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  PRIMER AMOR y LAS GEMELAS Y EL CABALLERO ENAMORADO - Cuentos de AUGUSTO CASOLA


PRIMER AMOR y LAS GEMELAS Y EL CABALLERO ENAMORADO - Cuentos de AUGUSTO CASOLA

PRIMER AMOR y

LAS GEMELAS Y EL CABALLERO ENAMORADO

Cuentos de AUGUSTO CASOLA

 

 

AUGUSTO CASOLA (Asunción, 1944)

Poeta, narrador y ensayista. Socio fundador de la Sociedad de Escritores del Paraguay (SEP) y miembro del PEN Club del Paraguay desde 1973, Augusto Casola ha publicado, en poesía: 27 silencios (1975) y Tiempo (2002); y en narrativa: El laberinto (1972), su primera novela (premiada en 1972 por el PEN Club del Paraguay). La catedral sumergida (1984), una colección de relatos, Tierra de nadie-ninguém (2000), otra novela, Segundo horror (2001; Primer Premio "RoqueGaona 2001"de la SEP), su tercera novela, y Firracas y pandor­gas (2006), su segundo libro de cuentos. Es también autor del ensayo Masonería y profanidad (2005). Tiene además poemas y cuentos incluidos en revistas literarias y antologías nacionales y extranjeras. Varios de sus relatos han sido distinguidos con menciones y premios diversos, entre ellos: "La princesa" (Pri­mer Premio del Concurso de la Cooperativa Universitaria, 1992) y "El tercer día" (Primer Premio del XIII Concurso Club Centenario, 2007). De más recien­te aparición son El Stradivarious (2009) y Ese pedazo de tierra mío (2010).

 

 

PRIMER AMOR

 

Tengo casi 16 años y adolezco mi edad con el dolor que -dicen-, sólo se sube en la adolescencia y -digo yo-, sólo durante ella se tiene la fuerza necesaria para soportar la irrepetible experiencia del primer amor.

No quiero esa sonrisa de tolerancia comprensiva que de manera invariable se Forma en los labios de ustedes. Han de saber que cuanto les cuento no es, ni como lo piensan, ni corno recuerdan los primeros escar­ceos amorosos de su propia juventud. Lo mío es único y acabarán por darme la razón cuando terminen de leer esta historia.

De un tiempo a esta parte, se volvió hábito salir a caminar con mi amigo César, que ya es viejo (tiene 53 años ¡imagínense!) y por tanto, cínico. El suele decirme, con esa odiosa sonrisa torcida que se gasta y muchas veces hace explotar en carcajadas, que no desespere, que a los 16 hunanos años el amores una ilusión. Algo transitorio, hermoso y fugaz, sí, cierto, algo que después se recuerda con nostalgia cuando se lo ubica en la dimensión que le corresponde, en el encuadre adecuado y no en medio de ese estado de duermevela penoso que pretende conquistar cada minuto de ausencia para revisar y reproducir cualquier detalle trivial de los minutos compartidos.

Cuando se pone así, me enojo con César porque sé que busca irritar­me a propósito, me quiere hacer rabiar para que yo me defienda y él se eche a reír a mi costilla. Usa un lenguaje grandilocuente y pedante para señalar que al filo de un nuevo milenio, ante lo convulsionado del mundo y la situación de nuestro país-dice él-, en busca de ocupar una posición de respeto y dignidad en el consenso de las naciones, dentro del cual el concepto en que se nos tiene no es precisamente halagüeño -digo yo—, porque es evidente que nadie hace nada por mejorar otra cosa que no sea la bonanza del propio bolsillo, prendido cada uno a las prebendas adqui­ridas con una habilidad para la cual, tantos prohombres de hoy nos asom­bran por su denuedo, ingenio y su tenacidad por mantenerlas vigentes desde tantos años atrás -desde aquella época cuando según cuentan, na­die podía hablar, a diferencia de ésta, en que todos hablan sólo para decir pavadas-, resulta tonto y hasta ridículo -dice él-, pasar horas y horas en la contemplación extática del ser amado y del amor, como ocurría, según parece, con los poetas del siglo XIX, aquellos de los ladridos de los perros a la luna-digo yo.

Entonces dejo por unos días de acompañarlo en sus caminatas ves­pertinas, las que le recomendó el médico para quemar colesterol, triglicé­ridos y ayudarlo a superar no sé qué otros achaques de viejo y durante las males se aburre si yo no voy con él, porque para ser bien sincero, debo decir que César es un solitario sin otro amigo que no sea yo, pese a nuestra diferencia de edad.

Es que a los dos nos gusta recorrer las calles de Asunción a esas horas remolonas de la tarde luego del aquietado el bullicio diurno, cuando se afinca en ellas el aire sonámbulo que tanto nos complace compartir y parece hecho a propósito para regodearme en mis reflexiones y dejar destilar mi tristeza.

Tanto para César como para mí, Asunción es un constante deseo insatisfecho. No sé si ustedes la conocen, pero deben saber que es capri­chosa y le gusta esconder sus facciones tras la máscara de sus calles (las que a mi me gustan y a César también) y los barrios donde persisten aceras empedradas y veredas de piedra loza que acusan irregularidades, a veces peligrosas para los transeúntes y contra las cuales suele tropezar César -que es bastante torpe, en realidad-, el pobre...

Y es esta ciudad que nos agrada y a la que tanto amo, no sé si por haber nacido en ella o por qué, la que me hace comprender que las cosas del amor no necesitan de un por qué y vienen solas. Cuando uno ni las espera ni las presiente, surgen como telaraña que te atrapa y de la que resulta imposible escapar. Así siento, sentimos, la necesidad de disfrutar de la ciudad durante esas horas mágicas de la tarde.

Perdonen la digresión..., quería destacar nomás la razón por la cual me molesto cuando César aprovecha esas ocasiones amables para hablar­me con un tono pedante y burlón de algo que me resulta tan sensible y lacerante.

A veces César se dispara a recitar alguna de las poesías de Guillén -yo prefiero a Gustavo Adolfo-, que tanto lo gustan, aunque las dice mal, porque ya tiene mala memoria:

 

Bajo la línea escueta

De su nariz aguda,

La boca en fino trazo

Traza una raya breve

Y no hay cuervo que manche

La blanca geografía de nieve

De su cuerpo que fulge

Tembloroso y desnudo…

 

César ríe y me dice:

 

-Pronto vas a encontrar una linda negra regordeta que te va a hacer olvidar a la Blondie esta..., se va a convertir en historia antigua... -y vuelta a reír con ese cinismo descarado y casi procaz que por lo visto le resulta adecuado a la gente de más de cincuenta años cuando trata el tema del amor.

Está equivocado. Lo nuestro es mucho más profundo y complejo a lo que César parece capaz de aceptar y comprender. Me irrita, pero sé que en el fondo no es malo -es algo peor, digo yo y lo sostengo: es viejo...- y lo único que desea es ayudarme a "superar la crisis" como lo expresa él.

 

2

 

Blondie es hermosa, blanca, ágil, esbelta, tierna. Sus ojos, ligera­mente rasgados, guardan, tras los párpados de pestañas largas y negras, las pupilas color oro más relucientes que uno pueda imaginar. Su nariz delicada dibuja un leve respingo y se abre en las dos estrechas cavernas ele donde fluyen los suspiros que alientan mi vida y coronan la boca de labios finos cuyas comisuras, por algún extraño capricho, la naturaleza quiso doblar en el delicioso rictus que le confiere la expresión de una sonrisa imperturbable y perpetua.

Nos miramos con largueza, acercándonos lo indispensable para que nuestros cuerpos perciban su calor en el aura casi físico que, a veces, causa la impresión de poder sustituir la necesidad del contacto real.

Yo sufro y estoy seguro que a ella le ocurre lo mismo porque, me ama..., de eso al menos, no me caben dudas. Blondie lo hizo manifiesto mil veces en mil pequeñas cosas: en su modo de mirarme, en el esquivo roce de su piel, en algún beso furtivo, en su forma de escabullirse, hábil y discreta, cuando movido por la pasión me acerco demasiado aun punto irreversibleque cambiaría del todo el sentido de nuestra relación... Ella es más prudente, más consciente que yo, debo aceptarlo, más discreta, pues posee mayor experiencia de la vida, que la obligó a soportar penas más hondas que las mías, las cuales, aunque sinceras -reconozco-, no dejan .de ser egoístas

Su viudez prematura, a causa de un accidente automovilístico del marido y la temprana separación de sus hijos, eleva entre nosotros una bruma densa e infranqueable que a veces me obliga, a pesar mío, a con­siderar como válidas las opiniones de César, a aceptar sus carcajadas malintencionadas y sus bromas no exentas de escarnio...

Lo peor es que con cada día que pasa se me hace más evidente la imposibilidad de nuestro amor y eso me subleva tanto o más que la in­comprensión de mi amigo, más que las miradas de soslayo de las amista­des de Blondie o las ojeadas de asombro que nos lanza cualquier tran­seúnte cuando nos ve juntos, sentados en el zaguán, despreocupados y felices durante esos segundos de compartir y que acaso no vuelvan a repetirse cuando ella tome la determinación que más temo y me diga que no hemos de vernos más, que eso es lo mejor para los dos, lo más pruden­te...

No pueden escapar de la aguda inteligencia de Blondie tales sínto­mas que anuncian nuestra desdicha, ese abismo que nos separará para siempre, sin que importen la intensidad de nuestro amor o la sima de nuestro infortunio.

Y cada día que pasa es peor, hasta siento cómo crece la mala hierba de la hostilidad que nos rodea y nos empuja al momento obligado y desolador de tener que separarnos para siempre, de aceptar nuestro des­tino, de resignarnos a la soledad enajenarte de los amores frustrados.

¿Puede acaso alguien que no esté enamorado comprenderme y com­prender el estado de zozobra que significa vivir de prestado con el aliento de la amada, preso en esa telaraña de un amor imposible, ¡sí..., sí ... !, lo reconozco como tal, no puedo negarlo, pues además de la diferencia de edad entre ella y yo y pese a lo profundo de nuestro amor, nunca podre­mos alcanzar a un final feliz ni constituir un hogar dichoso porque yo soy un perro y Blondie, una gata.

DE: Firracas y pandorgas

(Asunción: Editorial Arandura, 2006)

 

 

LAS GEMELAS Y EL CABALLERO ENAMORADO

 

A Teresa Méndez-Faith,

que es geminiana, esta historia irreal.

 

El Caballero, de hinojos frente a Teresa, no puede menos que bajar la vista al sentir los ojos de la dama, entre divertidos y desdeñosos, posar su mirada sobre el cuerpo revestido cubierto de la armadura y los blasones que adornan el escudo puesto a los pies de la bella, a su disposición, lo inismo que la espada, de hoja reluciente, donde se reflejan ella y las imágenes multiplicadas por los espejos de su alrededor, bajo el resplan­dor de un sol herido que agoniza con la tarde.

-Soy yo -se dice-. El que las vio junto al arroyo al detenerme para el reposo y abrevar a mi caballo Noche, nombre impregnado por el aza­bache de su piel y la extraña marca que semeja la luna en cuarto menguan­te en una de sus ancas.

Una tarde, con destino a un nuevo frente de la Guerra Interminable, a poco de estar echado, con la mente distraída, escuchó el cascabeleo de la risa de dos mujeres sentadas junto al arroyo y sin esfuerzo por disimular su presencia, se acercó al lugar de la algarabía.

El primer impulso de ellas al verlo, fue huir, pero el noble porte de ese hombre joven, de barba hirsuta, inusual en los lechuguinos que cono­cian, cubierto de una brillante armadura y acompañado de un caballo hermoso que lo seguía dócil, les inspiró esa extraña confianza que a veces, siempre imprudente, conmueve hacia el varón, el alma femenina.

Permanecen serias junto a los canastillos de la merienda, sin apartarlos ojos de el.

-Sois dos gotas de agua -exclama admirado el Caballero.

-Si -responden al unísono-, somos las gemelas Teresa.

-Y ¿cuál de vosotras es Teresa?

-Las dos, ella y yo-responden y se señalan una a la otra al tiempo que sueltan el alegre campanilleo de sus risas que penetra en el corazón del Caballero con su alegre campanilleo.

-Entonces: ¿cómo es posible distinguiros?
-No es posible-responden al unísono y sueltan una nueva carca­jada.

-Debe haber alguna forma -insiste el Caballero.
-Tal vez-contestan ellas-, pero hasta ahora, nadie pudo descubrir quién es Teresa y quién es Teresa.

-Yo lo haré -manifiesta el Caballero- y os aseguro que aquella de vosotras que comulgue con mi alma, será la elegida de mi corazón. Ambas se miran sin comprender.

-Os digo que amaré a aquella Teresa que condiga con mi condición de Caballero de Aries y solamente una podrá satisfacer mis exigencias. Esta vez sus risas sonaron breves y desconcertadas.

-Ah, Caballero de Aries, ¿os consideráis capaz de desentrañar el misterio de las dos Teresas? ¿Habréis pues de identificara una de la otra? Nos guía la estrella Aldebarán y somos amigas de los Silfos. Ambas olemos a narciso y verbena que es el aroma que emana de nuestros cuer­pos y nos es fácil huir de la presencia de cualquiera, pues como os deci­mos, nos protegen los espíritus del aire...

-Sí, lo haré y cuando lo consiga, desposaré a mi Teresa y su gemela habrá de buscar otro caballero para sus nupcias. No soy de los que se rinde fácilmente y mi espíritu está impregnado del fuego de las salamandras que respiran a través del aire, vuestro elemento y enciende mi fe en este anillo de rubíes y diamantes que veis en mi dedo formando el escudo del cuerpo y del alma en cuyo centro me muevo yo en este tiempo quc poseo, caballero de Aries guiado por la estrella Alferate, impaciente y obstinado, identificaré a mi Teresa.

-Qué hermosa promesa hacéis, caballero, aunque solo sea para una de nosotras, pero ¿quién os asegura que no moriréis, como lauton, en la Guerra Interminable?

-¡No moriré! y si es preciso, lucharé con quien fuera y tantas veces cuantas sean necesarias para alcanzar el amor de mi amada. Tras cumplir con mi deber de guerrero, volveré a vosotras para descubrir el secreto de las dos Teresas.

-No os resultaráfácil, caballero-expresan las hermosas Teresas con rostro preocupado, llevar a una de nosotras con vos, aún cuando lleguéis a identificar a la que amáis, porque para ello, habréis de vencer primero la oposición del Ogro Terrible que nos mantiene prisioneras en el Castillo de Piedra, del que, pese a intentarlo, no pudimos escapar jamás.

-Pero entonces. ¿cómo es que estáis aquí? -arguye el Caballero. -Somos una ilusión, caballero -dijeron a la par-. Os lo dijimos, espíritus del aire capaces de viajar a voluntad en diferentes planos de la realidad. Pese a que creéis vernos, permanecemos encerradas en la habi­tación más alta del castillo que está allá, en la cumbre de ese peñón espan­toso donde fue excavado en roca viva. En realidad, somos irreales en esta realidad que veis.

Al trote a veces, otra al galope, el Caballero se adentra en el silencio fragoroso del Zodiaco donde se desarrolla la Guerra Interminable. No le preocupan los cuerpos de hombres despedazados ni los ojos sin vida de los caballos muertos dispersos sobre la superficie de montes y llanuras ni el llanto de los niños ni el ruego de las mujeres ni el crepitar del fuego ni el miedo. Todos pasan a su lado con las manos extendidas en ruego y exigencia, en vano afán por aferrarse ala túnica del caballero de Aries que sobre Noche, al trote a veces, otras al galope, tocotoe, tocotoc, tocotoc, avanza en pos de la gloria que permitirá a su amo retomar en busca de Teresa, la mujer que sin saber quién es, encendió en su pecho la llama inconfundible del amor. Tocotoc tocotoc, tocotoc.

En medio del campo de batalla está el Cangrejo, que avanza distraí­do hacia atrás, temeroso de ver interrumpida su liturgia de fertilidad amenazada por el fuego del León e incita al caballero a enfrentarlo. Odia al León pues es la causa de su desgracia. El fuego de sus fauces devora la paciente obra que al Cangrejo le es tan difícil organizar entre la carencia del agua y la sequía del verano. El Caballero, por ayudar al Cangrejo, decide enfrentar al León, pero éste, sin mediar explicación, agacha ante él la cabeza orgullosa y lo deja continuar su camino hacia la voz hechizada de tules, seductora y extraña que resuena con la modulación virginal que emana de la rosa de su boca, cuando abre los labios y suspira la Virgen que lo llarrra:

-Ven a mi mansión, oh noble caballero, vierte en mí tu esencia yo que soy perpetua virgen y viuda. Entrégame la fueza de tu amor, fecunda mi soledad y haz que vuelva a ser madre en este tibio verano de hoy.

El Caballero de Aries la observa y aprecia la soberana hermosura de la luz que mana de la Virgen, viuda y madre perpetua y aunque la tenta­ción de reposar en ella es grande, le responde:

-Ah, señora, si hubiera precedido nuestro encuentro el versátil en­canto de las gemelas, otras serían mis ansias. Ya no puedo daros nú corazón. que es ajeno desde que está preso en el de aquella que amo, oh señora, siempre Virgen y madre viuda, disculpad a mi corazón, pues es ajeno.

-No existe aquella que buscáis ni hay mellizas, ellas son una ilusión más, caballero-responde con tristeza la Virgen-. Son una sola, caballero, no os engañéis con el fuego fatuo del ensueño..., quedaos conmigo.

-¿Qué queréis decir?

La voz del caballero se pierde en el infinito de la noche que envuelve al sendero porque ya Noche atraviesa el desierto de la oscuridad al trote ligero primero, luego al galope, tocotoc, tocotoc hacia el equinoccio oto­ñal que discrimina y clasifica y se apodera por un momento de la irreali­dad del caballero:

-Aries -exclama, sin distraer su atención de la balanza que sostie­ne-, bala, bah, bah...., sois tan ingenuos dentro de la dualidad absurda ¡qué afán loco pór crear dificultades y dolores! Sois uno, vos, las gemelas, la virgen viuda, ah, cuán necios ¿y venís a molestarme en medio de esta batalla cruel de la Guerra Interminable? Vete, vete, que ya el Escorpión otoñal, lleno de ponzoña, te espera en la próxima casa. Acaso seas capaz, de. vencerlo o acaso allí mismo acaben tus miserias. Vete.

Tocotoc, tocotoc tocotoc.

Y de pronto, la aguda cola del Escorpión desciende con la velocidad del rayo sobre el Caballero que, al esquivarla, deja al descubierto el cuello de Noche, quien recibe toda la ponzoña. Lanza un relincho de muerte antes que la espada del Caballero corte en dos al cruel Escorpión que aunque abre amenazador sus fauces babosas, retrocede.

-Ya es demasiado tarde -susurra con calma el sabio Centauro Qui­rón, mientras ayuda al Caballero a ponerse de pie. Lo invita a descansar en el propileo de su mansión, compadecido del dolor que percibe en él y busca consolarlo con la calma religiosa e inútil del soñador-. Lo siento por vuestro amigo, Caballero, pero es así como funciona este mundo en lucha perpetua. Soy el frío borde del otoño. Sé de vuestra pena pues las ondas zodiacales vibran y se expanden por igual cualquiera sea el equi­noccio o el solsticio donde nazcan, pero ¿pudieron nunca las palabras de consuelo aquietar las penas del corazón? Somos uno y todos, caballero, dispares, dispersos y enfrentados en esta Guerra Interminable, cada uno ansioso de sí mismo como vos lo estáis del amor de la gemela elegidade vuestro corazón y a la que consideráis única. ¿No será un sueño, la sombra fugitiva de la ilusión?

-Oh, no, gran sabio Quirón. La siento clavada en mí, tan viva, y vibrante que me duele. Está en mi pecho y duele.

-Ah, eterno juvenil instinto de la vida. Soy casi un anciano cínico porque ya he visto demasiado-agrega el sabio Centauro Quirós-, pero ¿a qué desilusionar las nuevas ilusiones? Convertido en flecha de mi ballesta te liaré atravesar el espacio siguiente. Sólo debes cuidarte del malhumo­rado Makerra, ese viejo cocodrilo armado de tridentes que no ve bien y pesea ser paciente e industrioso, no sabe qué hacer consigo mismo ni con los demás y entonces, cuando pasa algún brillo frente a su casa gris de nubes amenazantes, no duda en arrojar el arma destructiva. Cuídate de él y llegarás, ya en plenoinvierno, a las aguas impetuosas que riegan el pasado y presentey presumen poder adivinar el futuro.

El Caballero percibe, dentro de, su alma, la negra oquedad de un destino donde el frío se hace intenso y los árbolesdurrnrcn desnudos y ateridos bajo la bóveda brillante de la negrura sin fin. El tridente, arrojado por Makara, pasa a su costado con un silbido mortal al que sigue el bufido de desencanto al comprobar que no dio en el blanco y ve cómo el hierro cruza el espacio y acaba por clavarse tembloroso en el trémulo silencio del vacío.

Poco después, el caballero de Aries se encuentra sumergido en las aguas frías y trasparentes que lo acarician y consuelan. -Quédate-borbotean las voces del agua-, quédate con nosotras, que somos ondas emanadas del amor y la ternura-¿Percibes cómo pronto, el invierno, va congelar el fluir de nuestra vida? Ven y danos el calor de tu presencia. Haz de tu corazón nuestra morada.

-Ah, tiernas criaturas -responde una vez más apenado, el caballe­ro-. Sois dulces y con gusto me entregaría a vosotras, sino fuera porque ya me devora la nostalgia de Teresa, una de las gemelas, que espera mi retorno de la Guerra Intenninable para recibir el amor que he de entre­garle.

Se agitan las aguas con furia y esa furia que lo quiere devorar le hacen temer por su vida, hasta que el cardumen forma una montura sobre la cual es trasladado el caballero hasta las cárcavas de la orilla de las aguas impetuosas que braman en su explosión pueril y estéril de despecho.

-Ah, Caballero Aries, ¡estáis de vuelta! -el Toro lo observa indeciso a través de sus ojos rojos, sin dejar de bufar ni de arañar el suelo con sus patas delanteras.

-Pues bien, ya ves que sí, lo estoy.
-¡Seáis bienvenido! Vamos pues, hacia el castillo que el Ogro Tre­mendo ha construido para encerrara las gemelas de vuestro desconsuelo. -¿Corno estáis enterado de mi anhelo?-se asombra el caballero.
-¿Que cómo? -brama el Toro-. No se habla de otra cosa sino de vuestra deriva por las casas más lejanas del Zodiaco, la que al final os condujo aquí donde estáis -Nadie ignora vuestras aventuras en la Guerra Interminable y si bien algunos ríen y se burlan de vos, otros os admiran por vuestra intrepidez. Yo soy uno estos últimos, Vamos.

El peñón de roca viva y desnuda se alza majestuoso y en las ventana más elevada del castillo labrado en él, titilan dos lucecillas en pestañeos reiterados. No existe ningún sendero que permita alcanzar la altura.

-Os ayudaré a llegar, dándoos una temible cornada -dice el Toro y acompañando la acción a la palabra, lo hace.

El Caballero Aries asciende veloz hacia la cumbre del peñasco y cae de bruces sobre el suelo de un patio polvoriento donde no hay nada fuera de las lucecillas que giran a su alrededor.

-Oíd, Ogro Tremendo-exclama con vigor, una vez en pie-: vengo en busca de las gemelas que pretendéis guardar, para elegir, tomar y llevar a mi Teresa-exclama el Caballero cuando recupera el aliento-. Tengo el alma destrozada pero he cumplido mi palabra. He vuelto de la Guerra Interminable para unir mi amoral de mi amada, la gemela elegida de mi corazón.

La penumbra del ambiente se adensa para conformar una cabeza enorme de rostro triste, donde los puntitos luminosos no son sino los ojos llorosos del Ogro Tremendo, de cuya boca fluye un halo luminoso que gotea sobre el suelo de la habitación y la humedece.

-Las gemelas, ¿eh? -y fuera de lo que pudiera presumirse, la voz del Ogro Tremendo suena dulce en su melancolía. Hace tiempo me dejaron, pese a que construí este hermoso castillo para ellas y para tenerlas aquí conmigo... Nada vale con encerrar a las gemelas, caballero, os lo asegu­ro. Id al arroyo, donde las visteis por primera vez que allí descubriréis a vuestra amada. Id.

El Caballero, de hinojos frente a Teresa, no puede menos que bajar la vista al sentir los ojos de la dama, entre divertidos y desdeñosos, posa su mirada sobre el cuerpo revestido cubierto de la armadura y los blasones que adornan el escudo puesto a los pies de la bella, a su disposición, lo mismo que la espada, de hoja reluciente, donde se reflejan ella y las imágenes multiplicadas por los espejos de su alrededor, bajo el resplan­dor de un .sol herido que agoniza con la tarde.

-Soy –yo se dice- . El que las vio junto al arroyo al detenerme para el reposo y abrevar a mi caballo Noche, nombre inpregnado por el azabache de su piel y la extraña marca que semeja la luna en cuarto menguante en una de sus ancas.

-Habéis vuelto -exclama Teresa-. Tómane contigo.

-Pero... -arguye el Caballero de Aries-. ¿Cómo estar seguro de que sois vos aquella a la que amo? Veo cien Teresas repetidas en estos espe­jos.

-¿Y qué pretendías encontrar, oh noble Caballero'? Somos dos o cien, somos una y somos todas. Yo soy la gemela Teresa, soy las dos en esta mujer que os aguarda.

Desconcertado, el Caballero de Aries cierra por un momento los ojos, confuso ante la inesperada confesión de Teresa, ahora repetida en los cristales engañosos y en la penumbra que veloz se apodera del paisaje y lo engulle en su boca rojiza y desdentada de occidente.

-Ah, Caballero -exclaina Teresa-. ¿No habéis pues comprendido nada? -y al quebrarse el espejo, la noche termina por sorberla en sus mil fraementos que desaparecen al instante ante el Caballero que de pie, solo, angustiado al descubrir que a causa de su incertidumbre, acaba de perder a Teresa, a su gemela arpada y a las miles que son una convertidas en el amor que encienden las doncellas esquivas en el pecho de los nobles caballeros.

Intuye la irrealidad alucinada de su larga y vana búsqueda y no es Teresa sino su gemela y no es la gemela sino Teresa quien encarna, en esa forma de mujer, presente en la oscuridad de la noche, en el frío del olvido, en el desengaño del recuerdo, el destello del alma consumida para satu rar, con sus manos, la ofrenda de amor ahíta de ansias inconfesas y de luna, habitante inquieto dentro del pecho palpitante del Caballero de Aries.

Arroja su espada y besa la mano blanca que estructura, por fin, la irrealidad de la Mujer.

DE: El Stradivarius

(Asunción: Editorial Arandurã ,2009)

 



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 LITERATURA INFANTO-JUVENIL PARAGUAYA DE AYER Y HOY . TOMO I (A – H)

TERESA MÉNDEZ-FAITH

INTERCONTINENTAL EDITORA S.A.

Teléfs.: 496 991 - 449 738;

Pág. web: www.libreriaintercontinental.com.py

E-mail: agatti@libreriaintercontinental.com.py

Asunción - Paraguay. 2011 (424, Tomo I)

 

 

 

 

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