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MAYBELL LEBRÓN

  QUERIDO MIGUEL - Por MAYBELL LEBRÓN - Año 2019


QUERIDO MIGUEL - Por MAYBELL LEBRÓN - Año 2019

Poeta y narradora. Lectora infatigable de niña, escribió sus primeros cuentos y poemas en el año 1982. Desde entonces su carrera literaria ha estado jalonada con sucesivos éxitos. Es cofundadora de Escritoras Paraguayas Asociadas (EPA), miembro de su primera comisión directiva y presidenta en el periodo 2002-2004. Es miembro y exsecretaria de la Sociedad de Escritores del Paraguay (SEP) y de diversas entidades literarias y culturales.

Libros publicados

Memorias sin tiempo (cuentos, 1992); Puente a la luz (poemas, 1994) que ganó el Premio Voces Nuevas; Pancha (novela, 2000) fue distinguida con el Premio Roque Gaona; Tal vez mañana (poemas, 2003); El eco del silencio (cuentos, 2005); Cenizas de un rencor (novela, 2010); Poemas (poemas, 2015) que resultó ganadora del Premio Nacional de Literatura, 2015.

Cuentos premiados

Orden superior – Premio Veuve Clicquot Ponsardin; Gato de ojos de azufre – Premio Néstor Romero Valdovinos; Desvarío – Mención en el 10° Concurso de Cuentos del Club Centenario.

Nuevas ediciones de Pancha y Memoria sin tiempo llevan un agregado didáctico para facilitar su análisis, pues han sido seleccionados por el Ministerio de Educación y Ciencia (MEC) para la enseñanza de literatura en el Paraguay. Recientemente, 2018, Pancha fue traducida al francés y fue presentada en París, Francia. Así mismo fue motivo de un conversatorio en Berlín, Alemania. La obra de la autora (cuentos, poemas y novelas) fue publicada en libros y revistas culturales del país y del exterior, ha sido traducida a varios idiomas y figura en diversas antologías nacionales y extranjeras.

Fue nominada Benefactor de la Universidad Nacional de Itapúa (UNI) por el Decano de la misma, el Licenciado Hermenegildo Cohene, e invitada por la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) y por el Instituto Literario y Cultural Hispánico (ILCH) a presentar Pancha en Buenos Aires y Córdoba, con excelente acogida. Recibió el Diploma Honor al Mérito por su destacado aporte a la cultura nacional de la Universidad Iberoamericana, ingresando así al Mural de Honor con una placa de bronce.

 

 

 

 

QUERIDO MIGUEL

 

Por MAYBELL LEBRÓN

 

 

Querido Miguel:

Cuando aquella noche nos conocimos en la fiesta del lago supe que, tarde o temprano, te pertenecería.

Al bailar, evité el contacto de mi pecho con el tuyo: así ocultaba la violencia desatada en mi interior. Me creíste tímida; no sabías de mi esfuerzo en recomponer el rostro, cada vez que nos volvíamos a encontrar, para no dejar traslucir el impacto de tu presencia. Con un estremecimiento, esperaba hasta verte a mi lado, y tu cortés “¿qué tal?” desbocaba el ritmo de mi pulso. Me sentí feliz al descubrir la pasión contenida en tus ademanes lentos, en la frialdad de tus ojos verdes. Soñaba con tu cuerpo de reflejos dorados y despertaba bebiendo tu aliento en la pieza oscura y desierta. Te quería con locura. Aún hoy, pese a todo, te sigo queriendo.

Un día mencionaste como al descuido: “Mañana vuelvo al Chaco, no puedo abandonar mis cosas”. Miré hacia el lago para esconder las lágrimas; una chispa divertida iluminó tus ojos: “Volveré en quince días, ¿serías capaz de acompañarme a la selva?”. Y sentí en la boca ese beso quemante y posesivo que selló mi destino. ¿Lo recuerdas?

Volviste. A tu lado escalé, uno a uno, los peldaños de la dicha. Eras gentil, fuerte, bello. Y me adorabas.

Comprendí tus silencios cuando me enteré del accidente. El pequeño avión perdido, y con él tus padres. Tiempo después, hallaste sus cuerpos mutilados por las fieras. Allí, en un claro del monte, hay dos cruces que un machete mantiene siempre libre de malezas. “Eres el único amor que me queda”, decías, y tu rostro se opacaba en el recuerdo.

¿Acaso olvidaste la capilla de San Bernardino, adornada con flores del campo? Fue mi pedacito de paraíso. Juré hacerte feliz. Apenas terminada la ceremonia cambié mi vestido de novia por botas y jeans para abordar la avioneta reluciente, estacionada en el rústico aeropuerto. Estabas excitado y radiante: en mi asiento, un ramo de rosas rojas; en los mandos, tú. Maravillada y dichosa, nos elevamos en aquel recinto aromado, flotando entre madejones de nubes transparentes, con el sol que estallaba contra los vidrios de la cabina y, allá abajo, un verdor interminable estriado de esteros y riachos. El camino a nuestro hogar fue una experiencia inolvidable.

La pista terminaba en el galpón de los peones. Te pregunté, sorprendida: “¿Dónde está la casa?”. Me tomaste de la mano y cruzamos un bosquecillo para llegar al primer círculo. Tú reíste de mi extrañeza.

¿Para qué esa doble valla alrededor de la construcción, como dos fuertes anillos de diferente diámetro, y la casa en el centro del más pequeño. Me contestaste: “Es por los perros”. No los vimos; estarían encerrados. La vivienda, herencia de tus padres, era hermosa aunque no muy amplia.

¡Qué felices fuimos! Al levantarme te encontraba en el comedor; habías dejado sobre la mesa el canasto con carne, frutas, o simplemente flores recogidas en tu salida matinal; al mirarte, me sentía enredada en tus pestañas como en una red que me cortaba la respiración. Hacíamos largos paseos, a caballo o a pie, hasta el final de los senderos bloqueados de selva. Me enseñaste el canto de los pájaros, a distinguir los animales por el ruido de su furtivo andar en la espesura; los ojos agrandados, presencié en el corral el brotar de una vida, y mis entrañas respondieron al llamado con una contractura dolorosa y dulce.

Mi único temor fueron los perros: seis enormes dóberman y un solo amo: tú. Te veía entrar en la “franja de los perros”, hablándoles pausadamente, con cariño; sin arrebatarte la carne, en sumisa espera, giraban a tu alrededor babeando de impaciencia. Los peones nunca franqueaban el montecito si no los llamabas a trabajar en el jardín; o a la hija de la machú, para el arreglo semanal de la casa. Ellos también se parecían a los perros: el miedo servil en los ojos y el recelo de acercarse demasiado.

Me lo habías advertido: “No salgas ni dejes pasar a nadie por el patio de los perros. Pueden ser despedazados”.

Al caer la tarde veía sus manchas oscuras; la hilera aguda y blanca de sus bocas abiertas; las ascuas brillantes de su mirada de demonios, lanzados a una ronda inacabable. En tu ausencia, trancaba puertas y ventanas: solo quedaba prendida la vela ante la Virgen.

Aprendí de tus labios que los indios eran los únicos capaces de atravesar la espesura. ¿Te acuerdas? Un día pregunté cuándo volvería el avión. De espaldas, con voz neutra, contestaste: “Está descompuesto; esperaremos a que se arregle”. Y luego, girando en el asiento, frente a frente: “¿Acaso quieres volver? ¿No te basto?”. Tus brazos se extendieron hasta alcanzar mis hombros para hundirme en tu pecho con olor a cuero y maleza. Me entregué, como siempre, vencida y dichosa.

Una vez te pedí: “Miguel, no lo evites más; quiero un hijo”. Vibraron las comisuras de tus labios; por las rajas de los párpados contraídos saltaban destellos de pedernal: “Te quiero demasiado; compartamos este amor sin nada que nos separe; no hablemos más de esto”. Inseguro, tomaste el sombrero al salir, sin volverte. No lo olvidaste, ¿verdad? Temblorosa, incrédula, puse las manos sobre el vientre, hasta que el dolor de las uñas clavadas en la carne me volvió a la realidad.

Desde aquel día los perros no regresaron a sus jaulas: los sentía jadear del otro lado de la valla de estacas, devorando, feroces, las ratas y lagartos que osaban invadir su feudo. Siempre que salíamos de la casa o alguien traspasaba los cercos, estabas allí.

A veces, me parecía oír un ruido lejano de motores y me acercaba a la ventana, buscando la silueta plateada con todos mis sentidos alerta y una ilusión que se iba desgajando al pasar los minutos. Más tarde me enteré que habías hecho construir otra pista en un puesto lejano. ¿Por qué, Miguel? Te dije mi extrañeza por haber escrito tantas cartas sin recibir respuesta. Insinuaste, despectivo: “No tendrán interés en contestarte”. “Eso no es cierto”, estallé.

Prendiste un cigarrillo, mientras revisabas concienzudamente las planillas. Al mirar tu hermoso perfil, descubrí un rictus cruel en la boca; todavía lo estaba observando cuando te levantaste; sentí tus manos buscar mi cintura, el calor de tu aliento quemarme el cuello; el trazo húmedo de tu lengua resbalando, hasta hundirse en mi boca. “Te quiero, te quiero mucho”, dijiste. Sabía que era cierto.

Entraba por la ventana el pálido rosa del amanecer, acuchillado de sol: ya estabas listo para salir: me diste un beso, creyéndome dormida; luego, el ruido de las espuelas alejándose. No tenía ganas de levantarme; no tenía ganas de nada.

Más tarde, con la taza de café en la mano, abrí la puerta: las plantas descuidadas; los perros anhelantes hurgando en las junturas de la empalizada; el campo y el arroyo, tan cercanos; sin embargo, bien podría yo morir de sed. ¿Sabes? No me asusta la palabra: desde que tú me hiciste estéril ya me siento casi muerta. Con un hijo a mi lado todo hubiera sido diferente, tú, que dices adorarme, me lo negaste. Hoy, cuando vuelvas y me encuentres destrozada, odiarás a lo único que también querías: tus perros.

 

Hasta siempre,

Julia.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente:

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 MUJERES EN SU PROPIA COMPAÑÍA

Páginas 131 al 136

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