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MILIA GAYOSO MANZUR

  CUENTOS PARA TRES MARIPOSAS, 1996 - Cuentos de MILIA GAYOSO


CUENTOS PARA TRES MARIPOSAS, 1996 - Cuentos de MILIA GAYOSO

 CUENTOS PARA TRES MARIPOSAS


Cuentos de MILIA GAYOSO

 

Editado por El Augur

 

(Colección de los 90),

 

Asunción-Paraguay, 1996

 

Edición digital:

 

BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY

  

 

 

 

 

 

 

 PRÓLOGO - LAS HISTORIAS DE MILIA, UN RÍO Y SUS MARIPOSAS 

     Hay historias que sólo pueden ser contadas, creadas o cantadas, por quien haya sufrido la misma ráfaga lacerante que éstas pretenden transmitir. Estos «Cuentos para tres mariposas» que hoy nos entrega Milia Gayoso son, en realidad, los retazos de una sola historia, de una sola, lacerante ráfaga que ha pasado y no termina de pasar, envolviendo a esta sensibilidad con sus estremecimientos. Probablemente no se trate de cuentos, como alguien dijo. Es lo que menos importa para ingresar a sus páginas y acceder a los murmullos inquietantes de vida que emanan de ellas. Además, estamos, por suerte, en un tiempo en que las fronteras y las delimitaciones estrechas van desapareciendo, en que los géneros artísticos dialogan entre sí, y en que los artistas juegan con las orillas y los lenguajes de los géneros.

     Tal vez no sean cuentos, pero hay en ellos una atmósfera que valoriza de entrada estos retazos palpitantes. Y en ellos se descubren algunos signos que igualmente otorgan pleno sentido a esta experiencia de vida que se ha vuelto mirada, escritura y, finalmente, libro. Estas historias, o trozos de historia de Milia, han nacido sobre el amor, por el amor y para el amor. Orillando a menudo la tragedia, revisando carencias y renuncias, grandes ausencias que la vida desparramó desordenadamente y siempre sin aviso, salvando milagrosamente -como ese niño que se salvó de las aguas crecidas- la piedad y la ternura. Hay por ello, a mi modesto entender, algo singular y tal vez desusado en estos textos: una reivindicación de la tristeza como materia primaria, misteriosa, con la que se gestan la vida y sus colores, los que nos lastiman y los que nos besan el alma. Ésta es la atmósfera, la neblina original de la que nacen estas historias que buscarán inexcusablemente su significado final de amor, porque la vida es algo que se crea todos los días... como estas mismas historias, de las que no sabemos hasta dónde fueron vividas por Milia, hasta dónde fueron soñadas y hasta dónde fueron y siguen siendo creadas por ella. La autora desgranó estos textos con una economía que dejó varias ventajas, como el misterio que ha quedado flotando entre estos latidos desperdigados casi al azar.

     Hay un río en el fondo de estas historias. Un río que trajo y se llevó muchas cosas, pero que está y estará siempre corriendo, cerca de nosotros. El río que une las dos partes del libro y todas las partes y todos los retazos de ésta, que tal vez sean los retazos de la novela que alguna vez escribirá Milia. El río de los recuerdos de la autora, pero también el río mítico, el río de la vida, el de las tragedias y el de los milagros. El río del amor, que muere y renace sin pausas sobre el dolor. Es un río que también se quiso hacer palabra, para tres mariposas y para nosotros. Lo demás es lo de menos, porque es tarea de un río que, por suerte, estuvo y está, esculpiendo, impenitente, el curso de la vida.

SUSY DELGADO

 

 

 

 

ESQUELITAS A MIS BORBOLETAS

 

¿Qué les puedo decir mis pequeñas mariposas? Que preparé la mitad de este libro para ustedes, porque también fui pequeña y no comprendí muchas cosas que pasaron a mi alrededor, porque reí y lloré, porque jugué y trabajé, porque extrañé y fui feliz.

Porque me pasaron muchas cosas a la edad de ustedes: a los siete meses, a los dos años, a los seis...

Resumí para sus ojos trozos leves de una importante parte de mi vida. Quiero hablarles de historias diminutas pero fundamentales que han dejado huellas profundas en mi vida. Para que mañana sepan más cosas sobre mamá, que siempre anda tan apremiada de tiempo y no puede sentarse a contarles cosas que les gustaría escuchar. Además soy una pésima contadora de cuentos.

Ahora tal vez no podrán comprender muchas cosas de sus pequeñas vidas y lo que ocurre alrededor.

Pero más adelante sabrán, al leer estos pequeños cuentos, crónicas, relatos, o lo que sean, que todas las situaciones adversas se pueden convertir en momentos maravillosos e inolvidables.

Además, quiero dejar constancia de la inmensa alegría que le dan sus revoloteos a mi vida.

A Melissa, Vanessa y Julietta: mis mariposas amarillas.

"He aprendido a amar incluso cuando mi corazón está triste" (Anónimo)

 

 

 

 

PEDAZOS DE MÍ

 

LA VISITA FINAL

 

Nos despedimos en la orilla, al otro lado del río,

 

con besos interminables entre los tres.

 

 

 

Él no podía casarse con ella, a pesar del amor y de su estado. Estaban separados por diferencias sociales pronunciadas, por intereses diferentes, por los quince años de ella y los veinte y tantos de él. Pero no les importó y dejaron germinar la semillita. Él se quedó en su pequeña estancia en Rojas Silva y ella regresó con su madre hasta su pueblo.

     Pero volvieron tres: yo entre ellas.

     Abuelo se enojó mucho, primero. Pero se enterneció después. Venía el primer nieto... entonces, todas las desilusiones se acabaron y surgieron las ilusiones.

     Pero él no nos abandonó. No le permitieron casarse, pero no pudieron impedirle que nos quisiera, aunque sea a la distancia.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

     Entonces era mayo. Casi al final del mes, con la ayuda de la partera doña Beneranda, llegué hasta mi puerto. Y conocí el amor. Las miradas de mis dulces viejitos sonrieron de gozo, y él vio reflejados sus ojos en los míos, sus labios, sus cabellos y su piel, su vida en mí. Y entre los dos el amor compró un leve pasaje de ida y vuelta.

     No nos dejó tan solas. Entre viaje y viaje, y prohibiciones de vernos, continuaron las visitas. Nos llenaba de afecto y de regalos que a veces no encajaban en nuestra casa humilde y en nuestra manera sencilla de vivir.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

     Mayo otra vez, y mi primer aniversario.

     Por abril vino a vernos, a mimarme durante interminables horas. No quiso cruzar el río en balsa, sino en canoa para que el viaje durara más y tuviésemos más tiempo para estar juntos.

     Abuelo nos llevó en su canoa para que pudiéramos acompañarlo hasta Piquete-Cué, donde él tomaría el colectivo hasta Asunción.

     Abuelo remaba despacio, mientras iban conversando alegremente. Regordeta y traviesa, fui tirando al río todo lo que tenía en los bolsillos: bolígrafos, peine, pañuelo... Cuando mamá intentó detenerme, él le pidió que me dejara hacer lo que quisiera, porque era «su reina».

     Nos despedimos en la orilla, al otro lado del río, con besos interminables entre los tres.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

     Abril. Abril tan triste... Día 30. Yo cumplía once meses y ese mismo día unas balas asesinas se lo llevaron para siempre.

 

 

 

 

 

LA MARIPOSA AMARILLA

 

Eran como las tres de alguna tarde de alguna primavera. Estaba desparramada en una silleta baja de madera, ahuecada en el fondo con tablas encontradas, hecha por abuelo de esa manera para que me fuera más cómoda.

Aún no sabía medirlo, pero en ese tiempo, durante su ausencia, hubiese ido y vuelto miles de veces al cielo. Los lápices de colores que me compró ya se habían gastado y también había acabado hacía mucho tiempo, las grandes cantidades de chocolatada que me dejó de reserva. Y no volvía.

Estaba demasiado triste como para salir a jugar con Mercedes o Dominga, y me sentía demasiado lánguida para inventar juegos en solitario. Entonces pedí me dejaran lavar los cubiertos de la siesta, tarea que le correspondía a mi tía más joven. Yo sabía que ella estaba muy ocupada copiando las letras de sus canciones favoritas.

Entonces, encantada con la idea, Lucy preparó la latona de hojalata con jabón y los baldes con agua para el enjuague, y se fue complacida a continuar con sus copias y a escuchar el radioteatro que estaba por comenzar.

No tardé en descubrir que tampoco tenía ganas de lavar los platos. Estaba totalmente desganada. Escuché a Yayita preguntar por mí hacia el frente de la casa, pero me escondí para que no me vieran. Estaba presa de una angustia chiquitita que no me quería abandonar. Doblé el vientre sobre mis rodillas y me aferré a las anchas patas de mi silleta verde musgo.

Entonces sentí sus aleteos.

Una enorme mariposa amarilla, amarilla oro, brillante como el sol de diciembre, giró una y otra vez frente a mí durante largos minutos. Eso me levantó el ánimo y terminé de lavar los cubiertos que había enjabonado.

A la tardecita, cuando llegó la penúltima balsa que traía los autos y el colectivo que venían de la ciudad, me senté frente a la casa con abuela para ver si llegaba algún conocido o un cliente para su posada. «La Chaqueña» paró frente a la casa.

Desde la leve altura de mi silleta vi sus zapatos marrones acordonados, al estilo de botines. Luego su pantalón bombilla, después su blusa vaporosa, sus cabellos al viento... Me quedé quietecita sin saber qué hacer. Ella corrió hacia mí, entonces hundí entre sus brazos, que olían a «Ambré de Wateau», toda mi pena (demasiado grande para soportarla a los seis años) y todos mis deseos de verla durante tantos soles y lunas, tantas lunas y soles.

Después se volvió a ir, pero me quedó su aroma flotando entre mis cosas.

Desde aquella tarde, todas las mariposas amarillas que han revoloteado a mi paso o a mi alrededor, me han traído el anuncio de muchas alegrías.

 



Registro: Setiembre 2010
  

 
 
 
 
DE LOS OTROS...


HUYENDO DE LAS AGUAS
 
 

 Al amanecer cargaron en la canoa algunas ropas y alistaron también la olla negra de hierro, la hervidora, la paila renegrida, el brasero y la pequeña bolsita de carbón. Rosaura colgó de un alambre los fideos y las galletas duras y alzó bien alto (al final de la tapia) las cosas que dejarían al marcharse al atardecer o a la mañana siguiente.

     Él había improvisado un sobrado de caranday en el pequeño rancho (suficiente como para tenderse a dormir los cuatro) si es que la noche volvía a sorprenderlos en el mismo lugar. Ella miró el horizonte y vio agua por todas partes y a las lejanas casitas semicubiertas por el río desbordante.

     A lo lejos venía navegando una canoa con dos ocupantes y ella creyó reconocer a su compañero que había salido con otro vecino a buscar algún lugar aún seco donde poner a salvo a sus familias. No eran ellos, sino otros desahuciados que huían también de la crecida. Miró a su niño que dormía en un leve colchón instalado sobre las tablas (vigilado por el perro que ante cualquier movimiento ladraba avisando a la patrona). Entonces bajó a la canoa para acercarse más al agua y poder lavar algunas ropas de su hijo y pensó en el guiso de fideos del almuerzo que se había secado esperando al comensal que no volvía.

     ...a lo lejos, islas de camalotes pasaban llevadas por la corriente.

     Cuando terminó de lavar, volvió a subir al segundo piso improvisado de su rancho para acomodar los pocos objetos que llevarían en su éxodo, y pensó en sus plantas que quedaron bajo agua, en los baldes de lata que solía utilizar para acarrear agua del río, en la hamaca del nene que quedó bajo el ybapovó, en el banco alargado que miraba hacia el norte, y en su huerto naciente donde las lechugas comenzaban a reverdecer compitiendo en altura con las plantas de locote y donde la papa que enterró para hacerle puré a su hijo comenzaba a echar brotes verdes que se asomaban tímidamente de la tierra.

     Acomodó en el sobrado el brasero y la olla para recalentar el guiso cuando Armindo volviera, o para agregarle algún trozo de cecina y más agua agrandándolo para la cena, si es que su vuelta se retrasaba.

     ...un pedazo de isla flotante con un pequeño sauce también iba pasando.

     El niño se inquietó en el colchón y ella posó sus manos sobre la frente sudada, comprobando con preocupación que estaba teniendo algo de fiebre. El perro la observó con los ojos brillantes, porque entendió en sus ademanes que algo extraño le ocurría a su pequeño amo.

     Rosaura fue a buscar a la canoa la botella con alcohol y ruda que solía utilizar para bajarle la fiebre a su pequeño... y estaba revolviendo su viejo bolsón cuando el ruido de un pequeño cuerpo cayendo en el agua la hizo volverse hacia el agujero del rancho que antes correspondiera a la puerta. Un sudor frío le recorrió el cuerpo mientras un grito desgarrador salía de su garganta llamando a su hijo. Sólo un pequeño remolino en el agua le indicó que el cuerpito ya se había hundido.

     Saltó con desesperación hacia el sobrado y lo encontró durmiendo, con el hocico del perro en su mejilla izquierda, totalmente ajeno al gran ruido que provocó al caerse el pequeño venado que su padre había cazado el día anterior y que se secaba colgado de un alambre en la tapia exterior estaqueada con adobe y picanillas.

 

 

CUANDO ACABO EL REINADO

 

Se le pudrieron las azaleas de tanto regarlas. Día tras día les descargaba tanta agua que terminó por ahogar sus raíces, los tallitos y las suaves flores de sus plantas. Es que cuando tenía algo en las manos, se solía quedar inmóvil mirando hacia cualquier parte y olvidando momentáneamente lo que estaba haciendo, hasta que el maullido de su gato o algún conjunto de ladridos lanzado por la jauría la sacaba del ensimismamiento exagerado en que caía constantemente.

     Se le pudrieron también las ganas de vivir.

     El ocho siempre había sido su número preferido, entonces tuvo ocho hijos a los que crió con mano de general; o mejor dicho, fue como si hubiera tenido nueve, porque su marido pasó a vivir bajo su mandato como si también hubiera sido su fruto, su «producto» como le gustaba llamar a sus hijos. Y pasó largos cuarenta y ocho años (también terminado en su número favorito) tiranizando a toda su familia. Ella decidía todo y por todos, argumentando que obraba así porque los quería. Y porque lo quería, mantuvo casi prisionero a su marido los últimos veinte años, hasta que, cansado de tanta opresión, se le fue muriendo de a poco, primero por falta de alegría y después de tuberculosis.

     Le había descubierto una amante.

     Muy bonita ella, con el carácter dócil que el pobre hombre necesitaba para sobrellevar los rezongos inacabables de la esposa. La veía a la hora del almuerzo, cuando disponía de una hora libre en la carpintería donde fabricaba sillas y más sillas para que su prole se alimentara a diario. Pero ella lo descubrió muy pronto. Fue juntando evidencias, datos y rencores y los siguió una siesta; esperó que él se alejara y atacó a la otra como una fiera. Sus puños y uñas inventaron todo tipo de heridas para el cuerpo de la intrusa, la zarandeó de los cabellos, le apretó la garganta y la soltó únicamente porque algunas personas corrieron a socorrer a la infortunada.

     A él no le hizo absolutamente nada.

     Ninguna agresión física, ni reproches. Habló con el patrón (su padrino de casamiento) y lo hizo despedir de la carpintería. Él entendió el castigo y aceptó la larga penitencia, entonces lo encerró, y si bien no le puso candado al portón de madera, fue como si lo hubiera hecho. Le encerró la alegría, le llaveó para siempre la libertad; y nunca más pudo salir a trabajar fuera de la casa, lo tuvo de aquí para allá detrás de ella, cuidando a los hijos mientras inventaba mil cosas para vender y tener los ingresos necesarios para alimentar a tanta gente. Él se dedicó a criar niños (hijos y luego nietos) que le trajeron brisas frescas a su encierro, y a sentarse desde las tres de la tarde con largos vasos de caña en la mano derecha y un cigarrillo negro en la otra. Pensando, mirando, resignado a ese pedazo de tierra en el jardín, hasta donde se reducían sus paseos solo.

     Ella continuó disfrazando su malhumor...

     Se dio el gusto de continuar abofeteando a los hijos casados cuando le parecía que le faltaban el respeto, eligió novios y novias e hizo sentir su preferencia por éste o aquélla para que tuviera el honor de unirse a la familia. Llegó a administrar los sueldos de sus hijos, aun de los casados, y se sentía feliz: amada y respetada, rodeada de todos, siendo eje de todo ese universo que nacía en el patio trasero de su casa y se extendía en todas las circunferencias de los ocho hogares, cuando todos estuvieron acompañados.

     Sólo valía su palabra.

     Todos los argumentos por más válidos que fueran se desvanecían si a ella no le parecía lo correcto y era inmediatamente reemplazado por su decisión. No primaba la importancia del hecho o a quien afectara o si la contrapartida le parecía bien o mal. Eso lo decidía ella.

     Él se fue consumiendo poco a poco.

     Sólo piel y hueso emergían de aquel cuerpo; los sueños postergados y la tuberculosis fueron carcomiendo sus reservas. Y se apagó una tarde, en medio del llanto de ella que proclamó a los cuatro vientos cuánto lo amaba.

     Pero ya nadie le creyó.

     Se había negado a cuidarlo en el hospital esos últimos días de agonía, rezongaba por las ropas que ensuciaba con más frecuencia que antes, por sus grandes flemas expulsadas para aliviar sus descompuestos pulmones, se quejaba también de los grandes gastos y hasta le pareció excesivo el precio que los hijos pagaron por el hermoso cajón en que fue colocado antes de bajar hasta el frío agujero de lodo negro. Entonces fue como si a todos se le abrieran los ojos.

     Y dejaron de divinizarla.

     Salieron a flote sus defectos y ella renegó de sí misma, de no poder continuar controlando la vida de cada uno, el bolsillo de aquellos tres, las heladeras de éstos, los gastos de esa nuera, el coche nuevo de ese yerno, el... y optó por tener enfermedades imaginarias: un día la gripe, otro fiebre interna, después el corazón que le empezó a doler en serio cuando le fueron abandonando de a poco y sólo quedó su gato gris para hacerle compañía.

     Entonces se dedicó a cuidar sus plantas. Pero cuando éstas se secaron de tanta agua derramada o de tanto rencor que exhalaba la anciana, ésta dejó de tener en quienes desahogarse y empezó a torturar al pobre gato. Lo ataba al sillón, lo obligaba a dormir con ella, a comer en su mesa, a...

     La encontraron un domingo, flotando en el aljibe, con el gato a su lado. Y quedó la duda, no se supo con certeza si la anciana se suicidó con el gato o si éste con la ayuda de los perros del vecindario empujó su diminuto cuerpo, cayendo con ella en el impulso.

 

 

 

DEBAJO DE LAS HOJAS

 

Sus un metro ochenta y cinco se doblaron hacia la tierra por el peso de los años y la tristeza. Tomó la azada y lentamente comenzó a remover la tierra, a separar las malezas que podían entorpecer el crecimiento de las remolachas y las zanahorias que ya se encontraban reventando la tierra con sus frutos.

     Hacía tiempo que casi no pisaba la huerta, nunca más había tenido ganas de arreglar la cerca, regar los sembradíos y mucho menos plantar nada; lo poco que se encontraba creciendo ya había sido puesto meses atrás, o «la patrona» había estado sembrando con los ojos llenos de lágrimas, alguna tarde en que se encontraba tan melancólica que necesitaba hacer algo para no ponerse a llorar desconsoladamente.

     Desde que ella se fue, los dos habían quedado completamente solos, desamparados de su afecto y con la vida casi truncada. Desde que ella se fue, sus rodillas habían quedado vacías al atardecer, pues ya no había un pequeño cuerpo que se sentara sobre ellas para escuchar juntos la radio o para que le rascara la espalda.

     Ella ponía rayos de sol en los atardeceres cuando la veían saltar a la cuerda, jugar con sus muñecas o enterrar su boca y su nariz en los tarros de dulce de leche. Ella era capaz de hacer que los días de lluvia tomaran colores de primavera cuando chapoteaba feliz sobre los charcos, los pastos inundados o lanzaba pedregullos al río.

     Había salido rumbo a la carbonería con su pollerita anaranjada de crochet y la bota de lluvia gris con un par de gatitos a los costados, y jamás volvió. Se la llevó la lluvia a alguna parte, arrastrando su delgado cuerpito de ocho años hacia el bajo de uno de los tantos barrancos que desembocan en el río. Y nunca la encontraron.

     Abuelo y abuela pasaron días y noches enteras sentados mirando pasar la corriente, intentando divisar algún bulto que boyara aguas abajo; la buscaron los canoeros de toda la costa, los gendarmes del puesto militar, los compañeritos de escuela. Pero no quedaron ni sus huellas.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

     Él continuó arrancando malezas y quitando las pequeñas piedras que se interponían entre las verduras; entonces vio las enormes hojas rastreras reventando de verde en un rincón de la huerta. Sin perder tiempo clavó su cuchillo en la tierra buscando algo. Enseguida lo encontró. Comenzó a desenterrarlas y sus ojos brillaron con lágrimas al descubrir que los frutos de las batatas habían crecido generosamente bajo la tierra tan poco cuidada.

     Entonces recordó la tarde en que ella había encontrado una pequeña batata semipodrida en un rincón de la cocina, y había ido corriendo a enterrarla cerca del lugar donde crecían las piñas.

     Y ese reventar de sus frutos debajo de la tierra era un mensaje póstumo de ella que de alguna manera les hacía saber que aún los seguía amando y que perduraba más allá de la muerte.



 


ÍNDICE A LA EDICIÓN DIGITAL DE “CUENTOS PARA TRES MARIPOSAS” EN LA BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

*. PRÓLOGO - LAS HISTORIAS DE MILIA, UN RÍO Y SUS MARIPOSAS... – SUSY DELGADO

*. ESQUELITA A MIS BORBOLETAS.

*. PEDAZOS DE MÍ : LA VISITA FINAL/ UNA FOTO/ LA MARIPOSA AMARILLA/ DON SEGUNDO/ LOS PEQUEÑOS MILAGROS/ EL ÚLTIMO VERANO/ CORRIENDO HACIA SUS BRAZOS/ NIEVE EN LA GARGANTA/ 15 AÑOS/ MI ÁNGEL/ ¿UN SUEÑO APENAS?.

*. DE LOS OTROS... : HUYENDO DE LAS AGUAS/ EN EL SEGUNDO CAJÓN/ CUANDO ACABÓ EL REINADO/ LA BÚSQUEDA INCESANTE/ PESABA MÁS/ CAMINA POR EL BARRIO/ DEBAJO DE LAS HOJAS/ EL TESORO DE ROQUE.  



 

 
 


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