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AUGUSTO CASOLA (+)

  RECUERDOS DE LA PLAZA URUGUAYA, 2012 - Por AUGUSTO CASOLA


RECUERDOS DE LA PLAZA URUGUAYA, 2012 - Por AUGUSTO CASOLA

RECUERDOS DE LA PLAZA URUGUAYA

Por AUGUSTO CASOLA

ARANDURÃ EDITORIAL

Asunción – Paraguay

Noviembre, 2012 (72 páginas)

 

INTRODUCCIÓN

Los hechos, los acontecimientos, las múltiples alternativas que se le ofrecen a un ser humano en la vida, son siempre contingencias cuyo objetivo es señalarles el sentido a seguir para la obtención de algún fin y que cada una de ellas tiene alguna razón de ser, sin conformar un mero fatalismo ciego, sino el plan de una conciencia lúcida y alerta, integrada por entero a los obstáculos que presenta a cada protagonista y observando cuáles son las soluciones a que apela éste para resolver los aprietos que se le cruzan en el camino.

De ahí que me guste plantear la doble alternativa de la predestinación o el libre albedrío y, en la búsqueda de una explicación plausible, he dedicado tiempo, palabras y páginas a fin de disponer ante mis ojos del mayor número de alternativas para discurrir la solución más verosímil o convincente.

Pero sucede, como en todo afán humano, que la respuesta de hoy ya no satisface a los interrogantes de mañana. Supongo que cada uno evoluciona a medida que se adentra en el sendero elegido, siempre imprevisible, por lo desconocido y dentro del cual uno se ve impelido a avanzar sin descanso, sin sosiego, agotado y sufriente, envuelto en las brumas de dudas y atroces incertidumbres, de miedos y cobardía que, sin embargo, lo hacen más merecedor de compasión que desprecio.

Tal vez esa misma búsqueda sea la justificación del trajín al que nos vemos sometidos entre tanta lágrima y tan poco desprendimiento del corazón.

La vida humana es limitada y de duración escasa y no obstante ello, una persona que ha vivido más de setenta años, tuvo oportunidad de ver tantas cosas que hasta le puede parecer que vio demasiadas, no por lo variado de los acontecimientos sino por lo reiterativo de ellos y, si es medio filósofo, como al fin de cuenta lo somos todos en mayor o menor grado, llega a la sabia conclusión de que aunque siga observando y participando de las circunstancias, en el fondo, todas ellas son nada más que el leit motiv de la aventura humana.

Es cierto que la comedia está llena de situaciones novedosas al principio, pero el sainete, una vez representado, cae en la monotonía uniforme de su devenir y aunque cambien los personajes, el argumento continúa el mismo.

Ya están arriba éstos para otra vez estar abajo. Y como la rueda no cesa de girar, aquellos a quienes se miraba con el desprecio que suelen dar la abundancia y el bienestar, de pronto, sin saberse a ciencia cierta cómo, son los protagonistas del momento y representan su papel más o menos con soltura, con mayor o menor gracia o inteligencia y luego, irremisiblemente, caen de nuevo al vacío de donde tuvieron oportunidad de salir para disfrutar de idénticas ilusiones a las que otros antes que ellos accedieron.

Y está bien que sea así, pues de lo contrario el dolor que sentiríamos al abandonar la escena, podría resultar insoportable. Quedaríamos con la seguridad de que lo próximo pudiera ser mejor o, por lo menos, diferente. Pero no es así.

La vida humana es un círculo concéntrico en una laguna espesa donde van cayendo piedritas in-significantes que a causa del impacto, inician la propagación de sus ondas, se ensanchan y de ser firmes y sostenidas, decaen hasta perderse en la quietud del mismo estanque donde adquirieron vida.

Nosotros somos los guijarros y nuestra vida la onda, el lugar geométrico de donde cayeron. Nos expandimos, nos entrecruzamos con las diferentes ondas creadas por otras tantas piedritas que por azar cayeron dentro de nuestro tiempo en la misma laguna. Pero somos seres destinados a desaparecer más tarde o más temprano, sin dejar rastro de lo que fuimos, de lo que quisimos o de lo que deseamos ser. Pero la óptica humana es ilusoria y, sobre todo, vanidosa.

Siendo pasajeros del tiempo, nos creemos revestidos de eternidad y siendo ondas de agua en un estanque, nos creemos causales de cambios y dueños de razones que están muy lejos de pertenecer a cosas tan insignificantes como son los pedregullos que al descuido van caen en la laguna donde nos movemos con tanta fatuidad y engreimiento.

Una plaza, en cambio, es algo que tiene solidez y permanencia. Es un pedazo cuadrado de tierra que existió siempre, aun antes de ser aquello en que el afán de perfección urbanística la transformara. Tiene algo de la perennidad que nos falta a los humanos, mucho de la humildad que nos es desconocida y demasiado de la sabiduría que por lo general se nos escapa entre los dedos de la mano cuando queremos retenerla, porque somos indignos de señorearnos en ella.

Una plaza es tiempo retenido en sus límites, el archivo de vivencias que acompañan a una ciudad en su desarrollo y el registro de los habitantes que de una u otra forma, están sometidos a la atracción irresistible de su cualidad de sintetizar las horas críticas o sombrías de su existencia, como aquellas felices y orgullosas de su devenir.

De niños, la plaza nos atrae con su magnetismo secreto, con el carisma incomprensible que a nuestros pocos años se puede revestir a cualquier cosa. A esa edad (grata a los recuerdos si fueron felices, melancólicos en su oquedad de reminiscencias dolorosas, si no lo fueron), una plaza puede adoptar diversas personalidades, despertar emociones dispares y obsequiar múltiples experiencias, como un confesor comprensivo , consolador mudo de las heridas reales o imaginarias que lastiman con crueldad los pechos ingenuos y sin malicia que buscan refugio en sus bancos, donde pueden encontrarse y dialogar consigo mismos, sin ser interrumpidos ni molestados por gente extraña a las emociones que los embarga en pleamares que van y vuelven sin compasión.

Cuando de adolescentes volvemos a ella, lo hacemos con mayor conciencia y acuciados por hallar un sitio a la vez público y privado, donde la impersonalidad propia de la plaza construya la intimidad necesaria a los interrogantes que conforman los imperativos categóricos de la edad: el despertar del amor, la inquietud hija de nuestra incomprensión, la búsqueda siempre renovada de nosotros mismos. Todo se enmarca en el silencio sus paseos, la belleza de un atardecer después de la lluvia vespertina, la banda de música que con la retreta rompe el tedio de una tarde cualquiera y constituyen la respuesta a esas ingenuas inquietudes que con la edad se integran al trajinar de vivencias que luego habremos de recordar con nostalgia, cuando ya adultos, confusos y apresurados, nos descubrimos en ese ambiente cargado de las reminiscencias de nuestra niñez y nuestra juventud.

La plaza es un hito en la vida humana. Más que un simple espacio destinado a dejar que las horas se deslicen sosegadas, un punto principalísimo de nuestro accionar, una referencia en medio de la vorágine a que nos impulsa el diario vivir.

Y ¿quién es esta plaza? ¿Debo describirla como la veo ahora, como la conocí de niño, de adolescente, cuando caminaba rumbo a los estudios que desarrollaba en esos días, cuando a veces me sentaba en los bancos para disfrutar de un momento de soledad y dar paz a mis agotadores días de estar sobre la tierra buscando algún significado oculto que nunca se revelaba? En fin: ¿quién es la Plaza Uruguaya?

Una desconocida.

Ayer, un transitar de horas entre el sol que se esconde, el humo del viejo ferrocarril oliendo a leña quemada, la agitación de la gente que va y viene, los fotógrafos con sus viejas cámaras a magnesio tomando fotos a las parejas de soldaditos y criadas que desgranan sus domingos entre la vegetación antigua y somnolienta de sus árboles umbrosos.

¿Quién es la Plaza Uruguaya?

¿Las mujeres de la vida que como mariposas de la noche revolotean alrededor de la luz de sus faroles mezquinos, el descanso de aquellos que desean viajar en tren o en ómnibus, desde que ubicaron alrededor de ella las líneas que conectan a Asunción con las ciudades del interior o el exterior. ¿Los lustrabotas, las hornallas para la fritanga, los borrachos durmiendo la mona en cualquiera de sus bancos, sin importarles demasiado lo que ocurre a su alrededor? ¿Es esa la Plaza Uruguaya? Sin duda son elementos que la caracterizan, pero es mucho más.

Supongo que al verla en una apacible tarde de otoño tardío, cuando las hojas de sus árboles empiezan a desprenderse y caen sobre el embaldosado de sus avenidas, nadie puede imaginar que fue protagonista pasiva de muchas horas sobresalientes de la vida asunceña.

Ajena al afán que impulsa a los hombres, ella está ahí con su silencio de hojas secas, su impasible observar a través de los ojos ciegos de las estatuas que la decoran y respiran el aliento que la envuelve, como enmarca a los cuerpos vivos el halo de su existencia, hasta convertirla en lo que es hoy, sin dejar de ser lo que fue, sin olvidar los viejos recuerdos que la enriquecieron con ese inusitado ñanduti que el paso del tiempo se empecina en tejer en los paseos y bosquecillos de la plaza que, a diferencia de los humanos, son perennes, silenciosos y prudentes, humildes y bondadosos, sin preocuparse jamás por dar destaque a la importancia de los hechos que modelaron su personalidad, callando lo definitivas que fueron sus intervenciones o lo vergonzoso de sus secretos.

Una plaza es un tabernáculo, un sitio sagrado, algo así como el misterio oculto dentro de su cuerpo visible de vegetación y mármol, de sus baldosas gastadas, el césped cortado al descuido, sus faroles opacos y el aliento permanente y vital que emana de ella y a través del cual pasamos sin darnos cuenta, sin mancillar con nuestras debilidades, la inmaculada pureza de su virginidad.

 

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Surge el sonido de muchas voces ni bien se comienza a transitar por sus avenidas que se cierran detrás de uno y envuelven al paseante en el aura de irrealidad que brota a la hora del crepúsculo, cuando la noche no está aún definida y la luz de los faneles alumbra limitados oasis brillantes, dejando a oscuras a las estatuas que perfilan sus siluetas de fantasmas encadenados a los plintos que las sostienen y les impide levantar vuelo hacia las zonas más etéreas de su alrededor, sujetas como están a la argamasa y a la piedra.

¿Tuviste esa impresión al recorrer la plaza?

Sí, claro..., se siente. Hasta te diría que al principio molesta un poco como si alguien cuchicheara detrás de uno vaya a saber qué..., pero después se descubre que es sólo la noche, cruzada de silencio, replegada hacia la penumbra en que los faroles de escasa luminosidad que, al regar pequeños haces de luz, deforman la densa negrura de sus avenidas, la umbrosa quietud que sobre el pastizal arrojan los árboles inmóviles, tablones salvadores para los espectros que van de un lado a otro, retornando su conversación antigua, sostenida en la atmósfera incierta que transita tímida, casi furtiva, deteniéndose a veces frente a las estatuas frías, silenciosas e impasibles en esa posición que quiso darles el capricho del artista que las creó.

Son lo mismo que la hojarasca de su alrededor, eternas también aunque de otra manera, pues la vegetación muere cada invierno para reverdecer en primavera en la floración agostada y mustia que nunca pudo ser barrida del todo ni por los limpiadores ni por el viento ni por las pisadas de los protagonistas que una vez hollaron sus senderos.

La plaza es un conjunto integrado a la soledad crujiente de hojas secas, el lozano temblor del verdín ansioso por asomar a un nuevo amanecer, matizado y disperso en el breve trémolo de las gotas de rocío que la aurora derrama en ellos.

Yo soy muchos recuerdos y demasiados olvidos, pero ¿quién puede pretender, después de tantos años, no acabar convertida en una vieja gruñona y agriada por el transitar de los días, víctima del invisible exterminador de bellezas y fortunas, insaciable bestia engullidora de nombres y alcurnias donde todo, absolutamente todo, acaba por igualarse en una humillante uniformidad de absurdo proletariado, consumido por los gusanos de la prosapia o el anonimato?

Fui convento franciscano y cárcel antes de transformarme en una plaza rodeada de verjas altas, bellas y protectoras, de cuyo origen ya no guardo memoria. De convento a plaza, me dirás y te respondo: ¿por qué no? ¿Acaso hay demasiada diferencia entre tener encerrado a monjes convencidos de que su alejamiento mundano, sus meditaciones y cánticos, sus ayunos, van en pos de una mayor aproximación a las esencias de la divinidad, a tener presidiarios, gente que contra su voluntad también sufre ayunos, obligada a meditar acerca de sus errores (¿o pecados?), seguramente entonando melodías aprendidas en tiempos más felices, en un presente que sólo les ofrece miseria y privaciones?

Desde un punto de vista objetivo y desmitificado, no creo que exista demasiada diferencia. Cenobitas, vagabundos o presidiarios, elevan oraciones o maldiciones y después, desaparecen.

Las sombras son siempre muy parecidas entre sí y el hombre, cualesquiera sean sus prendas, es uno solo, aunque ofrezcan apariencia distinta.

Claro que te estoy contando de épocas muy antiguas, de los tiempos del Karaí Guazu, cuando la ciudad no era sino un pequeño villorrio de casas aglomeradas hacia el puerto y en el centro, con calles abandonadas que a cada lluvia se socavaban más, marcando profundos zanjones y salamancas en que se iban convirtiendo los paseos coloniales, de trazado arbitrario, que más se asemejaban a senderos de hormigas que a calles de humanos.

En esos días, el Supremo era la presencia indiscutida y la voluntad indoblegable de la Patria y parece, al observar a través de la perspectiva que da el tiempo, que durante su gobierno, la ciudad se movía en una interminable tarde nublada, fría y lloviznosa, aunque los días, por precesión, siguieran siendo diáfanos, calurosos, cargados de la humedad abotagante del verano o traspasados por los dardos helados del viento del este, en invierno. Pero en la atemporalidad del pasado, lucen como días sumidos en un crepúsculo nublado y gris.

"Las casas de la ciudad conservaban así, persistentemente, su antiguo aspecto: con sus patios arbolados, sus naranjales circundantes, esfumado casi en medio del tupido follaje, cada edificio parecía, como en otros tiempos, vigilar desde la sombra, la seguridad de su defensa. Nadie se había fijado en ello nunca, hasta que el dictador sintió tronar sobre su cabeza la conspiración del año 21. Entonces acreció ante sus ojos la realidad de aquel poético baluarte de árboles frutales; comprendió que el rumoroso cortinaje de verduras podía ocultar entre sus claros el parpadeo incesante de la conspiración abortada; y decretó la tala general del perfumado huerto asunceno ".

Sin embargo, aún las noches oscuras se deslizan hacia un nuevo amanecer y la vida de la ciudad que me cobija cambió de ritmo y de fisonomía bajo el mandato del presidente Carlos Antonio López. Se continuaron varias obras que estaban detenidas y se comenzaron otras nuevas: la Casa de Gobierno, la Catedral y, aunque siempre vivimos bajo la presión de los gobiernos hostiles de Buenos Aires, era evidente el cambio producido en el movimiento de la ciudad y el carácter de sus habitantes.

Fue por 1859 cuando el tendido de rieles del Ferro-Carril se inició con el ambicioso proyecto de prolongarlo hasta Paraguarí, bajo la dirección de Mr. S. Padisson, secundado por otros ingenieros ingleses y mano de obra paraguaya. Se construyó el edificio de la Estación, mi vecina, con la cual sostuvimos a lo largo de nuestra vida un inacabado diálogo acerca de tantos temas que afectaron y afectan nuestras vivencias.

La Estación del Ferro-Carril marcó mi personalidad con el sello característico que hasta ahora me identifica. Sin ella, podría haber llegado a constituirme en una plaza importante, acaso más importante y distinguida a lo que ahora soy, pero entonces carecería del carácter que poseo. Sería otra plaza.

A la edad que tengo, creo ser honesta al afirmar que no cambiaría mi destino por otro ni veo razones para envidiar a nadie. Lo digo con orgullo porque muy poca gente se atrevería a afirmar lo que yo, como plaza, acabo de hacer.

Soy un lugar de tránsito, una cocina comedor al aire libre; dormitorio de vagabundos solitarios y perros pulguientos, cobijo de parejas alucinadas con el ensueño del amor, cuando el entorno significa sólo un albergue para la pasión y lo único importante es el momento vivido a plenitud. Soy habitación sin techo, paseo entre árboles y estatuas mudas, olor a fritanga y humo de leña, todo entremezclado a la bulliciosa locura de un periodo de historia cargado de presagios, lleno de cambios y saturado de ambiciones.

La gente de mi país, esa inestable multitud que en algún momento de su vida paseó por mis avenidas o lo hará alguna vez, si llega a visitar mi ciudad, mi gente, digo, tiene la característica muy peculiar de olvidar pronto las afrentas e injusticias de que es objeto, para ver solamente lo bueno en los demás, los remiendos apresurados que se hacen sobre las ofensas más inicuas, los atentados más crueles o las matanzas sanguinarias e inhumanas, cuando conviene esconderlas, olvidando sus humillaciones para, ante la menor oportunidad, recibir a los mismos ofensores con la sonrisa dócil a la que gusta llamar hospitalidad y no es sino el hábito que tiene de bajar la cabeza y asentir como le enseñaron sus opresores, verdugos y dictadores, al transformar la humildad de una vez en profunda humillación, agobiada por el pesado fardo de una historia de dolor, vergüenza y obligada sumisión.

Es generosa la gente de mi país, de eso no caben dudas y es por ello que la quiero tanto, aunque sea incapaz de demostrar mi amor de la manera a que están habituados los humanos, con expresiones de afecto, unas veces sinceras, otras meras pasmarotas encaminadas a lograr objetivos egoístas. Pero mi afecto es vital, tierno. Yo demuestro mi cariño siendo lo que soy. A menos, eso intento.

Los países firmante del tratado de la Triple Alianza, aniquilarían con el avance de sus huestes, toda posibilidad de supervivencia de nuestra gente y, sin embargo, expresaban que "no siendo la guerra contra el pueblo paraguayo sino contra su gobierno, los aliados podrían admitir una legión paraguaya a todos los ciudadanos de esa nación que quisieran concurrir al derrocamiento de dicho gobierno, y les proporcionarán los elementos que necesiten, en la forma y condiciones que se convenga " (art. VIII- Tratado secreto de la Triple Alianza, firmado en Buenos Aires el 1 ° de mayo de 1865, por los representantes de la República Argentina, de la República Oriental del Uruguay y de SM el Emperador del Brasil).

Muchos enemigos de López acudieron al llamado, convencidos de su buen accionar y desconocedores de los planes de los enemigos de la Patria, se pasaron a ellos a combatir lo que los aliados llamaban el gobierno, no el pueblo.

"Los aliados se obligan a respetar la independencia, la soberanía e integridad territorial de la República del Paraguay. La independencia, soberanía e integridad territorial de la República del Paraguay, serán garantidas colectivamente, de conformidad con el artículo precedente, por las altas partes contratantes, por el término de cinco años " (ibídem).

Y ¿qué quedó de todo ese compromiso? Grandes territorios de mi país pasaron a integrar la geografía de los vencedores. Hombres, mujeres y niños fueron sometidos a vejámenes sin memoria en la historia de América y todo ello ejecutado por quienes se consideraban liberadores del pueblo oprimido. Tal vez lo fuera, pero luchó para defender su tierra, sus mujeres, sus hijos y por último, su dignidad, único baluarte que sobrevivió a la hecatombe al que fue arrojado mi país por quienes se decían defensores de los valores del Paraguay. Firmaron su sentencia de muerte y se comprometieron a guardar el secreto de su crimen: "Este Tratado quedará secreto hasta que el objeto principal de la alianza se haya obtenido " (ib. Art. XVII)

Pero somos un pueblo que perdona pronto, que olvida fácil y al que conmueven los gestos benevolentes o el desprendimiento de los extranjeros para con él.

La tarde del 30 de mayo de 1885, se acercó a los malecones de Asunción el cañonero oriental "General Artigas". Los uruguayos traían de vuelta los trofeos capturados por sus ejércitos durante la Guerra Grande. Fusiles, sables, cornetines, bastones, quepis, espuelas, cascos y otras vituallas que no se pueden apreciar en la reproducción de viejas fotografías donde aparecen estos trofeos, tan gentilmente devueltos por el presidente uruguayo Máximo Santos, a la vez que condonaba la deuda de guerra que mi país se vio obligada a contraer, como corolario de la afición de las repúblicas hermanas a ayudarnos.

El júbilo fue inmenso. La ciudad se llenó de la algarabía de saber que los uruguayos nos devolvían los trofeos capturados, gesto honroso, sin duda, ya que devolver lo ajeno es honroso y el gobierno, presidido por el General Bernardino Caballero, recibió a los portadores con pompa, fiestas y homenajes, siendo nombrados en esa oportunidad, en medio de la euforia, el General Máximo Santos, general honorario de nuestro ejército y la comitiva en pleno, ciudadanos paraguayos.

La estupidez en su máxima expresión.

Fue entonces cuando me cambiaron de nombre. Dejé de ser la plaza San Francisco para transformarme en la plaza Uruguaya, o Uruguay, como pretenden algunos estudiosos. Carece de importancia. El hábito me bautizó definitivamente Plaza Uruguaya, como soy conocida y hace más de cien años que llevo este nombre.

¿Vale la pena remover los viejos enconos contra países que hoy se manifiestan amigos del mío? El rencor jamás fue buen consejero, pero tampoco debemos olvidar los dolores que ha sufrido tanta gente inocente, más de una generación hundida en la catástrofe causada por la hipocresía y la ambición.

Coincido en que la amistad es lo más valioso que hay sobre la tierra y que un amigo es un tesoro invalorable, pero ¡cuán difícil resulta encontrar buenos amigos, sinceros en su manera de pensar y de actuar, rectos en sus criterios y justos en sus evaluaciones, cuando de políticos se trata... !

Sopla el viento norte entre las imbricaciones ateridas de los árboles que me pueblan y circundan. Otra noche se acerca. La ciudad, mi ciudad nocturna despierta con sus ojos de luces artificiales y crea en su centro, el calidoscópico espejismo del progreso. La noche cae sobre la ciudad y quedo sumergida en el mar de sombras acentuadas por los débiles haces de los faroles que me rodean en un halo de irrealidad y ausencia, dejándome, por algunas horas, librada a mi destino de trajinar mis propias y calladas avenidas.

 

 

 

 

 

 

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