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RENÉE FERRER

  LA QUERIDA, 2008 - Novela de RENÉE FERRER


LA QUERIDA, 2008 - Novela de RENÉE FERRER
LA QUERIDA
 
Novela de RENÉE FERRER
 
 
Fausto Ediciones,
 
Asunción-Paraguay,
 
Noviembre 2008 (pp. 477)
 
 
 

LA QUERIDA, tercera novela de Renée Ferrer, se interna en un período reciente de nuestra historia contemporánea: la dictadura de Alfredo Stroessner, rescatando para la literatura aquellos años sombríos.

Trasladando datos de la realidad o de su propia invención al territorio de la ficción, a través de un personaje femenino totalmente imaginario, la autora nos presenta el fresco de una época y una meditación sobre el poder desde la mente de quien lo ejerce y de quienes lo sufren.

Por- medio de una multiplicidad de voces, pertenecientes a los distintos personajes del relato, Ferrer reconstruye literalmente los distintos sectores de una sociedad, en la cual coexisten las penurias de los oprimirlos, los perversos abusos de poder, las consecuencias del miedo y la indiferencia.

De esta manera LA QUERIDA, de Renée Ferrer, se sorna al grupo de novelas escritas sobre las dictaduras de América Latina y del mundo entero.
 

 
 
EL FIN DE LA BÚSQUEDA (CAPÍTULO 1)
 

El portoncito del cementerio aparece interrumpiendo el sendero como si fuera la salida a ese tiempo que se fue. Dalila entra sin titubeos, acaso con apuro, ciertamente amparada por una añeja insensibilidad. La borra de un café demasiado amargo le había ensombrecido la mirada, dejándole en los labios el rictus permanente de la aflicción, o quizás únicamente la firmeza de haber hecho justicia por su propia mano, aunque fuese a destiempo. Vaya uno a saber si lo que parecía negro no era la cara oculta de una retardada solidaridad. De pronto, tiene la certeza de que el tiempo la ha gastado: en la lengua se obstina un sabor rancio; en la entretela del ayer, el óxido de la frustración; un gesto vencido en las manos; en la memoria, un basural de situaciones vividas, gozadas, soñadas, compartidas, malditas, de las cuales se desprenden los vahos nauseabundos del consentimiento, o tal vez la irreflexión de una juventud obnubilada por los resplandores del poder. Muchas veces se preguntó si aquella febril ilusión por ese hombre, que la sedujo antes siquiera de intentar- lo, no había sido meramente el calculado disfraz de la codicia. Se piensa cerrando los ojos para no verse. De lejos, los techos irregulares y las paredes multicolores de los panteones le alegran brevemente los ojos, como si en lugar de llegar a un camposanto estuviera aproximándose a una feria pueblerina el día de la fiesta patronal, y ella luciera el vestido floreado comprado por su abuelo en Italia, como regalo de sus trece años. Más cerca, cruzada la calle y superados el puesto de mosto y las fritangas, la algarabía de aquellos furibundos rosados, celestes y amarillos, compite con los destartalados arreglos del olvido, estampando en el adentro de su conciencia algo así como una tarjeta postal que el pobrecito le hubiese enviado desde el más allá. Según va sorteando las lápidas, siente el abrazo de la soledad y la piel se le eriza de golpe, como quejándose. No obstante el calor, Dalila se siente he-lada como cuando nos congela el miedo e, internándose en el caldeado crisol de sus recuerdos, observa los paños cenicientos de las cruces más las flores artificiales desteñidas por las lluvias o la inmisericordia del verano. Escucha la quietud turbada escasamente por el gorjeo de un gorrión rezagado, ¿o es su propio corazón alborozado? El alivio de haber concluido la búsqueda del soldadito relega a un segundo plano las reminiscencias inútiles, el sonido lejano de los vuelos rampantes cada vez más ofensivos, la agobiante carencia de noticias sobre el curso de la operación, y el cansancio acentuado en las piernas con la declinación de la tarde. Todo se le mezcla en la cabeza tal si el ayer no hubiera terminado aún de su-ceder y el hoy fuera el punto de llegada del pasado.

Tan pertinaz como fue en la primera época de sus amores con el General la decisión de volverse indispensable para él, con miras a doblegar su negativa de mostrarla a su lado en las ocasiones oficiales, así fue la insistencia en continuar con las pesquisas en la campaña, en las fronteras, en las dependencias del Estado, hasta encontrarse frente a un archivo del cual hubiera preferido no enterarse: minucioso registro de una multitud de hombres y mujeres acabados, de fichas manoseadas, de secretos abominables guardados en ese cuartucho sin luz como prueba indubitable del terror. O tal vez hubiera sido mejor conocer ese antro de información mientras sucedían las cosas: antes que las víctimas se convirtieran en un montón de papeles amarillentos, en cuyos renglones palidecen tantos nombres, tanta vida y tanto llanto, incapaces, a pesar del ocultamiento, de aniquilar las huellas de la gente conocida o anónima, valerosa o cobarde que abarrotó las cárceles o se prestó a colaborar. En aquellos estantes, merodea junto al soldado muerto el espectro de su hermano negándose a desaparecer.

La estampa de Marco, con el birrete de cuero usado desde antes de ir al cuartel, la guitarra en banderola y la sonrisa franca entrando al patiecito al cual se colaba la luna para nadar en el fondo del aljibe, se desliza ante Dalila como el graznido de un cuervo en el andar de la tarde. Ella busca una piedra donde sentarse para recobrar el aliento, tan deseosa de tenerlo cerca como cuando esperaban el vaso de agua que les acercaba la madre antes de dormirse bajo el mosquitero. De nada le hubiera servido de todos modos saber con anterioridad de la existencia de tal inventario de perversidad, porque ella no tuvo nunca las agallas necesarias para mirar de veras lo que se oculta detrás de las decisiones equivocadas, ni la dignidad de abandonar su posición de favorita cuando las circunstancias se tornaron irreconciliables con la decencia (siempre estuvieron reñidas con la decencia). Acaso por esa preferencia persistente del Dictador, a Dalila siempre se la llamó la Querida, aunque no fue la única, ni ella se molestara jamás en deletrear una objeción.

El sol le da de lleno en la cara alargando levemente las sombras, y otra pesadilla, de las muchas germinadas en el huerto de la inconsciencia, amenaza con volver amparada irónicamente en la luminosidad recalcitrante. La figura de Marco se esfuma para dar paso a la de Inocencio. Reencontrarlo fue la consigna desde aquella noche, de la cual no retiene la fecha, ni el año, ni la estación, pero sí la cara desencajada del recluta persiguiéndola, cada vez más cerca, más cerca, perdiéndola otra vez, casi juntos, mas nunca lo suficiente como para tocarla, ni aunque se le alargaran los brazos con la fuerza del deseo o a ella se le retrasaran los pies (de pura compasión, me parece). ¡Cómo hubiera querido que, mágicamente, a él se le ensancharan los pasos como al Gato con botas, dejando a los mirones boquiabiertos! O haber tenido ella la bravura de desafiar al Dictador, parándose en seco ante el riesgo inexistente de una risotada general o la posibilidad, siempre presente, de una soberana bofetada. Y ella, al principio, entre aturdida y risueña (poco se iba a reír después en realidad), participando de ese insólito carnaval ante la expresión atónita de los mirones, totalmente transfigurada por lo inusitado de una situación que nadie terminaba de entender. Pero nada de eso se produjo, y el soldado prosiguió en su intento de lograr lo prometido por el Dictador hasta acabar con sus fuerzas.

Dalila sabe ahora cuán sutilmente brutales pueden ser los castigos de un amante poderoso, y con qué maestría se entrelazan las represalias. Así su cedió con la invitación del General a llevarla de paseo, la mirada solapada y ladina la voz, cuando se hartó de su cantinela de no me sacás a ninguna parte para lucirme contigo, y terminaron en la casa donde se desnudaban las muchachitas del campo para ser desvirgadas por él; así con la desaparición de Inocencio; así luego de la negativa a casarse con el oficial cuando él se lo propuso.

Antes que la madrugada despertara al día y se lo llevaran arrastrado a medio vestir; poco después de encarar el hecho irreversible de su ausencia, y asaltada por múltiples contradicciones, Dalila empezó a sentir en lo hondo de su vacío las zarpas de la interrogación: ¿Y si Inocencio estuviera vivo? ¿Y si estuviera en ...? ¿Y si...? Y cómo iba a saberlo encerrada con tranca y candado en esa casa convertida en una celda de dos pisos, con patio y jardín a los cuales ya no tenía acceso; sumado el hermetismo de la servidumbre y la invariable recorrida de los guardias, además de las imprevistas irrupciones del General, que los tenía a los otros y a ella también caminando permanentemente sobre alambres de púa.

Desde la mañana de su desaparición, dar con el destino de aquel soldado constituyó para Dalila un propósito jurado. El pálpito, el temor, la incertidumbre hincaban sus raíces en el insomnio de cada noche, reiterando la resolución de encontrarlo. La idea se aferró a ella como un inquilino que se niega al desalojo, o un desalojo con el fantasma de los ocupantes vagando entre las sombras de un cuarto desierto. Aunque temía hallarlo desterrado de la vida, Dalila lo buscó tercamente, y al cabo lo encontró. Eso fue mucho antes de escuchar el sonido de los aviones alertando a la ciudadanía de que algo estaba pasando, o acaso ella tomó la determinación de develar la verdad justamente después de aquella noche de orgía, degradación y entrega, que transformó para siempre su enfrentamiento con el espejo. Porque desde entonces Dalila empezó a preguntarse como en los cuentos infantiles: Espejito, espejito, ¿soy yo la más perversa de todas las mujeres? (¿o la más compasiva?)./Ni lo uno ni lo otro, sino ambas cosas a la vez/.

A pesar de las infructuosas averiguaciones, Dalila nunca abandonó la esperanza de volver a ver al muchacho caminando campechanamente, por uno de esos milagros que no acontecen ni por equivocación del santo dentro del territorio nacional. Cuando ella inquiere a la luna de plata, el espejo siempre le contesta desde la vidriada intensidad de sus ojos: Está muerto, Dalila, muerto. ¿Vivo o enredado entre los camalotes en algún recodo del río? Muerto, Da-lila, muerto. ¿Acaso en algún penal sentenciado al olvido? Machucado y sin pestañas, Dalila, dos veces muerto (no sería la primera vez que alguien se muere en la República de muerte naturalmente provocada, digo, pero tú no te resignas, mujer impúdica). Tan poquita cosa dentro de su uniforme deslucido, y tan solícito con ella desde el principio de su permanencia en esa casa, puesta para la robadora del sueño presidencial por el Líder Supremo de la Nación.

Clareando y terminado el desenfreno de aquella noche excesiva; cubierto su cuerpo de mujer hermosa con una sábana impura, oculta la afrenta tras la melena derramada sobre el rostro, y consumado aquel acto impronunciable, Dalila ya no se atreve a moldear el nombre de Inocencio ni con el silencio de los labios.

Antes, por el contrario, cuando él la miraba desde sus ojos rendidos, pronto a satisfacer sus deseos, le gustaba desenrollar con desgano su sensualidad recién salida de la somnolencia y llamarlo con imperativa afabilidad: ¡Inocencio!, ¡Inocencio!, ¿qué pasa con mi café? ¿No te diste cuenta todavía que quiero desayunar temprano?, la pregunta bailando en sus labios, la chinela en la punta del dedo gordo, mientras capturaba los ojos del muchacho, que, hipnotizado por sus uñas granates, no atinaba a moverse de la baldosa donde se había quedado firme como un poste por imperio de su bella autoridad. ¿Dónde estás? ¡Inocencio! Pero ¿dónde se habrá metido este muchacho?

Ese día, a pesar de sus reclamos y del disgusto a punto de estallar en la garganta; no obstante la impaciencia de su voluntad contrariada y el apetito mañanero, los pasitos adolescentes, que por lo general se acercan anticipando una disculpa, no se oyen por ningún lado. ¡Inocencio! ¡Inocencio! Nada. En la casa solo se escucha el ajetreo de la búsqueda y los golpes de su corazón contra el pecho.

Inocencio enseguida se percató de que a ella le gustaba tomar el café con leche en la cama, mientras se liaba el cuerpo con el edredón de raso: mordisqueo de galletitas de dulce de leche, sorbitos lentos, complacencia suspirada antes que la casa se galvanizara con la posibilidad del arribo del General, quien no tenía el hábito de caer a la misma hora a ninguna parte, consiguiendo de esa manera desorientar las especulaciones sobre la dirección de su itinerario. Si bien entre la servidumbre y la guardia no había uno suficientemente osado como para conjeturar acerca de los horarios del jefe (dueño de vida y esperanzas de todos los habitantes del territorio a su cargo), y preferirían mantenerse prudentemente apartados de su vista a fin de evitar los inesperados cambios de humor presidencial, la tardanza de Inocencio no podía deberse a una precaución semejante, porque él, apenas el General traspasaba el umbral, ya estaba cuadrándose en frente y ofreciéndose tímidamente a tomarle la gorra militar.

Con la dilatación de la espera, un silencio intruso y combativo va metiendo el pie en el dormitorio de Dalila. ¡Inocencio! ¡Inocencio! Ninguna respuesta. Al rato llega Conchita con la cara hundida en la taza humeante, sin atreverse a decirle a la señorita que Inocencio no está. Aunque todos saben adonde ha ido a parar el conscripto, ninguno se anima a enfrentar la inquisición de la mujer. ¿Acaso no escuchó, la señorita, cómo se lo llevaron de madrugada, haciendo menos barullo que una serpiente, luego de un lacónico: Apúrese, pues, pendejo infeliz? (a veces el sueño es tan profundo como placentera la ignorancia). Tal vez ella no se percató de la célebre Caperucita Roja estacionada al costado de la vereda, abriendo sus fauces de Lobo Feroz con total descaro y ningún sigilo poco antes que la luz rompiera el huevo del alba (para tragarlo mejor, sin despertarte, hija mía), pero nadie podía negar la autenticidad de su preocupación.

A Inocencio lo habían arreado faltos de conmiseración, sordos a sus protestas, sin que nadie se moviera. La complicidad de la noche reavivó el celo de los oficiales y mantuvo en penumbra los ojos de las sirvientas, quienes siempre fueron un paredón sin lengua para atestiguar (ni nunca jamás) lo visto y comprobado. ¿Acaso no es el temor un derecho de los débiles? (o de cualquiera que aprecia la vida, digo). ¿No es la cobardía una de las formas primarias del instinto de conservación? Ni los vecinos, ni los transeúntes traslunados, ni la Querida del mandamás (que con ganas de mandar más se mantenía con los ojos duros de tan despiertos en la cama del más poderoso de todos los hombres), se dieron por enterados.
Entre los fogonazos de la noche del golpe iluminando la mente de Dalila, y el silencio sobre la polvareda levantada apenas ella roza las sendas irregulares del cementerio; entre las mejillas arreboladas por el color de la vergüenza al compás de los recuerdos y esa culpa obstinada en acompañarla siempre, se extiende el espacio del encuentro y la proximidad de la lápida en cuestión. Dalila supo desde el momento mismo del apresamiento de Inocencio que ella husmearía el rastro del desaparecido hasta el final, sintiéndose responsable de lo sucedido después de haberse presentado inesperadamente en su cuarto, una vez concluida la denigrante bacanal. Como tampoco pudo olvidar la estupefacción con la cual él la rodeó al verla apoyada en el marco de la puerta, tal una aparecida en túnica de gasa, mientras se preguntaba con arrobo qué hacía allí la amante del General, luego de haberse retirado exhausto y humillado a su piecita, llorando sin ser visto, en tanto los comensales, carcajeando y embotados por el alcohol, se dispersaban precipitadamente tras el jefe, (quien indefectiblemente arrastra consigo a la manada completa, balido aquí, balido allá, qué bien les va).

Aunque la guardia permanece despierta, Dalila está a punto de entrar a su modesto cuarto de recluta. ¿Desatino o trampa de su imaginación? De ninguna manera. No es un invento del deseo ni una alucinación de la mente, tal vez una piadosa recompensa a tanto esfuerzo estéril, quizás las cobijas con las cuales nos arropan los sueños. A Inocencio le castañetean las rodillas y le galopa el corazón, aunque nunca supo si aquella tembladera se debió a la pavorosa posibilidad de que vieran a la Querida entrando a su pieza o a la sed de poseerla escapándosele del cuerpo adolescente por los ojos incrédulos.

No bien confirma el arresto, Dalila empieza a extrañar la mirada de alivio del soldadito al verla sonreír cada mañana entre los pliegues de las sábanas negras, como si temiera hallarla muerta o desaparecida, como cualquier apátrida sin conciencia del promisorio futuro de la República (o una clara certeza del presente, digo). El conscripto conoce las palabras usuales del discurso estatal, como todos en la casa en la cual religiosamente se escucha la Voz del Oficialismo durante el almuerzo, por si al General se le ocurriese preguntar algo, y ellos no supieran responder. Nadie debe ignorar los términos de ese informativo que, entre arengas y diatribas, instruye a la nación sobre el exterminio de la guerrilla y la alta misión del patriótico gobierno del Excelentísimo Señor Presidente, siempre ocupado en la celosa amputación de los nódulos perniciosos. Pero aquel día Inocencio no tuvo necesidad de prender la radio para saber quién había sido el desaparecido.
 

ÍNDICE

Capítulo 1 - El fin de la búsqueda/ Capítulo 2 - Toccata y fuga/ Capítulo 3 - Finalmente una pista/ Capítulo 4 - La incredulidad del poderoso/ Capítulo 5 - Viaje al interior de sí misma/ Capítulo 6 - Los linderos del bien y del mal/ Capítulo 7 - Sublime libertad/ Capítulo 8 - Encubrimiento- Embaucamiento/ Capítulo 9 – Retraso/ Capítulo 10 - La telaraña/ Capítulo 11 - Audiencia presidencial/ Capítulo 12 - Terror e idolatría/ Capítulo 13 - La espera continúa/ Capítulo 14 – Advertencia/ Capítulo 15 - Incomunicación, rencor y fantasía/ Capítulo 16 - En los sótanos/ Capítulo 17- La música maldita/ Capítulo 18 - Ni flojo, ni ingenuo, ni confiado/ Capítulo 19 - La primera rebelión de Dalila/ Capítulo 20 - Jolgorio, derroche y prepotencia/ Capítulo 21 - Personalidad indómita/ Capítulo 22 - ¿Adónde, adónde están nuestros muertos?/ Capítulo 23 - El dueño del circo/ Capítulo 24 - Almácigo de jovencitas/ Capítulo 25 - Cuando los campesinos marchan juntos/ Capítulo 26 - Juegos impúdicos/ Capítulo 27 - Entre el duelo y el conocimiento/ Capítulo 28 - La burla, antídoto contra los malos recuerdos/ Capítulo 29 - Mientras aguarda/ Capítulo 30 - Aceptación e incertidumbre/ Capítulo 31 - La envidia no tiene edad/ Capítulo 32 - La recriminación de Marco/ Capítulo 33 - La tentadora podredumbre/ Capítulo 34 - Escape a la libertad/ Capítulo 35 - En un lugar de Caaguazú/ Capítulo 36 - Propuesta matrimonial/ Capítulo 37 - Sana, sana, culito de rana/ Capítulo 38 - El último será Luisón/ Capítulo 39- Exilio/ Capítulo 40 - El perseguidor/ Capítulo 41 - Entre el combate y el apresamiento/ Capítulo 42 - Caras y caretas de la juventud/ Capítulo 43 - La diminuta inmensidad/ Capítulo 44 - Noticia infausta/ Capítulo 45 - La elección/ Capítulo 46 - Consentimiento/ Capítulo 47 - Las estrategias de Dalila/ Capítulo 48 - Miedo al fracaso/ Capítulo 49 - El cerebro de la tortura/ Capítulo 50 - Mentira e incredulidad/ Capítulo 51 - Cuando se archiva el terror/ Capítulo 52 - Acusación, culpa y revancha/ Capítulo 53 - En agua de borraja/ Capítulo 54- La fuerza del silencio/ Capítulo 55 - La noche del golpe/ Capítulo 56- Entre tanto/ Capítulo 57 - Descenso a los infiernos/ Capítulo 58 - En la tumba/ Capítulo 59- Desterrado/ Capítulo 60 - Por fin la libertad.
 
 
 

 

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