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CARLOS R. CENTURIÓN (+)

  LA REVOLUCIÓN DE LA INDEPENDENCIA - Por CARLOS R. CENTURIÓN


LA REVOLUCIÓN DE LA INDEPENDENCIA - Por CARLOS R. CENTURIÓN
LA REVOLUCIÓN DE LA INDEPENDENCIA
 
HISTORIA DE LAS LETRAS PARAGUAYAS
 
 
 

En los comienzos del siglo XIX, la vida colonial hispanoamericana sufrió la influencia de múltiples acontecimientos europeos. Las invasiones napoleónicas habían llegado hasta España, donde dejaron caduco el poder central. El proceso de este acontecimiento es conocido. El tratado de Basilea puede ser considerado como punto de partida. Este tratado, negociado en Bayona por el marqués de Irlanda y el ex ministro francés, M. Servant, y por el plenipotenciario español Domingo Iriarte y M. Barthelemy, en Basilea, fue firmado, en esta última ciudad, el 22 de julio de 1795. Dicho acuerdo puso fin a la guerra entre España y Francia, y le valió a Manuel Godoy, primer ministro de Carlos IV, el título de Príncipe de la Paz. Desde la fecha de este histórico documento, la política española apoyó a Francia en todos los asuntos internacionales que interesaban a Europa. Su consecuencia lógica fue, primeramente, la animosidad de Inglaterra, enemiga de Francia en aquel tiempo, y, luego, la ruptura de toda relación entre Gran Bretaña y la corona española.

Esta política del Príncipe de la Paz atrajo sobre la madre patria un período doloroso y trágico. El tratado de San Ildefonso, signado el 18 de agosto de 1796, y considerado como renovación del Pacto de Familia, constituía la expresión del acuerdo amistoso a que arribaron los gobiernos de Francia y España. Dicho instrumento establecía los deberes de este último país como aliado de la primera en su lucha contra Inglaterra. Su inmediato y lógico resultado fue la guerra entre España y Gran Bretaña. La histórica contienda costó a los españoles, entre otras desgracias, la gran derrota naval del cabo de San Vicente, en febrero de 1797; la pérdida de la isla de Trinidad y los ataques a Santa Cruz de Tenerife, Puerto Rico y Cádiz. Francia pagó a España este sacrificio olvidándola totalmente en las gestiones de paz con Inglaterra.

Los desastres referidos trajeron el relevo temporal, aunque solo oficialmente aparente, del favorito Manuel Godoy.

Todo lo dicho apenas si constituía la iniciación de una época infortunada para España. Luego de sufrir dolorosas vicisitudes, en 1805, la escuadra española fue deshecha en la famosa batalla de Trafalgar, y, el año siguiente, el comodoro Homee Riggs Popham, al frente de una fuerte expedición británica, penetró violentamente en el Río de la Plata y se apoderó de Buenos Aires. Rechazada esta primera invasión, no tardó en repetirse con el mismo resultado. Los esfuerzos del virreinato en aquellas circunstancias difíciles fueron magníficamente secundadas por el valor y la decisión de los criollos. España, en tanto, se desangraba y malgastaba su tesoro en beneficio extraño y en seguimiento de la política internacional del Príncipe de la Paz.
Estos hechos, como es natural, provocaron el más hondo descontento en toda la península. En oposición a Godoy, el pueblo español sindicó como abanderado de todas sus esperanzas al Príncipe de Asturias, D. Fernando. Hijo era este príncipe de Carlos Antonio y María Luisa de Parma. Nacido el 14 de octubre de 1784, "fue educado bajo la férula científica primeramente del P. Scio y del obispo de Orihuela y Avila, D. Francisco Javier Cabrera, y, después, bajo la del canónigo de Zaragoza, D. Juan Escoiquiz, protegido por el Príncipe de la Paz, de quien posteriormente se convirtió en furibundo adversario. Dio muestras el real heredero, bien pronto, de un carácter reservado y suspicaz, que las circunstancias se encargaron de acentuar". Contrajo matrimonio con María Antonia de Nápoles, "cuyo ascendiente sobre Fernando, unido a la expontánea repugnancia de éste por D. Manuel Godoy, hicieron nacer en la corte de Carlos IV el llamado Partido Fernandino contra la privanza del favorito."

Muerta la princesa de Asturias, D. Fernando de Borbón, sin conocimiento de su padre, solicitó la protección de Napoleón y la mano de una princesa de su sangre, por intermedio del embajador de Francia, que lo era el príncipe de Beauharnais.

Este hecho tenía un significado político de trascendentales consecuencias para España. Valía tanto como convertir a Napoleón Bonaparte en árbitro de su destino. Era el antiguo propósito de Manuel Godoy, en plena y triunfal realización. A lo dicho debe agregarse la propuesta del Príncipe de la Paz, hecha por intermedio de su agente en París, y consistente en la división de Portugal en cuatro porciones. El emperador deseó modificar dicha propuesta en el sentido de dividir Portugal solamente en dos porciones y adjudicar la primera al propio Manuel Godoy y la segunda al rey de Etruria. Estas negociaciones quedaron interrumpidas, y Godoy se sintió defraudado. Más tarde, como consecuencia de las campañas de Bonaparte y de la victoria de Jena, fue signado el tratado de Fontainebleau, el 27 de octubre de 1807. Por este tratado se permitía la penetración de fuerzas francesas en territorio español.

Las Cortes, que por entonces se hallaban en San Lorenzo del Escorial, mientras todo esto acontecía mostrábanse hondamente impresionadas sólo por la prisión del Príncipe de Asturias, quien envuelto en grave proceso de conspiración contra su propio padre, fue luego absuelto por regio perdón. Este hecho dio muestra evidente del estado moral en que se debatía la familia reinante. Sus consecuencias, como era natural y lógico, gravitaron pesadamente sobre todo el pueblo hispano.

En tales circunstancias, el 18 de octubre de 1807, un poderoso ejército imperial, al mando de Junot, cruzó el Bidasoa y, pasando por España, se internó en Portugal, cuya capital conquistó el 30 del mismo mes.
Días después, el 22 de diciembre, otro ejército francés al mando de Dupont, sin consentimiento del gobierno español, invadió la península y se estableció en Valladolid. El 9 de enero de 1808, otra columna napoleónica, a las órdenes de Moncey, llegó hasta la frontera de Castilla, y el 16 de febrero siguiente, el general Darmagnac se apoderó de Pamplona. Barcelona y el castillo de Montjuich fueron ocupados el 28 de febrero por el general Duhesme, y, un poco más tarde, cayeron la fortaleza de San Fernando de Figueras y la ciudad de San Sebastián. (102)

Cuando el número de las fuerzas invasoras llegó a cien mil, el emperador designó jefe de las mismas a su cuñado, el general Joaquin Murat, gran duque de Berg.

Toda España se reveló entonces, indignada, contra lo ocurrido, hasta el punto de conseguir, como primera medida, la exoneración, por orden real, del Príncipe de la Paz. Motines tras motines produjéronse en torno a los reyes y a la Corte. Godoy fue maltratado y herido por las multitudes enfurecidas. También Carlos IV, convencido de la mengua evidente de su autoridad, de la precariedad de los medios con que ya contaba y de la desaparición total de su prestigio, resolvió abdicar en favor de su hijo. Y así lo hizo el 19 de marzo de 1808. EL príncipe de Asturias tomó el nombre histórico de Fernando VII con el que entró en la historia de una de las épocas más angustiosas de la madre patria.

Siguieron a estos sucesos otros de profundas consecuencias políticas. La tragedia ensangrentó a España. El histórico alzamiento del 2 de mayo de 1808 tuvo repercusiones extraordinarias en toda la península. Desde la abdicación de Bayona hasta la coronación de José Bonaparte como rey de España, este país vivió horas de intenso dramatismo. Se estaba incubando la gloriosa guerra de la independencia. Comenzada en 1808, debía de durar la lidia hasta la abdicación de Napoleón, en 1814. Guerra fue aquella plena de abnegación y de coraje, urdida con heroísmo estupendo, en la que el pueblo español se cubrió de gloria inmarcesible.

 
Los acontecimientos de España fueron una de las causas ocasionales de la emancipación política de hispano-américa. Los motivos reales de ese fenómeno político se encuentran a través de todo el proceso evolutivo del Nuevo Mundo.

Como antecedentes históricos de los sucesos ocurridos en estas regiones, en el primer cuarto del siglo XIX, podría recordarse, entre otros, como ejemplo de nativa rebeldía, que en el Paraguay, en 1544, y al conjuro de la palabra "¡Libertad!", los partidarios de Domingo Martínez de Irala depusieron y prendieron al adelantado Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Años después, en 1572, en tiempos de Martín Suárez de Toledo, también al grito de "¡Libertad!" fue puesto en prisión el gobernador Felipe de Cáceres. Y fue en 1640, casi dos siglos antes de la independencia, que estalló y se propagó en la provincia del Paraguay, la histórica revolución de los Comuneros. José de Antequera Enriquez y Castro, Fernando de Mompox y Zayas, Juan de Mena y todos los que los precedieron o acompañaron, no fueron sino intérpretes de un añejo y profundo sentimiento popular y heraldos de un propósito de autonomía criolla que venía de lejos y que buscaba afanosamente su realización en el tiempo.

En 1780, también en el Perú, la rebelión dirigida por José Gabriel Condorcanqui, descendiente del inca Tupac Amarú, cuyo nombre tomó en la lidia, plantó otro hito en el proceso de emancipación de Hispanoamérica. Infortunado como Antequera, José Gabriel Tupac Amarú fue vencido y condenado a muerte juntamente con seis de sus compañeros. El precursor de la independencia del Perú murió en el cadalso, el 18 de mayo de 1781. Pero la bandera que exaltó no fue arriada, ni obscurecido el ideal que sustentó. ¡Es que el pensamiento no puede ser estrangulado! Su trágica desaparición exasperó a los rebeldes, quienes rodearon a Diego Cristóbal, pariente de José Gabriel. El nuevo jefe llevó a los patricios hasta la ciudad de La Paz. El sitio fue roto por el general Flores; pero Diego Cristóbal no fue vencido ni dominado.

Estas luchas abrieron profundos odios entre peruanos y españoles. La pasión abonó la tierra en la que germinaría la independencia de la tierra del inca, en 1821.

En la capitanía general de Nueva Granada, hoy República de Colombia, asimismo, y casi en la misma época, se produjo una rebelión popular encabezada por los criollos Galán y Berbeo, contra el visitador Juan Gutiérrez de Piñeres, cuyo propósito de aumentar las rentas reales llevóle a oprimir inhumanamente a los nativos de aquel país.

A todo esto debe agregarse el movimiento emancipador de las colonias inglesas en América, vale decir, la independencia de los Estados Unidos, y los acontecimientos ocurridos en Francia en 1789. La Revolución Francesa influyó poderosamente en el espíritu americano de principios del siglo XIX, hasta el punto de haber plasmado la realidad de su emancipación política e inspirado la organización institucional de los nuevos estados.

Otro aspecto interesante de la cuestión, y quizás el de mayor influencia porque hería directamente los sentimientos criollos, constituyó, sin duda alguna, el afán absorbente de los Borbones. Sólo los españoles, en América, podían ocupar los empleos públicos más importantes. El nativo era tenido en menos. De ciento setenta virreyes que rigieron los destinos de las colonias ultramarinas de España – según Barros Arana –, solo cuatro fueron naturales de estas comarcas, y éstos mismos eran hijos de empleados españoles. De seiscientos dos capitanes generales de provincias, catorce fueron originarios del Nuevo Mundo, y de setecientos seis obispos, únicamente ciento cinco fueron americanos. El Paraguay no constituyó una excepción a esta regla. En 1591, el asunceno Hernando Arias de Saavedra llegó a ejercer el gobierno de la provincia. ¡Fue el primero y el único en el transcurso de tres siglos!
 
Pero las causas mediatas de la emancipación americana no fueron solamente de carácter político. También existieron razones económicas. Tenían éstas sus raíces, y profundamente adentradas, en la conciencia popular de los nativos. La carencia de toda libertad comercial castigaba terriblemente a los pueblos coloniales. España había señalado un régimen estricto para la exportación a sus posesiones de ultramar. Un solo punto de la madre patria, primeramente Sevilla, y después Cádiz, podía servir para el embarque de mercancías destinadas a América. Y en estas regiones, Porto Bello, Cartagena, La Habana y Vera Cruz eran puertos precisos. Una vez cada año salían de Sevilla o Cádiz los llamados buques de registro, atascados de mercaderías para las colonias. Navegaban escoltados por naves de guerra. Los convoyes así formados se dirigían a los puertos antes citados. Si traían v. gr. cargas para el Paraguay, eran desembarcados en Porto Bello, luego transportadas, por el océano Pacífico, hasta el Perú, y de éste lejano virreinato, a lomo de mula, cruzando la cordillera de los Andes, se las hacía llegar a la Asunción. Felipe II, por una ley incluida entre las de Indias, mandó que por el Río de la Plata no pudieran entrar gentes ni mercancías al Perú. Como consecuencia, se realizó por Buenos Aires el llamado comercio de permisión. Consistía éste en una actividad de carácter singularísimo, sólo en casos muy particulares, "cuando el rey se dignaba permitir". Este régimen duró, en lo que respecta a Buenos Aires, hasta 1778. No obstante, en lo que al Paraguay se refiere, las trabas subsistieron, especialmente en lo atinente a mercaderías paraguayas. Existían para ellas los puertos precisos de Santa Fe y Buenos Aires.

En el primero – dice Fulgencio R. Moreno –, se pagaban los arbitrios: dos reales por entrada de cada tercio de yerba y dos por salida del mismo producto, no siendo para Buenos Aires. (Un tercio contenía siete arrobas). También se pagaban dos reales por entrada de cada arroba de tabaco y de azúcar y un real y medio por el mismo concepto de cualquier carga de foráneo. Estos arbitrios estaban destinados a sufragar la manutención de doscientos soldados para la defensa de Santa Fe. En Buenos Aires se cobraban las sisas, un impuesto destinado a costear las fortificaciones de esta ciudad y de las de Montevideo. Se abonaban seis reales por entrada de cada tercio de yerba y seis reales por su salida, no siendo para Buenos Aires, y cuatro reales por cada arroba de tabaco. A todo este gravamen enorme, equivalente a un sesenta por ciento del valor real de la mercadería, debe agregarse el costo del itinerario fijado, la obligación impuesta de desembarcar en Santa Fe y hacer luego el viaje por tierra hasta Buenos Aires, que significaba pérdida de tiempo, de dinero y hasta de salud. Estos viajes, aparte de sus molestias naturales, exigían el pago de derechos de almacenaje y alcabala. Además, con frecuencia, los negociantes paraguayos se veían forzados a liquidar sus mercaderías, malvaratándolas por falta de vehículos de transporte. Una disposición real conseguida por Santa Fe establecía que la conducción no podía ser hecha por los forasteros. "Los santafecinos tenían el monopolio del transporte, con la particularidad de que las carretas eran importadas del Paraguay." (103)

Estos hechos dieron origen a un odio profundo hacia Buenos Aires. Y es ésta una de las causas reales de la independencia del Paraguay. Buenos Aires, con su política egoísta, de terrible explotación de aquella provincia, puede ser considerada como uno de los estímulos más enérgicos de la revolución del 14 y 15 de mayo de 1811. La resistencia fue mucho mayor, entre los criollos paraguayos, con respecto a Buenos Aires que con relación a España.

 
Muchísimas otras causas de carácter étnico y social, cuyo estudio no vamos a ensayar en este trabajo, elaboraron el proceso de la emancipación política del Paraguay. Bástenos decir que el nativo era un tipo nuevo, con aspiraciones diferentes del español, con sentimientos enraizados en las tradiciones del indio, libre e indómito, con anhelos de ser dueño de sus propias determinaciones y no esclavo de nada ni de nadie. Estas fuerzas anímicas latentes, tonificadas por la pena de sentirse víctima, durante tres siglos, de las arbitrariedades de la madre patria y después de las del virreinato del Río de la Plata, formaron una conciencia de solidaridad que constituía y siguen constituyendo una de las fuerzas más potentes que caracterizan la realidad histórica de la nacionalidad paraguaya.

A este respecto escribe Fulgencio R. Moreno: "Todos estos hechos y cuantos contribuyeron a la constitución económica del Paraguay, regulando su vida en un período de tres siglos, tenían forzosamente que consolidar en los espíritus un cierto orden de sentimientos, cuya expresión, según ya señalamos, perdura vigorosa y uniforme en los documentos de la época colonial. La lectura de esos documentos revela la existencia de un fuerte sentimiento de solidaridad: solidaridad en el sufrimiento, solidaridad en las protestas, solidaridad en la indignación sorda que produce el esplendor ajeno considerado como causa de la ruina propia. Sentimiento que se extiende, además, a cuanto afecta al esfuerzo o al orgullo colectivo bajo la calificación de paraguayos. Es frecuente, asimismo, escuchar la palabra patria expresada en un sentido marcadamente regional y propio." El historiador Moreno cita como ejemplo de lo expuesto las actas capitulares en las que se hacía mención del mérito de los paraguayos y de las tropas paraguayas que acudían a defender a las provincias vecinas, y el caso de Pablo José Vera, comandante del tercio de Capiatá, quien informaba a su superior, en 1811, acerca de la batalla de Paraguarí, contra las huestes del general Belgrano, expresando que todos sus oficiales habían luchado "con honra en la gloriosa defensa de la Patria". (104)

En un ambiente como el someramente esbozado se produjo, en mayo de 1811, el histórico suceso que dio en tierra con el poder español en el Paraguay.
Entre las causas inmediatas ha de citarse la invasión de la provincia por las fuerzas argentinas al mando del general Manuel Belgrano. Vencido éste en las batallas de Paraguarí y Tacuarí, ambas victorias dieron crecido prestigio a los jefes militares criollos y causaron la mengua de la autoridad de los castrenses españoles. En el combate de Paraguarí, el gobernador Bernardo de Velasco y Huidobro huyó al iniciarse la lidia, refugiándose, en forma poco digna, en las cordilleras de los Naranjos. El mayor español Juan de la Cuesta, dando espaldas al enemigo, llegó despavorido a la Asunción, y dio la falsa noticia de la total derrota de los paraguayos. Fue entonces que las autoridades civiles y militares y las familias españolas residentes en la capital asaltaron, fugitivas, los barcos surtos en el puerto, y cargando en ellos todas sus riquezas, se aprestaron a escapar. No obstante, las fuerzas provinciales dirigidas por el teniente coronel Manuel Atanasio Cavañas, soportaron el ataque de Belgrano y sus huestes, y luego los derrotó en Paraguarí, el 19 de enero de 1811, y en Tacuarí, el 9 de marzo siguiente. El valor, la abnegación y la pericia demostrados por los jefes y oficiales nativos, los elevó en la consideración popular.

Aparte de estos hechos que contribuyeron a precipitar los acontecimientos, no puede olvidarse que, en aquel tiempo, el espíritu de rebelión se incrementaba diariamente en toda la provincia. Hombres representativos, en diversas regiones del Paraguay, servían la causa libertaria. El presbítero José Fermín Sarmiento, el doctor Manuel José Báez y José De María adoptaban posturas revolucionarias en Villa Real. En Yaguarón, sospechoso de conjurado, fue perseguido por el régimen imperante, el doctor Juan Manuel Grance. (105) El 4 de abril de 1811, – dice Justo Pastor Benítez –, fue descubierta una conspiración encabezada por los jóvenes Manuel Hidalgo y Pedro Manuel Domecq, en connivencia con Vicente Ignacio Iturbe, quien aparece desde los primeros momentos como el precursor de la revolución. (106) Además de éstos, indudable es que existían otros trabajos de carácter subversivo. Fulgencio Yegros, comandante militar de Itapúa, y ManueI Atanasio Cavañas, el jefe victorioso de la batalla de Paraguarí, dirigían uno de ellos. Trama bien urdida tenía éste, y muy vasta. Estaba ramificado hasta en Corrientes. Una prueba de lo dicho es el levantamiento simultáneo de Cavallero, Iturbe, Troche y demás confabulados en la Asunción; del capitán Blas José Rojas, en Corrientes; y del mismo Yegros, en Itapúa, en mayo de 1811. Blas José Rojas es un prócer auténtico, postergado injustamente, víctima de la indiferencia y el olvido.

Pero el hecho ocasional más efectivo, el suceso que precipitó decidida y finalmente el golpe del 14 de mayo de 1811, fue la presencia en la Asunción del teniente portugués José de Abreu, enviado por Diego de Souza, capitán general de Río Grande del Sur, quien vino a ofrecer al gobernador Velasco el apoyo de aquél para defenderse de los criollos. Como es sabido, el gobernador español, vacilante al principio, terminó aceptando el apoyo propuesto. En consecuencia, autorizó la ocupación de las misiones de la margen izquierda del Paraná, por fuerzas portuguesas.

La noticia de este convenio alarmó a los paraguayos. Y en la sesión del Cabildo, realizada el 13 de mayo, se habló de la existencia de una conspiración y de las medidas que tomaría el gobierno contra los complotados. Estos hechos obligaron a los conspiradores a precipitar los acontecimientos, magüer la ausencia de Fulgencio Yegros.

En la noche del 14 de mayo de 1811, Pedro Juan Cavallero se apoderó del Cuartel de la Ribera, cuna de la Revolución. Al día siguiente, Bernardo de Velasco y Huidobro, al hacer entrega del mando, puso fin a la era colonial de España en el Paraguay. Veintiún cañonazos, disparados desde las cárdenas barrancas de la bahía de la Asunción, anunciaron al mundo el nacimiento del nuevo Estado, la aparición de una nacionalidad con raíces profundas en la historia, con rasgos propios y firmes en un presente grávido de fe, de optimismo, de amor a la vida y a la libertad, y con un porvenir pleno de esperanzas, hacia cuyos infinitos horizontes se proyectaba en recios perfiles de eternidad.

El primer gobierno del Paraguay independiente lo constituyó un triunvirato. Integráronlo el ex gobernador español Bernardo de Velasco y Huidobro, José Gaspar de Francia y Juan Baleriano de Zevallos, "hasta que el cuartel con los demás vecinos de la provincia arreglen la forma de gobierno". El acta en la que se afirma esta decisión la signaron Pedro Juan Cavallero, José Gaspar de Francia, Juan Baleriano de Zevallos, Juan Bautista Rivarola, Carlos Argüello, Vicente Ignacio Iturbe, Juan Bautista Acosta y Juan Manuel Iturbe. Se ha dicho de este histórico documento que "es como la fe de bautismo de la República".

 
El 17 de junio de 1811 reunióse el primer Congreso del Paraguay emancipado. A propuesta de Mariano Antonio Molas, dicho Congreso despojó de todo mando a Bernardo de Velasco y Huidobro, y creó la Junta Superior Gubernativa, la que fue formada con el teniente coronel Fulgencio Yegros, como presidente, el doctor José Gaspar de Francia, el capitán Pedro Juan Cavallero, el presbítero doctor Francisco Javier Bogarín y don Fernando de la Mora, como vocales. Esta junta asumió la dirección de los negocios públicos el 20 de junio, y entre sus primeras y más importantes resoluciones figuran el nombramiento de un nuevo Cabildo y el envío de la nota del 20 de julio del mismo año a la de Buenos Aires, nota en la que se expresa la voluntad inquebrantable del Paraguay de mantenerse libre e independiente.

Numerosas e interesantes obras de buen gobierno débense a la Junta Superior Gubernativa. Entre ellas pueden citarse la reforma y el fomento de la instrucción pública, la reapertura de los cursos de la enseñanza secundaria, la creación de la Sociedad Patriótica Literaria, la fundación de la primera academia militar y la iniciación de la primera biblioteca pública. Desgraciadamente – apunta Fulgencio R. Moreno –, tan bellas iniciativas no duraron mucho, pues la dictadura de Francia acabó con ellas. (107)

La Junta Superior Gubernativa rigió apenas dos años y cuatro meses los destinos del nuevo Estado. El Congreso, reunido en el templo de Nuestra Señora de las Mercedes, el 30 de septiembre de 1813, canceló sus poderes y creó, en su reemplazo, el Primer Consulado, el cual quedó integrado por Fulgencio Yegros y José Gaspar de Francia. Este Congreso, además, declaró solemne y valientemente la independencia del Paraguay de todo poder extraño, cambió el nombre de provincia por el de República y adoptó el pabellón y el escudo nacionales.

El primer gobierno consular inició sus gestiones el 12 de octubre de 1813, y las dio por terminadas un año después. Entre sus obras principales – expresa un historiador –, debe anotarse la regularización de la hacienda, el cese de todo abuso por parte de los funcionarios públicos, el afán de establecer relaciones comerciales con las naciones europeas, el mejoramiento de las instituciones armadas y la implantación de un régimen de estricta moralidad administrativa.

El 3 de octubre de 1814, de acuerdo con lo dispuesto en el Reglamento de Gobierno aprobado por el Congreso del año anterior, según el cual estas asambleas serían convocadas anualmente, en el templo de las Mercedes reunióse un nuevo Congreso de mil diputados. Éste canceló el poder otorgado al Primer Consulado y designó a José Gaspar de Francia como Dictador del Paraguay, por un período de cinco años. No obstante, el 1º de junio de 1816, otro Congreso reunido en la catedral de la Asunción, por moción de José Miguel Ibañez, nombró al doctor Francia dictador perpetuo de la República. Dicha asamblea debía de ser la última reunida en el Paraguay hasta 1841, vale decir, hasta después de la muerte de "El Supremo".
Durante el largo y sombrío transcurso de ese despótico gobierno, solamente la voz del árbitro habría de escucharse en toda la Nación. Fue aquél el lapso del silencio impuesto por el miedo. Es, pues, menester estudiar esta curiosa época y diseñar la rara personalidad del doctor Francia, cuya extraña figura llena el marco de su tiempo.
 
 
 


ÉPOCA PRECURSORA y ÉPOCA DE FORMACION

EDITORIAL AYACUCHO BUENOS AIRES-ARGENTINA (1947)

Fuente: BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY (BVP) - EDICIÓN DIGITAL
 
 

 
 

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