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TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ (+)

  TRADICIONES DEL HOGAR - Relatos de TERESA LAMAS CARÍSIMO DE RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 1921


TRADICIONES DEL HOGAR - Relatos de TERESA LAMAS CARÍSIMO DE RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 1921

TRADICIONES DEL HOGAR

 

Relatos de

TERESA LAMAS CARÍSIMO DE RODRÍGUEZ ALCALÁ

 


Edición digital:Alicante :

 Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000

N. sobre edición original:

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay), [s.n.], 1921.

 

 

Enlace con el ÍNDICE de TRADICIONES DEL HOGAR en BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES (Enlace al espacio de la BVC en Portalguarani.com)

OFRENDA

VENGADORA

EL RETRATO

PANCHA GARMENDIA

PAÍ-CHÍ

EL ORIGEN DEL MONO

TAPERÉ

FRANCIA TIEMPO-PE-GUARÉ

«CARAU»

TAREA JHAPE

YREMBEY-POTY

UN COMBATE SINGULAR EN CURU-PAYTY (Premiado en el concurso de cuentos nacionales de «El Diario», año 1919)

 

 

OFRENDA

     Mamá:

     He aquí revelado nuestro secreto. Como todos los años, queríamos hacerte un obsequio en tu día y después de celebrar muchos conciliábulos hemos decidido reunir algunas de tus composiciones literarias en un volumen para ofrecértelo con la renovación de nuestra ternura.

     No sabemos cuál será el juicio de la crítica sobre tus escritos, pero sí podemos asegurarte que estas páginas serán para nosotros las páginas más hermosas, porque al leerlas nos parecerá oír de tus labios los relatos que ellas contienen. Y evocaremos dulcemente el bello cuadro familiar: tú haciendo una labor a la luz de la lámpara, en los anocheceres de invierno, y nosotros rodeándote, trepados mimosamente en tu regazo los más pequeños, atentos todos como en misa, oyéndote contar la desventura de la gentil abuelita que trocó su medallón de oro por una tosca barra de hierro destinada a engrillar[6]a su esposo, o la hazaña de aquel tío tuyo, que siendo un niño se batió heroicamente, en defensa de la patria, o el misterio, que nos helaba la sangre, de la caída del retrato de nuestro bisabuelo el mismo día y a la misma hora en que éste sucumbía en Estero Bellaco.

     Éste es nuestro regalo, mamá. Te debíamos un ramillete de flores y helo aquí: son las flores de tu inteligencia que nosotros hemos enlazado cariñosamente en un ramo fragante y te ofrecemos con orgullo filial.

Tus hijos



VENGADORA

 

(Primer premio en el concurso de cuentos nacionales

de «El Diario», año 1919)

     El teniente Bazarás había sido comisionado para practicar un reconocimiento de las posiciones enemigas y capturar algunos centinelas de quienes se necesitaba obtener informes. Tratábase de una comisión difícil y arriesgada. Era necesario atravesar un largo estero si se quería eludir la vigilancia que los aliados ejercían sobre los lugares de acceso fácil. Bazarás tenía un temple de alma capaz de las mayores audacias. Amaba el peligro, le entusiasmaban los lances atrevidos, iba a tentar la muerte con el mismo ánimo alegre y confiado que a una fiesta. Debía partir al caer la noche para que las sombras amparasen su expedición. Antes de emprender la marcha fue a despedirse de su madre que corría con él las vicisitudes de la guerra, siguiéndole de campamento en campamento, volando a su lado en los combates, animosa y lista para recibirlo en sus brazos cuando le tocara caer, si le tocaba.

     Era la señora de Bazarás una hermosa anciana, del tipo físico y moral, ya raro, de nuestras abuelas Capaz de las más infinitas ternuras, lo era también de los más inauditos heroísmos. Resplandecía en su rostro esa noble expresión de altivez que es el sello inconfundible de los linajes de vieja capa. Tenía blanca como una flor de samuhú la escasa cabellera y surcada la faz por profundas arrugas que hablaban de dolor y de experiencia. Sentada en una silla de madera, junto a la puerta del ranchito improvisado en medio del bosque, cerca del campamento, la anciana hilaba a la luz exigua del crepúsculo. Como todas nuestras abuelas, no hubiera sabido qué hacer del tiempo si no lo empleara en esa clásica labor de los viejos y austeros hogares paraguayos.

     -Mamá, dame tu bendición...

     -¿Adónde vas, mi hijo?

     -El general acaba de confiarme una comisión difícil y debo partir ya.

     La anciana atrajo hacia sí al hijo que idolatraba, lo beso larga y efusivamente en la frente, sin decir una palabra, y mientras el joven se alejaba, elevando los ojos al cielo lo bendijo, trazando en la sombra la santa señal de la cruz.

     -¡Dios y la Virgen te bendigan, mi hijo, y te me devuelvan vivo!

     Carlos, el teniente, era su orgullo y su motivo de vivir. Muerto su esposo como un héroe en un horrible entrevero al arma blanca, y muertos dos hijos más en un legendario asalto, en Carlos había concentrado todas sus ternuras y todos sus orgullos. No era él, sin embargo, el único hijo que le quedaba, y cuando la anciana pensaba en el otro, su noble frente pensativa y triste se nublaba, suspiraba su pecho, y una lágrima rebelde traicionaba su voluntad de ser fuerte...

     Tomó la silla y entró en el ranchito. En el fondo, sobre el cimiento de un árbol cortado para el efecto, una vela ardía al pie de una imagen de Nuestra Señora de los Milagros que ella trajera de su casa solariega de la Asunción y la acompañaba en sus peregrinaciones en pos de los ejércitos. Se prosternó ante la Virgen hincando las rodillas en la húmeda tierra del piso y se puso a orar con intensísimo fervor. Oraba por su hijo que en ese momento exponía una vez más su vida. Horas tras horas pasaron sin que interrumpiera el rezo, ni cambiase de postura, sumida en éxtasis en su ardiente clamor al cielo. De cuando en cuando pasaba por delante del rancho una patrulla que iba a recorrer las líneas exteriores del campamento, y los soldados, viendo rezar a la anciana, acallaban conmovidos el rumor de sus armas para no turbar su plegaria.

     ¡Silencio! ¡Ni una palabra, ni el menor!

     Se habían desmontado para evitar que el fuerte chapotear de los caballos en el fango denunciase su presencia al enemigo que montaba la guardia a muy corta distancia. Estaban en pleno estero. Las aguas verduscas, sobre las hacía cabriolas la luz de la luna, estaban heladas en aquella cruda noche invernal. A veces, uno de los pájaros que anidaban en los cortaderales del estero, se espantaba al paso de los soldados, y éstos tenían que permanecer largo rato quietos, sumergidos en la pestilente charca para que los centinelas, despabilados por el repentino vuelo del ave, no descubriesen su presencia. Otras veces, una víbora salía de su guarida del pajonal para atacarlos, y era terrible la escena que se desarrollaba entonces. Para evitar todo ruido, tomaban el peligroso animal y le apretaban la cabeza con todas las fuerzas, convulsivamente, hasta matarlo en silencio, sin respirar siquiera. Si el reptil mordía a un hombre, éste sacaba el cuchillo y estoicamente se rebanaba la parte mordida y seguía avanzando sin exhalar una queja, sin lanzar un suspiro...

* * *

     Quiso gritar y no pudo. Unas manos de hierro le apretaron la garganta, otras le arrebataron las armas y le tendieron en tierra. Y como ese centinela, tres más habían caído en poder de los soldados de Bazarás, sin tener tiempo ni para dar un grito. El campamento enemigo estaba sumido en el silencio, más profundo y a Bazarás se le ocurrió ir a despertar a los dormidos batallones llevándoles un ataque con sus cincuenta hombres. Sentía ya la fruición de caer de improviso, como un torbellino, dar una sableada de las que tanto le gustaban y retirarse luego, dejando atrás el pánico y las huellas de sus sables.

     En eso se oye un rumor de caballería que avanza, y el teniente y los suyos sólo tienen tiempo para echarse en tierra ocultándose en un matorral. Un capitán con varios oficiales aparece, se detiene y llama a gritos a los centinelas. Nadie le responde, hasta que, de repente, los paraguayos, obedeciendo a la señal de un leve silbido, saltan del matorral, y unos con sus lanzas y otros con sus sables acuchillan a la partida. Sólo escapa con vida el capitán, aunque herido, después de herir a su vez al teniente Bazarás. Cunde pronto la alarma en el campo enemigo y los nuestros se echan en seguida en el estero cuyos laberintos sólo ellos conocen. Llevan consigo cuatro centinelas enemigos.

* * *

     Amanece cuando el bravo oficial, después de dar el parte correspondiente a su jefe y de presentarle los centinelas capturados, se dirige a ver a su madre. Esta rezaba todavía, inmóvil ante la Virgen, cuando, antes de oír ningún paso, un presentimiento que únicamente las madres saben tener, le advierte que su hijo retorna. Se incorpora y corre a su encuentro dando gracias a Dios que se lo devuelve. Lo abraza tiernamente y sólo después de los primeros transportes se da cuenta de que Carlos está herido. Se alarma, pero con extraordinaria fortaleza de espíritu se domina, examina la herida, comprueba que no es grave y ella misma se pone a curarlo, que dos años de guerra la han enseñado a contener una hemorragia y a conjurar una infección.

     El teniente está triste y silencioso y su madre lo advierte. Quiere darle ánimos y le dice que su herida es insignificante y que pronto podrá renovar sus hazañas.

     -No, mamá -contesta- no es eso lo que me tiene triste y abatido. Yo pude matar al que me hirió antes de darle tiempo para defenderse; pero cuando lo reconocí, se me heló la sangre en las venas, me temblaron las manos, creí que me iba a estallar el corazón y una súbita fiebre me hizo arder la cabeza. Mientras recobraba la serenidad me alcanzó con su espada y huyó. ¡Si supieras quién fue mi heridor, madre mía!...

     La anciana tembló de pies a cabeza primero; luego, echando centellas por los ojos, rugió más que preguntó:

     -¿Era él? ¿Lo viste por fin?

     -Sí. Es capitán de los aliados.

     Y sobre madre e hijo cayó una densa sombra de dolor, de tristeza, de vergüenza...

* * *

     Se peleaba duramente en Curupayty, la más espantosa batalla de la guerra. Un puñado de paraguayos, en comparación con las imponentes columnas incesantemente renovadas de los enemigos, defendía las trincheras inmortales con heroísmo estupendo. Una mujer con aires inconfundibles de matrona a pesar de la humildad de sus vestidos, recorre la línea de la defensa, alcanzando agua a los heridos y balas a los tiradores cuando ello es menester. Sus ojos febriles miran hacia la parte exterior de la trinchera, como buscando algo. De pronto un aire de resolución suprema endereza su cuerpo y relampaguea en sus pupilas. Se precipita sobre el parapeto mismo, toma un fusil cargado, ocupa un puesto que acaba de dejar libre un soldado que cae herido y hace fuego. Carga nuevamente el arma y dispara otra vez. Luego arroja el fusil y corre hacia donde el teniente Bazarás, ya repuesto de su herida, se bate como un león, y sin que se altere el acento de su voz, serena, solemne, implacable como la justicia misma, exclama:

     -Pedro acaba de morir...

     -¿Lo viste tú mamá?

     -Sí. Lo he buscado entre los asaltantes y al verlo no sé qué terrible voz resonó en mi alma. Vi el cadáver de tu padre y de tus dos hermanos muertos defendiendo nuestra bandera; vi tu sangre de la otra noche; vi el infortunio inmenso de nuestra pobre patria y no pude contenerme: un impulso más fuerte que mi voluntad puso un fusil en mis manos, le aseché, le tiré y él cayó al golpe de mi tiro...

     Sólo entonces cedió la fortaleza de la anciana. Y sintiéndose madre, rompió a llorar amargamente, no sé si de dolor o de vergüenza...


 

 

EL RETRATO

 

     Nuestros soldados peleaban duramente allá abajo. La capital paraguaya estaba sumida en letal tristeza, atenta solo al rumor doliente que venía de los campos de batalla. Con el batallón 49, famoso en los anales de la guerra, había marchado a engrosar las filas de combatientes la mejor juventud de la Asunción. Fue una tarde memorable aquella en que el 40, mandado por Díaz, partió de la capital. Organizado apresuradamente, antes de salir a campaña fue sometido a una intensa instrucción militar que sus hombres recibieron en la antigua plaza San Francisco -hoy Uruguaya- donde los caballeros asuncenos marchaban y contramarchaban marcialmente, se desplegaban en guerrillas y simulaban cargas heroicas a la vista de sus familias que acudían en tropel para verlos evolucionar. Pocas semanas bastaron para adiestrar a aquellos futuros héroes en el manejo de las armas y en las evoluciones militares. Vino la orden de partir. La ciudad toda voló al puerto a ver embarcarse a la brillante mozada que dejando los halagos del hogar iba a correr la suerte de la sangrienta campaña. Manos trémulas y pañuelos empapados de lágrimas se alzaron como bendiciones en la angustia de la despedida, mientras lentamente los barcos soltaban sus amarras y los cobres de una música militar daban al aire las notas violentas de una bulliciosa galopa.

     -No quiero que vayas al puerto a despedirme -le había dicho mi abuelo paterno a su esposa que rivalizaba con él en el esfuerzo heroico y generoso de aparecer serena.

     -Temo que me falte coraje y no quiero que me vean flaquear.

     Ella guardó silencio. Preparaba con prolijidad que su zozobra no lograba distraer las cosas que el soldado tenía que llevar, desde los abrigos indispensables y los yuyos de la farmacopea casera de eficacia tan encarecida por la tradición, hasta las golosinas predilectas del guerrero que la joven esposa había cocinado con cariño. Cuando el sargento de su compañía, un amigo y vecino suyo, llegó a buscarlo, el abuelo se despidió tiernamente de los suyos, dio, ya en marcha, los últimos consejos a los tres hijitos que le miraban pasmados y calle del Sol abajo -hoy Villarrica- se perdió de vista. Tuvo la entereza de no volver ni una sola vez la cabeza.

* * *

     Fue una tarde en que Mme. Lynch estaba de visita en casa de mis abuelos, que aún se conserva, tal como ellos la mandaron edificar, en la calle Villarrica y Ayolas, esquina sudeste. En el testero de la sala, un retrato de cuerpo entero del esposo ausente daba a mi abuela la ilusión de la amada compañía. Los ojos vivísimos y los labios sonrientes parecían animar la imagen con un soplo de vida y en la impecable elegancia del conjunto, que fuera distintiva del soldado, la figura adquiría un relieve fascinante. Mme. Lynch hablaba de las novedades que un cargamento que acababa de llegarle por Puerto Suárez, después de un viaje de más de un año, le trajera de París. Ponderaba, sobre todo, la preciosura y riqueza del vestido que tenía puesto, cuyo color gris perla sentábale admirablemente. Una vieja negra esclava servía una taza de chocolate cuando en un movimiento torpe, resbaló y cayendo junto a Mme. Lynch dejó volcar el contenido de la chocolatera sobre su falda. La Lynch lanzó un grito de horror al contemplar el estrago. La esclava, aterrorizada, pedía perdón con infantil espanto, mientras su ama, entre graves recriminaciones(1)a la autora del daño, procuraba repararlo lo mejor que podía. A la explosión de ira de la Lynch y a los lamentos de la esclava siguió un silencio penoso. El soberbio vestido había quedado inservible. En la lividez de su semblante y en la dureza de su sonrisa convulsiva, se reflejaba el íntimo furor que devoraba a la damnificada.

 

 

     Como para poner términos a la escena, en ese momento ocurrió una cosa rara. Mi abuela, que siempre ocupaba un sillón situado frente al retrato, notó que éste sufría una ligera oscilación. Creyó al principio que fuera ilusión de sus ojos, pero observando bien comprobó que el cuadro se movía. Presa de un inexplicable sobresalto llamó la atención de la Lynch sobre el fenómeno y cuando ésta corroboraba que, efectivamente, el cuadro se inclinaba, el retrato cayó estrepitosamente al suelo.

     Y fue aquello una cosa asombrosa. Sostenida estaba la tela por un fuerte cordón prendido a una escarpia firmemente clavada en el sólido muro. Serradas estaban las puertas y ventanas, por lo cual no cabía la suposición de que una ráfaga de viento hubiera ocasionado la caída del cuadro: ¿a qué podría atribuirse el hecho?

     Las dos señoras se quedaron abismadas en la superstición del misterio. Hasta la esclava olvidó su reciente espando para caer de rodillas rezando un rosario. Fue mi abuela la que rompió el silencio para decir entre dos sollozos que le arrancó un íntimo y repentino presentimiento:

     -¡José María ha muerto! Me lo dice el corazón.

     Y levantando el retrato humedeció el óleo, al besarlo, con un torrente de lágrimas.

____

     Dos días después la larga pitada de un vapor que llegaba sacudía con una emoción extraña el corazón de la dama. Tuvo la certeza de que el barco traía para ella noticias terribles y dejando la labor en que su espíritu industrioso empleaba el tiempo no reclamado por el cuidado de la casa, se echó a la calle para correr al puerto. No había andado dos cuadras cuando el llamado de una voz amiga la detuvo. Era un oficial que llegaba de los campamentos.

     -¿Y mi esposo, qué sabe de mi esposo? -preguntó ella atropelladamente y a gritos.

     -Para usted traigo un mensaje del Mariscal, doña Teresa. Le hace decir el señor Presidente que «el porteño -llamaban así a mi abuelo don José María Lamas por su proverbial elegancia y sus frecuentes viajes a Buenos Aires- supo morir tan guapamente como bailaba el minué en el Club Nacional...

     -Ya me lo tenía dicho el corazón -exclamó anegada en llanto la joven viuda. Y luego, en un minuto de tregua-: ¿cuándo murió? -preguntó al oficial amigo que, conmovido ante su dolor, guardara silencio.

     -El 2 de mayo a las 5 de la tarde, en Estero Bellaco.

     -Sí, el 2 de mayo a las 5 de la tarde -replicó maquinalmente la infeliz-. El mismo día y la misma hora en que se desplomó misteriosamente su retrato.

. . . . . . . . . . . . . . . . .

     El cuadro de la tradición familiar se conserva aún en el hogar de mis mayores, salvado de todas las peripecias de la «Residenta» durante la cual su dueña lo guardo como un tesoro no desprendiéndose de él jamás. Y hoy, cuando observo la fulgurante expresión de sus ojos y la acicalada pulcritud del porte todo, del que se destacan las cuidadas patillas, siento una singular sugestión al imaginarme al bizarro caballero, que según las crónicas de aquel tiempo dirigiera memorables cotillones en el Club Nacional, peleando en algún ensangrentado matorral, descalzos los pies, abierta sobre el pecho la desgarrada camisa, el uniforme hecho girones, cubierto de sudor y estremecido de heroísmo, hasta caer trasmutando con su último aliento un soplo de vida al retrato que en el hogar presidía las largas y tristes horas de la espera...


 

 

PANCHA GARMENDIA

 

     En las tertulias familiares, cuando en las horas que siguen a la siesta mis viejas tías se reunían a devanar sus recuerdos contando tradiciones de su rancio linaje, cosas de antes de la guerra o acontecidos de los tristes días de la «Residenta», siendo yo niña había oído hablar de Pancha Garmendia como de una heroína y de una mártir. Años después, una tarde que fui saludar a una de mis tías, a quien sus ochenta años achacosos tenían encerrada en sus tres veces secular caserón de leyenda, ella me preguntó consternada:

     -¿Pero es cierto que están echando abajo la casa de Pancha Garmendia?

     -Sí, tía. Ya no es sino un montón de escombros. ¿Le duele a usted?

     Y la noble señora, cuya portentosa lucidez no pueden apagar los años, que ve con los ojos del alma las cosas de su tiempo y oye el lejano rumor interior de su juventud triunfante, se sumergió penosamente en sus recuerdos. Para ella el vetusto caserón era una reliquia. No lo veía sino embellecido por la aureola de la tradición, todo él aromado de poesía y arcaísmo.

     -Cuénteme algo de Pancha, tía Loló -le dije, sintiendo que su alma vibraba al recuerdo de aquella figura ideal de mi sexo y de mi raza-. Otras veces me ha dicho usted que la conoció y fue su amiga.

     Con unción, con íntimo enternecimiento lleno de amargura, púsose la anciana a evocar la imagen de la mártir.

     -Imagínate -me dijo- toda la belleza, la majestad y la gracia de las mujeres más hermosas que conozcas, reunidas prodigiosamente en una sola, y tendrás a Pancha Garmendia. Blanca, de una admirable palidez fresca de azucena; alta, esbelta y armoniosa, iluminábanle el rostro, dándole angelical expresión, unas pupilas celestes de mirar suave y soñador. La cabellera, muy negra, reluciente y rizada, teníala siempre cuidadosamente peinada en bando o rematada atrás con un moño bajo que se arrollaba graciosamente sobre la albura de la nuca. Este peinado habíalo puesto de moda en la Asunción una artista que actuaba por entonces en el viejo teatro que quedaba en la calle Paraguay Independiente entre Atajo y 25 de diciembre y las muchachas lo habíamos bautizado con el nombre pintoresco de «peinado caú». Vestía Pancha con primor, pues siendo discretamente coqueta gustábale realzar con atavíos sentadores el natural encanto de su belleza. Y te aseguro hija que lo conseguía a la maravilla.

 

 

     Criada por unas tías que la adoraban, las distinguidas señoras de Barrios, éstas habían hecho de ella una joven que al par que llena de virtudes lo estaba de los atractivos de una instrucción poco común. Figúrate lo que esto representaría en aquel entonces, en un tiempo en que nuestros padres no nos enseñaban a leer a sus hijas para evitar que pudiéramos comunicarnos con nuestros novios...

     Tenía Panchita reputación de orgullosa, pero no lo era en realidad. Era, sí, muy digna y muy altiva, y sólo abría su alma a la expansión del dolor, en los días de sufrimiento que muy pronto amanecieron para ella, cuando echada de hinojos ante la Virgen imploraba su consuelo y su ayuda. Uno de los jóvenes más simpáticos y apuestos de aquel tiempo, Perico Egusquiza, se prendó de Pancha, y recuerdo como si fuera ayer que en una tertulia habida en casa de mis primas las de Bazarás, en la calle que hoy se llama Villarrica y que entonces se llamaba del Sol, Panchita, enamorada a su vez del mozo, le dio el sí que había de pesar sobre su vida como un juramento inviolable. Pero ya por entonces Solano López pretendía a la niña y cuando Perico y su novia creían poder ser felices, el primero recibió, una mañana, orden de alejarse de la ciudad. La separación debió haberle sido dolorosa, pero envuelta en su altivez guardó para sí su angustia y sólo la Santa Imagen que presidía la castidad de su alcoba vio el llanto de sus ojos y la crispación de dolor de sus manos en la conjunción mística de las plegarias.

     Yo la vi por última vez al pasar un día por su casa, que quedaba cerquita de la nuestra, en la esquina de la calle de la Ribera y 14 de mayo. Estaba sentada junto a la ventana de su cuarto y vestía un traje celeste que la embellecía maravillosamente; el amplísimo miriñaque idealizaba la finura cimbreante de su talle y las mangas anchas, que se usaban entonces, realzaban el primor de sus manos divinas; manos de eucarística blancura bajo cuya piel suave y transparente el azul de las venas evocaba rutas de ensueño; manos de lirio consagradas a sostener gloriosamente, hasta morir, ¡el velo ideal de su pureza inmaculada! Hacía como que leía, pero la vaga expresión de sus ojos indicaba que su pensamiento estaba lejos, muy lejos del libro que tenía ante sí, allá donde otro(2) ser torturado por el amor correspondía a su secreta ansiedad y seguía el ritmo apasionado de los latidos de su corazón. Aún creo verla en toda la deslumbrante belleza de su perfección ideal; parecía la realización milagrosa de una fantasía ar artística. Los años han transcurrido y la mudanza de las cosas ha devastado el panorama de mis recuerdos; pero a pesar de todo, no he pasado una sola vez por la casa que fue de Pancha sin que mis ojos vieran, por obra de un espejismo milagroso, asomada a la ventana que quedaba junto a la esquina, la figura de aquella niña a quien el sacrificio idealizó haciendo de su nombre un símbolo sagrado para la mujer paraguaya...

     Mi tía guardó silencio y yo, contagiada de su emoción, calló también. Procuraba corporizar con la imaginación la figura de la heroína: yo también la veía con su atavío azul, abierto un libro en las manos, perdida a lo lejos la dulce y triste mirada de sus pupilas celestes... Después de un momento puse fin al silencio:

     -Cuénteme, tía Loló, como murió Panchita.

     -Te contaré lo que oí contar a mi vuelta de la «Residenta». En la trágica retirada de López hacia los confines de la patria, Pancha Garmendia fue obligada a seguirlo. Una de sus tías la acompañaba. El Mariscal solía mostrarse solícito con ella, a pesar de la inquebrantable y desdeñosa firmeza con que la niña resistía a sus apasionados asedios. Una noche la sentó a su mesa. El hambre que ahuyentara de su cuerpo las rosadas carnes que dieran lozanía a su hermosura, hízola aceptar el convite, pues en aquella dantesca marcha a través de desiertos y envuelta en las sombras del desastre, sólo en la mesa de Solano López se comía. Sirviéronse manjares delicados. De una conserva de perdiz comió Pancha con ansia devoradora que revelaba su hambre. El Mariscal la miraba con ojos de pasión; la Lynch, a quién mortificaba la presencia de la niña, no le sacaba de encima la fría mirada de odio de sus hermosas pupilas celestes que parecían dos aceros...

     De pronto Panchita cesó de comer.

     -¿No comes más, Pancha? ¿Es que no te gusta?

     -Sí, me gusta mucho señor, pero deseo pedirle un favor...

     -¿Qué quieres?

     -Mi tía, mi pobre tía... Hace mucho que no come... ¿Me deja llevarle este resto de perdiz?

     Lo dijo vacilando, con los ojos llenos de lágrimas, sin alzar los párpados, temblándole la voz.

     Un arranque de generosidad conmovió a López: tomó la lata que contenía la conserva y se la ofreció a Pancha, sin darse por advertido del disgusto que su galante obsequiosidad producía a la Lynch y que ésta no puso el menor cuidado en disimular.

     Días después, una tarde, López tomaba mate en su campamento. Paseábase con paso agitado, pensando en la triste suerte de sus armas, en la hora definitiva que le aguardaba, en su poderío perdido para siempre y del cual solo le restaba, como recia empuñadura de una espada rota, la voluntad inquebrantable que todavía le hacía temible en aquel su tránsito doloroso por selvas y montañas, errante como una sombra apocalíptica, seguido de su fantástico séquito de fieles e indomables soldados hambrientos y semidesnudos. Atrás quedaba la Asunción, la ciudad de sus amores, llena del recuerdo de su bizarra y placentera mocedad, de donde partiera un día, al comenzar la guerra, y adonde no volvería jamás; quedaban también sus ilusiones de victoria que el heroísmo de su raza no pudiera realizar; quedaban sus ejércitos exterminados(3) en la contienda, como en un martirio infernal...

     Uno de sus ayudantes se le acercó y cuadrándosele con el pavoroso respeto que infundía su presencia, le comunicó algunas novedades que él oyó distraídamente.

     -Se han cumplido sus órdenes, señor. Esa niña acaba de ser lanceada...

     -¿Quién? -preguntó vivamente y con extrañeza el Mariscal.

     -Pancha Garmendia, señor -contestó el ayudante.

     -¿Qué dice usted? ¿Panchita?

     Iba a llevar a la boca el mate que acaba de pasarle su asistente: pero un súbito temblor de todo su cuerpo hízolo caer a sus pies. Dobló pesadamente la cabeza hacia adelante y un(4) aire de pena, de angustia, de desolación le demudó el semblante. Iba a decir algo, algo terrible; pero calló, apretándose los labios y llevando a la frente, para enjugar el copioso sudor frío que la inundaba, la mano derecha que un dolor íntimo crispaba...

* * *

     Y mi vieja tía comentó así su relato:

     -Fue ésa, seguramente, la primera vez que el férreo Mariscal tembló. Panchita había sido muerta por haber aparecido su nombre incluido en la lista de las ejecuciones ordenadas para ese día. En mi tiempo se dijo que la muerte de aquella deliciosa criatura, ánfora de virtud y ejemplo de fortaleza, no había sido ordenada por el Mariscal. La mano que tembló hasta dejar caer el mate, y el fulgor de lágrimas que relampagueó en aquellos ojos que no supieron parpadear ante los mayores espantos, revelaron silenciosamente el secreto de la horrible tragedia.

* * *

     Calló tía Loló. Y al salir yo a la calle y pasar por el sitio donde se alzara la casa de la mártir, tuve la ilusión de ver asomarse(5) a la ventana su figura vestida de azul, perdida en una lontananza de ensueño la mirada y dulcemente pensativa de amor la cabecita de ángel...


 

PAÍ-CHÍ

                                                                                                                     

     A las hijas de tía María Antonia Egusquiza de Heisecke,     

protagonista de esta tradición.

 

     Parece un cuento de D'Amicis; pero es un hecho real, acontecido en los días de nuestra epopeya.

     Me imagino estar viendo aún los grandes carretones de altas ruedas, tapizados interiormente de rico terciopelo encarnado y tirados por dobles yuntas de enormes bueyes, que una tarde se detuvieron a la puerta del viejo caserón de mis abuelos maternos, en la calle de la Ribera, hoy Benjamín Constant. Venían de muy lejos, de una estancia perdida en el fondo de las Misiones.

     En aquel tiempo no había para ir a esa región ni ferrocarril, que aún hoy no lo hay, ni siquiera diligencias. Se viajaba a caballo o en carretones. Las familias ricas los tenían para su conducción muy hermosos, muy espaciosos, muy cómodos, como los que aquella tarde llegaron a casa de los Carísimo.

     Dos mulatos, hijos de esclavos, que marchaban a pie al lado de los vehículos, arrimaron una fuerte silla de baqueta a la culata de los mismos y por ahí empezaron a bajar señoras y niños, estos últimos saltando de contento, maravillados del espectáculo de la ciudad que veían por primera vez. Los de la casa habían oído el brioso campanilleo de los pequeños cascabeles prendidos a las largas picanas adornadas con plumas de diferentes colores, y abandonando amas y criadas sus tertulias y quehaceres se asomaron a ver quiénes eran los que llegaban.

     Se produjo entonces una de esas animadas escenas a que dan lugar los encuentros entre parientes que se quieren y se ven después de mucho tiempo. Las mujeres de la casa corrieron a recibir a las que llegaban, mientras éstas apresuraban su descenso de los altos carretones.

     -¡Nicá! ¡Camé! ¡Antonia! ¡Loló! ¡De Jesús!

     Se echaban unas en brazos de las otras, se besaban, se palmoteaban en medio de grandes transportes de bulliciosa alegría que en algunas se manifestaba también por un dulce llanto. Las de la casa alzaban en brazos a los pequeños recién llegados, mientras las señoras viajeras hacían lo mismo con nosotros, los chicos de la familia, a quienes nos fascinaban por igual el cuadro de los imponentes carretones venidos de tan lejos y las interminables sartas de oliente chipá y los tarros de dulce de leche y un inquieto avestruz que bajaban los criados. Un potrillito que venía a la zaga de la madre, en pos de las carretas, acabó por absorber nuestra atención.

     Fue aquella una tarde de fiesta. Los vecinos de la calle de la Ribera y los de la calle del Sol, hoy Presidente Franco, asomáronse a puertas y ventanas al oír la algazara, y poco después acudían ellos también a saludar a los misioneros, pues en el viejo barrio aquel, donde naciera la ciudad, todos eran amigos con amistad legada de abuelos a nietos, si es que no eran parientes.

     Cuando hubo pasado algo el tumulto de las efusiones cariñosas, mi tía Loló me llamó y me dijo:

     -Corre a avisar a tu mamá que están aquí las primas de Misiones.

     Y hubo de repetirme la orden porque yo, engolosinada con los tarros de dulce que Toribia Carapé, la vieja cocinera, empezaba a guardar en las alacenas, no demostré muchas disposiciones para cumplirla.

     -¡Vete ya, niña! -volvió a decir, con acento ya imperioso.

     Obedecí. Estuve en casa de una carrera, pues vivíamos cerca de allí. Recuerdo que entré llevándome todo por delante en el apuro casi angustioso por llegar y volver en seguida, subí de unos cuantos brincos la escalera cuando no hallé a mi madre en el piso bajo y, al dar con ésta, que ya bajaba alarmada por mis gritos, apenas pude hablar.

     -¡Mamita, las tías de las Misiones! Han traído mucho dulce, chipá y un potrillito lo más lindo...

     Mi madre las quería mucho. Cuando la catástrofe de la guerra asoló la patria y el hogar dejando en la mayor pobreza a la antes rica familia, ella, con varias de sus primas había sido llevada con su madre viuda -cuyo esposo muriera como mi otro abuelo en Estero Bellaco- a la ciudad argentina de Paraná donde una tía bondadosa ayudó a criarlas y educarlas cobijándolas en su hogar. Vueltas al país, ya grandecitas, las primas marcharon a establecerse en las Misiones, donde aún les quedaba una suerte de campo que el esposo de una de ellas acrecentó con su trabajo hasta convertirlo en gran estancia.

     Tal como estaba, mi madre se lanzó a la calle. Yo corría delante, ansiosa por participar del alegre bullicio que en casa de mis viejas tías armaba la llegada de los viajeros.

     Se renovó la escena de besos, abrazos y preguntas recíprocas. Mi madre sentía renacer su triste niñez vivida en el hogar que el padre abandonara para ir a combatir y donde con espanto se aguardaba por momentos la llegada desde los campos de batalla de alguna noticia dolorosa que lo sumiera en el luto.

     Entro los viajeros figuraba un señor alto, grueso y rubio a quien yo nunca viera y en quién no había reparado en los primeros momentos. Oí que mi madre lo saludaba llamándolo Paí-chí y este nombre me trajo a la memoria una de las muchas tradiciones de familia que mis tías Loló y Antonia Carísimo Jovellanos solían narrarme mientras hilaban el algodón recogido en la propia huerta o hacían el exquisito encaje yu en que eran tan diestras.

     -¡Paí-chí! ¿cómo estás?

     ¡Paí-chí! -¿era ése el Paí-chí aquel de la historia, el niño heroico a quien su prima María Antonia recogiera herido en un camino y llevara luego en brazos?- ¡tan pequeñito era el bravo(6)soldado de la patria!

     Y luego, cuando Paí-chí preguntó por su prima María Antonia, el suceso de la tradición adquirió todo su legendario relieve en mi recuerdo. Sí, era seguramente el mismo, el héroe de aquella historia que tantas veces me hiciera sentir no sé qué íntimo orgullo de raza y de familia. Y me quedé embobada mirándole, creyendo ver en su recia cabeza de hombrón la horrible herida de donde saliera tanta sangre el día aquel...

     Me olvidé de los dulces, de la chipá, del potrillito...

* * *

     -Tía María Antonia, cuéntenos la historia de Paí-chí.

     La buena señora -¡era una santa tía María Antonia!- que había acudido a la secular casa solariega de sus mayores al tener noticia de la llegada de los primos misioneros, reunió en torno suyo a toda la chiquillería y nos contó la historia que ya nos relatara otras veces tía Loló. Yo escuché pálida de emoción.

     -Íbamos por un camino que cruzaba un monte. Habíamos dejado la ciudad por orden del Mariscal, al anuncio de que los brasileros se disponían a entrar en el puerto. Era la residenta, aquella trágica peregrinación del pueblo paraguayo buscando la sombra de su doliente bandera empujada por la derrota a los confines del territorio. Casi todas éramos mujeres; mi madre, sus hermanas, tías Loló, Isabel, Antonia, Nicá, Mercedes, mis primas; todas éstas muy jóvenes, lo mismo que yo. Sólo iba con nosotros, un tío, viejo y achacoso, que lejos de darnos amparo, nos lo requería para no quedar tirado en el camino. No sabíamos ciertamente dónde estábamos, ni adónde íbamos. Marchábamos al acaso, empujados todos por el miedo, llorando a nuestros muertos, sin saber que era de los parientes vivos. Frecuentemente veíanse taperas entre cuyas ruinas solíamos descansar de la fatiga de la marcha. Las tierras antes cultivadas estaban cubiertas de espesa maciega y hasta los pájaros habían huido espantados por el fragor de la guerra, asustados tal vez de aquella sombría devastación y de aquel tétrico silencio. A veces encontrábamos algún viejo tumbado en el camino, al pie de un árbol, transido de hambre y de fatiga, esperando, la muerte como una redención; otras veces, una cruz sobre un montículo de tierra recién removida, indicaba que allí quedaba para siempre algún pobre peregrino de la residenta. Mujeres, niños y viejos: no encontramos un solo hombre mozo. Los mozos no huían. Morían peleando. Árboles con los troncos medio carbonizados indicaban que alguna patrulla había pasado por allí y hecho campamento junto a ellos. Los de la residenta no hacíamos fuego, porque nada teníamos que cocinar. Comíamos frutas silvestres o engañábamos el hambre royendo cocos o raíces.

     ¿Cuántos días hacía que marchábamos? No lo recuerdo, pero eran muchos, eran semanas. Una tarde, nos disponíamos a descansar entre los bloques de adobe de una casucha derruida cuando oímos un ronco gemido. Todavía me parece que resuena en mis oídos. La hora era propicia para que la superstición turbara nuestros espíritus, y el cuadro desolado del sitio no lo era menos. Nos refugiamos en lo más escondido de las ruinas. Y el lamento nos perseguía...

     -No haya miedo -dijo al fin tía Isabel-, ha de ser algún herido quizás. Yo voy a ver...

     -Yo era la mayor de las muchachas -continuó tía María Antonia- aunque sólo tenía dieciocho años, y cobrando ánimo fui con ella a escudriñar los alrededores.

     Penetré en un caraguatal. De allí venía el doloroso gemido. Vi un cuerpo ensangrentado y corrí hacia él, avivada mi ansiedad no sé por qué misterioso instinto. Era un niño y estaba desmayado. Empuñaba aún un largo sable y una carabina estaba tendida cerca de él. Me acerqué, le levanté en brazos, le enjugué el rostro cubierto de sangre y lancé un grito.

     -¡Mi Dios, si es Paí-chí!

     Corrí con él por entre el espeso caraguatal, desgarrándome las ropas. Acudieron todas... La madre del herido, que iba con nosotras, cayó de rodillas como herida por la alucinación de un milagro.

     Tenía una profunda herida en la cabeza, de la que manaba mucha sangre. No sé cómo nos arreglamos en aquel desamparo, pero el herido no tardó en volver en sí después que hubimos contenido la hemorragia y vendado el cráneo medio destrozado. Cuando pudo hablar, el soldado nos refirió su percance. El día anterior su escuadrón había andado por allí cerca y una tropa enemiga lo atacó. El niño peleó como(7) un gigante, hasta que un recio sablazo le abrió el cráneo. Para huir a la saña de los imperiales se escurrió como pudo, sin abandonar sus armas, hasta adentrarse en lo más espeso del caraguatal donde lo encontramos. Y figúrense ustedes cómo el héroe se ría de grande -concluyó tía María Antonia- que cuando reanudamos la marcha, no pudiendo él caminar, yo lo alcé en brazos y lo llevé...

* * *

     Mientras tía nos narraba la historia, Paí-chí la escuchaba también, silenciosamente, con la mirada triste puesta en la lejana visión de su epopeya.

     Los chicos le mirábamos con asombro, llenos de admiración por su heroísmo precoz y orgullosos de que su sangre fuese también un poco la nuestra...


 

EL ORIGEN DEL MONO

(DEL FOLKLORE PARAGUAYO)

 

     Aquella noche, Mbaepochy(8) salió del infierno. No sabiendo contra quién ensayar su maldad, púsose a pensar y recordó que sus enemigos eran los niños. Claro, como que su inocencia los ponía a cubierto de sus asechanzas. Pero tomaría su revancha. Recorrió todas las casas en que los había, y sobre la casta frente de los pequeños fijó por un momento su mirada infernal, dejando impresa en ella como una vaga sombra...

     Cuando al día siguiente despertaron los niños, parecía que un soplo de extraordinaria diablura los animase. Empezaron por no querer rezar ni lavarse la cara. Las madres, indulgentes, los persuadieron con cariño y después de darles el desayuno los mandaron a la escuela. Reuniéndose todos emprendieron juntos la marcha. La mañana estaba maravillosa de belleza. Un cielo de admirable diafanidad vertía sobre los campos cataratas de luz. En la frescura deliciosa de la atmósfera había una bendición y una mención de bondad inagotable. El día iniciándose tan bello parecía querer disipar el maleficio. Pero este triunfó. Los niños, dispuestos a ser traviesos, no fueron a la escuela, encaminándose hacia un bosque que dibujaba a la distancia su mole oscura y misteriosa.

     Cuando llegaron allá hacía un calor muy fuerte y ellos tenían hambre. Fueron a sacar sus provisiones, pero ya no las tenían, pues las habían dejado en el camino con sus libros y útiles para hacer más desembarazada la marcha. Buscaron frutas y no las hallaron. Entonces se dedicaron a buscar nidos y cuando se cansaron de destrozar los que encontraron, cometiendo toda clase de maldades con las indefensas crías, viéronse de pronto ante un árbol de pindó con sus racimos amarillando de frutos.

     Un júbilo extraordinario les hizo dar gritos y saltos. Buscaron una tacuara y con ella voltearon los dulces coquitos. Después les pareció mejor comerlos arriba y se treparon a las más altas ramas. De pronto vieron venir una mujer con un niño en brazos. Era bellísima y parecía estar muy triste. El niño que traía era maravilloso; pero, tal como la madre, en su divina carita tenía impresa la angustia. ¡Tenía hambre! La desolada mujer, cubierta de polvo, pálida por la fatiga, allegose al pie del árbol en que estaban los niños y con una voz muy suave, suplicante y tierna les pidió frutas para su hijo. La inmensa angustia de la madre hizo reír a los chicos quienes a la par que gritaban insolencias empezaron a arrojarle los carozos.

     -¡Toma eso si quieres comer!

     La madre los miró entonces y extendiendo la diestra hacia ellos, los maldijo.

     El día se extinguía. El sol no era más un rojo disco que desaparecía en lagos de bermellón y todo el cielo, como una pupila furibunda, parecía inyectarse de sangre. Los niños tuvieran miedo y empezaron a llamarse unos(9) a otros; pero la voz no les salía sino en forma de agudos silbidos. Miráronse asombrados y con inmenso pavor vieron que no eran los mismos. Sus ropas habían desaparecido, y en cambio tenían el cuerpo cubierto de pelos, una larga cola y unas orejas muy grandes. Quisieron llorar y no pudieron: sus lamentos se resolvían en silbidos acompañados de muchos y raros gestos ¡Eran monos! Y entonces, enloquecidos, empezaron a correr, mas no como antes, sino a saltos y cogiéndose de las ramas.

     Vino la noche y cuando quisieron volver a sus casas no pudieron. Se habían perdido para siempre y solo alcanzaron a ver allá, muy lejos, la doliente silueta de la madre que llevaba siempre en brazos el blanco niño cuya aureolada cabeza rubia surgía de entre las sombras como un quimérico lirio de ensueño...


 

TAPERÉ (10)

 

     Estábamos en las Misiones. El ocaso doliente, silencioso y triste de aquel día que había sido magnífico y de cuyos esplendorosos derroches de luz no quedaban sino tímidos y desmayados fulgores, me sorprendió atravesando una desierta picada que mediaba entre dos aldehuelas perdidas en aquellas soledades. Me acompañaba un guía, hombre anciano ya, gran conocedor de todos aquellos parajes, sabedor de historias y leyendas, experto en cosas de la naturaleza y muy aficionado a lucir su sabiduría campera. El buen viejo hacía esfuerzos por entablar conversación conmigo, pero yo, poseído por la melancolía de la hora y del silencio en medio del cual marchábamos, sintiendo crujir la hojarasca hollada por los cascos de nuestros montados, no tenía deseos de conversar.

     De pronto llegamos al fin de la picada. Más allá se extendía ante mi vista una llanura amplia, verde, monótona y silenciosa también. Sólo hacia el este se levantaba un gran árbol, cerca del cual, como reclamando su sombra, distinguí una cosa informe y oscura.

     -¿Qué es eso? -pregunté.

     -Es la tapera del aparecido, patrón -me contestó el guía.

     Nos acercamos y a la luz de la lupa, que ya empezaba a asomar, pude verla mejor: alzábase muda, negra, formidable y trágica. Entre las carcomidas vigas que habían sostenido el techo y los trozos de muralla que habían sido paredes, revolaban esos negros habitantes de la noche, los mbopî, describiendo círculos fantásticos. Maderas, postes, puertas, rejas, todo estaba mezclado, confundido, amalgamado, como sí la mano del tiempo, al hurgar en aquellas ruinas, se hubiese complacido en revolverlo todo. En algunas partes, trozos de pared medio inclinados dejaban al descubierto por desprendimiento del revoque, el estaqueo, tal como los huesos a través de las desgarraduras del sudario de un esqueleto. Dos postes, solos, se alzaban muy derechos, semejando a la difusa claridad lunar brazos que se extendieran haciendo desesperados llamamientos al infinito. Todos los vientos y todas las lluvias habíanlos azotado sin lograr abatirlos.

     De aquellos despojos parecía brotar una queja humilde, dolorosa, triste. Y era tan honda la poesía de cosas fenecidas llenas de recuerdos que aquellas ruinas exhalaban, que yo me sentí conmovido.

     -¿La tapera, pero de qué? -le pregunté al viejo.

     -De la casa de Ño Lorenzo...

     -¿Y quién fue Ño Lorenzo?

     -Fue uno de los puesteros más felices de su tiempo, hasta que la desgracia lo aniquiló...

     Adiviné una historia y le rogué que la contara.

     El viejo dio una última y larga chupada al cigarro, luego lo apagó y guardó en un bolsillo de la chaqueta y con voz tarda, como si fuese recordando poco a poco, me contó la historia.

* * *

     Todo esto quedó hecho un desierto después de la guerra. Uno de los que primero volvieron a poblar estos campos, fue un excelente hombre llamado Lorenzo, guapo en los trabajos de estancia, trabajador y honrado a carta cabal. Era casado y por cierto que su mujer valía tanto como él, pues si a hermosa nadie la ganaba en todos los contornos, a hacendosa pocas la igualaban. Él madrugaba y salía al campo, a atender su rodeo, que año a año aumentaba con el buen cuidado del dueño; ella madrugaba tanto como él y en hacer las cosas de la casa, en amasar cuando era el día, en hacer queso, en preparar el typiraty, en cuidar de las lecheras y de las gallinas y en zurcir algunas ropas, las horas se iban volando. Volvía Ño Lorenzo, a veces al caer la tarde, comían, platicaban un rato sobre las pocas novedades de aquella vida tranquila y laboriosa, y se acostaban antes aun [48]de tener que encender luz. Y así transcurrían un día y otro día, en medio de una calma venturosa.

     Tuvieron un hijo llamado Antonio. Se crió varonil y fuerte en el ambiente sano de aquella existencia en plena naturaleza. Tan pronto como pudo sentarse sobre el recado, su padre le llevó consigo todos los días a las faenas del campo y cuando pequeñito aún, supo manejar el caballo, se pasaba el día galopando con la intrepidez de un jinetazo. Cuando tuvo edad para ello, sus padres le mandaron a la escuela del pueblo. Antonio se levantaba con el alba, tomaba el desayuno y en seguida él mismo ensillaba su montado y llevando a la grupa sus libros y útiles escolares, salvaba de mi galopo las tres leguas que mediaban entre su casa y el pueblo. Terminada la clase, volvía a montar y de otro galope estaba de vuelta.

     En la escuela se hacían lenguas de la viveza del chico, tanto que cuando hubo cursado los cinco grados primarios, el director hizo una visita a Ño Lorenzo para decirle que sería una lástima que el muchacho no continuara sus estudios. Tenía entonces unos once o doce años. Le llamaron y le preguntaron si quería seguir estudiando y él contestó que sí. Quedó resuelto su envío a Corrientes y meses después una mañana Ño Lorenzo, su esposa y su hijo partieron a caballo para San José-mi, donde el niño había de embarcarse para ir a dicha ciudad. Tenía allá unos tíos con quienes Ño Lorenzo, había acordado que lo tendrían en su casa.

     En el puesto, marido y mujer seguían trabajando con más ahínco que nunca, deseosos de acumular una fortuna para el hijo. Venido éste al mundo cuando sus padres eran ya viejos y siendo único, era objeto de una adoración apasionada, que la ausencia exaltaba hasta el delirio. El queso más exquisito salido de manos de la señora, la chipá, más sabrosa, la camisa más primorosamente bordada, ya se sabía para quién había de ser; y, por su parte, el padre cada vez que marcaba la ternerada pensaba en su hijo y sentía un afán tremendo por acrecentar su estanzuela para legársela bien poblada a su Antonio. Las dificultades y penurias del viaje hicieron que el estudiante no fuese ni una vez a su casa a pasar las vacaciones y así fue de indescriptible el alborozo que produjo en ella la noticia de que, al fin, después de cinco años, terminado ya su bachillerato, Antonio se disponía a volver.

     Los viejos no sabían qué hacer de alegría. Reían y lloraban sin motivo; el hombre elegía el caballo más hermoso para los paseos del hijo y la madre amenazaba a todo su bien provisto corral y preparaba fuentes y más fuentes de sabrosos pasteles y de arroz con leche para agasajar al mozo.

     Ayudada de María, una bellísima morena, fresca y rozagante como una flor silvestre, que el matrimonio criara con cariño, la anciana empleó buena parte del día en arreglar el cuarto del mozo. La muchacha había hecho en el jardín una abundante cosecha de flores y llenado con ellas rústicos pero graciosos búcaros de tierra cocida dispuestos coquetamente sobre el velador y las repisas. Si llena de amoroso afán estaba la madre del estudiante, no lo estaba menos la moza, aunque no lo demostrara con palabras.

     Ño Lorenzo había partido muy por la mañana en busca del hijo. A eso del medio día una lejana nubecilla de polvo denunció que alguien venía por el camino, y dar el aviso a gritos uno de los peones y salir las mujeres a ver por sí mismas, ansiosas, todo fue uno. Momentos después se apeaba Antonio junto al palenque de la casa y se echaba en brazos de su madre que lo acogía llorando en un transporte de loca alegría.

     Virgen María que me lo devuelves. ¡Si estás hecho un hombre! ¡Y qué buen mozo!

     Parecía que se lo iba a comer a besos. Le abrazaba con furia, luego lo soltaba para contemplarlo mejor y volvía a echarle los brazos al cuello, lamentando no ser bastante fuerte para alzarlo como cuando era niño y lo adormía en su falda.

     -¿Verdad muchacha que está hecho un lindo mozo?

     María enrojeció por vez primera en su vida ante el que se criara con ella y por primera vez también vaciló antes de corresponder al abrazo que le dio Antonio. No contestó a la pregunta ¡pero vaya si lo hallaba buen mozo! ¡Le quería tanto ella! Siempre le había querido mucho, pero ahora sentía el viejo cariño de una manera muy rara. El corazón le latía con fuerza, y una felicidad mezclada a un miedo misterioso hacíala temblar. No se atrevía a mirarle; quería hablarle y la voz se le ahogaba en la garganta...

* * *

     Curepí era el peón de confianza de la casa. Tenía la belleza de esos hombres de campo fuertes, hábiles, valerosos(11) e intrépidos. Amaba a María, la amaba en silencio, con amor violento como una fuerza de la naturaleza, sin que ella le correspondiera. Por hacérsele grato había hecho estupendos alardes de coraje, que le habían dado fama en toda la comarca. En una revolución, al ser asaltado el puesto de sus patrones, él solo, peleando como un tigre, había defendido la casa, en ausencia de Ño Lorenzo que había ido al pueblo. María le habría amado tal vez, porque bien lo merecía el noble campesino, pero ¿cómo si amaba ya sin comprenderlo al hijo de los señores? Lo amaba sin saberlo y sin cifrar ninguna esperanza, porque ella era demasiado humilde para atreverse a soñar...

     Y Antonio correspondía a ese amor. Pensando en ella, cuando estaba lejos, sentía acrecerse su voluntad para el estudio y muchas veces se había preguntado si en sus ansias por volver a la casa no entraba más el deseo de ver a María que el de ver a los viejos a quienes, sin embargo, quería tanto. El día de la llegada, al verla más hermosa que nunca, sazonada por los dieciocho abriles aquella castiza belleza de criolla que tanta admirara en ella a los trece años, sintió extrañas mordeduras en el alma. Quién sabe si durante tu larga ausencia la muchacha no habría entregado su cariño a otro... Cuando la vio turbarse, y se creyó acogido casi fríamente en medio de una turbación que la hacía enmudecer, se sintió desolado atribuyendo a despego lo que era todo lo contrario.

     Quiso salir de dudas. El día siguiente de la llegada, en cuanto la muchacha le llevó el mate, muy compuesta, con una rosa punzó en las magníficas trenzas negras, bellísima como un amanecer, pura como el aire de las montañas, Antonio la habló:

     -Esta tarde cuando vayas al arroyo en busca de agua, me esperas; quiero hablarte.

     -Bueno -dijo ella sencillamente.

     Y una interrogación muda se pintó en sus grandes pupilas inocentes. ¿Podría sospechar de qué iba él a hablarle?

     Curepí andaba por ahí preparando unos aperos cuando los jóvenes se hablaron, y al oír el diálogo su celosa pasión se exasperó hasta la locura.

     Al atardecer de ese día, un atardecer diáfanamente luminoso, los jóvenes se encontraron en el arroyo. Ya no era para la joven un misterio el sentimiento que le inspiraba el mozo. Había tenido la divina revelación; sabía que lo amaba, que quería ser suya y que él le perteneciera y se entregaba llena de ensueños a la felicidad que la embargaba. Por eso cuando Antonio, al encontrarla, le dijo que la quería, ella alzó al cielo sus bellísimos ojos en los que se pintaba la embriaguez de su alma y se llevó la mano al corazón como para contener sus locos latidos. Su figurita frágil se irguió transfigurada; un resplandor como de aurora irradió de sus pupilas y cuando quiso hablar, no pudo... El mozo adivinó y posando sus labios sobre la boca virginal de la doncella, estampó en ella un beso que sonó como un arpegio dulcísimo entre el rumor musical de las aguas del arroyo...

     Un rugido primero y una detonación después los sacó del éxtasis en que la dicha los tenía sumergidos. Antonio se llevó las manos al pecho, nublósele la vista, le flaquearon las piernas, exhaló un leve quejido y se desplomó. Le salía sangre, a borbotones, de una herida que tenía allí donde sus manos se crispaban en sus ansias de atajar la vida que se iba con ella.

     La moza lo adivinó todo:

     -¡Curepí, maldito seas! -gritó. Se abrazó al herido, rezando la oración milagrosa con que impetraba piedad a la Virgen de su devoción, tratando de contener la sangre, procurando restituir con su ternura el calor que el cuerpo amado perdía por momentos. Y cuando el mozo expiró y se quedó frío y rígido, ella se sintió súbitamente animada por una idea que ardió como un fuego de demencia en sus ojos, se desprendió del cadáver, echó a correr hacia la casa y volviendo en seguida armada de un fuerte cuchillo se lo clavó en el corazón. En pos de ella llegaron los pobres vicios sin comprender lo que pasaba y al ver a su hijo muerto y a la moza tendida, muerta también, junto a él, el espanto y el dolor los desplomó allí misino...

     -De cuando en cuando -terminó el guía- a altas horas de la noche alguien anda por entre esas ruinas, como una sombra doliente, murmurando extrañas plegarias que alterna con breves carcajadas siniestras. Se dice que es Curepí, a quién el horror de su propia tragedia hizo perder la razón; pero no se ha podido comprobarlo, porque los viajeros que al pasar por aquí ven agitarse la sombra en la tapera, huyen espoloneados por el miedo, creyendo que es un «ánima»...

* * *

     Guardó silencio el viejo. Yo presa del terror del lugar y de la hora, rememorando pavorosas historias de «poras», piqué espuelas a mi montado y lo lancé al galope... [55]


 

FRANCIA TIEMPO-PE-GUARÉ (12)

                                                                                           

     A mí tía Dolores Urdapilleta Carísimo

de O'Leary, prototipo de la matrona

paraguaya del tiempo viejo.

 

     Corría el año 1818. La tiranía del omnipotente Dictador pesaba ominosa e implacable sobre el país. Las arbitrariedades del sombrío neurótico habían hecho de los habitantes del Paraguay unos entes temerosos, desconfiados, indiferentes a las desdichas ajenas, demasiado ocupados en cuidar de la propia seguridad. Una simple sospecha, una delación cobarde o la desgracia de atraerse la mala voluntad del doctor Francia, era ya motivo bastante para que se desencadenasen contra los hogares más respetables las persecuciones del déspota y de sus celosos sicarios. Sumido en tétrico palacio, todo él envuelto en la sombra de su ferocidad y mejor resguardado por el terror que por los adustos centinelas que noche y día velaban junto a sus puertas, el hipocondríaco feroz expedía sus órdenes sin más inspiración que su aguda neurosis. Y cada orden era como un rayo mortal que abatía a la casi siempre inocente víctima elegida.

     Era mi tatarabuelo don José Carísimo uno de aquellos magníficos cabildantes en quienes el orgullo y la señoría andaban parejos. Jefe de una de las familias troncales de la vieja sociedad paraguaya, estaba señalado al odio y a la persecución de Francia, quien para fundar su predominio hubo de humillar, como ocurre bajo todos los despotismos, a los linajes principales del país.

     En la calle del Sol -más tarde Villarrica y hoy Presidente Franco- entre las de Encarnación -hoy 15 de agosto- y 14 de mayo, tenía don José Carísimo su vieja casa solariega cuyos fondos daban a la calle de la Ribera -después Florida y hoy Benjamín Constant- casa que existe todavía siendo ella la nota más típica de la época colonial que aún se conserva en la capital paraguaya. Miembro del último Cabildo, habiéndole tocado compartir con su cuñado el señor de Haedo el mando de la Asunción en los días en que el Gobernador Velazco saliera a dirigir la campaña contra la invasión del Belgrado, mi rígido ascendiente no había perdonado ciertos desmanes con que el Dictador empezara a [57]fundar el miedo su fría y larga dominación. Decretada estaba la perdición del caballero y su familia, y el instante de cumplirse el decreto fatal se aproximaba.

 

 

     Aguardábalo el antiguo cabildante temblando por el porvenir de su familia, si bien sereno por lo que a su propia suerte concernía. En su hogar antes dichoso, flotaba esa inquietud que no acierta a concretarse en un motivo determinado y que es la anticipación intuitiva de los grandes infortunios.

     Una noche, don José y su esposa acababan de comer. Embargados los dos por la misma melancólica preocupación que ambos con generoso sacrificio pretendían ocultarse mutuamente, pensaban en el pasado feliz y luminoso como un rayo de sol, pensaban en sus hijos dormidos a esa hora y sobre cuyas mejillas el padre amoroso había confundido con su beso de todas las noches una lágrimas que su fortaleza de alma no había podido contener al ser asaltado por un horrible presentimiento.

     La tristeza de estos pensamientos mantenía a los esposos en un silencio angustioso. La vieja esclava Calí, nacida en la casa y unida a sus amos por un afecto profundo, participaba de la misma preocupación. Servía al matrimonio callada y triste, amordazada como aquellos por el temor de que una palabra imprudente oída por algún espía, empeorase aún más la situación que ella presentía grave.

     Semanas antes habían sido embargados todos los bienes de la opulenta familia. El noble caballero había tenido que recurrir a los préstamos para mantener su casa. Observábase en todos los detalles que la desgracia había penetrado allí. Las profundas alacenas de labradas puertas aparecían vacías de la rica vajilla de plata; el estrado y los sitiales de altos y tallados respaldos habían desaparecido; las losas de los pisos conservaban aún las huellas de las alfombras de que fueran despojadas. Del cielo de roble primorosamente tallado, que aún se conserva, pendían telarañas quela dueña de casa, demasiado abatida, no había cuidado de hacer desaparecer. Y en la misma dama, famosa por su belleza, de quien según una tradición de familia se enamora el Virrey Liniers en ocasión de un viaje que ella hiciera en 1807 a Buenos Aires, notábase el cambio operado en la vida toda del hogar, de sus rosadas orejas no colgaban los grandes pendientes, ni orlaba su delicada garganta collar ninguno de los varios que poseyera, ni en la negrura de noche de su espléndida cabellera lucía sus gruesos brillantes el precioso peinetón. Todo había sido confiscado o empeñado, todo menos un rico medallón, regalo de bodas de su esposo, que ella consiguiera salvar enterrándolo al pie de un naranjo de la huerta.

     La modesta cena había llegado a su fin sin que el matrimonio hubiera probado bocado. Ni el substanciosos zooyosopy, ni el asado humeante y jugoso guarnecido de blancas mandiocas almidonosas, partidas a lo largo al cocerse, «y rosapaba», ninguno de los platos predilectos logró excitar su ahuyentado apetito. De pronto, en la soledad de la noche óyese un ruido de armas, seguido muy pronto de un imperioso golpe del pesado aldabón de la puerta principal. Momentos después un piquete de milicianos, dirigidos por el famoso «Fiel de fechos» en persona, invadía el comedor donde los dueños de casa, de pie junto a la larga mesa alumbraba por el humilde quinqué que reemplazara los recios candelabros de plata maciza, veían llegar la hora en cuyo amargo presentimiento estaban sumergidos.

     El «Fiel de fechos», tan servil en presencia del amo de quien era instrumento, como altanero con las víctimas señaladas a su bajo ministerio, dio con voz airada la orden del arresto a don José Carísimo. Aunque esperada, la intimación encendió en el caballero una llamarada de ira que puso un fulgor de relámpago en sus azules pupilas e iba a hacer un movimiento instintivo de resistencia, cuando los soldados, adivinándolo, se echaron sobre su persona y le impidieron toda acción. «El fiel de fechos» osó poner sus manos en el rostro del inerme prisionero y no satisfecho con esto, ordenó que le aplicasen unos grillos que para el efecto su abyecta y cobarde previsión hiciera llevar.

     Era el señor Carísimo un hombre grueso y los grillos no pudieron cerrarse sobre sus robustos tobillos; pero el jefe de los sicarios era incapaz de pararse en esta pequeñez. Sonriente y autoritario ordenó a la esclava que fuese en busca de un martillo, y como la negra, aturdida, anonadada, cumpliese la orden al momento, los grillos fueron remachados a fuerza de golpes, golpes que en la desolación de aquella casa resonaron trágicamente, despertando ecos de dolor en las personas y en las cosas. La esposa del caballero sintió ceder en su espíritu el férreo y altanero orgullo de su casta y anegada en llanto cayó a los pies del verdugo implorando en vano piedad...(13)

     Y cuenta la tradición de mi familia, que oí narrar a mis viejas abuelas estremecidas de espanto ante la evocación del cuadro, que doña Josefa de Haedo de Carísimo se prosternaba al día siguiente a las plantas del Dictador para suplicarle no el perdón de su esposo, no la libertad del ser amado, padre de sus hijos, sino algo menos: para suplicarle, temblorosa del llanto y de dolor... que mandase cambiar los grillos que incrustados en carne viva torturaban al infeliz prisionero. Y dice la misma tradición que es déspota, movido a piedad ante tanta pena y tanta belleza infortunada, habló así a la dama:

     -Os concedo la gracia de autorizar el cambio de los grillos que aseguran a vuestro esposo si vos misma, señora, mandáis hacer otros para reemplazarlos.

     La dama no esperó más. Recordó que no conservaba ni un cuartillo, pero que al pie de un naranjo de su huerto tenía escondido el querido medallón que una noche feliz le regalara, palpitante de ternura, el prometido de su corazón. Agitada por la ansiedad de aliviar pronto el suplicio de su marido corrió allá y con sus blancas manos de matrona desenterró ella misma la alhaja. Era ésta una rica joya, primorosamente(14) cincelada y que ostentaba en el centro el retrato del esposo en cuyos labios sonreía la dicha perfecta del amor. La noble señora tomó con mano vacilante la alhaja cuya orla de brillantes refulgió a la luz plena de la mañana y se quedó contemplando la imagen que la hablaba de las pasadas horas de ventura que ¡ay! no volverían jamás. La atracción de los recuerdos sustrájola a la realidad de la hora presente; pero fue sólo un segundo. La voz sollozante de la fiel esclava Calí sacola del éxtasis y entonces recordó que unos hierros infames torturaban la carne de su esposo sepultado en una obscura sentina.

     Se echó en brazos de «tía Calí», como llamaban todos en la casa a la esclava que a la vez fuera en ese hogar criada, compañera y confidente, y sollozando exclamó:

     -Vamos, vamos «tía Calí» a vender esta joya para poder mandar hacer unos grillos con que reemplazar los que tiene puestos el amo. Vamos...

     Envueltas en amplios mantos salieron a la calle bajo un sol que calcinaba. A su paso, las raras puertas abiertas se cerraban cautelosamente: los vecinos tenían miedo, en su feroz egoísmo, de mantener tratos con la esposa del caballero caído en desgracia. Calle del Paraguay Independiente arriba había una herrería -la del Vizcaíno. Y ninguna imaginación pudo jamás concebir una escena tan patética como la que en el taller del artesano se desarrolló esa siesta, cuando la bella esposa del ex cabildante trató con el forjador el trueque del áureo medallón por una tosca barra de hierro destinada, por gracia diabólica del tirano, a aprisionar a su propio amadísimo esposo...


 

«CARAU»

(DEL FOLKLORE PARAGUAYO)

 

     ¡Qué hermosa era «Carau»! Por serlo estaban puestos en ella el orgullo y la admiración del «valle» y de lejos acudían a festejarla los mozos más apuestos. Alta, esbelta y espléndida, era deliciosa su tez morena, fresca como un capullo su boca, encendidos de pasión sus grandes ojos negros. Desgraciadamente, no tenía buen corazón: frívola, coqueta y zahareña, no amaba a su madre, ni la conmovían los homenajes de sus adoradores, a los que sólo correspondía con una misma indiferencia engreída y desdeñosa.

     Una sola pasión tenía: el baile. Gustábale con entusiasmo la danza y era única su gracia en los giros del valse o en las bizarrías pintorescas de nuestro tradicional «Santa Fe». El solo anuncio de un baile poníala en desasosiego, quitándole el apetito y el sueño. Eran los mejores días de su vida los de la fiesta patronal del pueblo, porque con tal motivo se bailaba de la noche a la mañana.

     Y fue por ese lado por donde la muchacha sintió entrar en su pecho el interés por un hombre. Era un mocito desconocido, de esos que en la campaña viven rodando de fiesta en fiesta, buscando pendencias y resolviéndolas trágicamente a punta de puñal o a tiros de revólver, pero que se imponen por el prestigio de su guapeza bien acreditada en lances temerarios. Malo y cruel era el tal, pero sedujo a «Carau» con un encanto irresistible para ella: bailaba con singular donaire.

____

     Se preparaba el gran baile que en honor de la Santa Patrona era costumbre realizar en el pueblo y «Carau», contaba con anhelo casi angustioso las horas que faltaban para la fiesta. Y eso que si fuera buena hija ni siquiera pensaría en ello, porque su madre, enferma de largo tiempo atrás, empeoraba por momentos. Pero la muchacha no paró mientes en esta circunstancia y se dispuso con jubiloso afán a concurrir al jolgorio.

     Llegó el ansiado día. Desde la mañana la moza recogió las más hermosas flores de su jardincillo para engalanar con ellas, su magnífica cabellera de azabache y tanta fue su agitación que ni siquiera se acordó de preparar los remedios que su madre tenía que tomar. Al caer la noche, la enferma se sintió peor y rogó a su hija que se quedase a acompañarla, a lo que «Carau» contestó con una mirada de asombro primero y con un rotundo y glacial «no puedo» después.¡Perder ella un baile! ¡Si sería ocurrente la vieja!

     Y sin que ninguna inquietud turbara el regocijo de su espíritu, estallante en cantos, se atavió con el coqueto esmero que ponía siempre en hermosear su persona. La blanquísima enagua, muy almidonada, crujía a cada uno de sus nerviosos movimientos; el albo typoi con su escote generoso hacíala lucir los hombros de estatua y la mórbida garganta. Grandes aros de tres pendientes colgaban de sus orejas y mboy encadenado rodéabale el cuello. En la sombra lustrosa de su renegrida cabellera sangraba el rojo ardiente de un ramo de frescos seibos menos rojos y ardientes que su pequeñísima boca que semejaba un pimpollo de rosa. Un gran ramo de reseda, prendido junto al corazón, la envolvía en su capitoso perfume.

     No tuvo, en su febril impaciencia, ni un beso de despedida para la pobre vieja que yacía postrada en cama. Se fue al caer la noche, al llamado de unas amigas que vinieron a buscarla, toda ella hecha una fiesta de tanta que era su alegría. Un clarísimo plenilunio inundaba la campiña con el ensueño de su luz de plata. En los árboles, en sus nidos de amor más tibios que el rancho donde quedaba abandonada la madre de «Carau», los pájaros parecían dialogar quedamente, y de trecho en trecho un lánguido arroyuelo cantaba dulcemente como arrullando al valle. «Carau», tan insensible a la mágica belleza del paisaje como al dolor de su madre, no tenía ojos sino para ver las lucecillas que en balanceante hilera de faroles chinescos se destacaban a los lejos, en la casa donde se daba el baile.

     Al llegar allá, jadeante más de emoción que de cansancio, los hombres la acogieron con grandes demostraciones de entusiasmo, reina proclamada como era «Carau» de todas las fiestas; pero las mujeres, un poco por envidia y otro poco porque conocían la enfermedad de la madre de la muchacha, sólo tuvieron para la recién llegada una mirada hostil y un agrio murmullo de censura.

     Sonaron las cuerdas de harpas y guitarras y el forastero, que había estado alardeando guapezas en la tertulia, sacó a bailar a la moza. A una de esas cadenciosas polkas nuestras, siguió un valse y luego otro y otro que «Carau», bailó hecha un torbellino de entusiasmo, ebria de placer, armoniosa como un ritmo y vibrante como un arpegio. Llegó el turno del «Santa Fe» danza que exaltaba hasta el delirio a la moza. Lo bailó, siempre con el forastero, con su gracia inimitable y fascinante, en amplio espacio abierto para ella y su galán por las otras parejas que hicieron rueda en torno suyo para verlos danzar.

     Estaban en la segunda parte del clásico baile nacional cuando una mujer penetró en la casa respirando apenas de fatiga y dirigiéndose a «Carau» la dijo:

     -Tu madre se muere. Corre a verla.

     -Aguarda -contestó la muchacha sin cesar de bailar.

     -Vamos ya, que Cayé agoniza y quiere verte -insistió la mensajera.

     -Aguarda, cuando concluya esta pieza iré volando. Hay tiempo para llorar...

     Y siguió danzando, presa de su gran pasión y obediente al mandato imperioso de su compañero que no quería dejarla marchar.

     Entre tanto, allá en el rancho, la pobre Cayé expiraba después de clamar desesperadamente por su hija. Cuando se convenció de que no acudía a su llamado, un dolor infinito embargó su rompió a llorar amargamente. Luego sintió que un rencor profundo cegaba el manantial de sus ternuras maternales y extendiendo la diestra, acompañando el ademán con roncas palabras, fulminó una maldición y murió...

     En ese mismo momento ocurrió una cosa rara en la casa donde se bailaba. Una ráfaga de viento apagó las luces y los tertulianos creyeron oír que al pasar bramando articulaba una extraña y pavorosa maldición. Al mismo tiempo «Carau» se desprendió bruscamente de su compañero y extendiendo los brazos lanzó un lamento agudo que repercutió dilatadamente en el fondo del valle. Y los que la rodeaban vieron, poseídos de un pánico que les hizo temblar las carnes, que la hermosa muchacha se convertía en un pájaro monstruoso y echaba a correr repitiendo su penetrante lamento...

____

     En el oriente florecía la mañana. Cuando la aurora, como una encendida rosa colosal abría la gloria de sus pétalos en infinitas [70]pedrerías de luz, por el valle vagaba un pájaro nunca visto que en doliente rittornello sollozaba: «¡Carau!» «¡Carau!» En los bosques profundos se oye desde entonces el pesaroso clamor del ave y dice la leyenda campesina que cuando hay baile en un rancho, el viento trae, como un eco lejano y misterioso, el grito suplicante de la bella zagala convertida en pájaro...


 

 

TAREA JHAPE (15)

 

     A orillas del bosque(16) gigantesco está el rancho, bajo, amplio, ventrudo, como aplastado por la prodigiosa altura de los árboles centenarios que lo rodean. El techo pajizo se redondea en las culatas, una de las cuales, que no está tapiada, sirve de abrigo al trapiche y a los grandes pilones de caña dulce que han de convertirse en mosto. Dos hornos, cuyas rojas bocas arrojan llamaradas, hacen hervir el mosto en sendos tachos enormes empotrados en ellos. Un pacienzudo buey voltea lentamente el trapiche, mientras dos muchachos sentados sobre un pilón se ocupan, el uno en introducir las jugosas cañas, y el otro en extraerlas por el lado opuesto para arrojarlas luego dejarse deslizar de lo alto varios chiquillos semidesnudos y sucios.

     Lo raídos(17) empiezan a llegar: tienen puesto el poncho, lucen rojo clavel tras de la oreja; el capií(18 sobre la nuca les da un aire de desenfado; en el color rojo o azul del pañuelo que llevan atado al cuello hacen alarde de su credo partidario.

     Solas, o en pequeños grupos, van cayendo de(19) su credo partidario.

     Las blancas enaguas muy almidonadas, crujen al andar; los typoy(20) albísimos cubren sus carnes morenas, abiertos en redondo escote y dejando desnudos los brazos. En las trenzas oscuras lucen cintas azules o encarnadas, según la opinión partidista de sus padres o maridos, colores por los cuales se apasionan aún más que los hombres mismos. La sábana blanca que las cubre, ondea sobre sus hombros, sacudida por el viento como un manto real.

     La tarde hermosa declina lenta y majestuosamente: un sol magnífico, que enciende en los cielos todas las púrpuras, se oculta tras los montes.

     Las carretas cargadas de cañas llegan en larga procesión. Los hombres, despojándose de los ponchos que colocan en las horquetas de los naranjos floridos, se ocupan en descargarlas. Las mujeres tienen otra tarea; provistas de un cántaro trasiegan en él desde el trapiche hasta los hornos el mosto que corre en pequeños tubos.

     Unas viejas, acurrucadas sobre los apycá(21), a los lados del horno, baten el líquido hirviente, con largos palos en cuyas puntas están sujetos unos cernidores. Espúmanlo luego, arrojando el residuo, que es la cachaza, a otros tachos dispuestos para ello. Las risas se desatan locas, ruidosas, y los chistes, los requiebros tiernos se entrecruzan como chispazos de un incendio próximo. Sólo Miguel, el leñador robusto que descargaba sin ayuda los gruesos troncos de una carreta, permanecía callado. Había visto a María, una de las acarreadoras del mosto, a quien amaba sin ser correspondido. Esto se sabía, y por eso cuando un viejo que lo observaba le dijo con malicia: «¿mbaepa, cuinbae, enira pá nde raijhú la morena?»(22); le respondió secamente, herido en su dignidad de hombre: «Che vointe-nicó, nda penai, jeshé»(23). Era ella muy hermosa, morena y pálida, de boca encendida y unos ojos de maravilla. El escote de typoi descubría las perfecciones de su cuello adornado con un collar de corales, y unos hombros soberbios; los brazos que sostenían el cántaro eran muy bellos; el chumbé(24) se anudaba en derredor a una cintura fina y flexible; y la corta enagua descubría unas piernas redondas, modeladas, terminadas en unos pies pequeños, llenos de hoyuelos.

     Ha oscurecido. Frente a las rojas bocas de los hornos cruzan rápidas las rientes siluetas de las muchachas y los enérgicos perfiles de los hombres que las hablan y ríen; de cuando en cuando, las viejas que cambian de sitio se recortan en negro, sobre el fondo luminoso, angulosas en sus secos miembros y las cabezas envueltas en negros trapos como visiones de furias dantescas.

     La melancolía del crepúsculo envuelve ya a la concurrencia, distanciando las risas, apagando el bullicio. De pronto se alza el aviso alegre de un chiquillo:

     -Peina ohú, José!(25)

     Era el cantor inimitable, que en el valle hacía llorar a las mujeres cantando en su harpa melodiosa las infinitas tristezas de su alma en cantos lleno de arte, de ensueño, de quimera.

     Llega al rancho y brindásele acogida afectuosa y cordial. Cédesele el mejor asiento y él empieza a preludiar divinamente.

     Todos callan. Cesa el trapiche en su monótono volteo, los chiquillos enmudecen, las voces se extinguen. Sólo se oye el barbotear del mosto, sordo, bajo, como si no quisiera dejarse oír. Canta el trovero. Es su canto una apasionada y llorosa endecha de amor. Los torrentes de armonía se esparcen bajo el ramaje florecido: las armoniosas notas, aladas, magníficas, revolean, divinas mariposas, en los gritos de la brisa perfumada.

     El corazón de los jóvenes late inquieto y dichoso y hasta en los viejos de alma marchita renace la vaga y dulce remembranza de un lejano y delicioso pasado de amor. Al callar se hace un admirativo silencio que es talla luego en una sola frase, elocuente, unánime.

     -«¡Pero, i porá!»(26)

     María, que ama al suave cantor, se llega hasta él y silenciosamente enreda en las cuerdas mágicas que acaban de expresar tantas maravillas, la cinta azul con que adorna sus magníficos cabellos. Él, que la amaba también, pero que no se lo dijera nunca creyendo que Miguel tenía más derechos sobre ella, cree soñar. Le embarga una alegría enloquecedora. Ve surgir, tras las noches de sus tristezas, una aurora incomparable. Comprende que todas las venturas, todos los sueños están en ella; que es la condensación de todas esas bellezas dispersas que tanto admirara en los cielos, en las campiñas, en la luz. E inspirado y feliz, canta otra vez.

     Un canto más bello aún que el anterior. Es el triunfo de la felicidad sobre todas las penas, la apoteosis gloriosa del amor feliz que crea los mundos venturosos. La dice magníficas palabras, envueltas en la melodía de su voz espléndida. Cuando concluye es tal la admiración y el entusiasmo que despierta en sus oyentes, que éstos enmudecen.

     Solo los zorzales despertando en sus nidos que se columpian en los árboles floridos, responden con los raudales armoniosos de sus voces. José se quita el clavel que tiene tras de la oreja y lo prende en la negra trenza de María. Entonces, todos los celos, el dolor, la rabia, que muerden el alma de Miguel, estallan al fin. De un salto, como felino irritado, se lanza sobre la muchacha arrancando la ofrenda aromosa del cantor; al tirar con fuerza, coge una punta del cordón que sujeta el collar, suéltase este y los corales, como gotas de sangre, se esparcen(27) por el suelo. Da ella un grito de asombro y de dolor, al que responde otro de coraje en que prorrumpe José. Y dejando éste caer bruscamente el harpa que tanto ama se abalanza sobre su rival. El instrumento, al chocar con el suelo, da un gemido y se quiebra. Las cuerdas, al soltarse, lloran el inaudito abandono, pero su dueño no las oye.

     Enlazado al vigoroso cuerpo de Miguel el suyo delicado, lo aferra con tan rabiosa fuerza que el coloso queda paralizado.

     Se oye un grito de asombro seguido de angustioso silencio. Los combatientes jadean pugnando por arrojarse mutuamente a tierra, sin conseguirlo. Luchan silenciosos, con las pupilas dilatadas en las que el furor enciende relámpagos. Oyose un rugido: Miguel sin poder hacer uso del cuchillo cae por fin, pero al caer consigue libertar uno de sus brazos. Un sombrío relámpago brota de la afilada hoja herida por el purpúreo resplandor del fuego: un grito, y el cantor cae atravesado de una puñalada mortal. Consigue, empero, sobreponerse a la postración de la herida y herir de muerte, a su vez, a su rival. Un suspiro, un nombre... y expiró.

* * *

     Con los ojos desmesuradamente abiertos, María lo miró largamente. Lucero extendió los brazos en trágico ademán de desesperación y se desplomó desvanecida. El cuerpo de Miguel se estremeció aún en el rojo charco pero pronto quedose inmóvil. Habla muerto. Las mujeres corrieron a socorrer a María; los hombres, piadosos, levantaron a los muertos y se los llevaron. Todo quedó silencioso y sombrío. Sólo se oía el sordo barbotear del mosto y el crujido de los troncos que ardían consumiéndose...

     Y cuentan las viejas, que todas las noches cuando la luna desde lo alto vierte el ensueño de su luz blanca, una silueta doliente, con los cabellos sueltos, desgreñados, con un marchito clavel sujeto en ellos, vaga silenciosa, da vueltas al rancho, va, viene, se aleja luego, esfumándose, blanco fantasma, en la suave penumbra plateada del bosque...


 

YREMBEY-POTY (28)

 

     Era el año 1536. Sobre las apacibles aguas de la bahía, unas naves recién llegadas se mecían suavemente. Allá, a lo lejos, sobre las colinas verdes, suaves y deliciosas, interrumpiendo la soledad profunda de las selvas y la rumorosa quietud del palmar, se veía algo extraño, inusitado: una casa, un fuerte, un comienzo de ciudad. La naturaleza, siempre bella e igual, seguía vertiendo sobre el suelo de Lambaré su opulento tesoro de vida y luz. Los indios, espantados y vencidos por unos hombres que manejaban el rayo, habían huido a esconderse en el regazo impenetrable de los bosques lejanos. Solo Yrembey-poty, ignorante de la derrota de sus hermanos, seguía viviendo con su anciana madre, a orillas del río, sobre el barranco perfumado de Ytá-pita-punta. Todas las tardes bajaba, según su costumbre, a sumergir su hermoso cuerpo tostado por las ardientes caricias del sol en las aguas transparentes del Paraguá, al cual estaba consagrada.

     El río la amaba y tenía para ella sus ondas más suaves, sus murmullos más amantes, sus caricias más sutiles.

* * *

     Caía el día. El agua clarísima y tibia, sonreía ruborosa a su viejo amante el sol, que desde su lejano trono de policromos celajes le enviaba, cariñoso y tierno, su último beso de luz. Un aura muy tenue, templada y cargada con todos los aromas de la tierra, la rizaba ligeramente. Yrembey-poty, sumergida hasta los hombros en aquella transparencia, experimentó un desvanecimiento delicioso. Su alma salvaje se sintió invadida por la claridad divina de Tupá, el Dios benigno, el Dios que desdeña los sacrificios sangrientos. Una extraña laxitud enervó su cuerpo y, sin saber cómo, sintiose arrastrada or las aguas. El río que la amaba quería poseerla eternamente. Se mostró primero tierno, con el adormecedor murmullo de sus ondas tibias, y después, envolviéndola en el abrazo traidor de su corriente impetuosa, la arrebató de la costa. Despertó ella de ensueño dando un grito y en su angustia dirigió una súplica a la Luna, la Yacy cándida que en esos momentos asomaba en los cielos su redondez albísima Yacy tuvo piedad de ella y mirando severamente al río le ordenó que la dejara en la costa. El río se ruborizó y dócil al mandato dejó en la orilla a la pobre virgencita que muy pálida, desvanecida, los párrafos dos cerrados, parecía muerta. Así ocurriera si Yacy, mostrándose clemente hasta el fin, no hubiese guiado hasta allí la barca de Pedro, un español que pescaba en el río, compañero del fundador de la embrionaria ciudad. Vio aquel sobre la costa el cuerpo tendido y lo creyó cadáver. ¿Lo abandonaría así? No; era cristiano: «enterrar a los muertos», se dijo. Y amarrando el esquife a una gruesa piedra de la orilla, bajó a tierra. Cubrió con su capa, por respeto, la desnudez de la que creía muerta y trató de subir unos pasos para enterrarla allí mismo; pero un leve soplo, un suspiro escapado de los labios fríos le hizo comprender que el ánfora morena vivía. Recostola en una piedra y diola a beber unas gotas de alcohol que la hicieron abrir los ojos. Y fue el suyo un extraño despertar. Creíase muerta y transportada a la región de los astros. ¡Tan bello era el que solícito la cuidaba! Era rubio, maravilla nunca vista por ella; los cabellos heridos por el último fulgor de la tarde moribunda, semejaban el fleco áureo de una errante estrella; los celestes ojos de Ybaga(29) y aquel cutis muy blanco la dejaron arrobada.

     Y cuando él, en su propio idioma, pero con dificultad y con un acento desconocido le preguntó: ¿Abá-pa nde?(30), experimentó ella una sensación extraordinaria, deliciosa y profunda. Sus mejillas ardieron enrojecidas de súbita y con acento en el que se reproducía toda la música melodiosa de sus selvas le contestó: «Checo Yrembey-poty: ¿jha nd picó Yacy ray mbaé?»(31)

     Él sonrió y sin responder a su ingenua interrogación, le preguntó dónde vivía. Aquello pareció traerla a la realidad: lo miró larga, muy largamente como para convencerse de que no era una sombra vana, una impalpable condensación de rayos de sol y alburas celestes, y extendiendo su brazo perfecto en dirección a Yta-pytá-punta, dijo simplemente.

     -¡Amó!

     Embarcola en su canoa y en breve la dejó al comienzo del sendero que serpenteando en las faldas del barraco conducía a su vivienda perdida como un nido en la espesura. Ella descendió toda turbada, silenciosa, sin tener una palabra para contestar a la despedida amable del desconocido. Él la dejó marcharse; pero cuando el ligero esquife se perdió tras un recodo del río, un suspiro profundo, de una divina angustia misteriosa, levantó el redondo seno de la joven. Amaba ya profundamente, con todas las fuerzas de su alma salvaje y pura, esa visión que se le apareciera un momento para desvanecerse como un sueño.

* * *

     ...En plena selva. La estación estival estaba en su apogeo. Era una siesta ardiente, uno de esos meridianos ebrios de claridad, desbordantes de efluvios cálidos y balsámicos, de perfumes que embriagan. El fulgurante sol, de cegadora luz, tejía y deshacía entre las altas copas de los árboles los sutiles y maravillosos encajes de su luz deslumbradora. Todos los troncos, todas las fuentes heridas por ese resplandor parecían más bien dar que recibir luz. Las cigarras innumerables daban en su lira monocorde el concierto monótono de sus élitros vibrantes y la naturaleza toda, repleta de inagotables fecundaciones, estallaba en un desborde de vida potente y espléndida. El lujo del trópico ostentaba todas sus pompas. Los árboles rebosantes de savia, cargados de frutos, se inclinaban agobiados y de cada poro de la tierra brotaba una planta, una flor, un perfume, una vida.

     En esa selva, en medio de todas esa gloria de vida, dormía Irembey-poty deprimida por la canícula: bella, joven, inundada de flores, casi desnuda, magnífica. Sus cabellos negrísimos, sueltos, abundantes y lustrosos, velaban imperfectamente sus hombros, como una cascada de sombras. Las mejillas morenas rosadas y suaves, se coloreaban aún más bajo la levísima sombra de las pestañas, largos estambres negros de las pasionarias de sus ojos cerrados; en su boca pequeña vagaba casi imperceptible una sonrisa. Los brazos, de una rara perfección estatuaria, se doblaban bajo la cabeza con una gracia indecible y los perfiles de su juventud, ondulantes y armoniosos, se destacaban sobre el fondo verde de la grama mullida como las cinceladuras de una estatua caída.

     Pedro no había vuelto a verla desde el día en quela conoció, pero quedole en el alma un recuerdo suavísimo, algo como la lejana e irreal estela de luz de un cometa misterioso. Y en el alma romántica del aventurero audaz, -¡paladín de aquella aventura estupenda y magnífica de la conquista!- quedó un anhelo indefinible, un ansia dulce e imperiosa de volver a contemplar aquella fresca y luminosa floración de juventud. Buscola porfiadamente, interrogando en vano a aquellas espesuras misteriosas. La fronda fue muda a su reclamo e inútilmente la exploró nostálgico y ansioso. ¡Bajo el ramaje milenario sólo soñaba con él una paz profunda, callada, misteriosa! Pero esa siesta, guiado por la Providencia invisible de los que aman, llegó al sitio donde ella dormía. La vio y quedose suspenso ante la belleza de la niña dormida, volcándosele en el alma toda la luz esplendorosa de los cielos. ¡Yrembey-poty! Le brotó el dulce nombre de los labios, inconscientemente, como una plegaria. Bastó el suave llamado para que ella despertara. Se incorporó bruscamente, envolviéndose en la cabellera como un mato real. El pudor, esa flor de sangre que ella desconociera hasta entonces, la envolvió como en una llama, y deslumbrada, viendo que su sueño continuaba en una maravillosa realidad, sonrió extasiada y toda trémula, estremecida y dichosa, le contestó:

     -¡Ndé!(32)

     Y nada más; ella no sabía decirle más pero él se acercó y la habló apasionadamente. Le contestó su larga e inútil búsqueda y su nostalgia incurable. Fue para ella un divino, desvanecedor arrobo; oyole como quien oye una música desconocida y milagrosa; y su alma primitiva, presa de un hechizo, tembló de felicidad. ¡Cuánto la quería! Se lo decía en una forma desusada entre sus hermanos. Aquella realidad magnífica que sobrepasaba sus sueños, la dejó muda, desmayada en una inefable beatitud. Sólo mucho después, el rojhayjhú(33) dulcísimo brotó de sus labios y en un abandono sublime por su candidez le contó también sus sueños, abriéndole su alma virgen. Y el rumor de un beso selló el pacto sagrado de los amores del bizarro español con la rendida hija de Lambaré. Entre tanto, la naturaleza, estremecida, celebraba con el sol, a través de los espacios, su nupcia gigantesca y allá a lo lejos, el río, que amaba a Yrembey-poty, gimió doloroso en la ribera.


 

UN COMBATE SINGULAR EN CURU-PAYTY

 

(PREMIADO EN EL CONCURSO DE CUENTOS NACIONALES

DE «EL DIARIO», AÑO 1919)

 

     -¡Viva la patria!...

     El grito, repetido incesantemente por seis mil voces, atronaba el espacio y sacudían todas las almas en un sagrado temblor de entusiasmo. Un joven guerrero, jinete en brioso corcel, arengaba a sus soldados a lo largo de la trinchera que horas más tarde seria memorable en los fastos de la historia. Sus palabras eran breves y penetrantes. Las inspiraba una decisión heroica y una fe de iluminado dábanle irresistible fuerza de sugestión. Hablaba el guerrero en la expresiva lengua nativa:

     -Muchachos, ya va llegando la hora de reventar a los cambás. ¿Cómo se sienten de coraje? ¿Tienen bien firme el pulso y bien sereno el corazón?

     La voz del jefe electrizaba a la tropa. Los soldados levantaban en alto sus morriones, saludando al capitán que les anunciaba y prometía el triunfo, y sintiendo correr por todo el cuerpo un calofrío de bravura, esperaban ansiosos el instante de sellar con su sangre la promesa jurada de batir al enemigo. Díaz sonreía de confianza y de orgullo ante el temple heroico de sus hombres.

     Pronto cesaron los gritos.

     El momento terrible se acerca. El ejército aliado empieza a moverse para atacar nuestro reducto. En el espacio abierto más allá de nuestras trincheras, las unidades enemigas avanzan al son triunfal de sus bandas de música, en busca de la muerte que las asecha en el trágico silencio de nuestros baluartes. Visten de parada, como si acudieran a un desfile de honor: confiados en la superioridad numérica de su fuerza, cuentan con un triunfo seguro y quieren honrar la victoria que anhelan y se auguran, yendo a buscarla, como a una novia, luciendo todas sus galas.

     El silencio se hace más completo por minutos, por segundos; la solemnidad del instante toca todas las almas y hasta parece infundirse en la naturaleza de aquel escenario en el que la batalla va a desatar su aniquiladora tormenta. El enemigo avanza con denuedo, en ordenada formación; la distancia se acorta rápidamente, al paso de trote de sus batallones. Las primeras filas van a llegar...

     Hiende entonces los aires el alarido de un clarín que pone fin al silencio mortal de las trincheras. En la voz metálica vibra un aliento humano; parece la voz misma de la raza apelando al heroísmo de los corazones. El clarín habla, grita, ruge, impetra, manda y tiene su clamor de bronce un acento épico que conmueve, que entusiasma, que arrebata, que enloquece. Se estremecen de coraje los que defienden las trincheras y los asaltantes tiemblan de pavor, a pesar de su altanera confianza.

     Un colosal y frenético ¡Viva la Patria! se levanta a lo largo de las trincheras respondiendo al clarín, y al mismo tiempo los cuarenta y nueve cañones de nuestra defensa y la fusilería rompen el fuego con un crepitar que espanta. El largo reducto es una llama vida. En las líneas que avanzan soberbiamente, bajo los colores de sus banderas tiranamente desplegadas, aquel huracán de fuego abre claros profundos. Por un momento se detienen, desconcertadas, indecisas, vacilantes. La voz de ¡cubran claros y adelante! de los oficiales, reanima a los zozobrantes batallones y el ejemplo de los más audaces arrastra a los demás al espantoso asalto.

     Pero aquellas trincheras son el infierno mismo. No hay temerario que se acerque sin que muerda el polvo. Cuando algún enemigo llega al pie de las defensas, nuestros soldados lo matan a bayonetazos para ahorrarse las balas. La ola asaltante se estrella impetuosamente contra el baluarte intomable y nuevas columnas reemplazan con furia delirante a las que sucumben rabiando de impotencia.

     Dentro de las líneas, Díaz va y viene al paso corto de su caballo, bajo un diluvio de balas, erguida la arrogante cabeza, relampagueantes de entusiasmo y bravura los ojos, entreabiertos los labios en una sonrisa de triunfo. Está tranquilo, sereno, imperturbable, respirando confianza ciega en la victoria. De cuando en cuando detiene su caballo, se yergue sobre los estribos destacando su amplio pecho que parece tallado en el recio lapacho de nuestros bosques, y apreciando el acierto de un tiro de sus cañones estimula a los artilleros con una exclamación de contento: ¡Muy bien muchachos!

     La batalla degenera en una matanza horrorosa. La flor del ejército aliado ha caído al pie de la posición inconquistable contra la que se abaten su denuedo y su orgullo. La impotencia exacerba a los aliados que enloquecidos hacen esfuerzos supremos para quebrantar la línea infernal. En uno de los ángulos de la trinchera el empeño heroico llega a adquirir estupendos contornos épicos. Un joven comandante acaudilla una pequeña columna que avanza abriéndose paso por entre los montones de muertos y heridos. En la diestra, cuyo blanco guante de parada está manchado de sangre, lleva el estandarte que acaba de tomar de manos del caído abanderado. Con vivas a su patria enardece a los suyos gritándoles que lo sigan a sostener la enseña que él va a clavar en el llameante baluarte. Sus hombres caen uno a uno bajo la metralla, pero el bizarro comandante, que es casi un adolescente, llega haciendo un soberbio alarde de desprecio por la muerte, y dando un salto va a clavar su estandarte en lo alto de nuestra trinchera...

* * *

     El veterano que me hacía esta relación calló al llegar a esta altura del relato. En sus ojos se reflejaba la grandeza del cuadro que evocaba. La emoción de los recuerdos le había puesto trémulo. Yo, que era criatura, escuchaba palpitante, presa de admiración por quien tan altas cosas había visto. Como el silencio se prolongaba demasiado para mi ansiedad, saqué al narrador de su ensimismamiento pregúntandole, como en los cuentos maravillosos:

     -¿Y después?

     -Yo estaba allí, allí mismo donde saltó el valiente aquel. Lo tenía bajo el cañón de mi fusil, pero no sé qué íntimo respeto por su denuedo me impidió matarlo de un tiro: era un bello mozo y avanzaba con tan gallardo coraje que me faltó decisión para mover el disparador. Y confieso que quería darle un apretón de manos, celebrando su bravura, tan digna de la nuestra. Sólo cuando vi, de pronto, que su bandera estaba allí, que ya iba a chivarse en nuestra trinchera violando el sagrado recinto confiado a nuestro valor, me vino impetuosamente la reacción...

     El narrador volvió a guardar silencio. Yo, impaciente, le pregunte:

     -¿Y lo mató?

     -Salté entonces de un brinco a la parte exterior de la trinchera, le arrebaté de un tirón el estandarte y sin decirle una palabra, con un gesto y la mirada que él interpretó como un valiente, lo desafié a medirnos cuerpo a cuerpo los dos. Nos batimos allí, al pie de la trinchera, dentro de un círculo de fuego. Se defendió guapamente, pero un sablazo mío dio pronto con él en tierra. Tuve tiempo de estrecharle la mano antes de volver a mi puesto, llevando el estandarte que el intrépido muchacho intentó clavar en nuestro baluarte. De aquel bravo conservo este recuerdo.

     Y el veterano me mostró la ancha y bermeja cicatriz de una herida.

     -¿Y después?

     -Caí desvanecido, sangrando a raudales por la herida. Cuando volví en mí, el clarín de nuestro trompa sonaba alegremente, tan alegremente que su son era como un inmenso repique de campanas echadas a vuelo. Era que habíamos triunfado y el nombre de Curupayly refulgía de gloria inmortal en nuestra historia...

 

 

NOTAS

1.       [«recrimaciones» en el original (N. del E.)]

2.       [«otra» en el original (N. del E.)]

3.       [«exterminado» en el original (N. de E.)]

4.       [«una» en el original (N. del E.)]

5.       [«asomasar» en el original (N. del E.)]

6.       [«branvo» en el original (N. del E.)]

7.       [«camo» en el original (N. del E.)]

8.       El demonio en guaraní. (N. del E.)

9.       [«uno» en el original (N. del E.)]

10.       Tapera, en guaraní. (N. del E.)

11.       [«valeroso» en el original (N. del E.)]

12.       Hechos acontecidos en tiempo de Francia. (N. del E.)

13.       «Los hierros -dice un historiador- se le hincaron en las carnes.» (N. del E.)

14.       [«primososamente» en el original (N. del E.)]

15.       En la tarea. A la operación de extraer la miel de la caña dulce se le da el nombre de «tarea» en la compañía y es un motivo de reunión y fiesta. (N. del E.)

16.       [«bosques» en el original (N. del E.)]

17.       Raídos, paisanos. (N. del E.)

18.       Capií: sombrero de palmas. (N. del E.)

19.       [«de de» en el original (N. del E.)]

20.       Tipoy: camisa. (N. del E.)

21.       Apycá: bancos rústicos. (N. del E.)

22.       ¿Qué tal, hombre, aún no te quiere la morena? (N. del E.)

23.       Soy yo quien no le hace caso. (N. del E.)

24.       Chumbé: especie de cinturón de cuerda retorcida. (N. del E.)

25.       ¿Ahí viene José? (N. del E.)

26.       ¡Qué hermoso! (N. del E.)

27.       [«esparcien» en el original (N. del E.)]

28.       Flor de ribera. (N. del E.)

29.       Cielo. (N. del E.)

30.       ¿Quién eres tú? (N. del E.)

31.       Yo soy Yrembey-poty: ¿tú eres, por ventura, hijo de la Luna? (N. del E.)

32.       ¡Tú! (N. del E.)

33.       Te quiero. (N. del E.)

 

 

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