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MILIA GAYOSO MANZUR

  UN SUEÑO EN LA VENTANA (25 RELATOS BREVES) - Obras de MILIA GAYOSO


UN SUEÑO EN LA VENTANA (25 RELATOS BREVES) - Obras de MILIA GAYOSO

UN SUEÑO EN LA VENTANA (25 RELATOS BREVES)

Obras de MILIA GAYOSO

 

Editado por Intercontinental Editora/ Editorial Don Bosco,

Asunción-Paraguay, 1991.

Edición digital:

BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES.

 

 

 

EL ALETEO DE LAS MARIPOSAS

Él le había contado que todas las cosas tienen un color, algunos más lindos que otros, pero que absolutamente todo, aun las cosas tristes, le habían copiado el color a las flores. Las flores... esas cositas aterciopeladas y olorosas que solía tocar y oler. Él le había enseñado a caminar sin miedo, moviendo alegremente el bastoncito hacia la derecha o a la izquierda, buscando obstáculos o haciéndola girar en el aire cuando quería demostrar que podía andar sin tener que utilizarlo y no llevarse los objetos por delante.

Le hizo sentir que ella no era diferente a las demás personas, que podía también inspirar amor y sentirlo..., tanto, que a veces parecía que le iba a estallar el corazón. Le habló de la forma de todas las cosas y fue aprendiendo todo aquello que durante veinte años no supo, porque en su casa siempre estaban muy ocupados trabajando. No había tiempo para enseñarle a diferenciar la forma del pétalo de una margarita del de una rosa, nunca se sentaron a leerle un poema o un cuento, ni le hablaron de los diferentes colores del mar.

Cuando apareció él, dejó de sentarse durante horas en el patio sin ocuparse de nada, solo, mirando sin ver y comenzó a interesarse hasta en las mínimas cosas. Él le consiguió varios libros escritos en braille, le grabó cassettes con hermosas canciones, le llevaba a la orilla del río para que aspirara con el olor a «aromitas» que venía del norte y escuchara el chac, chac dulce de las olas al chocar contra las piedras de la orilla. Él le quitó el velo que le impedía ver el lado bueno de todo... y entre ruidos de olas despeñadas, piar de garzas y olor a culantrillo, le develó el secreto del amor más allá de las caricias.

Pero como la felicidad es sólo rayos calentitos de sol entre días de lluvia, le contó que iría a estudiar a otro país, que era inevitable porque le dieron una beca solicitada mucho antes de conocerla. Trató de consolarla prometiéndole una carta cada quince días y su amor y pensamiento todas las horas del día. Le enseñó a sentir el aleteo de las mariposas amarillas a su alrededor. «¿Para qué?», le preguntó ella, completamente triste. «Para que te avisen que viene una carta mía en camino».

Y volvió a su rutina de ayudar a lavar cubiertos, arreglar su cama, releer sus pocos libros y esperar cartas. Se sentaba durante horas en el jardín ansiando escuchar los aleteos. Cuando llegó la primera carta su alegría se convirtió en desazón porque no sabía a quién pedir que se la leyera. Sentía vergüenza de sus hermanos y de su madre, entonces se lo pidió a la vecinita adolescente, pero luego a la hora de contestarla fue peor, porque él no leía en braille y no quería un intermediario para escribirle en escritura normal. No habían previsto este problema. Entonces grabaron sus pensamientos, y en vez de cartas, se enviaban cassettes.

Con o sin aleteo previo de mariposas pálidas, recibió noticias de él durante un año, luego, hacia enero del año entrante, la ciudad se vio invadida por miles de mariposas y ya no llegaron los cassettes ni cartas. Hacia marzo, no quedaron mariposas ni esperanzas. 

. . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Volvía del almacén de la otra cuadra cuando tropezó con alguien. «Disculpe» -dijo-, apuntando su bastón hacia la derecha... Él le tomó las manos y le contó que una pequeñísima mariposa lila iba delante de ella, aleteando con todas sus fuerzas para avisarle que él se estaba acercando.

 

  ESPERAMOS...

    Hacía mucho calor. Llovió un poco, después salió el sol, volvió a llover. Luego cuando escampó, arregló su camisa dentro del pantalón y salió. Un arco iris enorme le saludó en la calle, un arco de colores intensos, mucho amarillo, verde limón, naranja, un poco de azul y lila, y rosa muy paliducho al final de la hilera.

     Se olvidó de cambiarse los zapatos y salió con las chancletas gastadas que tenían bigotes en las puntas, de tan viejas. Cruzó con precaución las calles sorteando los charcos, las pequeñas correntadas, los agujeros en el pavimento, las piedras que sobresalían, las ramas arrastradas por el agua. Subió a un micro y casi peleó con el chofer, que no quería cobrarle medio pasaje sino que pasaje entero.

     «Su libreta, su libreta», le gritó completamente ofuscado el hombre. «No permita que el calor lo haga salirse de sus casilla», le dijo don Tomás, mientras sacaba de su billetera su carné de excombatiente.

     Se acomodó en el último asiento para que le resulte más fácil el descenso. Por las calles sólo caminaban los perros y alguna que otra vaca con manchones oscuros. La gente hace la siesta todavía, pensó. Un grupo de chiquilines alborotadores subió al vehículo y rompió la tranquilidad con sus risotadas y palabras de grueso calibre, sin importarles que muchas personas mayores estuvieran cerca. En el grupo estaban dos niñas con dos shorts pequeñísimos que mostraban sus piernas en su totalidad y el comienzo de los glúteos redonditos. «Qué bárbaro», pensó don Tomás, «la juventud está perdiendo la cabeza», y pensó en sus nietas y no quiso imaginarse que dentro de tres o cuatro años quizás se pondrían ropas tan pequeñas y provocativas como ésas.

     El chofer les aulló a los jovenzuelos que no hicieran tanto bochinche y los amenazó con bajarlos del colectivo. Las calles del centro tenían un poco más de movimiento, las puertas y las persianas de los negocios estaban cerradas y los letreros descansaban, de vacaciones. Se preparó para bajar, tocó el timbre una cuadra y media antes para que el ogro del volante parara en la esquina, pero de todos modos le hizo pasar media cuadra.

     Caminó hacia la casa de su hija, y sonrió pensando en que al entrar en el portón las criaturas saldrían corriendo a su encuentro y le llenarían de besos.

     Sólo lo recibió el perro, Poroto, cariñoso como un niño que se le enredó entre las piernas. Tuvo ganas de llorar, la casa estaba toda cerrada. Se sentó en una silla, agotado. Miró hacia la puerta y vio un papel, una hoja de cuaderno. Se acercó a leer: «Papá, esperanos, fuimos a comprar pan y dulce para la merienda...»

 

 

CON CARA DE PAYASO TRISTE

     Se le corrió la media exactamente sobre la rodilla. Una uña sin limar fue la causa del agujerito que se extendió hacia norte y sur. Con fastidio buscó otro par en el cajón de la ropa interior. Encontró las de color marrón, azul y verde oscuro, pero ninguna negra. Desparramó todas las bombachas en la búsqueda, pero no dio con ninguna, entonces buscó entre las cosas de su hija y encontró una muy hermosa, la media de salir de Margarita, con mariposas de alas brillantes a los costados. «Voy a comprarle otra», pensó Mercedes mientras se la colocaba con cuidado para no estropearla. Le quedaba un poco ajustada.

     Se puso el vestido gris con voladitos en el escote. Alguna vez alguien, un hombre dulce y amable, le había dicho que ese vestido la dejaba más delgada y joven, por eso se lo ponía a menudo, para verse mejor y con la esperanza de que lo volvería a encontrar para que le repita esos piropos. Se había olvidado de un detalle. Se bajó las medias hasta la media pierna y se puso talco, atrás y adelante, su bombacha azul adquirió una tonalidad más clara y una de las mariposas de la media se llenó de puntitos blancos. Se perfumó abundantemente, con el perfume que compraba de una proveedora a domicilio. «Ésta es una marca famosa», le había dicho la última vez, pero una compañera le advirtió que aquello era una falsificación. Pero de todos modos tenía muy lindo olor y duraba casi toda la noche, aunque a veces de tanta mezcla con varios cuerpos, varios aromas y sudores, su olor ya no era su olor sino el conjunto de aromas ajenos, resumidos todos en un olor extraño que le costaba sacarse por la mañana.

     Con paciencia se sentó frente al espejo y distribuyó manchones rojos en ambas mejillas, se pasó delineador por los labios como había visto que hacen algunas mujeres, pero el resultado no le agradó y lo uniformó todo con un rojo intenso. Mezcló azul y verde para los párpados. Con mucho cuidado, pero no se veía bonita. A veces, antes de salir, se miraba una y otra vez en el espejo y sonreía satisfecha [18] reconociendo que aún a su edad tenía una cara llamativa, pero en ese momento se vio fea, mal pintada, con cara de payaso triste.

     No se dio cuenta de que estaba caminando descalza con las medias. Eligió el zapato rojo porque los voladitos de su vestido estaban ribeteados de ese color y con los años, copiando de otras mujeres fue aprendiendo a combinar la ropa, aunque a veces no lo lograba, o no le importaba, «cada uno tiene su tipo diferente» solía decir cuando otras compañeras le hablaban de la cantidad de chicas nuevas que poblaban las calles, con unas minifaldas tan cortitas que a algunas apenas les cubrían las nalgas. Mercedes no podía competir con ellas y ponerse un vestido así, porque se le verían las varices y la enorme quemadura sobre la rodilla derecha. La quemadura que le había hecho un gringo maniático que prendió diez velas en los bordes de la cama mientras...

     Se quitó los ruleros y los mechones saltaron hacia sus hombros. Mechones mestizos: medio negros, medio rojizos, medio amarillentos. Miró el reloj, eran casi las siete de la tarde, más o menos en quince o veinte minutos Margarita volvería del colegio con ganas de devorarse medio litro de café con leche y un pan entero. Dejó sus cabellos a medio peinar y fue a ver si había pan o galleta en la cocina. Después continuó peinándose con esmero y se roció perfume en medio de la cabeza, hacia la nuca, en la frente, «para oler como una reina», dijo mientras controlaba su «pinta» frente al espejo.

     Eligió cuatro anillos de fantasía, uno de ellos con piedra verde, «una feroz esmeralda», dijo con humor y se puso unos aros redondos de plástico color rojo.

     Tardaba de propósito, esperando a Margarita, quería verla antes de salir, a pesar de que a su hija no le agradaba en absoluto encontrarla «con su pinta de campaña» como le decía entre broma y reproche. «Un año más mi amor y dejo, busco otra cosa», le había prometido tiempo atrás, pero no cumplía. «Un día va a verte un amigo y no sabré dónde meter la cara cuando me lo diga», le rezongaba su hija.

     Se arregló un mechón rebelde frente al espejito del baño. Definitivamente, tenía cara de payaso triste, pintarrajeada y angustiada. No queda lo mismo para Margarita.

 

 

 UN VIERNES DE MAÑANA

 Doña María solía cantar alegres canciones en la pequeña cocina. Vivía en un inquilinato, donde su reino se reducía a una pieza y otra aún más pequeña que servía como cocina, comedor y lugar para guardar los trastos, que ella tenía a montones.

 Era morena, de cabellos ensortijados poblados de numerosas canas. Tenía un carácter jovial, le gustaba conversar, reunirse con los demás inquilinos, pero la gente en general le huía porque exhalaba un tufo insoportable.

Los que la conocían de antaño contaron que vivía allí desde hacía cuarenta años atrás, llegó de España con su primer marido y se instalaron en esa pieza. Diez años después enviudó y volvió a casarse enseguida. Por aquella época ella era una mujer hermosa, de aspecto cuidado, pero años después volvió a enviudar, entonces se descuidó por completo.

Vivía sola, con un gato negro con quien se pasaba horas conversando. Le hablaba al animal como si éste fuera a entenderle, le reprochaba constantemente que orinara sobre el piso de madera y no en la caja de cartón con aserrín que le preparaba. La pieza de doña María era un misterio, siempre tenía la puerta y la enorme persiana cerradas, y sólo se percibía un poco de luz por las rendijas. Solamente otra señora española que tenía casi el mismo tiempo que ella en el inquilinato solía contar que tenía hermosos muebles, finas joyas. Pero algunos comentaban que seguramente sus sábanas estaban duras como una lona de tanta mugre.

Los jueves, un olor insoportable salía de la pieza de doña María, y todos los demás inquilinos se tapaban la nariz cuando pasaban cerca, pero no le decían nada porque conocían el origen de tal olor desagradable. En dos enormes tachos, sobre sus calentadores, hervía todo tipo de menudencias de vaca, para alimentar a veinticuatro perros, protegidos suyos. Tales animales vivían con una anciana amiga y una vez a la semana doña María salía cargada con dos enormes bolsones en los cuales llevaba bofe, corazón o riñón hervido, además de galletas duras que compraba en los almacenes. Nadie sabía de dónde sacaba el dinero para mantenerse y comprar la comida para sus perros, entonces se conjeturaba que tal vez fuera vendiendo sus joyas de a poco, o que su anterior marido le haya dejado dinero en el banco. Lo cierto es que, aunque doña María no cuidaba su aspecto exterior, sí cuidaba su alimentación, y jamás dejaba de comer galletitas de hojaldre con su mate de la mañana, y solía preparar aromáticos bifes que compartía con su gato.

Una vez estuvo sin salir tres días de su pieza, entonces tres vecinos forzaron su puerta y entraron a verla, la encontraron con fiebre y delirando, sobre su colchón húmedo de orín. Trajeron un médico para atenderla y cuando estuvo mejor, una de las vecinas la llevó al baño y munida de jabón y esponja, la bañó como a un bebé, le cambió la ropa y las sábanas y le barrió la habitación.

Los muebles de su pieza, la cama, la araña, correspondían a la habitación de una princesa. Una larga cortina de terciopelo rojo, ennegrecido por el tiempo, cubría casi toda una pared, y todo estaba extrañamente ordenado, nada fuera de lugar. Los aparadores y el ropero estaban llenos de hermosos vestidos que no usaba desde mucho tiempo atrás.

Sanó. Continuó hirviendo bofe los jueves y peleando con su gato, amenazándole de que le iba a cortar la cabeza y ponérselo en un florero por orinar en el piso. Continuó comiendo galletitas con el mate y canturreando mientras ofrecía un sandwich de queso a la vecina que nunca le aceptaba comida alguna.

Muchísimos jueves después, un viernes de mañana, se escuchó llorar al gato dentro de la pieza, la vecina española golpeó la persiana, pero doña María no abría, entonces pidió ayuda para forzar la cerradura.

Vestida con un vestido de lana verde, doña María dormía. En su rostro blanco, se veían perfectamente los surcos negros y las manchas.

A un costado de la cama estaban los dos bolsones con comida, y uno de ellos ya había sido asaltado por el gato, que sentía mucha hambre.

    

 

LA CASA VACÍA

Eloísa se despertó a las tres. Cuando sacó el brazo de entre las mantas sintió un frío intenso que la obligó a taparse nuevamente hasta la cabeza, remoloneó un ratito sobre la almohada, pero haciendo un esfuerzo se levantó de golpe sin pensarlo, porque de lo contrario se le iba a hacer muy tarde. Se colocó un sacón viejo sobre el camisón y fue directo a la cocina, puso agua para el cocido y acomodó tres tazas sobre el mantel raído de la pequeña mesa.

Mientras hervía el agua fue al baño a asearse y a ponerse la ropa para salir. Una vez que estuvo preparada fue a controlar el agua que aún no hervía, entonces entró despacio a la piecita donde dormían sus dos hijos, les tapó mejor y arregló sobre una silla los guardapolvos blancos y los abrigos de ambos, colocó las bufandas y los saquitos al lado de las carteras para que los niños no se olvidaran de ponérselos antes de ir a la escuela.

Fue a la cocina a preparar el cocido. Mientras lo cargaba en el termo tomó una taza, parada, porque se le hacía tarde. Puso la bolsa de galleta en medio de la mesa junto al termo y las tazas, revisó la heladera para asegurarse de que quedara carne para la comida. Tapó a su compañero y tomando sus bolsones y su monedero se enfrentó al viento helado del amanecer.

Llegó al mercado cuando sus compañeras se estaban instalando en sus puestos, ocupó su lugar y comenzó a sacar una a una sus mercaderías; las medias finas de mujer y las de hombre, las blancas para la escuela, los bikinis, los guantes de lana, las bufandas suaves. Mientras hacía todo eso, las manos se le helaban por efecto del viento y pensaba en Lorenzo que dormía tranquilo mientras ella se deslomaba trabajando en el mercado y luego en la casa al volver por la noche. Pensó en Lorenzo que siempre tenía una excusa para salir de cada trabajo que conseguía y chuparse en caña el dinero que ella solía dejar para que se prepare la comida. Muchas veces volvía a la casa y la nena le decía que no merendaron porque se acabó el azúcar o la galleta y no había plata en la cajita donde ella solía dejar para los gastos del día.

La vendedora de pulóveres y toallas le ofreció mate y le contó que los precios en Clorinda habían subido, con respecto al jueves pasado en que fue a traer mercaderías. Eloísa la escuchaba pero tampoco dejaba de pensar en su familia y en sus cuentas; en tres días más vencía la cuota del televisor, el gas estaba por acabarse, Joelito no tenía zapatos para la escuela y Marta necesitaba un pulóver nuevo para salir y ella misma necesitaba... de todo.

Pensó en Lorenzo que por la noche le había pedido treinta mil guaraníes para pagar una deuda de juego, prometiendo que iba a conseguir trabajo esa misma semana y que le iba a devolver, y hasta se puso exageradamente cariñoso para que ella cediera. Eloísa le dijo que no tenía plata, pero que si vendía bien se lo iba a dar al día siguiente.

A eso de las nueve de la mañana llovió. Las vendedoras aguantaron el agua como pudieron y el frío se hizo más sensible aún. A la hora de la comida Eloísa pensó en los niños, y deseó que Lorenzo haya salido realmente a buscar trabajo. A las ocho de la noche volvió a su casa, cansada y desilusionada por lo poco que había vendido.

Cuando abrió la puerta se encontró con los niños llorando. Joel tenía la cara lastimada y Marta trataba de curarlo con un trapo mojado en alcohol. Antes de preguntar lo ocurrido, fijó los ojos en la habitación, todo estaba vacío. Faltaban los muebles, la heladera, la...

«Lorenzo llevó todo lo que había», le dijo Martita, «y como Joel le quiso impedir que vaciara la casa, le dio una buena paliza», le explicó. Eloísa miró en la habitación y encontró sus ropas tiradas por el suelo, porque hasta el pequeño ropero había llevado.

 

 

SE CAYÓ EN LA RENDIJA

Cuando volvió del mercado notó que algo había ocurrido en su ausencia. Fue a la cocina a acomodar las verduras y la carne en la heladera, los paquetes de fideos en el estante y el café en el frasco de vidrio. «Adela, quiero hablarte», escuchó la voz de su patrona, «Adela, se perdió el anillo del señor y como no entró otra persona en la casa durante una semana, creemos que fuiste vos, así es que devolvelo por las buenas porque de lo contrario...». «Pe... Pero yo no fui señora, se lo juro, para qué quiero un anillo, yo no fui», balbuceó confusa y asustada.

     «Lo único que te digo es que lo devuelvas por las buenas o te mandamos al Buen Pastor para que te pudras, tenés medio día para pensarlo», y dicho esto la dejó sola, estrujando una papa con las manos. Se sentó en una silla y tomándose la cabeza entre las manos se puso a llorar silenciosamente. «Yo no toqué nada, tengo que tranquilizarme, tengo que tranquilizarme», se repitió varias veces. Sacó fuerzas y continuó con su tarea, arregló las cosas y puso el agua en la cacerola, para la comida. Terminó de limpiar la casa, hizo el almuerzo y cuando estaba todo servido lo anunció a los patrones. No hubo charla en la mesa, sólo caras largas e indirectas.

     Como estaba recién casada y vivía a tres cuadras, le daban permiso para ir a su casa durante una hora por la siesta para almorzar con su marido. Pero no pudo comer, apenas lo vio comenzó a llorar y entre sollozo y sollozo le contó que le acusaron de un robo que no cometió. Cuando regresó a las tres de la tarde todo parecía más tranquilo y tuvo la esperanza de que si bien no aparecía el anillo se olvidaran del incidente. No volvieron a decirle nada durante el día y cuando volvió a su casa a las nueve de la noche se sintió más aliviada.

     Al día siguiente los patrones salieron temprano, como a las ocho, antes de irse la patrona le encargó que preparara temprano el almuerzo y que lavara toda la ropa, además de baldear el patio y repasar toda la casa. A las once y media de la mañana entró el jardinero a la cocina y le dijo que preguntaban por ella. «Nde reka hikuai caperucitape» , le recalcó.

     Apenas le dejaron sacarse el delantal mojado y agarrar su monedero. La sentaron entre dos oficiales y ante sus preguntas insistentes y su llanto le contestaron que la acusaron de un robo. Llenaron unos papeles con sus datos y la destinaron a una celda. Era viernes, Adela pensó en su marido, en sus padres que estaban lejos, en la injusticia que estaban cometiendo con ella. «No es cierto, no es cierto, no es cierto», le repitió una y otra vez a la policía que le tomó los datos y le dijo que iba a quedar presa. «Yo no robé nada, nada, pero si apenas era un anillito barato, ha de estar por ahí, yo no robé nada». A nadie le importó. Se puso a llorar sentada sobre la estrecha cama en su jaula triste.

     No permitieron a sus familiares que la vieran, porque era fin de semana, por esto, por lo otro. No comió durante tres días, no tuvo ganas ni fuerzas. Recién el lunes pudo ver a su marido y a una señora con quien había trabajado durante ocho años que fue a visitarla, enterada de su situación. Con su poco dinero pudieron pagar a un abogado, que logró liberarla.

     Una semana después, golpearon a la puerta de su humilde piecita de alquiler. Era su ex patrona. «Adela, quiero hablarte un ratito», le dijo, sonriente, como si nada hubiera pasado. Ella no supo si cerrarle la puerta en la cara o salir corriendo. «Adela, quiero decirte que encontramos el anillo, había sido que se cayó en la rendija de la cabecera de la cama».

 

 

LA TRES CUERPOS EN EL ASFALTO

Se lo llevaron a rastras. «¿Cuál ha de ser su nombre?», les escuchó preguntarse a los hombres que vestidos con el mismo uniforme continuaron hablando de él durante todo el trayecto: «Tiene mucho olor, es un degenerado por andar semidesnudo mostrando sus partes, no puede continuar suelto molestando a toda la gente, hay que internarlo en el hospital». Por fin pararon en un lugar, lo hicieron descender a empujones y lo encerraron en una celda. Unas horas después le deslizaron un plato de comida que devoró en minutos, un poco con la cuchara, otro poco con las manos.

     Cuando se había echado sobre el catre para dormir sintió que una mano lo sacudía. Sin entender por qué, se encontró de nuevo en la calle. No reconoció el lugar, no era su zona de siempre. Lo dejaron en otra parte. No había tantos autos, tanta gente, tantos restos de frutas semipodridas, tantos trozos de pan amontonados cerca de la alcantarilla. Se rascó la cabeza coronada por una melena larga y hedionda; se rascó la barba, tan larga y sucia como sus cabellos. De pronto, le venían a la memoria algunos retazos, como fotos, de cosas que no entendía: él y otras personas vestidos con guardapolvos blancos rodeando a alguien acostado, algunos cuchillitos en sus manos, o de pronto la cara de una mujer y de dos niños que corrían detrás de un perrito peludo.

     Sonreía a la gente con quien se cruzaba, pero todos le huían. Nadie respondió a su sonrisa. Se acomodó el pantalón abierto por delante y se sentó en el primer lugar que encontró, pero vino un señor amable y le dijo que se fuera de allí, que ése no era lugar para sentarse porque le podía pasar un auto encima, y vio que muchos de ellos venían hacia él y tuvo miedo, se aferró al brazo del desconocido que trató de tranquilizarlo y lo llevó hacia otra parte. «Cerrate el pantalón, compañero», le dijo, pero él no podía: tenía entorpecidas las manos. Entonces lo ayudó a arreglarse y lo dejó sentado en la vereda, viendo pasar los colectivos llenos de gente colgada de las puertas.

     Cuando sintió hambre vagó durante varias cuadras buscando algo que comer en el piso. Caminó mirando el suelo, entonces tropezó con varias personas que le recriminaron por no atender por donde andaba. Cansado de buscar se sentó nuevamente en la vereda a esperar, entonces vio, al otro de la calle, varios pollos que giraban uno tras otro, uno tras otro, interminablemente. Se levantó y fue directo hacia los mismos, queriendo calmar su hambre. Entró al bar y fue hacia su objetivo agarrando uno de los pollos con las manos. Gritó de dolor, estaba muy caliente. Cuando se entretuvo friccionándose las manos, sintió que alguien lo sacudía con fuerza y lo sacaba a empujones del lugar.

     Apretó sus manos contra la pared para intentar mitigar el dolor. Volvió a vagar sin rumbo determinado, y vio a lo lejos el puente sobre la calle, entonces se dio cuenta que estaba por llegar a su lugar de siempre. Encontró manzanas podridas amontonadas en pequeños basurales y las comió con ganas, deleitándose con cada trozo negruzco. Llevó tres manzanas, un pedazo de pan y buscó un lugar donde acomodarse para dormir.

     Se tendió boca arriba sobre un montón de césped al lado de una casilla. De a poco comenzaron a aparecer las estrellas y en su cabeza se agolparon imágenes suyas con el guardapolvo blanco y tres cuerpos ensangrentados sobre el asfalto: de una mujer hermosa y dos niños que lo llamaban papá.

     

 

EL REFUGIO

Aún hoy, el baño sigue siendo para Nara un lugar de sosiego. Allí piensa, lee el diario o el capítulo de algún libro; allí llora, se desahoga, allí sueña. Cuando era niña solía encerrarse durante horas en el baño a fin de huir de los problemas. Vivió algunos años en Buenos Aires, en una casa de inquilinato en donde los dos únicos baños se compartían entre la docena de departamentos y generalmente uno de los dos estaba ocupado por ella durante largo tiempo.

     ¿Qué hacía allí durante lapsos interminables? Nada. Simplemente bajaba la tapa del inodoro y se sentaba encima: los codos sobre las rodillas y la cara entre las manos esperando que pase la tormenta. Una de las inquilinas, doña Dominga, española y temperamental pero de gran corazón, fue quien influyó muchísimo en su formación porque le daba consejos. La pileta de lavar ropa, también compartida, se encontraba al lado de la puerta de la buena señora, entonces mientras Nara lavaba la ropa, doña Dominga sermoneaba todas las mañanas: «Haz esto, aquello no se hace, esto debe ser así o de aquella manera».

     Hablaban, discutían sobre diferentes puntos sobre el amor, la amistad o la moralidad. Doña Dominga le hablaba de su niñez en un enorme viñedo en su lejana España, de los hombres con pies enormes que pisaban la uva, de las bondades del vino para darle brillo a los cabellos, del recuerdo de su madre, del marido muerto muy joven, de los años duros para sacar adelante la crianza de sus dos hijos varones. Uno de ellos estaba casado, el otro, con más de cuarenta años vivía con ella. A Nara le gustaba escuchar la historia de Cervando: él había tenido parálisis infantil y le practicaron una operación exitosa para que caminara bien, pero al abandonar el hospital, cuando cruzaban una plaza, un niño que jugaba lo lastimó con su pelota. Todo fue inútil, no lo pudieron recurar y él quedó rengo.

     Día a día, doña Dominga le sermoneaba sobre lo incorrecto de pasar encerrada tanto tiempo en el baño cuando los demás tenían que estar esperando para entrar, pero no todo era sermón, porque entre plagueo y plagueo le preparaba enormes sandwiches que la gula de los diez años de Nara devoraba en dos minutos.

     Cuando llegaba el momento del encierro en el baño, doña Dominga le golpeaba la puerta y le gritaba que no era la única que necesitaba el baño. Esto ocurrió durante bastante tiempo, hasta que un día relacionó los gritos, los ruidos y los golpes con los escapes de la niña: Nara se encerraba en el baño cuando su mamá y su padrastro se peleaban.

     Entonces nunca más la apuró a salir, a abandonar su refugio, sólo le decía: «Quedate tranquila, nena, vamos a usar el otro baño»
 

    

LOS MANCHONES

«Uno, dos, tres. ¿Lo mojo o no lo mojo?». Flaviana apretó contra su pecho el enorme oso de peluche y lo acunó como si fuera un niño. «Se va a deformar y va a quedar peor que ahora», pensó mientras diluía el jabón en polvo dentro de la pileta. Uno, dos, tres. Al apretar al oso cerraba en ese abrazo un montón de recuerdos atesorados durante años... veinte años, para ser más precisos.

     Con un fondo de música de calesita y fiesta patronal, le volvían a la mente imágenes pasadas y queridas. Como tantas veces en su memoria, se volvió a ver vestida con una ropa alegre, llena de guardas y encajes, luciendo su alegría de la mano de Mario. Fue durante la fiesta patronal. Por la mañana habían asistido juntos a la misa y a la procesión, después fueron al parque donde se habían instalado la calesita, los juegos de azar y los vendedores de muñecos de barro y de fantasía.

     Había también un puesto de tiro al blanco con hermosos premios para los ganadores. Apenas vio el oso lo quiso para sí y Mario tuvo que gastar todo lo que tenía para alquilar las flechitas con qué intentar llegar al centro del arco, hasta que lo consiguió y pudo ganar para ella el oso amarillo con manchones lilas. «Los osos de verdad no son de este color», le había dicho muerto de risa, pero precisamente por eso le gustaba tanto, porque era un oso diferente a todos los demás.

     Cuando acabó su permiso, Mario volvió al trabajo como marinero de un barco, pero prometió volver para las fiestas, y para eso sólo faltaban dos meses. Flaviana guardó con amor su oso y sus ilusiones y se consolaba abrazándolo cuando lo extrañaba demasiado. Cada quince días recibía cartas, y en cada una le enviaba algún pétalo o una flor pequeña. «Una margarita de Puerto Rosario para mi rosa», decía a veces, o bien «Una flor de camalote para la reina del río», y Flaviana se sentía una verdadera reina, amada y recordada todo el tiempo.

     Un anochecer estaba cosiendo sus zapatillas en el corredor cuando llegó don Ernesto, el papá de Mario. Cuando lo vio se dio cuenta de que algo había ocurrido. Se paró frente a ella y no pudo hablar, la abrazó con fuerza y lloró desconsoladamente. «Se cayó al agua y no lo encuentran», le dijo, con la voz entrecortada por el llanto, «se cayó al agua y todavía no flotó...». Creyó que iba a volverse loca del dolor. Se encerró en su pieza durante días, tuvieron que obligarla a comer. Acurrucada en su cama con el oso en los brazos dejaba pasar las horas esperando que alguien viniera a decirle que no fue Mario quien cayó al agua, sino que un bulto cualquiera y que él había aparecido en otro puerto, que no había muerto sino que se demoró recogiendo alguna flor silvestre para ella.

     Pero jamás apareció, ni siquiera encontraron el cadáver. Muchos dijeron que la hélice pudo haberlo triturado, entonces los peces...: No volvió a sonreír en muchísimos años. Ya no quiso estudiar, ni comer, ni vivir. Se convirtió en una muñeca de trapo que rondaba las esquinas para releer las cartas en la penumbra y esparcir los pétalos marchitos sobre la cama.

     El oso estaba muy sucio. Movió las manos dentro del agua para que el jabón hiciera espuma. Uno, dos tres: introdujo al juguete lentamente y con el peso del agua su volumen aumentó. Lo fregó una y otra vez hasta sacarle toda la tierra acumulada y lo colgó de las orejas en el alambre del patio. Sentada en una silla vio cómo se iba secando de a poquito, y observó con tristeza que las manchas lilas desaparecieron para dar lugar a manchones marrones tan oscuros y tristes como los de su corazón.

     

EL PANTEÓN 87

Bajó del colectivo en la puerta del cementerio. Junto a la florista dudó entre una docena de margaritas o un ramo de rosas pálidas a medio abrir, con tallos cortos y muchas espinas. Se decidió por estas últimas. Recorrió el largo pasillo y el ruido de sus tacos retumbó en el campo santo molestando la quietud de la siesta.

     Hacia el fondo, un albañil terminaba presuroso un panteón, seguramente el habitante llegaría en unas horas, para compartir con esos miles el lugar donde quedan dormidos los últimos sueños.

     El sol de las dos de la tarde le quemaba la piel y hacía brotar gotitas por los poros. Frente a un panteón enorme, una anciana de luto sentada en una silleta, acomodaba jarrones con viejas flores de plástico mientras algunas lágrimas enormes y silenciosas salpicaban el piso. Se perdió en un laberinto de tumbas, cruces y grupos de malezas, le costó encontrar el panteón. «La tercera hilera después de la calle principal, el panteón 87, está pintado de amarillo y siempre tiene flores frescas y parece un lugar alegre en medio de tanta tristeza», le había dicho su madre.

     Allí estaba. Recién pintado, con veredita y dos manchones de flores bien cuidadas en los costados. En el frente, a un lado de la puerta, una foto y una placa dorada que rezaba: «De tu esposa y tus hijos», volvió a repetir mientras un nudo enorme en la garganta se desató produciendo un llanto ruidoso.

     Sacó las flores del florero y anque estaban frescas las reemplazó por las rosas pálidas. Miró a través del vidrio, estaba, el cajón tapado con un cobertor blanco bordado y lleno de encajes. Y adentro él, su padre, quizás ya apenas huesos, apenas un montón de ropa hechas añicos y huesos descarnados.

     Cuando empezó a enfermar le habían escrito varias veces «papá quiere verte, papá quiere verte», pero no acudió al llamado, estaba demasiado ocupada con su éxito de bailarina en una discoteca europea. «Papá quiere verte», había dicho la última carta que recibió antes de aquella en la que le contaron que había muerto llamándola repetidas veces.

     Y no vino, ni siquiera cuando murió. Ni para las misas, ni las novenas, ni en el primer aniversario. Sólo ahora, diez años después, y encontró a su madre ya cansada y vieja, a sus hermanos muy rencorosos y dolidos con ella. Por eso cuando pidió que alguien le acompañe al cementerio todos se negaron, ni siquiera le quisieron explicar la ubicación. Sólo su madre la recibió como siempre y la acogió con afecto.

     No supo en qué momento se encontró hablándole, pidiéndole perdón por no haber venido cuando aún vivía, o aunque sea para traerle flores antes de que su cuerpo se marchitara del todo. Le conto de esos años lejos, creyéndose feliz sin necesitar de nadie, ganando mucho dinero, recibiendo el aplauso y la admiración de los hombres y de vez en cuando el amor un poco duradero de alguno. «¿Me vas a perdonar?», le repetía una y otra vez, «tenés que perdonarme para que sea realmente feliz».

     «No tiene que llorar tanto, señorita», le dijo un nene con un balde de agua en la mano, «le va a perdonar porque ese señor es bueno, por eso ha de ser que todas las semanas vienen todos sus hijos a verle». El nene con el balde se alejó y queriendo ayudarla, la hizo sentir más culpable. «Vienen todos sus hijos a verle», repitió.

     Cuando iba a marcharse notó que las rosas se abrieron completamente.

  

 

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*. El aleteo de las mariposas/ Esperanos.../ Con cara de payaso triste/ Un viernes de mañana/ La casa vacía/ Guardame el sol/ La decisión/ Noventa poemas/ Marcadores de colores/ De nuevo la oscuridad/ Las campanillas me abrazarán/ La diferencia/ Nubia/ De tanto soñar/ Un rato más/ Los ruidos y las plantas/ El mismo miedo/ Un sueño en la ventana/ Con sabor a muerte/ Su amiga preferida/ Se cayó en la rendija/ Tres cuerpos en el asfalto/ El refugio/ Los manchones/ El panteón 87.
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