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ANA IRIS CHAVES DE FERREIRO (+)

  LA HIPOCRITA INOCENCIA - Cuento de ANA IRIS CHÁVES DE FERREIRO


LA HIPOCRITA INOCENCIA - Cuento de ANA IRIS CHÁVES DE FERREIRO

LA HIPOCRITA INOCENCIA

Cuento de ANA IRIS CHÁVES DE FERREIRO

 

Me llamo Estela, un nombre, pienso a veces, que no me corresponde llevar. Desde chica oía decir a la gente « ¡Qué hermoso nombre y le va tan bien!»; mientras yo les ofrecía mi carita de primera comunión para que siguieran creyendo idioteces si es que les gustaba.

Más tarde, decían al oír mi nombre « ¡Oh, Estela! Estela de un astro en el cielo, del barco en el mar!» y yo seguía poniendo la cara que esperaban pusiera y pensando y haciendo mis cosas.

Tantas cosas.

Cuando chica pensaba cuánto más debía crecer para desembarazarme de las tías pegajosas, de mi madre neurasténica; para saber al fin quién era y por dónde andaba el padre que me correspondía tener. Temprano supe que nadie podía estar permanentemente «de viaje» y el cuento del padre viajero se me hizo burdo demasiado pronto. Pero con la cara que yo usaba no me estaba permitido dejar traslucir esos pensamientos y aceptaba dócilmente jugar de vez en cuando el jueguito de «escribir a papá».

« ¡Estela! Vení, sentate, escribile a tu papá». «Sí, tía Rosa» o «Si, tía Ignacia», mientras me intrigaba por qué mamá, la más interesada, no se atrevía a proponerme esa comedia.

A veces, hasta obtenía respuesta.

« ¡Oh, mirá, Estela, te escribió tu papá!», y me daban una hoja prolijamente escrita por una de las tías, seguro, tal vez con la mano izquierda, aunque también la derecha la tenían igual de torpe para esos menesteres.

-¿Y el sobre?- preguntaba yo con la voz de estela- espuma del mar.

-Ay, mi hijita, ¿sabés? No me di cuenta que era para vos y lo rompí al abrirlo.

-¿Dónde están los pedazos? Quiero ver la estampilla - decía yo suavecita como corresponde a estela de un astro.

-¿No viste los pedazos del sobre para la nena, Ignacia?

-No, Rosa.

-¿Vos, Lidia?

-No, Rosa.

-Busquen, que la nena quiere ver la estampilla...

Y yo, impasible, con la hoja desdoblada entre mis manos pero sin leer todavía lo que decía, esperaba pacientemente la aparición del sobre para dignarme posar los ojos sobre esas líneas que, ya antes de leerlas me las sabía de memoria. Conseguía mantener un aire de seriedad interesada mientras las tres viejas abrían cajones, miraban bajo los muebles, levantaban las estúpidas carpetitas bordadas que como índice acusador de la inoperancia femenina que me rodeaba, proliferaban sobre todos los muebles: cómoda, mesa, mesitas, aparador, trinchante, repisa, esquineros, etc., etc., siempre blancas y planchadas, siempre almidonadas y bordadas, debajo de cada florero, de cualquier cenicero, o plantera o polvera o retrato o cajitas de no sé qué.

Por supuesto, la búsqueda no daba resultado: nunca podrá encontrarse lo que no se ha perdido. Y volvían a mi sus rostros anhelantes, sus voces sumisas, sus gestos desconcertados

-Leé la carta, mi hijita, el sobre no tiene importancia.

-Yo quiero ver el sobre.

-Habrá ido a la basura.

-¿De dónde venía?

-De Maracaibo.

-¿Qué decía el sobre?

-Señorita Estela Fernandez.

-¿Soy yo una señorita?

-Señora no sos. Pero leé la carta, leéla, es de tu papá.

Si fuera cierto que venía de donde decían tendría olor a mar, a cacao, a sol verde, pero había sido escrita en la pieza de al lado mientras yo estaba en la escuela y rezumaba olor a velas mal consumidas, a diarios doblados, a almanaques vencidos, a flores inexistentes.

«Espero seguirás bien en tus estudios...», ¿es que les dijo mi maestra que los números solamente me servían para sumar moneditas y que los odiaba cuando debía restarlos, multiplicarlos o dividirlos?

«No quebrantes a tu madre, pórtate bien...», ¡bah!, no se atrevían a decírmelo de viva voz y apelaban al subterfugio epistolar. ¿Por qué debía portarme bien con ella si ella hizo lo mismo con sus padres? ¿O solamente tuvo madre como yo? Ah, no, en la sala estaba una fotografía muy cursi donde un abuelo con bigotes miraba serio al fotógrafo junto a una abuela con corsé, toda estirada ella, pobrecita, metida en randas y floripondios, con su rodote estorbando sobre el cuello.

«Tus tías te quieren mucho, tienes que obedecerlas...», y era aquí donde la farsa se me hacia intolerable. ¿Qué me importaba el cariño de dos viejas solteronas sino en la medida en que podían llenarme de caramelos los bolsillos? Fuera de eso ¿para qué me servía ese cariño? Ni siquiera para librarme de los «pronto voy a morir» de mi madre porque la verdad es que ella nunca pasó a mayores; se conformó siempre con poner al cielo como testigo de sus padecimientos en vez de tomarme de los cabellos, como yo esperaba lo hiciera, pues lo merecía.

Claro.

Ellas escribieron la carta. Esa y las otras anteriores; esas y aquellas por venir. La rabia se colaba entre mis labios fuertemente cerrados y me los hacía abrir y yo decía, todavía con mi voz de estela blanca del mar:

-        Oigan, mi papá dice que me compren una bicicleta.

-¿Eso dice? ¿Dónde? ¿A ver? - y la sorpresa, auténtica por mi atrevimiento, quería aparecer auténtica solamente por la sorpresa misma.

-Ah, no - decía yo - Yo no muestro la carta de mi papito. El a mi nomás me escribe. Y si ustedes no me compran, yo le pido la plata y él me manda y yo tengo así mi bicicleta.

Los ojos verdes de tía Ignacia, los ojos verdosos de mamá Lidia, los ojos verdiazulados de tía Rosa, eran seis bolitas esmeraldinas pugnando por leer en mi cara de ojos negros, en los ojos negros de mi cara, que yo creía en las cartas de Maracaibo, que para mí existía ese padre viajero. Pero si leía cosas que > la carta no decía, ¿cómo explicar mi conducta?

Yo alzaba mis ojos negros sobre sus frentes pálidas y quedaba sumida en el éxtasis por esa correspondencia lejana, ese pobre lazo con que ellas trataban de olvidar las miserias que las rodeaban. ¡Era tan raro ese hogar poblado de polleras sin una voz fuerte que dijera tan siquiera ¡Hola!

Mi madre adivinó muy pronto, sin embargo, mi secreto. Quiero decir, adivinó que yo adiviné su secreto. Se encogía entera cuando me veía mirarla hondo; temblaba casi cuando me oía protestar por todo y por nada y enviaba a cualquiera de mis tías a apaciguar mi furia.

Desde el momento que las cosas no tenían un nombre, es decir, que no usaban su nombre verdadero, ¿por qué yo debía ser la excepción y ofrecerles mi verdad auténtica?

Así fui elaborando un mundo donde las palabras, las actitudes, las miradas decían algo distinto de lo que realmente significaban.

Y todo esto, mientras mi carita de estela de un astro se volvía impenetrable para ellas.

 

 

 

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REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY

LOR NARRADORES

N° 3 – 1979 – ASUNCIÓN

Ediciones COMUNEROS

Asunción - Paraguay

 

 

 

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