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VIRIATO DÍAZ-PÉREZ (+)

  LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (2ª PARTE) - Ensayos de VIRIATO DÍAZ-PÉREZ


LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (2ª PARTE) - Ensayos de VIRIATO DÍAZ-PÉREZ

LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY 

(ANTECEDENTES HISPÁNICOS. DESARROLLO)

SEGUNDA PARTE

Autor: VIRIATO DÍAZ-PÉREZ

Editorial: Palma de Mallorca,

a cargo de Rodrigo Díaz-Pérez, 1973. 95 pp.

Versión digital:

BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY


HIPERVÍNCULO DE LA

SEGUNDA PARTE (182 Kb.)
 
CONTENIDO DEL LIBRO

CAPÍTULO I
LAS GERMANÍAS DE VALENCIA
 
CAPÍTULO II
CONTINUACIÓN DEL MOVIMIENTO COMUNERO BASTA VILLALAR (23 DE ABRIL DE 1521)
 
CAPÍTULO III
VILLALAR EN LA HISTORIA DE LA LIBERTAD
 
CAPÍTULO IV
LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (ANTECEDENTES)
 
CAPÍTULO V
LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (DESARROLLO)
 
POSTFACIO DEL AUTOR
BIBLIOGRAFÍA. NOTAS

  

SEGUNDA EDICIÓN

PALMA DE MALLORCA

1973

 

EN ESTA SERIE

1.. ENSAYOS. NOTAS. DOS CAPÍTULOS.

2.. LAS PIEDRAS DEL GUAYRÁ.

3.. LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (PRIMERA PARTE).

4.. LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (SEGUNDA PARTE).

5.. EL VIEJO RELOJ DE RUNEBERG (EN PRENSA).

© RODRIGO DÍAZ-PÉREZ

PRINTED IN SPAIN

IMPRESO EN ESPAÑA 

I.S.B.N. 84-85048-05-9

Depósito legal: P.M. 683 – 1973

Imprenta Mossèn Alcover.– Calatrava, 68 – Palma de Mallorca (España)

 

 

 

SEGUNDA PARTE

CAPITULO PRIMERO 

(VI)  (1)

LAS GERMANÍAS DE VALENCIA

 

Indiferencia de Carlos ante la gesta grandiosa de sus súbditos.– Lamentable estado del pueblo valenciano.– Los célebres y característicos Gremios.– Qué eran las Germanías.– Agermanados y Comuneros.– Diferencias con la Jaquería francesa, o el semicomunismo alemán de los partidarios de Münser.– La Junta de los Trece.– Ingenuo misticismo inicial.– Desórdenes y batallas.– El apóstol Juan Lorenzo.– El caudillo hugesco Vicente Peris.– Un solo rebelde sitiado por un ejército.– El enigmático apóstol «El Encubierto».

 

Antes de esbozar el cuadro final del histórico drama que fueron las Comunidades y su lejana repercusión las revoluciones Comuneras americanas, interrumpimos aun la evocación de los acontecimientos castellanos, para no dejar como aislado e inconexo uno de los momentos más interesantes del período que estudiamos: el de la revolución de las Germanías de Valencia.

Menos analizado este movimiento que el castellano, aparece erróneamente ante ciertos investigadores como incidental dentro de la lucha peninsular. El encono y violencia que revistió la Germanía, ocasionó que no pocos tratadistas se detuvieran sobre ella lo menos posible; que otros la juzgasen severa o sumariamente; y que algunos, más radicales, suprimieran este capítulo de los anales de la historia hispana.

Parécenos, sin embargo, que el ideal en este punto debiera ser estudiar sincrónicamente el movimiento de Comuneros y Agermanados, ya que así se produjo. La revolución de la Germanía no fue un hecho aislado, ni totalmente distinto, como se ha dicho, de la Comunera. Anterior a ésta y de más larga duración que ella, se inicia en 1519 y termina en 1522 inquietando durante unos tres años a un enemigo común: el régimen centralizador. La cruzada de las Comunidades comienza si se quiere en la protesta de Toledo en 1520 y tiene su fin en Villalar en 1521.

Ahora bien: ¿qué fue aquella sostenida contienda? ¿Qué representó? ¿Cuáles fueron los ideales en pro de los que se entablara?

¿Fue una de tantas luchas entre nobles y plebeyos? ¿Fue una simple insurrección a modo de la Jaquería francesa? ¿Qué papel desempeñaron en ella las agrupaciones gremiales? ¿Fue una reivindicación extremista? ¿Hubo semejanza entre ella y las rebeliones campesinas alemanas de 1525 a las que precedió? ¿Fue, en suma la Germanía, una forma levantina, por así decirlo, de la protesta peninsular general?

A estas preguntas que no todas armonizan entre sí, pero que no son caprichosas, pues surgen ante aspectos parciales de aquel acontecimiento, procuraremos responder en alguna forma en esta rápida revisión de hechos.

Se produjo el movimiento de las Germanías en momentos memorables según sabemos. Se recordará que después de aquellas Cortes de Valladolid en que dos veces jurara Carlos I respecto a las libertades de Castilla pasó éste a prestar la respectiva promesa ante Aragón y Cataluña, permaneciendo un año en la gran ciudad condal. Y los acontecimientos que se precipitaron en torno al Monarca en tan corto espacio de tiempo fueron tales y tantos, que su sola producción, teatral si se nos permite la palabra, hubiera bastado a revelar a cualquier espíritu no obsesionado, que su destino le hermanaba con el de una grande nación, llamada a magnas empresas.

Es cierto que, estando el Rey en Barcelona le llegó la importante noticia del fallecimiento de Maximiliano de Austria, deceso que le daba derecho al imperio alemán. Pero ¿qué representaba este hecho ante otros netamente hispanos que también cristalizaban en torno suyo en aquellos momentos? Allí, en la ciudad condal recibía el Rey Carlos la noticia similar, podría decirse, a las que narraban los libros de caballería – de que el argonáutico Hernán Cortés acababa de descubrir un fabuloso estado: el enorme imperio azteca de México; allí también recibía la nueva trascendente de que Magallanes realizaba la odiseica empresa de atravesar, por vez primera, el estrecho de su nombre; allí asimismo, se le comunicaba que iba a completarse con nuevos horizontes la secular cruzada del pueblo español contra la Media Luna, pues que el Rey de Túnez acudía a presentar homenaje al de España solicitando auxilio contra el corsario Barbarroja; hasta allí llegábale al monarca, el eco de los triunfos de Hugo de Moncada contra los berberiscos... Y, como ante los príncipes de leyenda, un día, arribaba hasta él, desde Oriente, la embajada suntuaria y exótica del Gran Turco, para arreglar los negocios de Tierra Santa...

¡Eran los hechos y las cosas de la España aún grande, que alentaban a su alrededor con sus hombres capaces de la proeza gigantesca!

Mas entre estos hechos de esplendor y de gloria, también llegaban lamentos. Eran por ejemplo las quejas del reino valenciano mezcladas a los anuncios de las Germanías...

No creemos incurrir en apasionamiento si afirmamos que Carlos de Austria estaba incapacitado para escuchar estas voces del pueblo que le rodeaba al que jamás había de llegar a comprender. Todo fue, como antes de ahora vimos, postergado ante el señuelo de la corona imperial. Veamos, si la situación del pueblo valenciano era como para dejarle abandonado en aquellos momentos.

Importante es, ante todo, recordar la circunstancia no tan divulgada como debiera, de que en Valencia, como en Cataluña, con un elevado espíritu de democratismo que hoy nos parecería excesivo, los nobles de alta categoría, los poderosos, estaban excluidos de los cargos municipales que en vano intentaron usufructuar. Estaba reservado a los hombres de Carlos I alterar ordenanza tan sabia. Fue, pues, el nuevo Rey quien, contra leyes y fueros del Reino, concedió a los nobles derecho a formar parte del Concejo de la ciudad y a desempeñar funciones en el Municipio. No nos parece insignificante este detalle aunque no le hallemos consignado generalmente.

Este menosprecio de las tradiciones del Reino puso en alarma a los hijos del Común, que enviaron emisarios al Rey. Tenemos por tanto, que en uno de sus motivos de queja, casi nunca recordado, las Germanías, como las Comunidades, lamentaban el atropello de las leyes y usanzas regionales.

El hecho es, que por ésta y otras circunstancias, intolerables dentro de las generales tradiciones peninsulares, en el reino de Valencia, hallábanse entonces las clases humildes maltratadas por la nobleza, que en sus abusos llegaban a los límites de la tiranía.

Pesaban sobre el pueblo tales desdichas que éste, como en el medioevo, llegó a creerse amenazado por fatídico milenio. Lluvias e inundaciones que duraron cuarenta días, hundimientos, y hasta presagios extraños, vinieron además a castigar la comarca, en la que fermentaba por doquier la rebelión y la protesta. La aristocracia relajada se excedía en sus escándalos, haciendo ostentación de contubernio y amistad con moras y moros, enemigos seculares y temibles de España. Llegó a tanto el menosprecio de los poderosos hacia los humildes, que durante una epidemia que sobrevino a los demás desastres, las autoridades, y las clases privilegiadas, huyendo de la peste, abandonaron la ciudad dejándola desamparada.

Los irritados menestrales decidieron entonces tomar las armas, haciendo correr la voz de que los piratas argelinos amenazaban las costas. Desde 1503 en que, efectivamente los moros corsarios de Argel saquearon la ciudad de Cullera llevándose cautivos a varios moradores, poseían los del Común valenciano autorización para armarse, elegir jefes y defenderse, ya que, según acertada expresión de Sandoval, «el Común se daba a las armas y los caballeros a los deleites».

Y aconteció que hallándose el pueblo armado y dueño de la ciudad, un fraile en prédica imprudente, desde el púlpito de la catedral, achacó las aflicciones del país a la cólera divina, irritada por el vicio y la impiedad dominantes. Las turbas que no deseaban sino un pretexto para su vindicta, echáronse a la calle buscando culpables, y como se señalase a cierto artesano tonsurado afecto a un vicio nefando, cayeron sobre él – incendiando antes el palacio del Nuncio donde se guarecía – y arrastraron a la víctima a la hoguera, con la vesania propia de estos ciegos arrebatos.

Afortunadamente, al atropello de la plebe siguió el levantamiento menos desordenado del pueblo, que comenzó a organizarse, constituyéndose en autoridad. Era en 1519.

En estos momentos es cuando intervienen las instituciones gremiales.

Poseían aún éstas, como nos lo enseña la historia, especial importancia social. Y ya derivadas de las corporaciones romanas, ya de las guildas germánicas, tales cofradías o masonerías de obreros consagrados a un mismo arte u oficio, habían adquirido singular representación en España, donde algunas conservaban como hereditario patrimonio los tradicionales secretos de los artífices orientales.

Todas aquellas curiosas relaciones entre «aprendices» y «maestros», el discipulado, las «pruebas», las ordenanzas, y la cooperación de las corporaciones extranjeras – conservadas y perpetuadas después algunas de ellas en el simbolismo masónico – existían en la Península asimismo, beneficiando a la artesanía y a la potente industria nacional. La antigua Iberia que ya fuera célebre en Roma por sus trabajos en lanas y tintes, tejidos y espartería, espadas y cueros, continuaba su tradición, reforzada por el contacto con la cultura arábiga. Justa nombradía alcanzaron en Europa, sus obreros del hierro y del acero, sus gremios de forjadores, así como sus artífices de la madera. Las espadas de Toledo y las tallas religiosas y mobiliarias desde el artesanado y el retablo, hasta el bargueño, eran famosas. Y agremiados eran los artífices que idearon en Mallorca, los trabajos aun hoy denominados de mayólica por su origen. Y también los sederos y terciopeleros, y los orfebres, y, sobre todo los incrustadores al modo de Damasco, únicos en Europa, creadores de la industria que actualmente se dice de joyas de Eibar y Toledo.

Pues bien: al frente del pueblo valenciano vino a figurar un hombre de aquellos gremios: Juan Lorenzo, anciano pelaire o cardador, prudente, instruido y prestigioso que supo encauzar la desordenada agitación de la plebe.

Él fue quien propuso la creación de un Directorio o Junta de Trece personas, a cargo de las cuales, según propias palabras del organizador, debía quedar «la dirección del Bien Común y particular y la administración de justicia con igualdad» debiendo ser exclusivamente estos Trece representantes, artesanos, labradores y mecánicos, y sólo elegibles por un año. Conferíasele a este Directorio el carácter de una Junta de defensa contra los moros, del pueblo contra los nobles, y de gobierno para la ciudad.

¿Qué más podría exigirse en el año 1521, de aquellos modestos hijos del Común dueños del poder por deserción de las clases dirigentes?

Surge entonces entre ellos lo que se llamó Germanía, expresión significativa, simbólica, formada del término germa, que en lemosin y catalán significa hermano, por donde Germanía, venía a significar lo mismo que Hermandad. Se trataba pues de una a modo de resonancia de las Hermandades de otros reinos, y ya se recordará las conexiones que entre los conceptos de Hermandades y Comunidades, indicamos antes de ahora.

Denominóse a los componentes de esta Hermandad, agermanados, o sea hermanados, y ellos como los comuneros, eran también unos hijos de la Comunidad que se organizaban ante el peligro, como los de otras regiones. Era en esta de Valencia, más visible la influencia de los gremios por ser más populares en ella.

Había en la Germanía, representantes de estas corporaciones, estando estatuido que primasen los pelaires o cardadores, velluteros o terciopeleros y los tejedores y labradores, que eran los más importantes en la región.

No sería justo, por tanto, confundir el movimiento de los agermanados, que antes de desmoralizarse procuró mantenerse dentro de una relativa organización, con los saqueos de las desordenadas hordas del campo, o con la llamada  JAQUERÍA francesa, o los asaltos de las turbas embravecidas, según una vez se ha sostenido.

Sabemos por ejemplo, que la Reforma de Lutero, habiendo ejercido inesperada influencia sobre los campesinos alemanes, entre los que se prostituyó haciéndose política, produjo, después de las Germanías, en 1525, aquellas interesantes rebeliones, semicomunistas, acaso no bien estudiadas ni comprendidas, pero en las que desde luego se vio a la masa campesina transformarse en horda de fanáticos, cegada por las predicaciones utópicas del reformador Münser...

Conocido es asimismo el carácter de la Jaquería francesa, de la que el nombre se ha generalizado. Fue ésta la desesperada insurrección de los aldeanos franceses vejados y torturados cruelmente por los señores feudales. Estos, que denominaban al pueblo «Jacques Bonhomme», con cínica irrisión, y trataban a los humildes como a parias, vieron en 1348, levantarse en masa al campesino harto de su infortunio, y transformarse en el monstruo de las vindictas populares. Tres mil humillados se lanzaron en aquella ocasión armados con la tea, la hoz y el hacha, sobre los castillos, de los que incendiaron más de trescientos masacrando y aún quemando a sus defensores, violando a las mujeres y saqueando cuanto hallaron a mano.

La Germanía no fue esto; a pesar de la ferocidad que en ocasiones caracterizó a la lucha. Bastaría a demostrarlo, el hecho de que estando el Rey en Barcelona, la Germanía le envió representantes con sus reclamaciones; como lo habían hecho los nobles alarmados...

Desgraciadamente, el Rey, en vez de acudir a Valencia, partió de Barcelona y atravesando Castilla se dirigió a Santiago a reunir las Cortes que antes de ahora mencionamos, y de allí a Alemania, hiriendo al reino valenciano con el menosprecio de sus fueros que no quiso acatar. Así como no había de atender a las peticiones de las Comunidades, no se inquietó de las Germanías, contrario como era por sistema a los regímenes regionales peninsulares.

En esta ocasión, al menos, autorizó que los gremios continuasen agermanados en defensa de la ciudad, convocó Cortes, aunque presididas por el Regente Adriano. No era esto suficiente para calmar los ánimos. Ni los nobles estaban satisfechos, pues que se toleraba la Germanía, ni lo estaba el pueblo, que veía organizarse a los poderosos en contra de su causa. Unos y otros enviaron al Rey sus emisarios. Pero éste ya en La Coruña, y a punto de abandonar España, se limitó a dictar órdenes igualmente ambiguas para ambas facciones. De una parte, por ejemplo, nombraba Virrey con plenos poderes al Conde de Mélito (Don Diego Hurtado de Mendoza); por otra, daba alientos a la Junta de los Trece.

En este estado de cosas, los agermanados organizaron un desfile de fuerzas al que concurrieron ocho mil hombres con cuarenta banderas. Y es detalle sobre el que deseamos llamar la atención el que, como lema de la bandera de la Germanía, figurasen, por curiosísima coincidencia, las bellas y típicas palabras de «Paz y justicia» que asimismo figuran en el escudo paraguayo. Pues aunque el historiador Fernández Herrero, afirma que el lema de los agermanados era: «PAZ Y JUSTICIA Y GERMANÍA», ellos en su contestación de Játiva, dicen textualmente que, «PAZ Y JUSTICIA» era el lema de su bandera.

***

La lucha, inevitable ya, se produjo, no bien tomó posesión el Virrey, cuando el elemento popular quiso recabar el nombramiento de sus representantes. Los TRECE, que resultaron electos, eran los que patrocinaba el pueblo, pero fueron rechazados por el Virrey. Días después la condena de un artesano a quien no se le concediera defensa, contraviniendo una vez más los fueros del Reino, proporcionó la ocasión esperada. Guillén Soralla el elemento más popular de la Junta, y que, en unión de Juan Lorenzo, era el alma de la Germanía, se puso a la cabeza de tres mil entusiastas, rescató la víctima y con astucia de caudillo hizo creer que había perecido, a cuya noticia el pueblo se exaltó en tal forma que el Virrey huyó, abandonando la ciudad.

Y he aquí a Valencia de nuevo sin Gobierno y en poder de la  JUNTA DE LOS TRECE, que adquiere ahora el carácter de un Directorio revolucionario extremista, con tonalidades que podríamos considerar como anticipo del moderno sovietismo. Una de sus primeras disposiciones fue, por ejemplo, la de que no se ahorcase en lo sucesivo a ningún plebeyo sin que fuese a la vez condenado a igual pena un noble, asimismo delincuente. Por lo que, recordando el hecho, exclama el hispanista Hume «La Junta dictó multitud de disposiciones inspiradas en un democratismo imposible». Y añade:

«Pero debe advertirse que hoy mismo el antagonismo en las clases sociales es más acentuado en el reino de Valencia y en Barcelona que en otras partes de España; allí es donde tuvo más fuerza la insurrección cantonal de 1879».

Y aun tiene esta frase intuitiva; «Graves disturbios futuros es probable que encuentren su foco en esa parte de España, y su raíz, en el descontento social».

Todos hemos visto en efecto que los disturbios futuros de que hablara Hume, son actuales, y que, en verdad, como el gran historiador vaticinó, tienen su raíz en el descontento social, por lo visto, tan antiguo como irremediable en el levante hispano.

Como el Comunerismo se propagara en Castilla, la Germanía fue extendiéndose en Valencia. Las ciudades se declaraban agermanadas constituyendo sus Juntas de  Trece como en la capital.

Desgraciadamente, como suele acontecer en los movimientos revolucionarios cuando empiezan a intervenir en ellos las turbas, pronto las demasías de éstas fueron imposibles de refrenar por la autoridad popular. Aquellos varones que con cierto ribete de religiosidad, como el que también señalamos al tratar de la  Junta Santa, de Avila, habían elegido este número trece, en recuerdo de los discípulos del Redentor estimando su obra como un apostolado, vieron manchada su causa con excesos propios de fanáticos. En Játiva, por ejemplo, la multitud atropelló y vejó a los sacerdotes deshaciendo una solemne procesión religiosa. En Valencia, un imprudente que amenazó a la Germanía, fue arrastrado; y defendido por un sacerdote que le amparara con su estola y ostentaba en defensa de ambos la Sacra Forma, fue arrollado y ensangrentado éste, en tanto se victimaba al infeliz protegido. Esta escena que no pudo impedir el anciano Juan Lorenzo, iniciador de la Germanía, que la presenciara, afectó tanto al apóstol popular que le ocasionó en pocas horas la muerte. «Nunca – dicen que exclamó – para esto se inventó la Germanía», Juan Lorenzo fue un bello espécimen del tipo, por desgracia frecuente, del propiciador idealista de los anhelos populares que ve su obra noblemente concebida, deformarse en las manos inexpertas y torpes de la masa, que ajan lo que tocan, y cuyos actos hacen recordar las palabras del gran sacrificado cristiano: «Perdonadles Señor, que no saben lo que hacen»

Figura que pasó de !a historia a la literatura, ella inspiró el «Juan Lorenzo» de García Gutiérrez, de menos fama, pero de más valor estético que el popular  TROVADOR.

* * *

Hay, sin embargo, que reconocer que no se mostraron en las emergencias de esta época, menos irreverentes y torpes los elementos de la nobleza. Como en otras revoluciones posteriores, disminuida la autoridad de los primeros dirigentes, ya no se trató sólo de una defensa del común o del pueblo oprimido, sino de la vindicta característica de los días de autoritarismo popular.

Y así se vio, que los agermanados, anticipándose al sovietismo, comenzaron por declarar a los nobles fuera de la ley, y terminaron por suprimir los impuestos, desconocer otra autoridad que la popular y dictar irreflexivamente, medidas «de un democratismo imposible». Comenzaron por confiar los cargos públicos a los mejores hijos de la Germanía y terminaron en lo arbitrario. Si el tejedor Sorolla, fue gobernador de Paterna, y caudillo el carpintero Estellés, y el dulcero Juan Caro, general, en virtud de excepcionales méritos, no se encontraban en el mismo caso otros representantes de la Germanía.

No es de extrañar que fueran, por tanto vencidos en la lucha. De las variadas peripecias de ésta – detalladas en diversas obras de todos conocidas – no hemos de ocuparnos en este esquema, deteniéndonos tan sólo – en homenaje a lo extraordinario de sus hechos – en dos figuras que llenan de leyenda estos momentos turbulentos. Una de ellas es la de Vicente Peris, héroe que de haber actuado en otra contienda, ocuparía merecido lugar en la historia.

* * *

Muerto el apostólico Juan Lorenzo; vencidos otros jefes de la Germanía como el caudillo Estellés en Oropesa; y Jaime Ros con sus siete mil hombres en la batalla de Almenara – en la que quedaron dos mil hombres en el campo – surge la figura de Peris, el audaz artesano que de simple terciopelero o vellutero había de pasar, como Viriato, a caudillo famoso, terror de los partidarios de la nobleza.

Advertimos, que en demérito de ésta, buena parte de sus secuaces eran los moros, detestados, enemigos tradicionales del reino. Por donde resulta que la clase elevada, estaba defendida en aquella emergencia, por adversarios más o menos velados de España, en tanto que el elemento hispano estaba del lado de la Germanía. Sirva ello de explicación al encono de aquellas parcialidades. Este fue tal, que cuesta hoy trabajo comprender cómo se pudieron librar batallas como la de Orihuela en la que figuraron siete mil agermanados contra equivalentes fuerzas contrarias, quedando sobre el campo el fatal día 20 de agosto de 1521 cuatro mil caídos, sobre cuyos cuerpos, que llenaron una acequia, pudo pasar la caballería vencedora... (Esta página que pertenece a los anales del sentimiento liberal español, debiera ser recordada alguna vez por quienes no ven en España otra cosa que el pueblo de las caenas).

Desmoralizada la Germanía ante la derrota, anarquizada la capital valenciana, y amenazada por el expulso Virrey con siete mil ochocientos hombres, capituló. Y hubiese terminado la guerra a no mediar Peris.

Éste buscó amparo en Alcira, donde se hizo fuerte contra el ejército del Virrey que contaba con ocho mil hombres. Pero Alcira, sede momentánea de la Germanía, tuvo también que rendirse...

Es, en tan desesperado momento, cuando el caudillo Vicente Peris realiza uno de esos actos que en las novelas parecen antinaturales y en la realidad increíbles. Burlando la vigilancia de las autoridades y con osadía, y heroísmo asombrosos, se introduce en la propia Valencia, se instala en su misma casa y se entrevista con los agermanados que juran perecer antes que abandonarle.

Mas a la simple noticia del arrojado acto de Peris, el Gobernador pone sobre las armas cinco mil hombres y ordena la captura del caudillo.

«La suerte de la Germanía iba a decidirse – dice refiriéndose a esta ocasión, Lafuente – pero tenía que ser aquél un día de horror para Valencia».

Tres cuerpos de ejército avanzaron por diversas calles hacia la de Gracia donde se guarecía el heroico agermanado y sus amigos. ¡Sólo la pluma del gran Hugo podría describir este insólito episodio del sitio de un hombre por un ejército de cinco mil! Tres horas de combate fueron necesarias para arrasar aquellos lugares. Por fin la casa de Peris fue incendiada. Por entre las llamas vióse escapar a la familia. ¡Él permaneció, hasta que el fuego le abrasaba, irreductible como un héroe iliádico; hasta perecer poco después entre el salvajismo de la soldadesca!

La impresión que causó la muerte de Peris hubiera sido suficiente a terminar la campaña. Más aún tenía que producirse en la epopeya la súbita aparición del más interesante personaje que pudiera imaginarse.

* * *

Se trataba de un hombre misterioso y extraño que impresionó a las gentes presentándose como vengador de Peris el caudillo. Era un joven de veinticuatro años, de rostro delgado y aguileño, ojos zarcos y cabello castaño, que apareció en la huerta valenciana haciendo vida de ermitaño. Hablaba varias lenguas y con delicadeza la castellana. Se expresaba en lenguaje enigmático, diciéndose enviado de Dios para vengar la tiranía de los poderosos. Dijera también en cierta ocasión, que él era un nieto de los Reyes Católicos, hijo del Príncipe Juan de Castilla... Pero en realidad cuando los agermanados preguntábanle su nombre, este personaje respondía que se llamaba el Hermano de todos...

El pueblo comenzó a denominarle El Encubierto. Y nunca ha podido poner en claro la historia, quien fue realmente este Encubierto en el que tal vez hubo más de iluminado que de otra cosa. Lafuente le trata de embajador, otros de embaucador y de farsante. Pero lo cierto es que las noticias a él referentes son proporcionadas por sus enemigos. Sobre ser agermanado, fue encausado por la Inquisición, que entrevió herejía en sus prédicas; y los datos que poseemos derivan del proceso inquisitorial por lo que nos parecen sospechosos. Según este proceso, El Encubierto resultaría un farsante, judío, un comerciante, pecaminoso en Orán, de donde fuera expulsado, etc.

Su figura pasó – como la de Juan Lorenzo – al teatro, merced al genio dramático del mismo García Gutiérrez que hizo sobre ella su tragedia «El Encubierto de Valencia».

El hecho es, que él se plegó a la causa decaída de la Germanía a la que prestó inesperada vitalidad, con su valor y condiciones de organizador. Supo este Encubierto, imprimir dirección militar a la revolución expirante, cualidad extraña en una persona que, a la vez, desde el púlpito, en Játiva, había dirigido la palabra a las gentes, enalteciendo la humildad cristiana y predicando contra los que atesoraban riqueza engendrando la miseria del pueblo... La popularidad del Encubierto favoreció en sus postrimerías los anhelos de la Germanía, que no obstante estaba herida de muerte...

Perseguido el raro apóstol por el Virrey y la Inquisición, y puesta a precio su cabeza murió asesinado...

Y nosotros, suprimiendo escenas y peripecias, damos con esta muerte por terminado el drama de las Germanías; drama que representó la cantidad de catorce mil víctimas al pueblo valenciano, y que tuvo una secuela en Mallorca, donde la Germanía repercutió trascendentalmente, produciendo las Asonadas sangrientas estudiadas por Martínez de Velasco.

Al terminar la rápida revisión de los hechos más significativos de esta complicada lucha, nos parece estar autorizados a no admitir las parciales acusaciones formuladas por el reaccionarismo contra la Germanía. Rebajando considerablemente la tonalidad de los críticos liberalizantes nos parece más justo su veredicto.

 

 

CAPITULO II 

(VII)

CONTINUACIÓN DEL MOVIMIENTO COMUNERO, HASTA VILLALAR

(23 de abril de 1521)

 

Nobleza e ingenuidad de los luchadores del Comunerismo.– Justicia y nobleza de la Causa.– Errores, rencillas y rivalidades fatales.– Adversidades.– Intervienen las Merindades de Castilla y la Montaña.– La antigua entidad de la Merindad y su carácter íbero.

El prelado-caudillo Acuña.– Juan de Padilla; Juan Bravo; Francisco Maldonado.– El momento culminante de la contienda.– Torrelobatón.

La derrota de Villalar.– El 23 de abril de 1521 «día funesto a la libertad» cierra un ciclo de la historia.

Suplicio de los héroes y mártires Padilla, Bravo y Maldonado.– Un párrafo de Lafuente.

Las célebres frases senequianas.

 

Indicados los antecedentes imprescindibles para comprender el alcance del movimiento que realizaron en la Península, en el primer tercio del siglo XVI, los defensores de la causa tradicional; bosquejada la estructura de las instituciones populares ibéricas opuestas en su sentido democrático, según vimos, al nuevo orden de cosas impuesto; evidenciando el avanzado espíritu de sabio autonomismo y de libertad, del régimen peninsular: expuestas en su tonalidad general las pretensiones históricas, sociales, políticas y espirituales de los representantes del sentir hispano de la época (revelado entre otros testimonios, en las Peticiones de la Junta Santa de Avila); y comparadas las tendencias del comunerismo castellano con las de la germanía levantina; nos resta al finalizar el ligero examen que venimos haciendo, indicar algunas de las concausas que imposibilitaron el triunfo de los anhelos populares, y diseñar el desenlace de este ensayo liberador, que fue la guerra de las Comunidades, no ajeno como veremos a otros movimientos que a modo de inesperadas y lejanas repercusiones habían de producirse en América, posteriormente.

* * *

Se recordará la despótica actitud asumida por el cesáreo Carlos ante las sabias y, en último análisis, respetuosas peticiones, que le hicieran llegar a Flandes aquellos idealistas castellanos, reformadores ingenuos y liberales que constituían la  JUNTA SANTA. La respuesta fue, según se sabe, la prisión del emisario. Y, como complemento de este acto, las rígidas disposiciones tendientes a impedir la merma en lo más mínimo, de la autoridad absoluta; así como la astuta concesión de que, dos representantes de la nobleza española compartirían la Regencia con el extranjero Adriano que gobernaba la península.

Aquel repentino pacto del monarca con la nobleza patria, a la que hasta entonces había preterido, era – bien lo comprendieron en el reino – anuncio de graves amenazas para la causa popular. Desertando de ella numerosos nobles engendráronse peligrosos antagonismos. Y ya veremos cómo, por desgracia, aunque era de esperar el triunfo de los Comuneros ya que ellos poseían fuerzas suficientes, representaban la razón, tenían en su apoyo la historia y tradición ibérica, y su victoria implicaría un desenvolvimiento natural de los destinos nacionales, lo que aconteció, por la conflagración de diversas circunstancias adversas, fue, empero, lo contrario: que los representantes de las viejas libertades perecieron, triunfando el cesarismo absolutista.

Hecho tan lamentable ha sido explicado generalmente exagerando las torpezas cometidas por los representantes populares, entre ellas la de haber carecido de una dirección atinada; el no haber sabido aprovechar la victoria; el distanciamiento con la nobleza motivado por las disposiciones extremistas; la debilidad de la Junta que «habiendo podido ser ejecutora se limitó a ser suplicante»; la rivalidad entre los jefes Comuneros; y las demasías cometidas, especialmente por las huestes del obispo-caudillo Acuña...

Mas sí, en realidad, muchas de estas circunstancias existieron, lo que se olvida generalmente, es que las más graves torpezas antes bien derivaron de la propia ingenuidad, nobleza e hidalguía de aquellos caudillos y reformadores.

Por triste que el hecho pueda aparecer para la historia de los acontecimientos políticos, lo evidente es que, en éstos, casi nunca logra triunfar la razón o la justicia si no están suficientemente reforzadas con la astucia, la ductilidad, la osadía, el ventajismo...

Y ninguna de estas cualidades eran características de los Comuneros, que se limitaron a pelear como héroes en defensa de las libertades conquistadas por sus mayores, y creyendo que serían alguna vez atendidos en sus pretensiones. Éstas no podían ser más justas. «Sobradamente ciertos eran – dice en afortunada revisión el historiador Lafuente – los desafueros y agravios de que los castellanos se quejaban; asaltado habían visto su reino, esquilmado y empobrecido por una turba de extranjeros, sedientos de oro y codiciosos de mando, que les arrebataron voraces sus riquezas y sus empleos: el rey del que esperaban la reparación, desoyó sus quejas, menospreció sus costumbres, holló sus fueros y atropelló sus libertades; y al poco tiempo, los abandonó para ir a ceñir sus sienes con una corona imperial en apartadas regiones, dejando a Castilla, a cambio de los agasajos que había recibido, un exorbitante impuesto extraordinario, un gobernador extranjero y débil y unos procuradores corrompidos. Si alguna vez hay razón y justicia para estos sacudimientos populares, tal vez ninguna resolución podía justificarse tanto como la de las ciudades castellanas, puesto que ellas habían apurado, en demanda de la reparación de las ofensas, todos los medios legales que la razón y el derecho natural y divino, conceden a los oprimido contra los opresores, y todos habían sido desatendidos y menospreciados. El levantamiento no fue resultado de una conjuración clandestina, ni plan hábil maliciosamente preparado... la explosión de la ira popular por mucho tiempo provocada... y el movimiento fue tan espontáneo que se acercó a la simultaneidad... el grito era el mismo en todas partes: castigos de los procuradores que se habían prestado al soborno y habían sobrecargado al pueblo faltando a los poderes e instrucciones recibidas de sus ciudades; que no gobernaran extranjeros; que cesara la extracción del dinero para Flandes, que tenía agotado el tesoro y empobrecido el reino; que se guardaran las leyes, costumbres, fueros y libertades de Castilla; que el rey otorgara y cumpliera los capítulos presentados en las Cortes por las ciudades; que volvieran las cosas al estado en que las dejó la reina Católica; y que el monarca residiera en el reino...».

 

Ante la evidente justicia de tales reclamaciones, desoída, se recurrió a las armas. Ciertamente que los desmanes y torpezas fueron inevitables; pero en ambas facciones existieron. Y en cambio no descendieron los Comuneros al nivel de otros revolucionarios, manchando su cruzada libertadora; no revistió ésta los caracteres de ferocidad desplegados en posteriores luchas, en agitaciones de nuestros días, en el seno de pueblos evolucionados...

Acaso intuitivamente entrevieron que libraban no ya la contienda de los viejos derechos del hogar patrio, sino la más trascendente entre el poder democrático y temperado, tradicional en la península, y el autoritarismo absolutista dominante en el resto de Europa. Lo cierto es que revolucionarios pero no anárquicos y liberales aunque afectos al rey, los hombres de la Junta Santa, constituidos en autoridad y poseedores de fuerza y prestigio, no quisieron romper sus vínculos de lealtad con el monarca; y en vez de ejecutar como soberanos – y ésta sí que fue torpeza – las reformas y reivindicaciones que tan acertadamente concibieron, debilitaron su potenciabilidad en idealismos, consultas y transacciones que nada obtuvieron de la autoridad imperial.

Y en esta situación, se lanzaron a la lucha decidida pero tardía, de sus derechos, cuando ya los imperialistas habían organizado sus elementos.

No habremos de seguir en su accidentada marcha esta guerra cruenta, entablada más bien que entre dos facciones entre dos regímenes opuestos. Fue su momento culminante el de 1520 a 1521, o sea el comprendido entre los torpes comienzos de Girón en Rioseco y el desastre de Villalar. Los hechos que informan este período han sido descritos y comentados detalladamente y sus resplandores de gloria y heroísmo sirvieron de tema al narrador, al poeta y al artista.

Si alguna sombra encontramos en la cruzada es la de que sus hombres no supieran sustraerse a la peligrosa flaqueza de las rivalidades.

Así, Pedro Laso de la Vega, Presidente de la Junta, celoso del prestigio de Juan de Padilla, propició el nombramiento de Don Pedro de Girón primogénito de los Condes de Ureña como jefe de las Comunidades, motivando el retiro del popular caudillo toledano. En realidad, Girón, que era un noble desairado por el rey, se plegó por descontento a la causa popular, a la que fue fatal.

No menos de diez y ocho mil hombres eran las fuerzas de los Comuneros, cuando éstos, halagados por la adhesión del aristócrata Girón, se pusieron a sus órdenes creyendo atraerse así a la nobleza.

Y, con tan considerable ejército, Girón no se animó a tomar la ciudad de Rioseco donde se guarecían los magnates imperiales, que lograron reunir unos doce mil hombres, sin ser hostilizados, excepto por el formidable Obispo Acuña; y que, mandado por el Conde de Haro, llegaron a dar el golpe magno de apoderarse de Tordesillas, sede de la Junta Santa y de la reina Doña Juana, de la cual se incautaron llevando el desconcierto a las filas de la Comunidad... Fue este desastre obra del malhadado Girón – que huyó hundido en el descrédito –, más que de los propios Comuneros.

Tamaña adversidad hubiera bastado a deshacer cualquier partido que no fuera el de las Comunidades, pero como observa Martínez de la Rosa «eran castellanos los que le sostenían y era la libertad lo que les alentaba». Y un fausto suceso vino además, por entonces, a levantar los ánimos: Juan de Padilla se reincorporaba a la lucha acudiendo con dos mil toledanos, si bien dando origen de nuevo al pecado de las rivalidades. Renacieron éstas ante el prestigio de Padilla, aclamado por el pueblo como caudillo supremo, frente al celoso jefe Laso de la Vega que comienza entonces a desviarse de sus antiguos compañeros.

¡Amarga enseñanza la de aquellas sordas emulaciones y rencillas en momentos tan decisivos! Padilla retraído ante el encumbramiento de Girón... Laso ante el de Padilla...

Por suerte las fuerzas de éste, recibieron curioso e inesperado incremento con la incorporación de las antiguas  MERINDADES castellanas y vascas. Eran, como es sabido, estas Merindades, antiquísimas instituciones establecidas en la alta Castilla y las provincias vascas, en determinadas jurisdicciones o comarcas que aún en nuestros días conservan este nombre. Venían a constituir un régimen especial de gobierno ejercido por las autoridades denominadas Merinos, término derivado del antiguo Mayorino, especie de Señor que representaba en aquellas comarca el lejano poder real y gozaba de popular y tradicional prestigio. De origen oscuro como el de otros véteros organismos hispanos, una vez más encuéntrase el investigador, ante esta entidad, que citan las Partidas y otras compilaciones vetustas, frente a nuevas ramificaciones del secular y multiforme tronco de las arcaicas instituciones regionales hispanas. Como las Hermandades, como la Mesta, como las agrupaciones mismas de las Comunidades y como las Germanías levantinas, las viejas Merindades altoburgalesas, eran algo típicamente íbero. De aquí que aun siendo de origen y estructura nobiliaria, pudieran sentirse hermanadas en aquellos momentos con las Comunidades, en una lucha en defensa de las antiguas libertades y fueros amenazados.

Era el jefe de estas Merindades, el Conde de Salvatierra, que si bien operaba movido por personales desavenencias con la corona, venía a resultar auxiliar poderoso.

Fue éste el momento brillante de la Guerra de las Comunidades. El singular prelado y caudillo Acuña – aunque manchando su gloria de guerrero con los atropellos de sus huestes – perseguía a los imperiales por tierras de Toledo; Salvatierra, combatíales en tierras de Campos; y Padilla, dominaba la región vallisoletana.

Aprovechando tal estado de cosas, Padilla tomó algunas fortalezas y decidió apoderarse de la histórica villa de Torrelobatón. No debemos olvidar este nombre que simboliza una victoria, precursora de la ruina de los Comuneros.

A 16 de febrero de 1521, partía el noble Juan de Padilla, desde Valladolid, sede ahora de la Comunidad y amparo de la Junta Santa, contra la amurallada y bien defendida villa de Torrelobatón, distante de la capital unas leguas al oeste. Llevaba siete mil hombres de infantería, quinientas lanzas, y artillería. Eran los Comuneros de Toledo, que con él vinieran; eran los de Segovia, capitaneados por Juan Bravo; los de Madrid, a las órdenes de  JUAN DE ZAPATA; y los de Avila y Salamanca, mandados por FRANCISCO MALDONADO... Tres de estos hombres, que juntos se vieron en esta ocasión PADILLA, BRAVO yMALDONADO, estaban predestinados a verse juntos en Villalar y también sobre el cadalso...

Pero ahora triunfaron y con triunfo meritísimo. A los ocho días de asedio, los imperiales eran vencidos y tomada la villa y castillo de Torrelobatón, hecho que si bien trascendente, nadie hubiera podido prever que iba a resultar nada menos que culminante, en la marcha de los acontecimientos. Evidentemente, venía a ser, aquél, el instante decisivo que el destino suele presentar ante los hombres, y del cual pende la gloria o la catástrofe. Si a la toma de Torrelobatón hubiese seguido inmediatamente la de Tordesillas, triunfa la Comunidad; Carlos V no logra imponer su régimen retardatario, y el destino de España hubiese cambiado totalmente. No sucedió así. Se interpuso una vez más la ingenua hidalguía de los amigos de Padilla, en forma de dilación, de tregua. Se opuso una tregua engañosa y fatal para la Comunidad, transacción fracasada, en la que medió Laso de la Vega, traidor acaso y desertor mas tarde. Si se trataba de malograr el fruto de la victoria y permitir organizarse a las fuerzas imperiales, logróse el objeto. Las inútiles negociaciones entre la Junta Santa, que estaba en Valladolid, y el gobierno de los regentes que se hallaba en Tordesillas, no sirvieron en realidad sino para preparar el golpe de Villalar.

Padilla, que permanecía inactivo, y «como encantado», al decir de algún historiador, en Torrelobatón, o ignoraba el peligro que le amenazaba o esperaba refuerzos...

El hecho es que sólo salió de tal estado, cuando los imperiales unidos y organizados se aproximaban.

Antes del alba del 23 de abril de 1521, «día funesto a la libertad española», según dice Martínez de la Rosa, movilizaba sus tropas el caudillo toledano. Proponíase desviarse hasta Toro en busca de elementos.

Y hacia la histórica ciudad marchaba el Comunero, al frente de ocho mil hombres de infantería, quinientos jinetes y algunas piezas de la artillería de Medina, cuando los imperiales, mandados por el Conde de Haro (seis mil peones y dos mil cuatrocientos jinetes) alcanzáronle en Villalar, a unos quince kilómetros del pueblo abandonado por los Comuneros, Torrelobatón.

* * *

Villalar es un pueblecito que no suele figurar en los mapas. Enclavado en terreno arenoso, hay en él unas lomas o cuestas areniscas que se extienden hacia la parte norte...

Aquel día, 23 de abril, era lluvioso y sombrío.

Las tropas imperiales rodearon las lomas y hallaron a las fuerzas de Padilla algo desordenadas por la lluvia que ahora les azotaba de frente. Emplazaron la artillería y dispararon sobre la masa desordenándola. La artillería Comunera, pesada, atascábase en los lodazales. La infantería hundíase en el fango. La lluvia azotaba los rostros. No se obedecían las órdenes. Sobrevino el pánico. En un puentecillo llamado del Fierro finalizó el desastre.

Éste, que exterminaba a los defensores de las Comunidades, cerraba a la vez un ciclo de la historia española. Con él terminaba el período netamente hispano, ibérico, aborigénico, del pueblo español: el pueblo de Viriato y de Pelayo; el del poema del Cid y el Romancero; el de los Concilios y las Cortes; el de la Reconquista y las Tablas Alfonsinas; el del Descubrimiento de América... A este pueblo de glorias inmarcesibles y útiles a la humanidad, iba a suceder el de las guerras de Flandes, el de las contiendas europeas estériles, el del monarquismo absoluto, el de predominio romano e inquisitorial; el de la Casa de Austria-Borgoña que finaliza en Carlos el Hechizado; o el de los Borbones, entre quienes el mérito de un Carlos III, no contrapesa la vesania de un Fernando VII...

En la derrota de Villalar podría decirse que termina la antigua historia grande, netamente ibérica. Si ésta hubiera de escribirse a la manera que lo hacía aquel curioso personaje de los  EPISODIOS de Galdós, que narraba los hechos como debieran haberse producido, y no como realmente acontecieron, se describirían los destinos del pueblo español, encauzados por rutas venturosas de esplendor positivo, y no por la extraviada y arbitraria que trazó el imperialismo europeizante, origen de nuestra decadencia...

* * *

La batalla de Villalar, en su aspecto externo y dramático, pertenece como todo lo episódico de la guerra de la Comunidades, a la historia popular, a la literatura y al arte. No es el aspecto que nos interesa en esta ocasión, aunque hay en él resplandores simbólicos que revelan cual era el temple anímico de los hombres que España perdió en aquella catástrofe. Difícilmente causa nacional alguna habrá sacrificado espíritus más nobles y caballerosos, ni más altamente heroicos que los que el absolutismo inmoló en Villalar. Era el grito comunero; ¡Santiago y libertad! era el imperialista ¡SANTA MARÍA Y CARLOS! Los populares invocaban la tradicional figura blanca del Apóstol que figurara en la Reconquista; y la sagrada palabra por la que lucharan tan denodadamente sus mayores.

¡Fueron desoídos!

Los últimos momentos de la tragedia, alcanzaron aquella grandeza característica del extraño tronco castellano, pundonoroso, estoico y místico! Cuando Padilla exasperado ante la derrota de sus huestes se lanza a la muerte con cinco jinetes de su ilustre casa, pronuncia estas palabras espartanas:

No permita Dios – exclama – que digan en Toledo ni en Villalar, las mujeres, que truxe sus hijos y esposos a la matanza, y que después me salvé huyendo.

No hallaron, empero, la muerte en el campo, ni él ni sus compañeros de mando, que prisioneros y juzgados en la lúgubre noche del 23, expiaban al día siguiente en el cadalso su amor a la libertad.

Estos nobles hijos de Castilla, que rivalizaron en valor en los campos de batalla, superáronse en sublimidad moral ante el suplicio. Padilla escribió aquellas dos conocidas cartas a la ciudad de Toledo una, y a doña María de Pacheco, su esposa, otra, que jamás alma liberal y española podrá leer sin emoción. Epístolas célebres en la historia, y que como las de los habitantes de Medina y Segovia, revelan en los espíritus de la época, una profundidad moral y estética que raya en lo sublime bíblico, en el refinamiento de la lírica más elevada.

Así fueron también las últimas palabras de aquellos varones que se diría inspiradas en nuestro teatro calderoniano, cuando, por lo contrario, éste no hizo sino inspirarse – ya en días de decadencia moral – en los recuerdos, sentimientos, hombres y cosas de antaño. Son conocidísimas, pero siempre dignas de recordación, aquellas frases romancescas y trágicas:

Camino del suplicio aquellos mártires oyen la voz siniestra del pregonero:

«Esta es la justicia – decía el lúgubre son – que manda hacer S. M. y los gobernadores en su nombre, a estos caballeros: Mándales degollar por traidores...».

– Mientes tú, y aun, quien te lo mandó decir, – interrumpe dignamente el segoviano Juan Bravo – traidores no, más celosos del bien público y defensores de la libertad del reino.

Pero a estas palabras solemnes y justas contesta con estoicismo senequiano, Juan de Padilla:

– Señor Juan Bravo, ayer fue día de pelear como caballeros, hoy lo es de morir como cristianos.

Calló el capitán segoviano, y ya ante el tablado, adelántase al ejecutor y le dice viendo que iba a perecer primero Padilla:

– A mi primero; porque no vea la muerte del mejor caballero que queda en Castilla...

Y sucumbe; antes que Padilla, y que Maldonado...

Creemos que no ha sido todavía aquilatada psicológicamente toda la simbólica y tocante sugerencia de estos postreros momentos de los sacrificados en Villalar, en las que late algo que no ha sido aún estudiado...

Al terminar esta oscura evocación, que la nobilísima gesta nos ha venido inspirando, no hemos de olvidar las reflexiones del gran historiador Lafuente, que acaso parecieron atrevidas en su época, pero que son luminosas, justas y serenas, simplemente:

«Así acabaron – dice – los tres más bravos caudillos de las Comunidades. Su suplicio fue también la muerte de las libertades de Castilla. La jornada de Villalar en el primer tercio del siglo XVI, no fue de menos transcendencia para la suerte y porvenir del reino castellano que la de Epila para el aragonés al mediar el siglo XIV. En ésta, quedó vencida la confederación de las ciudades, como en aquélla quedó vencida la Unión; con la diferencia, que allí, el vencedor en Epila, Pedro IV de Aragón, si bien rasgó con el puñal el Privilegio de la Unión, fue bastante político y prudente para conservar y confirmar al reino aragonés sus antiguos fueros y libertades. Aquí, un monarca que ni corrió los riesgos de la guerra, ni se halló presente al triunfo de los realistas en Villalar, despojó, como veremos, al pueblo castellano de todas sus franquicias que a costa de tanta sangre por espacio de tantos siglos había conquistado. Por siglos enteros quedaron también sepultadas en los campos y en la plaza de Villalar las libertades de Castilla, hasta que el tiempo vino a resucitarlas y a hacer justicia a los campeones de las Comunidades».

Y más adelante (cuando el mismo Lafuente describe la revolución de las Germanías) corona su estudio con este juicio basado en observaciones irrebatibles, y que reproducimos en apoyo de la tesis general que hemos venido desenvolviendo:

«Así sucumbió – dice el distinguido historiador – casi a un tiempo y de un modo igualmente trágico, la clase popular en Castilla y en Valencia, y en uno y otro reino quedó victoriosa y pujante la clase nobiliaria. Diversas en su origen y en sus tendencias las dos revoluciones, sobrábanles a los populares de ambos reinos motivos de queja, y aun de irritación, a los unos por las injusticias y las tiranías con que los oprimían los nobles, a los otros por la violación de sus fueros y franquicias que sufrían de parte de la corona. Para sacudir la opresión o reivindicar sus derechos acudieron unos y otros a medios violentos, cometieron los excesos que acompañan a los sacudimientos populares, fueron en sus pretensiones más allá de lo que consentía el espíritu de la época y de lo que les convenía a ellos mismos; les sobró valor e intrepidez y les faltó dirección y tino; ambos movimientos fueron mal conducidos, y, entre sus muchos errores, el mayor fue haber obrado aisladamente y sin concierto los de Valencia y los de Castilla.

Aun así, estuvo Carlos de Gante en peligro de perder su corona de España, mientras ceñía en sus sienes la del Imperio alemán. Pero una y otra revolución sucumbieron, y las guerras de las Comunidades y de las Germanías dieron por resultado el engrandecimiento de la autoridad real y la preponderancia de la nobleza».

* * *

Y ahora veremos, cómo, una vez más, se encargó de comprobar la historia, la verdad – promulgada pero no respetada – de que puede exterminarse a los hombres, aunque sean símbolo o mejor dicho vehículo de las ideas, pero no a éstas.

En los dos siguientes capítulos, con los que terminará esta exposición – consagrado uno a los Comuneros americanos y otro a los Comuneros en el Paraguay – tendremos ocasión de comprobar con nuevos testimonios el mencionado aserto.

 

CAPITULO III 

(VIII)

VILLALAR EN LA HISTORIA DE LA LIBERTAD

 

Lo que representa Villalar en la historia de la libertad en España y América.– Aún, la incomprensión de Carlos V.– Villalar influye en el destino de los pueblos hispanoamericanos.

Centralismo, federalismo y autonomía en la Península.– Centralismo y autonomismo en América.

Paralelo del escritor Gelpi, referente a los conquistadores hispanos (de la «Reconquista» peninsular y de la gesta en el Nuevo Mundo).

El Ayuntamiento, el Común, el Municipio, proceden en América como en España.

Santa (1590); Cuzco (1548); Quito (1592); México (1623); Asunción (1723); Santiago de Chile (1794); Colombia (1780).– Paralelismo evidente entre «El Común» colombiano y el Comunerismo castellano.

 

Examinado debidamente el espíritu le las Comunidades españolas, así corno el desesperado esfuerzo realizado por sus partidarios para defender las antiguas libertades frente a la prepotencia cesarista, mucho de lo que ha venido afirmándose sobre la jornada de Villalar deja de ser retórico resultando trascendente y exacto, desde el punto de vista hispano y aún nos atrevemos a sostener que desde el hispanoamericano mismo.

Creemos que la derrota de Villalar aparecerá siempre que se estudie la historia de las ideas liberales ibéricas, más que como el triste epílogo de una enconada lucha entre dos facciones, como símbolo de la inmolación ominosa de un gran sistema político; como recuerdo de una época y una tradición gloriosas, y como evocación del lamentable desenlace de una epopeya brillante aunque infortunada que separa en la Historia de España, el ciclo netamente nacional y honroso del decadente de las dinastías extranjeras.

Los historiadores de Carlos V que exteriorizaron tanta tolerancia crítica hacia la página negra de las Comunidades, o bien carecieron de elevación espiritual para comprender el sentido del sacrificio español en aquellos momentos decisivos; o bien, retrógrados, no quisieron comprenderlos; o acaso extraños al problema ideológico político español como el gran Robertson, sólo supieron admirar al héroe brillante, al árbitro hazañoso de las proezas sin precedentes, olvidando ante la magnitud del César las desdichas del pueblo sacrificado.

Con el triunfo de las ideas de Carlos V, repitámoslo, con Hume, la esperanza de un gobierno representativo se retrasa en la península doscientos noventa años y en cambio se introduce el virus del «predominio universal» que engendra la animosidad de Francia, Inglaterra, Holanda, Italia, Portugal, América... y con ello la decadencia.

Estaba, empero, así decretado en los inexorables designios supremos. Cuando el Emperador vuelve a España en 16 de julio de 1522, a raíz del suplicio de los jefes comuneros, ahogado ya el sentimiento nacional, que representaban las Comunidades y debilitados en la lucha del pueblo y la aristocracia, Carlos de Austria puede imponerse fácilmente. La aureola de sus triunfos allende fronteras le rodea de prestigio. No pocas circunstancias han cambiado ahora favorablemente. Ya el rey de España conoce el español; su funesto favorito De Croy ha muerto y el Cardenal Adriano, Regente que él impusiera en España, es el Papa de la Cristiandad.

Algo también impresionará al monarca: la heroica resistencia del pueblo español, al que procura ilusionar con tardías y débiles concesiones. Es así como en primero de noviembre hace levantar en Valladolid excelso trono al aire libre y desde aquel solio proclama astutamente un perdón general, del que, no obstante, excluye trescientas víctimas – que son posteriormente perseguidas con saña –. Pero en la teatral ceremonia, tiene el monarca cuidado de no presentarse ante el pueblo con los impopulares distintivos imperiales, sino tocado a la usanza de príncipe, llevando corona cerrada y manto de terciopelo carmesí forrado de armiño, en vez de la corona abierta y el manto de púrpura y oro imperiales. Empieza a comprender a costa del inmenso dolor de su pueblo, que no es éste lo que él creyera inicialmente sugestionado por sus interesados favoritos. Es tarde, sin embargo, para remediar los males realizados que extenderán inevitablemente sus proyecciones a través de los siglos afectando corrosivamente los destinos nacionales. Carlos de Gante, que no comprendió al inaugurar su reinado la grandiosidad de estos destinos, desaparecerá de la tierra sin haberse dado cuenta de la inmensa responsabilidad que contaría ante la historia, ignorándoles. La repetida anécdota de Hernán Cortés es significativa en este sentido. Refiérese que viejo, pobre y desoído, el vencedor de Otumba acercóse cierto día al coche del Emperador, quien no le reconoció...

¿Quién sois? – dicen que preguntó extrañado el monarca ante aquel anciano, que era el héroe de «la Noche triste»...

– Soy señor – respondió éste– un hombre que os ganó más provincias que ciudades os legaron vuestros antecesores...

Probablemente era necesaria al César esta lección de geografía y de senequismo por parte del vencedor de los aztecas.

Ni Carlos, ni sus descendientes, absorbidos en sus nefastas guerras europeas de religión y de familia, comprendieron la trascendencia de los ideales que tan clarividentemente entreviera la Reina Católica. Menospreciando el sentir hispano, desinteresaron el corazón de los pueblos peninsulares de las empresas patrias. Y éstas desde aquella época dejan de ser nacionales para devenir monárquicas dentro del régimen absoluto que transforman al pueblo de las Cortes y de la Reconquista en la nación rígida y formalista y cristalizada de los Felipes.

No es pues retórico afirmar que Villalar influye en nuestros destinos y en América. Con la derrota comunera desaparecen el autonomismo regional español y el americano. La Comunidad, el Municipio, la Provincia, la Región, el Reino, todo lo individual, lo energético y vital, es absorbido, aplastado, por abstracta y yerta administración palatina centralista que restringe los múltiples focos de savia popular que deben su singular lozanía a la vieja España de los Fueros, de los Concejos, de las Libertades. Transmitidas éstas con sus organismos al Nuevo Mundo cuando la Conquista, con hispanas energías e hispana sangre, las veremos decaer también bajo la administración papelista de las Audiencias, los Oidores, y los Golillas del Virreinato.

Y es este hecho en extremo sensible; porque el característico autonomismo hispano, extendido y amplificado en América, hubiese sido glorioso para el renombre de Iberia. Pero lo impidió el absolutismo, preparando con ello los enconos de la Independencia. En último análisis, lo que perseguían mediante su emancipación los pueblos hispanoamericanos, era gobernarse autonómicamente; lo mismo que anhelaban a su vez los reinos, las entidades, las instituciones peninsulares. Y como lo que impedía precisamente el régimen de las dinastías foráneas, igualmente letal para España que para América, era gobernarse, la protesta vino a ser inevitable tanto en los estados españoles como en los lejanos de allende los mares.

En la Península, infortunadamente, el desastre de Villalar permitió el triunfo del absolutismo, que se impuso, aunque sin lograr restringir definitivamente el fuego sacro de las viejas libertades que, acá y allá, continuaron manifestándose más o menos visiblemente, inextinguibles, reviviscentes, a través de los tiempos con esa persistencia vital que poseen las células fundamentales y primigenias de un organismo.

En América fue posible que los anhelos de libertad resultasen coronados con el triunfo de la Emancipación, llamada Independencia, que no fue una ruptura con España, como in illo tempore se pregonara, sino con el monarquismo absolutista, fardo oprimente que del mismo modo pesaba sobre América que sobre la Península. De aquí, que la verdadera fraternización hispanoamericana, sólo adquiriese caracteres positivos después de la ruptura emancipadora. Ésta destruye los obstáculos políticos, deleznables y materiales, las «cadenas» en la terminología de la época, pero crea, en cambio, los lazos espirituales preparando el advenimiento de esa concepción honrosa para nuestra estirpe, concepción futurista pero no imposible, de una vasta confederación de pueblos hermanados en un ideal grandioso basado en la igualdad de tradiciones liberales.

Ahora bien: aunque la ruina de los campeones de Castilla, dificultaba la evolución de las ideas liberales peninsulares, condenadas a no exteriorizarse durante largo espacio de tiempo sino trabajosa y subrepticiante, es circunstancia que mucho honra a nuestros antepasados la de que tan venerables tradiciones no desapareciesen, ni se corrompieran en su lucha contra las adversidades y los siglos, y que, por lo contrario, aún pudiesen cristalizar en manifestaciones tan gloriosas como las epopéyicas Cortes de Cádiz.

Más aún; no lograron siglos enteros de monarquía absoluta extinguir los naturales e imperecederos núcleos autonomistas de la Península. La historia moderna evidenció el ingénito federalismo hispano que surgió no bien le fue posible, a la voz del apóstol Pi Margall (evangelista de la independencia del individuo dentro del municipio, de éste dentro de la provincia y de ésta dentro de la región, remontándose hasta el estado) en su admirable sistema, superior a su época. Siglos enteros de centralismo no lograron disolver en la gran entidad ibérica esos núcleos que fueron, son y serán irreductibles, y que hermanados y a la vez separados, vemos resurgir hoy mismo, más añorosos que nunca de personería, y más saudosos que nunca de autonomía. Ellos engendran hoy el insoluble problema del regionalismo español, que no sólo afecta a los pueblos catalaúnicos y a los vascos y galaicos, sino a las varias Castillas, Andalucía, Extremadura, la Montaña, el viejo páramo Leonés, el archipiélago Canario...

Por no haber querido comprender esta idiosincrasia los reyes de las casas extranjeras, tuvieron que ir creando a sangre y fuego el artificioso conglomerado que todos conocemos, aquejado de desunión y descontento. Felipe II, tuvo que aplastar las instituciones del antiguo reino de Aragón que ensayaba recuperar su libertad foral. Y como la violencia produce violencia, medio siglo después, en 1640, no ya uno sino dos estados peninsulares se alzan al grito de libertad: son Portugal y Cataluña; estados hermanos nuestros, tan íberos como Castilla y de los cuales, uno, Portugal, había de separársenos para siempre; y el otro, Cataluña, herido en lo más profundo de sus sentimientos había de llegar en su desesperanza, a las extravasaciones que simbolizan las estrofas sangrientas de Els Segadors... Éstas, como las del Gernikako arbolá, vasco, hoy por desgracia verdaderos himnos de distanciamiento, hubieran sido inconcebibles antes del régimen que triunfó en Villalar... Hubiérase respetado la natural estructura política y espiritual de los pueblos íberos y estos ritmos amenazantes no habrían sido posibles...

Y bien: conclusiones en cierto modo similares sugiere el examen del pasado americano, que no es otra cosa, desde un punto de vista elevado y moderno, que el pasado de la España de allende los mares. ¿Pertenece el estudio que hemos venido realizando a la Historia de España exclusivamente? Según los manuales escolares, sí. Según el concepto moderno de la Historia, no, pues que hombres, hechos e ideas, que pertenecieren a la península o a América, se mutuinfluencian tan íntimamente, que la génesis de determinados acontecimientos continentales es inexplicable si no se arranca del solar originario y común. Así lo entiende la escuela novísima que tiene su más valiente maestro en el ilustre y cultísimo José León Suárez quien considera la historia española y la americana como la de un solo, inmenso, pueblo enclavado en dos continentes y separado por el océano.

Y porque esto es una realidad, se explica la repetición de los hechos, hombres e ideas en ambos mundos. Así – como observara el benemérito español Gil Gelpi, en sus Estudios sobre la América –, los españoles en el Nuevo Mundo procedieron en ocasiones a impulsos de sentimientos idénticos a los de sus antecesores los guerreros de la Reconquista íbera. Viéronse forzados a ser simultáneamente soldados, colonos, y legisladores. Como en España, gobernantes y gobernados, soldados y jefes, unidos e igualados por las comunes contingencias de la dura obra de la guerra, iban conquistando palmo a palmo su nueva patria, que necesariamente tenían que fundamentar sobre la libertad. Eran como aquellos castellanos de la lucha con los árabes que iban a la vez rechazando a la morisma y recabando sus fueros y privilegios que los monarcas se veían obligados a reconocer. Y señores después en sus municipios, cuando los demás pueblos de Europa gemían en la gleba, creaban el tipo del alcalde íbero, que se las ha en ocasiones con el mismo rey, al que a veces representa.

Con estos españoles, el Ayuntamiento, el Común, el Municipio, los organismos populares de redención, pasan al Nuevo Mundo, donde la institución del Cabildo ha sido reconocida por escritores extranjeros como un título de honor para la colonización española. Y ¿por qué esto? Porque municipios y cabildo eran autónomos, eran una creación de democratismo, de gobierno ejercido por el pueblo en representación de la voluntad popular.

El de Salta, por ejemplo, a principios del siglo XVI, destituye a un Gobernador: el Marqués de Haro. En el cabildo de Buenos Aires, en 1590, el Alcalde Ibarra se niega a entregar su vara a la autoridad militar sin previa Cédula Real, porque estas instituciones ejercitaban derechos que, aunque no codificados, eran respetados, apoyados por el pueblo. Oponíanse como en Castilla, siempre que era preciso, a los avances del absolutismo.

Algunos Ayuntamientos, como los de México y Lima, gozaban de los mismos privilegios que el de Burgos, capital de Castilla, reino el más liberal democrático de Europa en el medioevo. Las prerrogativas y fueros, por tanto, que dignificaban a aquellos castellanos que llenan con su gesta el Romancero caballeresco y llaman la atención de la investigación moderna, pasan a América importadas con la acción energética y hazañosa de sus descendientes, los desbrozadores de la selva indiana.

Y siendo para España las dilatadas comarcas ultramarinas, no factorías comercialmente, ni colonias, como lo eran las posesiones de los demás pueblos de Europa, sino pedazos apartados del mismo Reino español, concedíaseles el usufructo de las mismas leyes hispanas; y eran en las nuevas patrias, ciudadanos dotados de derechos tanto los blancos, como los hijos de blanco e india y los indios puros, declarados, como es sabido, hombres libres, por las leyes de Castilla. Existía en consecuencia más igualdad en la calumniada América Hispana que en la mayoría de las naciones europeas de la época.

No por otra razón la historia virreinal está llena de alzamientos populares que tenían su razón de ser en hechos estimados por los criollos como atentatorio a sus derechos y a los privilegios de sus organismos de gobierno. De aquí que las palabras comuna, comunidad, comunidad de indios (que también existían) y comunero, maticen, como en España, la historia del continente desde la Florida hasta el Río de la Plata.

No es pues de extrañar, teniendo presentes esta circunstancias, que movimiento tan impresionante como el de la Guerra de las Comunidades, hallase repercusiones aunque lejanas y, a veces, deformadas en América. Muchos de los conquistadores pertenecían a la época «comunera» española... Algunos fueron testigos, otros actuantes, en aquella contienda. Es natural que trajesen viva a América la tradición de la protesta candente; los recuerdos trágicos de la lucha; el eco de los anhelos sofocados en Villalar...

Tal vez cuando sea investigado este sugestivo aspecto del pasado, que apenas nos es permitido en nuestro rápido boceto indicar, vengan a comprenderse mejor, determinadas agitaciones de la historia americana, que acá y allá fueron reproduciéndose a manera de lejanas inesperadas resonancias de la cruzada comunera española.

El hecho es que cuando más el burocratismo absolutista deja sentir su influencia en el Continente, más visiblemente la protesta de carácter comunal se produce y cunde. Es que el mal que aqueja a la patria originaria se extiende a través de sus apartados dominios. La creación de las Audiencias, los impuestos, la venta de cargos públicos, y tantas otras novedades monstruosas, del régimen centralista, provocan estas agitaciones que no terminarán ya sino en la Emancipación, por donde resultarían tal vez prodómicos estos movimientos comuneros, dignos de una investigación revisora que todavía no ha sido realizada. Para quienes la emprendan en lo futuro, señalaremos algunos jalones que aparecen como esporádicos a causa del carácter esquemático de este ensayo.

En 1548 estalla en el Perú un formidable movimiento popular. El Consejo de Indias, presidido por Felipe II (príncipe aún) acababa de dictar complejísimas disposiciones que si por una parte parecían humanitarias pues suprimían las discutidas encomiendas, contra las que existía toda una literatura adversa interesada y discutible, por otra resultaban liberticidas puesto que atacaban los gobiernos populares. El Ayuntamiento de Cuzco protestó. Sería imposible en unas líneas exponer los caracteres de aquella sublevación, pero el hecho es que en ella del lado del Ayuntamiento estaban los defensores de los fueros comunales, quienes organizaron un ejército que se denominó de la Libertad contra otro llamado Realista. Sabido es que el célebre y en verdad notable clérigo La Gasca, representante del poder real, sofocó esta rebelión en la batalla de Xaquixaguana, a la que siguieron los inevitables suplicios.

Más tarde, en 1592, la ciudad de Quito, es también teatro de populares convulsiones. Una cédula real ordenaba a la Audiencia que estableciera unas nuevas alcabalas del dos por ciento sobre toda venta. Era uno de los tantos expedientes odiosos a que se veía obligada a recurrir la exhausta Hacienda Real, agotada por las incesantes y absurdas guerras de religión y de familia.

El Ayuntamiento de Quito se opuso, defendiendo los intereses municipales. El pueblo le secundó acudiendo a las armas. Una vez más una ciudad de origen ibérico iba al sacrificio en defensa de sus derechos comunales; una vez más, éstos eran sacrificados con el consiguiente tributo de víctimas en holocausto al poder central.

En México, el sentimiento de la autoridad comunal, era tan poderoso, que una Junta de carácter municipal congregada, en 1623, llega a deponer al Virrey, siendo tal disposición acatada en la Metrópoli.

Un siglo después, en 1723, es conmovido el continente americano ante los acontecimientos sorprendentes acaecidos en nuestra ciudad de Asunción, en la que estalla la compleja rebelión conocida en la historia del Nuevo Mundo con el nombre de Revolución de los Comuneros del Paraguay, que estudiaremos con el mayor detenimiento posible dentro de los límites de este ensayo, en el próximo capítulo.

En 1794, el Cabildo de Santiago de Chile, libra también su batalla comunal. En esta ocasión el levantamiento se produce contra el Tribunal Superior de Cuentas y su jefe don Gregorio González Blanco, que elevará, apremiado por exigencias de la Real Hacienda, las contribuciones de almojarifazgo y alcabala. Como en las otras ocasiones mencionadas, el Cabildo chileno defendía en ésta los intereses comunales, base de los que algún día serían «nacionales», chilenos; y el pueblo hizo causa común con el cabildo.

Y es digna de ser tenida en cuenta esta circunstancia realmente significativa y simbólica, de la constante, uniforme y espontánea armonía entre pueblo y cabildo, lo mismo en México y Perú, que en Ecuador y Chile o que en Colombia y el Paraguay... Es hecho que se presta a meditaciones el de que estos elementos populares, que en ocasiones se denominaron ellos mismos Comuneros, amparasen decidida y unánimemente a los Cabildos en América, como en España a la Comunidad; que secundasen en suma indefectiblemente la causa capitular que era la local y había de ser más tarde la «nacional», anticipándose a la actitud, que, andando el tiempo, habían de asumir los revolucionarios de la Independencia.

Siendo así, y teniendo en cuenta el hecho poco conocido de que algunos agentes de estos «comuneros»; los de Colombia, en 1784 estuvieron en Inglaterra gestionando el apoyo de ésta, según ha sido afirmado (2)vendría a resultar que éstos, fueron en cierto sentido unos precursores de la Revolución emancipadora dignos de estudio detenido que no sabemos haya sido realizado. En España, alguien, describiendo las Germanías valencianas, señaló conexiones entre ellas y el levantamiento republicano del 69.

Ahora bien: de cuantos movimientos se produjeran en América en el sentido que venimos estudiando, el que por su índole de especial afinidad con los hispanos, más nos interesa, es el denominado  REVOLUCIÓN COMUNERA DE LA NUEVA GRANADA, que con la lucha del mismo nombre en el Paraguay, constituye interesante apoyo documental de la doctrina e ideas que en este estudios hemos venido sosteniendo.

Era el año 1780, el mismo en que Tupac Amarú pretendió restaurar en el Perú el trono de los Incas. Reinaba en España el ilustre y nobilísimo monarca Carlos III rodeado de preclaros ministros, entre ellos el genial Conde de Aranda, que veían con dolor avecinarse la inevitable catástrofe engendrada por la errónea política absolutista. Ellos mismos, en el plano inclinado de un régimen absurdo, necesitaron crear el cargo de  VISITADOR GENERAL DE RENTAS de Nueva Granada, que recayó en don Juan G. de Piñérez. Este Visitador, como era de temer, gravó la ya ingente masa de alcabalas, sisas, estancos, anatas, guías y tornaguías que formaban la intrincada red tributaria del deplorable sistema. El pueblo de lo que había de ser Colombia se levantó indignado.

Se constituyó en colectividad de defensa, que tomó el nombre de El Común, congregó representaciones de las ciudades, como otrora los partidarios del Común castellano, y rompió con las autoridades reales. No nos es posible detenernos en las incidencias de la lucha que vino a establecerse, y que ha sido descrita como una simple rebelión contra el abuso de los impuestos. A nosotros nos interesa especialmente indicar algo que no sabemos haya sido señalado hasta ahora, y es, el aspecto por el cual esta insurrección revela curiosísimas vinculaciones no ya formularias sino ideológicas con el comunerismo español.

Abarcó el movimiento la provincia del Socorro, propagándose a toda la parte norte del Virreinato.

Aquellos revolucionarios de  EL COMÚN, colombiano, como los comuneros castellanos, destituyeron a los representantes de la autoridad real; redujeron los tributos y procedieron con caballerosidad ya que dueños absolutos del poder no mancharon su causa con un solo crimen. Como sus antecesores en Castilla manifestaron que no rompían con el Rey, sino con sus malas autoridades. Llegaron a reunir diez y ocho mil adictos, al frente de los cuales colocaron con la denominación de Generalísimo de los Comuneros a don Juan Francisco Berbeo. Y tal pánico provocaron que las autoridades reales se vieron obligadas a pactar haciéndose necesaria la presencia del prestigioso arzobispo que se personó ante la ciudad de Zipaquirá (a ocho leguas de Bogotá) sitiada por las fuerzas de «El Común». Allí se celebró el Convenio, que lleva el nombre de la ciudad, por el cual cedían los Comuneros colombianos en su actitud, reconocidas sus pretensiones. Y el articulado de éstas, es el que no puede menos de sugerirnos la hipótesis de que a sus redactores habían llegado reminiscencias de aquellas famosas «Peticiones» que los comuneros castellanos de la Junta Santa de Avila formularan ante el Emperador y que estudiamos en anterior ocasión.

Estimulaban, en efecto, los comuneros colombianos la expulsión del Regente Piñérez, como los castellanos la de los altos dignatarios flamencos que gobernaban en el reino.

Pedían la abolición del citado empleo como los castellanos la de otros cargos onerosos.

Exigían la supresión de determinados tributos y la reducción de algunos, como los hombres de la JUNTA SANTA de Avila.

Pedían se suprimiera la obligatoriedad de la limosna de las Bulas de Cruzada; exactamente como los comuneros castellanos. Asimismo pedían estos revolucionarios colombianos (y en estas palabras sí que ya nos parece estar escuchando como un eco del articulado de la JUNTA SANTA) que no se obligase a los indígenas a celebrar fiestas contra su voluntad; que no hubiese jueces de residencia; y que los cargos se confiriesen a los americanos... ¡Como los hombres de la Junta Santa pedían que los empleos se confiasen a los españoles y no a los flamencos! Solicitaban finalmente, que los cargos fuesen elegidos por el Común de los pueblos; y la amnistía general.

Triunfantes los Comuneros colombianos, como en cierto modo los castellanos, terminaron su cruzada y engañados en su buena fe expiaron, como éstos, en el patíbulo su anhelo de libertad.

Era el segundo ensayo comunero en América. El primero fue el del Paraguay, que estudiaremos en breve. Y he aquí porqué decíamos que pueden inmolarse cruentamente las vidas humanas, pero no las ideas, que renacen y transmigran de unas a otras generaciones, y en tenaz metempsicosis, hasta hacerse cuerpo, sin que puedan aniquilarlas los errores ni las tiranías humanas.

 

CAPÍTULO IV 

(IX)

LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (ANTECEDENTES)

 

La anécdota de los psicólogos del Congreso de Gottinga y la verdad histórica.– El estudio de la Revolución Comunera del Paraguay exige una revisión de numerosos problemas históricos que no ha sido hecha.– Los jesuitas en el Paraguay.– El caos bibliográfico y documental referente al tema.– La Encomienda y la Reducción.– El Paraguay, teatro de la Revolución.– La Asunción comunera, según Fariña Núñez.– La ciudad levantisca.– Asonadas de 1572, de 1645, de 1671.– Paralelismo con la historia peninsular según una frase sugestiva de Estrada.– La llamada «Jesuit Land» fue implacable con los jesuitas.– El comunerismo halla campo favorable en el Paraguay.– La revolución comunera de Colombia y la del Paraguay.– El movimiento de protesta del Paraguay es una de las páginas más interesantes de la historia hispanoamericana.– Los precursores del democratismo europeo, en el Paraguay del siglo XVIII.

 

Refiere el meritísimo escritor español Juderías Bender en su original obra La Leyenda Negra un hecho extraño más de una vez citado, que nos parece oportuno recordar en la ocasión presente. Es éste:

En un congreso de psicología que en cierta ocasión se reunió en la universitaria ciudad de Gottinga, los congresales hicieron a costa de ellos mismos un peregrino experimento. Una fiesta popular celebrábase a corta distancia de donde se hallaba reunido el congreso. Y sucedió, que repentinamente, se abrieron las puertas del severo recinto, y penetró en el salón de sesiones, nada menos que un payaso, seguido de un negro que le amenazaba con un revólver.

Y en medio de aquel cónclave de psicólogos, el payaso cayó en tierra y el negro le disparó un tiro. Inmediatamente perseguidor y perseguido, ilesos, huyeron. Cuando el docto concurso – nos dice el narrador – se repuso del asombro que tan anómala escena le produjera, el Presidente rogó a los congresales que allí mismo redactasen algunos de ellos una relación del insólito hecho para esclarecer lo acaecido si intervenía la justicia. Cuarenta fueron los relatos. Pero de ellos, diez eran totalmente falsos; veinticuatro contenían detalles completamente fantásticos; y sólo seis, estaban de acuerdo con la realidad. Ocurrió esto, dice irónicamente Bender, en un congreso de psicólogos; y aquellos profesores que tan descaradamente acababan de faltar a la verdad, eran hombres honestos, consagrados al estudio, y que no tenían el menor interés en desfigurar un suceso que acababan de presenciar. ¡«Hecho profundamente desconsolador para los aficionados a la Historia»! – exclamaba – porque si esto acontecía entre personas cultas, de absoluta buena fe «¡qué no habrá sucedido con los relatos de los grandes acontecimientos históricos, de las grandes empresas, que transformaron el mundo, con los retratos de insignes personajes, que han llegado hasta nosotros a través de los documentos más diversos y de los libros más distintos por su tendencia, y por el carácter de sus autores! !Cuántas no serán las falsedades que contengan, los errores de que se hagan eco! Razones más que suficientes, hay, en efecto, para poner en tela de juicio las afirmaciones de los historiadores que parecen más imparciales y sensatos. La historia es, de todas las ciencias, la que más expuesta se halla a padecer el pernicioso influjo del prejuicio religioso y político, y el historiador que debiera escribir imparcialmente, despojándose de toda idea preconcebida y sin más propósito que el de descubrir la verdad, se muestra casi siempre apasionado en sus juicios, parcial en la exposición de los hechos, y hábil en omitir los detalles que destruyen su tesis y en acentuar los que favorecen su finalidad».

Conociendo éste y otros peligros, hemos venido realizando, no obstante, la investigación que ahora toca a su término, deseosos, ya que no de apoderarnos de la verdad (cosa que vemos apenas fue posible en el Congreso de Gottinga, tratándose de un acto presenciado por cuarenta testigos) deseosos, decimos, de facilitar la tarea de los que algún día se animen a internarse mejor preparados que nosotros, en los arriscados senderos que hemos procurado recorrer, en pos de los inciertos indicios y las veladas enseñanzas, que tan dificultosamente proporciona el pasado.

Complejo en su esencia el tema general de las Comunidades peninsulares, así como el subsecuente de sus ramificaciones americanas, se diría que tal complejidad se acentuara al concretarnos al aspecto especialísimo del movimiento comunero paraguayo que apenas nos va a ser permitido reseñar.

Porque para una exacta comprensión de los hechos que integran el caótico período durante el cual se produce la célebre Revolución Comunera del Paraguay, sería preciso realizar una revisión de los numerosos problemas no resueltos y de las emergencias no suficientemente estudiadas, que rodean al interesante momento histórico. No ya para decidirse en pro o en contra de unas u otras personalidades, o en apoyo de éstas y otras tendencias – actitud que puede ser más o menos cómoda, pero no siempre plausible en el investigador – sino para exponer con relativa exactitud los acontecimientos – tan deformados por numerosos historiadores, en su mayoría respetables – sería preciso poner a contribución buena parte de la historia colonial del continente en sus más intrincados aspectos.

Se relaciona íntimamente, por ejemplo, el estudio de esta Revolución Comunera con el problema laberíntico y espinoso de las Misiones Jesuíticas del Paraguay. Y este problema, cómodamente resuelto por la crítica simplista y sectarista de unos y otros bandos, es, sin embargo, uno de los más complicados y difíciles de investigar, dentro del pasado paraguayo, científicamente concebido. Con monótona unanimidad, que, lejos de resultar convincente, nos aparece sospechosa, una extensa pléyade de escritores nacionales y extranjeros, antiguos y modernos, presenta – sabido es – a estas Misiones como uno de los cargos más condenatorios y aun más siniestros de la Compañía de Jesús, desde el punto de vista humano.

Conocemos por razón profesional algunos cientos de indicaciones bibliográficas referentes a los jesuitas en el Paraguay. En su mayoría son adversas a la Compañía, quien sabe si con razón. Y sin embargo, Voltaire, que no podría en forma alguna sernos sospechoso, y que además demostró siempre especial interés hacia cuanto se relacionara con los ignacianos, tiene estas extrañas palabras, en su Ensayo sobre las costumbres: «La civilización en el Paraguay, alcanzada exclusivamente por los jesuitas, puede considerarse, en cierto modo, como el triunfo de la humanidad». No atenuamos en esta ocasión cargos, ni condenaciones, como tampoco acentuaremos defensas. Señalamos un ejemplo, que evidencia cuán aleatorios pueden ser los juicios en materia, por lo visto, no suficientemente estudiada.

Meditando sobre ello se comprende que habría que laborar hondo, y sobre todo laborar serenamente, antes de aceptar como incuestionable cuanto respecto a ese punto tan esencial para el perfecto conocimiento del período histórico comunero amontonó una crítica manifiestamente interesada o apriorística. Entremezclados más o menos directamente los intereses de los jesuitas en el Paraguay con los de otros elementos que intervinieron en la contienda comunera, recayó sobre algunos aspectos de ésta, la desconcertante confusión nacida de la ingente masa de literatura tendenciosa de los liberalistas, de los anónimos, de los sectarios, que tomaron parte en la lucha material originaria y en la polémica subsiguiente. Muchas fuentes de información quedaron a causa de ello contaminadas con el detritus de la parcialidad y aún del odio. Se recurrió a la publicación, no ya anónima, sino apócrifa, a la aderezada como perteneciendo a un partido ) contraria en el fondo al mismo; a la mixtificación documental y bibliográfica... Es conocida, por ejemplo, la importancia que los historiadores contrarios a las Misiones, conceden al célebre Memorial de Anglés y Gortari favorable al héroe comunero Antequera y contrario al régimen misionero. Y, sin embargo, no es tan conocida la afirmación de los defensores de las Misiones del Paraguay, en contra del conocido  MEMORIAL, al que denominan pseudo Gortari, y del que afirman, fue aderezado o amañado por una mano encomendera.

El antagonismo existente entre jesuitas por uno parte y franciscanos por otra; o, también, entre los representantes del régimen misionero y los de las autoridades civiles, fue base también, de abundante información apasionada. A ella habrá que añadir, asimismo, la engendrada con motivo de los pleitos territoriales planteados entre las naciones española y portuguesa, en el Río de la Plata, así como las novelescas exposiciones y narraciones que, en diversos sentidos, enmarañaron los problemas históricos de este agitado período del pasado hispanoamericano.

Establecido, durante los primeros tiempos de fa Conquista, el régimen de trabajo denominado de las Encomiendas, que era el civil, el de los creadores de la ciudad y de la familia coloniales, el de los desbrozadores de la selva, el de los «blanqueadores» de razas, es sabido que tal sistema fue atacado más tarde (dando origen a la literatura más tendenciosa, apasionada y cruel que existe contra España) por quienes, de buena fe, lo tacharon de inhumano; y por los que interesados en favorecer la llamada «Conquista espiritual», propiciaron el régimen de la Reducción: el mecanismo de dominio y de trabajo patrocinado por los misioneros, que al fin triunfaron.

La lucha que manifiesta o subterráneamente se entabló entre los defensores de la Encomienda y los de la Reducción, produjo asimismo su correspondiente documentación conexionada con los sucesos de los Comuneros. Y a ella habría aún que añadir, la derivada de los inevitables conflictos entre las diversas instituciones político o administrativas de la era virreinal; la de los antagonismos entre las naturales entidades de la región o de la provincia (animadas de explicables anhelos de autonomía) y las artificiosas de las jurisdicciones políticas; o, reduciendo el escenario: entre los inmediatos y a veces vitales intereses locales, germinados al calor de la comunidad o el Cabildo, de la Región, de la Provincia, y los lejanos intereses políticos – por desgracia no siempre claros – de las Audiencias y los Virreyes.

De semejante caos informativo – en el que hemos visto naufragar a meritorios historiadores – vamos a entresacar algunas indicaciones que nos permitan conocer, siquiera esquemáticamente, los hechos salientes mediante los cuales la célebre Revolución de los Comuneros del Paraguay, se eslabona en la luenga y honrosa serie de ensayos libertadores realizados por la estirpe hispana antes de los días de la Emancipación.

Por un curioso paralelismo con el pasado peninsular (en el que ya vimos de qué modo España pasara a la historia como la nación absolutista y de los Felipes y no como el pueblo de las libertades forales, de las Comunidades y de las Cortes) el Paraguay, que algún día había de describirse como naturalmente dominado por Francia y los López, fue, empero, en su era histórica antigua, altiva provincia, señalada más bien como levantisca, como foco de inextinguibles agitaciones, como teatro de incesantes y extraordinarias rebeldías, y aun cuna, como alguien afirmara, del liberalismo en América.

No es retórico lirismo el de la evocación que, de la legendaria sede asuncena, hiciera el poeta, nuestro amigo y hermano espiritual, Eloy Fariña Núñez, en las páginas clásicas, serenas de su virgiliano CANTO SECULAR. En ella, no hizo el vate otra cosa que dar forma imperecedera, en verbo de artista, a una verdad histórica. Y ved como surge ante el aeda la visión de la antigua ciudad hispanoamericana: Dice el poeta:

 

¡Asunción, la muy noble y muy ilustre,

la ciudad comunera de Las Indias,

madre de la segunda Buenos Aires,

y cuna de la libertad de América!

Prolongación americana un tiempo

de las villas forales de Castilla

en las que floreció la democracia,

de que se enorgullece nuestro siglo,

en pleno absolutismo de Fernandos...

En tus calles libróse la primera

batalla por la libertad; el grande

y trunco movimiento comunero

te tuvo por teatro; el verbo libre

de Mompó, anticipó la voz vibrante

del cálido Moreno; el sol de mayo

salió por Antequera.

¡Arrodillaos, opresores todos!

¡Compatriotas, entonad el himno!

 

Y aun añade después de una sentida estrofa dedicada a la libertad:

 

Sea execrada la memoria infame

de todos los tiranos y opresores,

y bendecida siempre la memoria

de los infortunados Comuneros.

Un bello monumento perpetúe

aquel soberbio y trágico episodio...

 

Fue, en efecto, altiva, la antigua sede paraguaya, cuando no revolucionaria. Durante el Virreinato, «las agitaciones del Paraguay – dice el Deán Funes – (ENSAYO DE LA HISTORIA CIVIL DEL PARAGUAY, en Buenos Aires. 1816, T. Il) sólo cesaba lo que era necesario para tomar aliento. Su teatro – añade – no podía estar vacío mucho tiempo de esos dramas revolucionarios que lo habían ocupado tantas veces».

Y el Contralmirante español Miguel Lobo dice: (HISTORIA GENERAL DE LAS COLONIAS HISPANOAMERICANAS, Madrid, 1875, T. I). «Esta colonia vio con frecuencia interrumpida la tranquilidad, presenciando más de una vez la prisión de sus Prelados, la destitución de sus primeras autoridades y otros trastornos infalibles en república que – puede decirse –, no tuvo por asiento el respeto a la justicia, y mucho menos a los encargados de administrarla».

Así fue realmente. Ya, desde los primeros momentos de la conquista, se observa esta característica. En los lejanos días de Felipe de Cáceres, en los albores de la indecisa vida colonial, en 1572, ya Martín Suárez de Toledo, lánzase a las contadas calles de la incipiente Asunción al grito de protesta.

Cuenta el caso, el glorioso cronista Ruy Díaz de Guzmán, ilustre hijo del pueblo hispano-paraguayo y primer historiador del Río de la Plata:

«... Al tiempo – dice – que sacaban de la iglesia a Felipe de Cáceres para ponerle en prisión, salió la plaza Martín Suárez de Toledo, rodeado de mucha gente armada, con una vara de justicia en las manos apellidando libertad; y, juntando así muchos arcabuceros, usurpó la real jurisdicción... Y al cabo de cuatro días, mandó juntar a cabildo para que le recibiera por Capitán y Justicia Mayor de la provincia... con que usó el oficio de la real justicia, proveyendo tenientes, despachando conductas y haciendo encomiendas y mercedes...».

Hemos indicado antes de ahora el papel que correspondiera a los Cabildos en la historia de lo diversos movimientos liberadores del Continente como centros de autonomismo y como encarnación del sentimiento netamente ibérico, democrático, de los distintos pueblos del Nuevo Mundo.

El cabildo asunceno – que ya veremos hasta qué punto llevó la exteriorización de dichos sentimientos – se había señalado, como queda dicho, desde sus momentos iniciales, en este sentido.

Entre otros hechos, dos, especialmente, nos lo recuerdan.

En 1645, el Cabildo, contra los derechos del Virrey del Perú, de la Audiencia de Charcas, elige coma gobernador, nada menos que al célebre levantisco Obispo Fray Bernardino de Cárdenas, quien, en unión del pueblo y sin detenerse en detalles, expulsa a los jesuitas promoviendo uno de los más ruidosos alborotos políticos que registra el pasado rioplatense.

En 1671, siendo Gobernador del Paraguay don Felipe Rege Corvalán, como fuera acusado de negligencia en el desempeño de sus funciones, el Cabildo acordó la destitución del mandatario, que fue depuesto, apresado y remitido a la Audiencia de Charcas, haciéndose la Comunidad cargo del mando político y militar de la Provincia, con este motivo. La enumeración de casos similares sería interminable.

Las lucha, asimismo, del Cabildo contra la Compañía de Jesús no fueron menos enérgicas, llegando a veces a la violencia, y en más de una ocasión, a la expulsión de la Compañía, con asombro y sobresalto general de las autoridades virreinales a las que, incesantemente, inquietaban las estupendas convulsiones de la Comuna asuncena.

Hemos hablado de paralelismo con la historia peninsular. Ved aún un ejemplo, referente al punto que tratamos. Como España viene a ser, ante sus enemigos, representación de la nación inquisitorial por antonomasia (aunque, repitámoslo siempre, ni la Inquisición fue obra española ni en España entró sino violentamente) el Paraguay, del cual el nombre tantas veces fue vinculado al de los jesuitas (hasta el punto de que el escritor Koebel titula una obra  IN JESUIT LAND) registra en su historia la más constante, ruidosa y violenta lucha que pueblo alguno sostuvo contra la Compañía.

«En el Paraguay dice a este propósito el Deán Funes eran mirados estos religiosos como enemigos». La aversión a ellos añade «crecía como crecen las plantas ponzoñosas a la sombra de los árboles» (Ensayo etc., T. Il).

Ya veremos cómo se exterioriza esta aversión cuando la Comunidad ejerza el mando supremo en el período de la Revolución Comunera.

El investigador argentino José Manuel Estrada, a quien debemos el interesante Ensayo sobre la Revolución de los Comuneros del Paraguay (¡única obra existente sobre el tema, dejando aparte la de Lozano!), ya observará en cierta ocasión este amor a su autonomismo por parte de los antiguos hijos de la Colonia. «Los paraguayos eran, dice, celosos de su derecho, y en repetidas ocasiones probaron que sabían buscar con energía el ideal en que fundada o ilusoriamente cifraban la ventura común y resistir con vigor a todos los avances de las doctrinas, o de los poderes opuestos. Así se mantenía el nervio popular... ( «Ensayo... » ) .

Y como estas afirmaciones contradirían en algún modo las conclusiones que constituyen la tesis de la obra que a su debido tiempo estudiaremos, añade el culto escritor:

«Mas o renunciamos a explicarnos el fenómeno extraordinario, que encierre su historia (la historia del Paraguay), o convenimos en que la altivez y la actividad apasionada de los partidos, se conservaban o se producían durante el coloniaje, merced al elemento puramente español, que predominaba en las altas regiones y que estimulaba perseverantemente el ánimo de la multitud».

El mismo Estrada, censurando ciertos aspectos de la Revolución Comunera, tiene en otra ocasión esta frase sugerente a la que él mismo no concede el valor que realmente posee:

«Pareciera – dice – que el corazón de Irala latiera en todos los pechos (paraguayos), reproduciendo exagerado en el nuevo pueblo el orgullo de los Fueros vascongados».

He aquí, una pequeña alusión interesante:  en el nuevo pueblo latiera el orgullo de los fueros vascongados...! Esta verdad, empero, a Estrada, que no era federalista ni partidario de las Comunas y de los antiguos fueros municipales hispanos ni hispanoamericanos, nada le dice; porque nada dice en realidad a quien estudie aisladamente el derecho de estos o aquellos fueros peninsulares, sin ver en el vasto y típico sistema íbero, la expresión del tenaz sentimiento la libertad exteriorizada sistemática y característicamente en la contienda secular del pueblo español, que halla su culminación en el sacrificio heroico de la Guerra de las Comunidades y sus ramificaciones en el Nuevo Mundo.

* * *

No es pues de extrañar, dados estos antecedentes, que un movimiento como el de los Comuneros españoles, que hemos visto repercutir más o menos remotamente en América, encontrarse campo especialmente favorable en el Paraguay. Lo halló a su hora, cuando los problemas de la Comunidad y del autonomismo regional, en pugna en una u otra forma con las rigideces del centralismo, revelaron al pueblo su vinculación inmediata, tradicional, y natural, con la entidad popular democrática y netamente hispana del Cabildo, en oposición a la arbitraria de las jurisdicciones políticas absolutistas representadas en cierto modo por la Audiencia y el virreinalismo. Y nos hemos detenido en estos antecedentes porque ellos explicarán, más tarde, como un credo que aparentemente, viene de allende fronteras, produce tan rápidos y violentos efectos en el ambiente paraguayo, descrito no pocas veces como una especie de mar muerto, inmovilizado por el influjo de la Compañía de Jesús y la férula de las sucesivas dictaduras.

***

La Revolución Comunera del Paraguay fue anterior a la de la Nueva Granada, e indudablemente, podría verse en ella la primera agitación americana liberadora: como la continuada de las Comunidades españolas fue anticipo de célebres luchas posteriores, más afortunadas, ya que su sacrificio culminó en el triunfo de la libertad.

Acaeció el movimiento comunero colombiano en 1780. El del Paraguay, puede decirse comienza en los días del Gobernador Don Diego de los Reyes Balmaseda, teniendo, a nuestro parecer, su primer momento de exteriorización en el Cabildo abierto de 1723.

Fue de breve duración el movimiento de la Nueva Granada. Perduró a través de luego período de tiempo el del Paraguay, que, desde 1723, persiste en ininterrumpida actividad, hasta la derrota de los Comuneros por Bruno Mauricio de Zabala en 1735; enorme interregno si se medita que la lucha se inicia henchida de violencia, como no se registran, acaso, otras en el pasado rioplatense. En este período, desde 1717, en que toma posesión Reyes Balmaseda, hasta la derrota de 1735, desfilaron por el gobierno del Paraguay quince mandatarios. Durante este período, hubo batallas en las calles y en los campos, entre Comuneros y Virreinalistas; vienen de luengas tierras héroes y tribunos populares que levantan en masa el país; se predica ruidosamente en las calles asuncenas (que algún día, silenciosas, verían la figura claustral del Dictador Francia deslizarse solitaria), se predica, decimos, la doctrina de la prioridad de  EL COMÚN sobre toda otra autoridad; el pueblo y el Cabildo gobernarán autónomamente; se creará, con asombro de los tiempos, nada menos que una  JUNTA GUBERNATIVA, en pleno siglo XVIII, cuando aún no se había producido la Revolución francesa. Y esta Junta Gubernativa elegirá un  PRESIDENTE DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY; y aún hará algo más: expulsará violentamente a los jesuitas anticipándose al temerario acto de Carlos III, que tanto sorprendió a Voltaire. Y tales serán las proporciones que asumirá el movimiento, que, representantes del Virrey, vendrán a sofocarlo. Y serán derrotados. Y todo resultará excepcional, anarquizante y extraordinario. Un obispo, como en tiempo de Fray Bernardino de Cárdenas, ejercerá funciones de gobernador asumiendo el mando por decisión del pueblo.

Durante esta revolución, en suma, como dice Estrada, «van a levantarse a la mirada del historiador partidarios fanáticos, vaciados en el molde de Clodio; tribunos revolucionarios a manera de Dantón; políticos hábiles y víctimas ilustres dignas de vivir en la memoria de las presentes y venideras generaciones de América».

Tal será la conflagración que conmoverá los cimientos del gigantesco edificio de la Compañía de Jesús preparando su caída en los días de Carlos III, por donde el Paraguay vendrá a vincularse a la gran historia universal.

Y perseguidos y expulsados los jesuitas, se verán obligados a tomar parte en la lucha. Y entonces, como dice con gráfica frase el Dr. Cecilio Báez (¡en el único estudio paraguayo que existe sobre los Comuneros, aparte del capítulo de Garay en su Historia!) entonces, arderá Troya. Los jesuitas tocarán todos los resortes para imponerse. «El Papa, el Rey, el Virrey, la Audiencia de Charcas, todas las potestades soberanas» entrarán en juego hasta que la causa de la Comunidad, desmayada y agotada, en lucha contra innúmeras adversidades, venga a ser ahogada en sangre, como lo fueran las Comunidades castellanas, o las Germanías de Valencia, o El Común colombiano; permitiendo el triunfo del absolutismo centralista, que en España se afianza luengo tiempo y en América caduca en los días nemesiacos de la Emancipación.

 

CAPITULO V 

(X)

LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY 

(DESARROLLO)

 

El grito de «Libertad» en los primeros momentos de la vida asuncena.– Irala (1544); Martín Suárez de Toledo (1572); Antecedentes de la rebelión.– Don Diego de los Reyes Balmaseda.– Impopularidad.– El Informe de Anglés y Gortari y otros elementos de juicio.– Necesidad de una revisión crítica de hechos y de testimonios.

Don José de Antequera y Castro, arriba al Paraguay.– Diversos juicios emitidos sobre el Jefe Comunero.– El conflicto entre la autoridad virreinal y la comunal.– El Común asunceno se declara soberano.– Expulsión de los jesuitas en 1724.– Antequera, remitido a Lima.

El encuentro con Fernando de Mompós.– El extraño apóstol-tribuno, deviene el nuevo Jefe Comunero.– Comuneros y Contrabandos.– El Común, autoridad suprema del Paraguay. Una «Junta Gubernativa» y un «Presidente» en 1730.– José Luis Bareiro.– La primera traición.– Suplicio de Antequera.– Nueva expulsión de los jesuitas.

 

Se extingue la Revolución; que fue un eco trágico y significativo, honroso para la historia del Paraguay, de la enconada lucha por rechazar el absolutismo monárquico (centralista y foráneo), opuesto al antiguo régimen hispano de los Fueros, de las Autonomías regionales.

Indicamos en el anterior capítulo, algunos antecedentes que precedieron, en la interesante historia hispano-paraguaya, al movimiento – que vamos a reseñar finalizando este ensayo sobre el Comunerismo –, a la vez que señalábamos algunas de las dificultades existentes para su estudio. Vimos también de qué manera desde los primeros días de la Conquista, la naciente ciudad de la Asunción, fue teatro de turbulencias promovidas más o menos casuísticamente al grito de Libertad, tan caro a aquello inquietos conquistadores que acababan de abandonar la agitada patria hispana cuna de las Comunidades.

Es curioso constatar que este grito peligroso, tantas veces antaño y hogaño transformado en disfraz y señuelo de deplorables ambiciones, resuena ya en las rudimentarias calles asuncenas apenas fundada la ciudad colonial. En 1544, a la voz de «¡Libertad!» los partidarios de Martínez de Irala prenden al gran Álvar Núñez. No eran dueños aún del suelo que pisaban aquellos osados argonautas y ardía ya en ellos, como observa Zinny, el fuego de los antagonismos. Nosotros nos permitimos sugerir que si algún día se ahondase en el estudio de estos antagonismos, se vería que ellos arrancaban de las luchas castellanas, de las divergencias de los partidos y regímenes peninsulares entonces en pugna.

Irala, el cofundador, el coiniciador del núcleo hispano paraguayo deponiendo a Álvar Núñez, el Adelantado, el «enviado», podría resultar el primer insurgente de la historia paraguaya, el cual aunque en forma poco simpática, ya representa en cierto modo, y de ahí su grito de «Libertad», un precoz sentimiento de autoridad local, de vida autónoma en el núcleo originario, que ensaya oponerse al mandatario del exterior. Podría representar el vasco Irala, en el reducidísimo escenario, un aspecto del característico antagonismo íbero entre las pequeñas entidades autónomas, del terruño, locales, y los representantes del poder absoluto centralista, contrario a todo fuero.

Después de Irala, veremos a Martín Suárez de Toledo, lanzándose a su vez a las calles al grito igualmente de «Libertad», cuando la caída de Felipe de Cáceres. Y los ecos de estos gritos continuarán repitiéndose en la historia paraguaya, hasta los días de los Comuneros en que alcanzarán culminante resonancia transponiendo clamorosos y amenazantes los limitados ámbitos de la región y llegando a inquietar las Audiencias y los Virreyes lejanos.

Son antecedentes, éstos, dignos de ser tenidos en cuenta, puesto que ellos explicarán cómo ideas que al parecer vinieron de fuera, importadas, según se ha sostenido generalmente, por el revolucionario Antequera y el tribuno Mompó, prenden rápida y violentamente en el ambiente hispano-paraguayo produciendo la conflagración Comunera.

 

Procuraremos, ahora, bosquejar una rápida exposición de los hechos que motivaron y constituyeron el luengo y complicado capítulo paraguayo en la gran epopeya de nuestros antepasados, los grandes varones de la estirpe común extendida a uno y otro lado del océano.

 

Sabido es que, en 1717, tomaba posesión del cargo de Alcalde Provincial de la Asunción don Diego de los Reyes Balmaseda, contraviniendo una Ley de Indias que prohibía proveer cargos en vecinos de la ciudad donde habían de ser desempeñados, ley que por lo visto, no existía o no fue tenida en cuenta en los días del asunceno Hernandarias, primer criollo que ejerció el mando en América.

Contravención aparte, Reyes no supo hacerse grato en el gobierno. No es posible – advirtámoslo ya – detenernos a juzgar aquí a Reyes ni a los innumerables personajes que irán interviniendo en los acontecimientos. Ya indicamos cuán contaminada de parcialismo es la documentación a ellos referente. Reyes, según los partidarios de los Comuneros, resultaría un gobernante arbitrario y odioso. Pero versiones opuestas le presentan como una víctima de intrigas locales que terminaron por perderle. Asimismo, Antequera, héroe y mártir de la jornada, fue pintado como un usurpador ambicioso y rapaz o ensalzado a la altura de las figuras epopéyicas. Tal acontecerá con las demás personalidades de la época.

No nos proponemos en esta ocasión hacer crítica sobre los complejos incidentes de este período en el que intervinieron según la gráfica frase de un crítico, «todas las potestades soberanas» con sus respectivos representantes. No podríamos, por lo demás en esta sinopsis, juzgar hechos que en su mayoría permanecen aún en el proceloso mar de la documentación no depurada. Evitaremos así en lo posible la actitud poco científica, de quienes conviniendo en que los testimonios existentes son contradictorios, no vacilaron, empero, en juzgar, ya con acritud, ya con entusiasmo, los hechos. Consigna por ejemplo, Estrada, en su ENSAYO, que Charlevoix en su célebre  HISTORIA como enemigo de los Comuneros, no armoniza en la narración de los acontecimientos con las versiones de los partidarios de Antequera. Y que las cartas del Obispo Palos al Rey, y a Antequera, así como las de éste; o, el citadísimo Informe de Anglés y Gortari, son piezas todas ellas «que se contradicen terminantemente». Pudo haber añadido el erudito argentino a estas piezas otras tantas de su género y la contradicción no hubiera desaparecido. Porque para ello sería imprescindible, repetimos, un previo análisis crítico de la documentación existente.

Sobre la base de estas previas advertencias, afirmamos que don Diego de los Reyes no supo captarse la simpatía de sus gobernados. Prescindió del consejo de los principales del país y, como observase la existencia de un núcleo de enemigos, persiguió a sus representantes, entre ellos al Regidor General José de Avalos y Mendoza, personaje prestigioso a quien antes había procurado atraerse sin resultado. Ya por entonces – consignemos el hecho – apareció una MEMORIA anónima agraviante para Reyes. Esta Memoria – primera de una deplorable serie que caracterizará a la época – fue atribuida a Avalos o por lo menos a sus amigos, los magnates, habituados por tradición encomendera, a obrar  ex super et contra jus siempre que les convenía. Reyes, que produce la impresión de los mandatarios bien intencionados pero impopulares, procuró contener los avances de la animosidad creciente, pero no logró realizarlo.

Se vio obligado a perseguir duramente a los amigos y la familia de Avalos. De ésta, Don Antonio Ruiz de Arellano, yerno del Regidor, huyó de la Asunción y se refugió en Charcas. Las acusaciones llegadas a la Audiencia contra Reyes obligaron a que ésta dictase dos autos. Por uno de ellos, en enero de 1720, el juez Don José de García Miranda, residente en la Asunción, intimaba a Reyes en nombre de la Audiencia, a libertar a sus perseguidos y le exigía la aclaración de los cargos formulados. A la intimación del juez, Reyes, respondió haberse ya dirigido a Charcas; y persistió en su actitud.

Pero las acusaciones de tantos enemigos resultaban graves. Aparecía Reyes como promotor de una guerra a los indios, contra disposiciones reales y en perjuicio de la tranquilidad de la Provincia; se le acusaba de haber tomado militarmente los caminos para impedir llegasen quejas a Charcas, interceptando la correspondencia; se le recordaba estar incapacitado para el mando sin dispensa; etc. De aquí el otro auto, por el cual, se le ordenaba al Cabildo exigiera a Reyes la inmediata presentación de la dispensa de naturaleza y que, en caso de no existir ésta, fuese depuesto.

Reyes desacató también al Cabildo arruinando su causa definitivamente. Con torpeza suma transformó una lucha poco menos que personal en política, proporcionándole caracteres transcendentes. Menospreciando al Cabildo hiere la representación típicamente popular, que como el Municipio hispano, luchará por hacer respetar sus fueros; y ya veremos como ese sentimiento característico de autoridad comunal hollada, se complica, alimentando una revolución que no termina sino después de formidables esfuerzos.

En esta ocasión, ante el desacato de Reyes, es cuando la Audiencia de Charcas, resuelve enviar (20 de noviembre de 1721) un representante a la Asunción para que informe sobre tan anómalo estado de cosas, y nombra, como tal Juez inquisidor, a Don José de Antequera y Castro, que estaba llamado a ser el famoso Antequera, héroe de La Revolución Comunera en el Paraguay, mártir de ella más tarde, expiando en el cadalso de Lima su gesta enigmática y ruidosa.

Arribó Don José de Antequera y Castro a la Asunción el 23 de julio de 1721 (27, según Garay, 15 de setiembre según Zinny) fecha memorable en los anales hispano-paraguayos ya que marca el comienzo de un período de inauditas emergencias que no terminará hasta 1735, catorce anos después.

Portaba el héroe un pliego cerrado, que debía abrirse en presencia del Cabildo. Eran las instrucciones de la Audiencia para el caso de que resultase demostrada la culpabilidad de Reyes. Según estas instrucciones, en el caso mencionado, Antequera debía asumir el mando.

Reunido el Cabildo, Reyes resultó culpable siéndole probadas las acusaciones mediante numerosos testigos (¡Honi soit qui mal q pense!). Y don José de Antequera tomó, en consecuencia, posesión del mando (14 de setiembre 1721) iniciando el juicio contra Reyes, al que dio su casa por cárcel y amplia libertad para su defensa. (Se dice que ésta vino a formar un monstruoso conjunto de setenta y seis expedientes con unas catorce mil páginas). Pero que temeroso el depuesto Gobernador de alguna violencia, huyó a Buenos Aires. Mas aconteció que en esta ciudad, Reyes vino a encontrar nuevos despachos por los que resultaba repuesto. Y que en virtud de ello tornó a su cargo.

Ésta es la versión de los hechos transmitida por los partidarios de Antequera. No así la de los adversarios, quienes describen al Juez peruano, llegando a la ciudad cuando el Gobernador Reyes estaba recorriendo las Misiones y aprovechando tal ausencia para preparar el proceso más capcioso de que existe memoria.

Nada podemos afirmar en esta ocasión, en uno u otro sentido. La figura de Antequera, está pendiente, como otras de la historia hispanoamericana, de un estudio científico que no ha sido hecho. Acerca de ella existen ditirambos o acusaciones, loas, libelos, pero falta un estudio crítico. Y tan enigmática aparece su verdadera personalidad, que el investigador Cortés llega al colmo de la confusión imaginable, al error que casi tiene algo de simbólico, de creer que hubo dos Antequeras diferentes; el mártir de la libertad, al cual ensalza; y «José Antequera y Castro» que el bueno de Cortés creyó otro personaje, ¡al que describe como un usurpador ambicioso!

Y nos explicamos la confusión del biógrafo Cortés, pues parece inconcebible que sobre una misma persona hayan podido emitirse juicios tan divergentes.

José de Antequera y Castro (Enriques y Castro, dice Zinny) era peruano, natural de Lima y de noble estirpe. Había recibido exquisita educación. Poseía singular inteligencia realzada por el estudio. Sus Cartas al Obispo Palos, y otros documentos que de él hemos leído, son producto de un espíritu culto. Y no es de extrañar que por sus méritos fuese nombrado ya Procurador fiscal, ya Protector de Indios en la Real Audiencia, ya Caballero de la Orden de Alcántara y, finalmente, Juez pesquisidor en el Paraguay. Pero, según frase de Estrada, admirador del Jefe Comunero, «solo un tizne» hallaríamos en él: «su avaricia que corría parejas con su ambición». ¡Y fueron éstos los defectos más tolerables que le conocieron adversarios e indiferentes!

Veamos nosotros su acción al frente de los destinos paraguayos, en lo que se relaciona con nuestro ensayo. A las nuevas del regreso de Reyes, el Cabildo asunceno decide contrarrestar los efectos de la reposición del impopular gobernante, suplicando al Virrey contra ella, y a la vez ratifica solamente el reconocimiento de la autoridad de Antequera.

Reyes – dícese – se detiene en Candelaria; allí es reconocido Gobernador y con auxilio de los jesuitas forma un ejército de indios al frente del cual coloca a su hijo Don Carlos, y avanza hasta Tobatí. Retírase después a Corrientes y allí permanece embargando las mercaderías paraguayas, hasta que emisarios de Antequera se apoderan violentamente de él, y le conducen a la ciudad donde lo encarcelan.

Ante las protestas de Reyes y sus partidarios, el Virrey ordena a Baltasar García Ros, Teniente Real en Buenos Aires, que acuda al Paraguay a reponer a Reyes e intimidar a Antequera que se presente en Lima.

Es en este momento cuando el Cabildo asunceno acuerda solemnemente no acatar ni a Reyes como Gobernador, ni a García Ros como enviado del Virrey; y ratificar una vez más en el mando a Don José de Antequera. Y es, a nuestro parecer, éste el momento en que reafirmándose el Cabildo en su soberanía, inicia realmente la Revolución.

* * *

La comunidad asuncena es, a partir de este hecho, árbitro de los destinos del país.

Así lo comprenden las autoridades reales que conminan al Gobernador de Buenos Aires, Don Bruno Mauricio de Zabala, a que se dirija a Asunción. Delega éste en García Ros que parte con dos mil hombres auxiliado por los jesuitas. Son todos los poderes reales: el Virrey, el Gobernador, la Compañía, el Ejército, los que ahora amenazan al Paraguay. Pero el Cabildo (julio, 1724) ha resuelto resistir; y más aún: reunido de nuevo en 7 de agosto de 1724, decreta nada menos que la expulsión de los jesuitas en el perentorio término de tres horas... Y lo que el monarca Carlos III había de hacer, no sin sigilosos y arduos preparativos, el 31 de marzo de 1767 (con estupefacción de la cristiandad y asombro de Voltaire), lo realiza instantáneamente el Cabildo Asunceno en aquellos angustiosos momentos. «Puesta la tropa sobre las armas – dice el Deán Funes – atravesaron la ciudad estos religiosos, de dos en dos, por entre una multitud que corrió a ver el espectáculo».

Consumado aquel acto, Antequera marcha al encuentro del ejército invasor que acampaba en el paso del Tebicuarí. La suerte le es favorable y merced a una estratagema de guerrillero logra desbaratar las fuerzas de García Ros y derrota al ejército real, regresando triunfante a la Asunción.

Mas, por desgracia para su causa, el nuevo Virrey del Perú, el enérgico Marqués de Castelfuerte, ordena terminantemente a Zabala que se dirija personalmente al Paraguay, prenda a Antequera y le remita a Lima. Y el Gobernador de Buenos Aires, al frente de un ejército reforzado con seis mil guaraníes misioneros se dirige, en enero de 1725, contra los revolucionarios.

Ante esta amenaza, Antequera tiene que abandonar la ciudad para reclutar elementos, dejando en ella como delegado a don Ramón de las Llanas. Zabala entra en la Asunción (29 abril, 1725) liberta a Reyes y nombra Gobernador interino a don Martín de Barúa.

Y he aquí que, en la imposibilidad de resistir Antequera, se ve obligado a refugiarse en Córdoba. El destino ahora le será adverso; ya no se volverá al Paraguay. Su obra será continuada. Los vientos por él agitados engendrarán tempestades, pero él ya no las presenciará.

Esperanzado en la Audiencia, se dirigirá a Charcas donde será preso y remitido a Lima.

* * *

Nos encontraremos ahora ante un caso extraordinario y novelesco. Y es el de que, ya en la cárcel de Lima, Antequera, fuertemente engrillado y su vida amenazada, por singular ironía del destino, en los momentos en que su poderío humano decae, sus ideas en cambio vienen a recibir inesperado nuevo impulso. Es que en la soledad de la prisión, Antequera ha encontrado la amistad de un espíritu entusiasta y raro: el de Don Fernando de Mompós, como él también privado de libertad. Este extraño Mompós, era un espíritu vehemente y exaltado, animado por nobles impulsos de apostolado y proselitismo. Las prédicas comuneras de Antequera, habían hecho nacer en su corazón la quijotesca empresa de continuar la obra de Antequera en el Paraguay, luchando en él por la libertad. Obsesionado por esta noble idea, no sabemos cómo, sale de su prisión, ni qué instrucciones recibiera. Sólo sabemos que abandonando a Antequera, logra encaminarse al Paraguay.

No poseemos datos sobre esta singular figura. El historiador Miguel Lobo confiesa que le fue imposible conocer su origen. Estrada dice que era abogado de la Real Audiencia. No sabemos, ciertamente, de dónde era. Alguien le hace panameño. Su apellido, escrito Mompo, Mompó, y Mompox, debió ser Mompós, denominación geográfica colombiana y española. El P. Lozano dice que «se intitulaba» Fernando Mompó de Zayas el enigmático agitador, al cual llama «mal hombre» y «monstruo abortado en el suelo valenciano», en su Historia de las Revoluciones del Paraguay, obra notable, tesoro de datos importantes, aunque, como es comprensible, en ocasiones apasionada y parcial.

* * *

Mompós era elocuente. En Asunción declaróse valientemente Comunero; es decir comenzó a predicar públicamente la doctrina de que la autoridad de la Comunidad no debía reconocer superior. Tribuno entusiasta, explicaba en las calles asuncenas, en 1729, que la voluntad del Monarca y todos los poderes que de ella derivan estaban subordinados a la del Común; que la autoridad de la Comunidad era permanente e inalienable y que ella preexistía a todas las modificaciones de la Monarquía, viniendo a ser forma y molde del Estado... Estas palabras, en opinión de Estrada, condensaban el fondo de las doctrinas de Mompós. El paso de este tribuno por el Paraguay produjo una honda conmoción política. Asunción quedó dividida en dos bandos:

El de los que se denominaban ellos mismos Comuneros y el partidario de las autoridades reales, que fue denominado irónicamente Contrabandos.

Y la revolución latente estalló cuando el Gobernador Barúa, que había sabido hacerse grato al Común fue sustituido en 1730 para nombrar a Don Ignacio Soroeta, pariente del Virrey.

Los Comuneros declararon que no reconocían otra autoridad que la de Barúa y el Cabildo intimó a Soroeta a salir inmediatamente de la Provincia. Soroeta partió y, como Barúa se negase a continuar en el mando, el Común vino a quedar como autoridad suprema del Paraguay.

La revolución comunera había triunfado. Dueños del mando, los Comuneros depositaron la autoridad en una Junta Gubernativa. Recordemos que estamos en 1730; que aún no se ha producido la Revolución Francesa. Y detengámonos un instante, respetuosamente, ante aquellos nuestros antepasados comuneros, que aquí en el Paraguay, como antes en las ciudades castellanas, constituían estas Juntas de Gobierno que si no pudieron triunfar fue porque anticipándose a los tiempos advinieron a la historia antes de la hora propicia.

Llega el momento en que esta  JUNTA GUBERNATIVA, con intuición democrática, elige un Presidente y éste recibe el título de  PRESIDENTE DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY, siendo designado para ejercerle don José Luis Bareiro. Por desgracia, éste – ¡amargo triste presagio! – siendo el primer Presidente de la Primera Junta Gubernativa del Paraguay, estaba destinado a traicionarla.

Bareiro, en quien acaba de depositar su confianza la representación popular, ¡traiciona, en efecto, la causa de ésta! Tiende una celada a Mompós, le prende y le entrega a las autoridades argentinas. Más humanas éstas, dejan escapar al tribuno que huye al Brasil donde se sume de nuevo en el misterio de donde surgiera...

El traidor Bareiro tuvo que luchar en las calles con las fuerzas que le depusieron. Sucedióle en el mando Miguel de Garay y Ant. Ruiz de Arellano, que envía a Charcas diputados para legalizar los procedimientos del Común. Desgraciadamente la Revolución desmayaba, entrando ya en el deplorable período de la anarquía. En 1721 veremos a un franciscano, Fray Juan de Arregui, ocupando el poder.

Es en estos momentos cuando el repudiado Gobernador Soroeta llega a Lima y denuncia el estado del Paraguay. A sus palabras precipitan la condena de José de Antequera. Éste, muere, como es sabido, camino del suplicio. Todos recordaréis el lúgubre episodio. El pueblo limeño impresionado ante la figura legendaria del caudillo, imploraba el perdón de la víctima. Ésta fue muerta de un balazo antes de llegar al cadalso, en el que no obstante se consumó el feroz formulismo de la decapitación de un cadáver. Cosas del tiempo fueron...

Con el peruano Antequera, perece ajusticiado el paraguayo Juan de Mena, Alguacil Mayor, acusado como cómplice.

La indignación que estos trágicos hechos produjeron en el Paraguay ocasionó sangrientas agitaciones. El pueblo se dirigió al Colegio Jesuítico que fue asaltado y profanado, siendo masacrados algunos padres que inmolaran las turbas en represalia de las víctimas limeñas. Y se produjo una nueva expulsión de la Compañía; era la tercera.

Del furor popular participaron las mujeres, entre las cuales, la hija del ajusticiado Juan de Mena, de luto por su esposo, el comunero Ramón de las Llamas; cuando recibió la impresionante nueva del suplicio de su padre, arrojó las negras vestiduras, presentándose vestida de blanco en homenaje a los sacrificados por la Libertad.

Exhaustas ya las fuerzas populares, sin tribunos como Mompós, traicionadas por lo Bareiros, y sin cabeza dirigente, fueron extinguiéndose lentamente, hasta que Zabala, en 1735, invade de nuevo el Paraguay con seis mil veteranos y vence en Tabapy a los restos de las fuerzas comuneras. Tabapy es el Villalar de estas luchas comuneras paraguayas.

* * *

Salvando épocas y ambientes y examinando en conjunto los hechos, en Castilla las Comunidades, en Valencia las Germanías, en Nueva Granada la Revolución Comunera, en el Paraguay la de los Comuneros Paraguayos, aparécennos como formas diversas de una protesta similar formulada por un mismo pueblo herido por parecidos males.

La Revolución de los Comuneros Paraguayos fue, en cierto sentido, una protesta más, un lejano eco trágico de la secular, cruenta lucha entablada entre el absolutismo monárquico centralista y el antiguo régimen hispano de las autonomías locales; entre el poder absorbente y cesáreo implantado a sangre y fuego – repitámoslo siempre, por Carlos de Borgoña –, y el legendario autonomismo peninsular, ibérico; entre la voluntad omnímoda del Imperator augustus extranjero y la de las véteras instituciones populares hispanas, no resignadas a desaparecer, y que, si en el Nuevo Mundo revivieron mediante la Emancipación, en la Madre Patria tal vez resurjan cuando suene la hora.

FIN

 

 

POSTFACIO

 

El presente ensayo histórico ha visto la luz pública por manera fortuita. No fue concebido, ni escrito, para afrontar la publicidad en forma de libro. Los capítulos que lo integran fueron otras tantas conferencias dadas en el Instituto Paraguayo en un a modo de cursillo de Extensión Universitaria, que denominó la Casa – generosamente – «Cátedra libre de Historia y Literatura Hispánicas). Tal circunstancia excusará ante el lector avisado, el tono y otras particularidades de la exposición, amén de la ausencia de aparato bibliográfico y documental, impuesta por la índole de las lecturas.

La fecha de éstas – mayo a octubre de 1921 – tiene importancia para el autor y aun para la crítica sobre el tema, en el país, teatro famoso y ruidoso, otrora, de la REVOLUCION COMUNERA, pero donde la bibliografía nacional no había registrado, hasta el presente, una sola producción referente al extraordinario y sonado episodio. (Las obras del jesuita español Lozano y del historiador argentino Estrada – únicas especiales que existen – fueron publicadas en el extranjero y no se reimprimieron en el Paraguay).

No es de extrañar que – según reveló la prensa – alguna curiosidad despertaran, en su momento, las anteriores conferencias, que, inéditas desde 1921 al presente, no habían permanecido empero ni del todo ignoradas, ni olvidadas, debiéndose a ello, se nos dice, el revival en el país de los estudios consagrados al interesante momento histórico que las inspiró. Presentadas en 1926 al «II Congreso de Historia Americana», celebrado en Asunción, donde fueron premiadas, y publicado alguno de sus capítulos en la interrumpida «Revista Paraguaya», existían para el público como esquema de teorías expuestas por el autor en la cátedra – llamémosla así – del Instituto.

Un núcleo de generosos intelectuales ha creído útil, hoy, actualizar este ensayo, honrándole con una publicidad inesperada. No hay en él hallazgos realizados por el autor, quien tampoco hubiera podido superar notables trabajos de todos conocidos. En lo externo, en lo episódico – anecdótico, que diría D'Ors –, y en los estudios aislados, la historia de las Comunidades peninsulares, así como la del Comunerismo americano, han sido extensa y aun concienzudamente estudiadas. Pero en su contenido ideológico, espiritual, tal vez no. Y en su aspecto integral, comprensor de similares anhelos comunes a una misma estirpe, nunca, que sepamos. Ni en la numerosa y notable bibliografía existente en España sobre las Comunidades, ni en los meritísimos trabajos aparecidos en América sobre las agitaciones comuneras, el autor no ha encontrado ni aun alusión a las significativas e importantes conexiones ideológicas y políticas hermanadoras de los ideales comuneros ibéricos y los americanos. Y estas conexiones trascendentes son las que sorprende no hayan sido ante apreciadas, ya que iluminan con nueva luz algunos puntos de la historia americana. Ellas son las que el autor cree le ha sido dado indicar y estudiar – esquemáticamente – por vez primera. Si el hecho no es mencionable por la insignificante gloriola que pudiera representar, debe serlo para subrayar su valor como comprobante de la tesis – nacida en el Río de la Plata – de que en lo venidero, la Historia de España, y la de América, no podrán ser estudiadas aisladamente, y mucho menos, antagónicamente, sino como la de una misma grande estirpe, ubicada a uno y otro lado del Atlántico.

V.D.P.

Asunción, 1, 1930.

 

 

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MUNSER, Thomas: Aussgetrücke Emplossung des Falschen Glauben, (Edición de J. Jordán, Mülhlhausen, 1901). Impresones de falsa creencia.

MURIEL. Domingo: Historia del Paraguay desde 1747 hasta 1767. (Traducción al castellano por Pablo Hernández, Madrid, V. Suárez, 1918).

NIDO y SEGELERVA, Juan: La Libertad Religiosa. Su restauración por las cortes del reino, según el espíritu de los códigos fundamentales de Castilla y establecimientos de las regalías de la corona, 1906.

OLMET, Fernando Antón del... Marqués de Dos Fuentes: Proceso de los Orígenes de la Decadencia Española. Madrid. Imprenta Artística Española, 1912 (?)

PAREDES Y GUILLEN, Vicente: Historia de los framontanos celtíberos desde los más remotos tiempos hasta nuestros días. Plasencia, 1888.

PICATOSTE y GARCIA, Valentín: Descripción e Historia Política, Eclesiástica y Monumental de España. Madrid. 1908.

PICATOSTE Y RODRIGUEZ, Felipe: Estudio sobre la grandeza y decadencia de España. (Los españoles en Italia, El Ejército, Siglo XVII), publicado en 1887.

PICATOSTE Y RODRIGUEZ, Felipe: Compendio de Historia de España.

PIDAL, José Pedro (Primer marqués de Pidal): El fuero viejo de Castilla. Historia del Gobierno y Legislación de España. (Ambos trabajos fueron desarrollados en los cursos del Ateneo de Madrid durante los años 1841-42). J. P. PIDAL figura en el catálogo de Autoridades de la Lengua, impreso bajo el patrocinio de la Real Academia Española ) .

PRESCOTT, William Hickling: History of the Reign of Ferdinand and Isabella, The Catholic. 3 Vol., 1837.

PRESCOTT, William Hickling: History of the Conquest of Mexico. New York, J. B. Alden, Publisher, 1886.

PRESCOTT, William Hickling: History of the Reign of Phillip the Second, King of Spain. 3 Vol. 1858. (Sobre PRESCOTT ha escrito S. E. Morrison un artículo consagratorio: «PRESCOTT, The American Thucydides en «The Atlantic Monthly» 200: 165-184, nov. 1957).

PRIETO, Justo: La Provincia Gigante de las Indias, Bs. As., 1940.

RUIZ de MONTOYA, Antonio: Conquista Espiritual, hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús en las Provincias del Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape. Madrid, 1639, en 4.º.

SANDOVAL, Prudencio de...: Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V. (Una edición está fechada en Barcelona, 1625. Otras ediciones: Madrid 1675, Amberes 1681, etc.).

TECHO, Nicolás del... (Originalmente Du Toiet) Historia de la Provincia del Paraguay de la Compañía de Jesús. El texto latino fue vertido al español por Manuel Serrano y Sanz. Prólogo de Blas Garay. Madrid. A. de Uribe 1897, 5 Vol. («Biblioteca Paraguaya»).

ZINNY, Antonio: Historia de los Gobernadores de Paraguay. Bs. As., Imprenta y Librería de Mayo, 1887.

ZUBIZARRETA, Carlos: Historia de mi ciudad. Edit. «EMASA», Asunción, 1965.

 

Este libro, cuarto de la serie destinada a reunir la obra de Viriato Díaz-Pérez, se acabó de imprimir en los talleres Mossen Alcover de Palma de Mallorca, España, el diez de noviembre de mil novecientos setenta y tres.

 

SOLAPA: EL AUTOR

Viriato Díaz-Pérez y Martín de la Herrería dedicó más de cincuenta años de su vida al Paraguay, enseñando o escribiendo sobre filosofía, literatura, filología o historia. Dejó su Madrid natal a principios de este siglo, en plena producción literaria. Escribió desde la muy temprana edad de trece años como siguiendo el ejemplo de sus progenitores; su padre, el fecundo escritor y cronista de Badajoz, don Nicolás Díaz-Pérez y su madre, la escritora doña Emilia Martín de la Herrería. Viriato Díaz-Pérez fue uno de los primeros críticos literarios que se ocupó de Juan Ramón Jiménez, apenas llegado éste de Moguer (Huelva) y siendo Juan Ramón casi desconocido en Madrid.

La generación de Viriato Díaz-Pérez – la del 1898 – ha dejado testimonios diversos de su presencia generacional en poemas o en páginas dedicadas a él. Doctor en Filosofía y Letras, egresó con nota sobresaliente en la Universidad Central de Madrid el 26 de noviembre de 1900. Presentó su tesis sobre  NATURALEZA Y EVOLUCIÓN DEL LENGUAJE RÍTMICO.

Fue distinguido alumno de don Marcelino Menéndez y Pelayo por quien siempre sintió gratitud y profundo respeto. Colaborador asiduo de Helios, Juventud, Sophia, Hojas selectas, etc., en España. Fundó, dirigió y colaboró en numerosas revistas paraguayas y sudamericanas: REVISTA DEL PARAGUAY, REVISTA DEL INSTITUTO PARAGUAYO, REVISTA DEL ATENEO PARAGUAYO, ALCOR, ETC., ETC. Muchas publicaciones periódicas vieron sus trabajos en una larga proyección de más de medio siglo de afán cultural no interrumpido. En Asunción (Paraguay) fue profesor de literatura y filología en el Colegio Nacional, Colegio de las Teresas, Colegio Fulgencio Yegros, Facultad de Filosofía y Letras, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, etc.

El Gobierno español, poco antes de su fallecimiento, le extendió la Condecoración de la Cruz de Don Alfonso X el Sabio y la Universidad Nacional de Asunción le honró con un segundo doctorarlo, esta vez el de Honoris Causa. Amó la tierra paraguaya y nunca quiso salir de Asunción, ciudad de sus pesares y alegrías...

Viñetas de la cubierta: Xilografías catalanas, Siglo XVIII.

 

NOTAS

1- Este y los demás ordinales que figuran entre paréntesis, encabezando los capítulos, corresponden a los de la primera edición de esta obra, publicada en un solo volumen.

2- Kirpatrick «Los dominios de España en América – Historia del Mundo en la Edad Moderna T. XXIII pág. 352.


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DOCUMENTO (ENLACE) RECOMENDADO:


 LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY

(1ª PARTE)

(ANTECEDENTES HISPÁNICOS, DESARROLLO).

Ensayos de VIRIATO DÍAZ-PÉREZ

Editorial: Palma de Mallorca,

a cargo de Rodrigo Díaz-Pérez, 1973. 95 pp.

Versión digital:

BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY 

(Hacer click sobre la imagen)

 

 

 

 

 

 

 

 

 






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