PortalGuarani.com
Inicio El Portal El Paraguay Contáctos Seguinos: Facebook - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani
SARA KARLIK

  DEMASIADA HISTORIA - Autora: SARA KARLIK DE ARDITI - Año 1988


DEMASIADA HISTORIA - Autora: SARA KARLIK DE ARDITI - Año 1988

DEMASIADA HISTORIA

 

Autora: SARA KARLIK DE ARDITI

 

Editor:  GRUPO EDITOR LATINOAMERICANO

Colección Escritura de Hoy

Año: 1988

 

 

 

ÍNDICE

♦   - I -

En escena

  • De un solo soplo murió Gavilán
  • En escena
  • Las llaves de la ciudad
  • Para adentro
  • Las talas
  • Realidad de mediodía
  • De golpe y con ruido
  • Ojos de agua

 

♦  - II -

Trabalengua

  • «Tudo bem»
  • Para no volverse loco
  • Ciudad de barro
  • De indios
  • Suite con vista al mar
  • Eleucadio
  • Los alacranes son de cuidado
  • Trabalengua

 

♦  - III -

Demasiada historia

  • Dormir la lluvia
  • Cuando seas grande
  • Riña de gallos
  • Un tomate redondo redondo
  • Para mayor seguridad
  • Vuelo de picaflor
  • Demasiada historia
  • Especificación clara

 

 

 

Desprenderse de una realidad no es nada; lo heroico es desprenderse de un sueño.

RAFAEL BARRET

 


♦  - I -

En escena

El instinto nos hace animales; el hombre conserva muchos instintos.



 

De un solo soplo murió Gavilán

Laureano Gavilán no supo ni se dio cuenta en qué momento comenzó su mala suerte.

Quizás fue con esas protuberancias llenas de pus -con olor a leche cortada en pleno verano- que le aparecieron en el sobaco y le hacían caminar en posición de vuelo.

Quizás lo otro, resultado de vagabundeos nocturnos en medio de una inestabilidad del cuerpo que lo encontraba durmiendo en camas desconocidas.

Le dijeron que podía ser grave, pudrirse de arriba abajo aunque no precisamente en ese orden, y le pincharon las nalgas magras hasta sentir las agujas en la misma conciencia.

«Esas mujeres perras que cambiaron el paraíso porque estaban condenadas a ser mujeres el resto de sus días», afirmaba con cada pinchazo.

Quizás esa aparición con varias cabezas, todas mujeres -su madre entre ellas-, mascullando palabras inentendibles: un vocabulario de puros maleficios de «brujas sin filiación alguna», estaba seguro.

Quizás eso que se dice en voz baja pero se incentiva públicamente en «beneficio de la patria y de la población».

Pero no entiende dónde está la culpa si, por último, de algo hay que vivir, y un trabajo es un trabajo.

Anda colgado de dinteles y ventanas, siempre de traje y corbata, extraño en su pueblo con esa vestimenta que sirve «para hacer nada», como dicen, con un llavero de cadena larga enganchado del cinto y una lima de metal entre las llaves con la que limpia sus uñas, siempre negras a pesar de todo.

Los ojos de Laureano parecen tener más movimiento que los demás ojos y ven hasta sin moverse.

Tiene un paño a mano para mantener el brillo de los zapatos y de la «imagen», como dice, y nadie sabe lo que significa pero despierta un temblor en la nariz, por eso de que la atmósfera anuncia a los que conocen su carga.

Le abren paso cuando se adentra en esas calles de tierra; también las puertas antes de que las empuje.

Le dejan lugar para él solo y se arriman a las paredes porque no saben qué busca Laureano, qué puede pasar, y está ese olor que lo castiga y se vuelve castigo.

Dicen que ya no tiene lo que tuvo, pero «hay olores que se ensañan con algunos cuerpos», corre la voz.

Laureano Gavilán era como todos en el pueblo, hasta que apareció aquel hombre bien encuadrado en su vestimenta, seguro en cada paso y en cada palabra, y le dijo que él era algo especial, que se había dado cuenta ni bien bajó del auto, que lo pudo elegir sin titubeos.

Y Laureano sintió su importancia apenas el cuadrado de hombre volvió al auto.

Decidió responder a carta cabal.

Amanecía antes que amaneciera para pillar sombras confusas, y la sospecha fue santo y seña para presentarse con derecho ante cualquiera.

El pueblo se puso inquieto y los campos se aquietaron porque las manos temblaban, con siembra o con cosecha.

Pero no había mucho que contar sobre ese pueblo que estaba inscrito como pueblo sin tener historia.

Y eso levantaba nervios acostados en Laureano, nervios desconocidos porque no son de pueblo.

Empezó a creer eso que iba inventando para complacer las visitas del hombre del auto, y el auto regresaba contento, a plena bocina detrás de la mancha de polvo, hasta la aparición siguiente.

Las luces se extinguían temprano y la gente buscaba refugio en las camas, cubriéndose con mantas hasta la misma cabeza.

Pero no Laureano, quien fue perdiendo el sueño y el pueblo se le hizo grande en el recorrido de sombras en las que él también era sombra.

Se preguntó qué manija se había dado vuelta para hacerlo caer en esa soledad que no era acontecer registrado en el pueblo.

Recordó los males que habían formado cuerpo en su cuerpo y no le parecieron tan graves, pues entonces nadie le dejaba el campo libre para que pasara.

Fue cuando sintió el odio hacia sí mismo, cuando la mala suerte se quedó sin salida, y de ahí para adelante no hubo comienzo para nada.

«Soplo al corazón», dijeron los que lo habían conocido de antes, cuando Laureano era poblador del pueblo, pero a algunos se les iba la lengua en un pronunciamiento no muy puro, alejado de toda ciencia, coincidiendo al final con ese afán de agrandar las cosas, propio de pueblos y de pueblerinos, que fue más bien «un soplón» al corazón lo de Laureano, y eso sí que se convirtió en historia, contada y advertida, para que a nadie se le ocurriera agarrar esa enfermedad.



 

En escena

Apuntó el cañón del arma hacia arriba, después dio vuelta el brazo con la mano cargada y lo metió en la boca. Tuvo que abrirla grande, llegando el dolor hasta los huesos.

El frío del metal le hizo temblar la imagen en el espejo. Se dio cuenta que era la suya. Los ojos se cubrieron de espanto.

«¿Qué se debe sentir, se siente o se deja de sentir? ¿Será como tragar algo demasiado grande para la garganta?»

Recuerda la frecuencia de la cámara lenta, sin sonido, enfocando una escena parecida.

«Dicen que todo termina antes de darse cuenta».

Es una experiencia sin duplicado, en sobre que no puede ser abierto, con sello de lacre.

«Debe ser peor abrirse el vientre, llenar el piso con suciedades internas; los sistemas son diferentes a uno y otro lado del mundo».

Hace frío.

La piel del torso desnudo repasa venas, las pinta. Se mira con rabia, se tienta, se reta.

Recorre el rostro con el caño, lo circula, «a lo mejor en el oído; saltarán los sesos por el aire, después llegarán al techo; después, cuando...»

El espejo ríe con cuernos, con lanza, con todo. No hay otro en ese cuarto detenido, encerrado con él adentro.

Se acaricia la mejilla con la otra mano, pero también es fría, como si ya hubiera traspasado... ¿traspasado qué? No hay muro ni línea visible.

Da un paso hacia atrás, el diablo hace lo mismo; le da la espalda y tuerce la cabeza para controlar sus actos... y se repiten.

Afuera, si sólo pudiera llegar afuera, abrirse para que el cuarto se abra, correr dejando a ese animal que quiere parecerse a algo, a alguien con la lanza sin presa, con las ganas colgando... No hay ventana ni cielo entrometido, ni ese paso que recorre y da vuelta el día en noche y otra vez da vuelta, ni pared de enfrente pintada con letras negras chorreadas, reclamando, ni ruido de botas que buscan las manos que hacen hablar paredes, y las paredes deben hablar si las bocas callan con sello de control... control de calidad...

Ella siempre tuvo ese problema de la letra en el lugar equivocado, dislexia infantil, juvenil, adquirida por amedrentamiento, secuencia, nada más que secuencia, y tuvo que venir a borrar, a corregir, para qué si ya daba lo mismo, el que sabe entiende, ya da lo mismo, y le apuntaron; «ley de fuga» dijeron...

Y eso fue todo.

Como si nada hubiera ocurrido en esa tarde que no quería irse, adentrada en el olfato, recorriendo el cuerpo, haciéndose eternamente larga, alargando el quejido para adentro y hundirlo en esa profundidad donde no fuera escuchado.

No alcanzó a cruzar la calle; miró a los lados, extendió los brazos, sí, era señal de entrega, pura entrega, y los actos no sufren faltas ni necesitan idiomas...

Y él, en ese encierro movedizo, cada vez mayor encierro, paredes de un paso adelante y otro y otro, y la falta de cielo, ¿cómo se puede vivir sin cielo, con la alucinación de cielo en un techo que corta, acorta, se cierra, se cierne? Y el espejo, ¿quién dejó el espejo? ¿Quién le puso el arma? ¿Quién corre la habitación entera, cuarto de utilería? Él es actor, el actor principal, que no se rompa el espejo, trae mala suerte, el diablo debe morir en la última escena para salvar a los otros, pero él no, no será él quien dispare, no soporta la violencia, y entrega el arma, entrega la responsabilidad, la culpa, la cobardía de nacimiento, debió corregir, no permitir que ella lo hiciera, no dejarla volver a la escena del crimen, es criminal, las escenas se rehacen después, y ahora está en ese después, sin nada que ganar o perder, el medio justo, el desequilibrio pleno, y aprieta el arma, arma de utilería, y llora el último llanto, llanto colmado de actor de por vida, porque encima, encima ni siquiera queda la esperanza de cielo.



 

Las llaves de la ciudad

Hay llaves para todo, llave inglesa, de paso, francesa, de música, para llavear y desllavear, las que nunca se encuentran, las del auto que alguien guardó en el cajón de la cómoda entre las camisas. Pero hay una, de las grandes, que abre una ciudad entera por decisión de unos pocos y viene en estuche de terciopelo, y es presentada con guantes blancos y sonrisas de luna llena.

Herminio la recibe como gobernador de la región que representa. La toma en la mano (es nuevo en esos asuntos) y busca la puerta correspondiente. Algunas actitudes de los acompañantes le sugieren la simbología del acto.

«¿Es de oro?», pregunta.

La llave refulge encantada.

Un agregado a la delegación le susurra algo al oído y espera, palmas arriba, ser el depositario para aliviar otras obligaciones del gobernador, pero Herminio prefiere la seguridad del bolsillo que se abulta con esos dientes de encías arremangadas que ríen su estupidez.

«Es un desperdicio», comenta al ver colgar los metros de cinta al compás de un viento desinteresado.

Hace ademán de recogerla pero lo presionan para mantenerlo en su sitio.

La tijera es guardada.

Todos tienen puestos anteojos de sol a pesar de la no complicidad del astro.

En medio del recorrido, una niña, toda de blanco y con el cabello recogido en trenzas y flores y cintas de adorno, le entrega un ramo de rosas, las mejores del día, en representación de la ASOMASO (Asociación de Madres Solteras), y un sobre conteniendo una carta en la que piden su rehabilitación para ser incorporadas totalmente (sin peligro de contagio) a las actividades del pueblo y participar (del mismo modo) en la educación de sus hijos, patrimonio absoluto de los padres que los visitan una vez al año.

Herminio toma el sobre y lo da vuelta en la mano buscando la estampilla, luego el remitente y, al final, lo entrega al ayudante como si fuera el cesto de los desperdicios, y sonrisa en boca besa a la niña delante de los fotógrafos.

El camarógrafo del canal principal de Bueyes Perdidos se enfurece porque el fotógrafo entorpeció la toma, y los gestos cortan el aire mientras la comitiva sigue avanzando.

Las maestras de la Escuela Superior de Artes Manuales -que mantuvo el nombre descendiendo a la calidad de inferior por falta de fondos- lo esperan con los delantales recién planchados, y la directora,  dejando de lado su malhumor habitual debido a una gastritis producida por la lucha diaria para evitar un nuevo descenso -para el que no se ha estipulado nombre pero que figura en la lista de rumores no oficializados-, ensaya la inclinación que debe hacer, ni muy exagerada ni muy escasa, para homenajear al visitante manteniendo la dignidad.

Un refrigerio, puesto en la sala de la dirección de la escuela que da a un costado del vertedero de basura, espera con una selección de moscas alineadas.

Herminio se sacude una adelantada que deja su marca en la solapa del traje de estreno. Da vuelta la cabeza para señalarlo al ayudante, en un idioma que sólo entienden los ayudantes, la necesidad del pronto envío del traje a la tintorería.

El calor es sofocante.

En medio de la plaza, el pueblo espera.

Un antiguo morador ha prestado la alfombra azul, la única existente, lo que dio mucho que hablar por eso de que las alfombras deben ser rojas, pero no hubo tiempo para teñirla.

Algunas partes, sometidas al desgaste natural, fueron zurcidas pacientemente por las madres de los detenidos sin causa determinada, las que también entregaron un petitorio por intermedio del cura párroco, quien dijo que «hay que esperar el momento adecuado y no sobrecargar la agenda va sobrecargada del visitante».

Al llegar Herminio al primer escalón de tres peldaños de la escalera de la escuela, la directora, presa de intensa emoción, tuvo que correr a lugares de absoluta intimidad por causa de su inmanejable malestar, y se suscitó un terrible problema de protocolo al ser recibido por la subdirectora, lo que afortunadamente no fue captado por la televisión por orden expresa del ayudante que previó, con intuición magistral, el inusitado contratiempo. Luego se hizo la toma correspondiente en la que la directora manejó la inclinación con una sonrisa tirada a cualquier cosa por el temor de una nueva presión gástrica.

Los alumnos, pasados por alto, seguían entonando el himno mientras el gobernador se dirigía a la dirección de la escuela porque «este calor es insoportable», al tiempo que el ayudante insinuaba, siempre en el oído, que las moscas estaban de adorno y que se abocara solamente, para su propia conveniencia, a lo que no tuviera movimiento, preparado con aportes especiales de las lavanderas de la parroquia.

Herminio agradeció el refrigerio del cual fueron testigos de mirada los presentes, quedando la mesa vacía para uso de las moscas como pista de aterrizaje en caída libre, prometiendo lo que la costumbre hace prometer ante el aplauso multiplicado por los altoparlantes, excesivo para que el encargado de regular el sonido de la T. V. pudiera evitar el escape de un zumbido perforador, obligando a los presentes a meter dedos en los oídos y a los técnicos a cortar luego la toma porque ya había sido captada.

Herminio dio la orden de retirada y todos se cuadraron detrás de él, formando una procesión al revés.

Luego se dirigieron a la catedral de la ciudad para presentar los respetos al cura, quien esperaba con un brazo sobre el pecho y el otro preparado con el agua bendita; pero, al llegar a lo alto de la escalinata, el gobernador tropezó y el agua bendijo una parte poco elegante, volviendo a dar problemas a los registradores modernos de la historia.

El médico del dispensario fue llamado de urgencia y tuvo que interrumpir la extracción de un poroto de la nariz de un niño para socorrer al gobernador, quien, debido a una torcedura, debió ser sacado de la parroquia en andas hasta el vehículo oficial por falta de vendas en el dispensario «porque, usted comprende», dijo el médico, «a fin de mes ya no nos queda material».

Al finalizar la visita, Herminio dio el resto del día libre a toda la fuerza trabajadora y veinte manos aplaudieron ante el silencio del resto, causando otro problema de sonido. Luego desapareció, con gloria, dejando al pueblo en la pena de siempre y tema para hablar hasta la visita siguiente.

Ya en el vehículo, Herminio pasó revista visual a su séquito, el cual no pudo cuadrarse para no chocar contra el techo. Luego ordenó que se abriera una ventanilla -lo suficiente para que el calor no dificultara el funcionamiento del aire acondicionado- y, para no incurrir en problemas de sobrepeso, se tiraran los sobres con los petitorios y las flores. La llave de la ciudad seguía en su bolsillo, pensando en alguna futura visita sorpresiva, y la tijera y un trozo de cinta -adecuadamente enmarcados- pasaron a formar parte de su currículum.

A su regreso, Herminio fue internado en el hospital de personas ilustres y su torcedura calificada como «accidente de trabajo», dándosele seis meses de licencia con goce de sueldo. En el ínterin, fue condecorado por su «dedicación extrema a los intereses de la patria».

Herminio alcanzó a hacer otras apariciones públicas, usando el bastón con empuñadura de oro enviado por el cura párroco para conmemorar el primer aniversario de su visita.

El tropezón espectacular en lo alto de la escalinata de la catedral tuvo una explicación dudosa que culminó con el traslado del cura a lugares colindantes, con el límite del país.

El pueblo, sin embargo, se volcó a la iglesia, colmándola durante los servicios dominicales.

Herminio conservó la llave y la cinta como trofeos de glorias pasadas.

Manejó idóneamente la silla de ruedas con motor durante algún tiempo. Murió de SIDA (Síndrome de Inmoralidad Diestramente Adquirida).

Fue enterrado con los honores del caso y la silla de ruedas, anotada en el folio 122 de bienes públicos, pasó a formar parte del Museo Histórico, exhibiéndosela en una de las vitrinas de la única sala climatizada.

 

 

Para adentro

Se le salen las ganas por la lengua, por la lengua derretida, y se vuelve agua, pura agua.

La vitrina es grande, con iluminación directa e indirecta, oblicua o derecha, no importa, pero la luz llega exactamente adonde debe, resaltando formas y aumentando deseos.

Danilo está solo.

Sus dedos juegan sobre el vidrio liso, dibujan en el vapor como si de esa manera fantasmal los pasteles pudieran atravesar el vidrio. No hace frío, pero corre un viento y deshace los dibujos. Danilo mete las manos en los bolsillos y llega al fondo por si una moneda se hubiera enredado en los hilos del forro. Los dos dedos índices traspasan un agujero en el mismo lugar y juegan, raspando esa parte del muslo.

«Deben estar hechos de mantequilla», babea pensando.

Se toca los dientes filosos. A veces le duelen. No, es la encía que no acepta la costumbre por las costras duras. Se le mueve un diente. «La puerta y el cordel»,  dice la mamá que parece saberlo todo, pero sólo parece.

«No vuelvas si no tienes algo que traer», también le dijo, y por eso no volvió.

Hay días malos en los que las manos buscan los bolsillos vacíos delante de vitrinas, días en que no quiere extenderlas, o no pasa gente porque llueve, días que le sobran.

De pronto se da cuenta que no está solo. Otro niño, a su lado, con la misma expresión suya, mira la vitrina. Danilo lo observa. También le sobra la lengua como a él, y la boca se le abre y gotea, pero no llueve.

Sólo hay viento, y cuando hay viento no llueve.

Le molesta que comparta con él el goteo interrumpido por cerradas de boca y salivas que se tragan apresuradamente. La verdad es que le molesta que se dé cuenta de lo que le ocurre, que no puede pararlo con esa única forma: atravesar la puerta y poner una moneda sobre el mostrador.

El otro tiene más o menos la misma edad, cree, y la ropa es parecida. Es como si se reflejara en un espejo. No quiere verse de esa forma tan real. Siempre guardó lo suyo para sí mismo, es decir, lo que se le ocurre pensar. Ese niño le hace pensar para afuera, y no está acostumbrado. Es un pensamiento que se ve. Su madre decía que él lo lleva todo «para adentro» y, aunque no lo entiende, sabe que es así.

Guarda las palabras porque les tiene miedo, porque, cuando sobran, se vuelven cachetadas.

Se pasa la manga por la nariz y la boca a un tiempo, y con la misma manga limpia el vidrio empañado.

El otro niño lo imita y termina apoyando los labios en el claro en forma de círculo, también las manos, y el sudor del vidrio cae oscuro porque las manos sudan oscuras y resbalan un líquido sucio.

Debe estar loco o es tonto, chupando el vidrio como si fuera un pastel. «No tiene nada en la cabeza», ríe, ni eso que escuchó el otro día, «imaginación», y le gustó, porque da vueltas como en un remolino hasta caer con fuerza y parecer como si hubiera sucedido. «Imaginación...»

Sigue parado ahí. Danilo, enfurecido, se lanza en una lucha que termina en el suelo, y pega, pega hasta que la sangre chorrea como la lengua, pero más caliente.

La mujer de detrás del mostrador sale corriendo y mueve los labios enojados mientras con un paño de franela repasa el vidrio.

Danilo levanta las manos para excusarse, como si le estuvieran apuntando, porque él no fue y no tiene culpa... Se asusta porque no ve a nadie a su lado.

«Lo maté», piensa levantándose, pero la vitrina es caprichosa y lo refleja de nuevo. Entonces golpea el rostro que lo molesta hasta romperlo. La mano pasa por donde estuvo la cara y el dedo extendido resbala por el chantilly que no se inmuta.

«¡Son de cera!», dice con los ojos agrandados por el espanto, pero ya no chorrea la boca, sino los ojos, y tampoco llueve.



 

Las talas

Atajaba las riendas de la tarde en un impulso consciente para seguir viendo, a medida que nos acercábamos, el contorno de la casa justo contra el fondo de la mirada, en esa combinación de tonos naranja que abre las noches de verano.

Iba estirando al caballo como queriendo frenarlo, del mismo modo con el cual se genera fuerza para ayudar al que lo está haciendo.

Podía escuchar mis sentimientos mientras acortaba camino, viendo Las Talas acercarse, casi moviéndose de lugar.

De pronto era difícil pensar quién o qué estaba en ese juego de cambio de sitio.

Recordaba esos cuentos de atardecer, o comienzo de misterio de noche, cuando Epistacio Cafeteira, el baqueano del Amazonas, vino a olvidarse de «esos lugares donde había nacido» antes que la selva lo tragara.

Llegó con lo puesto, porque mucho no se quedaría.

De eso aún recuerdo cuánto pasó y todo lo que pasó.

Se «enredó», como lo dijo, con Feliciana, y siempre supo que un enredo traía otro y así nació Justo, creyendo que con ese nombre iba a enderezar «las naves fuera de curso».

Contaba historias que parecían sólo eso y nadie quería imaginar que podían ser ciertas.

Vino solo y dijo que así siempre estuvo.

«No se dejan huellas para no ser seguido».

Nadie quiso escarbar en su olvido.

La cara era difícil describir: un amasijo de labios, ojos, nariz y, el resto, puesto a gusto de quien hizo el esfuerzo.

Por comodidad, no se cortaba el cabello, sujetándoselo en la nuca en forma de cola.

La barbilla era su marca preferida: ni muy al norte ni muy al sur, con una leve inclinación «hacia donde sople el viento», decía. Una oreja le quedaba más corta que la otra: «un estirón mal dado», afirmaba.

Rechoncho de cuerpo, los brazos eran cortos pero firmes, prendiéndose con fuerza de cualquier trabajo.

Un aro en la oreja más corta igualaba la otra.

Daba la impresión de pirata abandonado fuera de época y lejos de cualquier puerto.

Su pasado era tan extraño como él mismo, pues para boca cerrada la suya ganaba premio.

Sólo esos cuentos, imposibles de poner nombre, se extendieron, ganando años engarzados en esa etapa  que justifica ensoñaciones aceptadas por los grandes pero que deben morir en su lugar para que otras edades se inicien.

Aún así se extendieron, calladamente, para formar un nudo en la garganta que palpita al menor descuido de memoria.

De cuando en cuando, Epistacio pasaba momentos de gran alboroto, como si alguna estación en especial no congeniara con él, por más que nadie se daba la molestia de averiguarlo.

«Epistacio está con lo suyo de nuevo», se escuchaba, y había un acuerdo generalizado de espera «hasta que pase la tormenta».

En esos días turbulentos paseaba por los patios, siguiendo casi un orden, murmurando en su idioma, dando vuelta la cola del cabello hasta enroscarla, pateando el suelo como danza de caballo no domado.

Después, era como si nada le hubiera ocurrido.

Era también difícil pensar que Las Talas pudiera alguna vez haber estado sin Epistacio quien, con un golpe de lengua, ponía las cosas en su lugar entre los peones.

La noche anterior al día que vinieron a preguntar por él, contó su mejor historia. Era sobre un hombre que se resistía a morir y necesitó más golpes de los que Epistacio recordaba para terminar de hacerlo.

«Hay gente con capricho para todo», dijo al terminar la historia.

Después quedó un buen rato sin ver ni escuchar, como si él mismo hubiera encontrado alguna forma de  morir viviendo. Cuando regresó de ese estado, «al final murió; con la muerte no hay capricho que valga», dijo.

Los hombres que vinieron por Epistacio trajeron una historia que nadie quiso creer.

«Debe ser otro hombre con el mismo nombre», dijo alguno a media voz.

Sin embargo, cómo podían saber esos hombres, venidos del otro lado de la frontera, la misma historia que Epistacio contaba en las noches más oscuras para llenarlas de más susto, cargando sacos de miedo que después paseaban la oscuridad de adentro como fantasmas imposibles de ahuyentar.

Cómo podían saber.

No era posible, ni siquiera con la ayuda de los espíritus, que Epistacio matara a su patrón por parecerle una sombra equivocada, una sospecha extraña en el extremo de un ojo y el otro abierto, sin ver a su mujer a su lado.

Le tomó ese alboroto que después continuó en su cuerpo y no supo cuantas veces ni donde iba cayendo el machete, hasta que la sombra dejó de equivocarse.

Y su mujer gritaba, y era cosa que nunca pudo soportar, y el machete siguió corriendo con Epistacio detrás.

Los dejó «bien bajo tierra» y después no quiso saber más de esos lugares llenos de desgracia que buscan donde anidar y hacerse cuerpo.

De pronto, la silueta de Las Talas quedó frente al rostro, en un desafío que el tiempo no pudo disminuir.

El mismo temblor de cuerpo, de recuerdos, a pesar de la fachada partida como los sucesos de adentro y de afuera, trayendo y llevando, en la aproximación final, golpes de imágenes como fotos que van saltando de carpetas viejas.

«¿Qué pasó con Epistacio Cafeteira?»

No lo sé. La noche que lo llevaron muchas cosas tocaron a término. Empezamos a dejar atrás los años cortos, «porque de lo contrario, nunca se llega a grande», como decía Epistacio.

Que Epistacio matara, quién lo iba a creer.

Que aún seguía lavándose las manos para sacarse la sangre, daba para la risa, y lo del machete en un enredo de aire y el aire habitado y él siguiendo su locura hasta matar caprichos de muertos que ya lo eran, no pasaba de ser cosa de la peonada.

La tarde no se detiene.

Es casi noche cuando descargan los baúles y entramos para forzar el sueño, llamarlo y cerrar con cortinas dobles los ojos para empujar duendes que ya empiezan de nuevo a molestar, cortando la oscuridad con formas extrañas.

Debe ser otra de las mañas de Epistacio.

Quizás nunca se ha ido.

Quizás sea todo parte de esas historias de las que fue maestro.

En todo caso, nadie lo menciona, por esas cosas de campo que forman creencias y, de ahí para adelante, corren con caballos propios y nunca se sabe hasta donde pueden llegar.

 

 

Realidad de mediodía

El saludo salió con un sonido igual a un eructo.

Tuve ganas de levantarle el bigote para saber si era un problema de bigote o de boca, pero el hombre pasó rápidamente, como no queriendo desperdiciar esa forma personal de hacer las cosas, para dejar al otro pensando, y no pude dejar de hacerlo pues me pregunté quién era, recordando un conocimiento impreciso, difícil de catalogar.

Lo peor es que pasó llevándose mi cabeza, pues primero la di vuelta, lo seguí mirando, después hice lo propio con el resto del cuerpo y, al final, comencé a seguirlo enojado conmigo mismo por haber cedido al «encanto» de un saludo tan especial, o quizás como resultado de esa frase de Tucídides: «los fuertes no sometieron a los débiles; fueron estos los que se sometieron a aquellos», por más que el orden nunca me ha preocupado demasiado, aunque me doy cuenta de que caigo en una de las partes del enunciado y no me gusta; más aun, ralla un trozo de orgullo ancestral, el que parece darnos cierta inmunidad contra algunos hechos y enfermedades y, al final, pasa un ser vivo, apenas equilibrándose sobre zancos adquiridos en  luchas de rama en rama, con algunas características ablandadas por el tiempo y escaso conocimiento de las reglas de urbanidad, y me encuentro siguiéndolo, como si fuera un estudioso de casos raros, porque el tipo tiene una especie de imán, o debe ser el perfume almizclado, después de todo el olfato siempre ha tenido importancia en las relaciones de cualquier tipo. Y ahí estoy, abriéndome paso entre ese montón de gente que no se decide por una u otra dirección, llenando ambas márgenes de la avenida, y la cabeza que derrocha cabello se me pierde en el sube y baja de otras cabezas sobre distintas medidas de zancos hasta que ocurre lo inevitable: semáforo en rojo, «sea respetuoso de las señalizaciones del tránsito, queremos que usted viva» y, claro, el rostro impertérrito de la propaganda ya fue asimilado por las neuronas y me clava de cuerpo entero hasta que un verde nada brillante me da el pase, sin embargo, los autos tardíos siguen cruzando con cara de «perdonen» y veo la cabeza alejarse de mi campo visual; pero hay algo que todavía no he hecho: correr. Y recurro a esa capacidad oculta, mecanismo de defensa muchas veces, y me largo en carrera no programada que suscita aberturas de ojos y levantamientos de cejas y una sospecha que cruza vertical y horizontalmente el aire hasta que una dama, de esas infaltables, grita: «es él, se ha llevado mi gargantilla regalo de mi abuela, herencia de la otra»; y manos como grampas se prenden de mis brazos y me recorren sin permiso judicial, con atrevimiento moderno y callejero, buscando el collar en cada orificio posible hasta que la dama del grito, con las atribuciones de todas las verdades juntas   «se la tragó» sentencia, y me registran la boca recordándome el olvido del «jueves a las 10:30» con el dentista, mientras algunos sugieren que me den vuelta y me sacudan, pero nadie se anima: sería como demasiado. Y aprovecho el apretujamiento para escabullirme al tiempo que la mujer recuerda que el collar lo tiene en la cartera, que por precaución se lo había sacado en la cuadra anterior; entonces las risas relajan las caras y todos se sienten hermanados, pero alguien aprovecha el sentimiento fraternal y la mujer queda con el brazo doblado como lo tenía, pero sin cartera, y la carrera en varias direcciones toma dibujos de caleidoscopio enloquecido y se reinicia la persecución cíclica e histórica del ser humano, como ocurría con su antepasado quien, posiblemente en alguna carrera similar, perdió el plátano; y entre tanta cosa mi hombre se detiene y está con otro, y hay un encuentro de manos que ocultan un diario, de esos que nunca se leen, adorno de manos inquietas, y la curiosidad incentiva el poder de mis ojos y los enfoco como se ve en el cine, pero no salen esos rayos que destruyen el objetivo, o por lo menos se enteran de lo que contiene sin abrir paquetes; pero estoy en la calle, casi frente al hombre del saludo de eructo, luego a su lado formando un trío que parece esperar, y deslizan algo en mis manos y sonríen, y yo les sigo la corriente con ese orgullo heredado «desaparezco y le cobro el eructo de este modo», pienso rápidamente, «traficantes de diamantes», sigo pensando, «le va a costar caro el eructo», continúo, dando trabajo al pensamiento; y corro en busca de una boca del metro para desaparecer como en las películas y quedarme  con el botín que revisaré en el primer rincón oscuro -entre risas a intervalos y sacudidas iguales a las del gato Silvestre- cuando la escalera mecánica deja de serlo y de todas partes surgen seres como uno pero con el título de «cuidadores del orden», disfrazados: traje oscuro, nada de verde, bigotes, barbas largas y cortas, corbatas de color y estrellas brillantes y el cabello peinado «con gel mójalo». «Policía de narcóticos», dicen, sin agregar, como tantas veces he visto en las películas: «puede permanecer callado si así lo desea» y acto seguido leen un artículo del código penal. Pero no ocurre nada por el estilo, sólo veo una luz entrando con todo su esplendor a través de los ojos hasta llegar al cerebro produciendo una oscuridad total, mientras un resto de conciencia registra el crecimiento en progresión vertiginosa de un chichón en medio de la frente y pienso, creo pensar, en qué momento el poste del alumbrado se cruzó en mi camino, un poste que nunca estuvo en ese lugar, un obstáculo sorpresivo que golpea arteramente, un manojo de fuerzas extrañas confabuladas, rostros que adquieren dimensiones fantásticas formando una ronda en el aire, el mismo que trato desesperadamente de asir antes de caer en redondo con todo el avance nocturno de estrellas fugaces, en medio de cortinas que se abren sin permiso, otro atropello más, y la mujer de la limpieza, áspera como papel de lija «ya estoy atrasada, hoy quiero terminar temprano», creo que dice, golpeándome con esa realidad dura de mediodía cuando uno empieza a agarrar firmemente el sueño después de una noche que hasta los perros podrían despreciar.


 

De golpe y con ruido

El hombre le dijo que tenía los pechos desviados, como muchas otras cosas, pero que había prioridades y los pechos estaban sin duda en primera fila, que la solución era usar un corpiño que tuviera una de las copas trasparentes y la otra no, y después hacer un cambio jugando turnos, que él sabía que así se enderezaba todo lo que no estaba derecho en su lugar.

La mujer lo miró por primera vez, temiendo que el hombre no fuera suyo o estuviera pasando por una de esas etapas irreversibles que atacan con más furia al sexo fuerte, precisamente por eso.

Pero no, era su hombre, el de cuarenta años de ajetreos más o menos continuos, con altibajos a los que ella ni siquiera hacía alusión por esa cuota de tolerancia de la que echaba mano cada mañana al levantarse.

No sintió el avance de los años hasta que le dijo eso de los pechos, y ella empezó a mirárselos por todos los ángulos imposibles de esa circunferencia, y los vio como siempre, ni tan altos ni tan bajos, quizás más llenos -porque lo demás también se había redondeado- y, el centro, ojeroso de tiempo estrujado.

Pero esa mañana parecía haber sido separada de las otras porque, ni bien se sentó en la cama y puso el pie en el suelo, sintió el golpe de esa parte que caía, como cansada de pretender flamear viento en popa.

Fue un golpe, sin ruido, el de esos pechos que cuidó tanto, sacándolos y volviéndolos a poner en riel, en el estuche adecuado, utilizando ungüentos aconsejados por experiencias que se apoyaban en el vientre, cumpliendo a carta cabal con tradiciones mejoradas de boca en boca, hasta que descarrilaron sin que se percatara.

El golpe repercutió en sus sienes y aceleró los latidos ya acelerados.

Se preguntó si era un proceso natural, o algo extraño estaba pasando con su cuerpo de mujer después de más de cinco mil años de historia.

Se le ocurrió pensar si era protagonista de una nueva era que estaba comenzando con ella, justo en ese momento.

Parada delante del espejo de luna, se observó primero de frente. Estuvo a punto de hacer una venia.

De costado era algo diferente: se entraba en el campo del perfil.

De atrás, dando vuelta la cabeza, era como cualquier maja pintada o despintada, pero desnuda.

No quiso seguir con el juego del espejo.

Tomó un camisón que estaba colgado y se lo puso.

Era uno de «plush» que con el uso había perdido la parte de franela, quedando el nylon transparente.

Marcaba algunas partes sin misericordia.

Se lo sacó y se lo volvió a poner.

Sus pechos se dirigían hacia sus costados respectivos, evitando cualquier parentesco.

«Pero siempre fueron así», recuerda.

Tomó el corpiño.

Ya había adquirido la misma forma.

Sacarlos para afuera en actitud desafiante era contrario a su formación.

«Que no se noten, que no lo noten, que no se muevan, bien apretados», le dicen cuando recién empiezan a pujar por su sitio en el cuerpo.

«¡Que desaparezcan!», agrega ella, siempre en el espejo con una mueca de rabia.

Se viste.

No soporta el cuadrado de la casa, la redondez de las ollas, el olor a polvo imposible de erradicar, el de la cebolla o el ajo fritos con los que se inicia irremediablemente el día de responsabilidades de cocina.

Toma una naranja de la frutera y la soba hasta que queda lacia. «La culpa debiera ser compartida», piensa.

Las paredes de la casa la comprimen.

Le recuerdan esos elementos de tortura usados en alguna época anterior al corsé.

El ensañamiento es parecido y el escape posible, lo sabe, pero es la época, el momento que ya no es el mismo, la fuerza que se le ha ido quedando en el camino, y esos pechos ineptos para seguir compitiendo   en una nueva contienda porque han cedido terreno por falta de título de propiedad.

Se casó para cumplir una etapa.

Mira la etapa cumplida en 160 metros cuadrados, y ella cuadrada en 160 metros, en cada esquina, en cada mueble, en los visillos que cuelgan frescos, en los horarios cumplidos, en los que aprendieron con ella lo que no es posible repetir...

Se sienta.

Mira las manos de uñas resquebrajadas, la piel aún sin excesos visibles, sólo unas motas oscuras en la mano derecha.

«De ser zurda...», piensa, pero está cansada de pensar.

Junta las manos y se acuna en la mecedora.

Entrecierra los ojos y siente un aroma de niñez y de adolescencia, no gastadas aún...

«Siempre fui grande y responsable», dice también para sí misma confiándose su secreto.

«¡Qué grande está la niña!; ¡es tan responsable!»

El hombre lee, ajeno, olvidado de lo que dijo.

Ella pasa con su lámpara de dos luces, enfocada hacia donde corresponde, erguida, sin culpa, como debió ser siempre.

Él la sigue por encima del libro.

«No están tan mal, después de todo», dice.

Ella no responde, como tampoco lo hizo entonces.

«Las cosas hay que aclararlas cuanto antes», había dicho la bisabuela, la que se casó a los quince y se separó a los dieciocho porque, al levantarse un día,   decidió que su marido no era marido que valiera la pena aguantar hasta «que la muerte los separe», con el peligro de que después los vuelvan a juntar.

Pero ella escuchaba otras cosas en ese momento, metida en el traje de novia dentro del carruaje blanco, y los caballos también blancos con penachos de adornos rojos, y las campanillas que sonaban y sonaban para ella, única reina de tantas que se dirigen cada segundo de cada minuto al lugar de su coronación.

La corona ha sido relegada a la parte superior de un clóset.

La mujer, subida sobre un banco, la busca.

Está envuelta en una bolsa de tela.

La abre y saca la guirnalda de flores aplastadas, caídas sobre el armazón, y ríe a corazón suelto, remeciendo sus pechos auténticamente desviados, exclusivos, propios, mientras lanza la corona por la ventana y ve que, abajo, una niña corre, calculando la dirección en la que la lleva el viento, hasta que la recibe en la mano.


 

 

Ojos de agua

Insistí en eso de poner un restaurante, abrir las puertas y que me vieran sentada, al fondo, cubriendo la entrada y salida de todo, de todos, casi como imagen de «saloon» del «far west», aunque estaba lejos de parecerme. Me hubieran faltado unos kilos en el contorno, una asentadera de mayor circunferencia y también lo demás, para lo que no es suficiente un escote pronunciado si lo que se quiere pronunciar decididamente no asoma con la fuerza del desborde.

Pero tanto machacar, sin variación sobre el mismo tema, lleva a un convencimiento por cansancio, por deshacerse del problema, por reencontrar la tranquilidad en peligro.

La metamorfosis de ser una obra literaria, escapándose del diccionario para comenzar por el restaurante original, pasando por salón de té y terminar en bar, con un piano lánguido a un costado que hacía gotear los ojos y arrastrar las piernas.

Las luces del exterior, en su propaganda interminable, llamaban a la intimidad del trago como vehículo indispensable de confesiones amparadas por una penumbra insinuante.

Es terrible la espera, casi una falta de respeto de uno y otro lado.

Hasta el ambiente estaba cargado de ese sentimiento largo que necesita de los personajes para dejar de ser.

El olor de cigarrillos consumidos con ansias empezaba a molestar los nervios. No tardaría en llegar la acusación: «para qué, a estas alturas, la inversión innecesaria, la preocupación...» Y la culpa, que muchas veces no necesita de cárceles para ser gastadas, llega a agusanar el cerebro, repartiéndose gratuitamente por el resto del cuerpo.

Algo me mantenía alerta en mi puesto de mando, con los ojos clavados en la puerta de vaivén.

Entraron, como cualquier pareja, buscando el lugar adecuado para sentarse, teniendo la total elección.

Después de un encuentro de ojos, se sentaron.

Los tres mozos estaban atentos y en grupo se acercaron para después abrirse en abanico, quedando el del medio en posición de tomar el pedido.

«Lo de siempre», dijo él, pero se dio cuenta de que no estaba en el lugar de siempre.

Miró impaciente al mozo y «un vermouth bien seco y un café», dijo.

«Por lo menos me hubieras preguntado», protestó la mujer.

«Es lo que acostumbras tomar».

El mozo regresó sin que la pareja cambiara posición o palabra.

Los miro. Están inquietos, tensos.

Nada podrá arreglarse con el silencio. Sólo agota y arrastra la pena.

Estoy segura de que la tienen.

La mujer es bonita de cuerpo, de actitud. Tiene ganas de ser bonita adoptando poses, jugando con las sombras, yéndose con el aire que la lleva lejos, y la mesa de pronto tiene orillas y el centro se abre como abismo.

Sorbe sin apuro el café que le traen.

Hubiera pedido lo mismo, pero le molestó que no le preguntara. Sin embargo, una pregunta requiere respuesta, y estaba cansada.

Él aplasta el cigarrillo y se llena la boca con un trago.

Lo aguanta para sentir el gusto o alejar el del cigarrillo. Después lo pasa por la garganta, subiendo y bajando la manzana que se le quedó atragantada a Adán.

Observo y pienso que quizás el problema es así de antiguo.

Otra pareja entra.

Buscan la complicidad de una esquina.

Tienen más años y cara de cerveza.

Se las traen.

Ella sonríe con..., no, ríe con estridencia. Él la silencia con la mirada, pero no resulta.

Ella parece decidir la forma de su risa y no le importa el resto.

Él extiende la mano para tomar la de ella, pero la retira. Es un no atreverse agudo, una enfermedad del carácter.

Él pide, ella niega.

Vuelvo a la primera pareja.

Él vibra de impaciencia, de «no perdamos tiempo».

Ella asiente, otorga, calla, hasta que el desborde le baña el rostro. Intenta cruzar el precipicio pero cae, queda colgada de una orilla, se desespera, pero no puede cortar el fondo de la garganta obturada y dejar salir la palabra.

Las traga, las entierra con el café y todo queda igual.

La miro y entiendo.

Pido un café y, después de aclarar el pecho, «anímate mujer» le grito, sin darme cuenta. Creo que grito, pero ella no escucha.

Espero la palabra suya, la de él, y me siento idiota.

Él la toma del brazo y salen, pero los sigo viendo, y lloro.

«Eres la tonta de siempre», me dice, me había dicho, «ojos de agua y muda de palabra, como para entenderte».

Me toco el brazo y sigo sintiendo la presión dolorosa, mientras la mujer de la otra mesa ríe su risa tonta con un hombre tonto, y parecen felices.

 

 

 

 

 

 

 

 

♦  - II -

Trabalengua

No todo es cuestión de conciencia; los remedos a veces la reemplazan.



   

«Tudo bem»

«Psiu, psiu», llaman. El negro corre de una mesa a la otra. Se tiene hambre cuando se está de vacaciones y el calmarla produce tanto placer como el hambre en estado de ocio.

El negro lleva sonrisa blanca, librea oscura, corbata moño y un toque rojo saliendo detrás de la corbata.

Sonríe con brillo, sonrisa de aceite.

Los ojos están puestos para eso, el baile en los ojos, el juego en los ojos, lo oculto en los ojos para que la sonrisa parezca sólo eso.

Es una ciudad pequeña de playa pequeña.

El cuerpo se viste y se desviste sin que nadie preste atención, cuerpos a vista de hombres y paciencia de mujeres, comidos en la cintura, redondeados donde debe ser, hacia arriba y hacia abajo. Hay una sensación de paraíso reencontrado, y el purgatorio está muy lejos para pensar en él.

El negro toma un pedido, revolotea alrededor de las mesas y se torna invisible mientras la impaciencia revuelve el laberinto del intestino, y ya no importa   si es grueso o delgado porque se juntan con el nerviosismo.

Como por encanto, las bebidas llenan las mesas y se toma por esa necesidad de consumir, y se consume por táctica del dueño, para volver a ordenar.

Hay varias mesas, quizás una docena, y el negro está solo para tanto baile.

Un ayudante recoge vasos solitarios, platos con restos de mordiscos desiguales.

Me resisto a aumentar la masa y sacar el «psiu» de pecho.

Quedo sentada, esperando.

Mi acompañante levanta la mano y pronuncia un tímido: «¡jefe!»; pero el negro debe saber que no es lugar de jefes y la sonrisa no se desvía.

Las pizzas atraviesan el aire con distintos olores y cada olor es un atentado, un cuchillo escarbando las profundidades del deseo.

Espero con ansias una equivocación, por obra y gracia de Laurel y Hardy o Los Tres Chiflados y que una de esas circunferencias crepitantes sobre la base de madera aterrice en el centro de nuestra mesa, y el agua que desciende por los contornos de la boca se funda con la pizza y sólo quede masticar el placer.

Pero los «psiu» están en su apogeo, agregado a eso de no querer caer en atrevimientos ajenos por una cuestión de educación, conciencia, todos somos iguales, «we are the world», que se va machacando a diario y entra de a poco en algunos, y la historia se desprende de los libros, y «tolerancia» se escribe con  «c», lo que nunca me importó demasiado porque la pronunciación es la misma y el significado nadie lo entiende, pero siempre hay una maestra en la vida de uno, causante de traumas con «eses» y «ces», con diptongos y tantas otras cosas que lo marcan a uno para el resto de su vida y el complemento de muerte que lo acompaña y, cuando no hay otra cosa que hacer porque no la hay, se piensa y se sigue pensando sin que nada se arregle; pero es el negro con su danza nada macabra -un contoneo que no puede adquirirse así como así- y el no poder llamarlo con el «psiu» mágico, lo que desencadena todo. Y ya no es el negro a quien veo sino a Xica da Silva, con la peluca rubia y el vestido de lamé plateado viajando a lomo de burro detrás de uno de los representantes de Pedro II mientras el hombre va a reunirse con su mujer, y todos saben que se entiende con Xica, y a ella le importa poco que él tenga mujer porque ya aprendió de antes, de mucho antes, la ley del orden de las cosas, y las cosas tienen su momento, uno solo, y ella está en el suyo, y también tiene el baile como el negro; pero termino con mis pensamientos y todo lo que ellos arrastraron, y seguimos en esa espera sin término, y la lengua se me pone en posición -porque para todo hay un aguante- pero no puedo, yo, mujer, lanzar chasquidos de hombre, no está bien, es parte de lo que me enseñaron, parte y todo porque el todo depende de esa parte, y no puedo, sencillamente no puedo, y miro con rabia a mi acompañante, quien no es capaz de satisfacer mi necesidad derretida y vuelta cólico estomacal, náusea de hambre, lo miro con un mensaje bien descifrable, pero él también tiene   costumbres iguales a las mías y pretendo que las olvide para no cargar con la culpa, y decido quedarme con el hambre y todo ese bagaje que me echa a perder tantas cosas, justo cuando, en un tropezón de ojos, el negro, sorprendido, se acerca y dice, de hombre a hombre: «¿vocé nao pensam comer nada?»; y pedimos, y manoseo de nuevo el pensamiento, y me respondo el por qué de haber andado tanto, de un lugar a otro, queriendo encontrar helado de portuguesa entre una lista imposible de repetir de sabores diferentes, y la sorpresa de caras de charol que muestran su desagrado con un brillo más agudo sin haber hecho la relación en ese momento, sin haber sumado instantes, y caras y memorias trasmitidas de oreja a oreja, rezagos que se mantienen negros, porque la piedra ya fue lanzada y yo, pobre infeliz, turista desordenada, la lanzo de nuevo por esa inquietud de cuerpo ocioso mientras ojeo, a la distancia, la pizza en camino, suspendida sobre aromas que forman redondelas en el aire y, cuando ya la tengo frente a mí, «¿tudo bem?» pregunta la voz lustrada, y yo contesto: «tudo bem» al tiempo que clavo el tenedor y me olvido de recorridos estériles por laberintos de hambre.



 

 

Para no volverse loco

Se fue como él quiso, de un viaje, con lo necesario en la valija que nunca sería abierta, sabiendo la vía que pisaba porque ese momento que llaman «de la verdad» ni al más tonto se le escapa.

No era suficiente llorar por su partida. Era, sí, un comienzo al entrever esa separación que iba a hacerse larga con el tiempo.

No recuerdo si el bar estaba en la esquina o la esquina en el bar, pero sólo era necesario entrar en esa calle para que saltara a la vista.

Parado, en la puerta, había que pasear primero la mirada por el interior y decidir si valía la pena entrar o no, si en la mesa de siempre estaban los de siempre, los que uno quiere que estén.

Generalmente estaban.

Era un acuerdo no suscrito pero respetado, sobre todo después de las jornadas largas cuando el cansancio busca una silla y la mano el vaso. El resto viene solo.

Era una de esas tardes que se van antes que uno se dé cuenta porque a lo mejor no existen en invierno.     Llega la noche, corriendo, y después otro día y más trabajo.

«Entren que ya es de noche», dice la madre, viendo con temor cómo la pelota de trapo se pierde entre las ruedas de algún automóvil mientras corremos para evitar el desastre inevitable.

«Si recién son las cinco y media», insiste Julián, el que siempre se anima.

«Pero es de noche», contesta la madre, y es como esas sentencias sin apelación. El grupo se abre en varias direcciones y el lánguido «hasta mañana» sale de varias bocas a un tiempo.

«Hay que hacer otra pelota», dice una voz. «Se me acabaron los calcetines viejos y mi mamá ya se está dando cuenta de que cada vez quedan menos de los otros», agrega el que se aleja.

Julián repasa el cigarrillo con los dedos y se lo cuelga del labio. Palpa los bolsillos buscando el encendedor.

Después de varios intentos, pide a alguien un fósforo.

Aspira con ganas, como si todo dependiera de la fuerza de la bocanada. Expulsa el humo con un suspiro contenido.

«Y ¿cómo van las cosas?», pregunta Raúl.

«Como siempre», contesta Julián, la cosa no da para más. Ella se muere, Raúl, se muere».

Raúl baja la cabeza. «¿No deberías estar allá?»

Julián hace un gesto. Entra una mujer y la mira. No sabe por qué la mira, no tiene nada especial. Vuelca el vaso al querer tomarlo.

«¡Mierda!» Se levantan varios cuerpos juntos para evitar el líquido que cae desordenado. El mozo seca la mesa. Julián vuelve a presionar el vaso. Después sigue el sudor con un dedo formando surcos, caminos o hileras, terminando por deshacer todo con una pasada vertical, pero el líquido frío es caprichoso y suda, a pesar de manos también caprichosas.

«Lo peor es que estamos en invierno», dice, «y ella lo sabe, se da cuenta, habla todo el tiempo de que ya lo tiene adentro, el frío digo, no importa cuántas frazadas le pongan».

Ninguno contesta. Hay gestos que quieren ayudar a sentir. Parecen suficientes.

Los cigarrillos van desbordando el cenicero hasta que el mozo, cansado, lo retira.

«Menos mal que no tuvieron hijos», dice Raúl.

«No lo había pensado. Al final por lo menos queda algo. Va a ser como si nunca nada hubiera ocurrido, sólo que tengo quince años más, ¿te das cuenta? Quince años juntos y después...; será como caminar con la mitad del cuerpo, seguir viviendo de esa forma, no tener a quien enchufarle el mal genio de una noche sin dormir».

«Otra cerveza», pide, y se la toma sin dibujar el vaso.

«Ni siquiera sé si seré capaz de llorar, Raúl. Tanto tiempo esperando, esperando que algo pase, que se defina para aquí o para allá, pero...»

«Ya Julián, ya».

Termina la cerveza y se levanta. Acomoda el pantalón, mete la mano en el bolsillo y deja un billete sobre la mesa. Se despide con un gesto.

«Pobre Julián, le ha tocado duro».

«Es extraño. El único del grupo que se casó. Estás loco, le decíamos, vas a abandonar la cofradía. Él también reía. Después nos preguntó qué esperábamos para seguirle los pasos, que él mismo se arrepentía de no haberlo hecho antes, con menos años y menos mañas. Pero a él le llegó el momento, nada más. Cuando nos dijo que iba a casarse cantamos aquella estrofa que repite varias veces "¡libertad!, ¡libertad!". Dicen que ya estaba enferma cuando se casó. Para mí que lo engatusaron. La envolvieron con papel de regalo, y ella sonreía. No hables, le dijeron, y ella sonreía. Después empezó con sus historias. La verdad es que tenía los cables pelados. Ahora es un verdadero cortocircuito el que tiene. Lo que me revienta es que le haya sido fiel», dice Raúl.

«¡Qué fidelidad!, era lástima, o agotamiento».

«Encima le comió una fortuna. Fue perdiendo todo, hasta las ganas de salir. Recuerdo cuando iba a su casa muy de cuando en cuando y lo veía con esa bata desteñida, una a rayas como salida de baño, dándole de comer. Cuando le daba el ánimo se vestía, como hoy, para no volverse loco, conversar con alguien,    tomar una cerveza para tragar la angustia. Hoy estaba tranquilo, sin embargo».

«Vamos a cerrar», dice el mozo.

Se levanta el grupo. Son tres clientes con derecho a las mismas sillas, la misma mesa. Siempre se quedan hasta que el mozo dice la frase.

Afuera está húmedo.

Julián tenía razón. Empieza a hacer frío. Pronto tendrán que cambiar la cerveza por café. Es casi una forma de medir los años, ver pasar las estaciones...

Caminan en grupo. Llevan la misma dirección. Al dar vuelta la esquina tienen que separarse, como siempre. Pero no, esta vez no.

Juntos dan vuelta el cuerpo.

«Debe haber sido fulminante», dice Raúl.

«Desertor, doble desertor», agrega uno de los otros.



 

 

Ciudad de barro

Hay marcas pequeñas y grandes, como si ya hubiera sido habitada, rescate de temporales que han pasado de largo sin verla, quizás tan escondida en su recuerdo de horno al aire libre donde cuerpos cansados se secan al sol.

Un hombre afina una guitarra en algún lugar, lugar oscuro de sonido ocre.

Las cuerdas se rompen porque es mucha la tensión, y el hombre sabe pero la mano se empecina buscando, siguiendo en un apuro de acordes antes de que el oído se olvide de escuchar mientras las nubes caen como plomo acuñado en el cielo, o es rotura de cielo, o fusión con el infierno, y hay palomas cazadas en pleno vuelo que cuelgan secas en actitudes distintas, plegando o abriendo alas, como las tomó el juego, juego de estatua «te reíste y estás afuera; se te movió un cabello», y van deshaciéndose, dibujando el aire con plumas que fueron blancas, recuerdo de plumas... greda fresca que no pudo ser cocida por más que el viento avanza, avanza como lo hacen los invasores, con armas ocultas para que el golpe sea  más certero, inadvertido, golpe que llega porque ya está, porque lo han traído.

«Que no te tome una corriente; te quedará el cuello duro», y lo que tanto se repite se vuelve verdad vía convencimiento, y los ojos, los que aún no se han pasado de punto en el horno, se solazan con Pompeya, Herculano, tanta belleza de estatua, sobrantes de producción cuando el horno se situó en las alturas, y todo cae o baja de las alturas, obligando al escondite, no, último recurso abajo, muy abajo, y ¿qué hay del medio? ¿Por qué es tan terrible lo del medio?; una excusa, un hacer creer, «es el hijo del medio». Y todo se explica al tiempo que se cierran cortinas que han viajado mucho, cortinas navegadas como los vinos, cortinas que cercan, van cercando, y restos de hombre llenan de comida un precipicio para evitar tentaciones de último momento, «guerra al hambre, campaña contra el hambre, la hambruna no existe, es creación desequilibrada del que nunca estuvo acostumbrado a comer»; y se forman cadenas de ciudades para llenar el abismo, para evitar el viento con cara de muerte hasta que nada queda para consumir, sólo consumidos que se tiran al hoyo penetrado en la tierra, un redondo que cuadra el sin sentido desde donde observan el futuro que ya pasó como ráfaga, como sin querer, con miedo de quedarse para no formar costumbre; y ríen la última risa agradecida a la mano que accionó la palanca o se equivocó al accionarla, que reventó el tanque o estanque que hizo llover una lluvia distinta, lluvia nueva de tiempos nuevos, lluvia con propulsión a muerte y todos, o casi todos, en posiciones raras, escuchando por  algún poro no cerrado por completo al guía que explica en tres idiomas que «claro, es increíble pero lo cuenta la historia, se cocieron a aire lento, como podría decirse, pero debió ser un aire muy especial», termina diciendo en medio de una avalancha de risas en tres idiomas.



 

 

De indios

Está llena de historia y la historia la hizo solitaria y pesada.

Salió en la mañana no más, por ese camino formado por pisadas de pies anchos.

Es el camino hecho por ellos, que lleva al gran camino alisado donde la mujer abuela se marea porque a los ojos los lleva el viento que forman los automóviles demasiado rápidos.

Por el costado de tierra sigue caminando. Le resulta más fácil. Los pies están acostumbrados y se clavan donde ella quiere.

En la choza, tres niños, india e indio forman familia. No necesitan casarse. El acuerdo es suficiente.

La hacienda es grande y las chozas se pierden en el recuerdo del hacendado. Son muchas, y los indios todos iguales, y los problemas del patrón tan grandes como la misma extensión del terreno.

No hay tiempo ni memoria.

Los ojos de la india cuelgan y el indio lo sabe.

Le han dado el último bocado porque para eso es padre y responsable de los otros, y debe mantenerse más fuerte.

Sale a recorrer buscando, siempre buscando, porque la tierra se ha cansado y se resiste.

Sólo el agua cayendo sin ser llamada, por días enteros, y después el sol quemante, como si no hubiera otra forma de vida que esas que Dios manda y termina por entorpecer las ganas del suelo.

No hay pala, ni brazo, ni decisión que pueda cambiar el color de su costra cuando se va muriendo.

Entonces el indio vuelve a salir y a buscar, y las manos vacías del regreso se le hacen pesadas, y las palabras también.

La cara tiene una mezcla de resignación y rebeldía atajadas.

De lejos ve la mancha cubriendo el camino, una mancha negra que apura las piernas y desorbita los ojos, como puesta con la intención de engañar, de mortificar el deseo. Pero está ahí, aún caliente de sangre, el toro muerto quién sabe cómo, pero está ahí.

Lo toca con el temor en las manos frías, quizás excesivamente ávidas, como no queriendo importunar el descanso, o pensando que la alucinación de la mente afiebrada lo haga desaparecer.

Pero sigue ahí, con la inmensidad del cuerpo desparramado por la muerte. Activa el olfato y le parece bien, y no duda en sacar el machete, el que tiene para cortar raíces y ramas y seguir engañándose, y la furia  del golpe revienta una vena y el chorro sin dirección lo mancha entero, pero no le importa, porque está contento.

Es una pierna completa la que carga en el hombro débil.

La abuela india camina con el paso lento acostumbrado a grandes distancias. Es un tranco que imita al del burro en el seguimiento continuo. No hay apuro porque sabe que va a llegar, y cualquier momento da igual.

Cuando llegue estará bien y así será recibida.

La pierna del toro es demasiado grande y las ansias por comerla también, porque las tripas duelen consumidas por la pereza.

El machete sigue cayendo así como los pedazos que la mujer acomoda como puede sobre la rejilla.

El fuego es pobre y la desesperación como una llama. Y, cuando el olor saliva la boca, empiezan a comer, y siguen comiendo porque no pueden parar lo que tanto tiempo esperaron.

El perro también come porque es de la familia, y todos, en el colmo de la dicha, inflan el vientre hasta que la saciedad los para.

Y llega la abuela y llora con ellos porque los ve retorcerse y apretar el vientre que acaban de llenar.

La abuela se da cuenta y quiere evitar el sueño de los que ya están cayendo en el suelo que se hace poco para sobarlos y, mientras les habla en ese idioma que les llega por propio, los acerca al camino y la procesión penosa en busca de alivio recorre la distancia inacabable.

La fiebre sube de los estómagos llenos y el camino parece desplegarse como algo doblado que continúa agregando pedazos.

Cae el perro y el indio más chico cerca del toro negro que chorrea sangre porque le falta una pierna.

La vieja india va detrás, siguiéndolos. Cree que el viento habla, pero no, no es el viento, ni el rumor de los árboles. Es el indio. Habla solo, pero no para sí sino para la india, su mujer, y la vieja escucha porque cuando eso ocurre no hay vuelta atrás.

Y el indio joven le dice que hubiera querido hacerla reina pero no tuvo tiempo, que no quiere esperar más para decirlo porque allá, donde se van a encontrar, no estarán solos y a lo mejor no se anima, y el corazón suelto habla.

La india joven sonríe al tiempo que el indio cansado y satisfecho y los niños completan el grupo que cae porque calmó el hambre.

La abuela india desenvuelve el camino. Termina la visita que no pudo comenzar.

No llora ni está triste porque se cuenta la historia que acaba de escuchar -esa de indios de último momento- para acompañar el regreso.



 

Suite con vista al mar

La sábana mustia guarda en sus pliegues el olor del sueño, un olor que entrecierra los ojos y expande la modorra.

El cuarto nada tiene de especial: una habitación simple o corriente de hotel que no se considera corriente por tener recortado, en el triángulo irregular que forma el balcón, un pedazo de mar, pedazo caro de mar visto desde un lugar ajeno.

Y el agua se desplaza descargando su furia, y se retira y vuelve a atacar aunque no hay adversario.

La mujer golpea la baranda metálica con un objeto también metálico que no sabe por qué lo tiene. No lo recuerda.

Recorre con los dedos la línea que forman los ojos donde se pierde el mar, como si estuviera a su alcance. Se da vuelta y entra a la habitación, siempre con el objeto metálico en la mano. Pero está sola. Deja de hablar porque le molesta su propio sonido.

No sabe por qué está sola.

Ráfagas de soledad en pareja alcanzan un punto retardado en su memoria.

Lo escudriña con la intensidad de la acción, pretendiendo abrirlo como si se tratara de un paquete.

Sus pasos se alargan estrechando la habitación, o acortan para ganar espacio, mientras va cayendo en un signo de interrogación que se vuelve laberinto.

Se interna porque, como él suele decir, «nada la detiene».

«¿Nada la detiene? No es cierto; siempre dije que no era cierto».

Se pierde y se encuentra en cada recodo y no sabe si le consuela el perderse o encontrarse.

Habían partido juntos, o por lo menos cree recordarlo con cada golpeteo obstinado en la sien que masajea para bajar la intensidad o el ritmo.

Le perturba el contorno de su propio cuerpo que la sombra marca en el suelo, en las paredes. Siente que la persiguen y está sola, y el objeto metálico continúa con ella, como parte de esa soledad tenaz que bate la penumbra.

Pero, ¿por qué un solo cuerpo, una sola sombra, una soledad, si eran dos...?

El coche corre desenfrenado, casi como la pasión que habían excluido de todo lo demás y de los demás al comienzo, hasta que la soltura de lo exagerado dejó de ser diversión y el «largar la rienda» fue sofocando las sensaciones.

Pero siguieron sintiendo.

Fue sigilo, reserva, ocultación.

«Un descanso arreglará las cosas».

«Sí, estoy cansada», dijo la mujer.

«Era dócil, hasta un poco pasiva», comentaron después.

«Me ahogo», solía decir apretándose el cuello, bajando luego las manos hasta el pecho.

Ningún especialista encontró la causa del ahogo.

Y la indiferencia no fue suficiente. Era un pliegue de alivio que ablandaba el cuerpo hasta que el impulso de «ser» fue acallado por «parecer», y no era lo mismo, ella lo sabía, una verdad que la llevaba adentro sin haberla aprendido.

Cargaron el auto, sin apuro, sin excitación.

Sólo después el camino liso presionó la angustia y quisieron llegar pronto para disminuir el silencio.

«No es caro y es bueno», dijo el hombre mientras lo envolvía. Ella lo miró fijamente, sin entender. No había relación. No era preciso que fuera bueno. Con tal que funcione...

La cartera hizo espacio para ese objeto que la deformaba.

No hubo intención, sólo un despellejarse de las fibras del sentimiento, un desgaste de la razón, un...

La entrada en la habitación fue silenciosa, cortada por el taconeo de los zapatos demasiado altos y el golpe apagado de la maleta al ser puesta sobre un banco.

«Con vista al mar», el hombre había pedido.

Estuvieron un largo rato juntos en el balcón, mirando cómo la espuma, desde lejos, parecía hervir.

Los ojos paseaban la incomodidad de la ausencia de palabras sin querer encontrarse, hasta que el hombre «salgo un rato», dijo.

Ella no contestó. Dándose vuelta entró en la habitación.

Al sentarse en la cama, el cuerpo cansado se echó totalmente. Se quedó mirando el techo. Después, pestañeó varias veces para alejar unos puntos ridículos que iban y venían en el aire, acercándose demasiado para luego desaparecer.

Cerró los ojos, con los puntos adentro.

No supo si se había quedado dormida. Todo se balanceaba sin parar. Tenía claro que no estaba en su casa, por el olor especial de la habitación, olor de humedad estancada, de colchones innumerablemente dormidos, de biblias en cajones de la mesa de noche que nunca fueron abiertas, del desinfectante del baño.

Con las dos manos apretaba la cartera donde lo había vuelto a poner. La abrió y sacó el objeto envuelto en papel madera. Tenía que esperar porque él no estaba.

Tenía que esperar...

No, la paciencia no era una de sus virtudes, no, y menos ahora que tenía los puntos metidos en los ojos y las náuseas revolviéndole el estómago con todo ese olor amalgamado, insufrible.

Volvió al balcón.

El objeto metálico se acomodó en su mano. Lo miró sin verlo, empañados de nuevo sus ojos por el desborde de puntos.

Cuando sintió el disparo, creyó que venía de lejos, hasta que el sonido, aumentado por el laberinto al revés, se posesionó de su mente hasta terminar en silencio total.

El hombre entró en la habitación, con la cara extendida por la sonrisa. En la mano, un enorme ramo de flores.

A ella le gustaban las rosas.

Le gustaban...



 

Eleucadio

Siempre le había molestado el nombre. No supo si su padre se había solazado en la búsqueda o simplemente fue un puñado de letras que tomó al azar y las lanzó, así, como se lanzan los dados en una mesa de juego.

Las letras fueron formando E-l-e-u-c-a-d-i-o. Respetuoso de los vaivenes del azar, se lo puso.

Según había dicho, «las cosas importantes las decido con los dados». Así había sido su vida, toda su vida.

«Te recordarán, hijo», afirmaba con el vozarrón cargado de tinto. «Un nombre así no se olvida».

Pero era justamente el recuerdo lo que Eleucadio quería evitar; el que tuviera orígenes griegos y se identificara con pueblos desaparecidos y una cultura viva y resonante, no menguaba su disgusto.

Su padre lo supo después, cuando las letras ya estaban ordenadas y el nombre puesto.

Entonces se le ocurrió buscarlo en la enciclopedia, por si acaso.

Y estuvo más contento que nunca con el acierto.   Y lo llamaba varias veces durante el día, sin necesidad, solamente porque quería pronunciar el nombre, y movía y removía los labios y al mismo tiempo los dedos de la mano, como queriendo palpar la importancia de su decisión y acercar la lejanía idealizada.

Pero Eleucadio corría cada vez que su padre lo llamaba; lo hacía tantas veces en el día que, al final, apagaba su voluntad, se comportaba como esos perros adiestrados que saben que de esa manera conforman al amo.

A Eleucadio le tocó el tiempo de crecer.

Y creció entero.

Empezó a responder en forma intercalada los llamados del padre, a dejar de correr, a posesionarse del nombre, a considerarlo y verlo demasiado fuerte e importante, a sentir responsabilidad.

Un día, sencillamente no acudió.

«Ele», llamó el padre, acentuando la primera letra con la fuerza de la orden.

«Eleú», continuó, cambiando de lugar el acento y alargando la terminación hasta dejarla flotar como ánima buscando un cuerpo.

Al final fue el cañonazo, de un golpe seco, que salió de la boca abierta.

«¡¡Eleucadio...!!»

Le pareció que alguien retomaba la terminación y la seguía expandiendo. Y la «o» sonó exclamativa hasta que sintió, nítidamente, cómo rebotaba en los peldaños de la escalera de piedra, escalera de caracol  al revés que se inicia en una saliente rocosa del fondo del jardín y cae inclinada buscando el nivel de la tierra.

Pero la costumbre de revolver letras y formar el nombre no dio resultado.

Eleucadio no apareció.

Todos lo tomaron como algo natural, que así debía ser o resolverse.

«Ya volverá», masculló el padre, «tendrá que volver».

«No te necesita», escuchó que alguien decía, aunque era una voz sin boca. «Con el nombre tiene suficiente».

Había partido con lo puesto, partida sin retorno.

Al pasar por la cocina, tomó lo que pudo caber en sus manos para que el estómago no lo recriminara.

Fue dejando atrás quebradas, saltando sus alturas como salvaje.

Muchas cosas dejaron de tener importancia y el camino le mostró algo que veía por primera vez, como un gran descubrimiento.

Hasta se dio cuenta de que la tierra era mansa, y lo ayudó así, a su manera.

Cuando acabaron las quebradas, empezó a sentir el frío del cambio de estación.

Tampoco le importó demasiado pero se dio cuenta de que era tiempo de detenerse.

Se presentó en el primer rancho que parecía casi al alcance de la mano.

Pero el campo era largo y el cansancio igual; lo que creyó cerca no lo era.

Golpeó la puerta con la mano endurecida por el nombre que la hacía fuerte.

Entró y se quedó mucho tiempo.

No quiso contar historias arrastradas y golpeadas por el resentimiento. Lanzaba su nombre como lazo, enganchando al que lo preguntaba.

Había tenido un entrenamiento largo y consiguió que «Eleucadio» fuera su mejor carta de presentación.

No llegó a tener hambre cuando decidió atravesar un tiempo sin rumbo.

Y estaba agradecido.

Era otra cosa que conocía por primera vez.

Aún le resultaba difícil alcanzar el día tranquilo, con los ojos que se abren solos porque ya están saturados de noche y sueño.

Aún escucha esa «o» que siempre se despeña y salta en la cama, queriendo alcanzarla antes de que se rompa.

De pronto, en plena faena, se le da por inclinar la cabeza y correr, correr hasta que un árbol lo detiene, solamente porque creyó sentir, le pareció escuchar...

«¡Ya vuelvo!», grita, para sacarse de encima ese resto de animal domado.

Su nombre dejó de decirse al descuido, como tratando de hacerlo pasar con rapidez, como palabra que molesta pronunciar.

Empezaron a masticarlo igual que el tabaco, moliendo esa ristra de sonidos hasta sacarlo entero, de una sola tirada.

Ambos se fueron amoldando.

El nombre llegó a convencer al hombre.

Los brazos y la cara fueron cambiando de color.

Eleucadio era el reflejo de la tierra que era preciso remover.

«Eleú está durmiendo», dice la madre mientras aplaca con las manos cualquier ruido.

«¡Hasta cuando!», vocifera el padre. «¡Lo llamé tres veces!»

Eleucadio espanta los demonios que cabalgan su mente. No tiene necesidad de los dados. Envueltos o desenvueltos, se alejan o aproximan; caras pequeñas, que llegan a reducirse hasta perder el tamaño humano, se agrandan con la misma facilidad, volviéndose desproporcionadas.

Es un espejo que se abre para dar paso al desfile de lo que sucedió.

Hundido en el sillón que balancea el pensar y el sentir del cuerpo. Eleucadio sabe que tiene que regresar  y medirse libremente con su padre, componer lo dañado y borrar para siempre a sus perseguidores nocturnos antes de que las pesadillas se posesionen del cuarto y para él no quede lugar.

Se vistió pausadamente.

Las manos se enganchaban en los hilos de la camisa nueva. Se calzó las botas que había lustrado la noche anterior; colgó la cadena del reloj -que llegaba a ser antiguo de tan viejo- en el bolsillo izquierdo, levantó la tapa y miró la hora antes de guardarlo en el otro bolsillo.

Montó el caballo y lo azuzó, pegando un grito que remontó el aire y se perdió en las alturas.

No era un trayecto para demorarse con caballo joven y jinete mordido por los recuerdos. No era el mismo que había recorrido con las puras piernas y la rabia envasada a todo lo largo. Era un galope que cortaba el espacio, tiempo, corazón, campo.

No vio horizonte ni fue molestado por el sol.

Tampoco supo cuántas veces este se volvió luna y de nuevo sol. Eso sí, llevaba los ojos metidos en las órbitas en una sola posición, agujereando el viento, puestos al fondo de lo que todavía no alcanzaba a divisar.

Y así llegó, frenando el caballo en seco mientras las chispas de la herradura incitaban un relincho ensordecedor.

Eleucadio se deslizó de la montura y tocó el suelo con las piernas juntas. En una argolla colgante enganchó las riendas y entró. Entró prepotente y huraño, hecho todo un Eleucadio.

Fue demasiada prepotencia para lo poco que encontró en el hecho que parecía quedarle grande al hombre que alguna vez fue fuerte. Su madre continuaba aplacando ruidos mientras un silencio que iba extendiendo la pieza se lo tragaba todo.

«Lo he llamado tres veces», dice de pronto, forzando los ojos que quieren dormirse.

«Lo sé, padre», responde Eleucadio mientras se acerca enderezando la cabeza, erguido, como si una dolencia antigua le impidiera inclinarse.



 

Los alacranes son de cuidado

Y la tarde se iba como no queriendo, con ese arrastre de cosa vieja inservible, como luz de gas en desuso.

Se iba, a pesar de todo.

Se iba, casi con todo.

Por aquí y por allá algún destello de pura consideración, hasta cerrarse por falta de combustible.

Porque así ocurre, sobre todo cuando la carestía no tiene respeto alguno por la oscuridad, o por los que quieren traspasarla o, por último, para evitar la competencia cuando la cara entera de ese astro nocturno ríe ante la desesperación humana que cobija el miedo en sombras.

Y eso de «me gusta la caída de la tarde» es un temblor de ánimas que empiezan a poblar el aire disfrazado de cigarras que, a su vez, son sucedidas por otros oradores que, «aunque no vienen preparados», entablan un verdadero intercambio de mensajes que llenan misteriosamente los poros hasta hacerlos saltar, entre latidos sin ritmo preciso -más bien impreciso- que aceleran el flujo sanguíneo; una verdadera batalla entre rojos y blancos que nada tiene que ver con la política.

Y uno se embarca en ese acontecer que chilla quizás qué historias desconocidas, un alfabeto de sonidos, sonidos de paso, de alerta, de molestia, de enervar sin proponérselo, en esa oscuridad redonda que hace gente de los árboles.

Eufrosina advierte que «los alacranes son de cuidado», pero nadie presta atención a ese ir y venir de sensaciones que son demasiadas para escucharla, porque ella siempre dice tantas cosas y ya es costumbre no escucharla, y los pies descalzos buscan el alivio del piso frío y a nadie le gusta que lo molesten, porque el alacrán cree que es una aplanadora, y levanta la cola y, «chácate», se defiende, por más que queda contraído, y viene otra aplanadora para asestar el golpe final.

«Alguien que chupe y lo escupa», dice Eufrosina en medio de bocas de asco; pero la suya nada tiene que perder porque ni forma le quedan a esos labios recogidos para afuera, verdaderas sopapas quizá de tanto hacer lo que otros no quieren, y chupa el veneno y lo larga lejos, «para que no vuelva», dice, hasta que el pie se para de nuevo sobre sí mismo mientras ella se pasa un amasijo de hojas por la boca y los labios.

Entonces es el momento de revisar las camas, porque aparecen en pareja, o por último en compañía, como si fueran a un banquete, y nadie quiere ser el primero -el del hallazgo- porque no es lo mismo buscar una prenda que un alacrán. Y se levantan  sábanas y contrasábanas y el colchón parece inofensivo, con frunces sospechosos, eso sí; es su forma previa a la espuma plástica y tiene que aguantar intromisiones, sin protestar.

«Ahí está», dicen varias voces combinadas en su falta de atrevimiento, voces acusatorias que buscan a Eufrosina, y ella no resiste esa costumbre, que ya es maña, de sacar de apuro a los otros y, mientras las manos se retiran, ella entra de cuerpo entero, cubriendo miedos ajenos, y asesta la gracia del golpe, uno sólo, para que el alacrán estire pata y cola a un tiempo y la noche vuelva a calmarse hasta que sienta el empujón del día y se retire sin chistar.

Pero no fue así.

Un olor alacranado, mezcla rara de ácido y dulce -olor rancio de historial largo, acumulado-, se posesionó de Eufrosina, guardiana de la tranquilidad. Hasta fue tomando un color oscuro, no sólo en las redondelas de verrugas y lunares heredados sino también en las ramificaciones que la hacían parecer un verdadero peligro, las uñas dadas vuelta como colas de alacrán y el pelo erizado, igual que otras protuberancias que la imaginación llenó de líquido venenoso que podía activarse al menor roce.

No hubo más remedio que matarla.

Son esas necesidades que no necesitan explicación, necesidades necesarias que dejan de lado cualquier otra necesidad.

Pero el problema fue que nadie recordó eso de «los alacranes son de cuidado», ese dicho suyo para evitar desdichas.

Nadie recordó.

Y la caza obligatoria levantó un cerco guerrero a su alrededor y, a medida que soltaban palos sobre Eufrosina, saltaban alacranes, caían por todas partes, una verdadera multiplicación con atisbos bíblicos que no servía para nada, una abundancia imposible de detener, una Eufrosina que empezó a devorar a sus agresores, a protegerlos, como era su costumbre, para no dejar que otros alacranes se metieran con los suyos.



 

Trabalengua

Empecé a tartamudear cuando se me trabó la lengua como consecuencia de esa doble aseveración, la segunda más impaciente que la primera, que llevó lo que acababa de decir, no al horizonte -como lo esperaba convencida- sino a la horizontalidad...

No fue un temblor, de esos frecuentes que remueven hoy en día la tierra y remecen la historia.

Es uno de esos movimientos que llevan el temor incorporado, una trampa que conduce a un descender de piernas desiguales por escaleras que renguean.

A veces trato de memorizar frases enteras para evitar la angustia de las letras pegadas que no forman palabras.

Incluso pensé en emitir mensajes escritos, pero ocurre que la mano tiembla y las letras de contornos ondulados no son otra cosa que un tartamudeo de la mano.

Me paro ante el espejo para modular con toda la extensión de la boca, repitiendo y multiplicando formas distintas hasta que el dolor se engancha en alguna parte del oído.

En cuadernos antiguos, de hojas tostadas por el encierro, he encontrado trabalenguas escritos con letra gótica (cuando me puse los anteojos me di cuenta de que no era gótica sino contornos indecisos), de esos que sirven para probar la destreza de los otros.

Los he ensayado y consigo entonces bloquear acabadamente ese órgano.

Es cuestión de soltarse, pienso, mientras todo el rostro se descompone en facciones que están lejos de parecer inteligentes. Pero igual lo hago cuando no me ven, por más que tengo la impresión de arrastrar la actitud tonta del rostro ejercitado y creo que voy adquiriendo una apariencia extraña.

Trato de convencerme de que no es así.

Busco fotografías antiguas y las comparo con actuales, pero no me aclaran gran cosa. Sólo observo una proporción de tiempo que no ayuda; más bien divierte el problema provocando otro.

Maquillada y con los tacos altos golpeando el suelo, pretendo que la fuerza suba del cemento y fortalezca las palabras arremolinadas en mi mente, pero la apariencia es equívoca y me siguen y el discurso queda más encerrado que nunca.

Lo he probado todo, o casi todo.

Soy perseverante.

En el cine sigo automáticamente, como adivinando -sin que ya importe el idioma- los círculos cerrados, abiertos o intermedios que forman las bocas de los protagonistas pero, al mismo tiempo, dentro de la concentración que casi me aísla, veo sombras a mi lado que, entre miradas recelosas, buscan asientos más alejados.

Entiendo, por más que me parece peor el ruido enervante de las cáscaras de maní que caen alrededor y el aroma, fácilmente confundible, se expande produciendo más de un fruncimiento de nariz.

El psicólogo me aconseja que para destrabar la lengua debo trabarla primero, pero últimamente me doy cuenta de que tengo que ayudarlo porque se queda enredado en la demostración.

Al igual que cuando era niña y leía los letreros colgantes, recorro las calles volviendo a esa etapa por una necesidad presente, pero las calles no son mías como entonces.

Hay cosas establecidas que me obligan a ir hacia adelante, y el menor traspié en sentido contrario no es bien visto.

Temo que la lengua quede tan atascada que después necesitaré alguna máquina especial para volverla a la posición normal.

Queriendo ocultar el defecto, casi no hablo, pero sonrío en exceso. Creo que de tanto guardar las palabras se van a apolillar.

No siempre fui así.

Comenzó con un titubeo, justo cuando estaba por pololear, y mi madre, con ese ojo especial que podía ver doble -como insistía al afirmar que por el otro no veía-, reemplazó mi conversación con la suya y al poco tiempo lo convenció.

No recuerdo que me preguntaran si estaba de acuerdo o no, o a lo mejor lo hicieron y de tan asustada superpuse los monosílabos, y al no quedar en claro si era «sí» o «no», decidieron seguir adelante.

Y mi madre no cesaba de hablar de la suerte que había tenido, que algunas por mucho menos se quedan solteras, y eso de quedarse soltera parecía muy grave, casi incurable, y llegué a pensar que a lo mejor también era visible y me puse contenta porque de buena me había escapado.

Además -comentaban mis abuelas, en voz baja-, muchas veces eso se arreglaba con el matrimonio.

Por haberlo recogido en algún lado sabía de otras cosas que también se arreglaban con el matrimonio, como la mirada bizca y los pies planos, por más que no llegué a entender cómo ni en qué consistía el casamiento. Seguramente algo se trababa y destrababa y de esa manera había aprendido el psicólogo.

Pero el matrimonio no lo arregló, con el agravante de que estoy casada y me doy cuenta de que, a pesar del problema, no soy nada tonta y el remedio de acción prolongada -como la penicilina que se llama marido «hasta que la muerte los separe»- ha desatado una alergia que es peor que el tartamudeo, y se me ha dado por envidiar a las solteronas y, cuando se me escapa involuntariamente esta aberración, las solteronas irreversibles piensan que la locura se ha agregado a la tartamudez, y yo las miro y quisiera hacer con ellas lo mismo que hizo mi madre conmigo para deshacerme de la alergia y poder seguir preocupándome del otro problema, pero no lo logro porque se me forman pirámides de palabras que caen sobre sí mismas como acordeones que inhiben la intención.

El psicólogo me ha propuesto que me separe por algún tiempo de mi marido, que descarte las palabras difíciles de pronunciar, que lo acompañe al cine y busque una atmósfera distinta, porque hay que probar de todo y, cuando menos se espera...

Pero me estoy acostumbrando a mi marido.

Claro que casi no hablo y últimamente se me tuerce un ojo, el derecho, y se pierde el círculo oscuro. Con esfuerzo lo enderezo, pero ese no es el problema porque de todas maneras puedo ver. Sólo que, cada vez que me ocurre, mi marido se sobresalta y entonces trago hasta la última vocal y lo que sale es difícil de traducir.

Estoy embarazada. Me han dicho que esa puede ser también una fórmula. Y a lo mejor lo es, pero a veces hay que repetir la medicina. Pero ya no importa tanto. Estoy tranquila: no he vuelto al psicólogo, recojo el ojo cuando se dispara, la alergia la tiene ahora mi marido, en el cine como maní como los demás, y yo, ya no trabo ni destrabo la lengua.

Sencillamente, he dejado de hablar.

 

 

 

 

 

♦  - III -

Demasiada historia

Para mayor seguridad, es bueno, no acumular demasiada historia.

 

Dormir la lluvia

La lluvia lavó la tierra hasta dejarla cansada.

Su mirada se hace corta para tanto campo. «Siempre choca con la raya del fondo», suele decir Clemencia. Los zapallos, de doble propósito -para secarse y sostener las planchas de zinc-, están hinchados de agua. Un ruido seco se escucha cuando revientan. Después, van cayendo en pedazos.

Es mucha lluvia. Los días se van guardando, se estiran lentos y todo el cuerpo se vuelve pesado, como los zapallos.

Dos bueyes rumian el heno, sin apuro, al fondo del corredor, y sacuden alguna mosca insistente con ese temblor que mueve el sitio preciso.

Clemencia abre la puerta. Sigue mirando la inmensidad estancada. «Los días parecen salidos del mismo molde», murmura.

Vuelve a entrar. «Hay que dormir la lluvia», dice, y se acuesta.

Es una pieza grande, con varias camas. A veces se aloja algún campesino de paso. Otras, el padre se acuerda y pasa, y ocupa su puesto por uno o dos días.   Entonces Clemencia y sus dos hermanos son mandados afuera «a acompañar a los bueyes», como dice el hombre mientras reafirma su condición de dueño.

Después, parte.

A veces Clemencia «llora su propia muerte», como dice, encerrada en esa pieza que huele a lluvia y el campo que huele como pieza.

Otras, la camina hasta donde resistan sus piernas, queriendo sacudírselas como los bueyes las moscas.

Su madre vive su existencia sorda. Ya no le interesan ruidos o temblores ni las visitas del hombre. Tampoco se resiste.

Su sonrisa ha quedado escondida en el espejo del ropero grande donde se guarda todo lo que está en uso y también lo que se ha dejado de usar. Nada se tira.

Es una costumbre de tiempo heredada.

Clemencia cree que ya no tiene remedio. Le ocurre todos los años. Sufre la lluvia y espera esperanzada la tregua, esa tregua que viene lenta, como apagándose, hasta que la última gota, sin deshacerse, brilla por unos instantes.

Entonces hay que lanzarse a tirar en ese mismo campo esa fuerza detenida, limitada por el cuerpo, a punto de explotar.

Y remueve y remueve la tierra traspirando sacudidas que la inquietan.

Hace un tiempo que las siente. La persiguen día y noche.

Antes le daban tregua, como la lluvia. Se han vuelto permanentes «como las enfermedades de vieja», piensa, y cree en verdad que algo le pasa, pero entonces la fuerza, no tendría tanta...

De noche traspira como en el campo.

Es como si el viento estuviera también estancado.

Puertas y ventanas están abiertas, sin embargo...

Inútil hablar con su madre sorda.

Se mira al espejo. Cree ver una sonrisa oculta que no es la suya.

Últimamente cree y piensa, piensa y cree, y la cabeza está tan hinchada como los zapallos.

También siente, siente que algo va a pasar, debe pasar antes de que prendan las plantas y recojan las semillas, antes que se preparen de nuevo para las lluvias.

Clemencia se alista para lo que no sabe. Duerme con los ojos abiertos. Despierta apretándolos para que no duela el golpe.

Esa noche sintió el temblor de bueyes, el ruido del campo, el relincho de un caballo, la cadena de enganche.

La puerta estaba abierta, como todas las noches. Costumbre de campo.

Sintió el cuerpo sobre el suyo, el aliento fuerte de hombre malgastado, malgastándola, humedad sin lluvia, el dolor sucio de campo y caballo, de gota que revienta.

Apretó los dientes mirando las otras camas. Todos dormían.

Quebró el grito sin lanzarlo.

Casi pudo ver los pedazos aún tibios rebotar contra el suelo o la oscuridad, no supo de seguro, pero los sintió, igual que el dolor.

Pensó en esa muñeca que una vez tuvo -regalo usado de alguien-, toda desajustada: cabeza, brazos, piernas, como ella ahora.

No supo si era sueño el suyo, o eso que se parece a la muerte pero no dura tanto.

Cuando despertó, llovía, llovía en forma extraña, antes de tiempo.

Era una lluvia sin apuro, lenta, con el sol persiguiéndola. Se le marcaron las piernas cuando se paró.

Afuera, todo seguía igual.

El hombre se quedó dos o tres días, como de costumbre.


 

 

Cuando seas grande

Como muchas cosas que se traen de nacimiento, lo suyo era así de antiguo pero en esa época no tan notorio por más que hay recién nacidos de todos los tamaños y pesos, y da más o menos lo mismo que mida unos centímetros de más o de menos, o pese en esa misma proporción, «porque después se arreglan las cosas».

Siempre lo han dicho, por más que a nadie se le hubiera ocurrido preguntar sobre la duración de ese «después».

Pero era indudable que en algún momento tenía que llegar, por la firmeza y convicción con que se decía, y los años o los tiempos no han cambiado ese augurio inserto en tan pocas palabras.

Probablemente para no desprender la duda que llevaba impresa y que era dominio tanto de quien lo decía como del que estaba escuchando.

Todo era fácil de solucionar con un cabeceo involuntario a fin de evitar el encuentro de ojos y armarse de paciencia para esperar el «después».

Pero Benigno parecía no preocuparse por la angustia de los demás, entregándose en pequeñas cantidades casi invisibles; en las juntas familiares de airosos padres y madres que iban con el centímetro a cuestas enunciando el número exacto de crecimiento mensual del niño, que rara vez bajaba de 4 o 5 -con algunos casos espectaculares que doblaban esa cantidad y se mantenían en cauteloso silencio, porque tampoco, en fin...-, Santina apenas iba moviendo los labios o masticando algún resto de algo, con tal de que el medio centímetro de Benigno pasara sin que se dieran cuenta, y la verdad es que era como para no darse cuenta.

Quizás desde aquella época lejana Benigno tuvo adversión a los números, y a veces los vomitaba en forma de sopa, porque también decían eso: «con tanto vómito, cómo va a crecer el pobre niño».

Lo que nunca se pudo decir de Benigno es que fue creciendo o desarrollándose; más bien era todo un proceso al revés que hacía temer que, en cualquier momento, iba a buscar el lugar de donde había salido a fin de desaparecer para siempre y que nadie tuviera más que ver con él.

Pero sólo algunas voces exageradas llegaban a esa predicción mientras Benigno, tranquilo, ocupando el lugar necesario, encontraba la forma de llegar adonde nadie podía, posesionándose de sitios intensamente deseados.

¡Quién como él para deslizarse entre piernas y más piernas, algunas no muy indicadas!

Pero tampoco era cuestión de ser demasiado «fijado» si era un obstáculo del que salía mejor parado  que cualquier otro, y ver el corso de carnaval en primera fila, casi al lado de las comparsas, alejado del apretujamiento en esas noches tan calurosas de febrero mientras los de las competencias de 4 o 5 centímetros debían ser colgados como monos de los hombros de los papás, no tan airosos como en esos certámenes verbales sino deshaciendo grasas bajo esas cargas movedizas, verdaderos pulpos con brazos y piernas abrazados en un cariño asfixiante.

Pero, aparte del carnaval, existía una obligación diaria, invento de quien sabe qué torturado que, en el límite de su resistencia, gritó a pleno pulmón: «¡que se creen las escuelas!»

Y aparecieron las escuelas, en donde soldados blancos destacaban cabezas bien peinadas que sobresalían del pupitre y podían ser vistas por el comandante situado al frente de la sala.

Benigno hablaba poco, no porque no supiera.

Lo hacía en la soledad de su presencia, para no olvidarse, logrando sonidos redondos que llegaran al oído y no sucediera, de pronto, que las palabras empezaran a encogerse hasta desaparecer por falta de uso y el oído perdiera la costumbre de escuchar, como los que de pronto ve en esos seres tan alejados de su tamaño que tejen con las manos las palabras para entenderse.

Porque era fácil que sucediera.

Si la maestra no podía verlo, ¿cómo iba a preguntarle?

Era casi comprensible.

Y en esa espera de varias horas, tragando respuestas que se las sabía de memoria, llegaba a su casa indigestado de palabras hasta el punto de no querer hablar.

Se le ocurrió pensar si los niños se compran o venden por kilo, por eso de pesarlos al nacer, pero quizás eso también era parte de lo que sabría después.

Entonces llegó a sus oídos una frase que le sonó extraña, prometedora, una verdadera caricia.

La decían, eso sí, en forma descuidada, como desprendida de otra, parte o sobra, no estaba seguro, pero lo llenaba de ilusión eso de «cuando seas grande».

Y él tenía el intenso deseo de llegar a serlo.

Se colgaba por largo tiempo de las barras de ejercicio «para estirar el cuerpo», según decía, «para forzarlo a cumplir con sus obligaciones».

Pero eran tan altas, hechas para otros cuerpos, que se cansó del uso de una escalera de tres peldaños para poder alcanzarla.

Trató de olvidarse de su pequeñez resaltante, de esa diferencia de tamaño que le daba una visión distinta como si perteneciera a un mundo en el que había sido puesto equivocadamente.

Fue peor cuando el espejo reveló características que iban acomodándose para nunca más ser cambiadas, porque de eso sí se dio cuenta.

Santina, su madre, se paseaba en el silencio de la culpa, y el choque de su silencio con el de Benigno iba produciendo una sensación de taladro a punto de llegar al lugar preciso.

El padre, ignorando cualquier responsabilidad en el asunto, prefería pasar más tiempo afuera que dentro de la casa.

Eso que llaman «tiempo» fue mirado como tren a la distancia, y la distancia iba disminuyendo el tamaño del tren.

El espejo acentuaba formas sin que hubieran pasado por cambios, de esos lentos que conducían a lo que hubiera querido llegar Benigno.

Un día, se encontró como sombrero sobre el cual alguien se hubiera sentado por descuido.

Y supo, como se saben muchas cosas, por convencimiento sin vueltas, que se le había acabado el gusto de la espera.

Nadie volvió a saber más de Benigno.

Tampoco preguntaron.

Después de todo, era visible a medias.

Santina y su padre ahondaron el silencio, y en esa sepultura se perdió el recuerdo de Benigno.

La verdad es que fue un alivio.

Claro que, cuando el viejo payaso de resorte se despereza en los rincones menos esperados de la casa, justo al paso de Santina o su marido, nada se logra con movimientos apresurados en el aire ni rascadas de cabeza en el lugar donde la sospecha ubica la conciencia.



 

Riña de gallos

Catalino Bobadilla se las arreglaba bastante bien con un solo ojo, hasta el punto de no recordar -según decía- si la falta le venía de nacimiento o de más adelante, o si fue el hábito de mirar con un solo ojo hasta que el otro perdió fuerza por falta de uso como suele suceder, sin que la razón anote cuenta. Tampoco era cuestión de afirmar que lo tenía debajo de ese parche de pirata, y Catalino no era dado a las confidencias, ni siquiera en «comienzo de noche atacada por eclipses aventureros» -como llamaba a los oscurecimientos repentinos- que exigían todas sus agudezas ocultas, concentradas en su visión parcial.

La falta del ojo derecho lo volvió zurdo, porque así se compensan las cosas», y la relación cruzada era parte de su orgullo; claro que la zurda le daba problemas de alcance por error de orientación y, cuando quería hurgar el lado correspondiente de la nariz, la mano se le iba hacia el otro lado, y lo mismo sucedía con el ojo, haciéndole pasar malos momentos por esa tendencia a caminar tirándose a la derecha, gastando un costado del zapato más que el otro,   trastabillando cuando le convenía para que se condolieran sin llegar a sentir lástima, porque la diferencia era visible y todo lo visible captaba con mayor sensibilidad que nadie.

«De la falsedad más absoluta» calificó la ofensa de Emiliano Ramos, porque había que ser «falto de honor, de sentimiento, de corazón» para levantar ese tipo de testimonio, imposible de aceptar o creer, porque uno no apuesta así no más un ojo en una riña de gallos después de haber perdido hasta los calzoncillos largos, de franela doble, comprados por prescripción médica para evitar enfriamientos internos aunque, cuando lo azuzan «no se atreve, no se atreve» y la gente deja caer la quijada y aparece la lengua goteando el deseo de que la cosa se caldee, y los gallos piden guerra y uno no tiene nada más para apostar, recurre a lo que nadie espera o se imagina; pero, decir que el ojo se le había ido con un picotazo y que siguió mirando hasta perderse en la garganta del gallo, era demasiado cuando los testigos sobran, pero a veces los billetes corren y los testigos olvidan que son testigos, y la memoria se inclina por pendientes enredadas y se dice lo que la cifra impone, por un poco de compromiso y otro poco por necesidad, porque hay necesidades que no tocan fondo precisamente o, si tocan, saltan como resortes y en el camino recogen otras, y se es débil y se tiene familia y, después de todo, qué importancia tan grande puede tener el destino de un ojo y encima ojo de casado con mujer  e hijos, la vida hecha, y la mujer ni siquiera tiene tiempo de fijarse con tanto trabajo, y el parche se lo saca para cambiarlo por otro en forma solitaria, sin ayuda, y Catalino Bobadilla no se descuida ni suelta elástico ni por casualidad. Pero Emiliano Ramos se las tenía con él y llegó a decir que la falta de ojo en el hombre era de cuidado, hasta de temer, «porque, usted sabe, no hay que poner las palabras en fila para entenderlas»; y bastó la confidencia y el compadre «estos oídos no escuchan y, cuando cierro la boca, es contrato de llave y candado» para que se esparciera lo dicho, sin olvidar nombre o hacer diferencia de sexo, hasta que el desubicado de siempre, «Gumersindo debía ser», se lo dijo a Catalino Bobadilla, afirmando con la cabeza, rogándole que no dijera a nadie más. Y fue el comienzo de la mala racha porque Catalino se encendió entero -como arsenal que tienta al fósforo- diciendo que se lo iban a pagar, que en adelante eran otras las cosas que se apostarían a los gallos, y Emiliano Ramos fue el primero, el adecuado para desmanchar la ofensa, y el desafío marcó fecha y premio mientras cerraba los dos ojos y entregó el premio a Catalino anotando la pérdida, y la mujer de Emiliano tuvo que reconocer que lo de no tener un ojo nada tenía que ver con lo demás; pero Catalino no quedó conforme y siguió desafiando, y el honor era el honor, y cada cual aceptó por turno la culpa en cadena hasta que se puso en duda la suerte de Catalino para esas peleas de gallos, y de nuevo se movieron las lenguas y se levantó polvo, y se dijo que su gallo estaba cebado, que no podía ser de otro modo, que era la fuerza del ojo  tragado de Catalino la que ganaba el premio, y se armó en grande en la plaza mayor el último domingo de la temporada, porque quien más o quien menos sufrió la angustia de entregar premio y recibirlo de vuelta a sabiendas del deterioro, y se tiró la masa sobre el gallo abriéndole el vientre con su propio espolón sin encontrar rastro del ojo de Catalino. Entonces le sacaron el parche para ver si no se le había ido para adentro con esas emociones de domingo, pero el ojo estaba en su lugar, y el parche «locura de mal nacido, no hay donde perderse», dijeron, pero no era así, nada más que ilusión, ilusión de «pirata de tierra», como dijo para defenderse, y fue todo lo que alcanzó a decir.

Quedó tendido en la arena ensangrentada, con su gallo moviendo aún la cresta, mientras la mujer corría desde la casa con la pata de palo en alto como testimonio de defensa, una pata vieja y carcomida que guardaba encima del ropero, que le calmaba las ganas cuando su furia recorría mares imaginarios.



 

Un tomate redondo redondo

Sentado en medio de la fila de la basura, dejó de hurgar; sostenía en la mano un muñeco de plástico, de esos que necesitan llenarse de aire para mantenerse firmes.

Soplaba con fuerza el niño, tapando con una mano el agujero por donde el aire se escurría. Estaba pálido y ni siquiera el esfuerzo había logrado teñir sus mejillas. Pero sonreía. El muñeco también. Parecía contento de que lo hubieran encontrado. La madre, con medio cuerpo metido en la bolsa de desperdicios, buscaba. Era una tarea de tiempo completo, organizada, y el resultado puesto sobre la vereda en montones separados: reusable, comible, apto para ser vendido y, el resto, sin ubicación en alguno de los montones.

La madre llamó la atención del niño pero el niño estaba distraído.

Hacía tiempo que un regalo como ese no pasaba por sus manos.

Y pensar que estuvo a punto de no prestarle atención, tan doblado estaba el conejo sobre sí mismo.

Cuando lo extendió, lo oyó desperezarse. Con gran cuidado alisó sus orejas, patas, todo sobre la vereda.

¿Dónde se había hecho ese boquete que no lo dejaba incorporarse?

Un tomate había buscado refugio en el estómago abierto. El niño metió la mano y lo sacó. «Lo habrán tirado por descuido», pensó. «Está entero».

Miró a su alrededor. Nadie lo estaba observando.

Hizo desaparecer el tomate entero dentro de su boca.

«Vamos, se nos hace tarde y queda mucho por recorrer», gritó la madre, arrastrando al mismo tiempo una bolsa grande y los gruesos pies que sobresalían de las zapatillas que alguna vez tuvieron color y marca.

El niño no quiso arrastrar el conejo. «Puede dolerle», piensa, «y con la herida es suficiente».

La tarde empezaba a cerrarse con un cansancio pesado. La mujer sacó una botella de algún pliegue del vestido, echó la cabeza hacia atrás, alcanzando a ver el encendido de las estrellas antes de que el líquido terminara de perderse en su garganta.

«Qué puede importarme», dijo para sí misma. «Eso está muy lejos; acá no brilla nada».

El paso se hace incierto y la mano no controla el ir y venir de la botella. Se sienta en una esquina. El niño la imita. Es como una sombra. La mujer se pone a gritar al aire causas y consecuencias, razones y pretextos, mientras el niño esconde la cabeza. Es tarde y no pasa mucha gente. El niño saca el conejo roto y lo mira en forma distinta. Ya no le gusta   tanto, no como cuando lo encontró. Busca entre las ropas de su madre y vuelve a convertirse en sombra.

Parece agua, pero es fuerte y quema.

«Olor a enfermo», dice, mientras se limpia de una sola pasada la boca y la nariz que gotea como la boca; hasta los ojos gotean.

Se quedan dormidos.

El agujero del conejo ahora lo siente el niño muy adentro, en su propia carne. Sueña con el tomate, redondo, resbaladizo, suave; no quema. Despiertan cuando el sueño se ha evaporado, pero queda el olor y la lengua carcomida que pide algo más. Pero los órganos se acomodan en un intento por sobrevivir. Entonces busca de nuevo la botella pero tropieza con la mano de su madre, y ambos se revuelcan en el deseo que envuelve furias incontenidas. Y la botella se convierte en compañera de recorrido y se le habla con palabras que sólo ella entiende, palabras revueltas, a medias, inconclusas. Y la vereda es la casa, el descanso, el encuentro con otras botellas y nuevas sombras que van perdiendo el nombre y cruzan rápidamente el tiempo para hacerlo más corto.

Así llegó el niño, con sólo pasar frente a muchas escuelas, a completar su educación. Cuando lo hizo, el cuerpo se puso asopado y algunos dientes se cansaron de estar en línea recta, como esperando algo. Así que rompieron filas.

La madre ya no pudo seguir arrastrando las zapatillas que en el camino fueron dejando la suela.

Se consiguieron una carretilla y, en ella montada, se creyó propietaria.

Veía las cosas de distintos colores y era feliz.

Pronto dejaron de estar solos: bocas parecidas, con los labios demasiado rojos y deformados, se unieron para empujar el bulto que reía dentro del transporte improvisado. Comparsa sucia, solitaria, de rebeldías acurrucadas.

La botella era cada vez más grande.

Se sorteaban las calles, sin reglamentos, y la dirección se perdía en un punto resbaladizo que apenas se insinuaba a lo lejos cuando la inconciencia iba golpeando como martillo la nuca.

El hombre no se dio cuenta; los demás tampoco.

Dieron mucho vuelo al carro, quizás, y la carcajada del grupo cortó el ruido quejumbroso del tren.

Las cabezas se fueron con el tren.

Cuando regresaron, el bulto al otro lado de las vías tenía la barriga abierta.

El hombre del tren creyó ver la redondez de un tomate, pero, no podía ser...



 

Para mayor seguridad

Preguntó si podía quedarse a pasar la noche, por eso que dicen, usted sabe... los campos hablan... siempre a oscuras porque el hombre le asusta, lo llena con sus problemas a pleno sol, problemas que traspiran y le llega más susto... entonces, con las sombras viene el desquite.

A veces el desquite toma forma, un puro contorno o una luz de linterna andante a la que se le ve sólo la punta..., o vela encendida que no es vela, no, sino anima blanca que paga el noviciado, y esas son peores; aún tienen todo el diablo encima, por jóvenes, y corren con tanta fuerza que no hay cristiano que se les escape o compadre que de pronto no quede tieso.

Después dicen que son «muertes accidentales o confusas», sí señor, y empiezan a buscar culpables.

Siempre aparece alguno a quien cargar el bulto, y acusan y acosan hasta que dice sí no más.

Es lo que esperan para pegar el palo y seguir sembrando el campo con esas luces que no necesitan focos, fuegos fatuos, o como se llamen.

Aparecen como aparecidos y desaparecen igual, como de no creer, y tienen su propia movilización,  tanto el tieso como los otros, caballos alimentados en forma especial que funcionan de noche como si durante el día estuvieran recargándolos, y se arman verdaderas batallas.

Es peor cuando los árboles toman partido; se ponen a soplar de uno u otro lado -para avivar el fuego quizás- y, cuando la cosa se pone brava, se vuelven tormenta y da que pensar...

Cuando el susto no es tan grande uno imagina ventiladores, como los que dicen que usan en el cine; pero, ¿quién los ha visto si uno no va al cine? A veces las cosas se aprenden de oídas si se es bueno para aprender, como decía su madre la última vez que la vio, porque el tiempo se desparrama y cuesta juntarlo...

Cuando se hace el paquete, ya resulta demasiado...

«Lleva el caballo», me dijo; pero, ¿qué haría ella después, sola, en esa lejanía que ni tiene nombre?

Partí antes de que llegaran los que buscan culpables y los encuentran, porque para eso están...

El rumor de la venida llega, y uno quisiera no existir, pero existe.

Entonces le viene el miedo.

Si son especialistas.

Uno no quiere dejar de existir ya que la cosa está hecha, pero es como convertirse en ánima, la pura verdad, pero de ánima que pena de día como    de noche, ánima sin descanso, porque escapar es más difícil que lo otro.

Parece que ya estuvieran encima, pisando los talones de uno.

Llegan a doler, como comidos por calambres, y eso esperan, sí, que uno no pueda ya correr y caiga, pero les llevo ventaja, le digo; el susto me pega en la espalda, en los ojos, se mete por cualquier lugar abierto, y si los cierro, usted comprende...

El hombre respondió que sí, que vaya no más al granero, que se encargará de despistarlos si los otros se presentan, que vaya tranquilo y cierre los ojos para ahuyentar el miedo.

Así hizo Jovino Díaz, agachando la cabeza para agradecer, pero es distinto con caballo en el campo; hasta las ánimas lo respetan...

Pronto estuvieron preguntando, como saben preguntar.

Al hombre se le llenaron los ojos de puro susto.

Los hizo entrar, porque es costumbre.

Ataron los caballos con tres vueltas de lazo, un lazo bien cerrado para que dure.

Caminaron con paso lento.

Paso que no era de paso.

Se sentaron con tranquilidad, con harta tranquilidad...

Al hombre le corría la sangre sin encontrar acomodo, caliente y fría a un mismo tiempo, con fuerza de mar o de cansancio, o de atropello...

Buscó dos vasos que sonaron el encuentro entre los dedos de la mano derecha, mientras la otra cargaba la botella para ocasiones especiales.

El hombre no se sentó, por respeto, pero cargó un vaso para él, para que no crean que no estaba con ellos, y se lo tiró a la garganta de un solo vuelco, igual que ellos, lagrimeando sin quererlo porque no sabía qué otra cosa hacer.

Quedó parado con el vaso limpio, volviendo a llenar los otros con esa caña buena que salía cosecha por medio, guardada para acompañarse en las noches sin luna cuando el frío hace aullar a los lobos.

No había forma de engañarlos... engaño y desprecio podía ser lo mismo.

La caña suspiró como todo lo que termina, un suspiro miedoso...

Se culpó por no tener más que esa botella.

Siguió parado en la espera, los brazos caídos colgando sumisión.

Golpearon la mesa... el hombre debía saber...

Trajo carne salada, pero no comió con ellos. No era tanta.

«El apuro puede aguantar la noche», dijeron.

Sintió humedad fría pero siguió parado toda la noche, visto por ojos abiertos o cerrados, no estaba  seguro, hasta que un gallo hizo temblar el aire, corte prematuro de un día demasiado temprano para cualquier cosa.

Tuvo ganas de negar con la cabeza, sólo con la cabeza, por si acaso...

Le faltó fuerza, sí, eso fue, la caña, la noche parada, el canto del gallo, la sangre inconsciente, el peso de la sangre, del pantalón...

La mano se levantó, como espantapájaro de un solo brazo.

Señaló sin quererlo, como cuando se hacen las cosas por miedo.

El miedo fue uno solo, el de Jovino Díaz, pero bien pudo ser el suyo si no hubiera levantado el dedo, la mano, en fin, todo el brazo, para mayor seguridad...



 

 

Vuelo de picaflor

(La tortura es una forma de poder)



 

Nos levantamos, con el cansancio de comienzo de domingo, cuando el sol empezó a molestar por esa parte de la persiana que nunca pudo cerrar del todo.

Algunos bostezos sonoros, acompañados de estiramientos de brazos, se hicieron sentir en las habitaciones que convergían en el cuadrado de descanso y llevaban al piso de abajo.

Fue una sola voz la que dio la alarma, la que detuvo el cuerpo en el primer escalón, y el dedo apuntó hacia la lámpara de tres luces y colores y formas distintas, de las cuales una sola, la de color miel, se encendía.

Aparecieron cabezas que se miraron, y luego cuerpos en actitud de ojos de sorpresa para escuchar un ruido que fue formando un temblor de varios colores, y un pico, indignado con la lámpara, arremetía sin mayores consecuencias.

«Es un picaflor», dijo una voz.

«Se llama colibrí», agregó otra.

«¿Quién lo dejó entrar?», preguntó alguien.

«Hay que hacerlo salir»; «abran las ventanas»; «puede morir con esos golpes que se da»; «si tuviéramos una red»; «el taburete que está en el baño; quizás...», hasta que «¡déjenlo tranquilo!», rugió una voz grande.

Zumbaba en un revoloteo raro, hipnotizado por la lámpara, encaprichándose con el color miel.

«Se cree una abeja», dijo un cuerpo de tres años.

El desayuno fue tomado con apuro.

El colibrí seguía rondando el interior, desesperado por la falta de árboles, de espacio, confundido por luces que no conocía. La apagaron.

«Traigan una linterna».

Era una linterna pobre, tímida, una vela de pilas en verdad.

Quisieron dirigir al picaflor pero este ni se dio cuenta cuando la apagaron. La lucha por el derecho de ser el primero en el baño quedó postergada.

«¡Tan torpe el animal!», empezó a subir la rabia.

Alguien hizo ruido en la terraza golpeando tapas de ollas, siendo acallado por el grito: «¡no es una serpiente!»

Un conjunto de manos se elevó en el aire para formar corriente y enganchar en ellas al volador.

«Cada cual a lo suyo», dijo la voz grande, y se dispersaron manos y ojos y batas de levantar en un arrastre con desgano.

A mediodía no se observaba cambio alguno.

«Tendrá hambre», insistió el de tres años.

«¿Y si se acostumbra a la lámpara?», dijo otra de más edad, siendo aplastada por una avalancha de miradas más antiguas aún.

«Nadie se acostumbra al encierro; ¡ja!», salió de algún lado, y todos juraron que nadie dijo nada.

Alrededor de las cinco de la tarde el drama seguía sin solución.

«Las tardes de otoño siempre están apuradas. Si oscurece, estamos fritos», comentó la empleada que se agregó al grupo. «Es mal augurio, igual que el Halley», dijo, envolviéndose las manos con el delantal.

Todavía recuerda. También que, para estar acostado, se necesita una cama, no una mesa con la luz metida en los ojos y los ojos en esa luna inmensa que enceguece. Lámpara de tres luces debiera ser.

«No es un hospital», piensa, acelerando la memoria.

Tampoco está enfermo.

No él, que puede dar un salto y meter la pelota y toda la mano en la red. Entrenamiento tres veces por semana, sudando el juego peleado, corrido, pero juego al fin. Levantarse temprano, dejar que el agua fría lo despierte, la mejor forma, la única quizás para ese sueño de cuerpo entero.

El colibrí pegado a la lámpara. No, no es eso. Es zumbido en el tímpano, escozor que no puede rascar. Está atado. Aprieta los ojos, los suelta y sigue viendo  lo mismo. No todo el tiempo es igual. Cuando no está el colibrí, unas caras deformes caen sobre la suya con aliento a fuerza, aliento insoportable que se completa con el accionar de una mano velluda -un orangután puede ser- que levanta una palanca y toda la cama tiembla con él, como si el picaflor estuviera adentro. Está atado para no caer. Pura consideración.

«¡Entró un picaflor, entró un picaflor!»

«Se dice colibrí».

«No es una serpiente», dijo Mirka, con seriedad de abuela.

Le lloran los ojos después del temblor de cama.

Cuando tiene suerte, deja de sentir y se hunde en el pozo de tierra del fondo del patio, donde «no arruinen el jardín», escucha.

«Está atontado de tanto golpear el pico contra la lámpara».

Es una luz que llega a atontar.

«¡Abran las ventanas para que salga!»

¿Para qué habrán abierto las ventanas? Siente frío, frío de adentro para afuera que vuelve a meterse porque no hay salida.

Las voces hablan y el olor a cigarrillo le da vuelta el estómago, no, no es estómago, es mondongo nauseabundo con olor a vacío.

Hay comida, mucha comida en la mesa del domingo, comida arrastrada porque es domingo y el tiempo no importa, pero también es otoño y las tardes están apuradas.

«Cierren las puertas para que no escapen las tardes». El colibrí, ¿qué pasará con el colibrí? Recorre su órbita, se embota. Terminará acostumbrándose al encierro.

«¿Quién dijo eso? ¡Que lo repita si se atreve!»

Vinicio siente caer las hojas; lo van cubriendo. No, no son hojas, es el escozor, ese temblor de piel, el entregarse de brazos atados como una cosa. Hay un aglutinamiento de gente que lo empuja, lo empujan para que ellos puedan salvarse.

Tampoco puede ser.

Esas edades ya pasaron.

De nuevo el remezón.

Se aprieta los dientes... no sirve de nada. Grita, como gritan todos. No debe hacerlo. Puede asustar al pájaro. Pero si él también está asustado y tiembla un aleteo parecido.

Lo acosan con preguntas.

Vinicio dice que nada sabe del colibrí, sí, sí, es lo que ellos dicen, cómo no lo admitió antes, es un infiltrado, un espía, lo que quieran, los malditos pueden tomar formas distintas.

«Quiero repetir la sopa». Lucha con los fideos que escapan... escapar...

«Tanto tiempo encerrado que olvidó de dónde viene el viento». Chocó contra una puerta el estúpido pájaro. Le dieron respiración boca a boca, le sobaron el lomo para que siguiera aleteando; no hubo caso...

Le golpean la cara para que reaccione y Vinicio abre los ojos, pero ya no ve nada, sólo manchas; se siente aliviado y los cierra; ni siquiera puede apretarlos.

Lo más grave es que se le está borrando el colibrí; caen los colores, siente algo de aire tratando de entrar por la nariz; debe ser la respiración boca a boca...


 

 

Demasiada historia

El tiroteo comenzó en medio de la noche.

Por el ruido era fácil darse cuenta si rebotaba en el aire o se perdía en la blandura de algún cuerpo.

El sonido era cercano, explotando a veces en el mismo oído.

A ras del suelo, la curiosidad hacía levantar cabezas y volverlas a bajar al ver el resplandor correr en distintas formas y direcciones.

Parecían fuegos artificiales en ese cerro lleno de árboles, pero faltaba la alegría de las risas, los gritos de júbilo.

Era lunes, el día que se arrastra más perezoso que los demás.

El fin de semana no fue mejor. El aire estaba estancado y olía igual.

Zito sacudió la cajetilla vacía, hurgando el fondo con rabia. Luego la arrugó, tirándola del mismo modo.

El día se insinuaba como el anterior, parejo en la tensión. Era como una carga lenta de batería agotada.

El suministro de los servicios estaba en relación directa con el comportamiento de los hechos. A las  diez de la noche la oscuridad era de cuerpos y almas. El mercado negro de la luz no había sido pensado aún.

«Si se pudiera apagar la mente, o dejarla por lo menos en cuarto menguante», dice Zito.

Nadie responde.

Planearon el asalto juntos, pero era Zito el de la última palabra.

«En pueblo chico nada es posible ocultar», suena la voz ronca de Elizardo.

«Estoy seguro de que nadie habló», afirma Carmelo.

El silencio cerró la conversación.

«Acá estamos seguros. Ya sabrán cómo despistarlos».

Llevan varios días de encierro, pero les parece que sigue siendo lunes.

«Es mal día para cambiar las cosas».

«Si no se trataba de tanto cambio... parecían todos de acuerdo... que de acá iba a partir la cosa... que apenas sintieran los primeros disparos estarían con nosotros... No sé qué pasó», dice Carmelo.

«Nunca falta el que pone pie en dos fiestas... esto no sucedió porque sí... lo teníamos pensado, hasta el último detalle...»

«¿Dónde quedó Solano?»

«Lo habrán agarrado al pobre».

«A ese nadie lo agarra».

«No digas tonterías. Era el más entusiasmado».

La frase siguió sonando.

«Hay que moverse», dijo Zito.

«¿Moverse adónde?»

«A cualquier lado. Hay que separarse».

Zito empezó a cruzar la habitación y a descruzarla con verdaderas zancadas, llevando y trayendo un viento nervioso con la camisa abierta. Todos estaban traspirados de encierro. La posibilidad de una ducha se les hacía tan ilusoria como un vuelco inesperado.

Al correr de las noches, el tiroteo fue cediendo.

Parecía haber un cansancio por lado y lado, una tregua repartida.

El sobresalto comenzaba al despuntar el día, como si la luz fuera a dejar el escondite al descubierto. Querían sacar a uno, sólo a uno, de la silla que había calentado por tanto tiempo, la que tenía hasta el contorno de las asentaderas.

«Quebrando la pirámide por el vértice se desmorona la torre», decían.

«Hay pirámides hechas de concreto, de comienzo a término», dijo de pronto uno de ellos, y cayó en redondo como verdad sin respuesta, sin ánimo de discutirla.

«Es cuestión de seguir en el intento, de darle duro, una detrás de otra hasta que por lo menos aparezcan grietas».

«Ese Solano se me apareció en sueños, calzando botas de charol, aplastando cuanto bicho se le pusiera en el camino».

«Pertenece al movimiento ecologista», rió alguien, pero el resto no lo hizo. «Eso del sueño es cosa seria cuando se está espirituado y cualquier ruido tiene piernas».

Se prepararon para partir.

Saldrían arrastrándose, a intervalos irregulares.

Zito primero, para husmear el peligro.

La puerta, apenas entreabierta, arañó su cuerpo.

Alcanzó a arrastrarse unos metros, casi creyendo que todo había terminado, que la cosa quedaba ahí...

Vio altas y brillosas como en el sueño, reluciendo de abajo arriba a Solano con sus botas, con cara de sabelotodo, de «a quién se le ocurre», de «hay que saber de qué lado atrincherarse».

Los demás no necesitaron arrastrarse para salir.

«Conque el que dirige se coma el polvo es suficiente», rió Solano con ese diente de oro que hacía más terrible su risa.

«Eso de jugar a ser soldado no resulta», dijo, «¡hay que serlo!», rugió, como rugen todos cuando llevan las riendas.

Parecía un ensañamiento el de Solano, del que se alimentaba con placer, eso de que lo sirvan hasta en los más bajos menesteres día a día.

Duró «largo y tendido», como se dice, lo suficiente para curarse de confianzas a destajo, a corazón abierto.

Pero le llegó el turno a Solano de caer en desgracia, para gracia de muchos. Se le agradecieron los servicios prestados y lo prestado hay que devolver con igual agradecimiento y los pantalones hechos mierda.

Siguió paseando las botas altas hasta que el charol se resquebrajó.

Zito y los otros volvieron a intentarlo, en menor escala, entrando y saliendo de encierros obligados. Ya lo llevaban demasiado adentro como para que dejaran de molestarlos.

Elizardo se retiró amigablemente del grupo. «Los años van dejando huella», dijo.

Zito sigue con la misma bandera, sintiendo que es cierta la frase de Elizardo, sintiendo rabia por esa herrumbre que agarra a la gente, a las cosas, y las deja con la paciencia acabada por exceso de ella.

Carmelo partió. «Es mejor el sol ajeno que el que uno no puede disfrutar», afirmó.

Zito tiene una arruga marcada a ambos lados de la boca, comenzando en la nariz.

Afirma que no es arruga sino una risa preparada para el gran día, porque «de verdad, dígame compadre ¡hasta cuándo seguiremos escribiendo esta historia!»



 

Especificación clara

«Necesita sello fiscal: uno de 50 y otro de 20», le dicen a Marco Antonio.

«Tengo tres de 20 y uno de 10», responde aliviado.

«No le sirve porque no hay espacio para poner tantos. La especificación es clara», le contesta la funcionaria.

Marco Antonio mira el pasaporte.

Piensa diferente, pero está del lado del mostrador que no decide.

«¿Dónde puedo comprarlos?»

Le dicen en donde.

El tiempo está amenazante. Si las nubes llegan a desplazarse más rápidamente que él, no habrá forma de terminar el trámite en el día porque, cuando llueve, es mejor dar paso a la lluvia y no interferir con su entusiasmo.

Camina sin mirar el cielo.

Debe cambiar ese pasaporte lo antes posible. Debió cambiarlo.

La mañana es rápida. Se corren horas de calor que agrietan la paciencia, la desaguan y corre por la frente, y forma hilos deslizantes entre la camisa y el cuerpo; los ojos se llenan bajo los lentes oscuros y el aspecto de trapo estrujado se refleja en la foto carnet de tres por cuatro en colores, debe ser en colores, y nada tiene que ver con la foto anterior, la del documento vencido, entonces la funcionaria va a preguntar, tiene que preguntar, para eso está, tiene cara de pregunta con signo y todo, y también tiene respuesta.

Funciona sin necesidad de interlocutor: un desamparado que sólo estira el brazo con lo que le piden y pone ojos de querer complacerla.

Marco Antonio se mira en la foto.

El tiempo ha actuado con gran oficio.

Casi no es el mismo.

Sabe que la funcionaria preguntará si es él el de la foto, y tendrá que sonreír sintiendo que algo se le derrite por dentro, miedo desatado por preguntas, esperando que decida levantar la mano en cámara lenta para estampar el sello que libera.

Vuelve a tomar la calle.

Las nubes descienden y se apresuran, marcha de nubes parece. Eso de filas y marchas y orden encuadrado distorsiona últimamente el desarrollo de sus pensamientos corrientes.

Una mujer, con un niño en brazos, avanza en sentido contrario. «¿Qué pasará con ella si llueve?», piensa de paso. «¿Y el niño?» Una bolsa le cuelga de un hombro. Está descalza. Tiene aspecto chorreado sin   lluvia, es flaca, cabello largo, liso, puro ojos de cansancio retenido, demorado.

La mujer queda atrás.

«Poco se le parece», dice la funcionaria levantándose con la foto, desapareciendo detrás de una puerta cerrada que empuja, puerta cerrada importante.

«Tendrá que repetir la foto», dice; «mientras tanto le tomaré los datos: ¿nombre del padre? ¿Apellido paterno del padre? El materno también. ¿Dónde nacieron?»

«Del Hijo y del Espíritu Santo», murmura Marco Antonio.

«¿Qué dice?», se agrieta la funcionaria.

«Estaba distraído», contesta Marco Antonio.

Deletrea apellidos fáciles, escribe en el papel los otros. «Es una mezcla de continentes», dice, queriendo dar conversación, hacerla hablar para que no pregunte tanto; pero lo quiere saber todo, una radiografía, no, un «scanner», una intromisión íntima, injerencia extranjera, pero es distinta la injerencia interna, los tuétanos para afuera, darle vuelta como un guante, un calcetín, un resto de hombre.

«Vuelva dentro de ocho días».

«Es sólo para renovar, lo necesito con urgencia». Apela a todo su atractivo, ríe con cada ojo por separado, los vuelve a juntar y apoya al descuido una mano sobre el escritorio cruzando las piernas. Error. El escritorio es la representación gráfica del poder.  Marco Antonio se da cuenta y deshace su alcance teatral. La mujer no se inmuta.

«¿Podrá ser un poco antes?», pregunta hecho una alfombra.

«No le puedo asegurar. Traiga la foto y después veremos».

La funcionaria baja la cabeza y continúa escribiendo lo que siempre escriben. Queda sorda para futuras preguntas.

Marco Antonio sale. Ni siquiera es capaz de darse vuelta y dejar la espalda ofensiva como última imagen para la mujer. Sólo retrocede, igual que ante la realeza.

En la calle ha empezado a llover.

Piensa en esa joven con el niño en brazos, sin pretender encontrarla. Sin embargo está ahí, parada en la esquina, ausente, extraña a gente, nubes o apuros en distintas direcciones, o documentos vencidos.

Marco Antonio quiere hablarle para que sepa que alguien se interesa, pero ella no parece oír; acuna suavemente a la criatura y Marco Antonio se da cuenta que la criatura está muerta.

Saca un billete de su bolsillo y lo muda al de la mujer. «Nada tiene arreglo, a nadie le preocupa», piensa, queriendo abrazarla, ponerle al tanto de derechos, enumerar cifras; pero repite frases repetidas, la presiona de ojo a ojo para que le llegue lo que siente, lo que sufre, lo que no puede hacer por ella, la necesidad de «compartir puertas de salida, sólo de salida», como le dice, y la toma del hombro para llevarla a algún lado, pensando rápido, recorriendo la memoria,  pero no se le ocurre, como sino le funcionara la cabeza, y ella lo mira, da vuelta y se pierde, como si nunca hubiera existido.

Ya no corre la prisa anterior.

Tiene una semana de espera, de angustia, porque se dan tiempo para pasarle a uno por un cedazo (expertos en la materia) mientras la bilis va llenando lugares por los que nunca entra, y los hilos se acortan por la desesperación de toda espera hasta que se le enroscan a uno alrededor del cuello, cordón umbilical moderno, derecho de algunos cuando los de otros están en receso, cesantes. Debe apurarse, quizás algún resquicio de esos que aún no han sido mentados, un golpe bajo, un gol en su propio arco...

«Debo juntarme con los muchachos», se angustia Marco Antonio, «pero es mejor que me las arregle solo, sin conexiones, para que no escarben y encuentren, por más que no haya nada que encontrar».

Al octavo día, Marco Antonio vuelve. Lleva la foto, los sellos fiscales reglamentarios, el cinturón de castidad, no, qué locura, ¡las cosas que se le ocurren!

«Le tendré que tomar de nuevo los datos», dice la funcionaria, «se extravió el expediente». «¿Nombre?», pregunta, pero Marco Antonio tiene ese claro mental que le viene de vez en cuando, un ahogo del cerebro, una fuga del contenido, unas ganas desaprovechadas por el control excesivo, y la mira como si no la estuviera viendo, como si respondiera a los otros  de memoria. «Pájaro loco», dice con toda calma, «treinta años, más cuatro de encierro, tres de persecución, cuatro de espanto callejero diario y no sé cuántos de angustia. Haga usted la cuenta», le dice, y esta vez se da vuelta y le da la espalda y lo de más abajo, y desaparece para buscar algún paso no registrado en el mapa para cambiar de tierra y nacer de nuevo, por más que sabe que la tierra huele diferente en cada lugar y el olfato está hecho de costumbre, y la costumbre lleva tiempo, y eso se agota y, al final, uno quiere volver a nacer donde nació.




 






 





ENLACE INTERNO A ESPACIO DE VISITA RECOMENDADA

EL IDIOMA GUARANÍ, BIBLIOTECA VIRTUAL en PORTALGUARANI.COM

(Hacer click sobre la imagen)

 

 

 

ENLACE INTERNO A ESPACIO DE VISITA RECOMENDADA

(Hacer click sobre la imagen)

 

 

 

 

ENLACE INTERNO A ESPACIO DE VISITA RECOMENDADA

(Hacer click sobre la imagen)

 





Bibliotecas Virtuales donde se incluyó el Documento:
BIBLIOTECA
BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
LIBROS,
LIBROS, ENSAYOS y ANTOLOGÍAS DE LITERATURA PA






Buscador PortalGuarani.com de Artistas y Autores Paraguayos

 

 

Portal Guarani © 2024
Todos los derechos reservados, Asunción - Paraguay
CEO Eduardo Pratt, Desarollador Ing. Gustavo Lezcano, Contenidos Lic.Rosanna López Vera

Logros y Reconocimientos del Portal
- Declarado de Interés Cultural Nacional
- Declarado de Interés Cultural Municipal
- Doble Ganador del WSA