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RAMIRO DOMÍNGUEZ (+)

  TAKATE´Y - AVARICIA (Cuento de RAMIRO DOMÍNGUEZ)


TAKATE´Y - AVARICIA (Cuento de RAMIRO DOMÍNGUEZ)
TAKATE´Y - AVARICIA
 
Cuento de RAMIRO DOMÍNGUEZ
 
 
 
TAKATE´Y (AVARICIA)
 

Mi querido Deograsio:

Mi deseo es que al recibo de ésta estés con toda salú y felicidá. Como te imaginas, ésta te escribe tu ahijado Eulalio, porque yo cada día leo peor y ya apenas veo.

Aquí andamos como siempre, podemos decir, sin novedá. Mi último compañero sigue metido en busca de plataentierro, y la verdá que en casa lo único que sobra es la necesidá. Yo ya le dije que mejor se acerque a su compadre, el de la Seccional, a ver si le busca algún puesto con buen sueldo de yapa; pero él dice que antes prefiere poner un puesto de panchero y no cepillar a ese arribeño que no se sabe dónde encontró tanta plata.

Nuestro hermano sí que ya descubrió la veta: puso el dinero que ganó en la quiniela a prestar con buena usura, y le va de lo mejor. Para más, se volvió a casar con viuda rica, que por suerte quedó sin hijo, así que todito queda nomás para él. Aquí la gente, por falta de trabajo, tiene que arreglarse de cualquier forma.

Bueno, yo también tengo mi rebusque; a veces cuando mi compañero sale por alguna changa, recibo no más al papá de Eulalio, y por cada visita me deja un quinientón, que yo sé guardar donde nadie pueda descubrir en la alacena. También le prendo de paso mi vela a San Antonio, a ver si me consigue un esposo con más plata que este arriero arruinado.

No te rías de mi, porque todavía tengo edad para calentar la pava.

Ahora, mi hermano, y para terminar: podés vos tamién mandarme algo de los pesos que te sobran?. Es sólo para remendar lo que guardo para el puchero. Besos y abrazos de la que siempre te extraña. 
 
Feliciana
 

A ver dónde puse la plata para el Correo. Buscá debajo del santo y también en la lata de los cigarros. No tardes mucho, porque tengo que terminar los dulces de raspadura para el mercado. Y tenés que traerme leña para el fogón. Al irte preguntále a la vecina si ya terminó de usar mi olla que le presté y yo voy a necesitar luego. No te olvides de saludar al carnicero, por si acaso te deja nomás un poco de voge para los perros y hueso con caracú para nuestro locro.

Por ahí me doy cuenta de que cada día estoy más interesada. Y qué se va hacer. El estómago apura y ya no hay abuentiempo. Ojalá que Luciano encuentre de veras el tesoro que anda buscando, así me cambio de paso estos trapos de porquería y podemos hacer el amor cuando nos cante.

Por qué será que otros tienen tanta suerte, y a nosotros nos cuesta tanto traer del mercado algún vuelto de sobra. A veces no puedo dormir de noche pensando cómo salir de apuro y la verdá, tengo envidia de los que sin querer encuentran nomás dinero perdido en el camino.

Con razón me decía mi mamá aprovechá ahora que sos joven y no tengas vergüenza si alguien te requiere, pero que tenga mucho dinero. Yo al revés, siempre anduve revolcándome por el yuyal con el primer pelado que me jodía, y en vez de sacar ventaja otra vez yo me rompía por vestirle y poner dinero en su bolsillo.

Ahora ya es tarde y solamente me queda el consuelo de repetir el consejo a mis hijas que ya están en edad de salir a buscar hombre.
 

Adelante, señor: tome asiento en nuestra pobre casa. Como puede ver, no nos sobra nada, pero tenemos patio con buena sombra, y algunas espigas de maíz que nos queda en el perchel. Ya le escuchó hablar a Feliciana, cualquiera ha de decir que es avarienta o plata-potá. La verdá es que aquí estamos todos con mucha necesidá y buscamos plata donde sea.

Nuestro agüelo o papá-guasú nos contaba que antes, antes de aipo la Independencia teníamos tierra de sobra para todos, y no había cercados ni tranquera. Pero vinieron los pitagua y se hicieron darlas mejores tierras para sus vacas y caballos, para más, con título de escribano. Nos quedamos en el pueblo con nuestra poca legua de tierra como campo comunal, y los muchachos se iban al monte a quemar un rozado para su pequeña chacra, con qué dar de comer a sus hijos. Cuando vinieron los de la Triple Alianza se llevaron todo, y se acabó el país. Los que quedaban, viejos lisiados y niños y mujeres que entre faena y faena no hacían sino parir, se encontraron con que el Gobierno había vendido en el extranjero casi todas las tierras, y vinieron los yerbateros y embarcadizos a llevar a Buenos Aires nuestra madera dura, nuestra naranja-kan y la yerbamate con que nosotros les habíamos enviciado. Más tarde vinieron los gringos de Itaipú y compraron cuanta tierra había para plantar soja y pasturas para su ganado. Hace poco, y en la dictadura, se fabricó una nueva clase de gente rica - ndajeko el "precio de la paz" - y los coroneles y presidentes de seccional compraron títulos de nuestros montes y campos comunales; así que ahora no nos queda más que buscar changa en la ciudá o salir al extranjero con las manos sobre la cabeza.

Esta pobre gente expresa a su modo su frustración y abandono, porque en siglos de avasallamiento por el arcabuz y las Reducciones han visto desmanteladas su familia tribal y su tradicional modo de ser - ñande reko vpv - para engancharlos en formas disfrazadas de paternalismo, como la encomienda, y el nuevo discurso de los caudillos.
 

Aquí no hay forma de escapar a la voracidad de los poderosos, sino por el clientelismo, el compadrazgo o la adulonería servil del "arrimado" a la casa grande de los patrones.

El dinero odiado y maldecido por los desheredados es buscado con codicia y guardado en secreto bajo tierra, en los takype ceremoniales de sus antepasados aborígenes. Robarse un buey, o cuerear en despoblado los animales del estanciero rico es sólo para ellos un acto de justicia -"robar a un ladrón".... es ganarse cien años de perdón -. Nadie que acierte a dar en el camino con un fajo de dinero perdido buscará al posible dueño, sino que bendecirá a San Antonio por su suerte-kö’ë.

Sin embargo, corre en las consejas populares una sarta de "casos" por los que el pueblo manifiesta su aversión a todas las formas de avaricia o takate’ÿ que son la contracara de su ancestral projimidad y sentido solidario que abrigan en sus tolderías indígenas.

Esta suerte de pedagogía grupal que ejercitan los ancianos va desgranándose a la tarde junto al fogón, mientras calientan al rescoldo lo que sobró de la comida del día, y corre el mate de boca en boca para anudar aún más la conversación y espíritu de grupo que los fortalece y reanima.

Feliciana y Luciano acaso sean el último eslabón en este desmoronamiento en que para salvarse cada cual al desbarrancar se agarra al primer raigón lampiño que emerge de las entrañas de su memoria.

Te acordás-pa de ña Juanita la usurera, que guardaba la plata en su colchón, se volvió loca, pero locaité. Había sido que la pobre desconfiaba hasta de su perro, así que no sabía dónde poner la plata que juntaba.
 

Hizo primero un hueco en la alacena de su paré de adobe, pero se le caía el barro cada noche y desconfiaba que alguien le podía maliciar. Probó despué poner en un zarzo que colgaba del enlate, pero el gato saltó por el queso y se cayó el atado con plata al suelo. No quiso enterrar en el patio, porque cada vez crecía el montón de plata con el interés que cobraba a sus cliente-kuéra. Por fin, se quedó con la vieja costumbre de meter la plata en el colchón y acostarse soñando que flotaba en un mar de riqueza. No quería a nadie a su lado, no sea que espiara su trajín y luego salía nomás a chimentar con la vecina. Saquen a ese perro que no hace sino comer y si me descuido me va a tragar también a mí. Tampoco le daba de comer al gato, porque, según decía, galo bien comido no caza ratón, por lo que el pobre michi andaba todo el día sobre el techo de los de al lado.

Era luego barbaridá takaté y empezó a pensar qué harían despué de su muerte, así que dispuso que el carpintero le haga para su cajón, no sea que su gente-kuéra tiraran la plata para pagar-guá'u para su ataú de lujo, y puso el cajón debajo de su cama y se acostaba a dormir soñando que se iba al otro mundo con bastante plata para engañar a San Pedro.

Siempre al que venía a pedirle plata le preguntaba si tenía algo de valor para dejarle en prenda; si no, le despedía con el vuelva otro día. El platero su compadre se encargaba de vender a buen precio toda la plata y el oro que ella rejuntaba. Nunca sobraba leña en su fogón, y para no hacer fuego dos veces confía en frío a la noche lo que sobraba del puchero, y se limpiaba con la manga los pedazos de sebo que cubrían la sopa sin calentar. Nunca se le vio enferma y tenía en la reguera cualquier clase de pohä-ñana para preparar con los yuyos para su remedio, por si acaso. Al que le saludaba con el ave-María-purísima, le contestaba gruñendo, no sea que ya otra vez esperara el a-buen-tiempo.

Un buen día, vino un señor de la ciudá, de muy buena apariencia por lo visto, traía en su sulky un cajón todo podrido, parece que había quitado plataentierro con alhajas y cubiertos de mesa todo de plata y oro.

Quería según dicen que le ponga precio y que le dé su valor contante y sonante, porque iba a comprar una tropa de novillos que le llegaba del Brasil. Quedaron en que se verían al otro día, para cerrar el trato. A ver, decía la vieja, esta vez sí que me voy a forrar de lo lindo, porque no le voy a dar ni la mitad del precio que él pide por sus chucherías.

De noche, durmió mal o no durmió del todo, esperando que llegue el día para cerrar el negocio del año. Miraba el viejo reló de paré y quería nomás empujar para que corra el péndulo más ligero. Ya iba a ver este viejo ricachón si porfiaba en sacarle por su laterío mejor precio. Que espere no más sentado, a ver si encuentra en el pueblo quién le ofrezca más que yo; sentía bajo la espalda un consquilleo como si toda la plata que había guardado bailara de contento, esperando el regateo de su dueña. La verdá que más que estopa el colchón parecía un nido de pajaritos alocados, que reventaban de ganas de salir a revolotear apenas fuera de mañana.

Al amanecer, se pasó removiendo en el ropero sus antiguas prendas para vestirse y esperar al caballero en la mejor forma, no vaya a pensar que va a hacer negocio con tina pordiosera. A ver, este vestido es muy provocativo, no se le ocurra que por un puñado de plata quiero hacerme otra vez de marido. Este otro parece de esposa de sepulturero. Por fin, se quedó con un traje a dos piezas, como seòora (le pastor inglés.

Llegó nomás la hora esperada, y se escuchó a la puerta el trote largo de los caballos del sulky. Apéese, señor, puede depositar en el piso su caja de valores, mientras yo voy por el dinero. Cuánto dijo que pedía por él? Ah, creo que a reventar sólo puedo ofrecerle la mitad.
 

Me espera un rato y veo cuánto puedo traerle a cambio. Cerró la puerta con doble llave para ir al dormitorio, mientras el cliente tosía nervioso, a ver adónde iba a parar toda la historia.

Ella se armó de una lanceta que usaba para desatar las bolsas y se agachó de rodillas frente al colchón, como se ponen los devotos para pedir al santo algún milagro. Pero el milagro sucedió al revés: el colchón estaba lleno de excrementos y nidos de ratas. No. No puede ser; ha de quedar algo sano de esta maldita burla del infierno. Señor San Miguel, aparta al maligno de mi lado y devuélveme lo que en toda una vida de sacrificio y honrado esfuerzo fui guardando, moneda a moneda. Hizo cortes desesperados con la lanceta en el fondo del colchón, y de sus jirones no salía de entre los nidos de rata sino montones de papel picado, como el que se lanza en los juegos de carnaval; pero del dinero, ni recuerdo.

Empezó a dudar, acaso con la excitación había olvidado el lugar cierto en que había escondido su fortuna, porque de tanto desconfiar, solía de vez en cuando cambiar de sitio por temor a que alguien que adivinara sus artimañas la asaltara en sueños y después de acogotarla escapase con el botín, movió el viejo arcón lleno de baratijas, sacudió las cobijas por si hubiera enredado en su mal sueño el recuerdo de la vigilia, fue al excusado a hurgar entre los papeles sucios, a ver si en su desatino no había confundido el lugar exacto en que guardaba sus ahorros. Volvió oliendo a mierda pero sin rastro de lo que había sido su secreto mejor guardado. Se sentó un largo rato sobre el arcón desvencijado con los ojos blancos fijos en la pared. Se fue cayendo para atrás, removiendo en la memoria el tiempo en que había acompañado a su padre hasta el altar donde la aguardaba su primer marido, las trenzas que le peinaba su madre después de lavarle el pelo con manzanilla, y de ponerle las botas para acompañarla a la escuela, los votos cuando su Primera Comunión, la soledad que siempre pareció perseguirla desde que la dejaron los viejos y el esposo tiró las zapatillas detrás de una ramera, por qué al menos no había procurado tener hijos que la acompañaran, por qué no se conformó con lo que le habían dejado sus padres y el marido infiel, que sin embargo la dejó heredera de cuantiosos bienes, por qué no se dio a la buena vida, cuando aún era joven y los hombres se volvían con requiebros que le hacían hervir la sangre, por qué al fin no hizo a tiempo buen uso del cajón que había dispuesto para su velorio y se quedaba dormir para siempre lejos de este maldito Inundo, por qué a ella no más le salían las cosas al revés.

Y se volvió loca no más. Loca lo que se dice loca de atar. Solía sentarse a la puerta de calle a saludar muy cortés a quien pasaba ofreciendo mantecados a los gorriones que terminaron por acostumbrarse a sus voces, y con el papel picado de lo que había sido alguna vez su fortuna, hacía vito a los chicos que se embelesaban mirándola en sus desatinos. No hubo tiempo de enterrarla en su cajón ya preparado, porque una noche la escucharon gritar desde el incendio de la casa que terminó por arder como un manojo de paja con que se saludan las gentes en los juegos de San Juan.

Así no más suele quedarse, mi hijo, el que pone su tesoro en un montón de papel sucio, y no le sirve ni para la pequeña almohada que le ponen al morir bajo su cabeza. Mejor ir al otro mundo con el cordón de San Francisco que haciendo sonar en el bolsillo cuanto níquel te queda.

Está tamién el caso de don Aniceto. Era muy porfiado el hombre, y en su almacén le robaba a todo el mundo, tenía en su balanza cualquier cantidá de trampas para joder al prójimo, y de vuelto nunca tenía níquel para completar el cambio. Para no pagar a su empleado kuéra, les despedía a fin de semana con el eju-lúne, y si estaba apurado el que tenía viajar le decía que elija de su mercadería lo que iba a necesitar, pero le cobraba por demás su precio.
 

Lo cierto es que nadie le ganaba legal y si se quejaba le gritaba que busque otro patrón nomás.

Pero le agarró por fín aspo tuguy-asucá, y empezó a orinar y comer por demás, y cada vez estaba más flaco y enclenque, y la diaveti le comía más de lo que él podía tragar de plata ajena. Se fue en peregrinación a Caacupé, y le ofreció a la Virgen si se ponía bien devolver el doble de lo que había robado para las obras del santuario, se empachó de tomar los remedio de yuyo como ñandypá y ka'atái, pero aunque se orinaba en el pantalón y sólo comía de noche arroz hervido, se fue quedando como vela de sebo todo amarillo y le amenazaba la gangrena. Cansado de caminar a gata se hizo poner una hamaca en el almacén y desde ahí le gritaba a los cliente el precio de la sal, la yerba y el jabón. Nadie se animaba a protestar si era muy caro porque le escupía en la cara que había en el pueblo cualquier cantidad de boliche si desconfiaban de él. Empezaron a dejarle solo su gente-kuéra, primero su esposa harta de tanto puchar y malos trato se escapó con un arribeño que solía aprovistarle de queso y huevo. Depué le dejaron los hijo uno a uno, salían primero a mariscar en el arroyo a ver si picaban algún mandi'i para el pirá-caldo, o revisaban en la chacra del vesino para llevar como rebusque poroto o mandioca para la cena pero por fin se desganaron y escaparon a la ciudá para buscar mejor conchabo.
I pahápe, como quien dice, se escapó su tordillo detrás de una yegua del bajo y la cocinera que le preparaba para su avío salió un día con el aháta-aju, y al requerirle Aniceto cuándo volvería le respondió sin volver la espalda con aquello de ajúta lune, o sea marte.
Las pierna - Dios nos guarde - se le empesó a agusanar y olía peor que chancho muerto, así que su marchante-kuéra llegaban con el poncho en la nariz, hasta que por fin nadie se acercó al boliche, que poco a poco fue saqueado por sus vecino que sabían de memoria sus movimiento.

Cuando le avisaron al pa'i que había muerto, él se negó a rezarle un responso, y aconsejó que le enterraran en la primera zanja. Como se suele decir, no le valió su plata ni para acomodarle la cabeza en su cajón.

Pero no a todos les va mal cuando se apegan al dinero. Está también el caso de aquel capataz de estancia, buenmozón y atrevido, que fue comiéndole la hacienda al patrón quien no paraba rodeo cada tanto por simaspena y terminó quedándose con su esposa, la que bajo el pretexto de atender a los negocios de su marido se pasaba largas semanas en la casa de campo, disfrutando del queso fresco y los favores que generoso le ofrecía el capataz. Así fue ajustándose un trato entre ambos para engañar al dueño de la hacienda, de modo que si en la tropa nacía vaquilla, era para el capataz, y el ternero rengo o descaderado era para el patrón. En poco tiempo el "sombrero" arreaba un hato de ganado dos veces superior al que registraba el patrón. Como la historia no podía pasar desapercibida, la peonada distinguía al capataz con el apelativo de che patrón, que en verdad lo era, en el arte de amar como en las faenas de campo. Sucedió por fin que el dueño de la estancia fue ejecutado por deudas que venía acumulando en el Banco, y se presentó al remate el "diente postizo" ofreciendo mejor precio que los demás. Así que se quedó con el título y la alcoba para su solaz. Ni qué hablar que la patrona hizo enseguida su mejor opción, y quedó a disfrutar de sus bienes en la estancia.

Pero el colmo del colmo era don Barba nambi-cha'i, le llamaban así porque tenía un lado la oreja como un bodoque arrugado. Aipo una pordiosera le había bendecido cuando le resbaló una moneda a la puerta de la iglesia - para que todos vean lo generoso gua'u que era -, y la pobre mujer le había pagado en vez del Diose-lo-pague con Ñandejára ta nde mbo rymba heta (que Dios te dé mucha hacienda), y en verdá que se hizo rico poderoso y "en plata argentina" como dice la gente. Pero como había pasado antes necesidá no se acostumbraba a su nueva condición y era miserable con todos hasta con sus hijos y la esposa que cada aòo le devolvía los favores con un nuevo heredero. No hay necesidá, mujer, de cambiarle la ropa todos los días a tus hijos, así se gastan demasiado pronto; sacálas a orear y al día siguiente le ponés lo mismo. Ese chico está demasiado desganado, ella le decía; cebále un té de naranja y se pondrá bien.

Las prendas de los hijos iban pasando del mayor al menor, y si era varón el que heredaba de su hermana mujer, su mamá le sacaba el moño y abría en el pantalón para su bragueta. Lo mismo para sus zapato, los chicos lloraban porque no querían ir a la escuela con la sandalia rota que les había dejado el otro. Pero no había escapada: la regla era de hierro y al que no le gustaba se quedaba en casa a contar desde la cama los tirantillos del techo. A la hora de comer, todos esperaban religiosamente que su papá ocupe la cabecera y la mamá traiga la sopera con el mboriahu caldo, en que flotaban unos fideos desatinados en algo que parecía jugo de carne. Eso sí, mandioca a cutiplé, para llenar la barriga. Por suerte en el camino a la escuela había cualquier cantidá de arasa-pe y aunque no habían madurado las frutas iban rumiándolas en el camino como única merienda. Cuando paraba rodeo en la estancia, daba a la peonada que venía de voluntarios las tripas sucias del buey faenado para su caldo-avá. Nada de propina ni de caña para enjuagarse la boca, estos indios sólo saben pedir y pedir; yo les voy a enseñar cómo se trabaja sin emborracharse desde el amanecer. Y bueno, lo que usté diga, che patrón. Cuando el día de San Marcos se hacía la recoluta de la hacienda para la marcación, si había algún ternero agusanado imposible de curar, se lo regalaba al cura que había venido del pueblo para bendecir al santo patrono; no sea que este gordinflón abra una carnicería detrás de la iglesia.

Pero a cada chancho le llega su San Martín: su única pasión era para su partido, por supuesto que siempre era el que estaba en el candelero. Parece que buscaba nomás que le elijan para diputado. Bueno, don Barba, usté sabe que la cosa está difícil, porque el presidente de nuestro partido ya eligió a los candidatos de nuestra comunidá. La única forma de conseguir con él que arregle su postulación es invitarlo con toda su comitiva a un karu-guasu y sacrificar una novilla mamona para el asado a la estaca, que es la devilidá de nuestro presidente. Y este cuento se repetía con cada elección, sin que don Barba llegue ni a los premios con el voto de todos sus compadres. Sus correlí, al ventear otras opiniones de los jefes, le dejaban con la boca abierta.

Harto de jugarse por el partido, vino por fin a la estancia un coronel que iba a encabezar una revolución, y le ofrecía nada menos que el puesto de ministro. Esta vez si que se jugó toda la hacienda y más sus depósitos en el banco por la nueva aventura. Terminó como era de suponer. Con el coronel en la cárcel y su hacienda charqueada en las carnicerías del pueblo. Procuró no llorar de rabia, para no ensuciar el pañuelo.
 
 
 
Fuente: PECADOS CAPITALES. SIETE CUENTOS. COLECCIÓN NARRADORES PARAGUAYOS © de los cuentos, de los respectivos autores, © de esta edición Editorial El Lector, Director Editorial Pablo León Burián, Tapa: Marcos Condoretty, Ilustración de tapa "Los 7 pecados capitales", de Jerome Bosch (El Bosco) (1450 - 1516), pintor medieval holandés, precursor del surrealismo cuatro siglos antes de que esta corriente apareciera. Ilustraciones interiores: Ricardo Migliorisi. Asunción-Paraguay. 2006 (117 pp.)
 
 
INDICE
 
Introducción
 
LA AVARICIA - Takate'y - Ramiro Domínguez
 
LA GULA - Una noche en la Embajada - Bernardo Neri Farina
 
LA ENVIDIA - Mazorca - Renée Ferrer
 
LA PEREZA - Correr tras el viento – Alcibiades González Delvalle
 
LA LUJURIA - No quiero yo que se enoje - Pepa Kostianovsky
 
LA SOBERBIA - Informe sobre Antenor - Francisco Pérez-Maricevich
 
LA IRA - Miranda Catorce - Helio Vera

INTRODUCCIÓN
 
SIETE ESCRITORES PARA SIETE PECADOS
 
Los pecados capitales fueron "seleccionados" por Santo Tomás (I-II:84:4): soberbia (orgullo), avaricia, gula, lujuria, pereza, envidia, ira. San Buenaventura enumeró los mismos. La cantidad concreta de siete fue establecida por San Gregorio el Grande y mantenida por la mayoría de los teólogos de la Edad Media. Escritores anteriores, como San Cipriano y Columbanus, hablaban de ocho pecados capitales.
El término "capital" no se refiere a la magnitud del pecado sino a que da origen a muchos otros pecados. De acuerdo con Santo Tomás (II-II:153:4), "un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable de manera tal que en su deseo, un hombre comete muchos pecados todos los cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal".

A cada uno de los pecados capitales se contrapone una virtud. Así, ante la soberbia tenemos la humildad; ante la avaricia, la generosidad; ante la lujuria, la castidad; ante la ira, la paciencia; ante la gula, la moderación; ante la envidia, la caridad, y ante la pereza, la diligencia.

En este libro editado por El Lector, se reúnen siete escritores para escribir cada cual un cuento sobre un pecado capital específico. El volumen no es un tratado teológico ni filosófico. Es literatura pura, y desde ella se abre una visión de la realidad del Paraguay pasando por aquellos vicios estipulados por Santo Tomás como cabezas de otras tantas faltas, mortales y veniales.

En estricto orden alfabético de sus respectivos apellidos, Ramiro Domínguez (la avaricia), Bernardo Neri Farina (la gula), Renée Ferrer (la envidia), Alcibiades González Delvalle (la pereza), Pepa Kostianovsky (la lujuria), Francisco Pérez-Maricevich (la soberbia) y Helio Vera (la ira), establecen una relación ficcionada (y no tanto) entre aquellos pecados que obsesionaban a los cristianos medievales (quienes no dudaban en cometer-los frecuentemente) y el escenario de nuestra historia y nuestro presente en el Paraguay, un país donde pecados o virtudes son tales según el cristal con que se mire, o la conveniencia coyuntural de individuos o colectividades políticas, intelectuales, gremiales, empresariales, sociales, barriales, deportivas, etcétera, etcétera, etcétera.
Los siete pecados capitales dieron origen, en este caso, a siete cuentos congregados en este libro que asocia a narradores paraguayos poseedores de la virtud (¿o el pecado?) de escribir muy bien. Que lo disfruten. 
 
EL EDITOR
 
 

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