinteresada a las mujeres; si éstas eran jóvenes, pretendían sus favores; si viejas, se hacían pagar por lo menos con un plato de dulce.

         Del cofre abierto esparcíase una fragancia antigua y penetrante. Doña Juana aspiróla con beatitud; sus ojos habían detenido sobre un punto, y se mantenían inmóviles como si hubiesen sido atraídos de repente por el interés de algún detalle menudo, milagrosamente escapado a su observación en tantos años de pasear la vista sobre los muebles y rincones familiares. Luego, hablando con voz pausada, observó que su hija, en estos últimos tiempos demostraba mucha antipatía hacia los hombres.

         - Es que habrá perdido la esperanza de casarse -apresuróse a opinar Melchor, con evidente malignidad.

         - ¡Pisch! protestó Marcelina. -Jamás tomaría por marido a un guacho, o a un advenedizo, los únicos que hoy abundan en el país.

         González se había lavado y peinado; acariciándose el negro y espeso bigote, volvióse hacia su madrina.

         - ¿Soy buen mozo, eh? -inquirió como en broma; y sin inmutarse por el vacío hecho a su pregunta, continuó: -¿Vive aquí alguna viuda rica? Porque yo, madrina, soy requetefranco. No me enterraré en un pueblito arruinado si no tengo grandes intereses que cuidar.

         - Trabaja, hijo, y ganarás plata. En cuanto a viudas, las hay viejas; las mozas de esta generación apenas se han casado.

         - Olvidas a la correntina, mamá.

         - ¡Es cierto!; pero ya no es muy joven.

         - Razón de más para que no desprecie un novio. Señorita Marcelina. ¿Cuándo me presentará a la correntina?

         No soy casamentera ni amiga de comedias -el tono de Marcelina cerraba el paso a toda insistencia.

         - ¿A dónde va con ese traje?

         González, en trance de recoger su galerita y su bastón, mostróse francamente sorprendido por la pregunta de su madrina.

         - ¡Pero si igual viste el presidente de la república, señora! -y quedó esperando la impresión que produciría tan elevado, paradigma.

         Doña Juana no lo dudaba, pero era de parecer que esa indumentaria, en este pueblo, provocaría la burla de la gente. Lo mejor sería que Melchor vistiese otra cosa menos paquete.

         - No tengo... Es decir... Yo soy hombre de ciudad, y pasearé en mi calidad de tal.

         - ¡Qué el Espíritu Santo lo ilumine, mi hijo!

         - Gracias. Deseo presentar mis saludos a doña Ignacia y ver que tal es la hija. ¿Dónde viven?

         - A la vuelta, después de la esquina; en una casa de puertas verdes.

         González salió con lento y medido paso.

         - Buena ganga nos ha caído con el ahijado -fue el comentario de Marcelina.

         Doña Juana reclamó paciencia. Melchor era hijo de la comadre Damiana, que tanto la ayudara cuando ella se residentó en el pueblo. Era un deber retribuir a los hijos el bien que los padres habían hecho con uno.

         - Sí -concedió la hija-; pero tu manía de proteger a la gente ya nos ha traído muchas molestias.

         Del patio venían el rumor de la roldana, las voces de la vieja sirvienta que discutía con su hija Chachica, el chillar de las aves que buscaban la rama para dormir. Rasgando la tranquilidad de la tarde, las campanas tocaron el ángelus. Doña Juana y sus hijas pusiéronse de pie, hicieron la señal de la cruz, y modularon un Padrenuestro. La estancia silenciosa tenía algo de templo. En la penumbra destacábase la bata blanca de doña Juana y sus pendientes de topacios engarzados en filigrana. Arrastrando un poco los pies sobre el piso de tierra cuadriculada a golpes de cordel, la señora penetró en su dormitorio, amplio trascuarto con una ventana hacia el poniente.

         Sobre una mesa alzábanse dos nichos; en uno resplandecía la corona lentejuelada de la Dolorosa, en otro imagen de San Juan Bautista tallada en madera y pintada de varios colores. Ante ellas doña Juana continuó sus oraciones. Después de terminarlas, volvió a la sala, atraída por inusitado murmullo.

         Melchor llegaba de la calle, sofocado. Su boca retorciáse en gestos inútiles; transpiraba copiosamente al enredarse en el silabeo. Trabajo le costó el hacerse entender con tanta profusión de gestos y palabras. Rebosaba de amenazas. Protestaría por los diarios, llegaría hasta la justicia, si necesario fuere. El pueblo era un nido de vagabundos. Chicos y grandes habíanle rodeado en la calle como si él fuera un payaso. Terminó pidiendo papel y tinta a Marcelina, porque urgía redactar una nota.

         Quitóse la levita para dejarla en el respaldo de la silla, recogió las mangas de la camisa, extendió los brazos de espesa pelambre y, ya con los útiles necesarios a su alcance, escribió a la luz de la lámpara que encendiera Crucita. Estampó luego la dirección en el sobre, y repantigóse para leer lo escrito. El estilo era grave y formal, como convenía a las circunstancias.

         - «Señor Jefe Político: En su despacho. El que suscribe, Melchor González, aventajado alumno del Colegio Nacional de Asunción, se presenta y expone: Que en las calles de este pueblo de su jurisdicción, pululan insolentes haraganes que dificultan el tránsito de las personas decentes; por la tanto, si el jefe político no toma las medidas pertinentes al caso, elevará su formal protesta al Superior Gobierno de la Nación. Firmado Melchor González. Diciembre de 190...»

         - ¿Qué le parece, madrina? En regla, ¿verdad? -desaparecido su enojo, parecía experimentar el gozo de la creación estética.

 

 

         Doña Juana guardaba en su carameguá de palosanto juntamente con sus joyas, unos viejos papeles que proclamaban la noble ejecutoria de los Espínola; por ellos era dable informarse de que éstos contaban entre sus ascendientes a Don Francisco de Espínola, «quien vino a Asunción con Alvar Núñez Cabeza de Vaca y cuyo padre, don Federico de Espínola, tuvo su castillo en San Lúcar de Barrameda y pertenecía a la muy antigua y poderosa familia de Italia, que reconocía por tronco a Guido Vizconte o Vezconti, señor de Poncervera, el cual floreció a mediados del siglo X...» y otros datos semejantes, que iban tejiendo a través de los siglos la trama de la estirpe. Pero ella no poseía ya sensibilidad para entusiasmarse con estas vetusteces genealógicas; con voces más claras hablábale ese otro documento, testimonio de hechos más recientes, que llevaba la firma del Mariscal, y en el cual éste agradecía a su marido, don José María de Espínola, su espontánea contribución a los gastos de la guerra, por la que merecía bien de la patria.

         Don José María, cual si hubiese presentido que sería el último de su linaje que disfrutara de sus bienes, los había prodigado a manos llenas. Cuando salía de Pindurá -dehesa que se adjudicara al coronel don Gregorio de Espínola, allá por el 1700, como parte integrante de una merced real, solía seguirle un criado, portador de una bolsa tejida de una bolsa tejida de algodón y llena de soles y carloscuartos, cuyo peso él no resistía, pero cuyo valor arriesgaba cada noche, en una mesa de juego, o entregaba al primero que salía a su encuentro invocando una necesidad, un apremio pecuniario cualquiera. Al apearse de su cabalgadura, acostumbraba dejar en el suelo una moneda de plata destinada al que cuidara de su caballo.

         Un día se sorprendió viendo al animal sin vigilancia y la plata en el suelo.

         - Escasean los muchachos -advirtióle un amigo.

         - La pelea siega la siembra verde.

         Vuelto a su casa, creció su asombro. Sus dos hijos, postergados hasta entonces en atención a su influencia personal habían sido reclutados. Aquí no pararon las cosas. Lleváronse también al menor, de diez y seis años.

         La resistencia insinerábase en llamaradas de gloria. La patria se desangraba. Pronto don José María supo que sus tres hijos habían perecido, con pocos días de diferencia. Pero el destino reservábale un trago más amargo. Informáronle de que unos parientes servían de baqueanos a las tropas que habían aniquilado a los batallones integrados por sus hijos.

         - ¡Miserables! -clamó el caballero. -Antes se hubieran hecho saltar los ojos.

         El sibarita mimado por la fortuna y enfermo de los pulmones, declaró que marcharía a la guerra para dar una lección a su parentela descastada, y redimir la sangre de los Espínola, afrentada en las venas de los legionarios. Un buen día salió, en apariencia a dar uno de sus paseos habituales. La esposa esperóle en vano. Después supo que había caído en Lomas Valentinas.

         La viuda y las cuatro hijas, quedaron al amparo de don Valerio de Espínola, tío materno de doña Juana, ex diputado al congreso del 44.

         En las postrimerías de la guerra, el Mariscal había destacado emisarios encargados de recoger las últimas reservas del país. El tío Valerio, de sesenta y cinco años de edad a la sazón, recibió también orden de presentarse bajo banderas.

         La hacienda de los Espínola se había disuelto como un terrón de sal. Desaparecieron las monedas apañadas en baúles y talegas, y de la antigua legión de servidores no quedaron más que Canuta y dos mulatos adolescentes, Zenón y Gaspar, ambos disfrazados de mujer, la cabeza atada con sendos Pañuelos para disimular los cabellos cortos.

         Don Valerio, antes de partir hacia el campamento, había propuesto a su sobrina enterrar las joyas, la argentería y el escaso resto de moneda acuñada, en previsión a los días difíciles que apuntaban. Aceptada la proposición, amontonáronse sobre la mesa la espada de plata y oro usada por don José de Espínola y Peña en Cerro-peró, bastones y prendas de mayorazgo; ollas, hervidores y vajilla en plata maciza; anillos nupciales de siete ramales y los llamados carreta, muy grandes, con un solo topacio o esmeralda; peinetas y pectorales de filigrana y crisólitos; aros de tres pendientes; cadenas y rosarios de oro y unas cuantas monedas de plata y soles peruanos. Del haber de la familia, acumulado durante siglos de bienestar, doña Juana apartó la jarra y la jofaina de uso personal de su marido, la bandeja en que le servían a ella la comida cuando guardaba cama, un jarro con su plato correspondiente, una bombilla y el mate, todo en plata maciza y con la marca de la hacienda de don José María.

         - Estas prendas -dijo- quedarán o se perderán conmigo, y guardólas en el fondo de una cesta en forma de ánfora, llena de tïpïratï.

         Los valores encerrados en fuerte baúl de palosanto, fueron enterrados en un hoyo profundo cavado por Zenón y Gaspar.

         Marcelina conservó sus joyas y logró substraerlas a los requisadores, que al día siguiente lleváronse cuantos objetos de metal había en Pindurá, y también a Gaspar, descubierto bajo su disfraz de mujer.

         Poco tiempo después iniciábase en la comarca el éxodo de la residenta.

         Doña Juana cargó sus menesteres en dos carretas y unció unas lecheras a las pértigas. Zenón condujo el vehículo delantero, y su ama, picana en mano, guió la segunda. Bajo la invocación del Espíritu Santo, pusiéronse en camino, sin rumbo determinado.

         Alcanzaron una tapera. Dentro había una cama de tiras de cuero y un cántaro roto. Afuera un mortero y varios tacurú revestidos de ceniza, entre la leña que no se había consumido del todo. Unos pollos flacos escarbaban el suelo; Canuta cocinó dos de ellos y se llevó los restantes. De la tapera, cuyos habitantes habían sido exterminados por la viruela, llevaron las tres niñas menores el contagio del mal. A orillas del Tebicuarï expiró Hermenegilda, de tres años de edad. La dejaron enterrada bajo un aromo.

         Una tarde, los viajeros divisaron un caserío sobre un alcor. Terminaba el peregrinaje por caminos desolados, sin un grano ni una fruta que comer.

         Doña Juana observó con atención la comarca; allí no se veían planicies como en las Misiones, sin más árboles que las chilcas o los naranjos plantados por los jesuitas. Selvas y colinas escalonábanse hasta cerrar el horizonte. El pueblo presentaba cierto parecido con el de San Ignacio; la misma edificación de estilo jesuítico, chata, rectangular, cubierta con tejas enchapadas de líquenes verdosos, de paredes de adobe, anchos corredores y pilares de madera grisácea; cabañas pajizas de techo color ceniza, como encalecidas; callejuelas irregulares, veteadas de zanjas y caminos paralelos entre la gramilla.

         La de Espínola saludó con un «¡Ave María Purísima!» a una mujer, y preguntóle cómo se llamaba ese pueblo. «Tava'í», respondió la mujer, y continuó recogiendo la ropa tendida sobre el cerco. Tava'í, este vocablo nada evocaba para doña Juana; pero había que apresurar el paso porque en lontananza resonaba el trueno. El jefe político señalóle una vivienda, la misma que habitaría hasta su muerte.

         La casa presentaba dos puertas y dos ventanas sobre la calle Misiones. Una de las entradas carecía de batientes; por ella asomaban los vástagos de las plantas rastreras que cubrían el piso.

         Abriéndose paso por entre la vegetación enfermiza y mal oliente, doña Juana cruzó la sala e inspeccionó los dos trascuartos. Ayudada por los criados, arrancó las malezas, ahuyentó las avispas zumbantes en panales grisáceos colgados del techo, y trasportó a la sala los enseres que llenaban la carreta.

         Atáronse las hamacas a los hamaqueros (trozos de madera empotrados en las paredes); suplióse la falta de puerta con un cuero vacuno amarrado al marco, y en el trascuarto, Canuta guisó las últimas provisiones, comprobando que, por más maña que se diera, nada quedaría para el día siguiente. Hasta el salitre era ya una simple impregnación del lienzo en que se lo guardaba, y que la criada sumergió en la comida, retirándolo luego sin esperanzas de utilizarlo en otra ocasión.

         Doña Juana y Zenón empeñáronse en el aseo y mejoramiento de la vivienda. Revocaron las paredes, cerraron las goteras y con estacas y barro colorado construyeron la cocina.

         Cuando terminó la guerra, Marcelina propuso la vuelta a Pindurá; pero ya no había carretas ni bueyes para el viaje, Posteriormente, la familia tuvo conocimiento de qué la casa solariega y los campos aledaños, «a falta de herederos legítimos», habían sido adjudicados a un inglés que actuara en la guerra.

         Desde entonces habitaban Tava'í.

         Doña Juana había adquirido un terreno con naranjal cerca del pueblo. Ama y criados solían labrar esas tierras, hasta que procrearon las lecheras y se pudo pagar, braceros. Tanto doña Juana como sus hijas hilaban el algodón de sus cultivos, tejían frazadas y lienzo en el telar armado bajo la parra, fabricaban miel y cigarro, criaban gallinas y otras aves de corral.

         En la casa hallaban los necesitados la lumbre para encender el fuego del día, la sal, la yerba y hasta la medicina, pues doña Juana tenía sus puntos y ribetes de médica, desde que el tío Valerio, el sabio de la familia, ex alumno de Bompland, le enseñara las propiedades de las plantas, y, de una criada aborigen aprendiera a curar heridas y a fabricar ungüentos.

         La viuda de Espínola poseía también un huerto que colmaba sus aficiones de «herborizadora».

         Aquel huerto era el más codiciado del lugar. La sombría y espesa frondosidad de los naranjos y limoneros, el bananal apretujado, el guaviramí de perturbadora fragancia, los ananás que subrayaban la defensa del cerco, la parra zumbante de abejas, los claveles de Ita, la manzanilla y lamenta, que alfombraban los rincones, el arrozal, verdeante sobre el hilo de agua que cruzaba el patio, toda esa vegetación exuberante, perennemente cargada de flores, de frutos, de aroma, atraía a chicos y grandes, que desclavaban la quincha o saltaban el cerco, en horas de la siesta, para apoderarse de lo que más desearan.

         Crucita, simplemente Ita para sus íntimos, dedicábase también a fabricar flores artificiales para ornamentos religiosos. Ignacia, la menor de las hermanas, casada con don Pancho Lara, tenía ya dos hijas, la mayor de diez y siete años. En cuanto a Marcelina, era la única que conservaba los humos y dengues de su aristocrática prosapia. Iba a la iglesia vestida de raso y seda de Peking, adornada de oro y topacios como una Virgen del Rosario de casa rica, envuelta en un mantón de espumilla de largos flecos y seguida de la criada que le llevaba la alfombra para arrodillarse. Junto con sus alhajas, había tenido la precaución de salvar un paquete de agujas de acero, verdadero tesoro en aquel pueblo donde se hilvanaba con espinas de naranjo; y con el tiempo, cosiendo sayas, y camisas, había llegado a ganar lo suficiente para satisfacer, su inclinación al bien vestir. Últimamente, sin embargo habían mermado bastante sus ingresos; una pequeña revolución económica, signo de los nuevos tiempos, se anunciaba: dos máquinas de coser habían comenzado a funcionar en el pueblo, con gran regocijo y provecho de sus dueñas. Una de ellas pertenecía a doña Antonia, mujer del piamontés Pepin Chico, quien la había adquirido en una casa norteamericana a cambio de estampillas usadas; la otra era obsequio de un rumboso ministro paraguayo en Europa a su sobrina doña Petrona Romero.

 

 

 

 

         Corta y estrecha era la calle Yuí. Tomaba su nombre de las ranas que croaban en la zanja que la atravesaba, charco en verano, y en las crecientes, verdadero arroyo que permitía a las vecinas lavar la ropa, y a los niños adiestrarse en la pesca del mbusú, especie de anguila que se forma con los cabellos de las mujeres disolutas, según la creencia popular.

         Sobre la orilla izquierda del charco, alzábase solitaria una casa de tablas, que había permanecido inhabitada hasta unos meses atrás, en que habíase instalado en ella el forastero conocido en el pueblo por «el masón». En tiempo lejano cierta extranjera se había suicidado en esa vivienda, y desde entonces decíase que la rondaban las poras, cuyas voces misteriosas resonaban en el pozo -en el cual, se precipitara la suicida-, o entre el espeso follaje que rodeaba el predio. A la derecha del charco y frente a las cercas de las moradas que se abrían sobre la calle Comercio, apretujábanse las vetustas casonas comunales, todas provistas de anchos corredores. En la esquina de la intersección con la calle Misiones, destacábase el edificio más hermoso de la calle, con su costoso maderamen, vidrios y rejas de hierro en las ventanas, residencia del rico hacendado brasilero don Liborio Rodríguez; al lado, una casa modesta, de puertas y ventanas pintadas de verde, pertenecía a doña Ignacia de Lara, la hija menor de doña Juana. La otra esquina estaba ocupada por un almacén, que era el punto de cita y regodeo de todos los personajes de Tava'í; ahí jugábase a los naipes, leíanse los diarios de Asunción, comentábanse las novedades, bebíase caña, vino italiano y una bebida verde, dulzona y turbadora, recientemente introducida por el dueño del negocio.

         Atardecía. Los árboles coronábanse de lumbre, y en el suelo, sus sombras alargadas ennegrecíanse minuto a minuto; sobre los cercos grisáceos se alzaba el humo de las cocinas fronterizas. En el corredor de su casa, el almacenero don Pascual Conti, un genovés coloradote, fumaba tabaco del país en pipa italiana y conversaba con dos hombres: el de más edad, de aspecto sencillo y obesidad naciente, era don Eduardo Colmán, jefe político; el otro, más joven, alto, delgado, imberbe, de cutis cetrino y ojos muy negros, con pantalón militar de color rojo, chaqueta azul con botones dorados y alamares de seda, era el teniente Alonso, subjefe de policía.

         - ¿Y, cómo terminó el caso, teniente? Preguntó el genovés, famoso por el particular interés que inspirábanle los hechos de la vida ajena.

         - Pues, cuando me agradeció la serenata -respondió Alonso, evidentemente dispuesto a prodigar detalles en su relato- me aproximé a la ventana con la intención de besar la mano prendida a la reja; apenas alargué el cuello, sentí una lluvia de puñetazos en la cara. Saqué a relucir el sable; pero no pude identificar al osado. Luego se generalizó la gresca. Las guitarras oscilaban sobre las cabezas; hubo relampagueo de armas, juramentos, insultos; hasta que se cerró estrepitosamente aquella puerta de la esquina -señalaba la casa del brasilero-, y comprendimos que el agresor había sido Rodríguez.

         - ¡Acabáramos! ¡Si anda reverdecido por la hija de Lara! -el genovés se frotaba las manos; sus ojillos brillaban como en una fiesta. Iba a agregar algo más, cuando pasó por la calle, a toda carrera, un caballo desbocado que esparcía a un lado y otro sus ricos arneses.

         Gritos de socorro partían de la casa de Lara, ante cuyas puertas pintadas de verde apiñábase el vecindario. Hacia ella dirigieron también sus pasos los representantes de la autoridad.

         Colmán y Alonso, abriéndose camino entre la multitud de curiosos, penetraron hasta la habitación en la cual una señora regordeta, picada de viruela, mecía en sus brazos a una niña ensangrentada y aparentemente muerta.

         - ¿Qué ha ocurrido, doña Ignacia?

         La convencional pregunta del militar hubo de ser satisfecha por una informadora oficiosa, pues la señora no estaba para oírla. Don Liborio Rodríguez había atropellado con su cabalgadura a la hija menor de doña Ignacia y lastimado a la mayor, que acudiera en socorro de la primera.

         Un hombre barbilampiño, de cutis pardo, regular estatura y manos pulcras, entró en la estancia. Miró a la niña, inmóvil y rígida en brazos de su madre; frunció los labios del color de las moras, arqueó las desdibujadas cejas, defendió de la sangre su flamante vestimenta gris, y declaró;

         - Por aquí no me resta parla que hacer. Veamos a la mayor.

         - ¡Muerta! -el grito quebróse en la garganta de la madre.

         Se produjo una consternación general.

         - ¿Quién dice que esta niña está muerta? Por favor, señora, permítame que examine a su hija -el que así hablaba tenía un marcado acento francés, correctas facciones y maneras cordiales. Contrastaba la suave batista de su camisa con el burdo traje de pana marrón.

         - ¡Socorro! ¡El masón que roba niños! -vociferó doña Ignacia, presa de una crisis nerviosa.

         Doña Juana reconoció al francés; estaba al tanto de las versiones que circulaban sobre su persona. Observóle un rato; apoderóse luego de su nieta, y rogó al extranjero que la siguiera.

         En la pieza quedó la gente pugnando por acercarse a la cama de hierro, amplia como una alcoba; en ella se había sentado el médico barbilampiño.

         En una de las columnas del lecho, hallábase apoyado un hombre morenote, sólido y ancho, de ojos sombríos; leíase una gran amargura en su boca bermeja. Hondas arrugas surcaban su frente estrecha, sobre la cual caían mechones de renegridos cabellos. Sus miradas iban de la enferma al médico y de éste a la enferma.

         Precedido por doña Juana, el extranjero aproximóse también a la cama.

         - ¿Qué se propone usted? -preguntóle al médico de cutis pardo, en tono impertinente.

         - Examinar las lesiones que ha recibido la señorita Lara -respondió el francés.

         - Yo soy Martín Gauto, el único médico autorizado en el pueblo -la sumisa expresión de sus ojos contrastaba con su acento incisivo.

         - Me llamo Luis Tourner -limitóse a decir el francés, y examinó el tobillo, que el mulato había untado con sebo de cabra maloliente.

         - No hay vueltas que darle; la muchacha queda renga - opinó una mujer rubia, baja, empinada en la cabecera de la cama; su voz aguda, chillona, azotaba los oídos cual manojo de ortigas.

         - ¡Renga yo! -suspiró la niña que yacía en la cama.

         - Pierda todo temor, señorita -tranquilizóla Tourner-; mañana se encontrará dispuesta para un baile.

         - Gauto, ¿oyes? -la mujer rubia parecía sacudida por el demonio; sus ojillos verdeazulados movíanse veloces, como orgánicamente imposibilitados para posarse en los de las personas. Su ancha boca sensual perfilaba una mueca burlona que pretendía ser sonrisa, pero que no alcanzaba sino a mostrar los incisivos roídos por las caries. Después que hubo salido el francés, plantóse ante Gauto para increparlo:

         - ¡Biro, biro, biro! -echábale al rostro las palabras como salivazos.

         Decididamente, su maridó lo era, pues así dejábase humillar frente a todos. Desde hoy y en adelante el gringo haría su agosto, y Gauto se convertiría en su limpia botellas. ¡No hacerle apresar al francés, en ese mismo instante, por ejercicio ilegal de la medicina!

         A pedido de doña Juana, que invocaba órdenes del médico, retiráronse las visitas, a excepción del moreno, que seguía apoyado en la columna de la cama. A él se dirigió el jefe político.

         - Don Liborio Rodríguez, dése preso -ordenó Colmán.

         - ¿Por qué? -preguntó, convulso.

         - Por tentativa de homicidio y agresión a la autoridad en la persona del teniente Alonso.

         - ¡Qué el Espíritu Santo nos ilumine, compadre Eduardo! Si es por el atropello a mis nietas, el hombre carece de culpa; le fue imposible, guiar el caballo desbocado -intervino doña Juana.

         La enferma, desde su cama, rogó a don Eduardo que se le aproximara. Tomó entre las suyas la mano fuerte y dura del Jefe y corroboró las palabras de su abuelita; sus ojos grandes, húmedos, tenían una expresión conmovedora y penetrante.

         - ¡No se puede negar nada a una niña tan bella! Don Eduardo confesaba su derrota. En cuanto al asunto ese de la serenata, que el brasilero se entienda con Alonso -añadió, y vuelto hacia doña Juana, apuró de un trago el vaso de caña que la señora estaba ofreciendo «para matar el susto».

 

 

 

 

         Doña Juana e Ita, provistas de un foral, encaminábanse a su casa seguidas de Rodríguez y González.

         Don Liborio detúvose delante de la puerta de su vivienda e hizo ademán de despedirse.

         - El Jefe Político es un estúpido y el militar parece resentido con usted -afirmó González, sin importarse de la actitud de su interlocutor.

         - Lo importante es que se salvó la nena. El francés evitó una desgracia que me hubiera vuelto loco. Yo aprecio a esta familia como a la niña de mis ojos -el hombre suspiraba, redimido de sus angustias.

         - Observo que hay correspondencia -dijo González, con gesto de inteligencia. -La Señorita Lara se halla completamente enamorada de usted.

         - ¿Cómo lo sabe?

         - ¡No había más que verla llorar cuando se habló de su apresamiento. ¡Y qué linda es!

         - Pronto me casaré con ella -repuso Rodríguez, como hablando consigo mismo.

         - Le felicito -González estrechó la mano de don Liborio, y, enseguida, con acento suplicante, profirió: -Antes de su casamiento, ¿querría hacerme un favor? Aquí en este pueblo, gentes inciviles se burlan de la levita que en Asunción la usa el mismísimo Presidente de la República; si usted me prestara un saco para el día de su boda, yo le devolvería el servicio en cualquier momento,

         - Vaya mañana, a la vuelta, a casa del sastre Niño Mbaivé. Hágase tomar las medidas, escoja el género y yo pago. Usted vive en casa de la abuela de Anita, ¿verdad? -preguntó, como si este hecho fuera suficiente para predisponer su ánimo a la generosidad.

         - Este favor se lo devolveré con creces tan pronto como desempeñe un alto cargo de la nación -manifestó González con gravedad.

         - Y ahora amigo, a dormir -se limitó a decir el brasilero, que al filo de la media noche andan sueltos los poras.

         - ¿Poras? -repitió el mozo súbitamente amedrentado. Pero Rodríguez ya no lo escuchaba, había entrado a su casa y cerrado la puerta.

         González se alejó a pasos acelerados. Iba satisfecho de sí mismo; ya se veía con una flamante americana negra. Al doblar la esquina divisó luz por las rendijas, en casa de su madrina.

         La noche era negra; la calle solitaria más que nunca. González distinguió unos discos fosforescentes e inmóviles en la sombra; su oído abusado por el miedo creyó percibir respiraciones anhelosas, rumores de mandíbulas. Involuntario erizamiento recorrió su epidermis. Desvió la mirada, pero los discos opalescentes surgían por otro lado, como adelantándose a su encuentro, desmesuradamente grandes. Intentó variar de ruta, y se le atravesó un bulto yacente, enorme, caliente; el bloque se movía, se ensanchaba y acabó por desplazarlo con violencia. Caído en el suelo sintióse contagiado por algo tibio, maloliente. Quizo pedir socorro pero su garganta solo dejaba escapar sordos vagidos.

         - ¡Madrina! ¡Madrina! ¡Un pora! -pudo gritar por fin.

         Doña Juan asomó a la puerta con el farol en la mano. Una lechera apartóse mansamente de la zona iluminada.

         - ¡El susto que recibió este rumiante! -Balbuceó Melchor, tratando en vano de recuperar su empaque. Y mientras se lavaba cerca del pozo, en el patio, anunció que mañana, a primera hora, elevaría su formal protesta al presidente de la Municipalidad, que toleraba las calles cubiertas detritus, la invasión del ejido por ganados de toda especie...

         Ita se opuso de modo terminante. Melchor elevaría la nota, Chaló, el de la Municipalidad, tal cual procedía cada vez que precisaba dinero, encerraría las lecheras en el corral, y las dueñas se verían impelidas al pago de un peso por cabeza para libertarlas. De modo que nada de protestas; que Melchor aprendiera a diferenciar una vaca de un pora. Así hablando, la hija de doña Juana procuraba devolver a la levita la higiene perdida.

 

 

 

 

         La iglesia cerraba sus puertas, cuyas esculturas constituían un pálido reflejo del torrente decorativo de sus altares. Campesinas, casi todas con un hijo en brazos, se alejaban del templo, donde habían quedado después de la misa a encargar responsos por sus muertos.

         Bajo los corredores de inclinadas vertientes de Acera Hú, mujeres en zapatillas tomaban mate de leche y conversaban; otras, más lejos, ordeñaban lecheras maniatadas, en cuclillas sobre el pastizal. Los niños comían chipás o pasteles de mandioca rellenos de carne y rodajas de huevos duros, que vendían unas morenitas adolescentes. Mujeres descalzas, con sábanas por manto, iban de un lado a otro, sobre la cabeza el cesto colmado de productos de chacra. Los vecinos principales, metidos en sus trajes domingueros, encaminábanse hacia Acera Ñarö extendida sobre un alcor, detrás de la Iglesia. Lo de ñarö tenia su razón de ser: ahí, estaban el Juzgado de Paz y la Jefatura de Policía, cuyas oficinas ocupaban la parte del edificio llamado Colegio, desde que en sus aposentos habitaron y enseñaron los padres de la antigua Compañía de Jesús. Ciertos detalles del caserón denotaban la jerarquía de sus moradores pretéritos: pilares de madera tallada, torneadas rejas, rosetas y florones en puertas y ventanas sin vestigios de pintura, las insignias jesuíticas esculpidas en más de un dintel. Pintado en un óvalo de lata, el escudo nacional campeaba arriba de la puerta, ante la cual el teniente Alonso de uniforme blanco y presillas rojas, recibía a los invitados del jefe.

         Los primeros en llegar fueron el presidente de la corporación municipal, don Salvador Riveros, y el secretario de la misma, don Blás Medina.

         Don Salvador era uno de los llamados avá. Carecía de barba, pero mechones de pelo hirsuto asomábanle por la nariz y por las orejas; los párpados hinchados le caían sobre los pequeños ojos color caoba; las orejas pálidas, alirrotas, parecían próximas a desprendérsele sobre los hombros. Su traje de paño raído producía la sensación del negro en la discreta penumbra, pero había que verlo verdear a la luz, y tornasolarse a pleno sol, para saber que su auténtico matiz era huidizo como la sombra. Amplio pañuelo que resolvía en favor del crema su vacilación cromática, le cubría el cuello. El chambergo negro caíale sobre la nuca y diluía un color café claro en los dobleces. De un ojal de la solapa pendía una cadena de oro bajo; el reloj, oculto en el bolsillo, solía hacer sonar las horas y las medias con gran regocijo de su dueño. Sus manos, aunque recias, había que verlas moverse con fluida habilidad en el reparto de los naipes, operación en la cual despertaban siempre la sospecha de que iba diferenciándolos uno a uno por sus palos, en virtud de una secreta sensibilidad.

         Blás Medina ofrecía un vivo contraste con su jefe. En su minúscula persona todo era brillante: el peinado, los zapatos, la alforzada pechera de la camisa, el cuello palomita, la corbata de seda y los ojillos acuosos. Cortés y amanerado, poníase de pie como un autómata para saludar a cada invitado que entraba.

         Poco a poco iban ocupándose todas las sillas de la sala. Entre otros vecinos conspicuos, hallábanse presentes el Juez de Paz, don Venancio Escobar, de cutis oliváceo y cabellos crespos, quien lucía en el chaleco una gruesa cadena de oro y medallón con el escudo nacional; don Liborio Rodríguez y el director de escuda, don Fidel Cavia; don Gumersindo Cáceres -Mecindo, o «el procurador» como le llamaban también- moreno, alto, de rostro carnoso, mirada desconfiada, y hostil, camisa deshilachada, raído traje y, a guisa de corbata, un cordón azul terminado en borlas; Pablo Sosa, llamado Peruí por lo desmirriado y tacaño, rico hacendado que hacía de guaino en las carreras; el pulcro médico, don Martín Gauto y don Ramón Ortigoza, rengo obeso, muy compenetrado de su papel de héroe, pues había sido herido en Curupayty durante la gran guerra. Cuatro comerciantes genoveses completaban el grupo.

         Los últimos en llegar fueron el padre Bolognini, hombre atrayente, de ojos miopes y maneras desenvueltas, y el Jefe Político, don Eduardo Colmán, a quienes la concurrencia saludó poniéndose de pie.

         Colmán, con un sencillo «buenos días para todos», ocupó su asiento detrás del escritorio; a su izquierda, el teniente Alonso oficiaba de secretario.

         El sol de estío penetraba por puertas y ventanas, trazaba rectángulos de luz en el suelo y aumentaba la transpiración de los circunstantes. Riveros y Cáceres, hombres prevenidos, disponían de pantallas de carandai, que no tardaron en correr de mano en mano.

         El traje negro y la corbata roja parecían de rigor. El menor movimiento de las extremidades descubría las piernas velludas, sin medias, o la ropa interior de lienzo crudo, atada a los tobillos con tiras del mismo género.

         El Jefe se limpiaba el rostro con un pañuelo orillado de rojo. Habló en castellano, pero su discurso se poblaba de voces y giros guaraníes, sobre todo en los momentos de máxima emoción. Estando reunidos los vecinos, del pueblo, se permitía expresar su resentimiento contra algunos hombres ahí presentes... particularmente contra Mecindo -al llegar a este punto recalcó el nombre y señaló con el índice en dirección al aludido- que era un pleitista. Efectivamente, Mecindo andaba recogiendo firmas para echarle del puesto, bajo el pretexto de que no sabía leer ni poseía la castilla. ¡Cómo si esto fuera un delito! Por lo demás, él no necesitaba instrucción, porque había sido nombrado autoridad y no maestro de escuela, como Cavia. Con tal de saber poner su firma, era suficiente. En síntesis, que el conocer el castellano y el saber leer, no constituían requisitos indispensables para ser un buen jefe político. Lo imprescindible era un recto sentido de la justicia; y esto él lo tenía de sobra.

         - Y ahora -prosiguió, con brusca transición- pasemos a lo más importante: la designación de la comisión pro festejos patronales. ¿Por quién votan para presidente?

         - Pido la palabra, señor Jefe -hablaba Gumersindo Cáceres. -El año pasado, en esta misma sala, formóse una comisión idéntica en sus fines a la que hoy propone el señor Jefe. De la suma recaudada por ella, quedó en tesorería un remanente que se prometió emplear en beneficio de la escuela. Ya que se hallan presentes los miembros de la referida comisión, me parece oportuno investigar la inversión de los fondos.

         - Podría informarnos don Salvador Riveros, que presidió la comisión -sugirió el jefe, con voz apenas perceptible entre el murmullo general suscitado por las palabras de Cáceres.

         - Pero ¿quién le mete a usted, Mecindo, a ocuparse de asuntos que no le van ni le vienen? -prorrumpió el aludido, con evidentes muestras de disgusto; pero enseguida, como si quisiera complacer al Jefe, que lo estaba mirando, explicó: -La plata se va como agua. Y aquel insignificante restito, si mal no recuerdo -pasóse la mano por la frente-, se gastó en querosén y limpieza de calles, por orden de la Municipalidad.

         Cáceres exigió los comprobantes; de lo contrario, la Municipalidad debía rembolsar la suma.

         - Hay que obedecer a la autoridad y votar el presidente de la comisión de festejos -prefirió observar Riveros.

         - ¡Que Chaló devuelva el remanente! -la voz de Mecindo dominó todas las voces.

         - ¡No faltaba más, hombre! -Chaló miraba a Cáceres con gesto conciliador.

         - Que se designe el presidente de la comisión de festejos proponía una vez más el Jefe, incapaz de dominar la discusión, que apuntaba amenazante.

         - Propongo al señor Cavia -exclamó alguien aceptando el tema.

         Mientras Cavia agradecía, Medina propuso a su vez el nombre de don Salvador Riveros. La oposición fue general, y Cavia salió electo por aclamación. El padre Bolognini, por su parte, declinó la tesorería; él no podía autorizar con su firma rubros destinados a bailes y otras fiestas profanas. En cuanto a Medina, quedaba inhibido por haber integrado antes la comisión fallida. Sonó el nombre de Rodríguez; el estanciero declaró que se hallaba dispuesto a contribuir para los gastos, pero que no quería comprometer su persona para nada.

         - Yo soy incapaz de guardarme un centavo -Cáceres halló bien enunciar así su propia candidatura.

         - Si ninguno de ustedes quiere apechugar con la tesorería, aquí estoy yo. Ganemos tiempo -repuso Chaló, renovando en torno suyo las protestas.

         - Que Chaló sea el tesorero -el Jefe deseaba abreviar la sesión que se dilataba en discusiones estériles.

         - Voto por Martín Gauto -dijo Cáceres.

         - ¡Tarde píaste! ¡Ya me han nombrado! -exclamó Chaló, triunfante, acariciando con brío la empuñadura de su bastón. Luego llevóse a votación el cargo de secretario y la comisión acabó por integrarse con seis vocales.

         - Espero un variado programa de festejos -advirtió Colmán-, y después que traigan una buena banda de música.

         - ¿Qué parte de la suma recolectada se destinará a las fiestas religiosas? -indagó el padre Bolognini.

         - Una tercera parte -informó el flamante presidente.

         - Es poco. Exijo la mitad.

         - Me opongo -era Cavia. El cura lo miró torvamente.

         - ¡El francés no, es el único masón en el pueblo! -exclamó. -Formaré mi comisión de damas.

         - Designemos presidente y miembro de la futura corporación municipal. Rápido, porque la hora es avanzada - urgió el jefe.

         - La comisión municipal requiere particular atención, advirtió Cáceres. -Opino que se le dedique otra asamblea. - Es tarde -reconoció Colmán -pero podíamos ahorrarnos otra reunión presentando a elecciones la comisión de festejos, tal como se encuentra integrada.

         - ¿Se piensa quitarme la presidencia de la Municipalidad? -rugió el titular.

         - En vista de los progresos edilicios, le corresponde un merecido descanso - Cáceres se complacía en el sarcasmo.

         - Yo no renuncio.

         - No es cuestión de renunciar, don Chaló. La corporación cesa legalmente; y después de veinticinco años creo que se podría intentar un cambio -Mecindo lo miraba con expresión de desafío.

         - Usted parece que ha sido destetado con carne de loro, amigo Mecindo; pero le advierto que si me quitan la presidencia irán buscando otro local para la Municipalidad.

         - La Municipalidad tiene un local propio; la casa en que usted vive.

         - Es mía, mi casa, mi propiedad, ¿entiende? -subrayó Riveros vivamente-. Veintiséis años de ocupación continuada me la adjudican en legítima pertenencia. Hace rato que venía barruntando los propósitos de unos cuantos envidiosos que quieren despojarme de la Presidencia; pero madrugando más que ellos, me las he agenciado para quedarme, por lo menos, con el edificio. En mi poder obra el documento en regla.

         El jefe político fue el primero en salir de su asombró.

         - En ladino nadie te gana, Chaló-dijo y, en voz más alta: -La comisión de festejos se presentará a elecciones, y listo. Es tarde y tenemos otro asunto importante que resolver, los agasajos al hijo del senador. - Colmán pasó a organizar el programa de recepción en honor al anunciado personaje, luego dio por finalizada la reunión.

         - Pido la palabra y ruego a los señores que tengan un rato de paciencia -Martín Gauto se había puesto de pie y hacía grandes gestos con las manos.

         - Hable -ordenó el jefe, de mal talante.

         - Solicito del buen juicio, de las autoridades aquí reunidas, que se eche del pueblo al francés masonero y anarquista, que se hace pasar por el doctor Tourner. El intruso inquieta a la población, secuestra niños y hace otras cosas peores. Además, ejerce el curanderismo clandestino.

         - Gauto, el francés es doctor de veras y no médico chaé como usted-interrumpió Colmán. -El teniente Alonso ha visto su... ¿Qué fue lo que viste, Alonso?

         - Su diploma y credenciales, señor Jefe. Es doctor en medicina y miembro del Instituto de Historia Natural de París.

         - Sí, eso. Yo soy igual que mi general; quiero respetar a los que respetan y vivir en paz con todo el mundo.

         - Pero ese hombre no se sabe quién es, ni de dónde viene -replicó el facultativo, indignado.

         Blás Medina pidió la palabra.

         - Espere -ordenó Colmán, y dirigiéndose a Gauto, prosiguió: -Tampoco sabemos quién es usted ni de dónde viene, y aquí lo tenemos queriendo echar a otro. Ahora haga, uso de la palabra, Medina.

         - Ya no, señor Jefe; usted ha dicho lo que ya había pensado.

         - Mejor. Ya saben. Conmigo no se cuenta para perjudicar al prójimo -y con ello dio por terminada la sesión.

 

 

 

 

         Hacía unos meses que el facultativo Martín Gauto había llegado al pueblo en compañía de su esposa, Felicita Ibáñez, su hijastra y dos criados: Anuncia, mulata de cabello recortado al uso masculino, y Quelí, sordomudo y rengo. Todos hospedáronse en la fonda de don Gumersindo Cáceres.

         Gauto había solicitado y obtenido la autorización para ejercer la medicina dentro del radio del municipio, en mérito a unos certificados que le acreditaban ayudante del general Duarte, cirujano mayor del ejército de López. Si había que atender a los murmuradores, tal certificado no existía, y Gauto habría obtenido el permiso merced a unos pesos deslizados en el bolsillo de Chaló. Tal vez, la única verdad fuera el hecho de que, Gauto, en las postrimerías de la guerra, había conducido sobre sus espaldas el botiquín de campaña del general Duarte.

         Escapado de caer prisionero en Cerro Corá, habíase refugiado en Villa Concepción, donde hallara acomodo en casa de la viuda Felicita Ibáñez, muchos años mayor que él, madre de una niña y propietaria de algunos bienes raíces. Encomendóle la viuda el arado de las tierras; pero el mulato, que había adquirido una fuerte inclinación hacia la medicina desde que llevara a cuestas el botiquín del general Duarte, prefirió munirse de una cartilla en portugués sobre hierbas medicinales, original, decía, nada menos que del doctor Juan Vicente Estigarribia. Con ella comenzó a recetar sudoríficos y baños de pies, relegado en un desván de la casa de doña Felicita. Más tarde, y con la idea de adueñarse de las fincas, casóse con la viuda. Pero no le resultó muy brillante el negocio; la Ibáñez era mujer difícil de llevar. Afortunadamente, halló derivativos en la profesión hasta el día en que se le complicaron las cosas. Atribuyóse a su impericia profesional la muerte de una recién casada. Amenazado de muerte por el viudo, huyó en una chata que transportaba ganado, llevándose sus ahorros y los de su mujer. Cierto día, la Ibáñez fue informada de que su marido vivía en Asunción, buen mozo y emperifollado. Vendió casa y campo, y con el primer barco, bajó a la capital; traía dinero contante, más la noticia de que el viudo seguía impertérrito en su deseo de venganza. Estos argumentos decidieron al mestizo a aceptar de nuevo la coyunda, y buscando un rincón seguro, había venido a parar en el pueblo, bajó el apócrifo nombre de Martín Gauto.

         En Tava'í, Felicita sentíase a sus anchas. Su curiosidad natural encontraba pasto en el conocimiento de gente nueva; su única preocupación consistía en trabar relaciones y descubrir intimidades. La visita de cada nuevo conocido era celebrada por ella como una victoria. Y los vecinos, por su parte, daban en decir que por medio de una mesá guatá convocaba a los espíritus, los cuales ayudábanle en su manía indagatoria.

         Gauto, en cambio, no se conformaba con su nueva vida; echaba de menos el perdido albedrío y soñaba con hallazgos de tesoros estupendos que le permitieran liberarse definitivamente. Y fue así que cuando llegó a sus oídos el relato de la aventura de Melchor González, su imaginación voló sin freno, sus sospechas fueron plenamente confirmadas por el mozo: éste había divisado ascuas inmóviles y un bulto yacente cerca del mojinete. Gauto no necesitaba más para sus inducciones: ¡En los aledaños de la casa de doña Juana había entierros!

         Contagiado a su vez por el entusiasmo del mulato, González refirió a Marcelina que había visto en sueños, entre ortigas y caá-tai, al pie del cerro palenque, sendas tinajas rebosantes de doblones y carloscuartos.

         - ¡Miserias! ¡Desdichas! -le pronosticó la Espínola.

         - Pero el presagio se engañaba. Tres días más tarde, González estrenaba un terno negro del más fino casimir de Manchester, a expensas de don Liborio Rodríguez; por otro lado el mesa guatá de doña Felicita habíale profetizado que escalaría elevados cargos públicos.

 

 

 

 

         El calor se hacía casi visible en el ambiente; parecía una tenue neblina dorada por la claridad del crepúsculo.

         En los corredores del local de la Municipalidad hallábase reunida la comisión de festejos; sus miembros, vestidos de negro como para un funeral, esperaban al doctor Amancio Molas, delegado del candidato a senador por el distrito, el general Molas, su padre.

         Por un extremo de la calle Comercio apareció la caballería de cinco en fondo. Integraban la primera fila, el teniente Alonso, el Jefe político, el doctor Molas -joven de porte distinguido y facciones de impecables líneas-, el Juez de paz y don Salvador Riveros. Más de trescientos hombres formaban la comitiva, mitad a caballo, mitad a pie. Sucedíanse los vivas al doctor Molas y al general ausente; estallaban estruendos y cohetes; la polka partidaria rasgaba los aires despertando el entusiasmo frenético de la multitud.

         El teniente Alonso fue el primero en apearse. Siguiéronle el doctor Molas y sus principales acompañantes; los demás quedaron a caballo, en actitud de tranquila espera.

         Cavia dio lectura a su discurso de bienvenida. Después, adelantóse el gallardo representante del General. La cabeza descubierta permitía apreciar sus nobles facciones; el pueblo ovacionó su presencia fina, bondadosa y señoril. Con voz de grata resonancia, agradeció la gentil acogida y, en correcto castellano, expuso la plataforma política del candidato a senador. Las miradas convergían con admiración sobre su figura no muy alta, que emanaba un encanto cautivante.

         - Sus grandes ojos garzos brillaron de emoción al terminar.

         - Mi padre me ha encargado un abrazo para cada uno de sus antiguos correligionarios y amigos. Aquí estoy para dárselos -calló; su sonrisa destacaba el profundo hoyuelo del mentón. Acaso su belleza podría parecer afeminada si no fuera por la frente amplia y noble, la nariz firme un poco ancha, las cejas bien delineadas, los dientes fuertes y sensuales.

         Únicamente Chaló se presentó a reclamar el abrazo; los demás permanecieron huraños, como defraudados en sus anhelos más íntimos.

         El doctor Molas quedó cohibido. Carente de vanidad, creía haber fracasado en su oratoria. Aproximósele don Eduardo Colmán; paternalmente le advirtió que los discursos en castellano, por buenos que fueran, no convencían a los campesinos. Molas sintió afluir la sangre a sus mejillas. Durante toda su vida se había expresado en castellano o en francés, durante los años que pasara en Europa; considerábase incapaz de hilvanar dos frases en guaraní.

         - Amigo, entonces usted no pasa de ser un paraguayo a medias -reprochóle Colmán. - Si el pueblo se da cuenta de eso tiene perdidas las elecciones. Pero esta gente no se dispersará mientras el hijo de su general no les dirija la palabra en guaraní:

         La primera intención de Molas fue persistir en su negativa. Nada más cómodo; pero, dada su situación, debía salir airoso. Dio unos pasos hacia adelante; palpitóle el corazón al escuchar la nueva ovación, que resonaba más nutrida y más cálida. Pasóse la mano por los ondulados cabellos castaños y comenzó su arenga en el idioma nativo. Su pronunciación, insegura al principio, fue afirmándose por grados. Los vocablos se le desentumecían en el aire; diríase que se incorporaban uno a uno de algún desván polvoriento, donde permanecieran olvidados junto a los juguetes de la infancia, a las tímidas emociones de la adolescencia. Aplausos entusiastas ahogaron sus últimas palabras.

         - Mi padre lo recuerda con mucho afecto -dijo el doctor Molas a Riveros, que no se apartaba de su lado.

         - Hemos sido compañeros de armas -observó Chaló, y guió al joven hacia un grupo de señoras. -Estas son mis hijas, Evangelista, la mayor; Presentación, la menor; y Visita, la del medio... Aquí las primas, Braulia, Olegaría, Saturnina... Ésta es Socorro, mi esposa.

         El doctor Molas se inclinaba ante cada una, discreto, afable, cortés.

         Doña Socorro se aproximó al mozo; parecía satisfecha por adelantado de lo que iba a decir. Ella no dominaba la castilla, pero había comprobado un embuste de su marido. Contra lo afirmado por Chaló, que deseaba monopolizar toda conversación, el médico entendía y hablaba el guaraní. ¡Ya tendría tiempo de explicarle sus padecimientos! ¡Tantos tenía! ¡Y tan cansada estaba de curanderos! San Roque le enviaba un médico de veras. Pero, por el momento, lo dejaba para que pudiera ir a tomar el baño que su hija le tenía preparado, oloroso de rosas mosquetas.

         - ¿Con que usted me ofrece un baño de agua de rosas, señorita? -preguntó Molas cortésmente, ya en la casa, a Presenta, que le enseñaba el camino de su habitación.

         La hija menor de Riveros turbóse ligeramente. Era una morena lozana, asoleada y exuberante; sus ojos negros, orlados de tupidas pestañas, destellaban bajo las espesas cejas. Seguida del mozo, atravesó dos piezas obscuras y salió al corredor.

         - He aquí el baño -señaló un lebrillo de latón oxidado lleno de agua, debajo de un toldo de lona.

         El doctor Molas miró las corolas blancas flotantes en la superficie; tomó una de ellas, pasósela por la frente y apartó la vista de la boca bermeja, que se abría a su lado como una herida.

         - Si necesita algo, llame -advirtió Presenta, poniendo una mano sobre el brazo del médico. Antes de traspasar el umbral, volvió a mirarlo; en su rostro reflejábase la dicha.

         El doctor Molas sintió que aquella vitalidad le penetraba como un fluido.

 

 

 

 

         Hacía más de dos horas que había comenzado el baile. Llegaron los comensales de la cena ofrecida al doctor Molas, y Cavia propuso a éste que integrara el lancero. El médico miró su reloj; realmente consternado, disculpóse.

         - El calor, el trayecto a caballo, la cena, los discursos, me han agobiado. Padezco de una jaqueca horrible y necesito ir a la cama. ¡Son las dos menos cuarto, señor!

         El baile se realizaba en honor del doctor Molas. ¿Por qué desairar a la concurrencia? -insistió Cavia y, por complacer a este hombre que comenzaba a resultarle particularmente simpático, Molas accedió a permanecer un rato más.

         - Pero aquí en la calle -añadió; abrióse paso entre los mirones, se aproximó a la ventana y contempló la sala escasamente iluminada. El polvo que se levantaba del piso envolvía a los bailarines como en una neblina.

         A punto de retirarse, Molas sonrió sin saber por qué y se detuvo aferrado a la ventana; sus miradas no se apartaban de la niña vestida de blanco, que bailaba con el doctor Rojas. Esbelta y graciosa, emanaba de ella ese breve y sutil encanto de la primera juventud; su recato y reserva manteníanla como lejana e inaccesible. En las comisuras de sus labios carnosos y breves, el mozo creyó percibir un dejo de melancolía, «la nada del baile quizás» -se dijo para sí.

         - ¿Quién es ese ángel que baila con el doctor Rojas? - decidióse a preguntar por fin; la voz traicionaba su emoción.

         - Es la novia del señor -informó Gauto, señalando con la cabeza a Rodríguez, que se encontraba a su lado.

         Molas contempló el rostro cobrizo de expresión primitiva, la frente huidiza, los ojos torvos, los gruesos labios, y como temiendo la contestación, inquirió:

         - ¿Su novia, señor?

         Rodríguez hizo un leve gesto ambiguo.

         - El doctor Rojas parece hechizado -continuó Molas como si hablara consigo mismo. Sus ojos se obstinaban en seguir los escorzos del lancero; de vez en cuando miraba furtivamente al hombre zafio y huraño, que se le había indicado como dueño de la beldad.

         - Pero que no se descuide el doctor Rojas -terció don Martín Gauto. -Ya el teniente Alonso tuvo su merecido...

         A este punto intervino Chaló:

         - Mire a mi Presenta, doctor. No es porque sea mi hija. ¡Pero qué cuerpo, qué ojos! ¡Esa es una mujer!

         - Tiene razón, don Salvador -asintió Molas indiferente y dirigiéndose a Rodríguez lo felicitó por su elección. Luego apartóse de la ventana como a su pesar; la jaqueca se reflejaba en su pálido semblante.

         - ¿Quiere una aspirina, doctor? -inquirió Gauto, que advertía el sufrimiento de su colega.

         - Gracias. Preferiría unos gramos de citrato de magnesia.

         - Si viene conmigo, se los proporcionaré -saltaba a la vista el interés del mulato por conversar a solas con el médico.

         Molas se alejó en compañía de Gauto; andando, preguntó si era verdad que la niña de blanco y ese señor Rodríguez, eran novios.

         - Novios y algo más -el acento del facultativo revelaba cierto goce inconfesado.

         - ¿Qué dice? -en el colmo de la sorpresa. Molas llevóse la mano a la frente, como si la jaqueca amenazara fulminarlo.

         - Lo que oye. La Anita Lara es una buena pieza -y Gauto no esperó más para referir, a su modo, el episodio de la bofetada. Don Liborio había sorprendido a la muchacha entretenida con el teniente Alonso. ¡Aquello había sido un escándalo! El mismo lo había presenciado.

         - Y usted ¿qué hacía a esas horas? -preguntó Molas, con voz amarga.

         - De noche me ocupo en buscar plata ívíguí.

         - ¡Ah! ¿Tesoros?

         - Sí -Gauto entraba en su tema. Tesoros enterrados por los jesuitas al ser expulsados del país, o por las residentas. Porque usted debe saber que acá, la mayoría de los ricos deben su fortuna a los entierros. ¿Ve aquella casa de azotea? Pues, la mandó edificar don Nazario Sosa, triste peón de don Rudecindo Pinto hasta el día en que, carpiendo el patio en casa de su patrón, encontró una llave grandota sujeta a una cadena de hierro. Tiró de ella, y ¡zas! topó con una caja enorme, llena de alhajas y soles.

         - El doctor, con el ceño contraído, apretábase las sienes. Gauto, definitivamente olvidado del citrato, comenzó a suministrar detalles técnicos:

         - Cuando la atmósfera anuncia tormenta, como ahora, los entierros expiden llamaradas violáceas, lucecitas fosforescentes. Suelen escucharse también ruidos subterráneos; pero lo típico es la luz... Y, abruptamente, formuló al médico la invitación con que solía concluir estos monólogos:

         - ¿No le agradaría dar unas vueltecitas por el pueblo doctor? A lo mejor encontramos uno.

 

 

 

 

 

 

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