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NOEMÍ FERRARI DE NAGY (+)

  ¡ADIOS ROGELIO! y LAS HUELLAS - Cuentos de NOEMI FERRARI DE NAGY


¡ADIOS ROGELIO! y LAS HUELLAS - Cuentos de NOEMI FERRARI DE NAGY
¡ADIOS ROGELIO! y LAS HUELLAS 
 
Cuentos de NOEMI FERRARI DE NAGY
 
 
 
 
 
 
¡ADIOS ROGELIO!

Rogelio se ha ido. En realidad, fui yo misma quien decidió que se fuera, dando fin a una tentativa que no lamento, y que me ha dejado muchos recuerdos hechos por mitad de luces y de sombras.

A veces Rogelio era Tarzán y el perro era el león. Luchaban delante de mí, y yo, sentada debajo de la parralera, con la púrpura del atardecer a mis espaldas, me sentía una reina en su marco de preciosas colgaduras, gozando un espectáculo de actores cortesanos. Otras veces, Rogelio era el equipo de Olimpia y el perro el arquero de Libertad. El animal, con el trasero al aire y el hocico pegado al suelo, esperaba para lanzarse luego como un resorte que dispara, sin fallar nunca la presa. Sus colores, negro lustroso y castaño dorado, los heredó de su bellísima madre, pero la mancha venía del padre bastardo. Rogelio en cierto modo se le parecía: sus cabellos y ojos negros y su piel tostada armonizaban en forma curiosa con la pelambre de su amigo de cuatro patas, además los dos eran retozones y vagabundos y los dos tenían un padre al cual debían la vida y una mancha...

El muchacho y el perro se entendían como si poseyeran un lenguaje común, juntos se iban al almacén, el perro con la cabeza erguida, llevando el canasto, juntos se escapaban a la hora de la siesta mientras yo descansaba. Cuando me levantaba, encontraba a menudo al animal jadeando y en un rincón del cobertizo una nueva colección de tacuaras destinadas a transformarse en flechas, cuyas plumas procedían de mis hermosas gallinas de raza.

Cuando Rogelio se iba a la escuela, su cabello domado a fuerza de agua, el guardapolvo blanco y los zapatos relucientes, renacía en mí la esperanza de ver un día la transformación de ese niño atolondrado en un joven responsable. Sin embargo, el tiempo pasaba y se repetían sus chiquilladas y sus aventuras, de las cuales es suficiente un botón de muestra: yo había colocado un brazalete blanco de plástico a cada una de las gallinas jóvenes del gallinero, pero Rogelio -a pesar de que le había explicado la función de ese adorno- no quería ver desnudas las patas de sus aves predilectas. Sacó acá y puso allá, para repartir con justicia lo que a su parecer embellecía a las gallinas, y produjo así una confusión total.

Lo que más me preocupaba eran las amistades de todas las clases que el chico andaba haciendo en todas sus escapadas. Empecé a decirme que Rogelio se me estaba escurriendo de las manos, que se volvía cimarrón. Tenía alguna sorpresa desagradable y, efectivamente, no me faltó; pero no vino como yo esperaba, desde afuera, sino que se produjo en el gallinero. El chico quería en forma especial a un soberbio gallo, que a veces se trababa en riñas violentas con algún rival. Quizás en una batalla el animal fue desairado, o sencillamente el chico se enfureció contra el enemigo de su protegido, el hecho es que encontramos a uno de los gallos en estado impresionante, como si alguien le hubiese pegado fuego, hasta dejarle con las plumas chamuscadas y cubierto de llagas.

No pudimos sacar nada en limpio sobre los pormenores del hecho, pero Rogelio sólo al principio y muy débilmente negó su culpa. Sentí definitivamente mi derrota; y fue como si me hubiese asomado a un mundo oscuro y desconocido donde no había sabido qué camino tomar. Estaba triste, pero decidida a no proseguir con mis esfuerzos. Expliqué al muchacho que debía volver con sus parientes, pues se hacía ya un jovencito, y la mano de una mujer extraña era demasiado débil para guiarlo. Me dijo que comprendía.

Cuando se fue, le regalé el gallo que le gustaba, y lo miré alejarse, con el animal bajo el brazo, por entre las malezas de los baldíos. El perro, sentado cerca del portón, temblaba y gemía.
 
 
De: Rogelio: cuentos y recuerdos
 
 
(Asunción: Editorial del Centenario S. R. L., 1972)
 

 
 
LAS HUELLAS
-¿No oís, la señora, ese silbido?

-Oigo el llamado de muchos insectos que buscan pareja; no sé a qué te refieres. (Pero sabía que entre tantos rítmicos reclamos, en esa noche clara, la chica oía algo especial y quería que yo la escuchara.)

-¿No oís pa la señora? Es el Pombero lo que silba tan lindo.

-No digas tonterías ¡por favor! ¿Acaso le viste?

-Yo no. Pero mi tío le pilló una vez, mientras se escapaba. Es muy chiquito. Vos no creés, porque no sos de aquí.

-Y esto, qué tiene que ver. Aquel árbol, todos lo pueden tocar, y esta piedrecita tan minúscula, también, porque son cosas reales. Pero el tal Pombero no existe, es pura creación de la fantasía.
La chica sonreía gentilmente, sin replicar. (Ella sonreía a menudo. Su carita llena, de hermoso cutis color avellana claro, y de ochos achinados, se hacía entonces muy atractiva.)

Tendida en mi catre, en el jardín, esperando el sueño, pensaba que todo el gran concierto de los insectos no era para mí sino un conjunto de sonidos. No podía figurarme ni uno siquiera de los cuerpecitos que emitían esos llamados: tanto valdría admitir la existencia del duende sentado entre las nudosas raíces de un árbol. ¿Para qué discutir con la chica? Mi ignorancia era total, mientras que ella estaba segura de "saber".
La luz de la luna se quebraba en un fulgurar de diamantes sobre la cabellera de un pindó agitado por la brisa, y en el baldío cercano se hinchaba, parecida a una espesa nube, la copa de un yvapovó. Me embargaba la melancolía; o quizás era autocompasión o nostalgia, por haber perdido la facultad de sentir la noche poblada de seres invisibles, inteligentes y misteriosos. Pero a la mañana siguiente -una mañana luminosa y fresca- ni me acordaba ya de enanitos ni de tristezas. Trabajaba, sin impacientarme al ver que la muchacha, en vez de ayudar, se entretenía con mi hijito. Que jugaran nomás. Estaba conforme

Después de un rato, el niño vino a llamarme.

-Mamá, no sabemos qué huellas son éstas que descubrimos. Vení un poco a ver.

En la tierra se notaban impresiones inexplicables, todas perfectamente iguales: un punto y una rayita, como si piececitos sin ancho, con calzado de taco alto, hubiesen caminado por el jardín.

-¿Qué creés que esto es, la señora?
-No lo sé, mi hija. Y cuando no sé una cosa, no invento explicaciones.

(¡Ay!, era cierto: ya no sabía inventar nada.)

Nunca pude olvidar esas huellas tan raras, y una vez las recordé hablando con mi hijo, ya grande.

El rompió a reír.

-Las imprimimos nosotros -confesó- con un peine roto. La chica decía que tú no creías en el Pombero y quizás entonces te convencerías. (Así que el embustero fue él, pues expuso al fuego un peine roto, que, al enfriarse, tomó una forma rara -como de un pequeño pie- y con él se imprimieron las huellas, por deseo de la chica.)

La muchacha tenía fe y había querido comunicármela, aunque fuera por medio de una trampa.

Ojalá llegue a leer estas líneas y se entere de que recordaré siempre con ternura su simpatía hacia el Pombero y su ingenioso y bien intencionado engaño.
 
De: Las huellas y otros cuentos (Asunción, 1990)
 
 

 
 
 
 Fuente:



Ilustraciones: CATITA ZELAYA EL-MASRI

Intercontinental Editora,

Asunción-Paraguay 1999. 433 páginas.
 
 
 
 
 

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