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MARIO HALLEY MORA (+)

  LOS HOMBRES DE CELINA - Novela de MARIO HALLEY MORA - Año 2001


LOS HOMBRES DE CELINA - Novela de MARIO HALLEY MORA - Año 2001

LOS HOMBRES DE CELINA

Novela de MARIO HALLEY MORA

Editorial Comuneros,

Asunción – Paraguay

1990

 

EDICIÓN DIGITAL:

 

Autor/a: 

HALLEY MORA, MARIO (1926-2003)

 

Título: 

LOS HOMBRES DE CELINA

 

Edición digital: 

Alicante : BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2001

 

N. sobre edición original: 

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),

Editorial Comuneros, 1990.

 

Portal: 

LITERATURA PARAGUAYA

 

 

Enlace a la versión digital de LOS HOMBRES DE CELINA en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

*. COMENTARIO DE LA 1.ª EDICIÓN

*. UNAS REFLEXIONES SOBRE «LOS HOMBRES DE CELINA» DE LA 3.ª EDICIÓN

NOVELA :  I  al - XXX 

EPÍLOGO

 

**//**

 

 COMENTARIO DE LA PRIMERA EDICIÓN

     La Lectura de este libro me deparó una grata sorpresa: tenía ante mí una novela paraguaya distinta, actual, ciudadana, nueva, sin ninguno de los personajes típicos a los cuales nos habían acostumbrado tanto la narrativa como el teatro de las tres o cuatro últimas décadas. Existe un comisario, sí. Pero es también un comisario nuevo, con título universitario. Y la acción transcurre en esta Asunción que hoy estamos viviendo; en esta ciudad que se está volviendo grande, con todos los problemas que implica su crecimiento desordenado. Y Mario Halley Mora maneja a sus personajes en este ambiente, dentro de una tónica, nueva también. Toda una verdadera ruptura con una constante de la narrativa paraguaya.

     A la sorpresa inicial, siguió el asombro al asombro, el interés y éste fue tal que dediqué cinco horas de un domingo para leer los originales de «Los hombres de Celina». Cinco horas plenas y completas, prácticamente sin solución de continuidad, que me permitieron seguir la carrera casi increíble pero verosímil del protagonista. Un protagonista que habla en primera persona y se siente inmerso en todos los meandros de la ciudad, desde sus barrios más pobres hasta los ambientes donde impera el lujo y donde el dinero es el único patrón aceptable. ¿Y cuánta complejidad de caracteres de esos personajes que se mueven dentro de un ámbito que, siendo nuestro y cotidiano, resulta desconocido en muchos aspectos?

     Y aquí está, justamente, la función cabal del novelista, quien toma de la mano al lector y lo lleva, como un cicerone sabio, a recorrer rincones, ambientes, lugares, donde los más miserables y paupérrimos hasta caserones señoriales, suntuosos, encerrados en su propio misterio, donde la podredumbre humana hiede más que en los arroyos infectos del suburbio miserable. Y como un ángel misteriosamente deforme, aparece Celina; un ángel surgido del barro, aparentemente prostituido y amoral. ¿Quién es Celina? Responder a esta pregunta sería develar toda la clave del libro. Me limito a decir, sin temor a equivocarme, que Celina es el personaje más logrado entre todos cuantos ha dado a conocer Halley Mora en su larga trayectoria de escritor. Celina rezuma humanidad y tiene un criterio particular y complicadamente simple de las cosas, que hace posible que no pueda ser juzgada implacablemente, porque ella lo hace todo por amor y ese amor contrasta con su propio físico, con su ambiente, con sus costumbres y los supera y vence, porque el alma de esta mujer permanece pura, inocente, hasta el momento de su aniquilación total.

     Y el protagonista en sí, es el símbolo del tiempo en que vivimos y es un producto de él. Después de llegar casi a la muerte por inanición y frío, se levanta y asciende, asciende hasta alturas insospechadas, llevado por las propias circunstancias creadas por Celina y por su terrible ambición.

     Y en esas alturas surge el vértigo de quien no está acostumbrado a ellas y surgen las pasiones ya irrefrenables de un carácter débil y fuerte, a la vez. Y el resto lo dejo al lector. El resto es la aventura de conocer a ese personaje a través de las páginas del libro.

     La estructura de la novela no tiene grietas. El hilo de la narración es fluido. Todos los cabos que aparecen a lo largo del libro son atados oportuna y convenientemente, de tal suerte que el resultado es óptimo.

     Creo, por todo lo dicho, que es ésta una obra fundamental en la narrativa literaria de Mario Halley Mora, y, a la vez, un hito muy importante dentro del panorama de nuestra narrativa. La madurez del autor se manifiesta con plenitud en ella y logra un muy significativo aporte al quehacer de las letras paraguayas. Espero que «Los hombres de Celina» sea el inicio de una nueva y enriquecida etapa en la labor creativa de su autor.

JOSÉ-LUIS APPLEYARD

 

 

UNAS REFLEXIONES SOBRE "LOS HOMBRES DE CELINA" DE LA TERCERA EDICIÓN

 

     Mario Halley Mora es autor teatral tan conocido que no necesita presentación. Es también poeta. Cuentista desde hace rato; ahora se inicia como novelista.

     Ya, en sus cuentos primero, y luego en sus «anticuentos» como en más de una de sus piezas teatrales, esta calificación plurivalente se hacía notoria, imprimiendo a los textos un aura poética, equivalente de la resonancia del toque de campana prolongándose en nuestras estancias interiores. Ahora, en su novela, el dramaturgo y el poeta insinúan su presencia como sujetos gemelos en la visión fáctica.

     -LOS HOMBRES DE CELINA -premio LA REPÚBLICA en 1983- sería, en principio, la crónica de una maternidad sin parto y de un amor sin sexo. De una singular adopción que podría sin embargo resultar simbólica de la esencial actitud femenina ante el hombre, el «eterno hijo»; el que en una forma u otra regresa siempre al regazo femenino. (No en vano ha dotado Halley Mora a su Celina de atributos físicos que recuerdan vagamente los de las Diosas Madres).

     Celina marcha, en ese empeñoso modelado, que se ha propuesto, de Carlos Salcedo, y a su manera, hacia la completitud de una vocación materna que la vida truncó en sus arranques más legítimos y simples.

     Pero la historia de Celina, ejemplo límite de vocación maternal, es, necesariamente, por contrapartida y a un tiempo, la historia del que, a través de Celina, mediante ella, realiza sus sueños ambiciosos. Sueños mal o nada definidos -aquí está su «pecado capital»- que adoptan del comienzo, la forma elemental de la fuga. Una fuga seguirá siendo la trayectoria ulterior de Salcedo. Fuga mimetizada, a lo largo del relato, por incidencias diversas; pero fuga. Fuga ante la responsabilidad. Fuga ante la gratitud. Fuga ante los valores.

     La obsesión de Salcedo es sustraerse a un sistema de cosas en el cual no encaja. Espécimen subdesarrollado de los «rebeldes sin causa», Freud lo rotularía seguramente de inmaturo; pero quizá quedase mejor decir: podrido antes de madurar. ¿No es al prototipo actual del humano del individuo que cree y reclama que el mundo tiene una deuda con él, pero no reconoce, porque ni lo imagina siquiera, que también él tiene una deuda con el mundo?...

     Salcedo, así, se siente urgido por un ansia de independencia, por el deseo de «ser él». Ansia, deseo, urgencia, legítimos, y que son, en lo individual como en lo colectivo, fermento de toda construcción humana. Pero en Salcedo este propósito no va acompañado de las definidas íntimas rectrices precisas para podar enderezar camino por sí mismo y menos aún sin éticos tropiezos. Como habla en primera persona, puede permitirse el lujo de pintarse a sí mismo con los colores que le place, y así ofrecerse, a veces desnudo como una lombriz y a trechos, ribeteado de ingenuo; pero es evidente que se deja persuadir con mucha facilidad a lo que más le conviene. Consiente que la mantengan y le paguen estudios y ropas; Celina costea esos gastos con lo que le dan «sus hombres». Nos sentimos inclinados a ver llana y sencillamente en él, a un «gigoló». Pero peculiar «gigoló», amparado por filial investidura. Investidura que no le cuesta llevar; ella condiciona una situación que le conviene. Y se desliza fácilmente por el tobogán de la mentada conveniencia fácil a una vida que podría calificarse a primera vista como vida de pícaro.

     Este calificativo es, en efecto, el primero que surge en la punta de la lengua, al intentar el análisis aún somero del personaje. Sin embargo, el adjetivo se disloca, a breve andar reflexivo.

     Pues el pícaro consagrado por los clásicos -y antes y después de ellos por las circunstancias, a lo largo de los tiempos- acepta, con independiente y conformista filosofía, el deterioro de las apariencias externas, las disminuciones sociales, la marginación, las carencias económicas, y los encontronazos personales (en esto se diferencia del bohemio, que hace de ello, y razones tiene, bandera). Mira hacia afuera sin amargura ni quejas nacidas del sentimiento de desmesura entre ambiciones y logros. El pícaro no desea «ser él». «Es él», sin propósitos ni presupuestos. Para el pícaro auténtico, las peripecias de su peripatética vida son la vida en sí misma. Picaresca y pícaro en suma, son «tal para cual». No se contradicen, no son conflicto: toda peripecia es consecuencia de la misma profesión de libertad, explícita o no, del pícaro. Este acepta en todas sus dimensiones esta «vida al revés» que le interesa en sí misma como experiencia enriquecedora, no como ruta hacia logros calculados y concretos. La vida pícara es una aventura única: un hojear del libro «del mundo cabeza abajo». El pícaro no tiene plan alguno en la vida, salvo el inmediato del cotidiano subsistir. Su ventaja ante el mundo radica precisamente en este desprendimiento.

     No así para este antihéroe de Halley Mora. Carlos Salcedo se deja proteger, mantener, por Celina, para lograr su propósito de «triunfar en la vida», y si en su relato en primera persona da a entender en tal cual momento que no está del todo conforme con ello, sus actos no ratifican sus palabras; siguen sospechosamente paralelos a su conveniencia. Podríamos hablar, en este caso, de dualidad, de bivalencias del hombre contradictorio. Pero si el hombre contradictorio, como lo atestigua cruelmente la literatura moderna, lleva en sí el germen de toda humanidad -porque el hombre se construye a fuerza de contradicciones- es preciso para que en él la contradicción sea constructiva que en la lucha haya un ángel, y que el conflicto ofrezca una escala desafiando a la ascensión. El conflicto radica entre lo que el hombre quiere y lo que sabe; el resultado pues depende de cuál sea el plano en el cual operan su querer y su saber. Aun el más analfabeto tiene noción de esa contradicción esencial que le acecha a cada paso, y trata de obviarla procurando presentar lo que quiere o hace bajo una faz benéfica. Los grandes destructores -leamos la historia- siempre presentaron como bueno lo que hacían. Es una concesión que el mal hace al bien; pero desgraciadamente el bien no vive de concesiones. Vive de sí mismo.

     Pueden estas consideraciones parecer un poco marginales, o dilatadas. Pero la aparición en nuestra literatura, de la «novela de costumbres» moderna, y en ella del personaje contradictorio, es algo que en sí lleva a la reflexión. Y el final del relato y del personaje -su candidatura al desquicio mental- tiende a reforzar hipótesis o intuiciones.

     Aun después de lo anotado, la palabra pícaro acude espontánea, al leer las confesiones del protagonista -o mejor coprotagonista- de la novela. Hay para ello una razón.

     La crónica de estos años turbios del muchacho campesino -bachiller de receta primero, después universitario; profesional tramposo luego, y más tarde hombre de negocios turbios- circula a lo ancho y largo de un paisaje rico en observaciones, anécdotas y sucedidos que se sienten auténticos; que se reconocen como parte del caudal de las colectivas experiencias cotidianas, directas o indirectas. (Como lo es en sí mismo este personaje inescrupuloso que sube los peldaños sociales y económicos a costa del sacrificio de una mujer: muchos han conocido por lo menos a un Carlos Salcedo en algún nivel, sendero o estancia de su existencia). Estos sucedidos y anécdotas, y hasta verdaderos casos, incorporados al argumento, y que se hacen sustancia del personaje, dan al relato chispa, interés y movimiento. Ahora bien, eso mismo da motivo al desfile de una numerosa fauna humana, todo un submundo con su inagotable poder de invención de inhumanidades, y a cuyos hechos presta relieve un estilo nervioso, exacto, que recuerda a menudo la subitánea agresión de un honditazo; que maneja con igual desenvoltura el lenguaje figurado que denuncia el peor aspecto de la «figura», o el esguince tierno, cubriendo una pequeña miseria. Ya en alguna ocasión, y hablando de la obra teatral de Mario, señalamos su destreza en la construcción del diálogo, corto, significativo, alumbrador de interioridades.

     La historia sórdida de este gigoló filial se entreteje, siamesa intencionalmente inevitable, con la de Celina, ángel vuelto al revés, madre aureolada de equívocas aunque sinceras ofrendas de sí misma. Quizá valga la pena anotar que estos perfiles femeninos en los cuales la humanidad rescata su inocencia primera -la ignorancia paradisíaca- son una frecuente presencia, más o menos visible, en la obra dramática de Halley Mora. El germen de esta Celina se halla ya, aunque trasladado a otras esferas sociales o de acción, en INTERROGANTE, donde la protagonista se prostituye para reunir fondos de caridad: trasunto profano de una María Egipcíaca (no se olvide que ésta es una santa oriental). La persecución de la pureza esencial tras la máscara pecadora; o por lo menos, la sugestión de la ignorancia inocente, es también elemento más o menos considerable o visible, en EL ÚLTIMO CAUDILLO, en MAGDALENA SERVIN, en UN ROSTRO PARA ANA; y vagamente, visando a otro punto de la brújula, en POBRE DIABLA. Pero lo que en INTERROGANTE o UN ROSTRO PARA ANA se acerca a la tesis, o lo parece, acá se convierte en pilar de la acción. Los hechos no los impone desde afuera una tesis; los traen -o extraen- los personajes desde adentro.

     Tanto en Celina como en Carlos Salcedo vemos pues -con derrotero distinto, si, invertidos o devaluados, los valores o principios morales; los que considerábamos valederos no aparecen valiosos, y se los trastoca, tranquilamente, con resultado aparentemente positivo. Pues lo que constituye el rescate de Celina es la condena de Salcedo; y la conclusión sería: hay sacrificios contraproducentes. Pero ambas líneas de conducta coinciden en una misma conclusión, para quien las observa y busca su razón o su ley: Lo único válido es el hombre vivo. El sobreviviente. Sobrevivir: that is the question. Así es como -redondeando el pensamiento más arriba insinuado respecto a pícaros y picardía- podría decirse que si el personaje escapa en sí mismo a la definición de pícaro, el mundo en que vive es, éste sí, un mundo de picaresca.

     Polivalente y a la vez simple, se nos muestra, pues, el héroe de esta novela, Carlos Salcedo. Un sobreviviente enfrentado sórdidamente a competencia con un mundo no mantenido dentro de las fronteras de un estatuto moral preciso; un mundo donde el poder y el dinero no son para el hombre; sino el hombre para el poder y el dinero. Donde los muertos siguen rindiendo tributo a los vivos en un inverso vampirismo. Donde el sexo, envilecido, se rescata paradójicamente en la flor de un sueño maternal.

     En resumen, volviendo al principio de estas reflexiones (parte sólo de las muchas a que se presta esta obra de Halley Mora) podría verse en este relato dos planos de acción, paralelos, y en ellos sendos protagonistas cada uno de los cuales da de por sí significado y valor a la obra.

     Uno, la mujer que dedica su vida al hombre, cifrado en el hijo  -el hombre cuya ingratitud la hiere menos que la del hombre a secas- el hombre que edifica su vida sobre la inmolación materna (el Paraguay, no se olvide, es una nación edificada en más de una etapa, sobre el sacrificio multivalente de sus mujeres).

     Otro, el individuo representativo de un instante socio-económico-cultural, que fragua su paso de un estrato social a otro, movido por un ansia indeterminada de poder, cuyo último denominador es el dinero; y que no vacilará en echar mano de todos los recursos a su alcance con tal de llegar. Cuando llegue, no debe extrañar que se te escape el dinero de entre las manos y con él el poder, ya que éste no reconoce en el hombre otro cimiento ni derecho. Lo que sólo se apoyó en el dinero, con el dinero se desvanece. (Y la paranoia al principio ya mencionada, en que cae el individuo, ¿no es así mismo simbólica? El lector no puede evitar pensarlo).

     Me he referido antes a la condición de dramaturgo del autor. En efecto, los diálogos del Yo desdoblado que se intercalan, en la narración, integrados en ella, aunque no son recurso inédito en narrativa, acá sugieren una obra de teatro que pudo ser y que pugna subconscientemente por hallar su forma a través de esa narración, como los rasgos de una estatua que asoma aquí y allá en el bloque que la contiene.

     La crítica de una situación grotesca -grotesco es la mezcla de lo ridículo y lo horrendo- su descripción de contradictorias actitudes o actos humanos, configurando una situación en momento vital -y dentro de ella caracteres agentes y pacientes de esa situación- es impiadosa, cruel, y no obstante innegablemente certera y justa. Da en un blanco que todos identificamos porque se instala en un campo de experiencias colectivas cuya reincidencia reclama, en ocasiones, ubicación folklórica. Hay por otra parte páginas como la de los animales llevados al matadero, en las cuales el poeta que infundió atmósfera al cuento PERRITO se revela en toda su potencia emotiva. Mario Halley Mora sigue su novela, como en sus cuentos y en tantas piezas suyas, construyendo en sus criaturas un mundo a la par cruel y piadoso; amable y sarcástico, bondadoso y amargo.

     Que LOS HOMBRES DE CELINA ofrecen al lector interés poco corriente en nuestra narrativa intrafronteras, lo prueban sus dos ediciones ya agotadas, que han impuesto automáticamente esta tercera edición: reincidencia infrecuente hasta ahora en nuestra literatura, a no ser en obras de historia.

     Felicidades, Mario; y perdonando, antes que nada lo descosido de estas líneas -principio de reflexión sobre el porvenir necesario y quizá posible de una novelística desnudadora de los problemas materiales, y mejor aún de los espirituales, comentados y criticados tan a menudo pero rara vez sacados a luz enjuiciadora- recuerde que el éxito de esta novela le impone el deber para consigo mismo y público lector de continuar esta obra de buceo en el terreno -hasta ahora escasamente transitado con autenticidad en lo narrativo- de los hechos comunes, que por serlo pasan inadvertidos o simplemente disimulan su tremendo dramatismo bajo la máscara de su misma familiaridad cotidiana; y están esperando al observador que los ponga en evidencia; que trace los contornos de las vidas llamadas vulgares. De la gente y el hombre corrientes. Que son los que hacen la intrahistoria. Los que en los libros llamados serios apenas aparecen, o no aparecen en absoluto; pero que en el por demás serio terreno de la literatura -veredicto y profecía- hacen donde quiera la comedia humana.

JOSEFINA PLÁ

Asunción, julio de 1984     

 

*****************

 - I -

    Mi padre no mostró mucha pena, ni mucha generosidad, cuando le dije que me iba. Y no le dije que estaba harto de aquello, porque él ya lo sabía, o lo sabía y no se lo explicaba, como no se explicó nunca que el pueblo me reventara, y me reventaba el mostrador inmenso frente a las prolijas estanterías que estaban divididas en artículos de tienda, de ropa, de bebidas, de ferretería y de almacén al menudeo. Para él, aquello era la prosperidad y el porvenir. Para mí, era la vida con olor a rutina y a depósitos donde la cebolla se pudría y la alfalfa tenía en su perfume una anticipación de bosta. Mis hermanos mayores terminaron el Bachillerato en el pueblo y -misión cumplida y educación más que necesaria- fueron ocupando su lugar en el mostrador, y manejaban la báscula que pesaba más en los acopios y menos en las ventas, y llevaban los libros de contabilidad, y se turnaban para llevar por la mañana el dinero de las ventas al Banco. Yo sabía que trabajaban teniendo en mente eso que mi padre siempre enfatizaba durante la cena: que el negocio era un todo; que él y mi madre morirían alguna vez, y el todo quedaría para ser repartido, y que la finalidad de la vida era acrecentar aquel todo para que lo que «tocara» a cada uno fuera lo más generoso y abundante posible. De modo que Arsenio, Román y José aprendieron a acomodarse dentro de aquella extraña predestinación que llevaría a la riqueza, de la riqueza a la muerte, y de la muerte otra vez a la riqueza, porque así estaba escrito, y así debería hacerse, esperando el canto del gallo para levantarse los tres a lavarse la cara, tomar el mate cocido y abrir las puertas del negocio, las tres puertas del negocio extendido a lo largo de casi media cuadra de aquel edificio con galerías, cada uno a «su» puerta, que se abría sobre la calle ancha y terrosa, donde las carretas que iban y venían dejaban su impronta de bosta, que no duraba mucho, porque al atardecer del día anterior aquella pareja de japoneses sin edad había venido con su camioncito y su pala a llevársela como abono, para producir aquellos tomates tremendos y aquellos melones que no sabían a nada porque como decía Gumersindo, el borracho, tenían alma de mierda. Yo no encajé en aquello. No había una cuarta puerta que yo abriera y sentía un odio irracional por la báscula, fastidio por los japoneses horticultores, y como un peso vaya uno a saber dónde cuándo los carreteros traían una carga triste de maíz degenerado y se llevaban otra carga triste de bolsas de galletas mohosas, grasa de cerdo y alguna damajuana de caña, lujo que la mujer consentía porque era compensado con unos metros de tela y alguna barra grasienta de jabón de lavar. Y allí terminaba el negocio, porque así decía la «liquidación» que hacía mi hermano Arsenio, donde el importe del maíz se reducía a cero en una columna y el de las compras a otro cero en la columna opuesta, sin que jamás cupiera el soñado «beneficio» que aquellos carreteros tristes esperaban que saliera como de un pozo de los milagros, que arrojara un «saldo» para llevarse uno de esos transistores a pila que miraban con hambre inalcanzable allá en la cima de la estantería, dentro de sus transparentes forros de plástico. Lo dicho, yo no encajé en aquello. Y ni aún cuando traje a casa mi diploma de Bachiller no vi en los ojos de mi padre ese brillo de orgullo que había visto cuando mis hermanos mayores trajeron el papelote aquél, testimonio de su afección al santo sacramento del negocio y puerta abierta a la responsabilidad de compartirlo y trabajarlo para heredarlo. Él estaba tomando mate bajo la parra, que servía mi madre, cuidadosa en su oficio de apantallar la brasa de carbón bajo la pava, dejar caer el agua caliente sobre la yerba desde la altura justa para que gorgoteara en la calabaza y formara la espuma que gustaba al «Viejo», y ofrecerle la infusión a la temperatura exacta, sonriendo cuando el gesto de satisfacción de mi padre se dejaba oír con un gruñido, o afanándose en remover la yerba y avivar el fuego o reducirlo un poco más cuando el viejo mostraba su desagrado con otro gruñido, o hasta con una larga y condenatoria escupida verdosa. Fue cuando yo le puse en el regazo mi diploma de Bachiller. Mi madre me miró con ternura, pero no dijo nada, porque su oficio siempre fue no decir nada antes de  que mi padre dijera algo, feliz de ser la compañera hasta la anulación completa de sí misma. Mi padre deshizo el rollo de cartulina y miró su contenido, leyéndolo como si fuera un jeroglífico incomprensible, y lo era. Yo era el cuarto Bachiller de la familia, pero el negocio tenía sólo tres puertas, y él había aprendido a soportar mi herejía, sin poder explicarse que en vez de quedarme a «aprender el negocio» me trepara a alguna carreta que se iba y me dejaba llevar hasta el punto de que el regreso a pie fuera largo y fatigoso, para volver caminando con paso de vago, deteniéndome a orinar en el cuidadoso canal que había cavado el japonés para llevar agua a sus cultivos de hortalizas, y echando terrones que desviaban el agua, aunque el japonés me estuviera mirando, y como un acto de desafío, pero inútil, porque el japonés movía la cabeza con pena, sacaba de entre los dientes un siseo fatalista y venía a reconstruir pacientemente su canaleta. Mi padre sabía todo eso, pensó mucho sobre el asunto y llegó a la conclusión, apoyada por mi madre, de que en mí habían engendrado un «Tilingo». Una pieza que no encajaba en el conjunto. Un Bachiller destinado a nada, que se había negado hasta a ayudar en la contabilidad y en las «liquidaciones», y en cambio, tenía unos cuadernos donde, según mi madre, escribía «cosas que saca de su cabeza», desfachatez increíble desde el momento en que tanto había que escribir sobre la «existencia» y sobre «el depósito» y de ayudar al trabajo de ponerle puntitos aprobatorios al estado de cuentas que la sucursal del Banco mandaba cada semana, y que se comparaba con las pulcras anotaciones de los libros, tarea que ella, pobrecita, contemplaba fascinada cuando la hacían mis hermanos, engordando su pobre ego maternal con la certidumbre de que al haber dichosas coincidencias de números, significaba que había parido hijos tan sabios como los funcionarios del Banco, lo que es decir palabra mayor. Fue entonces -cuando mi padre manoseaba mi diploma sin saber qué hacer con él- que le dije que deseaba marcharme. Juro que vi pasar por su mirada un atisbo de alivio, y no me sentí herido, porque al final de cuentas yo había dado en la fórmula para sacarnos mutuamente el uno de encima del otro. Ni siquiera me preguntó dónde me iba, pero mi madre, que tal vez en esa anticipación de un adiós recibiera un sacudón en su adormilado sentido de la maternidad, sí me lo preguntó. Pero mi respuesta fue vaga, tan vaga como mi creciente sensación de que lo importante no era marcharse a un lugar determinado, sino simplemente marcharse, aunque quedó sentado que me iba a Asunción, y así lo di a entender, farfullando de paso algo sobre ingresas en la Universidad, palabra mágica que borró la poca pena escapada de la mansedumbre de mi madre, desplazada por el pensamiento de que -lo adivinaba tan claramente- después de todo, su hijo menor, en el mejor de los casos sólo «parecía» tilingo, y que su extraña conducta no era sino la genialidad germinal donde latía un futuro «doctor». Así que me marché, con algo de dinero -bastante poco- que me dio el viejo, y yo me lo guardé en el bolsillo con el maligno pensamiento que aquello era un poco más de lo que mi padre pagaría a un zapatero por sacarle un clavo molesto de la bota. Mi madre lloró un poquito, sacó de no sé qué misterioso escondrijo un viejo almanaque Bristol donde entre cada página se planchaba eternamente un viejo billete, y me ofrendó todos sus ahorros, además de ponerme al cuello un escapulario que consistía en una bolsita de gruesa tela que contenía un papelito con una oración a Santa Catalina, abogada de los desesperados, fetiche éste que dicho sea de paso, arrojé más tarde por la ventanilla del ómnibus. Mis hermanos me dieron solemnemente las manos y hasta me dijeron que si pasaba apuros escribiera y yo les decía que sí pero pensaba antes caerme muerto, y sabía que ellos pensarían que eso era lo mejor que pudiera hacer, estimulados por la feliz perspectiva de que la «parte» que correspondería a cada uno al pasar el viejo a la diestra del Señor, no sería el resultado de una división por cuatro. Sino de tres. En fin, si me despedí de alguien con cierto sentimiento, fue del cura, viejo ya, o más anciano ya, cuyo antiguo celo apostólico estaba tan carcomido por el cupi'í como lo estaban los fatigados santos de madera de «su» Iglesia. Me abrazó con un afecto que olía más a fraternidad de compinche que a preocupación pastoral, en recuerdo de aquellas conversaciones que teníamos sobre la juventud -la mía, claro- que tenía ante sí todas las puertas abiertas, y la vejez -la suya- que había llegado de pronto, tras un largo recorrido donde no había quedado una sola huella digna de conservarse en la piedra para veneración de los pobres de espíritu. No me dijo «que Dios te bendiga» ni me dio consejos aunque sí pretendió darme dinero, que yo rechacé porque sabía que pertenecía a la Iglesia, que por otra parte, con harta frecuencia volvían al cero absoluto, porque Gumersindo, que además de borracho era sacristán se lo robaba y se lo bebía en homenaje al santo del día, ocasionando la repetida historia de que el cura lo mandara preso por ladrón y al día siguiente lo perdonara por pecador, y lo sacara de la comisaría, mientras el tejado de la santa casa exhibía una comba cada vez más antiestética y peligrosa, con gran regocijo, maligno regocijo, de aquellos gringos rozagantes de la «Iglesia de los Últimos Días» que habían edificado un templo que parecía la ilustración del envoltorio de un chocolate holandés, donde reunían al pueblerío para anunciarle que el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina y había que prepararse  para la venida del Señor, aprovechando la espera para purificarse el espíritu y de paso, aliviarse de parásitos intestinales y dientes podridos mediante el eficiente servicio médico y odontológico. Así que me fui con la tristeza de mi madre convenientemente graduada al humor de mi padre, con el inocultado alivio de éste y con la euforia aritmética de mis queridos hermanos, cada uno de ellos de pie en sus respectivas puertas y saludándome brazo en alto mientras el ómnibus se alejaba, cruzaba el puente de tablones, y me ofrecía la última escena de los dos japoneses esparciendo bosta sobre sus cultivos, bajo el ardoroso sol de las tres de la tarde.

 

- II -

 

     Toda partida, sobre todo cuando es al mismo tiempo un desgarramiento, supone cierto grado de contento o de tristeza. Partir es morir un poco, se suele decir, y para mí, la frase ha perdido sentido, porque en aquellas circunstancias, partir para mí, fue una perspectiva de vivir, y no un poco, sino todo lo mucho que anhelaba sin darme cuenta de la intensidad de mi anhelo. No hubo adioses tristes en mi casa, porque ocurría como cierta vez, que cuando niño desarmé una cajita de música que pertenecía a mi madre, ansioso de desvelar el secreto de la melodía encerrada en el interior. Observé la cuerda tirante de relojería, el cilindro lleno de púas, las delicadas láminas de bronce que producían las notas al girar el cilindro, y satisfecho en mi curiosidad, volví a armar el artilugio. Pero sobró un tornillo, y por más que me empeñé en buscar dónde correspondía, no lo encontré. Después con cierto temor de haber hecho un estropicio irreparable, seguí armando la cajita de música, sin el tornillo aquél. Le di cuerda con angustia, liberé el freno, y la melodía surgió como siempre. La falta del tornillo no había afectado en nada al mecanismo, y lo tiré. Pues bien, este yo-tornillo no hacía falta en la aceitada relojería de mi existencia familiar, y cuando me iba del pueblo, sabía que la melodía eterna, repetida, prisionera de un mecanismo invariable, seguiría funcionando. Y no sólo en mi familia, sino en todo el pueblo, que había cambiado en cierto modo cuando aparecieron unas cuadrillas, clavaron columnas, tendieron cables y proporcionaron luz eléctrica a la comunidad. Un salto, pero no del pasado al presente, sino del pasado al vacío, porque mi pueblo era de los pueblos viejos, rodeado de tierras agotadas por una explotación secular, con «gente de trabajo» que había abandonado sus parcelas como pañuelos para ir a poblar las ricas tierras ganadas a la selva en otras latitudes del país, donde el progreso explotaba en los pueblos nuevos, mientras el conformismo mataba a los pueblos viejos. Pero llegó la luz eléctrica, como una inyección de vitalidad en un organismo gastado, y todo se redujo a que la gente cambió de devoción en las horas vespertinas del recogimiento y la oración porque ya iba cada vez en menor cantidad al rezo del rosario por más que la campana sonaba a reproche, y se amontonaba cada vez en mayor número alrededor de los televisores que se iban multiplicando, hipnotizada por la visión de un mundo desconocido en amoríos interminables y gallardos policías en moto y desarrapados detectives que imponían orden y justicia a tiros y puñetazos, en medio de la majestuosidad de ciudades increíblemente grandes donde medraban malos increíblemente malos y luchaban buenos increíblemente buenos. Con la luz eléctrica y la televisión, la gente se informó más, pero se encerró más en sí misma. No floreció el coraje para salir a conocer ese mundo extraño y poderoso, sino la rutina tuvo un nuevo atractivo porque ahora consistía en tener un buen sillón y mirar aquel mundo a través de la milagrosa ventana azul, en medio del solemne silencio con el que el televisor hace sentir la prioridad absoluta de su reinado. Cambiaron algunas cosas, como que las chicas tuvieron de pronto mayor coraje para lucir pantalones ajustados en los bailes sociales y trajes de baño más audaces en el arroyo, ante la tolerante mirada de los viejos, porque todo estaba justificado por el televisor. Cambió, pero no evolucionó, porque no incentivó voluntades sino los enajenó. Liquidó antiguos ritos y los reemplazó por otro nuevo, tanto, que la mayor amargura de mi amigo el cura, fue tener que cambiar la hora de procesión del Santo Patrono porque coincidía con el capítulo de una telenovela que tenía colgada de un hilo el corazón de todo el pueblo. Recuerdo su sermón en aquella ocasión. Dijo que la luz era una bendición, pero bendición si servía para iluminar el libro que estábamos leyendo, y no para enchufar el televisor y quedarnos embrujados por su brillo. Así, en su simpleza, tenía razón el pobre, y tal vez tuviera razón también cuando conversábamos y le decía yo que quería marcharme, y él me respondía que tuviera paciencia, que todo cambiaría poco a poco, porque la llegada de la luz tenía una connotación parental con el milagro de la Creación, porque se había hecho la luz cuando aún reinaba el caos, y la luz iluminó la transferencia del caos inicial al orden universal. No le negaba razón -repito- pero yo también la tenía cuando anteponía a sus razones mi impaciencia. No quería ser protagonista del cambio del caos al orden. Quería marcharme y aterrizar donde el orden ya estuviera hecho y tuviera una oportunidad que darme.

 

 - III -

 

    Aterricé en una pensión barata, con seis piezas para otros tantos pensionistas, y un baño para los seis. La dueña era una viuda de mal carácter, avara hasta el frenesí, que nos mantenía a todos a ración de hambre, y como era además fanática de la limpieza, cuando un pensionista iba al baño debía llevar su propio jabón y su propia toalla, y por si la higiene del día debía extenderse a aliviarse los intestinos, había que portar también el personal rollo de papel higiénico, y además un encendedor o por lo menos una cabeza de fósforo, porque cumplido el ritual de limpieza del «conducto correspondiente», la obligación era quemar el papel dentro de una palangana vieja colocada allí al efecto. Además, según sus rígidas normas, había que observar el contenido de la nauseabunda taza del inodoro, y tirar de la cadena sólo cuando el volumen de la porquería sugería que habían usado el baño por lo menos tres personas. Sólo entonces se justificaba -según ella- los 20 litros de agua que se descargaban con cada tirón a la cadena. Mis compañeros de hospedaje, no eran ni con mucho de aquellos personajes límites de las novelas kafkianas, sino una desabrida colección de seres humanos, lisos como piedras en el agua de los arroyos, con su humanidad pulida y sin aristas. Un anciano cuyos parientes jóvenes, hijos presumo, pagaban al prorrateo la pensión del viejo para sacárselo de encima, y que se pasaba el tiempo escuchando su radio a transistor, y yendo y viniendo infatigablemente al baño, víctima de una irremediable incontinencia de la vejiga. Una señora a quien nunca oí hablar y que parecía formar una unidad con su máquina de coser, cosiendo siempre una pila de camisas cuyos cortes le traía una muchacha por la mañana, para volver al atardecer a llevarse las prendas cosidas. Un peruano con cara de indio que vendía por las calles un pelapapas milagroso, y a veces un líquido para hacer pompas de jabón, y que tenía por espantable compañía una serpiente de por lo menos dos metros, al principio metida de contrabando en una valija, pero que, cuando fue descubierta ocasionó un escándalo mayúsculo, que se solucionó cuando el peruano construyó una recia jaula para meter allí a la bestia por la noche, y accedió al reclamo de la viuda propietaria, de pagar «media pensión» por el monstruo. Un muchacho esquelético que estudiaba «electrónica», un checoeslovaco de barba rubia e insoportablemente catingudo que enseñaba inglés a domicilio durante el día y por las noches hacía unas «esculturas indígenas» en madera, burilándolas con un viejo torno de dentista, y entregándolas por la mañana a su silencioso socio, un indio de veras que iba a merodear por los hoteles y a comerciar con los turistas aquellas artesanías ancestrales de misteriosos y telúricos contenidos, al parecer, con apreciable éxito financiero, y creo que también cultural, a juzgar por el tiempo aquél -una semana- en que el checo no salía a dar sus lecciones de inglés y en que no paró hasta fabricar como dos docenas de monigotes de madera, presumo que para un pedido especial de algún entusiasta representante de vaya a saber que museo de Arte Américo-Primordial de Nueva York, o por lo menos, de Boston, Massachussets. Pienso, al margen, que el negocio aquél fue bastante fructífero y el checo bastante equitativo con su indio devenido a artesanal intérprete del genio agonizante de su raza, ya que poco después la habitación del checo se vio enriquecida con una heladerita de seis pies, que el pobre logró enchufar sólo cuando consintió en pagar un «extra» por consumo eléctrico, mientras que el indio posiblemente realizó el sueño de su vida, como lo demostró aquella mañana en que apareció montado en una minúscula Honda de 75, lo estacionó en el patio, se despojó de su increíble casco tipo astronauta, se puso la vincha emplumada, agarró su media docena de esculturas y se fue a pie a echar el anzuelo en los alrededores del Hotel Guaraní. Y finalmente, Lidia, otra de las pensionistas que cumplió un papel más trascendente en aquella sosegada etapa de mi vida. Más que treinteañera, soltera, cajera de un supermercado, con un leve bozo sobre los labios y con abundante vello en las piernas y brazos y todo lo demás. Sufría de una tardía angustia de progresar. Quería estudiar dactilografía para abandonar su plantón de diez horas al día frente a la caja y trabajar sentada frente a una mesita y dándole a la tecla. Pero tropezó con una dificultad: no sabía gramática ni ortografía y le habían dicho que la máquina tampoco las sabía y que si quería ser dactilógrafa, tendría que aprenderlas. De modo que cuando se enteró de que yo era Bachiller me pidió que le enseñara y que ella encontraría la forma de pagarme. Como mi dinero se iba evaporando rápido y como se verá más adelante yo no hacía el menor intento de encontrar trabajo, pensé que un ingreso extra, aunque fuera pequeño, prolongaría aquel dulce y bienvenido tedio que había encontrado en la pensión. De modo que se compró unos libros y empezamos las lecciones un lunes, después de la cena. Esa misma noche comprobé que la idea que tenía ella de pagar mis servicios no era la idea que tenía yo del mismo asunto, cuando más o menos a medianoche sentí que se abría la puerta de mi habitación y se acercaba a mi cama mi reciente alumna envuelta en una salida de baño debajo de la cual, obviamente, no había nada. Nunca presumí de casto y además tenía 20 años, de manera que me hice a un lado y ella se tendió en la cama. Pero la cosa no resultó, porque ella era del tipo tímido y exigía obscuridad completa, y yo era del tipo imaginativo y requería luz, por lo menos aquella levísima que disimula lo mucho que hay por disimular en una cajera de treinta años. Discutimos allí mismo la trascendente cuestión. Ella decía que la luz la inhibía, y yo le replicaba que la obscuridad me inhibía a mí porque la sentía tan peluda que me parecía estar con un hombre y la cosa derivaba a un «sin novedad» completo. Al fin se fue, intocada como vino. Pero las lecciones continuaron, porque llegamos a un acuerdo, basado en que ella no tenía dinero para pagarme pero me pagaría con comestibles, lo que no me pareció mal, ya que los meses de pensión habían reducido mi saludable aspecto de campesino bien comido al desmadejado de un convaleciente de operación de la vesícula, y los comestibles que ella me proporcionaría conjugaría el déficit de calorías y proteínas a que me sometía la avara dueña de la pensión. Sin embargo, no todo es felicidad en esta vida, y comprobé esta fatalista sentencia cuando me di cuenta de que el soñado abastecimiento de jamones, quesos, chorizos y una que otra chuleta, se reducía única y exclusivamente a interminables latas de arvejas que cada tarde me traía Lidia, con el resultado de que en menos de una semana, a más de padecer de indecorosas flatulencias ya estaba hasta la coronilla de arvejas. Me quejaba de esta torturante uniformidad, pero ella callaba y exigía sus lecciones del día, que por cierto, interrumpí por la falta de consideración de mi alumna, que se echó a llorar y me explicó contrita que -todo por la bendita dactilografía- ella sacrificaba la salvación de su alma... robando del supermercado las latas de arvejas. Con realista criterio, le repliqué que ya que había caído en el pecado del robo, nada costaba que fuera una ladrona más selectiva, y se le fuera de vez en cuando la mano hacia una lata de sardinas, de atún o de patitas de cerdo, con lo cual lo único que gané es que arreciara en su llanto, explicándome en medio de hipidos que el «reglamento» decía que la cajera no podía alejarse más de un metro de su caja, y que el botín que quedaba dentro de tan estrechos límites eran las arvejas que estaban en la estantería, justo detrás de la caja. Y punto final. A la variedad de mi menú, y a las lecciones de gramática y ortografía.

 

 - IV -

 

    El dinero que me habían dado al partir, duró tres meses completos. Y cuando se acabó, sencillamente se acabó, porque en honor a la verdad, en esos tres meses, no hice el menor esfuerzo para acrecentarlo, ni siquiera defenderlo. Traté, eso sí, y modosamente, de hacerlo durar el mayor tiempo posible, conformándome con la comida espartana de la pensión, y salvo una incursión a un prostíbulo, poco satisfactoria por otra parte -¡la joven tenía un bebé que lloraba a moco tendido...! ¡en la misma habitación!- no tuve gastos extras. Como que según dije, no busqué trabajo, era lo que bien puede calificarse de un vago completo, que además, dejó pasar alegremente la oportunidad de seguir algún cursillo y tentar el ingreso a la Universidad. Tenía conciencia -eso sí- de que me encontraba en un punto muerto. Era como si al dejar mi pueblo áspero y desabrido me hubiera muerto, pero en Asunción no estaba en el paraíso, sino en el limbo. Limbo, tal la palabra exacta para describir ese estado en que no quería o no podía o no necesitaba hacer nada, más que dejarme flotar, dejando que el tiempo me limpiara del viejo polvo pueblerino y andando sin rumbo por la ciudad, con una leve esperanza de que al doblar una esquina estuviera ofertándose una oportunidad que yo aceptaría toda vez que no me costara mucho esfuerzo. Por la noche solía hacer un examen de conciencia, pero si había un atisbo de remordimiento lo aplastaba rápidamente, como a una cucaracha molesta. Dicen los sicólogos que ciertos hombres padecen de autocompasión incurable. Yo era el caso opuesto, pues gozaba de una autojustificación a toda prueba. «Eres la crisálida de una gloriosa mariposa del mañana -me decía- y nada ni nadie puede exigirte que vivas otra vida que la latencia acunada de la ninfa en su envoltura de seda», y degustando este bello pensamiento me dormía con el pacífico sueño de un ángel acostado en un colchón de nubes. Con la escandalizada desconfianza de la dueña de la pensión, me levantaba a las nueve de la mañana, vestía cualquier ropa, y salía a vagar. Me gustaba el ruido, y la gente, y las mil maneras que tiene la gente de vivir a costa de otra gente, tratando de explicarme la razón de toda aquella prisa, y cómo yo podía hacer para integrarme alguna vez a esa maquinaria inmensa que al final de cuentas me estaba resultando el superlativo del negocio paterno y fraterno. En plan de tan poco profundas búsquedas filosóficas, una vez me propuse llegar a la razón primordial de la prisa de un sudoroso señor, bastante maduro, que descendió de un ómnibus antes de que éste se detuviera del todo, y llevando un portafolios en la mano. Con acelerado paso de quien huye de un tropel de angustias que le persiguen ladrando como una jauría, caminó hasta penetrar en un banco, se aproximó a un pupitre, abrió el portafolios, sacó una libreta de cheques, llenó un formulario, firmó y se acercó a una ventanilla donde le hicieron efectivo el documento. Metió el dinero en el portafolios, salió del banco como alma que lleva el diablo, esperó impaciente en una esquina a que el tráfico le permitiera cruzar. Cruzó la calle. Cruzó la plaza. Volvió a cruzar otra calle... y entró en otro banco. Allí, llenó una nota de depósito, se acercó a la ventanilla, abrió el portafolios, sacó el dinero que había cobrado antes, y lo depositó. A esta altura de las cosas, yo ya estaba convencido de que si tenía que juzgar al género humano por este señor, el resultado daba algo parecido a la locura. Sin embargo, decidí ser justo y concederle la gracia de que me explicara la razón de su proceder, y caminé tras sus pasos cuando salía del banco. En la calle, se detuvo en la acera, con aire vacilante rascándose la barbilla como quien hace profundos cálculos. Recé mentalmente porque no se le ocurriera volver a entrar al banco, hacer otro cheque, retirar su dinero y correr a depositarlo a otro banco, porque entonces el loco sería también yo. Pero no hizo tal cosa. Caminó con menos prisa, llegó a una esquina, se detuvo, llamó a un agente de policía y me señaló a mí. Fui preso, creo que acusado de tentativa de asalto, o por lo menos de hurto. Cuando el agente y yo llegamos a la Comisaría, me señaló un largo banco en un corredor y allí me senté obedientemente, con la impersonalidad de un paquete que mi captor dejaba allí para ocuparse más tarde de él. Pasaron las horas, tenía hambre, quería orinar, y nadie se ocupaba de mí. Además, estaba asustado y hasta se me negó el consuelo de volver a ver a la cara, no amiga, pero por lo menos conocida, del agente que me había traído preso. Mis reflexiones empezaron a hacerse amargas, como que la Justicia consiste en esperar sentado a que no pase nada, lo que era una invitación a la rebeldía, de suerte que me levanté del banco y caminé hacia donde presumía que estaban los baños, a juzgar por el olor. Nunca llegué. Una vez, cuando niño, para divertirme, había introducido un escarabajo, de los grandes y cornudos que se arriman a los faroles, en una colmena. El efecto, el escándalo, el zumbar colérico fue formidable. Y formidable fue el efecto de mi acto de querer cambiar mi personalidad de paquete por la de un ser humano que afirmaba su individualidad aliviándose la vejiga. Me retornaron al banco más maltrecho y más asustado de lo que había venido, y con un nuevo conocimiento sobre la patología del dolor: las orejas también laten, sobre todo después de unos recios retorcimientos en nombre de la Ley. Por fin, uno de los agentes de guardia sopló en un silbato y todo el mundo se puso firme porque llegaba el Comisario. Por las dudas, y velando por la salud de la otra oreja, yo también me puse firme, pero alguien me empujó haciéndome sentar de nuevo, diciéndome implícitamente que el privilegio de ponerse firme no correspondía a los detenidos. Quince minutos después un cortés oficial me invitó a pasar al despacho del Comisario, que olía a jabón Reuter y loción after-shave, lo que por asociación de ideas me hizo pensar en un baño que por asociación de ideas también multiplicó mi ya antigua urgencia, que hice saber al señor Comisario y éste, bondadosamente, me permitió por fin ir al baño, con un centinela a la vista, que cuando salía prendiéndome la bragueta me miró con cierto respeto, como si yo acabara de hacerle una demostración práctica de la gran cantidad de líquido que puede contener un cuerpo humano. Volví al despacho. El Comisario me invitó a sentarme, leyó unos papeles, me miró con reproche y me dijo que había sido detenido en la sospechosa tarea de seguir como una sombra a un ciudadano que extrajo dinero de un banco y fue a depositarlo en otro, y, todo hacía presumir que yo era ratero, descuidista, asaltante o carterista. Cuando terminó el capítulo de cargos, y me miraba como esperando una explicación de mi parte.

     -Soy inocente, señor Comisario -le dije.

     -Pero las circunstancias aquí relatadas... -acotó él, señalando el «parte» sobre mis andanzas.

     -No me refiero a esas circunstancias, señor Comisario. Me refiero a... en general. Mi inocencia abarca todo el conjunto.

     Por ejemplo, pregúnteme si conozco la razón por la cual un sujeto saca dinero de un banco y lo deposita en otro, y con la mano sobre el corazón le diré que no sé. Pero necesito saberlo.

     -¿Para qué?

     -Para ser un sujeto normal y corriente, es decir, en un orden relativo. 

     -¿En qué orden relativo?

     -Comprendo que mi destino ineluctable es formar parte del mundo que me rodea, y estaba tratando de hacerme una composición de lugar. No me gustaría empezar mal, como un loco en un mundo de cuerdos o como un cuerdo en un mundo de locos.

     No sabía por qué, en los ojos verdosos del Comisario brillaba aquella lucecita burlona, y temí que eso fuera el preanuncio de una orden que me dieran veinte cintarazos y me tiraran a un calabozo. Pero no; se limitó a preguntarme.

     -¿Y estaba averiguando si el mundo era loco o cuerdo siguiendo a ese señor?

     -Sí, señor. Para encontrar la lógica de su proceder.

     -¿Y por qué no le preguntó simplemente por qué demonios sacaba dinero de un banco y depositaba el mismo dinero en otro?

     -Soy tímido.

     -De modo que es tímido.

     -Y reservado. De nacimiento y por educación. Tengo una madre que me quiere cuando mi padre lo permite. Un padre a quien no le importo y tres hermanos a quienes molesto. De modo que desde chico me encerré en una burbuja de egoísmo y aquí me tiene.

     -Olvidó de decirme de qué planeta viene.

     -Ud. se burla de mí, señor Comisario.

     Sonrió indulgente. Eso es lo que tiene de bueno la autoridad: el lujo de ser indulgente.

     -Supongamos que Ud. también se está burlando de mí.

     -Nadie se burla cuando tiene miedo -repliqué con lógica total.

     -¿Y Ud. tiene miedo?

     -Estoy cagado de miedo.

     -Pero yo tengo aprendido -replicó haciendo que rindiera mudo homenaje a su inteligencia- que cuando el miedo nos embarga, nos queda en pie el amor propio. Entonces, si Ud. no se burla de mí por miedo, se burla por amor propio.

     Lo miré con admiración y hasta con simpatía. Yo no tenía idea de que los Comisarios eran así. «Ahora vienen de lujo» pensé. Pero inmediatamente regresé al asunto de mi amor propio.

     -No me burlo por amor propio, señor Comisario -le dije- por la sencilla razón de que lo tengo por el suelo.

     -¡Increíble en un muchacho despierto como Ud!

     -Pruebe Ud. sostener en alto su amor propio después de que hayan tratado de destornillarle la oreja.

     -¿La oreja?

     -Me late como un tambor, como para decirle a mi alma que marque el paso. Y me siento inclinado a hacerlo, porque el que marca el paso no tiene necesidad de tener amor propio. Y oportunidad tampoco. Lo que se dice, la fórmula de la felicidad.

     Me miró largamente. La lucecita enervante había desaparecido de sus ojos, y sentí que la amenaza de una paliza se alejaba. Un nudo subió de pronto a mi garganta. ¿Iba a echarme a llorar? -me pregunté espantado. ¿Y por qué? Incliné la cabeza y escuché su voz:

     -¿Se me va a poner a llorar?

     Tenía razón. Me iba a poner a llorar. Quise saber por qué. Volví a mirarle en la cara. Y vi la razón. Estaba probando un placer nuevo, que ni siquiera el cura aquel supo darme. El placer de ser respetado. El Comisario me respetaba. ¿No era ese el primer indicio de que había un camino para salir del limbo?

     -Es Ud. un tipejo raro -continuó.

     -Sí, señor. Soy un tipejo raro. Y un tipejo raro con hambre. ¿No se da de comer a los detenidos?

     Pulsó un timbre. Apareció un agente, dio una orden y el agente me condujo al comedor de oficiales, donde me sirvieron una comida que era comida, no la parodia culinaria de la pensión. Otros oficiales cenaban cerca, y cuando capté algo así como que «se hizo amigo del Comisario», me atreví a poner a prueba tal privilegio y pedí al vigilante -mozo de cabeza rapada- que me sirviera otra ración, que me la sirvió sin más preámbulos. Cuando terminé, fui conducido de nuevo en presencia del Comisario, a quien acompañaba un hombre entrado en años, vestido de civil, con un correcto traje gris, una correcta camisa blanca y una corbata color perla cuyo nudo era la perfección completa. Entré al despacho y quedé allí, de pie, sin saber qué esperar.

     -Es él -dijo el Comisario al señor con aspecto de ejecutivo, como si estuvieran hablando previamente de mi persona.

     -¿Estudia? -me preguntó el personaje.

     -Espero ingresar el año que viene en la Universidad -respondí.

     -Hace bien -dijo el señor.

     -Está libre -dijo el Comisario.

     Me fui. Y esa noche, sin razón alguna y con la cabeza sobre la almohada recordé la escena de una película que había visto una vez que violé mi consigna de austeridad económica. La llegada de un accidentado moribundo a un hospital. Un paro cardíaco, y la acción fulgurante del gallardo médico-héroe que le aplicó unas descargas eléctricas sobre el corazón, una vez, dos veces, hasta que la rayita recta y mortal que mostraba el monitor, empezó de repente a quebrarse y a hacer pic pic pic, de donde la escena pasaba a primeros planos de rostros sonrientes de enfermeras y de médicos y de auxiliares y parientes. Busqué la razón de ese recuerdo, y caí en la cuenta de que en cierto modo, por fin había encontrado un día con contenido real. Había recibido un shock benéfico que me aproximaba más a la realidad de las cosas. Que me sirvió de poco, porque al día siguiente volví a levantarme a las nueve de la mañana, a ponerme cualquier ropa y a salir a caminar a ninguna parte. Sin embargo, sentía que existía ya una diferencia. Me sentía más sensible a mí mismo. Me parecía conocerme mejor. Pero lo que estaba viendo no me gustaba nada. ¿Shock benéfico? Lo sabría muy pronto, porque faltaban sólo dos días para que venciera la mensualidad de la pensión, y ya no me quedaba nada para ir tirando, por lo menos, otro mes.

 

*********

EPÍLOGO

     Debo estar padeciendo algún tipo de fatiga mental. Lo normal es que los acontecimientos ocurren encadenados al tiempo. He releído mi largo manuscrito, y a veces me parece escrito por otro, o por mí sobre cosas y personas que saltan de la realidad a la fantasía, y del recuerdo vivo a la imaginación desbocada. Lo real es la muerte de Celina. Al menos eso creo. Pero no recuerdo si fue ayer, el mes pasado o hace un año. Las cosas son tan confusas...

     Pero en lo que no dudo es que soy objeto de una persecución implacable. Todos conspiran contra mí, y tengo la clara impresión de que detrás de todo esto está la mano de don Roque Serviliano y de su hija, la Lesbiana, Sacerdotisa del Demonio. Han comprado a los hermanos Gauto, y los hermanos Gauto han ido a los Tribunales para anular el Testamento. Dijeron que estoy loco, incapacitado mental e incapacitado legal, y han logrado que tres médicos hayan hurgado en mí con el afán impúdico de desnudar todo, mi alma, mi memoria y mis secretos, pero yo me he cerrado a ellos como una ostra, y me he reído en la cara de los tres con la hilaridad que me produce la torpe pretensión de vencer mis orgullosas fortalezas interiores. Me he reído porque sé más que ellos. He leído literatura hermética, he tenido sueños profundos que me transfirieron a los tiempos puros del Conocimiento y he bebido la fuente de la Gracia mientras la hermandad de la Pirámide cantaba Aleluyas en coro. Me han dado las fórmulas del Secreto y del Poder. La Cábala es mi sirvienta. ¿Loco yo? Todo lo mío es mío. Y Propiedad es Voluntad. Y fue mi Voluntad talar todos los malditos mangos, porque cada hoja que susurra no es una hoja que susurra sino una lengua de Demonio que sisea maldiciones terribles que me impiden dormir, porque un ser normal, cuyo cerebro está llamado a partir y ser parte de la Armonía de las Esferas no puede sustraerse de su mísera envoltura de huesos cuando lo perturba ese coro de maldiciones infernales. Así se lo dije al Juez: talé los mangos en legítima defensa, y en legítima defensa instalé diez, veinte, cien reflectores que iluminan toda la casa. Porque los Demonios temen a la luz como temen a las Alturas que nos aproximan a las Mansiones Celestes. Y es bajo ese Principio que ordené los planos del Edificio del Dedo del Bueno, de 22 pisos. Fíjense bien: de 22 pisos, para instalarme en el doble de la altura en que está el Cubículo del Malo, allá en esa excrecencia del Infierno que es el Edificio Imperial. Veintidós pisos para alejarme de Sócrates, hoy poseído por el Demonio, que me acecha con su gran cuchillo de carnicero para entregar mi esqueleto  a los estudiantes de medicina y mi alma al Malo. Pero no le hago concesiones. Soy cauto, vivo alerta. El pobre infeliz cree que no le veo cuando me sigue por las calles. Y no sabe que cuando no le veo, le oigo. Oigo su jadear de bestia de presa, especialmente cuando vela al pie de mi ventana. Estoy protegido, protegido contra todo, gozando de mi gran broma: Celina no está muerta. Vive. Está conmigo. Volvió para traerme su Amor, y su Amor es mi Talismán contra todo mal en este mundo. Estamos de nuevo juntos, devueltos a un principio más sincero y completo: ella Madre, yo Hijo, dispuestos a empezar todo de nuevo.  FIN

 

*****

 

 

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